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sábado, 7 de agosto de 2010

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- La Aventura Del Colegio Priory



La Aventura Del Colegio Priory
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En nuestro pequeño escenario de Baker Street hemos presenciado
entradas y salidas espectaculares, pero no recuerdo ninguna tan repentina y
sorprendente como la primera aparición del doctor Thorneycroft Huxtable, M.A.,
Ph.D., etc.[1] Su tarjeta, que parecía demasiado pequeña para soportar el peso
de tanto título académico, le precedió en unos segundos y luego entró él: tan
grande, tan pomposo y tan digno que parecía la encarnación misma del aplomo
y la solidez. Y sin embargo, lo primero que hizo en cuanto la puerta se cerró a
sus espaldas fue tambalearse y apoyarse en la mesa, tras lo cual se desplomó
en el suelo y allí quedó su majestuosa figura, postrada e inconsciente sobre la
alfombra de piel de oso colocada delante de nuestra chimenea.
[1] M.A.: «Master in Arts»; Ph.D.: «Doctor in Philosophy».

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Nos pusimos en pie de un salto y durante unos instantes contemplamos
con silencioso asombro aquel enorme resto de naufragio, que parecía el
resultado de una repentina y letal tempestad ocurrida en algún lugar lejano del
océano de la vida. Luego corrimos a socorrerlo, Holmes con un almohadón
para la cabeza y yo con brandy para la boca. El rostro blanco y macizo estaba
surcado por arrugas de preocupación, las fláccidas bolsas de debajo de los
ojos tenían un color plomizo, la boca entreabierta se curvaba en una mueca de
dolor y sus rollizas mejillas estaban sin afeitar. La camisa y el cuello mostraban
las mugrientas señales de un largo viaje, y el cabello se encrespaba
desordenadamente sobre la bien formada cabeza. El hombre que yacía ante
nosotros había sufrido sin duda un duro golpe.
—¿Qué tiene, Watson? —preguntó Holmes.
—Agotamiento total, puede que simple hambre y cansancio —respondí,
tomándole el pulso y verificando que el torrente de vida se había reducido a un
débil goteo.
—Billete de ida y vuelta desde Mackleton, en el norte de Inglaterra —
dijo Holmes, sacándoselo del bolsillo del reloj—. Y aún no son ni las doce. No
cabe duda de que ha madrugado. Los párpados fruncidos empezaron a
temblar y un par de ojos grises y ausentes alzaron su mirada hacia nosotros.
Un instante después, nuestro hombre se ponía en pie con dificultades y rojo de
vergüenza.
—Perdone esta muestra de debilidad, señor Holmes; temo que me han
fallado las fuerzas. Gracias. Si pudiera tomar un vaso de leche y una galleta,
estoy seguro de que me pondría bien. He venido personalmente, señor
Holmes, para asegurarme de que me acompañará usted a la vuelta. Temía que
un simple telegrama no lograría convencerlo de la absoluta urgencia del caso.
—Cuando se haya repuesto usted del todo...
—Ya me siento perfectamente otra vez. No me explico cómo me dio
este desfallecimiento. Señor Holmes, quiero que venga usted a Makleton
conmigo en el primer tren mi amigo sacudió la cabeza.
—Mi compañero, el doctor Watson, podrá decirle que en estos
momentos estamos ocupadísimos. No puedo dejar este caso de los
documentos Ferrers, y además está a punto de comenzar el juicio por el crimen
de Abergavenny. Sólo un asunto muy importante podría sacarme de Londres
en estos momentos.
—¡Importante! —nuestro visitante levantó las manos—. ¿No se ha
enterado del secuestro del único hijo del duque de Holdernesse?
—¿Cómo? ¿El que fue ministro?
—Exacto. Hemos tratado de ocultárselo a la prensa, pero anoche el
Globe publicaba algunos rumores. Pensé que tal vez estuviera usted al
corriente.
Holmes estiró su largo y delgado brazo y sacó el volumen «H» de su
enciclopedia de consulta.
—«Holdernesse, sexto duque de K.G., P.C...[2], y así medio alfabeto...;
barón de Beverley, conde de Carston... ¡Caramba, menuda lista!... Señor de
Hallamshire desde 1900. Casado con Edith, hija de sir Charles Appledore, en
1888. Hijo único y heredero: lord Saltire. Propietario de unos 250,000 acres ,
Minas en Lancashire y Gales. Residencias: Carlton House Terrace, Londres;
Mansión Holdernesse, en Hallamshire; castillo de Carston, en Bangor, Gales.
Lord Almirante en 1872. Primer secretario de Estado... ¡Vaya, vaya! Se trata,
sin duda, de uno de los grandes personajes del reino.
[2] K.G.: «Knight of the Garter» (Caballero de la Orden de la Jarretera); P.C. Posiblemente
significa Privy Councillor, es decir, miembro del Consejo Privado de la Reina.
—El más grande, y puede que el más rico. Ya sé, señor Holmes, que es
usted un profesional de primera fila y que está dispuesto a trabajar por mero
amor al trabajo. Sin embargo, puedo decirle que su excelencia ha prometido
entregar un cheque de cinco mil libras a la persona que pueda indicarle el
paradero de su hijo, y otras mil a quien pueda identificar a la persona o
personas que lo han secuestrado.
—Una oferta principesca —dijo Holmes—. Watson, creo que
acompañaremos al doctor Huxtable al norte de Inglaterra. Y ahora, doctor
Huxtable, en cuanto se haya terminado la leche, le agradecería que nos
contara lo que ha ocurrido, cuándo ocurrió, cómo ocurrió v, por último, qué
tiene que ver en ello el doctor Thorneycroft Huxtable, del colegio Priory, cerca
de Mackleton, y por qué viene a solicitar mis humildes servicios tres días
después del suceso, como se deduce del estado de su barba.
Nuestro visitante había dado cuenta de su leche y sus galletas.
Recuperado el brillo de sus ojos y el color de sus mejillas, comenzó a explicar
la situación con considerable energía y lucidez.
—Debo informarles, caballeros, de que el Priory es un colegio
preparatorio, del que soy fundador y director. Tal vez les resulte más familiar mi
nombre si lo asocian a los Comentarios a Horacio por Huxtable. El Priory es el
mejor y más selecto colegio preparatorio de Inglaterra, sin excepción alguna.
Lord Leverstoke, el conde de Blackwater, sir Cathcart Soames..., todos ellos
me han confiado a sus hijos. Pero cuando me pareció que mi colegio había
alcanzado el cenit fue hace tres semanas, cuando el duque de Holdernesse
envió a su secretario, el señor James Wilder, para notificarme la intención de
poner a mi cargo al joven lord Saltire, de diez años de edad, hijo único y
heredero suyo. ¡Qué poco imaginaba yo que aquello iba a ser el preludio de la
desgracia más terrible de mi vida!
»El muchacho llegó el 1 de mayo, que es cuando comienza el semestre
de verano. Era un joven encantador, que se adaptó en seguida a nuestras
normas. Debo decirle..., espero no estar cometiendo una indiscreción, pero en
un caso como éste es absurdo andarse con medias verdades..., que el chico no
era muy feliz en su casa. Es un secreto a voces que la vida matrimonial del
duque no ha sido muy apacible y acabó desembocando en una separación por
mutuo acuerdo. La duquesa se ha establecido en el sur de Francia. Esto
ocurrió hace muy poco, y se sabe que las simpatías del muchacho estaban del
lado de la madre. Cuando ella se marchó de la mansión Holdernesse, el chico
se quedó muy deprimido, y por eso decidió el duque enviarlo a mi colegio. A los
quince días se había adaptado por completo y parecía absolutamente feliz con
nosotros.
»Se le vio por última vez la noche del 13 de mayo, es decir, la noche del
lunes pasado. Su cuarto está en el segundo piso v para llegar a él hay que
pasar por otra habitación más grande, en la que duermen dos alumnos. Estos
muchachos no vieron ni oyeron nada, de manera que es imposible que el joven
Saltire pasara por allí. La ventana de su cuarto estaba abierta y hay una hiedra
bastante sólida que llega hasta el suelo. No encontramos pisadas abajo, pero
no cabe duda de que esta es la única salida posible.
»Su ausencia se descubrió a las siete de la mañana del martes. Se
notaba que había dormido en su cama. Antes de marcharse se había vestido
del todo, con el uniforme escolar de chaqueta negra, estilo Eton, y pantalones
gris oscuro. No se advertían señales de que hubiera entrado alguien en su
habitación y estamos seguros de que si hubiera habido gritos o forcejeo se
habrían oído, porque Caulder, el mayor de los dos muchachos que duermen en
la habitación interior, tiene el sueño muy ligero.
»Cuando descubrimos la desaparición de lord Saltire, pasé lista
inmediatamente a todo el personal del colegio: alumnos, profesores y servicio.
Y entonces nos dimos cuenta de que lord Saltire no se había fugado solo.
Faltaba también Heidegger, el profesor de alemán. Su habitación está también
en el segundo piso, al otro extremo del edificio, pero dando a la misma fachada
que la de lord Saltire. También había dormido en su cama; pero al parecer se
había marchado a medio vestir, porque su camisa y sus calcetines estaban
tirados en el suelo. No cabe duda de que bajó descolgándose por la hiedra,
porque encontramos pisadas suyas abajo en el césped. Junto a este césped
hay un pequeño cobertizo donde guardaba su bicicleta, que también ha
desaparecido.
»Llevaba con nosotros dos años, y había llegado con las mejores
referencias. Pero era un tipo callado y poco simpático, que no se llevaba muy
bien ni con los alumnos ni con los profesores. No se pudo encontrar ni rastro de
los fugitivos, y hoy, jueves, sabemos tan poco como el martes. Naturalmente,
fuimos de inmediato a preguntar a la mansión Holdernesse. Se encuentra a
sólo unas millas de distancia, v pensamos que un repentino ataque de
nostalgia le habría hecho volver con su padre. Pero allí no sabían nada de él.
El duque está excitadísimo, y en cuanto a mí, ya han visto ustedes el estado de
postración nerviosa al que me han reducido la incertidumbre y la
responsabilidad. Señor Holmes, si alguna vez se ha empleado usted a fondo, le
suplico que lo haga ahora, porque nunca en su vida encontrará un caso que
más lo merezca.
Sherlock Holmes había escuchado con el mayor interés el relato del
afligido director de escuela. Sus cejas fruncidas y el profundo surco que había
entre ellas demostraban que no era preciso insistirle para que concentrase toda
su atención en un problema que, aparte de las enormes sumas que en él se
barajaban, tenía forzosamente que atraerle, dada su afición a lo enigmático y lo
extraño. Sacó su cuaderno de notas y garabateó en él algunas anotaciones.
—Ha sido una torpeza por su parte no acudir a mí antes —dijo en tono
severo—. Me obliga a iniciar mi investigación con una grave desventaja. Es
impensable, por ejemplo, que esa hiedra y ese césped no le revelaran nada a
un observador experto.
—No ha sido culpa mía, señor Holmes. Su excelencia estaba
empeñado en evitar a toda costa un escándalo público. Le asustaba que sus
desgracias familiares quedaran expuestas a la vista de todos. Siente horror por
ese tipo de cosas.
—¿Pero se ha realizado alguna investigación oficial?
—Sí, señor, pero sin ningún resultado. Al principio pareció que se había
encontrado una pista, ya que alguien declaró haber visto a un hombre joven y
un niño saliendo de una estación cercana en uno de los primeros trenes. Pero
anoche supimos que se había seguido la pista de la pareja hasta Liverpool, y
se ha comprobado que no tienen nada que ver con el asunto. Entonces fue
cuando, desesperado, defraudado y tras una noche sin dormir, decidí tomar el
primer tren y venir directamente a verle.
—Supongo que la investigación sobre el terreno aflojaría mientras se
seguía esa pista falsa.
—Se interrumpió por completo.
—Con lo cual se han perdido tres días. No se podía haber manejado
peor el asunto.
—Eso me parece a mí, lo reconozco.
—Sin embargo, debería poderse resolver el problema. Tendré mucho
gusto en echarle un vistazo. ¿Ha descubierto usted alguna conexión entre el
chico perdido y este profesor alemán?
—Absolutamente ninguna.
—¿Ni siquiera estaba en su clase?
—No; por lo que yo sé, jamás intercambiaron una palabra.
—Desde luego, esto es muy curioso. ¿Tenía bicicleta el chico?
—No.
—¿Se ha echado en falta alguna otra bicicleta?
—No.
—¿Está usted seguro? —Completamente.
—Vamos a ver: ¿no pensará usted en serio que este alemán se marchó
en bicicleta en plena noche con el chico en brazos? —Claro que no.
—Entonces, ¿cuál es su teoría?
—Lo de la bicicleta pudo ser un truco para despistar. Pueden haberla
escondido en cualquier parte y luego marcharse a pie.
—Desde luego; pero parece un truco bastante absurdo, ¿no cree?
¿Había más bicicletas en ese cobertizo?
—Varias.
—¿Y no cree que si hubieran querido dar la impresión de que se
marcharon de ese modo habrían escondido un par de bicicletas?
—Supongo que sí.
—Desde luego que sí. La teoría del truco para despistar no se sostiene.
Sin embargo, el incidente constituye un magnífico punto de partida para una
investigación. Al fin y al cabo, una bicicleta no es fácil de esconder o destruir.
Otra pregunta: ¿Recibió el chico alguna visita el día antes de su desaparición?
—No.
—¿Recibió alguna carta?
—Sí, una.
—¿De quién?
—De su padre.
—¿Abren ustedes las cartas de los alumnos?
—No.
—Y entonces, ¿cómo sabe que era de su padre?
—Porque el sobre llevaba el escudo de armas y la dirección estaba
escrita con la letra del duque, que es característicamente rígida. Además, el
duque recuerda haber escrito.
—¿Recibió otras cartas antes de ésa?
—Ninguna en varios días.
—¿Y alguna vez ha recibido carta de Francia?
—No, nunca.
Supongo que se da usted cuenta de hacia dónde apuntan mis
preguntas. Una de dos: o se llevaron al chico a la fuerza o se marchó por su
propia voluntad. En este último caso, cabría suponer que sólo una llamada de
fuera podría empujar a un muchacho tan joven a hacer semejante cosa. Si no
recibió visitas, la llamada tuvo que llegar por carta. Por tanto, estoy intentando
averiguar quién la escribió.
—Me temo que no puedo ayudarle mucho. Que yo sepa, el único que le
escribía era su padre.
—El cual le escribió el mismo día de su desaparición. ¿Se llevaban muy
bien el padre y el hijo?
—Su excelencia no se lleva bien con nadie. Vive sumergido por
completo en los grandes asuntos públicos y resulta bastante inaccesible a las
emociones normales. Pero, a su manera, siempre se portó bien con el niño.
—Sin embargo, las simpatías de éste se inclinaban por la madre, ¿no?
—Sí.
—¿Lo dijo él?
—No.
—Entonces, ¿el duque?
—¡Santo cielo, no!
—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?
—Tuve algunas conversaciones confidenciales con el señor James
Wilder, secretario de su excelencia. Fue él quien me informó acerca de los
sentimientos de lord Saltire.
—Ya veo. Por cierto, esa última carta del duque, ¿se encontró en la
habitación del muchacho después de que éste desapareciera?
—No, se la había llevado. Creo, señor Holmes, que deberíamos
ponernos en camino hacia la estación de Euston.
—Pediré un coche. Dentro de un cuarto de hora estaremos a su
servicio. Y si va usted a telegrafiar, señor Huxtable, convendría que la gente de
por allí creyera que las investigaciones aún siguen centradas en Liverpool, o
dondequiera que conduzca esa pista falsa. De ese modo, yo podré trabajar
tranquilamente en las puertas de su establecimiento, y tal vez el rastro no esté
tan borrado como para que no podamos olfatearlo dos viejos sabuesos como
Watson y yo.
Aquella noche la pasamos en la fría y vigorizante atmósfera de la región
de Peak, donde se encuentra el famoso colegio del doctor Huxtable. Ya había
oscurecido cuando llegamos. Sobre la mesa del vestíbulo había una tarjeta, y
el mayordomo susurró algo al oído del director, que se volvió hacia nosotros
con la alegría reflejada en todos sus macizos rasgos.
—¡El duque está aquí! —dijo—. El duque y el señor Wilder están en mi
despacho. Vengan, caballeros, y los presentaré. Como es natural, yo había
visto muchos retratos del famoso estadista, pero el hombre de carne y hueso
era muy distinto de sus imágenes. Se trataba de una persona alta y
majestuosa, vestida de manera inmaculada, con un rostro flaco y chupado, y
una nariz grotescamente larga y encorvada. La mortal palidez de su piel
contrastaba con la larga y ondulada barba roja que le caía por encima del
chaleco blanco, en el que una cadena de reloj brillaba a través de las guedejas.
Así era el majestuoso personaje que nos miraba con fría mirada desde el
centro de la alfombra de la chimenea del doctor Huxtable. A su lado había un
hombre muy joven, que supuse que sería Wilder, el secretario privado. Era
pequeño, nervioso, inquisitivo, con ojos inteligentes de color azul claro y
expresión cambiante. Fue él quien inició en el acto la conversación, en tono
cortante y decidido.
—Vine esta mañana, doctor Huxtable, pero llegué demasiado tarde
para impedirle partir hacia Londres. Me enteré de que tenía la intención de
solicitar al señor Sherlock Holmes que se hiciera cargo del caso. A su
excelencia le sorprende, doctor Huxtable, que haya usted dado un paso
semejante sin consultarlo.
—Al saber que la policía había fracasado...
—Su excelencia no está en modo alguno convencido del fracaso de la
policía.
—Pero señor Wilde...
—Sabe usted muy bien, doctor Huxtable, que su excelencia tiene
especial interés en evitar todo escándalo público. Prefiere que su intimidad la
conozcan las menos personas posibles.
—La cosa tiene fácil remedio —dijo el acobardado doctor—.
El señor Sherlock Holmes puede regresar a Londres en el tren de la
mañana.
—Nada de eso, doctor, nada de eso —dijo Holmes con su voz más
meliflua—. Este aire del Norte resulta muy vigorizante y agradable, y me parece
que voy a pasar unos días en estos páramos, ocupando la mente lo mejor que
pueda. Naturalmente, a usted le toca decidir si me alojo bajo su techo o en la
posada del pueblo.
Pude darme cuenta de que el pobre doctor se encontraba sumido en la
más profunda indecisión, de donde fue rescatado por la voz grave y sonora del
duque barbirrojo, que resonó como un gong llamando a comer.
—Doctor Huxtable, estoy de acuerdo con el señor Wilder en que tendría
usted que haberme consultado. Pero ya que el señor Holmes está enterado de
todo, sería verdaderamente absurdo no aprovechar sus servicios. En lugar de ir
a la posada, señor Holmes, me agradaría mucho que se quedara conmigo en la
mansión Holdernesse.
—Gracias, excelencia. Pero, a efectos de la investigación, creo que
será más juicioso que me quede en el escenario del misterio. —Como
desee, señor Holmes. Por supuesto, cualquier información que el señor Wilder
o yo podamos proporcionarle está a su disposición.
—Lo más probable es que tenga que ir a visitarlos a la mansión —dijo
Holmes—. Por el momento, señor, sólo deseo preguntarle si tiene formada
alguna hipótesis que explique la misteriosa desaparición de su hijo.
—No, señor; ninguna.
—Perdóneme si hago alusión a algo que le resulta doloroso, pero no
tengo más remedio. ¿Cree usted que la duquesa puede tener algo que ver con
el asunto?
El ilustre ministro dio claras muestras de vacilación.
—No creo —dijo por fin.
—La otra explicación más evidente es que el chico haya sido
secuestrado con objeto de pedir rescate por él. ¿No ha recibido ninguna
petición en ese sentido?
—No, señor.
—Una pregunta más, excelencia. Tengo entendido que escribió usted a
su hijo el día mismo del incidente.
—No; le escribí el día antes.
—Eso es. ¿Pero él recibió la carta ese día?
—Sí.
—¿Había algo en su carta que pueda haberlo trastornado o inducido a
dar ese paso?
—No, señor, claro que no.
—¿Echó usted mismo la carta al correo?
La contestación del aristócrata quedó interrumpida por el secretario,
que intervino algo acalorado.
—Su excelencia no tiene por costumbre llevar personalmente las cartas
al correo —dijo—. La carta se dejó con las demás en la mesa del despacho, y
yo mismo las eché al buzón.
—¿Está usted seguro de haber echado esta carta?
—Sí; me fijé en ella.
—¿Cuántas cartas escribió su excelencia aquel día?
—Veinte o treinta —dijo el duque—. Mantengo mucha correspondencia.
Pero ¿no le parece esto un poco irrelevante?
—No del todo —respondió Holmes.
—Por mi parte —prosiguió el duque—, he aconsejado a la policía que
dirija su atención hacia el sur de Francia. Ya he dicho que no creo que la
duquesa haya incitado un acto tan monstruoso, pero el chico tenía ideas muy
equivocadas, y es posible que haya huido para irse con ella, inducido y
ayudado por ese alemán. Bien, doctor Huxtable, nos volvemos á la mansión.
Me di cuenta de que a Holmes aún le habría gustado hacer algunas
preguntas más, pero el brusco comportamiento del noble daba a entender que
la entrevista había terminado. Era evidente que aquello de discutir sus
intimidades familiares con un extraño le resultaba absolutamente aborrecible a
su exquisito carácter aristocrático, y que temía que cualquier nueva pregunta
arrojara una desagradable luz sobre los rincones discretamente oscurecidos de
su historia ducal.
En cuanto el aristócrata y su secretario se marcharon, mi amigo se
lanzó de inmediato a la investigación, con su vehemencia habitual.
Examinamos minuciosamente la habitación del muchacho, que no nos
proporcionó información alguna, aparte de dejarnos convencidos de que sólo
pudo haber escapado por la ventana. Tampoco la habitación y los objetos
personales del profesor alemán nos ofrecieron ninguna pista nueva. En este
caso, un tallo de hiedra había cedido bajo su peso, y a la luz de la linterna
pudimos ver en el césped la huella dejada por sus talones al bajar al suelo.
Aquella marca solitaria en el bien cortado césped constituía el único testimonio
material de la inexplicable fuga nocturna.
Sherlock Holmes salió del colegio solo y no regresó hasta después de
las once. Se había hecho con un mapa militar de la zona y lo trajo a mi cuarto,
lo extendió sobre la cama, colgó encima una lámpara y se puso a fumar
mientras lo examinaba, señalando de cuando en cuando los puntos de interés
con la humeante boquilla de ámbar de su pipa.
—Cada vez me gusta más este caso, Watson —dijo—. Decididamente,
presenta aspectos muy interesantes. En esta fase inicial, quiero que se fije en
estos detalles geográficos, que pueden tener mucha importancia para nuestra
investigación.
»Mire este mapa. Este cuadrado oscuro es el colegio Priory. Voy a
marcarlo con un alfiler. Y esta línea es la carretera principal. Ya ve que corre de
Este a Oeste, pasando frente a la escuela, y que en ninguna de las dos
direcciones existe una desviación en más de una milla. Si los dos fugitivos se
marcharon por carretera, tuvo que ser por esta carretera.
—Exacto.
—Por una curiosa y afortunada casualidad, podemos saber hasta cierto
punto lo que pasó por esta carretera durante la noche de autos. Aquí, donde
señalo con la pipa, había un policía rural de servicio desde las doce hasta las
seis. Como puede ver, se trata del primer cruce que existe por el lado este. El
guardia declara que no se movió de su puesto ni un instante, y está seguro de
que ni el hombre ni el niño pudieron pasar por allí sin que él los viera. He
hablado esta noche con el policía en cuestión, y me ha parecido una persona
de absoluta confianza. Con eso queda descartado este camino. Pasemos a
ocuparnos del otro. Aquí hay una fonda, «El Toro Rojo», cuya propietaria
estaba enferma. Había hecho llamar al médico de Mackleton, pero éste no
llegó hasta por la mañana, porque estaba ocupado con otro caso. La gente de
la fonda pasó toda la noche en vela, aguardando su llegada, y parece que en
todo momento había alguien vigilando la carretera. También ellos han
declarado que no pasó nadie. Si hemos de creer en su declaración, podemos
descartar también el lado oeste, y estamos en condiciones de asegurar que los
fugitivos no utilizaron para nada la carretera.
—¿Y la bicicleta, qué? —objeté.
—Eso es. Ahora llegaremos a la bicicleta. Continuemos nuestro
razonamiento: si estas personas no se marcharon por la carretera, tuvieron que
ir campo a través, hacia el norte o hacia el sur del colegio. De eso no cabe
duda. Consideremos las dos posibilidades. Al sur del colegio, como puede ver,
hay una gran extensión de tierra cultivable, dividida en campos pequeños,
separados por tapias de piedra.
Por ahí hay que reconocer que la bicicleta no sirve para nada. Podemos
descartar la idea. Veamos ahora el terreno que hay al Norte. Aquí tenemos una
arboleda, señalada en el mapa como Ragged Shaw, más allá de la cual
comienza un extenso páramo, Lower Gill Moor, que se prolonga unas diez
millas con una pendiente gradual hacia arriba. Aquí, a un lado de esta
desolación, está la mansión Holdernesse, a diez millas de distancia por
carretera, pero sólo a seis atravesando el páramo. Toda esta llanura es
tremendamente árida. Hay unos pocos granjeros que tienen arrendadas
pequeñas parcelas en el páramo, donde crían ovejas y vacas. Exceptuándolos
a ellos, los únicos habitantes que uno encuentra hasta llegar a la carretera de
Chesterfield son chorlitos y zarapitos. Aquí, como ve, hay una iglesia, unas
pocas granjas y otra posada. Más allá comienzan a empinarse las montañas.
Así pues, nuestra investigación debe dirigirse hacia aquí, hacia el Norte.
—¿Y la bicicleta, qué? —insistí.
—¡Ya va, ya va! —dijo Holmes con impaciencia—. Un buen ciclista no
necesita carreteras. Hay muchos senderos que atraviesan el páramo, y esa
noche había luna llena. ¡Caramba! ¿Qué pasa?
Alguien llamaba frenéticamente a la puerta, y un instante después el
doctor Huxtable había entrado en la habitación. Traía en la mano una gorra
azul de bicicleta, con una insignia blanca en lo alto.
—¡Al fin tenemos una pista! —exclamó—. ¡Gracias al cielo, por fin
hemos encontrado el rastro del pobre chico! ¡Esta es su gorra!
—¿Dónde la encontraron?
—En el carromato de unos gitanos que habían acampado en el páramo.
Se marcharon el martes. Hoy los localizó la policía, que registró la caravana v
encontró esto.
—¿Qué explicación dieron?
—Evasivas y mentiras... Dicen que la encontraron en el páramo el
martes por la mañana. ¡Los muy canallas saben dónde está el chico! Gracias a
Dios, están a buen recaudo, guardados bajo siete llaves. El miedo a la justicia o
la bolsa del duque acabarán por hacerles soltar todo lo que saben.
—De momento, no está mal —dijo Holmes cuando el doctor salió por fin
de la habitación—. Por lo menos, concuerda con la teoría de que es por el lado
del páramo donde podemos esperar obtener resultados. La verdad es que la
policía de aquí no ha hecho nada, aparte de detener a esos gitanos. ¡Mire aquí,
Watson! Hay una corriente de agua que atraviesa el páramo. Aquí la tiene,
marcada en el mapa. En algunas partes se ensancha, formando una ciénaga.
Con este tiempo tan seco sería inútil buscar huellas en cualquier otro sitio; pero
aquí sí que es posible que haya quedado algún rastro. Vendré a despertarlo
mañana temprano y veremos si entre usted y yo podemos arrojar alguna luz
sobre este misterio.
Apenas había amanecido cuando me desperté, descubriendo junto a mi
cama la figura alta y delgada de Holmes. Estaba completamente vestido y, al
parecer, ya había salido.
—Ya he visto el césped y el cobertizo de las bicicletas —dijo—.
También he dado un paseo por la arboleda de Ragged Shaw. Y ahora, Watson,
tenemos servido chocolate en el cuarto de al lado. Debo rogarle que se dé
prisa, porque nos aguarda un gran día.
Le brillaban los ojos y tenía las mejillas coloreadas por la excitación con
la que un maestro artesano contempla la tarea preparada ante él. Aquel
Holmes activo y despierto era un hombre muy diferente del soñador pálido e
introspectivo de Baker Street. Al mirar su elástica figura, que irradiaba energía
nerviosa, tuve la sensación de que, en efecto, nos aguardaba un día agotador.
Y sin embargo, comenzó con una terrible decepción. Nos adentramos
llenos de esperanza en la turba color canela del páramo, surcada por millares
de senderos de ovejas, hasta llegar a la ancha franja de color verde claro
correspondiente a la ciénaga que se extendía entre nosotros v Holdernesse.
Indudablemente, si el muchacho se hubiera dirigido a su casa, habría pasado
por allí, y no habría podido pasar sin dejar huellas. Pero no se veía ni rastro de
él ni del alemán. Mi amigo recorrió los bordes de la ciénaga con expresión
abatida, inspeccionando con ansiedad cada mancha de barro en el musgo que
cubría el suelo. Abundaban las huellas de ovejas, y varias millas más abajo
encontramos también huellas de vacas. Nada más.
—Chasco número uno —dijo Holmes, mirando con expresión abatida la
ondulante extensión de páramo—. Allí abajo hay otra ciénaga, con un estrecho
cuello entre las dos. ¡Caramba, caramba, caramba! ¿Qué tenemos aquí?
Habíamos llegado a un corto y negro tramo de sendero, en cuyo centro,
perfectamente impresa sobre la tierra húmeda, se veía la huella de una
bicicleta.
—¡Hurra! —exclamé—. ¡Ya lo tenemos!
Pero Holmes estaba sacudiendo la cabeza y su expresión, más que de
alegría; era de desconcierto y curiosidad.
—Una bicicleta, desde luego, pero no la bicicleta —dijo—. Conozco a la
perfección cuarenta y dos huellas de neumáticos diferentes. Esta, como puede
ver, es de un Dunlop con un parche en la parte de fuera. La bicicleta de
Heidegger llevaba neumáticos Palmer, que dejan una huella con franjas
longitudinales. Aveling, el profesor de matemáticas, estaba seguro de eso. Por
tanto, no son las huellas de Heidegger.
—¿Las del niño, entonces?
—Podría ser, si pudiéramos demostrar que disponía de una bicicleta.
Pero en este aspecto hemos fracasado por completo. Esta huella, como puede
usted ver, la ha dejado un ciclista que venía desde la zona del colegio.
—O que iba hacia allí.
—No, no, querido Watson. La impresión más profunda es,
naturalmente, la de la rueda de atrás, que es donde se apoya el peso del
cuerpo. Fíjese en que en varios puntos ha pasado por encima de la huella de la
rueda delantera, que es menos profunda, borrándola. No cabe duda de que
venía del colegio. [4] Puede que esto tenga relación con nuestra investigación
y puede que no, pero lo primero que vamos a hacer es seguir esta huella hacia
atrás.
[4] Este asunto de las huellas de la bicicleta es uno de los que más controversias ha provocado
entre los holmesólogos. Efectivamente, aunque la impresión de la rueda trasera pise» la de una
rueda delantera, eso no ayuda a distinguir si van o vienen, va que la huella sería exactamente
igual en ambos casos, a menos que una de las ruedas tuviera alguna marca identificable y
Holmes supiera en qué lado se encontraba dicha marca, lo cual queda descartado.
Posiblemente, Holmes se fijó en otros indicios, que Watson no comprendió bien, y por eso
ofrece aquí esta explicación tan poco satisfactoria.
Así lo hicimos, pero a los pocos cientos de metros salimos de la zona
pantanosa del páramo y perdimos la pista. Recorrimos el sendero en dirección
inversa y encontramos otro punto por donde lo atravesaba un arroyo. Allí
volvimos a descubrir las huellas de la bicicleta, aunque— casi borradas por las
pezuñas de las vacas. Más allá no se veía ni rastro, pero el sendero penetraba
en el bosque de Ragged Shaw, situado detrás del colegio. De este bosque
tenía que haber salido la bicicleta. Holmes se sentó sobre una piedra y apoyó
la barbilla en las manos. Antes de que volviera a moverse, yo ya me había
fumado dos cigarrillos.
—Bien, bien —dijo por fin—. Desde luego, entra dentro de lo posible
que un hombre astuto cambie los neumáticos de su bicicleta para dejar huellas
diferentes. Un delincuente al que se le ocurriera esto sería un hombre con el
que me sentiría orgulloso de medirme. Dejaremos pendiente esta cuestión y
volveremos a nuestra ciénaga, porque hemos dejado mucho sin explorar.
Continuamos nuestra sistemática inspección de las orillas de la zona
cenagosa del páramo, y nuestra perseverancia no tardó en verse
magníficamente recompensada.
Un sendero embarrado cruzaba la parte baja de la ciénaga. Al
acercarnos a él, Holmes dejó escapar un grito de alegría. Es su mismo centro
se veía una huella que parecía un fino haz de cables de telégrafo. Era el
neumático Palmer.
—¡Aquí sí que tenemos a herr Heidegger! —exclamó Holmes, radiante
de júbilo—. Parece, Watson, que mi razonamiento ha estado bastante
acertado.
—Le felicito.
—Pero aún nos queda mucho camino por andar. Haga el favor de
salirse del sendero. Y ahora, sigamos la pista. Me temo que no nos llevará muy
lejos.
Sin embargo, según avanzábamos, descubrimos que en aquella parte
del páramo abundaban las zonas blandas, y aunque perdíamos la pista con
frecuencia, siempre conseguíamos encontrarla de nuevo.
—¿Se fija usted —dijo Holmes— en que el ciclista está apretando la
marcha de manera inequívoca? No cabe ninguna duda. Fíjese aquí, donde las
dos huellas se ven con claridad. Están las dos igual de marcadas. Eso sólo
puede significar que el ciclista está doblado sobre el manillar, como en una
carrera de velocidad. ¡Por Júpiter! ¡Se ha caído!
Un manchón de forma irregular cubría algunos metros de sendero. Más
allá había unas pocas pisadas y luego reaparecían los neumáticos.
—Un patinazo de costado —aventuré.
Holmes recogió una rama aplastada de tojo en flor. Observé horrorizado
que las flores amarillas estaban todas manchadas de sangre. También en el
sendero y entre los brezos se veían manchas de sangre coagulada.
—¡Mala cosa! —dijo Holmes—. ¡Mala cosa! ¡Apártese, Watson! ¡No
quiero pisadas innecesarias! ¿Qué sacamos de aquí? Cayó herido, se levantó,
volvió a montar y siguió su camino. Pero no se ve ninguna otra huella. Sí, por
aquí ha pasado ganado. ¿No le habrá corneado un toro? ¡Imposible! Pero no
se ve ninguna otra clase de huellas. Sigamos adelante, Watson. Ahora que
tenemos manchas de sangre además de las huellas de neumáticos, no es
posible que se nos escape.
No tuvimos que buscar mucho. Las huellas de la bicicleta empezaron a
describir fantásticas curvas sobre el sendero húmedo y brillante. De pronto, al
mirar hacia adelante, distinguí un brillo metálico entre los espesos arbustos, de
donde sacamos una bicicleta, con neumáticos Palmer, un pedal doblado v toda
la parte delantera espantosamente manchada y embadurnada de sangre. Por
el otro lado de los arbustos asomaba un zapato. Dimos corriendo la vuelta al
matorral y allí encontramos al desdichado ciclista. Era un hombre alto, con
barba poblada y gafas, uno de cuyos cristales se había desprendido. La causa
de su muerte había sido un terrible golpe en la cabeza que le había aplastado
el cráneo. El hecho de que hubiera sido capaz de seguir adelante después de
recibir semejante herida decía mucho de la vitalidad y el valor de aquel hombre.
Llevaba zapatos, pero no calcetines, y bajo su chaqueta desabrochada se veía
una camisa de noche. Sin duda alguna, se trataba del profesor alemán.
Holmes dio la vuelta al cuerpo con respeto y lo examinó con gran
atención. Después permaneció bastante tiempo sentado, sumido en profundas
reflexiones, y de su frente arrugada pude deducir que, en su opinión, aquel
macabro descubrimiento no nos había hecho avanzar gran cosa en nuestra
investigación.
—Es un poco difícil decir qué hacer ahora, Watson —dijo por fin—. Si
fuera por mí, seguiríamos adelante con nuestra investigación, porque ya hemos
perdido tanto tiempo que no podemos perder ni una hora más. Sin embargo,
nuestra obligación es informar a la policía de este descubrimiento y procurar
que el cuerpo de este pobre hombre reciba las atenciones debidas.
—Yo podría llevar una nota.
—Pero es que necesito su compañía y su ayuda. ¡Un momento! Allá
lejos hay un tipo cortando turba. Hágalo venir aquí y él traerá a la policía.
Fui a buscar al campesino y Holmes lo envió, muerto del susto, con una
nota para el doctor Huxtable.
—Y ahora, Watson —dijo—, esta mañana hemos encontrado dos
pistas. Una, la de la bicicleta con los neumáticos Palmer, que ya hemos visto a
dónde lleva. Otra, la de la bicicleta con el neumático Dunlop parcheado. Antes
de ponernos a investigar ésa, hagamos balance de lo que sabemos para tratar
de sacarle el máximo partido y poder separar lo esencial de lo accidental.
En primer lugar, quiero que quede bien claro para usted que el
muchacho se marchó, sin duda alguna, por su propia voluntad. Se descolgó por
la ventana y se largó, solo o acompañado. De eso no cabe la menor duda.
Asentí con la cabeza.
—Muy bien, pasemos ahora a este desdichado profesor alemán. El
chico estaba completamente vestido cuando huyó. Pero el alemán salió sin
calcetines. Está claro que tuvo que actuar con mucha precipitación.
—No cabe duda.
—¿Por qué salió? Porque presenció la fuga del chico desde la ventana
de su dormitorio. Porque (quería alcanzarlo y hacerle volver. Montó en su
bicicleta, salió en persecución del muchacho y, persiguiéndolo, encontró la
muerte.
—Eso parece.
—Ahora llegamos a la parte crítica de mi argumentación. Lo natural es
que un hombre que persigue a un niño eche a correr detrás de él. Sabe que
podrá alcanzarlo. Pero este alemán no actúa así, sino que coge su bicicleta.
Me han dicho que era un excelente ciclista. No habría hecho (eso de no haber
visto que el chico disponía de algún medio de escape rápido.
—La otra bicicleta.
—Continuamos con nuestra reconstrucción. Encuentra la muerte a
cinco millas del colegio... no de un tiro, fíjese, que eso tal vez podría haberlo
hecho un muchacho, sino de un golpe salvaje, asestado por un brazo vigoroso.
Así pues, el muchacho iba acompañado en su huida. Y la huida fue rápida, ya
que un consumado ciclista necesitó cinco millas para alcanzarlos. Sin embargo,
examinamos el terreno en torno al lugar de la tragedia y ¿qué encontramos?
Nada más que unas cuantas pisadas de vaca. Eché un buen vistazo alrededor,
y no hay ningún sendero en cincuenta metros. El crimen no pudo cometerlo
otro ciclista. Y tampoco hay pisadas humanas.
—¡Holmes! —exclamé—. ¡Esto es imposible!
—¡Admirable! —dijo él—. Un comentario de lo más esclarecedor. Es
imposible tal como yo lo expongo, y por tanto debo haber cometido algún error
en mi exposición. Sin embargo, usted ha visto lo mismo que yo. ¿Es capaz
de— sugerir dónde está el fallo?
—¿No podría haberse roto el cráneo al caerse?
—¿En una ciénaga, Watson?
—No se me ocurre otra cosa.
—¡Bah, bah! Peores problemas hemos resuelto. Por lo menos,
disponemos de material abundante, siempre que sepamos utilizarlo. En
marcha, pues, y puesto que el Palmer ya no da más de sí, veamos lo que
puede ofrecernos el Dunlop con el parche.
Encontramos la pista y la seguimos durante un buen trecho; pero en
seguida el páramo empezó a elevarse, formando una larga curva cubierta de
brezo, y dejamos atrás la corriente de agua. En aquel terreno, las huellas ya no
podían ayudarnos más. En el punto donde vimos las últimas señales de
neumáticos Dunlop, éstas lo mismo habrían podido dirigirse a la mansión
Holdernesse, cuyas señoriales torres se alzaban a varias millas de distancia
por nuestra izquierda, que a una aldea de casas bajas y grises situada frente a
nosotros y que indicaba la situación de la carretera de Chesterfield.
Al acercarnos a la destartalada y cochambrosa posada, sobre cuya
puerta se veía la figura de un gallo de pelea, Holmes soltó un súbito gemido y
se agarró a mi hombro para no caer. Había sufrido una de esas violentas
torceduras de tobillo que le dejan a uno incapacitado. Cojeando con dificultad,
llegó hasta la puerta, donde un hombre moreno, achaparrado y entrado en
años, fumaba una pipa de arcilla negra.
—¿Cómo está usted, señor Reuben Hayes? —dijo Holmes.
—¿Quién es usted y cómo conoce tan bien mi nombre? —replicó el
campesino, con un brillo receloso en sus astutos ojos.
—Bueno, está escrito en el letrero que tiene sobre su cabeza. Y se nota
cuando un hombre es el dueño de la casa. Supongo que no tendrá usted en
sus establos nada parecido a un coche.
—No, no lo tengo.
—Apenas puedo apoyar el pie en el suelo.
—Pues no lo apoye en el suelo.
—Entonces no podré andar.
—Pues salte.
Los modales del señor Reuben Hayes no tenían nada de graciosos,
pero Holmes se lo tomó con un buen humor admirable. —Mire, amigo —
dijo—. Me encuentro en un apuro algo ridículo y no me importa cómo salir de
él.
—A mí tampoco —dijo el huraño posadero.
—Se trata de un asunto muy importante. Le pagaría un soberano si me
dejara una bicicleta.
El posadero aguzó el oído.
—¿Dónde quiere ir usted?
—A la mansión Holdernesse.
—Supongo que son amigos del duque —dijo el posadero, observando
con mirada irónica nuestras ropas manchadas de barro.
Holmes se echó a reír alegremente.
—En cualquier caso, se alegrará de vernos.
—¿Por que?
—Porque le traemos noticias de su hijo desaparecido.
—¿Cómo? ¿Le siguen ustedes la pista?
—Se han tenido noticias suyas en Liverpool y esperan encontrarlo de
un momento a otro.
De nuevo se produjo un rápido cambio en el rostro macizo y sin afeitar.
Sus modales se hicieron de pronto más simpáticos.
—Tengo menos motivos que casi nadie para desearle buena suerte al
duque —dijo—, porque en otro tiempo fui su jefe de cocheras y se portó muy
mal conmigo. Me echó a la calle sin un certificado, fiándose de la palabra de un
tratante de piensos mentiroso. Pero me alegra saber que se ha localizado al
joven señor en Liverpool, y les ayudaré a llevar la noticia a la mansión.
—Se lo agradezco —dijo Holmes—. Pero primero comeremos algo.
Luego me traerá usted la bicicleta.
—No tengo bicicleta.
Holmes le enseñó un soberano.
—Le digo que no tengo, hombre. Les prestaré dos caballos para llegar
a la mansión.
Fue asombrosa la rapidez con que aquel tobillo torcido se curó en
cuanto nos quedamos solos en la cocina embaldosada. Estaba a punto de
anochecer y no habíamos probado bocado desde primeras horas de la
mañana, de manera que dedicamos un buen rato a la comida. Holmes estaba
sumido en sus pensamientos, y un par de veces se acercó a la ventana para
mirar con gran interés hacia fuera. Daba a un patio mugriento, en cuyo rincón
más alejado había una herrería, donde trabajaba un muchacho muy sucio. Al
otro lado estaban los establos. Holmes acababa de sentarse después de una
de estas excursiones, cuando de pronto saltó de la silla, lanzando una ruidosa
exclamación.
—¡Por el cielo, Watson, creo que ya lo tengo! ¡Sí, sí, tiene que ser así!
Watson, ¿recuerda usted haber visto hoy huellas de vaca?
—Sí, bastantes.
—¿Dónde?
—Bueno, por todas partes. Las había en la ciénaga, y también en el
sendero, y también cerca de donde murió el pobre Heidegger.
—Exacto. Y ahora, Watson, ¿cuántas vacas ha visto usted en el
páramo?
—No recuerdo haber visto ninguna.
—Qué raro, Watson, que hayamos visto huellas de vaca por todo
nuestro recorrido, pero ni una sola vaca en todo el páramo. ¿No le parece muy
raro, Watson?
—Sí, es raro.
—Ahora, Watson, haga un esfuerzo. Intente recordar. ¿Puede ver esas
pisadas en el sendero?
—Sí que puedo.
—¿Y no recuerda, Watson, que a veces las pisadas eran así —colocó
una serie de miguitas de pan de esta forma :::::— y otras veces así : . : . : . y
muy de cuando en cuando así . . . ¿Se acuerda de eso?
—No, no me acuerdo.
—Pues yo sí. Podría jurarlo. No obstante, podemos volver cuando
queramos a comprobarlo. He estado más ciego que un topo al no darme
cuenta antes.
—¿Y de qué se ha dado cuenta?
—De lo extraordinaria que es esa vaca, que tan pronto anda al paso
como al trote como al galope. ¡Por San Jorge, Watson, que una treta como ésa
no ha podido salir del cerebro de un tabernero rural! Parece que el terreno está
despejado, con excepción de ese chico de la herrería. Escurrámonos fuera, a
ver qué encontramos.
En el destartalado establo había dos caballos de pelo áspero y
alborotado. Holmes levantó la pata trasera de uno de ellos y se echó a reír en
voz alta.
—Zapatos viejos, pero recién calzados: herraduras viejas, pero clavos
nuevos. Este caso merece pasar a la historia. Acerquémonos a la herrería.
El muchacho seguía trabajando sin fijarse en nosotros. Vi que la mirada
de Holmes pasaba como un rayo de derecha a izquierda, revisando los
fragmentos de hierro y madera que había desparramados por el suelo. Pero de
pronto oímos pasos detrás de nosotros y apareció el propietario, con las
pobladas cejas fruncidas sobre sus feroces ojos y sus morenas facciones
retorcidas por la ira.
Llevaba en la mano una garrota corta con puño metálico y avanzaba de
manera tan amenazadora que me alegré de palpar el revólver en mi bolsillo.
—¡Condenados espías! —gritó el hombre—. ¿Qué están haciendo
aquí?
—¡Caramba, señor Reuben Hayes! —dijo Holmes muy tranquilo—.
Cualquiera pensaría que tiene usted miedo de que descubramos algo.
El hombre se dominó con un violento esfuerzo y su crispada boca se
aflojó en una risa falsa, aún más amenazadora que su ceño.
—Pueden ustedes descubrir lo que quieran en mi herrería —dijo—.
Pero mire, señor, no me gusta que la gente ande fisgando por mi casa sin mi
permiso, así que, cuanto antes paguen ustedes su cuenta y se larguen de aquí,
más contento quedaré.
—Muy bien, señor Hayes, no teníamos intención de molestar —dijo
Holmes—. Hemos estado echando un vistazo a sus caballos; pero me parece
que, después de todo, iremos andando. Creo que no está muy lejos.
—No hay más que dos millas hasta las puertas de la mansión. Por la
carretera de la izquierda.
No nos quitó de encima sus ojos huraños hasta que salimos de su
establecimiento.
No llegamos muy lejos por la carretera, ya que Holmes se detuvo en
cuanto la curva nos ocultó de la vista del posadero.
—Como dicen los niños, en esa posada se estaba caliente, caliente —
dijo—. A cada paso que doy alejándome de ella, me siento más frío. No, no; de
aquí yo no me marcho.
—Estoy convencido —dije yo— de que ese Reuben Hayes lo sabe
todo. En mi vida he visto un bandido al que se le note tanto.
—¡Vaya! ¿Esa impresión le dio, eh? Y además, tenemos los caballos, y
tenemos la herrería. Sí, señor, un sitio muy interesante este «Gallo de Pelea».
Creo qué deberíamos echarle otro vistazo sin molestar a nadie.
Detrás de nosotros se extendía una prolongada ladera, salpicada de
peñascos de caliza gris. Habíamos salido de la carretera y empezábamos a
subir la cuesta cuando, al mirar en dirección a la mansión Holdernesse, vi un
ciclista que se acercaba a toda velocidad.
—¡Agáchese, Watson! —exclamó Holmes, posando una pesada mano
sobre mi hombro.
Apenas nos había dado tiempo a ocultarnos cuando el ciclista pasó
como un rayo ante nosotros. En medio de una turbulenta nube de polvo pude
vislumbrar un rostro pálido y agitado, con la boca abierta y los ojos mirando
enloquecidos hacia delante. Era como una extraña caricatura del impecable
James Wilder que habíamos conocido la noche anterior.
—¡El secretario del duque! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, a
ver qué hace!
Nos escabullimos de roca en roca y en pocos momentos alcanzamos
una posición desde la que podíamos divisar la puerta delantera de la posada.
Junto a ella, apoyada en la pared, estaba la bicicleta de Wilder. No se advertía
ningún movimiento en la casa ni pudimos distinguir ningún rostro en las
ventanas.
Poco a poco, el crepúsculo fue avanzando y el sol hundiéndose tras las
altas torres de Holdernesse Hall. Entonces, en la oscuridad, vimos que en el
patio de la posada se encendían los dos faroles laterales de un carricoche y
poco después oímos el repicar de los cascos, mientras el coche salía a la
carretera y se alejaba a galope tendido en dirección a Chesterfield.
—¿Qué piensa usted de esto, Watson? —susurró Holmes.
—Parece una huida.
—Un hombre solo en un cochecillo, por lo que he podido ver. Y desde
luego, no era el señor James Wilder, porque está ahí, en la puerta.
En la oscuridad había surgido un rojo cuadrado de luz, y en medio de él
se encontraba la negra figura del secretario, con la cabeza adelantada,
escudriñando en la noche. Era evidente que estaba esperando a alguien. Por
fin se oyeron pasos en la carretera, una segunda figura se hizo visible por un
instante, recortada en la luz, se cerró la puerta y todo quedó de nuevo a
oscuras. Cinco minutos más tarde se encendió una lámpara en una habitación
del primer piso.
—La clientela del «Gallo de Pelea» parece de lo más curiosa —dijo
Holmes.
—El bar está por el otro lado.
—Efectivamente. Éstos deben de ser lo que podríamos llamar
huéspedes privados. Ahora bien, ¿qué demonios hace el señor James Wilder
en ese antro a estas horas de la noche, y quién es el individuo que se cita aquí
con él? Vamos, Watson, tenemos que arriesgarnos y procurar investigar esto
un poco más de cerca.
Nos deslizamos juntos hasta la carretera y la cruzamos sigilosamente
hasta la puerta de la posada. La bicicleta seguía apoyada en la pared. Holmes
encendió una cerilla y la acercó a la rueda trasera. Le oí reír por lo bajo cuando
la luz cayó sobre un neumático Dunlop con un parche. Por encima de nosotros
estaba la ventana iluminada.
—Tengo que echar un vistazo ahí dentro, Watson. Si dobla usted la
espalda y se apoya en la pared, creo que podré arreglármelas.
Un instante después, tenía sus pies sobre mis hombros. Pero apenas
se había subido cuando volvió a bajar.
—Vamos, amigo mío —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por hoy.
Creo que hemos cosechado todo lo posible. Hay un largo trayecto hasta el
colegio, y cuanto antes nos pongamos en marcha, mejor.
Durante la penosa caminata a través del páramo, Holmes apenas si
abrió la boca. Tampoco quiso entrar en el colegio cuando llegamos a él, sino
que seguimos hasta la estación de Mackleton, desde donde Holmes envió
varios telegramas. Aquella noche, ya tarde, le oí consolar al doctor Huxtable,
abrumado por la trágica muerte de su profesor, y más tarde entró en mi
habitación, tan despierto y vigoroso como cuando salimos por la mañana.
—Todo va bien, amigo mío —dijo—. Le prometo que antes de mañana
por la tarde habremos dado con la solución del misterio.
A las once de la mañana del día siguiente, mi amigo y yo avanzábamos
por la famosa avenida de los tejos de Holdernesse Hall. Nos franquearon el
magnífico portal isabelino y nos hicieron pasar al despacho de su excelencia.
Allí encontramos al señor James Wilder, serio y cortés, pero todavía con
algunas huellas del terrible espanto de la noche anterior acechando en su
mirada furtiva y sus facciones temblorosas.
—¿Vienen ustedes a ver a su excelencia? Lo siento, pero el caso es
que el duque no se encuentra nada bien. Le han trastornado muchísimo las
trágicas noticias. Ayer por la tarde recibimos un telegrama del doctor Huxtable
informándonos de lo que ustedes habían descubierto.
—Tengo que ver al duque, señor Wilder.
—Es que está en su habitación.
—Entonces, tendré que ir a su habitación.
—Creo que está en la cama.
—Pues lo veré en la cama.
La actitud fría e inexorable de Holmes convenció al secretario de que
era inútil discutir con él.
—Muy bien, señor Holmes; le diré que están ustedes aquí.
Tras media hora de espera, apareció el gran personaje. Su rostro
estaba más cadavérico que nunca, tenía los hombros hundidos y, en conjunto,
parecía un hombre mucho más viejo que el de la mañana anterior. Nos saludó
con señorial cortesía y se sentó ante su escritorio, con su barba roja cayéndole
sobre la mesa.
—¿Y bien, señor Holmes? —dijo.
Pero los ojos de mi amigo estaban clavados en el secretario, que
permanecía de pie junto al sillón de su jefe.
—Creo, excelencia, que hablaría con más libertad si no estuviera
presente el señor Wilder.
El aludido palideció un poco más y dirigió a Holmes una mirada
malévola.
—Si su excelencia lo desea...
—Sí, sí, será mejor que se retire. Y ahora, señor Holmes, ¿qué tiene
usted que decir?
Mi amigo aguardó hasta que la puerta se hubo cerrado tras la salida del
secretario.
—El caso es, excelencia, que mi compañero el doctor Watson y yo
recibimos del doctor Huxtable la seguridad de que se había ofrecido una
recompensa, y me gustaría oírlo confirmado por su propia boca.
—Desde luego, señor Holmes.
—Si no estoy mal informado, ascendía a cinco mil libras para la persona
que le diga dónde se encuentra su hijo.
—Exacto.
—Y otras mil para quien identifique a la persona o personas que lo
tienen retenido.
—Exacto.
—Y sin duda, en este último apartado están incluidos no sólo los que se
lo llevaron, sino también los que conspiran para mantenerlo en su actual
situación.
—¡Sí, sí! —exclamó el duque con impaciencia—. Si hace usted bien su
trabajo, señor Sherlock Holmes, no tendrá motivos para quejarse de que se le
ha tratado con tacañería.
Mi amigo se frotó las huesudas manos con una expresión de codicia
que me sorprendió, conociendo como conocía sus costumbres frugales.
—Me parece ver el talonario de cheques de su excelencia sobre la
mesa —dijo—. Me gustaría que me extendiera un cheque por la suma de seis
mil liras, y creo que lo mejor sería que lo cruzase. Tengo mi cuenta en el
Capital and Counties Bank, sucursal de Oxford Street.
Su excelencia se irguió muy serio en su sillón y dirigió a mi amigo una
mirada gélida.
—¿Se trata de una broma, señor Holmes? No es un asunto como para
hacer chistes.
—En absoluto, excelencia. En mi vida he hablado más en serio.
—Entonces, ¿qué significa esto?
—Significa que me he ganado la recompensa. Sé dónde está su hijo y
conozco por lo menos a algunas de las personas que lo retienen.
La barba del duque parecía más rabiosamente roja que nunca, en
contraste con la palidez cadavérica de su rostro.
—¿Dónde está? —preguntó con voz entrecortada.
—Está, o al menos estaba anoche, en la posada del «Gallo de Pelea»,
a unas dos millas de las puertas de su finca.
El duque se dejó caer hacia atrás en su asiento.
—¿Y a quién acusa usted?
La respuesta de Sherlock Holmes fue asombrosa. Dio un rápido paso
hacia delante y tocó al duque en el hombro.
—Lo acuso a usted —dijo—. Y ahora, excelencia, tengo que insistir en
lo del cheque.
Jamás olvidaré la expresión del duque cuando se levantó de un salto
agarrando el aire con la mano, como quien cae en un abismo. Después, con un
extraordinario esfuerzo de aristocrático autodominio, se sentó y sepultó la
cabeza entre las manos. Transcurrieron algunos minutos antes de que hablara.
—¿Cuánto sabe usted? —preguntó por fin, sin levantar la cabeza.
—Los vi a ustedes dos juntos anoche.
—¿Lo sabe alguien más, aparte de su amigo? —No se lo he contado
a nadie.
El duque tomó una pluma con sus dedos temblorosos y abrió su
talonario de cheques.
—Cumpliré mi palabra, señor Holmes. Voy a extenderle su cheque, por
mucho que me desagrade la información que usted me ha traído. Poco
sospechaba, cuando ofrecí la recompensa, el giro que iban a tomar los
acontecimientos. Supongo, señor Holmes, que usted y su amigo son personas
discretas.
—Temo no entender a su excelencia.
—Lo diré claramente, señor Holmes. Si sólo ustedes dos están al
corriente de los hechos, no hay razón para que esto siga adelante. Creo que la
suma que les debo asciende a doce mil libras, ¿no es así?
Pero Holmes sonrió y sacudió la cabeza.
—Me temo, excelencia, que las cosas no podrán arreglarse con tanta
facilidad. Hay que tener en cuenta la muerte de ese profesor.
—Pero James no sabía nada de eso. No puede usted culparle de ello.
Fue obra de ese canalla brutal que tuvo la desgracia de utilizar.
—Excelencia, yo tengo que partir del supuesto de que cuando un
hombre se embarca en un delito es moralmente culpable de cualquier otro
delito que se derive del primero.
—Moralmente, señor Holmes. Desde luego, tiene usted razón. Pero no
a los ojos de la ley, sin duda. No se puede condenar a un hombre por un
crimen en el que no estuvo presente y que le resulta tan odioso y repugnante
como a usted. En cuanto se enteró de lo ocurrido me lo confesó todo, lleno de
espanto y remordimiento. No tardó ni una hora en romper por completo con el
asesino. ¡Oh, señor Holmes, tiene usted que salvarle! ¡Tiene que salvarle, le
digo que tiene que salvarle! —el duque había abandonado todo intento de
dominarse y daba zancadas por la habitación, con el rostro convulso y agitando
furiosamente los puños en el aire. Por fin consiguió controlarse y se sentó de
nuevo ante su escritorio—. Agradezco lo que ha hecho al venir aquí antes de
hablar con nadie más. Al menos, así podremos cambiar impresiones sobre la
manera de reducir al mínimo este horroroso escándalo.
—Exacto —dijo Holmes—. Creo, excelencia, que eso sólo podremos
lograrlo si hablamos con absoluta y completa sinceridad. Estoy dispuesto a
ayudar a su excelencia todo lo que pueda, pero para hacerlo necesito conocer
hasta el último detalle del asunto. Creo haber entendido que se refería usted al
señor James Wilder, y que él no es el asesino.
—No; el asesino ha escapado.
Sherlock Holmes sonrió con humildad.
—Se nota que su excelencia no está enterado de la modesta reputación
que poseo, pues de lo contrario no pensaría que es tan fácil escapar de mí. El
señor Reuben Hayes fue detenido en Chesterfield, por indicación mía, a las
once en punto de anoche. Recibí un telegrama del jefe local de policía esta
mañana antes de salir del colegio.
El duque se recostó en su silla y miró atónito a mi amigo.
—Parece que tiene usted poderes más que humanos —dijo—. ¿Así que
han cogido a Reuben Hayes? Me alegro de saberlo, siempre que ello no
perjudique a James.
—¿Su secretario?
—No, señor. Mi hijo.
Ahora le tocaba a Holmes asombrarse.
—Confieso que esto es completamente nuevo para mí, excelencia.
Debo rogarle que sea más explícito.
—No le ocultaré nada. Estoy de acuerdo con usted en que la absoluta
sinceridad, por muy penosa que me resulte, es la mejor política en esta
desesperada situación a la que nos ha conducido la locura y los celos de
James. Cuando yo era joven, señor Holmes, tuve un amor de esos que sólo se
dan una vez en la vida. Me ofrecí a casarme con la dama, pero ella se negó,
alegando que un matrimonio semejante podría perjudicar mi carrera. De haber
seguido ella viva, jamás me habría casado con otra. Pero murió y me dejó este
hijo, al que yo he cuidado y mimado por amor a ella. No podía reconocer la
paternidad ante el mundo, pero le di la mejor educación y desde que se hizo
hombre lo he mantenido cerca de mí. Descubrió mi secreto, y desde entonces
se ha aprovechado de la influencia que tiene sobre mí y de su posibilidad de
provocar un escándalo, que es algo que yo aborrezco. Su presencia ha tenido
bastante que ver en el fracaso de mi matrimonio. Por encima de todo, odiaba a
mi joven y legítimo heredero, desde el primer momento y con un odio
incontenible. Se preguntará usted por qué mantuve a James bajo mi techo en
semejantes circunstancias. La respuesta es que en él veía el rostro de su
madre, y por devoción a ella aguanté sufrimientos sin fin. No sólo su rostro,
sino todas sus maravillosas cualidades... no había una que él no me sugiriera y
recordara. Pero tenía tanto miedo de que le hiciera algún daño a Arthur..., es
decir, a lord Saltire... que, por su seguridad, envié a éste al colegio del doctor
Huxtable.
»James se puso en contacto con este individuo Hayes, porque el
hombre era arrendatario mío y James actuaba como apoderado. Este sujeto
fue siempre un canalla, pero por alguna extraña razón James hizo amistad con
él. Siempre le atrajeron las malas compañías. Cuando James decidió
secuestrar a lord Saltire, recurrió a los servicios de este hombre. Recordará
usted que yo escribí a Arthur el último día. Pues bien, James abrió la carta e
introdujo una nota citando a Arthur en un bosquecillo llamado Ragged Shaw,
que se encuentra cerca del colegio. Utilizó el nombre de la duquesa y de este
modo consiguió que el muchacho acudiese. Aquella tarde, James fue al bosque
en bicicleta —le estoy contando lo que él mismo me ha confesado— y le dijo a
Arthur que su madre quería verlo, que le aguardaba' en el páramo y que si
volvía al bosque a medianoche encontraría a un hombre con un caballo que lo
llevaría hasta ella. El pobre Arthur cayó en la trampa. Acudió a la cita y
encontró a este individuo, con un poni para él. Arthur montó, y los dos partieron
juntos. Parece ser, aunque de esto James no se enteró hasta ayer, que los
siguieron, que Hayes golpeó al perseguidor con su bastón y que el hombre
murió a consecuencia de las heridas. Hayes llevó a Arthur a esa taberna, "El
Gallo de Pelea", donde lo encerraron en una habitación del primer piso, al
cuidado de la señora Hayes, una mujer bondadosa pero completamente
dominada por su brutal marido.
»Pues bien, señor Holmes, así estaban las cosas cuando nos vimos por
primera vez, hace dos días. Yo sabía tan poco como usted. Me preguntará
usted qué motivos tenía James para cometer semejante fechoría. Yo le
respondo que había mucho de locura y fanatismo en el odio que sentía por mi
heredero. En su opinión, él era quien debería heredar todas mis propiedades, y
experimentaba un profundo resentimiento por las leyes sociales que lo hacían
imposible. Pero, al mismo tiempo, tenía también un motivo concreto. Pretendía
que yo alterase el sistema de herencia, creyendo que entraba dentro de mis
poderes hacerlo, y se proponía hacer un trato conmigo: devolverme a Arthur si
yo alteraba el sistema, de manera que pudiera dejar—, le las tierras en
testamento. Sabía muy bien que yo, por iniciativa propia, jamás recurriría a la
policía contra él. He dicho que pensaba proponerme este trato, pero en
realidad no llegó a hacerlo, porque todo ocurrió demasiado deprisa para él y no
tuvo tiempo de poner en práctica sus planes.
»Lo que dio al traste con toda su malvada maquinación fue que usted
descubriera el cadáver de ese Heidegger. La noticia dejó a James horrorizado.
La recibimos ayer, estando los dos en este despacho. El doctor Huxtable envió
un telegrama. James quedó tan abrumado por el dolor y la angustia, que las
sospechas que yo no había podido evitar sentir se convirtieron al instante en
certeza, y lo acusé del crimen. Hizo una confesión completa y voluntaria, y a
continuación me suplicó que mantuviera su secreto durante tres días más, para
darle a su miserable cómplice una oportunidad de salvar su criminal vida.
Accedí a sus súplicas, como siempre he accedido, y al instante James salió
disparado hacia "El Gallo de Pelea" para avisar a Hayes y proporcionarle
medios de huida. Yo no podía presentarme allí a la luz del día sin provocar
comentarios, pero en cuanto se hizo de noche acudí corriendo a ver a mi
querido Arthur. Lo encontré sano y salvo, pero aterrado hasta lo indecible por el
espantoso crimen que había presenciado. Ateniéndome a mi promesa, y de
muy mala gana, consentí en dejarlo allí tres días, al cuidado de la señora
Hayes, ya que, evidentemente, era imposible informar a la policía de su
paradero sin decirles también quién era el asesino, y yo no veía la manera de
castigar al criminal sin que ello acarreara la ruina a mi desdichado James. Me
pidió usted sinceridad, señor Holmes, y le he cogido la palabra. Ya se lo he
contado todo, sin circunloquios ni ocultaciones. A su vez, sea usted igual de
sincero conmigo.
—Lo seré —dijo Holmes—. En primer lugar, excelencia, tengo que
decirle que se ha colocado usted en una posición muy grave a los ojos de la
ley. Ha ocultado un delito y ha colaborado en la huida de un asesino. Porque
no me cabe duda de que si James Wilder llevó algún dinero para ayudar a la
fuga de su cómplice, este dinero salió de la cartera de su excelencia.
El duque asintió con la cabeza.
—Se trata de un asunto verdaderamente grave. Pero en mi opinión,
excelencia, aún más culpable es su actitud para con su hijo pequeño. Lo ha
dejado tres días en ese antro...
—Bajo solemnes promesas...
—¿Qué son las promesas para esa clase de gente? No tiene usted
ninguna garantía de que no se lo vuelvan a llevar. Para complacer a su
culpable hijo mayor, ha expuesto a su inocente hijo menor a un peligro
inminente e innecesario. Ha sido un acto absolutamente injustificable.
El orgulloso señor de Holdernesse no estaba acostumbrado a que lo
tratasen de ese modo en su propio palacio ducal. Se le subió la sangre a su
altiva frente, pero la conciencia le hizo permanecer mudo.
—Le ayudaré, pero sólo con una condición: que llame usted a su lacayo
y me permita darle las órdenes que yo quiera.
Sin pronunciar palabra, el duque apretó un timbre eléctrico. Un sirviente
entró en la habitación.
—Le alegrará saber —dijo Holmes— que su joven señor ha sido
encontrado. El duque desea que salga inmediatamente un coche hacia la
posada "El Gallo de Pelea" para traer a casa a lord Saltire. Y ahora —prosiguió
Holmes cuando el jubiloso lacayo hubo desaparecido—, habiendo asegurado el
futuro, podemos permitirnos ser más indulgentes con el pasado. Yo no ocupo
un cargo oficial v mientras se cumplan los objetivos de la justicia no tengo por
qué revelar todo lo que sé. En cuanto a Hayes, no digo nada. Le espera la
horca, y no pienso hacer nada para salvarlo de ella. No puedo saber lo que va
a declarar, pero estoy seguro de que su excelencia podrá hacerle comprender
que le interesa guardar silencio. Desde el punto de vista de la policía, parecerá
que ha secuestrado al niño con la intención de pedir rescate. Si no lo averiguan
ellos por su cuenta, no veo por qué habría yo de ayudarlos a ampliar sus
puntos de vista. Sin embargo, debo advertir a su excelencia de que la continua
presencia del señor James Wilder en su casa sólo puede acarrear desgracias.
—Me doy cuenta de eso, señor Holmes, v ya está decidido que me
dejará para siempre y marchará a buscar fortuna en Australia.
—En tal caso, excelencia, puesto que usted mismo ha reconocido que
fue su presencia lo que estropeó su vida matrimonial, le aconsejaría que
procurara arreglar las cosas con la duquesa e intentara reanudar esas
relaciones que fueron tan lamentablemente interrumpidas.
—También eso lo he arreglado, señor Holmes. He escrito a la duquesa
esta mañana.
—En tal caso —dijo Holmes, levantándose—, creo que mi amigo y yo
podemos felicitarnos por varios excelentes resultados obtenidos en nuestra
pequeña visita al Norte. Hay otro pequeño detalle que me gustaría aclarar. Este
individuo Hayes había herrado sus caballos con herraduras que imitaban las
pisadas de vacas. ¿Fue el señor Wilder quien le enseñó un truco tan
extraordinario?
El duque se quedó pensativo un momento, con una expresión de
intensa sorpresa en su rostro. Luego abrió una puerta y nos hizo pasar a un
amplio salón, arreglado como museo. Nos guió a una vitrina de cristal instalada
en un rincón v señaló la inscripción.
«Estas herraduras —decía— se encontraron en el foso de Holdernesse
Hall. Son para herrar caballos, pero por abajo tienen la forma de una pezuña
hendida para despistar a los perseguidores. Se supone que pertenecieron a
alguno de los barones de Holdernesse que actuaron como salteadores en la
Edad Media.»
Holmes abrió la vitrina, se humedeció un dedo, lo pasó por la herradura.
Sobre su piel quedó una fina capa de barro reciente.
—Gracias —dijo, volviendo a cerrar el cristal—. Es la segunda cosa
más interesante que he visto en el Norte.
—¿Y cuál es la primera?
Holmes dobló su cheque y lo guardó con cuidado en su cuaderno de
notas.
—Soy un hombre pobre —dijo, dando palmaditas cariñosas al cuaderno
antes de introducirlo en las profundidades de un bolsillo interior.

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