No sé si la historia que voy a contarles es aceptable —dijo Raymond West—, porque no
puedo brindarles la solución. No obstante, los hechos fueron tan interesantes y tan curiosos
que me gustaría proponerla como problema y, tal vez entre todos, podamos llegar a alguna
conclusión lógica.
»Ocurrió hace dos años, cuando fui a pasar la Pascua de Pentecostés a Cornualles con un
hombre llamado John Newman.
—¿Cornualles? —preguntó Joyce Lemprire con viveza.
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada, sólo que es curioso. Mi historia también ocurrió en cierto lugar de Cornualles, en
un pueblecito pesquero llamado Rathole. No irá usted a decirme que el suyo es el mismo.
—No, el mío se llama Polperran y está situado en la costa oeste de Cornualles, un lugar
agreste y rocoso. A Newman me lo habían presentado pocas semanas antes y me pareció un
compañero interesante. Era un hombre de aguda inteligencia y posición acomodada, poseído
de una romántica imaginación. Como resultado de su última afición, había alquilado Pol
House. Era una autoridad en la época isabelina y me describió con lenguaje vivo y gráfico la
ruta de la Armada Invencible. Lo hizo con tal entusiasmo, que uno hubiera dicho que fue
testigo presencial de la escena. ¿Existe algo de cierto en la reencarnación? Quisiera saberlo.
Me lo he preguntado tantas veces...
—Eres tan romántico, querido Raymond -dijo miss Marple mirándole con benevolencia.
—Romántico es lo último que soy —respondió su sobrino ligeramente molesto—. Pero ese
individuo, Newman, me interesaba por esa razón, como una reliquia curiosa del pasado.
Parece ser que cierto barco perteneciente a la Armada y que contenía un enorme tesoro en
oro procedente de la parte oriental del mar Caribe, había naufragado en la costa de
Cornualles, en las famosas y temibles Rocas de la Serpiente. Newman me contó que a lo
largo de los años se habían hecho intentos de rescatar el barco y recuperar el tesoro. Creo
que estas historias son muy corrientes, aunque el número de barcos con tesoros mitológicos es
mucho mayor que el de los verdaderos. Formaron una compañía, pero quebraron, y Newman
pudo comprar los derechos de aquella cosa, o como quieran llamarle, por cuatro cuartos. Se
mostraba entusiasmado. Según él, sólo era cuestión de utilizar la maquinaria más moderna. El
oro estaba allí, no le cabía la menor duda de que podría ser recuperado.
»Mientras le escuchaba, se me ocurrió pensar en la frecuencia con que ocurren cosas como
ésta. Un hombre rico como Newman logra el éxito casi sin esfuerzo y, no obstante, es
probable que el valor de su hallazgo en dinero no signifique nada para él. Debo confesar que
me contagié de su entusiasmo. Veía galeones surcando las aguas de la costa, desafiando la
tormenta, y abatidos y destrozados contra las negras rocas. La palabra «galeón» me resultaba
romántica. La frase el «oro español» emociona a los escolares, y también a los hombres
hechos y derechos. Además, yo estaba trabajando por aquel entonces en una novela, algunas
de cuyas escenas transcurrían en el siglo XVI, y vi la oportunidad de poder darle un valioso
colorido local gracias a Newman.
»Salí de la estación de Paddington el viernes por la mañana, ilusionado ante la perspectiva de
mi viaje. El compartimiento del tren estaba vacío, con la sola excepción de un hombre sentado
ante mí en el rincón opuesto. Era alto, con aspecto de militar, y no pude evitar la sensación de
que lo había visto antes en alguna otra parte. Me estuve devanando los sesos en vano durante
algún tiempo y al fin di con ello. Mi compañero de viaje no era otro que el inspector
Badgworth, a quien yo conociera cuando escribí una serie de artículos sobre el caso de la
misteriosa desaparición de Everson.
»Me di a conocer y no tardamos en charlar amigablemente. Cuando le dije que me dirigía a
Polperran comentó que era una coincidencia singular ya que él también iba a aquel lugar. No
quise parecer indiscreto y me guardé de preguntarle qué era lo que le llevaba allí. En vez de
eso, le hablé de mi propio interés por el lugar, mencionando el naufragio del galeón español.
Para mi sorpresa, el inspector parecía saberlo todo al respecto.
»—Seguro que es el Juan Fernández —me dijo—. Su amigo no será el primero que ha
dilapidado todo su dinero tratando de sacar el oro a flote. Es un capricho romántico.
»—Y probablemente toda la historia es un mito —repliqué yo—. Nunca habrá naufragado un
barco en este lugar.
»—Oh, el hundimiento del barco sí es cosa cierta
—me dijo el inspector—, así como el de muchos otros. Le sorprendería a usted conocer el
número de naufragios que hubo en esa parte de la costa. A decir verdad, ése es el motivo que
me lleva allí ahora. Ahí es donde hace seis meses se hundió el Otranto.
»—Recuerdo haberlo leído —contesté—. Creo que no hubo desgracias personales.
»—No —contestó el inspector—, pero se perdió otra cosa. No es del dominio público, pero
llevaba a bordo lingotes de oro.
»—¿Sí? —pregunté muy interesado.
»—Naturalmente utilizamos buzos para los trabajos de salvamento, pero el oro había
desaparecido, Mr. West.
»—¡Desaparecido! —exclamé mirándole asombrado-. ¿Cómo es posible?
»—Ese es el problema —replicó el inspector—. Las rocas abrieron un boquete en la cámara
acorazada y los buzos pudieron penetrar fácilmente en ella por ese camino, pero la
encontraron vacía. La cuestión es, ¿fue robado el oro antes o después del naufragio? ¿Estuvo
alguna vez siquiera en la cámara acorazada?
»—Un caso muy curioso -comenté.
»—Lo es, considerando lo que representan los lingotes de oro. No es como un collar de
brillantes, que puede llevarse en el bolsillo. Bueno, parece del todo imposible. Debieron de
hacer alguna triquiñuela antes de que partiera el barco. Pero, de no ser así, el oro ha tenido
que desaparecer en los últimos seis meses, y yo voy a investigar el asunto.
»Encontré a Newman esperándome en la estación. Se disculpó por no traer su automóvil,
que se encontraba en Truro a causa de ciertas reparaciones necesarias. En su lugar había
traído una camioneta de la finca.
»Tomé asiento a su lado y avanzamos con prudencia por las estrechas callejuelas del
pueblecito pesquero, subimos por una pendiente muy pronunciada, yo diría que de un veinte
por ciento, recorrimos una corta distancia por un camino zigzagueante y finalmente enfilamos
los pilares de granito de la entrada de Pol House.
»Era un lugar encantador, situado sobre los acantilados, con una estupenda vista sobre el mar.
Algunas partes tenían unos trescientos o cuatrocientos años de antigüedad, pero se le había
añadido un ala moderna. Detrás de ella se extendían unos siete u ocho acres de terreno de
cultivo.
»—Bienvenido a Pol House —dijo Newman—. Y a la enseña del Galeón Dorado —y señaló
hacia la puerta principal, de donde pendía una reproducción perfecta de un galeón español
con todas sus velas desplegadas.
»Mi primera noche allí fue deliciosa e instructiva. Mi anfitrión me mostró viejos manuscritos
que hacían referencia al Juan Fernández. Desplegó cartas de navegación ante mí, indicándome
posiciones marcadas con líneas de puntos, y me enseñó planos de aparatos de inmersión, los
cuales, debo confesar, me satisficieron por completo.
»Le hablé del encuentro con el inspector Badgworth, cosa que le interesó sobremanera.
»—Hay gentes muy extrañas por esta costa -dijo en tono pensativo-. Llevan en la sangre el
contrabando y la destrucción. Cuando un barco se hunde en sus costas no pueden evitar
considerarlo un pillaje legal para sus bolsillos. Hay aquí un individuo al que me gustaría que
conociera. Es un tipo interesante.
»El día siguiente amaneció claro y radiante. Fuimos a Polperran y allí me fue presentado el
buzo de Newman, un hombre llamado Higgins. Era un individuo de rostro curtido,
extremadamente taciturno y cuyas intervenciones en la conversación se reducían a
monosílabos. Después de discutir entre ellos sobre asuntos técnicos, nos dirigimos a Las Tres
Ancoras. Una jarra de cerveza contribuyó un poco a desatar la lengua de aquel individuo.
»—Ha venido un detective de Londres —gruñó—. Dicen que ese barco que se hundió en
noviembre pasado llevaba a bordo gran cantidad de oro. Bueno, no fue el primero en
zozobrar y tampoco será el último.
»—Cierto, cierto —intervino el posadero de Las Tres Áncoras—. Has dicho una gran
verdad, Bill Higgins.
»—Vaya silo es, Mr. Kelvin —replicó Higgins.
»Miré con cierta curiosidad al posadero. Era un hombre muy peculiar, moreno, de rostro
bronceado y anchas espaldas. Sus ojos parecían inyectados en sangre y tenían un modo muy
extraño de evitar la mirada de los demás. Sospeché que aquél era el hombre de que me
hablara Newman, al que calificó de sujeto interesante.
»—No queremos extranjeros entrometidos en estas costas -dijo con tono siniestro.
»—¿Se refiere a la policía? —preguntó Newman con una sonrisa.
»—A la policía y a otros —replicó Kelvin significativamente—. Y no lo olvide usted, señor.
»—¿Sabe usted, Newman, que me ha sonado como una amenaza? —le dije cuando
subíamos la colina para dirigirnos a casa.
»Mi amigo se echó a reír.
«—Tonterías, yo no le hago ningún daño a la gente de aquí.
»Yo moví la cabeza pensativo. En Kelvin había algo siniestro y salvaje, y comprendí que su
mente podía discurrir por sendas extrañas e insospechadas.
»Creo que mi inquietud comenzó a partir de aquel momento. La primera noche había dormido
bastante bien, pero la siguiente mi sueño fue intranquilo y entrecortado. El domingo amaneció
gris y triste, con el cielo encapotado y la amenaza de los truenos estremeciendo el aire. Me fue
difícil disimular mi estado de ánimo y Newman observó el cambio operado en mí.
»—¿Qué le ocurre West? Esta mañana está hecho un manojo de nervios.
»—No lo sé —dije—, pero tengo un horrible presentimiento.
»—Es el tiempo.
»—Sí, es posible.
»No dije más. Por la tarde salimos en la lancha motora de Newman, pero se puso a llover con
tal fuerza que tuvimos que regresar a la playa y ponernos inmediatamente ropa seca.
»Aquella noche creció mi ansiedad. En el exterior la tormenta aullaba y rugía. A eso de las
diez la tempestad se calmó y Newman miró por la ventana.
»—Está aclarando —anunció—. No me extrañaría que dentro de media hora hiciera una
noche magnífica. Si es así, saldré a dar un paseo.
»Yo bostecé.
»—Tengo mucho sueño —dije—. Anoche no dormí mucho y me parece que me acostaré
temprano.
»Así lo hice. La noche anterior había dormido muy poco y, en cambio, aquella tuve un sueño
profundo. No obstante, mi sopor no me proporcionó descanso. Seguía oprimiéndome el
terrible presentimiento de un cercano peligro: soñé cosas horribles, espantosos abismos y
enormes precipicios entre los cuales me hallaba vagando, sabiendo que el menor tropiezo de
uno de mis pies hubiera significado la muerte. Cuando desperté, mi reloj señalaba las ocho.
Me dolía mucho la cabeza y seguía bajo la opresión de mis pesadillas.
»Tan fuerte era ésta que, cuando me acerqué a mirar por la ventana, retrocedí con un nuevo
sentimiento de terror, pues lo primero que vi, o creí ver, fue la figura de un hombre cavando
una tumba.
»Tardé un par de minutos en rehacerme y entonces comprendí que el sepulturero no era otro
que el jardinero de Newman y que «la tumba» estaba destinada a tres nuevos rosales que
estaban sobre el césped esperando a ser plantados.
»El jardinero alzó la cabeza y al yerme se llevó la mano al sombrero.
»—Buenos días señor, hermosa mañana.
»—Supongo que lo es, sí —repliqué dubitativo sin poder sacudir por completo mi pesimismo.
»Sin embargo, como había dicho el jardinero, la mañana era espléndida. El sol brillaba en un
cielo azul pálido que prometía un tiempo magnífico para todo el día. Bajé a desayunar
silbando una tonadilla. Newman no tenía ninguna doncella en la casa, solo un par de hermanas
de mediana edad, que vivían en una granja cercana, acudían diariamente para atender a sus
sencillas necesidades. Una de ellas estaba colocando la cafetera sobre la mesa cuando yo
entré en la habitación.
»—Buenos días, Elizabeth —dije—. ¿No ha bajado todavía Mr. Newman?
»—Debe de haber salido muy temprano, señor —me contestó—, pues no estaba en la casa
cuando llegamos.
»Al instante sentí renacer mi inquietud. Las dos mañanas anteriores Newman había bajado a
desayunar un poco tarde y en ningún momento supuse que fuese madrugador. Impulsado por
mis presentimientos, subí a su habitación. La encontré vacía y, además, sin señales de que
hubiera dormido en su cama. Tras un breve examen de su dormitorio, descubrí otras dos
cosas. Si Newman salió a pasear debió de hacerlo en pijama, puesto que éste había
desaparecido.
»Entonces tuve el convencimiento de que mis temores eran justificados. Newman había salido,
como dijo que haría, a dar un paseo nocturno y, por alguna razón desconocida, no había
regresado. ¿Por qué? ¿Habría tenido un accidente? ¿Se habría caído por el acantilado?
Debíamos averiguarlo en seguida.
»En pocas horas ya había reclutado a un gran número de ayudantes y juntos lo buscamos en
todas direcciones, por los acantilados y en las rocas de abajo, pero no había rastro de
Newman.
»Al fin, desesperado, fui a buscar al inspector Badgworth. Su rostro adquirió una expresión
grave.
»—Tengo la impresión de que ha sido víctima de una mala jugada —dijo—. Hay gente muy
poco escrupulosa por esta zona. ¿Ha visto usted a Kelvin, el posadero de Las Tres Ancoras?
»Le contesté afirmativamente.
»—¿Sabía usted que estuvo cuatro años en la cárcel por asalto y agresión?
»—No me sorprende —repliqué.
»—La opinión general de los habitantes de este pueblo parece ser que su amigo se entromete
demasiado en cosas que no le conciernen. Espero que no haya sufrido ningún daño.
»Continuamos la búsqueda con redoblado ánimo y hasta última hora de la tarde no vimos
recompensados nuestros esfuerzos. Descubrimos a Newman en su propia finca, dentro de una
profunda zanja, con los pies y las manos fuertemente atados con cuerdas y un pañuelo en la
boca, a modo de mordaza, para evitar que gritase.
»Estaba terriblemente exhausto y dolorido, pero después de unas fricciones en las muñecas y
en los tobillos y un buen trago de whisky, pudo referirnos lo que le había ocurrido.
«Cuando aclaró el tiempo, salió a dar un paseo, a eso de las once. Llegó hasta cierto lugar de
los acantilados conocidos vulgarmente como la Ensenada de los Contrabandistas debido al
gran número de cuevas que hay allí. Allí observó que unos hombres sacaban algo de un
pequeño bote y bajó para ver de qué se trataba. Fuera lo que fuera, parecía ser algo muy
pesado y lo trasladaban a una de las cuevas más lejanas.
»Sin imaginar que se tratase en realidad de algo ilegal, Newman lo encontró extraño. Se
acercó un poco más sin ser visto, mas de pronto se oyó un grito de alarma e inmediatamente
dos fornidos marineros cayeron sobre él y le dejaron inconsciente. Cuando volvió en sí, se
encontró tendido en un vehículo que iba a toda velocidad y que subía, dando tumbos y
saltando sobre los baches, por lo que pudo deducir, por el camino que conduce de la costa al
pueblo. Ante su sorpresa el camión penetró por la entrada de su propia casa. Allí, tras
sostener una conversación en voz baja, los hombres lo sacaron para arrojarlo a la zanja en el
lugar en que su profundidad haría más improbable que fuera hallado por algún tiempo.
Después, el camión se puso en marcha y le pareció que salía por la otra entrada, situada una
milla más cerca del pueblo. No pudo darnos descripción alguna de los asaltantes, excepto que
desde luego eran hombres de mar y, por su acento, cornualleses.
»El inspector Badgworth pareció muy interesado por el relato.
»—Apuesto a que es ahí donde ha sido escondido el oro —exclamó—. De un modo u otro
debió ser salvado del naufragio y almacenado en alguna cueva solitaria, en alguna otra parte.
Hemos registrado todas las cuevas de la Ensenada de los Contrabandistas y, como que ahora
nos dedicamos a buscarlo más hacia el interior, lo han trasladado de noche a una cueva que
ya ha sido registrada y que, por consiguiente, no es probable que volvamos a mirar. Por
desgracia han tenido por lo menos dieciocho horas para llevárselo de nuevo. Si capturaron a
Mr. Newman ayer noche, dudo que encontremos nada allí a estas horas.
»El inspector se apresuró a efectuar un registro en la cueva y encontró pruebas definitivas de
que el oro había sido almacenado allí como supuso, pero los lingotes habían sido trasladados
una vez más y no existía la menor pista de cuál era el nuevo escondrijo.
»No obstante, sí había una pista y el propio inspector me la señaló al día siguiente.
»—Este camino lo utilizan muy poco los automóviles —dijo- y en uno o dos lugares se ven
claramente huellas de neumáticos. A uno de ellos le falta una pieza triangular y deja una huella
inconfundible. Eso demuestra que entraron por esta entrada y aquí hay una clara huella que
indica que salieron por la otra, de modo que no cabe duda de que se trata del vehículo que
andamos buscando. Ahora bien, ¿por qué salieron por la entrada más lejana? A mí me parece
clarísimo que el camión vino del pueblo. No hay muchas personas que tengan uno: dos o tres
a lo sumo. Kelvin, el posadero de Las Tres Áncoras, tiene uno.
»—¿Cuál era la profesión original de Kelvin? —preguntó Newman.
»—Es curioso que me pregunte usted eso, Mr. Newman. En su juventud Kelvin fue buzo
profesional.
»Newman y yo nos miramos significativamente. Las piezas del rompecabezas parecían
empezar a encajar.
»—¿No reconoció a Kelvin en uno de los hombres de la playa? —preguntó el inspector.
»Newman negó con la cabeza.
»—Temo no poder ayudarle en eso -dijo pesaroso-. La verdad es que no tuve tiempo de ver
nada.
»El inspector, muy amablemente, me permitió acompañarlo a Las Tres Ancoras. El garaje se
hallaba en una calle lateral. Sus grandes puertas estaban cerradas, pero al subir por la
callejuela lateral encontrarnos una pequeña puerta que daba acceso al interior del mismo y que
estaba abierta. Un breve examen de los neumáticos fue suficiente para el inspector.
»—Lo hemos pillado, diantre —exclamó—. Aquí está la marca, tan clara como el día, en la
rueda posterior izquierda. Ahora, Mr. Kelvin, veremos de qué le sirve su inteligencia para salir
de ésta.
Raymond West hizo un alto en su relato.
—Bueno -dijo la joven Joyce—. Hasta ahora no veo dónde está el problema, a menos que
nunca encontrasen el oro.
—Nunca lo encontraron, desde luego —repitió Raymond—, y tampoco pudieron acusar a
Kelvin. Supongo que era demasiado listo para ellos, pero no veo cómo se las arregló. Fue
detenido por la prueba del neumático, pero surgió una dificultad extraordinaria. Al otro lado
de las grandes puertas del garaje había una casita que en verano alquilaba una artista.
—¿Oh, esas artistas! -exclamó Joyce riendo.
—Como tú dices: ¡Oh, esas artistas! Ésta en particular había estado enferma algunas semanas
y por este motivo tenía dos enfermeras que la atendían. La que estaba de guardia aquella
noche acercó su butaca a la ventana, que tenía la persiana levantada, y declaró que el camión
no pudo haber salido del garaje de enfrente sin que ella lo viera y juró que nadie salió de allí
aquella noche.
—No creo que esto deba considerarse un problema —comentó Joyce—. Es casi seguro que
la enfermera se quedó dormida, siempre se duermen.
—Es lo que siempre ocurre -dijo Mr. Petherick juiciosamente—. Pero me parece que
aceptamos los hechos sin examinarlos lo suficiente. Antes de aceptar el testimonio de la
enfermera debiéramos investigar de cerca su buena fe. Una coartada que surge con tal
sospechosa prontitud despierta dudas en la mente de cualquiera.
—También tenemos la declaración de la artista -dijo Raymond—. Dijo que se encontraba
muy mal y pasó despierta la mayor parte de la noche, de modo que hubiera oído sin duda
alguna el camión, puesto que era un ruido inusitado y la noche había quedado muy apacible
después de la tormenta.
—¡Hum...! —dijo el clérigo—. Eso desde luego es un factor adicional. ¿Tenía alguna
coartada el propio Kelvin?
—Declaró que estuvo en su casa durmiendo desde las diez en adelante, pero no pudo
presentar ningún testigo que apoyara su declaración.
—La enfermera debió quedarse dormida lo mismo que su paciente —dijo la joven—. La
gente enferma siempre se imagina que no ha pegado ojo en toda la noche.
Raymond West lanzó una mirada interrogativa al doctor Pender.
—Me da lástima ese Kelvin. Me parece que es víctima de aquello de «Por un perro que
maté...». Kelvin había estado en la cárcel. Aparte de la huella del neumático, que es desde
luego algo demasiado evidente para ser mera coincidencia, no parece haber mucho en contra
suya, excepto sus desgraciados antecedentes.
—¿Y usted, sir Henry?
El aludido movió la cabeza.
—Da la casualidad —replicó sonriendo- que conozco este caso, de modo que evidentemente
no debo hablar.
—Bien, adelante, tía Jane. ¿No tienes nada que decir?
—Espera un momento, querido —respondió miss Marple—. Me temo que he contado mal.
Dos puntos del revés, tres del derecho, saltar uno, dos del revés... sí, está bien. ¿Qué me
decías, querido?
—¿Cuál es tu opinión?
—No te gustaría, querido. He observado que a los jóvenes nunca les gusta. Es mejor no decir
nada.
—Tonterías, tía Jane. Adelante.
—Pues bien, querido Raymond -dijo miss Marple dejando la labor para mirar a su sobrinocreo
que deberías tener más cuidado al escoger a tus amistades. Eres tan crédulo, querido, y
te dejas engañar tan fácilmente. Supongo que eso se debe a que eres escritor y tienes mucha
imaginación. ¡Toda esa historia del galeón español! Si fueras mayor y tuvieses mi experiencia
de la vida te habrías puesto en guardia en seguida. ¡Además, un hombre al que conocías sólo
desde hacía unas semanas!
Sir Henry lanzó un torrente de carcajadas al tiempo que golpeaba su rodilla.
—Esta vez te han pillado, Raymond —dijo—. Miss Marple, es usted maravillosa. Tu amigo
Newman, muchacho, tenía otro nombre, es decir, varios más. En estos momentos no está en
Cornualles, sino en Devonshire. En Dartmoor, para ser exacto y en calidad de convicto en la
prisión de Princetown. No pudimos cogerlo por el asunto del oro robado, pero sí por robar la
cámara acorazada de uno de los bancos de Londres. Cuando revisamos sus antecedentes
supimos que buena parte del oro robado fue enterrado en el jardín de Pol House. Fue una
idea bastante buena. Por toda la costa de Cornualles se cuentan historias de barcos hundidos
llenos de oro. Serviría para justificar el buzo y para justificar el oro. Pero se necesitaba una
víctima propiciatoria y Kelvin era la ideal. Newman representó su pequeña comedia muy bien
y nuestro amigo Raymond, una celebridad como escritor, hizo de testigo impecable.
—Pero ¿y la huella del neumático? —objetó Joyce.
—Oh, yo lo vi en seguida, querida, y no sé nada de automóviles —dijo miss Marple—. Ya
sabes que la gente cambia las ruedas, a menudo lo he visto hacer y, claro, pudieron coger la
rueda de la camioneta de Kelvin y sacarla por la puerta pequeña del garaje y salir con ella al
callejón. Allí la colocarían en la camioneta de Mr. Newman y bajarían hasta la playa, cargarían
el oro y volverían a entrar por la otra entrada al pueblo. Luego volvieron a colocar la rueda en
la camioneta de Mr. Kelvin, me imagino, mientras alguien maniataba a Mr. Newton y lo
arrojaba a la zanja. Estuvo muy incómodo y probablemente tardaron en encontrarlo más de lo
que habían calculado. Imagino que el individuo que se llamaba a sí mismo jardinero debía
ocuparse de eso.
—¿Por qué dices que se llamaba a sí mismo jardinero, tía Jane? —preguntó Raymond con
extrañeza.
—Pues porque no podía ser un jardinero auténtico —dijo miss Marple—. Los jardineros no
trabajan durante el lunes de la Pascua de Pentecostés, todo el mundo lo sabe.
Sonrió sin apartar los ojos de su labor.
—En realidad fue ese pequeño detalle lo que me puso sobre la verdadera pista -dijo.
Luego miró a Raymond.
—Cuando tengas tu propia casa, querido, y un jardinero que cuide de tu jardín, conocerás
estos pequeños detalles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario