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viernes, 6 de agosto de 2010

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- La Aventura De Los Monigotes



La Aventura De Los Monigotes

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Holmes llevaba varias horas sentado en silencio, con su larga v delgada
espalda doblada sobre un recipiente químico en el que hervía un preparado
particularmente maloliente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho y, desde
donde yo lo miraba, parecía un pajarraco larguirucho, con plumaje gris mate v
un copete negro.
—Y bien, Watson —dijo de repente—, ¿de modo que no piensa usted
invertir en valores sudafricanos?
Di un respingo de sorpresa. Aunque estaba acostumbrado a las
asombrosas facultades de Holmes, aquella repentina intromisión en mis
pensamientos más íntimos resultaba completamente inexplicable.
—¿Cómo demonios sabe usted eso? —pregunté.
Holmes dio media vuelta sin levantarse de su banqueta, con un
humeante tubo de ensayo en la mano v un brillo burlón en sus hundidos ojos.
—Vamos, Watson, confiese que se ha quedado completamente
estupefacto.
—Así es.
—Debería hacerle firmar un papel reconociéndolo.
—¿Por qué?
—Porque dentro de cinco minutos dirá usted que todo era sencillísimo.
—Estoy seguro de que no diré nada semejante.
—Verá usted, querido Watson —colocó el tubo de ensayo en Su
soporte y comenzó a disertar con el aire de un profesor dirigiéndose a su
clase—, la verdad es que no resulta muy difícil construir una cadena de
inferencias, cada una de las cuales depende de la anterior v es, en sí misma,
muy sencilla. Si después de hacer eso se suprimen todas las inferencias
intermedias v sólo se le presentan al público el punto de partida v la conclusión,
se puede conseguir un efecto sorprendente, aunque puede que un tanto
chabacano. Pues bien: lo cierto es que no resultó muy difícil, con sólo
inspeccionar el surco que separa su dedo pulgar del índice, deducir con toda
seguridad que no tiene usted intención de invertir su modesto capital en las
minas de oro.
—No veo ninguna relación.
—Seguro que no; pero se la voy a hacer ver en seguida. He aquí los
eslabones que faltan en la sencillísima cadena: Uno: cuando regresó anoche
del club, tenía usted tiza entre el dedo pulgar y el índice. Dos: Usted se aplica
tiza en ese lugar cuando juega al billar, para dirigir el taco. Tres: Usted no juega
al billar más que con Thurston. Cuatro: Hace cuatro semanas, me dijo usted
que Thurston tenía una opción para comprar ciertas acciones sudafricanas, que
expiraría al cabo de un mes y que deseaba compartir con usted. Cinco: Su
talonario de cheques está guardado en mi escritorio y no me ha pedido usted la
llave. Seis: Por tanto, no tiene usted intención de invertir su dinero en este
negocio.
—¡Pero si es sencillísimo! —exclamé.
—Ya lo creo —dijo él, un poco escocido—. Todos los problemas le
parecen infantiles después de que se los hayan explicado. Pues aquí tiene uno
sin explicación. A ver qué saca usted de esto, amigo Watson.
Arrojó sobre la mesa una hoja de papel y volvió a enfrascarse en sus
análisis químicos. Yo miré desconcertado el absurdo jeroglífico dibujado en el
papel.
—¡Pero, Holmes, si es un dibujo hecho por un niño! —exclamé.
—Ah, ¿eso le parece?
—¿Qué otra cosa puede ser?
—Eso es precisamente lo que le gustaría saber al señor Hilton Cubitt,
de Ridling Thorpe Manor, Norfolk. Este pequeño rompecabezas llegó con el
primer reparto del correo, y el caballero en cuestión iba a venir en el siguiente
tren. Han llamado a la puerta, Watson. No me extrañaría que fuera él.
Se oyeron fuertes pasos en la escalera y un instante después entró en
la habitación un caballero alto, colorado, bien afeitado, con ojos claros y
mejillas sonrosadas que indicaban que vivía lejos de las nieblas de Baker
Street. Al entrar, pareció que entraba con él un soplo del aire fresco, sano y
vivificante de la costa este. Después de estrecharnos las manos a los dos, se
disponía a sentarse cuando su mirada fue a posarse en el papel con los
extraños dibujos, que yo acababa de examinar y había dejado sobre la mesa.
—Y bien, señor Holmes ¿qué ha sacado de eso? —preguntó—. Me
dijeron que le gustaban a usted los misterios extravagantes, y no creo que
pueda encontrar uno más extravagante que éste. Le envié el papel por delante
para que tuviera tiempo de estudiarlo antes de que llegara yo.
—Desde luego, se trata de un documento muy curioso —dijo Holmes—.
A primera vista, podría pensarse que no es más que un juego de niños. Son
una serie de monigotes ridículos que parecen estar bailando. ¿Por qué le
atribuye usted tanta importancia a una cosa tan grotesca?
—No soy yo, señor Holmes, es mi esposa. Esto la tiene muerta de
miedo. No dice nada, pero puedo advertir el terror en sus ojos. Por eso quiero
llegar al fondo del asunto.
Holmes levantó el papel para que le diera de lleno la luz del sol. Era una
página arrancada de un cuaderno. Los dibujos estaban hechos a lápiz y eran
tal como sigue:
Holmes examinó el papel durante un buen rato y después lo dobló con
cuidado y lo guardó en su cuaderno de bolsillo.
—Este promete ser un caso de lo más interesante e insólito —dijo—. En
su carta me informaba usted de algunos pormenores, señor Cubitt, pero le
agradecería muchísimo que lo repitiera todo, en beneficio de mi amigo el señor
Watson.
—No se me da muy bien contar historias —dijo nuestro visitante,
cerrando y abriendo con nerviosismo sus grandes y fuertes manos—, así que
no vacile en preguntarme si algo no queda claro. Empezaré por mi boda, que
tuvo lugar hace un año. Pero, antes que nada, quiero decirles que, aunque no
soy un hombre rico, mi familia lleva viviendo en Ridling Thorpe desde hace
cinco siglos, v no existe una familia más conocida en todo el condado de
Norfolk. El año pasado vine a Londres para la Fiesta de Aniversario y me alojé
en una casa de huéspedes de Russell Square, porque allí era donde se alojaba
Parker, el vicario de nuestra parroquia. También estaba allí una señorita
americana apellidada Patrick, Elsie Patrick. No sé cómo, nos hicimos amigos, y
antes de un mes yo estaba tan enamorado como puede estarlo un hombre.
Nos casamos discretamente en el registro civil y regresamos a Norfolk
convertidos en matrimonio. Le parecerá a usted una locura, señor Holmes, que
un hombre perteneciente a una antigua e ilustre familia se case de esta
manera, sin saber nada del pasado ni de la familia de su esposa; pero si la
viera y la conociera, no le costaría tanto entenderlo.
»Ella se portó con absoluta honradez. No se puede decir que no me
diera toda clase de facilidades para romper el compromiso si yo lo deseaba. He
tenido en mi vida algunas compañías muy desagradables —me dijo—. Quiero
olvidarme de ellas y preferiría no mencionar nunca el pasado, porque me
resulta muy doloroso. Si me aceptas, Hilton, te llevarás una mujer que no tiene
nada de qué avergonzarse personalmente; pero tendrás que aceptar mi
palabra y permitirme guardar silencio sobre todo lo que sucedió hasta el
momento en que llegué a ser tuya. Si estas condiciones te resultan
inaceptables, regresa a Norfolk y déjame seguir con la vida solitaria que llevaba
cuando me encontraste. Estas fueron las palabras exactas que me dijo el día
antes de nuestra boda. Yo le contesté que aceptaba gustoso sus condiciones, y
hasta ahora he cumplido mi palabra.
»Pues bien, llevamos ya casados un año y hemos sido muy felices.
Pero hace aproximadamente un mes, a finales de junio, advertí las primeras
señales de que algo andaba mal. Un día, mi esposa recibió una carta de
América. Pude ver el sello. Se puso pálida como un muerto, leyó la carta y la
arrojó al fuego. No hizo ningún comentario y tampoco lo hice yo, porque una
promesa es una promesa; pero desde aquel momento, mi mujer no ha
conocido un instante de sosiego. Tiene una expresión constante de miedo,
como si estuviera esperando algo terrible. Lo mejor que podría hacer es confiar
en mí; descubriría que soy su mejor amigo. Pero mientras no hable, yo no
puedo decir nada. Le aseguro, señor Holmes, que es una mujer sincera, y que
si en el pasado se vio metida en algún lío, no fue por culpa suya. No soy más
que un simple hacendado de Norfolk, pero no existe en Inglaterra un hombre
que valore más que yo el honor de su familia. Ella lo sabe bien, y lo sabía antes
de casarse conmigo. Jamás arrojaría una mancha sobre nuestro honor..., de
esto estoy seguro.
»Y ahora llegamos a la parte extravagante de la historia. Hace como
una semana, el martes de la pasada semana, encontré en el alféizar de una
ventana un conjunto de monigotes bailarines, como los de este papel,
dibujados con tiza. Pensé que los habría dibujado el mozo de cuadras, pero
éste juró que no sabía nada del asunto. En cualquier caso, los pintaron durante
la noche. Hice que los borraran y no se lo comenté a mi mujer hasta más tarde.
Con gran sorpresa por mi parte, ella se lo tomó muy en serio y me rogó que si
aparecían más se los dejara ver. No sucedió nada durante una semana, pero
ayer por la mañana encontré este papel sobre el reloj de sol del jardín. Se lo
enseñé a Elsie y cayó desmayada al instante. Desde entonces parece como
sonámbula, medio aturdida v con el terror constantemente pintado en los ojos.
Fue entonces cuando decidí escribirle y enviarle el papel, señor Holmes. No es
una cosa que se pueda— a la policía, porque se habrían reído de mí, pero
usted me dirá qué se puede hacer. No soy rico, pero si algún peligro amenaza
a mi mujercita, gastaría hasta el último penique para protegerla.
Era un gran tipo aquel hijo de la antigua Inglaterra, sencillo, honesto y
amable, con sus grandes y expresivos ojos azules y su rostro amplio y
simpático. Llevaba reflejados en el rostro el amor y la confianza que sentía por
su esposa. Holmes había escuchado su relato con la máxima atención, y luego
se quedó un buen rato callado, sumido en profundas reflexiones.
—¿No cree usted, señor Cubitt —dijo por fin—, que lo mejor sería
abordar directamente a su esposa y pedirle que le confíe su secreto?
Hilton Cubbit sacudió su enorme cabeza.
—Una promesa es una promesa, señor Holmes. Si Elsie quisiera
decírmelo, me lo diría. Si no, no seré yo quien viole su confianza. Pero tengo
derecho a actuar por mi cuenta, y pienso hacerlo.
—Entonces, le ayudaré de todo corazón. En primer lugar, ¿sabe usted
si ha aparecido algún extranjero por su vecindario?
—No.
—Supongo que se trata de un lugar muy tranquilo, y que una cara
nueva provocaría comentarios.
—En la vecindad inmediata, sí. Pero no muy lejos hay varios pueblos
con balnearios, y los granjeros aceptan huéspedes.
—Es evidente que estos jeroglíficos significan algo. Si se trata de una
clave arbitraria, puede resultarnos imposible descifrarla. Pero si es sistemática,
no me cabe duda de que llegaremos al fondo del asunto. Sin embargo, esta
muestra en particular es tan pequeña que no puedo hacer nada con ella, v la
información que usted me ha dado es tan inconcreta que carecemos de base
para una investigación. Yo le aconsejaría regresar a Norfolk, mantenerse ojo
avizor v hacer una copia exacta de todo nuevo monigote que aparezca. Es una
verdadera lástima que no dispongamos de una copia de los que se dibujaron
con tiza en el alféizar de la ventana. Además de esto, investigue discretamente
acerca de la presencia de extranjeros por los alrededores. Cuando haya
reunido algún dato nuevo, vuelva a verme. Es el mejor consejo que puedo
darle, señor Cubbit. Si se presentara alguna novedad apremiante, me tendrá
siempre dispuesto a acudir corriendo a su casa de Norfolk.
La entrevista dejó a Sherlock Holmes muy pensativo, y durante los días
siguientes le vi en varias ocasiones sacar la hoja de papel de su cuaderno y
contemplar durante largo rato y con gran interés las curiosas figuras dibujadas
en ella. Sin embargo, no volvió a hacer mención del asunto hasta una tarde,
unos quince días después. Yo me disponía a salir cuando él me llamó.
—Será mejor que se quede, Watson.
—¿Por qué?
—Porque esta mañana he recibido un telegrama de Hilton Cubitt. ¿Se
acuerda usted de Hilton Cubitt, el de los monigotes? Ha debido llegar a la
estación de Liverpool Street a la una y veinte. Estará aquí de un momento a
otro. Su telegrama parece sugerir que se han producido novedades de
importancia.
No tuvimos que esperar mucho. Nuestro caballero de Norfolk vino
directamente desde la estación, tan rápido como pudo llevarlo un coche de
alquiler. Se le veía angustiado y deprimido, con los ojos fatigados y la frente
llena de arrugas.
—Este asunto me está destrozando los nervios, señor Holmes —dijo,
dejándose caer en una butaca como si estuviera agotado—. Ya es bastante
malo sentirse rodeado por gente invisible y misteriosa que parece estar
tramando algo contra uno; pero si, además, uno sabe que eso está matando
poco a poco a su esposa, la cosa se hace verdaderamente insoportable. Elsie
se está consumiendo..., se está consumiendo ante mis propios ojos.
—¿Todavía no ha dicho nada?
—No, señor Holmes, no ha dicho nada. Y sin embargo, ha habido
momentos en que la pobre chica quería hablar, pero no acababa de decidirse a
dar el paso. He intentado ayudarla, pero me temo que no fui muy hábil y sólo
conseguí asustarla y que siguiera callando. Me hablaba de la antigüedad de mi
familia, de nuestra reputación en el condado, del orgullo que sentimos por
nuestro honor intachable, y siempre me parecía que estaba a punto de
explicarse; pero por una cosa o por otra, nunca llegaba a hacerlo.
—Y usted, ¿ha descubierto algo por su cuenta?
—Mucho, señor Holmes. Traigo varios dibujos nuevos de monigotes
para que usted los examine y, lo que es más importante, he visto al sujeto.
—¡Cómo! ¿Al hombre que los dibuja?
—Sí, lo sorprendí en plena faena. Pero es mejor que se lo cuente todo
en orden. Cuando regresé después de visitarle a usted, lo primero que vi a la
mañana siguiente fue una nueva cosecha de monigotes. Estaban dibujados
con tiza en la puerta negra de madera del cobertizo donde se guardan las
herramientas, que está junto al césped, bien a la vista desde las ventanas.
Saqué una copia exacta y aquí la tengo —desplegó un papel y lo extendió
sobre la mesa—. He aquí el jeroglífico:
—¡Excelente! —dijo Holmes—. ¡Excelente! Por favor, continúe.
—Después de copiarlos, borré los dibujos. Pero dos días después
apareció una nueva inscripción. Aquí tengo la copia:
Holmes se frotó las manos y soltó una risita de placer.
—Vamos acumulando material con mucha rapidez —dijo.
—Tres días después, apareció un mensaje dibujado en papel, que
dejaron sobre el reloj de sol, sujeto con una piedra. Como ve, las figuras son
exactamente las mismas que en el dibujo anterior. Después de eso, decidí
ponerme al acecho; cogí mi revólver v me senté en mi estudio, desde donde se
domina el césped y el jardín. A eso de las dos de la mañana, seguía sentado
junto a la ventana, completamente a oscuras, excepto por la luz de la luna que
brillaba fuera, cuando oí pasos a mi espalda y allí estaba mi mujer en camisón.
Me rogó que fuera a la cama y yo le dije sin rodeos que quería averiguar quién
estaba jugando con nosotros un juego tan absurdo. Me respondió que se
trataba de alguna broma idiota y que no debía prestarle atención.
»—Si tanto te molesta, Hilton, podríamos irnos de viaje los dos, y nos
evitaríamos esta molestia.
»—¿Qué? ¿Dejar que un bromista nos expulse de nuestra casa? —
dije—. ¡Seríamos el hazmerreír de todo el condado!
»—Vamos, ven a acostarte —dijo ella—, y ya lo discutiremos por la
mañana.
»De pronto, mientras ella hablaba, vi que su rostro, ya pálido, se ponía
aún más pálido a la luz de la luna, y su mano se aferró a mi hombro. Algo se
movía en la sombra del cobertizo. Distinguí una figura negra y encogida que
doblaba la esquina arrastrándose y se agachaba delante de la puerta. Cogí mi
revólver y me disponía a salir a la carrera cuando mi esposa me rodeó con los
brazos, sujetándome con una fuerza histérica. Intenté desprenderme de ella,
pero se agarraba a mí con absoluta desesperación. Por fin logré soltarme, pero
para cuando abrí la puerta y llegué al cobertizo, el individuo había
desaparecido. Sin embargo, había dejado huellas de su presencia: en la puerta
se veía el mismo conjunto de monigotes que ya había aparecido dos veces y
que está copiado en ese papel. Por lo demás, no se veía ni rastro del intruso, a
pesar de que recorrí la finca de cabo a rabo. Y sin embargo, lo asombroso es
que debió de estar allí todo el tiempo, porque cuando volví a examinar la puerta
por la mañana había dibujado varias figuritas más bajo la serie que yo ya había
visto.
—¿Tiene usted ese nuevo dibujo?
—Sí. Es muy breve, pero hice una copia y aquí está.
Sacó un nuevo papel. La nueva danza tenía la siguiente forma:
—Dígame —dijo Holmes, y se veía en sus ojos que estaba
excitadísimo—, ¿esto era un añadido al primer dibujo, o parecía simplemente
independiente?
—Estaba dibujado en una tabla distinta de la puerta.
—¡Excelente! Para nuestros propósitos, esto es de la máxima
importancia. Me llena de esperanzas. Ahora, señor Cubitt, le ruego que
continúe con su interesantísima narración. —No tengo nada más que decir,
señor Holmes, excepto que me irrité con mi mujer por haberme sujetado
cuando podría haber atrapado a aquel granuja merodeador. Me dijo que tuvo
miedo de que pudieran hacerme algún daño, y por un instante me asaltó el
pensamiento de que tal vez lo que ella temía en realidad es que pudiera
hacerle algún daño a él, porque estaba convencido de que ella sabía quién era
aquel hombre y lo que significaban sus extraños mensajes. Sin embargo, señor
Holmes, hay algo en la forma de hablar de mi esposa y en la mirada de sus
ojos que disipa toda duda, y ahora estoy convencido de que pensaba
verdaderamente en mi seguridad. Esto es todo lo que hay, y ahora espero que
usted me aconseje lo que debo hacer. Por mi gusto, pondría media docena de
peones escondidos entre los arbustos, y cuando volviera ese fulano le darían
tal paliza que nos dejaría en paz para siempre.
—Me tema que el caso es demasiado grave para remedios tan simples
—dijo Holmes—. ¿Cuánto tiempo puede usted quedarse en Londres?
—Tengo que regresar hoy mismo. Por nada del mundo dejaría sola a mi
esposa por la noche. Está muy nerviosa y me ha suplicado que vuelva
—Creo que hace usted bien. Pero si hubiera podido quedarse, es
posible que dentro de uno o dos días yo habría podido regresar con usted.
Mientras tanto, déjeme esos papeles, y creo muy probable que pueda ir a
visitarle muy pronto y arrojar alguna luz sobre el caso.
Sherlock Holmes mantuvo su actitud serena y profesional hasta que
nuestro visitante se hubo marchado, aunque yo, que le conocía bien, veía
perfectamente que se encontraba excitadísimo. En cuanto las anchas espaldas
de Hilton Cubitt desaparecieron por la puerta, mi compañero corrió a la mesa,
extendió todos los papeles con monigotes dibujados y se enfrascó en
intrincados y laboriosos cálculos.
Durante dos horas le vi llenar hojas y hojas de papel con figuras y
letras, tan absorto en su tarea que resultaba evidente que se había olvidado de
mi presencia. De cuando en cuando hacía progresos y entonces silbaba y
cantaba al trabajar; otras veces se quedaba desconcertado y permanecía
sentado durante largo rato con la frente fruncida y la mirada ausente. Por fin,
saltó de su asiento con un grito de satisfacción v se puso a dar zancadas por la
habitación mientras se frotaba las manos. A continuación, escribió un largo
mensaje en un impreso para telegramas.
—Si esto recibe la contestación que espero, Watson, podrá usted
añadir un precioso caso a su colección —dijo—. Espero que mañana podamos
acercarnos a Norfolk para llevarle a nuestro amigo información muy concreta
sobre este secreto que tanto le atormenta
Confieso que me sentía lleno de curiosidad, pero sabía bien que a
Holmes le gustaba hacer las revelaciones en su momento y a su manera, así
que esperé a que tuviera a bien confiarme sus conocimientos.
Sin embargo, el telegrama de respuesta se retrasó y vivimos dos días
de impaciencia, durante los cuales Holmes estiraba las orejas cada vez que
sonaba el timbre de la puerta. El segundo día por la tarde nos llegó una carta
de Hilton Cubitt. Todo seguía tranquilo, pero aquella mañana había aparecido
una larga inscripción en el pedestal del reloj del sol. Incluía una copia, que
reproduzco aquí:
Holmes estudió este absurdo friso durante unos minutos y de pronto se
puso en pie de un salto, con una exclamación de sorpresa y desaliento. Su
rostro expresaba una terrible ansiedad.
—Hemos dejado que esto vaya demasiado lejos —dijo—. ¿Hay algún
tren para North Walsham esta noche?
Consulté el horario de ferrocarriles. El último tren acababa de salir.
—Entonces, desayunaremos temprano y tomaremos el primero de la
mañana —dijo Holmes—. Nuestra presencia es necesaria con la máxima
urgencia. ¡Ah, aquí está el telegrama que esperábamos! Un momento, señora
Hudson, quizás haya respuesta... No, es justo lo que esperaba. Este mensaje
hace aún más imprescindible que no perdamos un momento en informar a
Hilton Cubitt del estado de las cosas, porque nuestro simpático hacendado de
Norfolk se encuentra enredado en una extraña y peligrosa telaraña.
Los hechos demostraron que tenía razón. Aun ahora, al acercarme a la
conclusión de la historia que al principio me había parecido una fantasía
infantil, vuelvo a experimentar la angustia y el horror que entonces sentí. Ojalá
hubiera tenido un final más feliz para comunicárselo a mis lectores; pero la
crónica debe atenerse a los hechos, y yo debo seguir hasta su siniestro
desenlace la extraña cadena de sucesos que durante unos días convirtieron a
Ridling Thorpe Manor en tema de conversación a todo lo largo y ancho de
Inglaterra.
Apenas si habíamos descendido del tren en North Walsham y
mencionado nuestro lugar de destino, cuando el jefe de estación se acercó
corriendo a nosotros.
—¿Son ustedes los policías de Londres? —preguntó.
Por el rostro de Holmes cruzó una expresión de preocupación.
—¿Qué le hace pensar semejante cosa?
—Es que acaba de pasar por aquí el inspector Martin, de Norwich. Pero
tal vez sean ustedes los médicos. Ella no ha muerto... por lo menos, esto es lo
último que se supo. Quizás aún
lleguen a tiempo de salvarla, aunque sea salvarla para la horca. La frente de
Holmes se nubló de ansiedad.
—Nos dirigimos a Ridling Thorpe Manor —dijo—, pero no sabemos
nada de lo que ha ocurrido allí.
—Una cosa terrible —dijo el jefe de estación—. Heridos a tiros los dos,
el señor Cubitt y su esposa. Ella le disparó y luego se pegó un tiro, al menos
eso dicen los criados. Él ha muerto y a ella no hay muchas esperanzas de
salvarla. ¡Señor, Señor! ¡Una de las familias más antiguas del condado de
Norfolk, y una de las más honorables!
Sin decir palabra, Holmes corrió hacia un coche de alquiler y no abrió la
boca en todo el largo recorrido de siete millas. Pocas veces lo he visto tan
abatido. Se había mostrado inquieto durante todo el viaje desde Londres, y me
había llamado la atención la ansiedad con que hojeaba los diarios de la
mañana; pero el hecho de que sus peores temores se hubieran convertido en
realidad de manera tan brusca lo dejó sumido en una ciega melancolía.
Permanecía recostado en su asiento, perdido en fúnebres especulaciones. Sin
embargo, había muchas cosas interesantes a nuestro alrededor, ya que
atravesábamos uno de los paisajes más curiosos de Inglaterra, en el que unas
pocas casas desperdigadas representaban a la población actual, mientras que
a ambos lados del camino se alzaban enormes iglesias de torres cuadradas,
que surgían del paisaje verde y llano pregonando la gloria y la prosperidad de
la antigua East Anglia. Por fin divisamos el borde violáceo del mar del Norte
sobre el verde de la costa de Norfolk, y el cochero señaló con su látigo dos
viejos tejadillos de ladrillo y madera que sobresalían de un bosquecito.
—Esa es Ridling Thorpe Manor —dijo.
Cuando el coche se detuvo frente a la puerta principal, pude ver, junto
al campo de tenis, el cobertizo negro y el reloj de sol con su pedestal, que tan
siniestro significado encerraban para nosotros. Un hombrecillo bien vestido, de
aspecto sagaz y con bigote engomado, acababa de apearse de un carricoche.
Se' como el inspector Martin, de la comisaría de Norfolk, v se sorprendió
muchísimo al oír el nombre de mi compañero.
—¡Caramba, señor Holmes, pero si el crimen se ha cometido a las tres
de la mañana! ¿Cómo es posible que se haya enterado en Londres y haya
llegado al mismo tiempo que yo?
—Es que lo preveía. Vine con la esperanza de poder impedirlo.
—En tal caso, debe disponer de importante información, de la que
nosotros carecemos. Por aquí se decía que eran una pareja muy bien avenida.
—El único dato de que dispongo son los monigotes —dijo
Holmes—. Ya se lo explicaré más tarde. Mientras tanto, dado que ya es
demasiado tarde para evitar la tragedia, lo que me urge es utilizar la
información que poseo para procurar que se haga justicia. ¿Colaborará usted
conmigo en la investigación, o prefiere que yo actúe por mi cuenta?
—Será para mí un orgullo que actuemos juntos, señor Holmes —dijo el
inspector de todo corazón.
—En ese caso, me gustaría escuchar los testimonios y examinar la
casa sin perder un instante.
El inspector Martin tuvo el buen sentido de dejar que mi amigo hiciera
las cosas a su manera, y se conformó con tomar cuidadosa nota de los
resultados. El médico de la localidad, un anciano de cabellos blancos, acababa
de bajar de la habitación de la señora Cubitt y nos comunicó que sus heridas
eran graves, aunque no mortales de necesidad. La bala había atravesado el
cráneo por delante del cerebro y lo más probable era que tardara algún tiempo
en recuperar la conciencia. Al preguntársele si se había disparado ella misma o
lo había hecho otra persona, no se atrevió a dar una opinión definitiva. Desde
luego, el disparo se había hecho desde muy cerca. En la habitación sólo se
había encontrado un revólver, con dos casquillos vacíos. El señor Hilton Cubitt
había recibido un tiro en el corazón. Tan verosímil era que él hubiera disparado
contra su mujer para después matarse, como que fuera ella la asesina, ya que
el revólver estaba caído en el suelo entre ellos, a la misma distancia de los dos.
—¿Han movido el cadáver?
—No hemos movido más que a la señora. No podíamos dejarla tirada
estando herida.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, doctor?
—Desde las cuatro.
—¿Ha venido alguien más?
—Sí, el policía de aquí.
—¿Y no han tocado ustedes nada? —Nada.
—Han actuado ustedes con mucha prudencia. ¿Quién le hizo llamar?
—La doncella, Saunders.
—¿Fue ella la que dio la voz de alarma?
—Ella y la señora King, la cocinera. —¿Dónde están ahora?
—Creo que en la cocina.
—Entonces, me parece que lo mejor es oír cuanto antes su testimonio.
El antiguo vestíbulo de paredes de roble y altas ventanas se había
transformado en un juzgado de instrucción. Holmes se sentó en un enorme y
anticuado sillón, con sus inexorables ojos brillando desde el fondo de su rostro
apesadumbrado. Se leía en ellos el firme propósito de dedicar su vida a esta
investigación, hasta que quedara vengado el cliente al que él no había logrado
salvar. El atildado inspector Martin, el anciano y barbudo médico rural, un
obtuso policía del pueblo y yo componíamos el resto de aquel extraño equipo.
Las dos mujeres contaron su historia con bastante claridad. Estaban
durmiendo y se habían despertado al oír un estampido, al que siguió otro un
instante después. Dormían en habitaciones contiguas, y la señora King había
corrido a la de Saunders. Bajaron juntas las escaleras. La puerta del estudio
estaba abierta y había una vela encendida sobre la mesa. Su señor estaba
caído boca abajo en el centro de la habitación, muerto. Cerca de la ventana
estaba acurrucada su esposa, con la cabeza apoyada en la pared. Estaba
gravemente herida, con todo un lado de la cabeza rojo de sangre. Respiraba
entrecortadamente, pero fue incapaz de decir nada. Tanto el pasillo como la
habitación estaban llenos de humo y olor a pólvora. La ventana estaba bien
cerrada y asegurada por dentro, las dos mujeres estaban seguras de eso.
Habían hecho llamar inmediatamente al doctor y al policía y luego, con ayuda
del lacayo y el mozo de cuadras, habían trasladado a su maltrecha señora a su
habitación. Tanto ella como su marido habían estado acostados en la cama. La
señora estaba en camisón y él tenía puesto un batín encima del pijama. No se
había tocado nada en el estudio. Por lo que ellas sabían, jamás se había
producido una riña entre marido y mujer. Siempre los habían considerado como
una pareja muy unida.
Estos eran los principales detalles del testimonio de las sirvientas. En
respuesta a las preguntas del inspector Martin, aseguraron que todas las
puertas estaban cerradas por dentro y que nadie podía haber escapado de la
casa. En respuesta a las de Holmes, las dos recordaron haber notado el olor a
pólvora desde el momento en que salieron de sus habitaciones en el piso alto.
—Le recomiendo que preste especial atención a este detalle —le dijo
Holmes a su colega—. Y ahora, creo que podemos proceder a un concienzudo
examen de la habitación del crimen.
El estudio resultó ser un cuartito pequeño, con tres de sus paredes
cubiertas de libros v con un escritorio situado frente a una ventana corriente
qué daba al jardín. En primer lugar, dedicamos nuestras atenciones al cadáver
del desdichado hacendado, cuyo voluminoso cuerpo seguía tendido en medio
de la habitación. Su desordenada vestimenta indicaba que se había despertado
y levantado a toda prisa. Le habían disparado de frente, y la bala había
quedado dentro del cuerpo después de traspasar el corazón. Su muerte tuvo
que ser instantánea y sin dolor. No se veían señales de pólvora ni en su batín
ni en sus manos. Según el médico rural, la señora tenía marcas de pólvora en
la cara, pero no en las manos.
—La falta de marcas no significa nada, aunque su presencia puede
significarlo todo —dijo Holmes—. A menos que haya un cartucho mal encajado
que deje salir la pólvora hacia atrás, se pueden disparar muchos tiros sin que
quede marca. Yo diría que se puede retirar el cuerpo del señor Cubitt.
Supongo, doctor, que no habrá usted extraído la bala que hirió a la señora.
—Para hacerlo se necesitaría una operación muy delicada. Pero
todavía quedan cuatro cartuchos en el revólver. Se han disparado dos y se han
infligido dos heridas, de manera que sabemos qué ha sido de cada bala.
—Al menos, eso parece —dijo Holmes—. Quizás sepa usted también
qué ha sido de la bala que, como puede verse, ha pegado en el borde de la
ventana.
Había dado media vuelta de pronto, y su largo y fino dedo señalaba un
orificio que atravesaba el marco inferior de la ventana, a unos dos centímetros
del borde.
—¡Por San Jorge! —exclamó el inspector—. ¿Cómo ha podido
encontrar eso?
—Porque lo estaba buscando.
—¡Admirable! —dijo el médico rural—. Desde luego, tiene usted razón,
señor. Entonces, se hizo un tercer disparo y, por tanto, tuvo que estar presente
una tercera persona. Pero ¿quién puede haber sido y cómo pudo escapar?
—Ese es el problema que intentamos resolver ahora —dijo Sherlock
Holmes—. ¿Recuerda usted, inspector Martin, que cuando las sirvientas dijeron
que habían notado el olor a pólvora nada más salir de su habitación yo le
comenté que se trataba de un detalle de suma importancia?
—Lo recuerdo, pero confieso que no sé a qué se refería.
—Eso indica que, en el momento de hacerse los disparos, tanto la
puerta como la ventana del estudio estaban abiertas. De lo contrario, el humo
de la pólvora no se habría difundido por la casa con tanta rapidez. Para eso se
necesita una corriente de aire. Sin embargo, la puerta y la ventana sólo
estuvieron abiertas durante un espacio de tiempo muy corto.
—¿Cómo demuestra usted eso?
—Porque la vela no ha chorreado.
—¡Fantástico! —exclamó el inspector—. ¡Fantástico!
—Como tenía la seguridad de que la ventana había estado abierta en el
momento de la tragedia, supuse que pudo haber intervenido una tercera
persona, que estaría fuera y habría disparado a través de la ventana. Los
disparos dirigidos contra esta persona podrían haber dado en el marco. Busqué
allí y, como esperaba, encontré la señal del balazo.
—¿Y cómo es que la ventana se encontró cerrada y asegurada?
—El primer impulso de la mujer debió de ser cerrar y asegurar la
ventana. Pero... ¡Ajá! ¿Qué es esto?
Era un bolso de mujer sobre la mesa del estudio. Un bolsito muy
elegante, de piel de cocodrilo y plata. Holmes lo abrió y volcó sobre la mesa su
contenido. Había veinte billetes de cincuenta libras del Banco de Inglaterra
sujetos con una goma, y nada más.
—Habrá que guardar esto para presentarlo en el juicio —dijo Holmes,
entregando al inspector el bolso con su contenido—. Ahora es necesario que
intentemos arrojar alguna luz sobre esta tercera bala que, resulta evidente por
el astillamiento de la madera, ha sido disparada desde el interior de la
habitación. Me gustaría hablar de nuevo con la señora King, la cocinera... Dijo
usted, señora King, que las despertó un fuerte estampido. Al decir eso, ¿quería
usted decir que le pareció más fuerte que el segundo?
—Bueno, señor, yo estaba dormida y me despertó, así que resulta difícil
juzgar... Pero me pareció muy fuerte.
—¿Podría haberse tratado de dos tiros, disparados casi al mismo
tiempo?
—No sabría decirle, señor.
—Yo creo que eso fue, sin duda, lo que sucedió. Me parece, inspector
Martín, que hemos agotado ya las posibilidades de esta habitación. Si tiene la
amabilidad de acompañarme, veremos qué nueva información nos ofrece el
jardín.
Había un macizo de flores que llegaba hasta la ventana del estudio, y al
acercarnos, todos dejamos escapar una exclamación. Las flores estaban
pisoteadas, y la tierra blanda estaba cubierta de marcas de pisadas. Pisadas
grandes, masculinas, con punteras particularmente largas y puntiagudas.
Holmes husmeó entre la hierba y las hojas como un perro de caza que busca
un ave herida. De pronto, con un grito de satisfacción, se agachó y recogió del
suelo un pequeño cilindro de latón.
—Lo que pensaba —dijo—. La pistola tenía un expulsor, y aquí está el
tercer casquillo. Creo, inspector Martín, que nuestro caso está casi terminado.
El rostro del inspector del condado había ido reflejando su intenso
asombro ante el rápido y magistral avance de las investigaciones de Holmes. Al
principio, había mostrado cierta tendencia a afirmar su propia posición, pero
ahora se encontraba abrumado de admiración y dispuesto a seguir a Holmes
donde fuera sin hacer preguntas.
—¿De quién sospecha usted?
—Ya llegaremos a eso. Hay varios aspectos del problema que aún no
he tenido ocasión de explicarle. Pero ahora que hemos llegado hasta aquí, creo
que lo mejor será que conduzca el asunto a mi manera, y luego se lo aclararé
todo de una vez por todas.
—Como usted desee, señor Holmes, siempre que atrapemos a nuestro
hombre.
—No es mi intención hacerme el misterioso, pero cuando llega el
momento de actuar resulta imposible entretenerse en largas y complicadas
explicaciones. Tengo en la mano todos los hilos del asunto. Aunque la señora
no llegara a recuperar la conciencia, todavía podríamos reconstruir lo que
sucedió anoche y encargarnos de que se haga justicia. En primer lugar,
necesito saber si por estos alrededores hay alguna posada que se llame
«Elrige's».
Se interrogó a los sirvientes, pero ninguno de ellos había oído hablar de
semejante lugar. Sin embargo, el mozo de cuadras aclaró la cuestión al
recordar que a varios kilómetros de allí, en dirección a East Rust, vivía un
granjero que se apellidaba así.
—¿Es una granja aislada?
—Muy aislada, señor.
—¿Incluso es posible que aún no se hayan enterado de lo que sucedió
aquí esta noche?
—Puede que no, señor.
Holmes reflexionó un momento y una curiosa sonrisa apareció en su
rostro.
—Ensilla un caballo, muchacho —dijo—. Quiero que lleves una nota a
la granja de Elrige.
Sacó de un bolsillo una serie de papeles con los dibujos de monigotes,
los colocó delante de él en la mesa del estudio y estuvo trabajando durante un
rato, al cabo del cual le pasó una nota al mozo, encargándole que la entregara
en propia mano a la persona a quien iba dirigida, e insistiéndole de manera
especial en que no respondiera a ninguna pregunta que pudieran hacerle. Pude
ver el sobre de la carta, escrito con letra irregular y desordenada, que no se
parecía nada a la letra pulcra de Holmes. Iba dirigido al señor Abe Slaney,
Granja Elrige, East Ruston, Norfolk.
—Creo, inspector —comentó Holmes—, que lo mejor será que
telegrafíe pidiendo refuerzos, pues si mis cálculos son correctos, puede usted
tener que conducir a la cárcel del condado a un preso muy peligroso. Seguro
que el mismo muchacho que lleva esta carta puede llevar su telegrama. Si sale
esta tarde algún tren para Londres, Watson, creo que haríamos bien en
cogerlo, porque tengo que terminar un análisis químico bastante interesante y
esta investigación está a punto de concluir.
Cuando el joven hubo partido con la nota, Sherlock Holmes dio
instrucciones a la servidumbre. Si llegaba alguna visita preguntando por la
señora Cubitt, no se le debía dar ninguna información sobre su estado, sino
que tenían que hacerla pasar inmediatamente al recibidor. Puso la máxima
insistencia en que se grabaran esto en la mente. Por último, nos condujo al
recibidor, mientras comentaba que el asunto había quedado ya fuera de sus
manos y que procurásemos pasar el tiempo lo mejor que pudiéramos hasta que
viésemos lo que nos aguardaba. El doctor se había marchado a atender a sus
pacientes y sólo quedábamos el inspector y yo.
—Creo que puedo ayudarles a pasar una hora muy entretenida y
provechosa —dijo Holmes, acercando su silla a la mesa y extendiendo delante
de él los diversos papeles donde habían quedado registrados los bailes de los
monigotes—. En cuanto a usted, querido Watson, le debo toda clase de
reparaciones por haber dejado transcurrir tanto tiempo sin satisfacer su natural
curiosidad. A usted, inspector, el asunto le resultará muy atractivo como estudio
profesional. Antes que nada, debo informarle de las interesantes circunstancias
relativas a las consultas que el señor Hilton Cubitt me hizo en Baker Street.
A continuación, Holmes resumió en pocas palabras los hechos que el
lector va conoce.
—Tengo aquí delante estas curiosas obras de arte, que nos harían
sonreír si no hubieran demostrado ser el anuncio de una tragedia tan terrible.
Estoy bastante versado en todos los tipos de escritura secreta, e incluso he
escrito una modesta monografía sobre el tema, en la que analizo ciento
sesenta cifrados diferentes, pero confieso que éste era completamente nuevo
para mí. Al parecer, la intención de los inventores del sistema era que nadie
notara que los dibujos encerraban un mensaje, dando la impresión de que se
trataba de meros dibujos infantiles hechos al azar.
»Sin embargo, una vez que sabemos que los símbolos representan
letras y aplicando las reglas que se utilizan para descifrar toda clase de
escrituras en clave, la solución resulta bastante sencilla. El primer mensaje que
llegó a mí era tan corto que me resultó imposible hacer nada con él, excepto
determinar con relativa confianza que el símbolo X correspondía a la letra E.
Como saben ustedes, la letra E es la letra más corriente del alfabeto inglés, y
predomina de tal manera que, incluso en las frases muy cortas, podemos tener
la seguridad de que aparecerá con más frecuencia que las demás. De los
quince símbolos que componían el primer mensaje, cuatro eran iguales, por lo
que cabía suponer que representaban la letra E. Es cierto, en algunos casos la
figurita aparece llevando una bandera y en otros casos no, pero por el modo en
que estaban distribuidas las banderas, parecía razonable suponer que servían
para separar las palabras de la frase. Partí, pues, de la
hipótesis de que la figura representaba la E.
»Pero ahora venía lo verdaderamente difícil del problema. Después de
la E, el orden de frecuencia de las demás letras en el idioma inglés no es tan
claro, y las preponderancias que pueden advertirse en una hoja de texto
impreso pueden no presentarse en una frase breve. Hablando en general, el
orden numérico de frecuencia de las letras sería T, A, O, I, N, S, H, R, D y L;
pero la T, la A y la O aparecen casi con la misma frecuencia, y resultaría
interminable probar una a una todas las combinaciones hasta obtener una frase
que tuviera sentido. En consecuencia, esperé a disponer de más material de
estudio. En mi segunda entrevista con el señor Hilton Cubitt, éste me
proporcionó otras dos breves fases v un mensaje que, puesto que no tenía
banderas, parecía consistir en una sola palabra. Aquí están los símbolos.
Ahora bien, en esta única palabra tenemos dos E, en segunda y cuarta
posición de una palabra de cinco letras. Podría tratarse— de sever, lever o
never[1]. No cabe duda de que la última posibilidad es la más probable, como
respuesta a una petición, y las circunstancias parecían indicar que se trataba
de una respuesta escrita por la señora. Si aceptamos esto como correcto,
podemos ya afirmar que los
símbolos corresponden, respectivamente, a las letras N, V
y R[2].
[1] Podría tratarse de sever, lever, never... u otras 30 palabras inglesas, por lo menos, aunque
no resulten tan probables como never («nunca»).
[2] Sin embargo, el símbolo utilizado como V en el mensaje número 4 es idéntico al que
representa la P en el mensaje número 5. Debido a estas inconsistencias, muchos expertos
opinan que Watson no está publicando el verdadero código, que posiblemente era mucho más
complicado, habiendo preferido sustituirlo por otro de su invención, más asequible para el
lector, pero que no debería haberle planteado tantas dificultades a Holmes, un hombre
«bastante versado en todos los tipos de escritura secreta», autor de monografías, etc.
»Aun así, las dificultades seguían siendo considerables, pero una idea
afortunada me proporcionó varias letras más. Se me ocurrió que, si estas
peticiones procedían, como yo sospechaba, de alguien que había conocido
íntimamente a la dama en su vida anterior, era muy probable que la
combinación formada por dos E y tres letras intermedias significara el nombre
ELSIE. Examinando los dibujos, descubrí este tipo de combinación al final del
mensaje que se había repetido tres veces. No cabía duda de que se trataba de
un llamamiento a "Elsie". De este modo conseguí la L, la S y la 1. Pero ¿qué
podía estarle pidiendo? La palabra que venía delante de "Elsie" tenía sólo
cuatro letras y terminaba en E. Lo más probable era que se tratara de COME
(ven). Probé con otras muchas palabras terminadas en E, pero ninguna parecía
adecuada al caso. Así pues, disponía ya de la C, la O y la M, y me encontraba
va en situación de atacar de nuevo el primer mensaje, dividiéndolo en palabras
y colocando puntos en lugar de símbolos aún no descifrados. Una vez
sometido a este tratamiento, el mensaje arrojó el siguiente resultado:
.M ERE ..E SL.NE.
»Ahora bien, la primera letra no podía ser más que la A, lo cual
constituía un descubrimiento utilísimo, va que se repite no menos de tres veces
en esta frase tan breve. Además, la H se hace evidente en la segunda palabra,
con lo cual, el mensaje queda así:
AM HERE AY SLANE
»Y rellenando los huecos evidentes del nombre :
AM HERE ABE SLANE
»Ahora ya disponía de tantas letras que podía acometer con bastante
confianza el segundo mensaje, que quedó de la siguiente manera:
A.ELRLES.
»Esto sólo cobraba sentido sustituyendo los puntos por las letras T y G,
y suponiendo que se trataba del nombre de alguna casa o posada en la que se
aloja el autor del mensaje.
El inspector Martin y yo escuchábamos con el máximo interés la clara y
completa explicación de cómo mi amigo había obtenido los resultados que le
habían proporcionado un control tan completo de nuestra difícil situación.
—¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó el inspector.
—Tenía toda clase de razones para suponer que este Abe Slaney era
americano, ya que Abe es un diminutivo norteamericano y además sabíamos
que una carta procedente de Estados Unidos había sido el punto de partida de
todo el problema. También tenía razones de sobra para sospechar que el
asunto encerraba algún secreto criminal. Las alusiones de la dama a su pasado
y su negativa a confiarle su secreto al marido señalaban en la misma dirección.
Así pues, telegrafié a mi amigo Wilson Hargreave, del Departamento de Policía
de Nueva York, que más de una vez se ha beneficiado de mis conocimientos
sobre el delito en Londres, y le pregunté si conocía algo del nombre Abe
Slaney. Aquí está su respuesta: «El maleante más peligroso de Chicago.» La
misma tarde que recibí esta respuesta, Hilton Cubitt me envió el último mensaje
de Slaney. Utilizando las letras ya conocidas, quedó de esta forma:
ELSIE .RE .ARE TO MEET THY GO.
»Añadiendo una P y una D se completaba el mensaje (Elsie prepare to
meet thy god = Elsie, prepárate a comparecer ante Dios), que demostraba que
el canalla había pasado de la persuasión a las amenazas; y, conociendo como
conozco a los granujas de Chicago, estaba seguro de que no tardaría en pasar
de las palabras a la acción. Así que vine a toda prisa a Norfolk con mi amigo y
compañero el doctor Watson, pero, por desgracia, sólo llegamos a tiempo de
comprobar que ya había sucedido lo peor.
—Es un privilegio colaborar con usted en la resolución de un caso —dijo el
inspector con gran convicción—. Sin embargo, me perdonará que le hable con
franqueza. Usted sólo tiene que responder ante sí mismo, pero yo debo
responder ante mis superiores. Si este Abe Slaney que vive donde Elrige es,
efectivamente, el asesino, y consigue escapar mientras yo me quedo aquí
sentado, me veré sin duda en un grave apuro.
—No debe usted preocuparse. No intentará escapar.
—¿Cómo lo sabe?
—Huir equivaldría a confesar su crimen.
—Entonces, vayamos a detenerlo.
—Estoy esperando que venga él aquí, de un momento a otro.
—¿Por qué habría de venir?
—Porque le he escrito pidiéndole que venga.
—¡Pero esto es increíble, señor Holmes! ¿Cree que va a venir sólo
porque usted se lo pida? ¿No ve que una petición semejante despertará sus
sospechas y le impulsará a huir?
—Creo que he sabido presentar la carta del modo adecuado —dijo
Sherlock Holmes—. De hecho, o mucho me equivoco o aquí tenemos al
caballero en persona, que viene por el sendero.
En efecto, un hombre avanzaba por el sendero que llegaba hasta la
puerta. Era un tipo alto, apuesto y moreno, que vestía un traje de franela gris,
con sombrero panamá, barba negra y encrespada, nariz grande, aguileña y
agresiva y un bastón con el que hacía florituras al andar. Por los aires que se
daba al caminar por el sendero, se diría que el lugar le pertenecía, y llamó a la
puerta con un campanillazo fuerte v lleno de confianza.
—Creo, caballeros —dijo Holmes en voz baja—, que lo mejor será
tomar posiciones detrás de la puerta. Toda precaución es poca cuando se trata
de un sujeto como éste. Necesitará usted sus esposas, inspector. Deje que sea
yo el que hable.
Aguardamos en silencio un momento —uno de esos momentos que ya
no se olvidan— y luego se abrió la puerta y entró nuestro hombre. Al instante,
Holmes le aplicó una pistola a la cabeza y Martin cerró las esposas en torno a
sus muñecas. Todo se hizo con tal rapidez y destreza que el individuo se
encontró indefenso antes de poder darse cuenta de que le atacaban. Nos miró
con sus ojos negros y llameantes y entonces estalló en una amarga carcajada.
—Bien caballeros, esta vez me han ganado por la mano. Parece que fui
a topar con algo duro. Pero vine aquí en respuesta a una carta de la señora
Hilton Cubitt. ¿No me dirán que ella
está metida en esto? ¿No me dirán que ella los ayudó a tenderme esta trampa?
—La señora Cubitt está gravemente herida y se encuentra a las puertas
de la muerte.
El hombre soltó un alarido de dolor que resonó en toda la casa.
—¡Está usted loco! —exclamó con ferocidad—. ¡Fue él quien resultó
herido, no ella! ¿Quién iba a hacerle daño a la pequeña Elsie? Yo podía
amenazarla, que Dios me perdone, pero jamás le habría tocado ni un pelo de
su preciosa cabeza. ¡Retire lo que ha dicho! ¡Dígame que no está herida!
—La encontraron malherida al lado del cadáver de su esposo.
El hombre se dejó caer en el sofá, lanzando un profundo gemido y
hundiendo el rostro en sus manos esposadas. Permaneció en silencio durante
cinco minutos. Luego volvió a alzar el rostro v habló con la fría compostura que
da la desesperación.
—No tengo por qué ocultarles nada, caballeros —dijo—. Si le disparé a
ese hombre, también él me disparó a mí, v no veo que eso sea un crimen. Pero
si piensan ustedes que yo habría sido capaz de hacerle daño a esa mujer, es
que no nos conocen ni a mí ni a ella. Les aseguro que jamás hubo en el mundo
un hombre que amara a una mujer como yo la amaba a ella. Y tenía mis
derechos sobre ella, porque nos habíamos prometido hace años. ¿Quién era
este inglés para interponerse entre nosotros? Les aseguro que yo tenía más
derecho, v sólo estaba reclamando lo que era mío.
—Perdió usted su influencia sobre ella cuando ella descubrió la clase
de hombre que es usted —dijo Holmes con tono severo—. Huyó de
Norteamérica para librarse de usted v se casó en Inglaterra con un caballero
honorable. Usted le siguió la pista, la acosó y le hizo insoportable la vida, con la
intención de inducirla a abandonar al marido al que amaba v respetaba para
fugarse con usted, a quien temía y odiaba. Y lo que ha conseguido es provocar
la muerte de un hombre honrado y empujar a su esposa al suicidio. Esta ha
sido su participación en el asunto, señor Abe Slaney, v tendrá usted que
responder de ello ante la justicia.
—Si Elsie muere, no me importa lo que me pase a mí —dijo el
americano. A continuación, abrió una mano v miró un papel arrugado que
llevaba en ella—. ¡Oiga usted! —exclamó con un brillo de sospecha en la
mirada—. ¿No estará usted tratando de asustarme, eh? Si la señora está tan
malherida como usted dice, ¿quién escribió esta nota? —preguntó, arrojándola
sobre la mesa.
—La escribí yo para atraerlo aquí.
—¿Que la escribió usted? Fuera de la banda, nadie en el mundo
conoce el secreto de los monigotes. ¿Cómo pudo usted escribirla?
—Lo que un hombre inventa, otro lo puede descifrar —dijo Holmes—.
Aquí viene un coche que lo llevará a Norwich, señor Slaney. Pero, mientras
tanto, tiene usted tiempo de reparar una pequeña parte del mal que ha
causado. ¿Se da usted cuenta de que sobre la señora Cubitt han recaído
fuertes sospechas de que hubiera asesinado a su esposo, y que sólo mi
presencia aquí, con los conocimientos que sólo yo poseía, la ha librado de la
acusación? Lo menos que puede usted hacer por ella es dejar claro ante todo
el mundo que ella no ha sido responsable, ni directa ni indirectamente, del
trágico final de su marido.
—No deseo otra cosa —respondió el americano—. Creo que lo que
más me conviene a mí mismo es decir la verdad absoluta.
—Es mi deber advertirle que lo que diga se utilizará en contra suya —
exclamó el inspector, con la admirable deportividad del sistema legal británico.
Slaney se encogió de hombros.
—Correré ese riesgo —dijo—. En primer lugar, quiero que sepan
ustedes que conozco a esta mujer desde que era niña. Éramos siete en
nuestra cuadrilla, allá en Chicago, y el padre de Elsie era el jefe de la banda.
Un tipo listo, el viejo Patrick. Fue él quien inventó esa escritura, que parecía
garabatos de niños a menos que tuviera uno la clave. Pues bien, Elsie se
enteró de algunas de nuestras andanzas, pero no le gustaba ese tipo de
negocios v disponía de un poco de dinero honrado, así que nos dejó plantados
y se largó a Londres. Había sido novia mía, y estoy seguro de que se habría
casado conmigo si yo me hubiera dedicado a otra cosa; pero no quería saber
nada de negocios turbios. No conseguí localizarla hasta después (le que se
hubiera casado con el inglés. La escribí, pero no me contestó. Entonces me
vine para acá y, como las cartas no servían de nada, empecé a dejar mensajes
donde ella pudiera leerlos.
»Llevo aquí va un mes. Me alojaba en esa granja, donde disponía de
una habitación en la planta baja y podía entrar v salir por las noches sin que
nadie se enterara. Intenté con vencer a Elsie por todos los medios. Yo sabía
que ella leía los mensajes, porque una vez me escribió una respuesta debajo
de uno de ellos. Por fin, perdí la paciencia v empecé a amenazarla. Ella
entonces me envió una carta implorándome que me marchara y asegurando
que le rompería el corazón ver a su esposo envuelto en un escándalo. Decía
que bajaría a las tres de la mañana, cuando su esposo estuviera dormido, para
hablar conmigo a través de la ventana si luego yo me marchaba y la dejaba en
paz. Bajó y trajo dinero, intentando sobornarme para que me marchara. Aquello
me sacó de quicio; la agarré del brazo v traté de sacarla por la ventana, pero
en aquel momento llegó corriendo el marido con el revólver en la mano. Elsie
cayó al suelo v nosotros quedamos frente a frente. Yo también iba armado, y
saqué mi revólver para asustarlo y que me dejara ir. Él disparó y falló. Y
disparé casi al mismo tiempo y lo tumbé. Me escabullí por el jardín, y mientras
me retiraba oí que la ventana se cerraba a mis espaldas. Esa es la pura
verdad, caballeros, hasta la última palabra, y no supe nada más hasta que llegó
ese chico a caballo con una nota que me hizo venir aquí como un primo, para
caer en sus manos.
—Mientras el americano hablaba, un coche había llegado hasta la
puerta. En su interior venían dos policías de uniforme. El inspector Martin se
puso en pie y tocó el hombro del detenido.
—Es hora de irse.
—¿Puedo verla antes?
—No, está inconsciente. Señor Holmes, mi único deseo es que si
alguna otra vez me cae un caso importante, tenga la suerte (le tenerlo a usted
a mano.
Nos quedamos de pie junto a la ventana, mirando cómo se alejaba el
coche. Al volverme, mi mirada cayó sobre la bola de papel que el detenido
había tirado sobre la mesa. Era la nota que Holmes había usado como
reclamo.
—A ver, Watson, si es usted capaz de leerla —dijo sonriente. No
contenía palabras, sino esta pequeña hilera de monigotes.
—Si utiliza el código que les he explicado —dijo Holmes—, verá que
significa simplemente Come here at once ( «Ven en aquí al instante»).
Estaba convencido de que se trataba de una invitación que no rechazaría, va
que no podía sospechar que viniera de nadie más que de la dama. Y así,
querido Watson, hemos conseguido sacar algún bien de estos monigotes que
con tanta frecuencia fueron agentes del mal, v creo haber cumplido mi promesa
de proporcionarle algo fuera de lo corriente para su archivo. Nuestro tren pasa
a las tres cuarenta. Podemos llegar a Baker Street a tiempo para la cena.
Unas breves palabras a manera de epílogo:
El norteamericano Abe Slaney fue condenado a muerte en la sesión de
invierno del Tribunal de Apelación de Norwich; pero se le conmutó la pena por
otra de trabajos forzados, teniendo en cuenta ciertas circunstancias atenuantes
y la convicción de que Hilton Cubitt había disparado el primer tiro.
De la señora de Hilton Cubitt, sólo sé que oí decir que se recuperó por
completo y ha permanecido viuda, dedicando su vida al cuidado de los pobres
y la administración de las propiedades de su esposo.

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