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sábado, 20 de noviembre de 2010

El club de los martes -- Agatha Christie -- Miss Marple y trece problemas



“MISS MARPLE Y 13 PROBLEMAS”
Agatha Christie



EL CLUB DE LOS MARTES
Misterios sin resolver.

Raymond West lanzó una bocanada de humo y repitió las palabras con una especie de
deliberado y consciente placer.
–Misterios sin resolver.
Miró satisfecho a su alrededor. La habitación era antigua, con amplias vigas oscuras que
cruzaban el techo, y estaba amueblada con muebles de buena calidad muy adecuados a ella.
De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor de profesión y le gustaba que el
ambiente fuera evocador. La casa de su tía Jane siempre le había parecido un marco muy
adecuado para su personalidad. Miró a través de la habitación hacia donde se encontraba
ella, sentada, muy tiesa, en un gran sillón de orejas. Miss Marple vestía un traje de brocado
negro, de cuerpo muy ajustado en la cintura, con una pechera blanca de encaje holandés de
Mechlin. Llevaba puestos mitones también de encaje negro y un gorrito de puntilla negra
recogía sus sedosos cabellos blancos. Tejía algo blanco y suave, y sus claros ojos azules,
amables y benevolentes, contemplaban con placer a su sobrino y los invitados de su sobrino.
Se detuvieron primero en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo. Luego en Joyce
Lempriére, la artista, de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry
Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor
Pender, el anciano clérigo de la parroquia; y Mr. Petherick, abogado, un enjuto hombrecillo
que usaba gafas, aunque miraba por encima y no a través de los cristales. Miss Marple dedicó
un momento de atención a cada una de estas personas y luego volvió a su labor con una dulce
sonrisa en los labios.
Mr. Petherick lanzó la tosecilla seca que precedía siempre sus comentarios.
–¿Qué es lo que has dicho, Raymond? ¿Misterios sin resolver? ¿Y a qué viene eso?
–A nada en concreto –replicó Joyce Lempriére–. A Raymond le gusta el sonido de esas
palabras y decírselas a sí mismo.
Raymond West le dirigió una mirada de reproche que le hizo echar la cabeza hacia atrás y
soltar una carcajada.
–Es un embustero, ¿verdad, miss Marple? –preguntó Joyce–. Estoy segura de que usted lo
sabe.
Miss Marple sonrió amablemente, pero no respondió.
–La vida misma es un misterio sin resolver –sentenció el clérigo en tono grave.
Raymond se incorporó en su silla y arrojó su cigarrillo al fuego con ademán impulsivo.
–No es eso lo que he querido decir. No hablaba de filosofía –dijo–. Pensaba sólo en hechos
meramente prosaicos, cosas que han sucedido y que nadie ha sabido explicar.
–Sé a qué te refieres, querido –contestó miss Marple–. Por ejemplo, miss Carruthers tuvo una
experiencia muy extraña ayer por la mañana. Compró medio kilo de camarones en la tienda
de Elliot. Luego fue a un par de tiendas más y, cuando llegó a su casa, descubrió que no tenía
los camarones. Volvió a los dos establecimientos que había visitado antes, pero los camarones
habían desaparecido. A mí eso me parece muy curioso.
–Una historia bien extraña –dijo sir Henry en tono grave.
–Claro que hay toda clase de posibles explicaciones –replicó miss Marple con las mejillas
sonrojadas por la excitación–. Por ejemplo, cualquiera pudo...
–Mi querida tía –la interrumpió Raymond West con cierto regocijo–, no me refiero a esa clase
de incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones, en esa clase de cosas de las
que podría hablarnos largo y tendido sir Henry si quisiera.
–Pero yo nunca hablo de mi trabajo –respondió sir Henry con modestia–. No, nunca hablo de
mi trabajo.
Sir Henry Clithering había sido hasta muy recientemente comisionado de Scotland Yard.
–Supongo que hay muchos crímenes y delitos que la policía nunca logra esclarecer –dijo
Joyce Lempriére.
–Creo que es un hecho admitido –dijo Mr. Petherick.
–Me pregunto qué clase de cerebro puede enfrentarse con más éxito a un misterio –dijo
Raymond West–. Siempre he pensado que el policía corriente debe tener el lastre de su falta
de imaginación.
–Esa es la opinión de los profanos –replicó sir Henry con sequedad.
–Si realmente quiere una buena ayuda –dijo Joyce con una sonrisa–, para psicología e
imaginación, acuda al escritor.
Y dedicó una irónica inclinación de cabeza a Raymond, que permaneció serio.
–El arte de escribir nos proporciona una visión interior de la naturaleza humana –agregó en
tono grave–. Y tal vez el escritor ve detalles que le pasarían por alto a una persona normal.
–Ya sé, querido –intervino miss Marple–, que tus libros son muy interesantes, pero, ¿tú crees
que la gente es en realidad tan poco agradable como tú la pintas?
–Mi querida tía –contestó Raymond con amabilidad–, quédate con tus ideas y que no permita
el cielo que yo las destroce en ningún sentido.
–Quiero decir –continuó miss Marple frunciendo un poco el entrecejo al contar los puntos de
su labor– que a mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, si no sencillamente
muy tontas.
Mr. Petherick volvió a lanzar su tosecilla seca.
–¿No te parece, Raymond –dijo–, que das demasiada importancia a la imaginación? La
imaginación es algo muy peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de
examinar las pruebas con imparcialidad y de considerar los hechos sólo como factores, me
parece el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que, por experiencia, sé
que es el único que da resultado.
–¡Bah! –exclamó Joyce echando hacia atrás sus cabellos negros de una forma indignante–.
Apuesto a que podría ganarles a todos en este juego. No sólo soy mujer (y digan lo que
digan, las mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres), sino además
artista. Veo cosas en las que ustedes jamás repararían. Y, como artista, también he tropezado
con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible que la haya conocido
nuestra querida miss Marple.
–No estoy segura, querida –replicó miss Marple–. Algunas veces, en los pueblos ocurren
cosas muy dolorosas y terribles.
–¿Puedo hablar? –preguntó el doctor Pender con una sonrisa–. No se me oculta que hoy en
día está de moda desacreditar al clero, pero nosotros oímos cosas que nos permiten conocer
un aspecto del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior.
–Bien -dijo Joyce–, parece que formamos un bonito grupo representativo. ¿Qué les parece si
formásemos un club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos
reuniremos cada semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema o
algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego. sepa la solución.
Dejadme ver cuántos somos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad, tendríamos que ser
seis.
–Te has olvidado de mí, querida –dijo miss Marple con una sonrisa radiante.
Joyce quedó ligeramente sorprendidas pero se rehizo en seguida.
–Sería magnífico, miss Marple –le dijo–. No pensé que le gustaría participar en esto.
–Creo que será muy interesante –replicó miss Marple–, especialmente estando presentes
tantos caballeros inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista pero, haber vivido todos estos
años en St. Mary Mead, me ha dado cierta visión de la naturaleza humana.
–Estoy seguro de que su cooperación será muy valiosa –dijo sir Henry con toda cortesía.
–¿Quién será el primero?
–Creo que no hay la menor duda en cuanto a eso –replicó el doctor Pender–, puesto que
tenemos la gran fortuna de contar entre nosotros con un hombre tan distinguido como sir
Henry.
Dejó la frase sin acabar, mientras hacía una cortés inclinación hacia sir Henry.
El aludido guardó silencio unos instantes y, al fin, con un suspiro y cruzando las piernas,
comenzó:
–Me resulta un poco difícil escoger al tipo de historia que ustedes desean oír, pero creo que
conozco un ejemplo que cumple muy bien los requisitos exigidos. Es posible que hayan leído
algún comentario acerca de este caso en los periódicos del año pasado. Entonces se archivó
como un misterio sin resolver, pero da la casualidad de que la solución llegó a mis manos no
hace muchos días.
»Los hechos son bien sencillos. Tres personas se reunieron para una cena que consistía, entre
otras cosas, de langosta enlatada. Más tarde aquella noche, los tres se sintieron indispuestos y
se llamó apresuradamente a un médico. Dos de ellos se restablecieron y el tercero falleció.
–¡Ah! –dijo Raymond en tono aprobador.
–Como digo, los hechos fueron muy sencillos. Su muerte fue atribuida a envenenamiento por
alimentos en mal estado, se extendió el certificado correspondiente y la víctima fue enterrada.
Pero las cosas no acabaron ahí.
Miss Marple asintió.
–Supongo que empezarían las habladurías, como suele ocurrir.
–Y ahora debo describirles a los actores de este pequeño drama. Llamaré al marido y a la
esposa, Mr. y Mrs. Jones, y a la señorita de compañía de la esposa, miss Clark. Mr. Jones
era viajante de una casa de productos químicos. Un hombre atractivo en cierto modo, jovial y
de unos cuarenta años. Su esposa era una mujer bastante corriente, de unos cuarenta y cinco
años, y la señorita de compañía, miss Clark, una mujer de sesenta, gruesa y alegre, de rostro
rubicundo y resplandeciente. No podemos decir de ninguno de ellos que resultara una
personalidad muy interesante.
«Ahora bien, las complicaciones comenzaron de modo muy curioso. Mr. Jones había pasado
la noche anterior en un hotelito de Birmingham. Dio la casualidad de que aquel día habían
cambiado el papel secante, que por lo tanto estaba nuevo, y la camarera, que al parecer no
tenía otra cosa mejor que hacerse entretuvo en colocarlo ante un espejo después de que Mr.
Jones escribiera unas cartas. Pocos días más tarde, al aparecer en los periódicos la noticia de
la muerte de Mrs. Jones como consecuencia de haber ingerido langosta en mal estado, la
camarera hizo partícipes a sus compañeros de trabajo de las palabras que había descifrado en
el papel secante:«Depende enteramente de mi esposa... cuando haya muerto yo haré...cientos
de miles...»
»Recordarán ustedes que no hace mucho tiempo hubo un caso en el que la esposa fue
envenenada por su marido. No se necesitó mucho más para exaltar la imaginación de la
camarera del hotel. ¡Mr. Jones había planeado deshacerse de su esposa para heredar cientos
de miles de libras! Por casualidad, una de las camareras tenía unos parientes en la pequeña
población donde residían los Jones. Les escribió y ellos contestaron que Mr. Jones, al
parecer, se había mostrado muy atento con la hija del médico de la localidad, una hermosa
joven de treinta y tres años, y empezó el escándalo. Se solicitó una revisión del caso al
ministerio del Interior y en Scotland Yard se recibieron numerosas cartas anónimas acusando
a Mr. Jones de haber asesinado a su esposa. Debo confesar que ni por un momento
sospechamos que se tratase de algo más que de las habladurías y chismorreos de la gente del
pueblo. Sin embargo, para tranquilizar a la opinión pública se ordenó la exhumación del
cadáver. Fue uno de esos casos de superstición popular basada en nada sólido y que resultó
sorprendentemente justificado. La autopsia dio como resultado el hallazgo del arsénico
suficiente para dejar bien sentado que la difunta señora había muerto envenenada por esta
sustancia. Y en manos de Scotland Yard, junto con las autoridades locales, quedó el
descubrir cómo le había sido administrada y por quién.
–¡Ah! –exclamó Joyce–. Me gusta. Esto sí que es bueno.
–Naturalmente, las sospechas recayeron en el marido. Él se beneficiaba de la muerte de su
esposa. No con los cientos de miles que románticamente imaginaba la doncella del hotel, pero
sí con la buena suma de ocho mil libras. El no tenía dinero propio, aparte del que ganaba, y
era un hombre de costumbres un tanto extravagantes y al que le gustaba frecuentar la
compañía femenina. Investigamos con toda la delicadeza posible sus relaciones con la hija del
médico, pero, aunque al parecer había habido una buena amistad entre ellos tiempo atrás,
habían roto bruscamente unos dos meses antes y desde entonces no parecía que se hubieran
visto. El propio médico, un anciano íntegro y de carácter bonachón, quedó aturdido por el
resultado de la autopsia. Le habían llamado a eso de la medianoche para atender a los tres
intoxicados. Al momento comprendió la gravedad de Mrs. Jones y envió a buscar a su
dispensario unas píldoras de opio para calmarle el dolor. No obstante, a pesar de sus
esfuerzos, la señora falleció, aunque ni por un momento sospechó que se tratara de algo
anormal. Estaba convencido de que su muerte fue debida a alguna forma de botulismo. La
cena de aquella noche había consistido básicamente en langosta enlatada con ensalada, pastel
y pan con queso. Lamentablemente, no quedaron restos de la langosta: se la comieron toda y
tiraron la lata. Interrogó a la doncella, Gladys Linch, que estaba llorosa y muy agitada, y que a
cada momento se apartaba de la cuestión, pero declaró una y otra vez que la lata no estaba
hinchada y que la langosta le había parecido en magníficas condiciones.
»Éstos eran los hechos en los que debíamos basarnos. Si Jones había administrado
subrepticiamente arsénico a su esposa, parecía evidente que no pudo hacerlo con los
alimentos que tomaron en la cena, puesto que las tres personas comieron lo mismo. Y también
hay otra cosa: el propio Jones había regresado de Birmingham en el preciso momento en que
la cena era servida, de modo que no tuvo oportunidad de alterar ninguno de los alimentos de
antemano.
–¿Y qué me dice de la señorita de compañía de la esposa? –preguntó Joyce–. La mujer
gruesa de rostro alegre.
Sir Henry asintió.
–No nos olvidamos de miss Clark, se lo aseguro.
Pero nos parecieron dudosos los motivos que pudiera tener para cometer el crimen. Mrs.
Jones no le dejó nada en absoluto y, como resultado de la muerte de su patrona, tuvo que
buscarse otra colocación.
–Eso parece eliminarla –replicó Joyce pensativa.
–Uno de mis inspectores pronto descubrió un dato muy significativo –prosiguió sir Henry–.
Aquella noche, después de cenar, Mr. Jones bajó a la cocina y pidió un tazón de harina de
maíz para su esposa que se había quejado de que no se encontraba bien. Esperó en la cocina
hasta que Gladys Linch lo hubo preparado y luego él mismo lo llevó a la habitación de su
esposa. Esto, admito, pareció cerrar el caso.
El abogado asintió.
-Móvil –dijo uniendo las puntas de sus dedos–. Oportunidad. Y además, como viajante de
una casa de productos químicos, fácil acceso al veneno.
–Y era un hombre de moral un tanto endeble–agregó el clérigo.
Raymond West miraba fijamente a sir Henry.
–Hay algún gazapo en todo esto –dijo–. ¿Por qué no lo detuvieron?
Sir Henry sonrió con pesar.
–Esa es la parte desgraciada de este asunto. Hasta aquí todo había ido sobre ruedas, pero
ahora llegamos a las dificultades. Jones no fue detenido porque, al interrogar a miss Clark, nos
dijo que el tazón de harina de maíz no se lo tomó Mrs. Jones sino ella. Sí, parece ser que
acudió a su habitación como tenía por costumbre. La encontró sentada en la cama y a su lado
estaba el tazón de harina de maíz.
»–No me encuentro nada bien, Milly –le dijo–. Me está bien empleado por comer langosta
por la noche.
Le he pedido a Albert que me trajera un tazón de harina de maíz, pero ahora no me apetece.
»–Es una lástima –comentó miss Clark–, está muy bien hecho, sin grumos. Gladys es
realmente una buena cocinera. Hoy en día hay muy pocas chicas que sepan preparar una taza
de harina de maíz como es debido. Le confieso que a mí me gusta mucho, y estoy hambrienta.
»–Creí que continuabas con tus tonterías –le dijo Mrs. Jones.
»Debo explicar –aclaró sir Henry– que miss Clark, alarmada por su constante aumento de
peso, estaba siguiendo lo que vulgarmente se conoce como «una dieta ».te conviene, Milly, de
veras –le había dicho Mrs. Jones–. Si Dios te ha hecho gruesa, es que tienes que serlo.
Tómate esa harina de maíz, que te sentará de primera.
»Y acto seguido, miss Clark se puso a ello y se acabó el tazón. De modo que ya ven ustedes,
nuestra acusación contra el marido quedó hecha trizas. Al pedirle una explicación de las
palabras que aparecieron en el papel secante, Jones nos la dio en seguida. La carta, explicó,
era la respuesta a una que le había escrito su hermano desde Australia pidiéndole dinero. Y él
le contestó diciendo que dependía enteramente de su esposa y que hasta que ella muriera no
podría disponer de dinero. Lamentaba su imposibilidad de ayudarle de momento, pero le
hacía observar que en el mundo existen cientos de miles de personas que pasan los mismos
apuros.
–¿Y el caso se vino abajo? –comentó el doctor Pender.
–Y el caso se vino abajo –repitió sir Henry en tono grave–. No podíamos correr el riesgo de
detener a Jones sin tener algo en que apoyarnos.
Hubo un silencio y al cabo Joyce dijo:
–Y eso es todo, ¿no es cierto?
–Así es como quedó el caso durante todo el año pasado. La verdadera solución está ahora en
manos de Scotland Yard y probablemente dentro de dos o tres días podrán leerla en los
periódicos.
–La verdadera solución –exclamó Joyce pensativa–. Quisiera saber... Pensemos todos por
espacio de cinco minutos y luego hablemos.
Raymond West asintió al tiempo que consultaba su reloj. Cuando hubieron transcurrido los
cinco minutos, miró al doctor Pender.
–¿Quiere ser usted el primero en hablar? –le preguntó.
El anciano meneó la cabeza.
–Confieso –dijo– que estoy completamente despistado. No puedo dejar de pensar que el
esposo tiene que ser el culpable de alguna manera, pero no me es posible imaginar cómo lo
hizo. Sólo sugiero que debió de administrarle el veneno por algún medio que aún no ha sido
descubierto, aunque, si es así, no comprendo cómo puede haber salido a la luz después de
tanto tiempo.
–¿Joyce?
–¡La señorita de compañía de la esposa! –contestó Joyce decidida–. ¡Desde luego! ¿Cómo
sabemos que no tuvo motivos para hacerlo? Que fuese vieja y gorda no quiere decir que no
estuviera enamorada de Jones. Podía haber odiado a la esposa por cualquier otra razón.
Piensen lo que representa ser una acompañante, tener que mostrarse siempre amable, estar de
acuerdo siempre y tragárselo todo. Un día, no pudo resistirlo más y se decidió a matarla.
Probablemente puso el arsénico en el tazón de harina de maíz y toda esa historia de que se lo
comió sea mentira.
–¿Mr. Petherick?
El abogado unió las yemas de los dedos con aire profesional.
–Apenas tengo nada que decir. Basándome en los hechos no sabría qué opinar.
–Pero tiene que hacerlo, Mr. Petherick –dijo la joven–. No puede reservarse su opinión,
alegando prejuicios legales. Tiene que participar en el juego.
–Considerando los hechos –dijo Mr. Petherick–, no hay nada que decir. En mi opinión
particular y habiendo visto, por desgracia, demasiados casos de esta clase, creo que el
esposo es culpable. La única explicación que se me ocurre es que miss Clark lo encubrió
deliberadamente por algún motivo. Pudo haber algún arreglo económico entre ellos. Es
posible que él creyera que iba a resultar sospechoso y ella, viendo ante sí un futuro lleno de
pobreza, tal vez se avino a contar la historia de la harina de maíz a cambio de una suma
importante que recibiría en privado. Si éste es el caso, desde luego es de lo más irregular.
–No estoy de acuerdo con ninguno de ustedes –dijo Raymond–. Han olvidado ustedes un
factor muy importante de este caso: la hija del médico. Voy a darles mi visión de los hechos.
La langosta estaba en mal estado, de ahí los síntomas de envenenamiento. Se manda llamar al
doctor, que encuentra a Mrs. Jones, que ha comido más langosta que los demás, presa de
grandes dolores y manda a buscar comprimidos de opio tal como nos dijo. No va él en
persona, sino que envía a buscarlas. ¿Quién entrega los comprimidos al mensajero? Sin duda
su hija. Está enamorada de Jones y en aquel momento se despiertan todos los malos instintos
de su naturaleza y le hacen comprender que tiene en sus manos el medio de conseguir su
libertad. Los comprimidos que envía contienen arsénico blanco. Esta es mi solución.
–Y ahora, cuéntenos el verdadero desenlace, sir Henry –exclamó Joyce con ansiedad.
–Un momento –dijo sir Henry–, todavía no ha hablado miss Marple.
Miss Marple tan sólo movía la cabeza tristemente.
–Vaya, vaya –dijo–, se me ha escapado otro punto. Estaba tan entusiasmada escuchando la
historia. Un caso triste, sí, muy triste. Me recuerda al viejo Hargraves, que vivía en Mount. Su
esposa nunca tuvo la menor sospecha hasta que, al morir, dejó todo su dinero a una mujer
con la que había estado viviendo, y con la que tenía cinco hijos. En otro tiempo había sido su
doncella. Era una chica tan agradable, decía siempre Mrs. Hargraves, no tenía que
preocuparse de que diera la vuelta a los colchones cada día, siempre lo hacía, excepto los
viernes, por supuesto. Y ahí tienen al viejo Hargraves, que le puso una casa a esa mujer en la
población vecina y continuó siendo sacristán y pasando la bandeja cada domingo.
–Mi querida tía Jane –dijo Raymond con cierta impaciencia–. ¿Qué tiene que ver el
desaparecido Hargraves con este caso?
–Esta historia me lo recordó en seguida –dijo miss Marple–. Los hechos son tan parecidos,
¿no es cierto? Supongo que la pobre chica ha confesado ya y por eso sabe usted la solución,
sir Henry.
–¿Qué chica? –preguntó Raymond–. Mi querida tía, ¿de qué estás hablando?
–De esa pobre chica, Gladys Linch, por supuesto.
La que se puso tan nerviosa cuando habló con el doctor, y bien podía estarlo la pobrecilla.
Espero que ahorquen al malvado Jones por haber convertido en una asesina a esa pobre
muchacha. Supongo que a ella también la ahorcarán, pobrecilla.
–Creo, miss Marple, que está usted equivocada –comenzó a decir Mr. Petherick entre
titubeos.
Pero miss Marple meneó la cabeza con obstinación, y miró de hito en hito a sir Henry.
–¿Estoy en lo cierto o no? Yo lo veo muy claro. Los cientos de miles, el pastel... quiero decir
que no puede pasarse por alto.
–¿Qué es eso del pastel y de los cientos de miles? –exclamó Raymond.
Su tía se volvió hacia él.
–Las cocineras casi siempre ponen «cientos de miles» en los pasteles, querido –le dijo–.Son
esos azucarillos rosas y blancos. Desde luego, cuando oí que habían tomado pastel para cenar
y que el marido se había referido en una carta a cientos de miles, relacioné ambas cosas. Allí
es donde estaba el arsénico, en los cientos de miles. Se lo entregó a la muchacha y le dijo que
lo pusiera en el pastel.
–¡Pero eso es imposible! –replicó Joyce vivamente–. Todos lo tomaron.
–¡Oh, no! –dijo miss Marple–.Recuerde que la compañera de Mrs. Jones estaba haciendo
régimen para adelgazar. Nunca se come pastel, si una está a dieta. Y supongo que Jones se
limitaría a separar los «cientos de miles» de su ración poniéndolos a un lado en el plato. Fue
una idea inteligente, aunque muy malvada.
Los ojos de todos estaban fijos en sir Henry.
–Es curioso –dijo despacio–, pero da la casualidad de que miss Marple ha dado con la
solución. Jones había metido a Gladys Linch en un serio problema, tal como se dice
vulgarmente, y ella estaba desesperada. El deseaba librarse de su esposa y prometió a Gladys
casarse con ella cuando su mujer muriese. El consiguió los «cientos de miles» y se los entregó
a ella con instrucciones para su uso. Gladys Linch falleció hace una semana. Su hijo murió al
nacer y Jones la había abandonado por otra mujer. Cuando agonizaba, confesó la verdad.
Hubo unos instantes de silencio y luego Raymond dijo:
–Bueno, tía Jane, esta vez has ganado. No entiendo cómo has adivinado la verdad. Nunca
hubiera pensado que la doncella tuviera nada que ver con el caso.
–No, querido –replicó miss Marple–, pero tú no sabes de la vida tanto como yo. Un hombre
como Jones, rudo y jovial. Tan pronto como supe que había una chica bonita en la casa me
convencí de que no la dejaría en paz. Todo esto son cosas muy penosas y no demasiado
agradables de comentar. No puedes imaginarte el golpe que fue para Mrs. Hargraves y la
sorpresa que causó en el pueblo.



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