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sábado, 7 de agosto de 2010

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- La Aventura De La Ciclista Solitaria



La Aventura De La Ciclista Solitaria

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Entre los años 1894 y 1901, ambos incluidos, Sherlock Holmes se
mantuvo muy activo. Podría decirse que durante estos ocho años no hubo caso
público de cierta dificultad en el que no se le consultase, y fueron cientos los
casos privados –algunos de ellos, los más complicados y extraordinarios– en
los que desempeñó un papel destacado. Muchos éxitos sorprendentes y unos
pocos fracasos inevitables fueron el resultado de este largo período de
continuo trabajo. Dado que he conservado notas muy completas de todos estos
casos, y que intervine personalmente en muchos de ellos, podrán imaginar que
no resulta fácil decidir cuáles debería seleccionar para presentarlos al público.
No obstante, me atendré a mi antigua norma, dando preferencia a aquellos
casos cuyo interés no se basa tanto en la brutalidad del crimen como en el
ingenio y las cualidades dramáticas de la solución. Por esta razón, me decido a
exponer al lector los hechos referentes a la señorita Violet Smith, la ciclista
solitaria de Charlington, y el curioso curso que tomaron nuestras
investigaciones, que culminaron en una tragedia inesperada. Es cierto que las
circunstancias no se prestaron a ninguna exhibición deslumbrante de las
facultades que hicieron famoso a mi amigo, pero el caso presentaba algunos
detalles que lo hacen destacar en los abundantes archivos del delito de los que
saco el material para estas pequeñas narraciones.
Consultando mi libro de notas del año 1895, compruebo que la primera
vez que oímos hablar de la señorita Violet Smith fue el sábado 23 de abril'.
Recuerdo que su visita incomodó muchísimo a Holmes, que en aquel momento
se encontraba inmerso (Mi un abstruso v complicadísimo problema referente a
la misteriosa persecución de que era objeto John Vincent Harden, el célebre
magnate del tabaco. Mi amigo, que valoraba la precisión y concentración del
pensamiento por encima de todas las cosas, no soportaba que nada distrajera
su atención del asunto que se traía entre manos. Sin embargo, so pena de
incurrir en grosería, lo cual no hubiera sido propio de él, resultaba imposible
negarse a escuchar la historia de aquella mujer joven y guapa, alta, simpática y
distinguida, que se presentó en Baker Street a última hora de la tarde,
solicitando su ayuda y consejo. De nada sirvió insistir en que se encontraba
completamente ocupado, ya que la joven había venido absolutamente decidida
a contar su historia, y resultaba evidente que sólo por la fuerza podríamos
sacarla de la habitación antes de que lo hubiera hecho. Con expresión
resignada y una cierta sonrisa de fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que
tomara asiento y nos informara de aquello que tanto la preocupaba.
–Al menos, sabemos que no se trata de su salud –dijo, clavando en ella
sus penetrantes ojos–. Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de
energía.
La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera
rozadura producida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal.
–Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver
con esta visita que le hago.
Mi amigo tomó la mano sin guante de la joven v la examinó con tanta
atención y tan poco sentimiento como un científico examinando una muestra.
–Estoy seguro de que me perdonará. Es mi oficio –dijo al soltarla–. Casi
cometo el error de suponer que escribía usted a máquina. Pero se nota con
toda claridad que toca un instrumento musical. ¿Se ha fijado, Watson, en que
el aplastamiento de las puntas de los dedos es común a ambas profesiones?
Sin embargo, el rostro expresa una espiritualidad –al decir esto, la hizo
volverse hacia la luz– que la máquina de escribir no genera. Esta señorita se
dedica a la música.
–Sí, señor Holmes, soy profesora de música.
–En el campo, deduzco del color de si piel.
–Sí, señor; cerca de Farnham, en los límites de Surrey.
–Una zona preciosa, llena de recuerdos interesantes. ¿Se acuerda
usted, Watson, que fue cerca de allí donde agarramos a Archie Stamford, el
falsificador? Y bien, señorita Violet, ¿qué es lo que le ha ocurrido cerca de
Farnham, en los límites de Surrey?
Con gran claridad y presencia de ánimo, la joven inició el siguiente y
curioso relato:
–Mi padre murió, señor Holmes. Se llamaba James Smith y dirigía la
orquesta del antiguo Teatro imperial. Mi madre y yo quedamos sin ningún
pariente en el mundo, con excepción de un tío llamado Ralph Smith, que se
marchó a África hace veinticinco años, sin que desde entonces hayamos
sabido una palabra de él. Cuando murió mi padre, quedamos en la pobreza,
pero un día nos dijeron que había salido un anuncio en el Times interesándose
por nuestro paradero. Ya podrá imaginarse lo emocionadas que estábamos,
pensando que alguien nos había legado una fortuna. Acudimos de inmediato al
abogado cuyo nombre figuraba en el anuncio, y allí nos presentaron a dos
caballeros, el señor Carruthers y el señor Woodley, que habían llegado de
Sudáfrica. Dijeron que eran amigos de mi tío, el cual había fallecido pocos
meses antes en Johannesburgo, en la más absoluta pobreza, y que con su
último aliento les había pedido que localizasen a sus familiares y se
asegurasen de que nada les faltara. Nos pareció muy raro que el tío Ralph, que
jamás se preocupó de nosotras en vida, se mostrase tan atento al morir; pero el
señor Carruthers nos explicó que la razón era que mi tío acababa de enterarse
de la muerte de su hermano y se sentía responsable de nosotras.
–Perdone –dijo Holmes–, ¿cuándo tuvo lugar esta entrevista?
–En diciembre; hace cuatro meses.
–Continúe, por favor.
–El señor Woodley me pareció una persona despreciable. Todo el
tiempo se lo pasó haciéndome guiños... Es un joven sin modales, con el rostro
hinchado, un bigote pelirrojo y el pelo repeinado a los lados de la frente. Me
resultó absolutamente odioso, y estoy segura de que a Cyril no le gustaría nada
que yo me tratase con semejante individuo.
–¡Oh, así que él se llama Cyril! –dijo Holmes, sonriendo.
La joven se sonrojó y se echó a reír.
–Sí, señor Holmes; Cyril Morton, ingeniero electrotécnico. Esperamos
casarnos a finales de verano. ¡Cielo santo! ¿Cómo ` hemos llegado a hablar de
él? Lo que quería decir es que el señor Woodley me pareció absolutamente
odioso, pero el señor ` Carruthers, que era mucho mayor, resultaba más
agradable. Era un hombre moreno, cetrino, bien afeitado v muy callado, pero
tenía buenos modales y una sonrisa simpática. Preguntó por nuestra situación
económica, y al enterarse de lo pobres que éramos me propuso ir a su casa
para darle clases de música a su hija de diez años. Yo dije que no me gustaba
la idea de dejar sola a mi madre, y él respondió que podía ir a visitarla los fines
de semana, v me ofreció cien libras al año, que desde luego es un salario
espléndido. Así que acabé por aceptar y me trasladé a Chiltern Grange, a unas
seis millas de Farnham. El 9 señor Carruthers es viudo, pero tiene contratada
un ama de llaves, una anciana respetable que se llama señora Dixon, para que
cuide de la casa. La niña es un encanto y todo prometía ir bien. El señor
Carruthers era muy amable y muy aficionado a la música, y pasamos juntos
veladas muy agradables. Cada fin de semana, yo volvía a Londres para visitar
a mi madre.
»La primera grieta en mi felicidad fue la llegada del señor Woodley y su
bigote rojo. Vino para pasar una semana y le aseguro que a mí me parecieron
tres meses. Es un tipo horrible...
Se portaba como un matón con todo el mundo, pero conmigo era algo
infinitamente peor. Me hacía la corte de la manera más odiosa, presumía de su
riqueza, me decía que si me casaba con él tendría los mejores diamantes de
todo Londres y, por último, viendo que no quería saber nada de él, un día,
después de comer, me sujetó entre sus brazos (es asquerosamente fuerte) y
juró que no me soltaría hasta que le diese un beso. Apareció el señor
Carruthers y le obligó a soltarme, pero él entonces se revolvió contra su propio
anfitrión, derribándolo y produciéndole un corte en la cara. Como podrá
imaginar, allí se terminó su visita. Al día siguiente, el señor Carruthers me
presentó sus excusas, y me aseguró que jamás volvería a verme expuesta a
semejante ofensa. Desde entonces no he vuelto a ver al señor Woodley.
»Y ahora, señor Holmes, llegamos por fin al extraño suceso que me ha
hecho venir hoy a solicitar su ayuda. Debe usted saber que todos los sábados
por la mañana voy en bicicleta hasta la estación de Farnham para tomar el tren
de las 12,22 a Londres. El camino desde Chiltern Grange es bastante solitario,
sobre todo en un trecho de algo más de una milla, que pasa entre los
descampados de Charlington Heath y los bosques que rodean la mansión de
Charlington Hall. Sería difícil encontrar un tramo de carretera más solitario que
ése. Es rarírisimo cruzarse con un carro o con un campesino hasta que se sale
a la carretera que pasa cerca de Crooksbury Hill. Hace dos semanas, iba yo
por ese tramo cuando, al volver la cabeza por casualidad, vi que a unos
doscientos metros detrás de mí venía un hombre, también en bicicleta. Parecía
un hombre de edad madura, con barba corta y negra. Miré de nuevo hacia
atrás antes de llegar a Farnham, pero el hombre había desaparecido y no volví
a pensar en él. Pero puede usted imaginarse mi sorpresa, señor Holmes,
cuando al regresar el lunes lo vi de nuevo en el mismo tramo de carretera. Mi
asombro fue en aumento cuando el incidente se repitió, exactamente igual que
la primera vez, el sábado y el lunes siguientes. El hombre mantenía siempre la
distancia y no me molestó en modo alguno, pero aquello seguía pareciéndome
muy raro. Se lo comenté al señor Carruthers, que pareció interesado y me dijo
que había encargado un coche de caballos, de manera que en el futuro no
tendría que recorrer sin compañía esos caminos solitarios.
»El coche y el caballo tendrían que haber llegado esta semana, pero
por alguna razón se retrasó la entrega y otra vez tuve que hacer en bicicleta el
trayecto a la estación. Esto ha sido esta misma mañana. Como podrá suponer,
estuve muy atenta al a llegar a Charlington Heath y, en efecto, allí estaba el
hombre, exactamente igual que las dos semanas anteriores. Se mantiene
siempre a tanta distancia de mí que no puedo verle la cara con claridad, pero
estoy segura de que no lo conozco. Va vestido de oscuro, con una gorra de
paño. Lo único que he podido distinguir bien es su barba negra. Yo no estaba
asustada, pero sí muy intrigada, así que decidí averiguar quién era y qué
pretendía. Aminoré la marcha, pero él también lo hizo. Entonces me detuve, y
él se detuvo también. Decidí tenderle una trampa. Al llegar a una curva muy
pronunciada, la doblé a toda velocidad y luego me paré a esperar. Suponía que
él tomaría la curva tan rápido que me pasaría antes de poder detenerse, pero
el caso es que no apareció. Volví hacia atrás y miré al otro lado de la curva. Se
veía una milla de carretera, pero de él no había ni rastro. Y lo más extraño del
caso es que no existe allí ninguna desviación por la que hubiera podido
marcharse.
Holmes soltó una risita v se frotó las manos.
–Desde luego, el caso presenta algunos aspectos originales –dijo–.
¿Cuánto tiempo transcurrió desde que usted dobló la curva hasta que
descubrió que no había nadie en la carretera?
–Dos o tres minutos.
–Entonces, no pudo haber retrocedido por donde vino, y dice usted que
no hay desviaciones.
–Ninguna
–Tuvo que meterse por algún sendero, a un lado o a otro.
–No pudo ser por el lado del descampado, porque lo habría visto.
–En tal caso, por el procedimiento de exclusión, tenemos que suponer
que se dirigió hacia Charlington Hall, que, según tengo entendido, es una
mansión con terrenos propios, situada a un lado de la carretera. ¿Algo más?
–Nada, señor Holmes, excepto que me quedé tan perpleja que sentí
que no quedaría satisfecha hasta haberle visto a usted y recibido sus consejos.
Holmes permaneció callado durante un rato.
–¿Dónde trabaja el caballero con el que ya usted a casarse? –preguntó
al fin.
–Trabaja en la Compañía Eléctrica Midland, de Coventry.
–¿No se le habrá ocurrido darle una sorpresa?
–¡Oh, señor Holmes! ¿Cree que yo no lo iba a reconocer? –¿Ha
tenido usted otros admiradores?
–Tuve varios antes de conocer a Cyril.
–¿Y después?
–Bueno, está ese horrible Woodley, si es que a eso se le puede llamar
un admirador.
–¿Y nadie más?
Nuestra befa cliente pareció un poco confusa.
–¿Quién es él? –insistió Holmes.
–Bueno, quizás sean puras figuraciones mías, pero a veces me ha dado
la impresión de que mi patrón, el señor Carruthers, está muy interesado en mí.
Pasamos bastante tiempo juntos. Yo le acompaño al piano por las tardes.
Nunca ha dicho nada, es un perfecto caballero, pero las chicas siempre nos
damos cuenta.
–¡Ajá! –Holmes parecía serio–. ¿Y de qué vive este señor?
–Es rico.
–¿Y no tiene coches ni caballos?
–Bueno, por lo menos tiene una posición bastante acomodada. Pero
viene a Londres dos o tres veces por semana. Le interesan mucho las acciones
de minas de oro sudafricanas.
–Señorita Smith, le ruego que me mantenga informado de cualquier
nuevo giro de los acontecimientos. Por el momento, me encuentro muy
ocupado, pero encontraré tiempo para hacer algunas averiguaciones sobre su
caso. Mientras tanto, no dé ningún paso sin hacérmelo saber. Hasta la vista, v
espero que no recibamos de usted más que buenas noticias.
–El que a una chica como ésa la siga alguien forma parte riel orden
establecido de la Naturaleza –dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de
meditación–, pero no precisamente en bicicleta y por solitarios caminos rurales.
Sin duda alguna, se trata (le algún enamorado secreto. Pero el caso presenta
algunos detalles curiosos y sugerentes, Watson.
–¿Como que sólo aparezca en ese punto concreto?
–Exacto. Nuestro primer paso debe consistir en averiguar quiénes son
los inquilinos de la mansión Charlington. Tampoco estaría mal enterarse de la
relación que existe entre Carruthers r Woodley, dos hombres que parecen tan
diferentes. ¿Cómo es que los dos se muestran tan interesados por los
familiares (le Ralph Smith? Y otra cosa: ¿Qué clase de casa es esta, que le
paga a una institutriz el doble de lo normal, pero no dispone ni de un caballo
estando a seis millas de la estación? Es raro, Watson, muy raro.
–¿Va usted a ir allí?
–No, querido amigo, va a ir usted. Podría muy bien tratarse de una
intriga sin importancia, y no puedo interrumpir por ella esta otra investigación,
que sí que es importante. El lunes llegará usted a Farnham a primera hora; se
esconderá cerca de Charlington Heath; observará con sus propios ojos lo que
ocurra y actuará como le indique su buen criterio. Y después, tras averiguar
quién ocupa la mansión, regresará a informarme. Y ahora, Watson, ni una
palabra más sobre el asunto hasta que dispongamos de algún asidero firme
que nos permita avanzar hacia la solución.
Sabíamos por la propia joven que regresaría el lunes en el tren que sale
de Waterloo a las 9,50, de manera que yo madrugué para tomar el de las 9,13.
Una vez en la estación de Farnham, no tuve dificultades para que me indicaran
el camino a Charlington Heath. Resultaba imposible confundirse respecto al
escenario de la aventura de la joven ciclista, va que la carretera discurría entre
un brezal abierto por un lado y un antiguo seto de tejo por el otro, un seto que
rodeaba un parque repleto (le árboles magníficos. Había una entrada principal,
de piedra cubierta de liquen, con los pilares de cada lado rematados por
vetustos emblemas heráldicos; pero además de esta entrada principal para
carruajes, observé varias aberturas más en el seto, de las que partían
senderos. La casa no se veía desde la carretera, pero todo el entorno daba una
impresión de tristeza v decadencia.
El descampado estaba cubierto de manchones dorados de tojos en flor,
que brillaban de un modo magnífico a la radiante luz del sol primaveral. Me
situé detrás de uno de estos grupos de arbustos, desde donde podía controlar
la entrada al parque de la mansión v un buen tramo de carretera a cada lado.
La carretera estaba vacía cuando yo salía a ella, pero ahora se veía un ciclista
que venía en dirección contraria a la que yo había traído. Iba vestido de oscuro
y pude ver que tenía barba negra. Al llegar al final de los terrenos de
Charlington Hall, se apeó de su máquina y se metió con ella por una abertura
del seto, desapareciendo de mi vista.
Transcurrió un cuarto de hora v entonces apareció un segundo ciclista.
Esta vez se trataba de la señorita Smith, que venía de la estación. Al acercarse
al seto, la vi mirar a su alrededor. Un instante después, el hombre salió de su
escondite, montó en su bicicleta y empezó a seguirla. En todo el extenso
paisaje, aquellas eran las únicas figuras en movimiento: la atractiva muchacha,
sentada muy derecha en su máquina, y el hombre que la seguía, doblado sobre
el manillar, con un misterioso aire furtivo en todos sus movimientos. Ella se
volvió para mirarlo y redujo la velocidad. Él la redujo también. La chica se
detuvo. El hombre se detuvo al instante, manteniéndose a unos doscientos
metros detrás de ella. El siguiente movimiento de la muchacha fue tan
inesperado como valeroso: hizo girar bruscamente su bicicleta y se lanzó a
toda velocidad hacia él. Pero el hombre actuó con igual rapidez y salió
disparado en un huida desesperada. Poco después, la muchacha volvió a
aparecer carretera arriba, con la cabeza orgullosamente erguida, sin dignarse a
reconocer la presencia de su silencioso acompañante. También él había dado
la vuelta, y siguió manteniendo la distancia hasta que la curva de la carretera
los ocultó de mi vista.
No me moví de mi escondite, e hice muy bien, porque al poco rato
reapareció el hombre pedaleando despacio. Se metió por la entrada a la
mansión y desmontó de su bicicleta. Tenía las manos alzadas v parecía estar
arreglándose la corbata. Luego montó de nuevo en la bicicleta y se alejó por el
camino que llevaba a la mansión. Yo atravesé corriendo el brezal v atisbé entre
los árboles. Pude ver a lo lejos algunos retazos del antiguo edificio gris, con sus
erguidas chimeneas Tudor, pero el camino atravesaba una zona muy frondosa
y no volví a ver a mi hombre.
Sin embargo, me pareció qué había aprovechado bastante bien la
mañana v regresé a Farnham muy animado. El agente local de la propiedad no
pudo darme ninguna información acerca (le Charlington Hall, v me remitió a
una conocida firma de Pall Mall. Pasé por ella al–regresar a Londres v fui
recibido por un representante muy educado. No, no podían alquilarme
Charlington Hall para el verano. Llegaba un poco tarde. La habían alquilado
hacía aproximadamente un mes. El inquilino era un tal señor Williamson, un
caballero mayor v respetable. El atento agente lamentaba no poder decirme
más, va que no estaba autorizado a comentar los asuntos de sus clientes.
Sherlock Holmes escuchó con atención el largo informe que le presenté
aquella misma tarde, pero que no consiguió arrancarle las breves palabras de
elogio que yo había esperado y que tanto habría apreciado. Por el contrario, su
rostro austero adoptó una expresión más severa que de costumbre al comentar
todo lo que yo había hecho y dejado de hacer.
–Su escondite, querido Watson, estuvo muy mal elegido. Debió usted
esconderse detrás del seto; de ese modo habría podido ver de cerca a ese
personaje tan interesante. En cambio, se situó usted a varios cientos de metros
de distancia y me trae aún menos información que la señorita Simith. Ella cree
no conocer al hombre; yo estoy convencido de que lo conoce. De lo contrario,
¿por qué iba a poner tanto empeño en que ella no se le acerque lo suficiente
como para verle la cara? Usted lo describe doblado sobre el manillar. Más
ocultamiento, como puede ver. La verdad es que lo ha hecho usted fatal. El tipo
vuelve a casa y usted quiere averiguar quién es. ¡Y no se le ocurre más que
acudir a una agencia de Londres!
–¿Qué tendría que haber hecho? –pregunté algo irritado.
–Entrar en el bar más cercano. Ese es el centro de todos los cotilleos
del pueblo. Allí le habrían dado todos los nombres, desde el del propietario
hasta el de la última fregona. ¡Williamson! Eso no me dice nada. Si se trata de
un anciano, entonces no puede ser él el activo ciclista que escapa a toda
velocidad de la atlética joven que le persigue. ¿Qué hemos sacado en limpio (le
su expedición? Sólo que la chica decía la verdad. Eso yo nunca lo dudé. Que
existe una relación entre el ciclista v la mansión. Tampoco tenía dudas sobre
eso. Que el inquilino de la mansión se llama Williamson. ¿Qué adelantamos
con eso? Vamos, vamos, querido amigo, no ponga esa cara. Poco más
podemos hacer hasta el próximo sábado, y mientras tanto quizás yo pueda
averiguar una o dos cosas.
A la mañana siguiente llegó una carta de la señorita Smith, relatando en
términos breves v precisos los hechos que yo había presenciado. Pero la miga
de la carta estaba en la posdata:
«Estoy segura, señor Holmes, de que respetará usted la confidencia
que voy a hacerle. Mi situación se ha vuelto incómoda, debido a que mi patrón
me ha pedido que me case con él. Estoy convencida de que sus sentimientos
son sinceros y completamente honrados. Pero, por supuesto, yo va estoy
comprometida. Se tomó muy a pecho mi negativa, pero se mostró muy amable.
No obstante, lo comprenderá, la situación es un poco tensa.»
–Parece que nuestra joven amiga está metida en un buen lío –dijo
Holmes, pensativo, al acabar la carta–. La verdad es que el caso presenta más
aspectos interesantes y más posibilidades de lo que yo suponía al principio. No
me sentaría nada mal pasar un día tranquilo y apacible en el campo, y estoy
por acercarme allí esta tarde para poner a prueba una o dos teorías que se me
han ocurrido.
El tranquilo día de campo de Holmes tuvo un desenlace inesperado, ya
que llegó a Baker Street bastante tarde, con un labio partido y un chichón
amoratado en la frente, además de presentar un aspecto general tan
desastrado que su persona habría despertado las justificadas sospechas de
Scotland Yard. Se había divertido muchísimo con sus aventuras y se reía
alegremente al relatarlas.
–Hago tan poco ejercicio que siempre resulta gratificante –dijo–. Como
sabe, poseo ciertos conocimientos del noble v ¿antiguo deporte británico del
boxeo. De cuando en cuando resultan útiles. Hoy, por ejemplo, lo habría
pasado bochornosamente mal de no ser por ellos.
Le rogué que me contara lo que había sucedido.
–Localicé ese bar de pueblo que le había recomendado visitar, v allí
inicié mis discretas averiguaciones. Me instalé en la barra v el charlatán del
propietario me fue dando toda la información que deseaba. Williamson es un
hombre de barba blanca vive solo en la mansión, con unos pocos sirvientes.
Corre el rumor de que es o ha sido clérigo, pero uno o dos incidentes ocurridos
durante su breve estancia en la mansión me parecieron muy poco
eclesiásticos. He hecho va algunas indagaciones en una agencia eclesiástica, y
allí me han dicho que existió un clérigo con ese apellido, que tuvo una carrera
particularmente turbulenta. Además, el tabernero me dijo que a la mansión
solían acudir visitas de fin de semana, «gente de pasta», según él, y en
especial cierto caballero con bigote rojo apellidado Woodley, que estaba
siempre por allí. Hasta aquí habíamos llegado cuando ¿quién dirá que vino a
entrometerse? Pues el propio caballero en cuestión, que estaba bebiendo una
cerveza allí mismo v había escuchado toda la conversación. ¿Quién era yo?
¿Qué quería? ¿A qué venían tantas preguntas? Su lenguaje era de lo más
fluido y sus adjetivos muy vigorosos, y remató una sarta de insultos con un
revés traicionero que no pude esquivar del todo. Los minutos siguientes fueron
deliciosos. Mis directos de izquierda contra los porrazos del rufián. Yo acabé
como usted ye. Al señor Woodley se lo llevaron en un carro. Así terminó mi
excursión al campo, y debo confesar que, aunque ha sido muy divertida, mi
expedición a los límites de Surrey no ha resultado mucho más provechosa que
la suya.
El jueves nos llegó otra carta de nuestra cliente:
«Señor Holmes, no creo que le sorprenda saber que voy a dejar
mi empleo en casa del señor Carruthers. Ni siquiera un sueldo tan alto puede
compensarme de lo incómodo de mi situación. El sábado iré a Londres y no
tengo intención de regresar. El señor Carruthers ha comprado un cochecito, de
manera que los peligros de la carretera solitaria, si es que alguna vez
existieron, han desaparecido.
En cuanto al motivo concreto de que me yaya, no se trata sólo
de la tensa situación con el señor Carruthers, sino que además ha vuelto a
aparecer ese odioso señor Woodley. Siempre fue repugnante, pero ahora está
más feo que nunca, porque parece que ha tenido un accidente y está todo
desfigurado. Lo he visto por la ventana, pero gracias a Dios aún no he
coincidido con él. Tuyo una larga conversación con el señor Carruthers, que
después de eso parecía muy excitado. Woodley debe de estar alojado por aquí
cerca, porque no durmió en casa y, sin embargo, lo volví a ver esta mañana,
merodeando entre los arbustos. Preferiría que anduviese suelta una fiera
salvaje antes que él. Le odio y le temo más de lo que soy capaz de expresar.
¿Cómo puede el señor Carruthers soportar ni por un segundo a semejante
bicho? Menos mal que el sábado se acabarán mis problemas.»
–Eso espero, Watson, eso espero –dijo Holmes muy serio–. Alrededor
de esta mujercita se está tramando alguna turbia intriga, y nuestro deber es
procurar que nadie la moleste en este último viaje. Creo, Watson, que debemos
prepararlo todo para desplazarnos allí el sábado por la mañana y asegurarnos
de que esta curiosa e incipiente investigación no tenga un final trágico.
Confieso que hasta aquel momento no me había tomado muy en serio
el caso, que me parecía más grotesco y extravagante que verdaderamente
peligroso. Que un hombre acechara y siguiera a una mujer tan guapa no tenía
nada de nuevo, y si el tipo era tan poco decidido que no sólo no se atrevía a
abordarla sino que incluso huía cuando ella se le acercaba, no podía tratarse
de un asaltante muy peligroso. Aquel rufián de Woodley era muy diferente,
pero, excepto en una ocasión, nunca había molestado a nuestra cliente y ahora
visitaba la casa de Carruthers sin importunarla a ella. El hombre de la bicicleta
tenía que ser uno de los que visitaban la mansión los fines de semana, como
había dicho el tabernero, aunque seguíamos sin saber quién era y qué
pretendía. Sin embargo, la actitud grave de Holmes y el hecho de que al salir
de nuestras habitaciones se metiera un revólver en el bolsillo me hizo pensar
por primera vez en la posibilidad de que detrás de aquella curiosa cadena de
sucesos acechase la tragedia.
Después de una noche de lluvia amaneció un día espléndido, y los
campos cubiertos de brezo y salpicados de vistosos matorrales de tojo en flor
parecían aún más hermosos a unos ojos hastiados de los pardos sombríos y el
gris pizarra de Londres. Holmes y yo avanzábamos por la ancha y arenosa
carretera, aspirando el aire fresco de la mañana y disfrutando del canto de los
pájaros y la suave brisa primaveral. Desde una altura del camino en la ladera
de la colina Crooksbury pudimos divisar la sombría mansión, sobresaliendo
entre los añosos robles que, aun siendo muy viejos, eran más jóvenes que el
edificio que rodeaban. Holmes señaló el largo tramo de carretera que formaba
una franja rojo–amarillenta entre el color pardo del brezal y el verde primaveral
del bosque. A lo lejos se veía un punto negro que resultó ser un vehículo que
avanzaba hacia nosotros. Holmes soltó una exclamación de impaciencia.
–Yo había calculado un margen de media hora –dijo–, pero si aquél es
su carricoche, es que debe de haber decidido tomar un tren anterior. Me temo,
Watson, que va a pasar por Charlington antes de que podamos encontrarnos
con ella.
Desde el momento en que dejamos la elevación, perdimos de vista el
vehículo, pero avanzamos a un paso tan rápido que mi vida sedentaria empezó
a hacerse sentir, y me fui quedando rezagado. Holmes, sin embargo, se
mantenía siempre en forma, porque disponía de reservas inagotables de
energía nerviosa a las que recurrir. Ni por un momento aminoró su paso
elástico hasta que, de pronto, cuando ya iba unos cien metros por delante de
mí, se detuvo y le vi levantar el brazo con un gesto de dolor y desesperación.
En aquel mismo momento, por la curva de la carretera apareció un carricoche
vacío, con el caballo al trote v las riendas colgando, que se acercó rápidamente
a nosotros.
–¡Demasiado tarde, Watson, demasiado tarde! –exclamó Holmes
mientras yo corría resoplando hacia él–. ¡Qué idiota he sido en no pensar en el
tren anterior! ¡Secuestro, Watson! ¡Secuestro! ¡Asesinato! ¡Dios sabe qué!
¡Ciérrele el paso y pare al caballo! Muy bien. Ahora monte, y veremos si puedo
remediar las consecuencias de mi estupidez.
Subimos los dos al coche y Holmes hizo que el caballo diera la vuelta,
dio un trallazo con el látigo y salimos volando carretera adelante. Al doblar la
curva quedó visible todo el tramo de carretera que discurría entre el brezal y la
mansión. Yo agarré a Holmes del brazo.
–¡Allí está el hombre! –jadeé.
Un ciclista solitario venía hacia nosotros. Traía la cabeza agachada y
los hombros encorvados y pedaleaba con todas sus fuerzas. Volaba como un
corredor de carreras. De pronto, levantó el rostro barbudo, nos vio cerca de él y
frenó, saltando a continuación de su máquina. La barba, negra como el carbón,
contrastaba de manera extraña con la palidez de su rostro, y los ojos le
brillaban como si tuviera fiebre. Se quedó mirándonos a nosotros y al carruaje y
en su rostro se formó una expresión de asombró.
–¿Qué es esto? ¡Alto ahí! –grito, cerrándonos el paso con su bicicleta–.
¿De dónde han sacado este coche? ¡Pare usted! –vociferó, sacando una
pistola del bolsillo–. ¡Pare le digo, o por San Jorge que le meto un tiro al
caballo!
Holmes arrojó las riendas sobre mis rodillas y saltó del coche.
–Usted es el hombre al que queríamos ver. ¿Dónde está la señorita
Violet Smith? –dijo con su característica rapidez y claridad.
–Eso mismo le pregunto yo. Viene usted en su coche y tiene que saber
dónde está.
–Encontramos el coche en la carretera, pero no había nadie en él.
Hemos venido para ayudar a la señorita.
–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? –exclamó el desconocido,
frenético de angustia–. ¡La han atrapado, ese demonio de Woodley y el cura
renegado! Venga usted, venga, si de verdad es su amigo. Ayúdenme y la
salvaremos, aunque tenga que dejar mi pellejo en el bosque de Charlington.
Corrió como un loco, pistola en mano, hacia una abertura en el seto.
Holmes le siguió y yo seguí a Holmes, dejando al caballo pastando junto a la
carretera.
–Se han metido por aquí –dijo Holmes, señalando las huellas de varios
pies en el sendero embarrado–. ¡Caramba! ¡Quietos un momento! ¡Hay alguien
caído en los matorrales!
Se trataba de un joven de unos diecisiete años, vestido como mozo de
cuadras, con pantalones y polainas de cuero. Yacía caído de espaldas, con las
rodillas dobladas y una terrible brecha en la cabeza. Estaba sin sentido, pero
vivo. Me bastó una mirada a la herida para saber que no había penetrado en el
hueso.
–Es Peter, el lacayo –exclamó el desconocido–. Él conducía el coche.
Esos salvajes le han hecho bajar lo han golpeado. Dejémoslo aquí; no
podemos hacer nada–por él, pero a ella aún podemos salvarla de lo peor que
le puede ocurrir a una mujer.
Corrimos frenéticamente por el sendero, que serpenteaba entre los
árboles. Habíamos llegado a los arbustos que rodeaban la casa cuando
Holmes se detuvo en seco.
–No han ido a la casa. Sus pisadas van hacia la izquierda. ¡Allí, junto a
los laureles! ¡Ah, lo que yo decía!
Mientras él hablaba, del verde macizo de arbustos que teníamos
delante surgió un alarido de mujer, un alarido que vibraba con un paroxismo de
horror, y que se cortó de golpe en la nota más aguda, con un gemido de ahogo.
–¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Está en la pista de bolos! –gritó el desconocido,
lanzándose de cabeza entre los arbustos–. ¡Perros cobardes! ¡Síganme,
caballeros! ¡Demasiado tarde! ¡Por todos los diablos!
Habíamos salido de pronto a un precioso claro cubierto de césped y
rodeado de viejos árboles. En el punto más alejado, a la sombra de un
corpulento roble, había un curioso grupo de tres personas. Una era una mujer,
nuestra cliente, amordazada con un pañuelo y con aspecto de estar a punto de
desmayarse. Frente a ella se erguía un hombre joven de aspecto brutal, rostro
macizo y bigote pelirrojo, con las piernas bien abiertas y enfundadas en
polainas. Tenía un brazo en jarras y con el otro hacía ondear una fusta. Su
actitud era la de un fanfarrón en un momento de triunfo. Entre los dos había un
hombre mayor, con barba blanca, que vestía una sobrepelliz corta sobre un
traje claro de lana, y que al parecer acababa de celebrar un rito nupcial, ya que
al aparecer nosotros se guardó en el bolsillo el libro de oraciones y felicitó
jovialmente al siniestro novio con una palmada en el hombre.
–¡Se han casado! –balbucí.
–¡Vamos! ¡Vamos! –exclamó nuestro guía.
Atravesó corriendo el claro, con Holmes y yo pisándole los talones. Al
acercarnos, la joven se tambaleó y tuyo que apoyarse en el tronco del árbol.
Williamson, el ex sacerdote, nos saludó con una reverencia burlona, y el
fanfarrón de Woodley nos salió al paso con una brutal carcajada de júbilo.
–Ya puedes quitarte esa barba, Bob –dijo–. Se te conoce
perfectamente. Pues bien, tú y tus amigos llegáis justo a tiempo para que os
presente a la señora Woodley.
La respuesta de nuestro guía fue sorprendente. Se arrancó la barba
negra que le servía de disfraz y la tiró al suelo, dejando al descubierto un rostro
alargado, cetrino y bien afeitado. A continuación, levantó su revólver y apuntó
al joven rufián, que avanzaba hacia él blandiendo su peligrosa fusta.
–Sí –dijo nuestro aliado–. Soy Bob Carruthers y pienso defender a esta
mujer aunque me ahorquen por ello. Ya te advertí lo que haría si volvías a
molestarla, y por Dios que cumpliré mi promesa.
–Llegas tarde. ¡Es mi esposa!
–No, es tu viuda.
El revólver detonó y vi brotar la sangre de la pechera del chaleco de
Woodley. Giró sobre sus pies con un gemido y cayó de espaldas, mientras su
rostro odioso y enrojecido adquiría de repente una terrible palidez. El anciano,
que todavía vestía su sobrepelliz, estalló en una sarta de blasfemias como no
he oído jamás y sacó también un revólver, pero antes de que pudiera levantarlo
se encontró frente a los ojos el cañón del arma de Holmes.
–¡Se acabó! –dijo mi amigo fríamente–. Tire esa pistola. Recójala,
Watson, y apúntele a la cabeza. Gracias. Usted, Carruthers, déme ese
revólver. Ya está bien de violencia. Vamos, entréguemelo.
–Pero ¿quién es usted?
–Me llamo Sherlock Holmes.
–¡Santo Dios!
–Veo que ha oído hablar de mí. Hasta que llegue la policía, yo actuaré
en representación suya. ¡Eh, muchacho! –le gritó al asustado lacayo, que
acababa de aparecer en el borde del claro–. Ven aquí. Lleva esta nota a
Farnham lo más deprisa que puedas –garabateó unas cuantas palabras en una
hoja de su cuaderno–. Entrégasela al inspector jefe del puesto de policía. Y
mientras él llega, todos ustedes quedan bajo mi custodia personal.
La personalidad fuerte y arrolladora de Holmes dominaba la trágica
escena, y todos por igual éramos como marionetas en sus manos. Williamson y
Carruthers cargaron con el herido Woodley para meterlo en la casa y yo ofrecí
mi brazo a la asustada muchacha. Tendieron al herido en una cama y, a
petición de Holmes, lo examiné. Presenté mi informe en el antiguo comedor
adornado con tapices, donde Holmes se había instalado con sus dos
prisioneros delante.
–Vivirá –dije.
–¿Cómo? –gritó Carruthers, poniéndose en pie de un salto–. Entonces
subiré a rematarlo antes que nada. No me digan que esa muchacha, ese ángel,
va a quedar atrapada para toda su vida a Jack Woodley «el Rugiente».
–No debe preocuparse por eso –dijo Holmes–. Existen dos excelentes
razones para que no se la pueda considerar su esposa, bajo ningún concepto.
En primer lugar, tenemos motivos de sobra para poner en duda el derecho del
señor Williamson a celebrar un matrimonio.
–He sido ordenado –exclamó el viejo granuja.
–Y también suspendido.
–Cuando uno es sacerdote, es sacerdote para siempre.
–No lo veo yo así. ¿Y qué hay de la licencia?
–Sacamos una licencia de matrimonio. La tengo en el bolsillo.
–La conseguiría con engaños. Pero, en cualquier caso, un j
matrimonio forzado no tiene validez; en cambio, constituye un delito muy grave,
como comprobará usted antes de que esto termine [1]. O mucho me equivoco,
o tendrá tiempo de sobra para reflexionar sobre el tema durante los próximos
diez años, más o menos. En cuanto a usted, Carruthers, más le habría valido
guardarse la pistola en el bolsillo.
[1] Efectivamente, un matrimonio tan evidentemente forzado que para celebrarlo es preciso
mantener amordazada a la novia no tiene ninguna validez legal ni eclesiástica, y tanto Woodley
como Williamson deberían haberlo sabido, en especial este último. De hecho, lo más probable
es que Williamson supiera perfectamente que el plan no tenía ninguna posibilidad de dar
resultado, pero pretendía seguirle la corriente a Woodley, menos versado en cuestiones
legarles, cobrar su comisión y desaparecer cuanto antes, dejando que Woodley se las arreglara
solo.
–Empiezo a creer que sí, señor Holmes, pero cuando pensé en todas
las precauciones que había tomado para proteger a esta muchacha..., porque
yo la amaba, señor Holmes, y es la única vez en mi vida que he sabido lo que
es el amor... me volví loco al saber que estaba en poder del matón más brutal
de Sudáfrica, un tipo cuyo solo nombre infunde un terror supersticioso desde
Kimberley a Johannesburgo. Sí, señor Holmes, usted no lo creerá, pero desde
que esta chica empezó a trabajar para mí, ni una sola vez dejé que pasara
delante de esta casa, donde yo sabía que se ocultaban estos canallas, sin
seguirla en mi bicicleta para asegurarme de que no le ocurriera nada malo. Me
mantenía distanciado de ella, y me ponía una barba postiza para que no me
reconociera, porque se trata de una joven decente y orgullosa, que no se
habría quedado mucho tiempo en mi casa de haber sabido que yo la iba
siguiendo por las carreteras rurales.
–¿Por qué no la advirtió del peligro?
–Porque también en este caso se habría marchado, y o no podía
soportar la idea. Aunque no me amara, significaba mucho para mí ver su
preciosa figura por la casa y oír el sonido de su voz.
–Usted llama a eso amor, señor Carruthers –dije yo–, pero yo lo llamo
egoísmo.
–Puede que las dos cosas vayan unidas. Fuera como fuere, no quería
que se marchara. Además, con esta gente por aquí, convenía que hubiera
alguien cerca para cuidar de ella. Y cuando llegó el telegrama, tuve la
seguridad de que pronto entrarían en acción.
–¿Qué telegrama?
–Este –dijo Carruthers, sacándolo del bolsillo. El texto era breve y
conciso:
«El viejo ha muerto.»
–¡Hum! –dijo Holmes–. Creo que ya sé cómo se desarrollaron las
cosas, y me doy cuenta de que este telegrama debió impulsarlos a entrar en
acción, como usted dice. Pero, mientras aguardamos, podría usted explicarme
algunos detalles.
El viejo renegado de la sobrepelliz soltó una explosiva descarga de
palabrotas. .
–Por mi alma, Bob Carruthers –dijo–, que si nos delatas te voy a hacer
lo mismo que tú le hiciste a Jack Woodley. Puedes rebuznar todo lo que
quieras acerca de la chica, porque ese es asunto tuyo, pero si traicionas a tus
compañeros con este poli de paisano, será la peor faena que has hecho en tu
vida.
–No se excite, reverendo –dijo Holmes, encendiendo un cigarrillo–. Los
cargos contra usted están bastante claros, y sólo quiero preguntar unos
cuantos detalles por curiosidad personal. Sin embargo, si existe algún
problema en que ustedes me lo cuenten, seré yo quien hable y veremos qué
posibilidades tienen de ocultar sus secretos. En primer lugar, tres de ustedes
llegaron de Sudáfrica para dar este golpe: usted, Williamson, usted, Carruthers,
y Woodley.
–Error número uno –dijo el anciano–. Yo no conocía a ninguno de los
dos hasta hace dos meses, y jamás en mi vida he estado en África, así que
puede meter eso en su pipa y fumárselo, señor Metomentodo Holmes.
–Es cierto lo que dice –confirmó Carruthers.
–Bien, bien, vinieron sólo dos. El reverendo es un producto del país.
Ustedes conocieron a Ralph Smith en Sudáfrica y tenían motivos para suponer
que no viviría mucho. Entonces averiguaron que su sobrina heredaría su
fortuna. ¿Qué tal voy?
Carruthers asintió y Williamson soltó una palabrota.
–No cabe ninguna duda de que ella era el pariente más próximo, y
ustedes estaban seguros de que el viejo no haría testamento.
–No sabía ni leer ni escribir –dijo Carruthers.
–Así que ustedes dos se plantaron aquí y localizaron a la chica. El plan
era que uno de los dos se casara con ella y el otro recibiría una parte del botín.
Por alguna razón, Woodley salió elegido como marido. ¿Cómo fue eso?
–Nos la jugamos a las cartas en el viaje. Él ganó.
–Comprendo. Usted tomó a la joven a su servicio, y así Woodley podría
cortejarla. Pero ella se dio cuenta de que era un bruto borracho y no quiso
saber nada de él. Mientras tanto, su plan se trastornó porque usted mismo se
enamoró de la chica, y no podía soportar la idea de que este rufián se la
quedase.
–¡No, por San Jorge, no podía!
–Hubo una pelea entre ustedes. Woodley se marchó enfurecido y
comenzó a hacer sus propios planes sin contar con usted.
–Empiezo a pensar, Williamson, que no hay mucho que podamos
decirle a este caballero –dijo Carruthers con una risa amarga–. Sí, nos
peleamos y él me derribó. Pero ahora ya estamos en paz. Entonces lo perdí de
vista. Fue entonces cuando él reclutó a este padre renegado. Descubrí que se
habían instalado juntos aquí, en el trayecto que ella recorría para ir a la
estación. A partir de entonces, no la perdí de vista, porque sabía que se estaba
cociendo alguna diablura. Hace dos días, Woodley se presentó en mi casa con
este telegrama, que nos comunicaba la muerte de Ralph Smith. Me preguntó si
estaba dispuesto a seguir adelante con el trato. Le respondí que no. Preguntó
entonces si accedería a casarme con la chica y darle a él una parte. Le dije que
lo haría de muy buena gana, pero que ella no me aceptaba. Entonces, Woodley
dijo: «Primero vamos a casarla, y puede que al cabo de una o dos semanas
vea las cosas de diferente manera». Le respondí que me negaba a utilizar la
violencia, y se marchó maldiciendo, como el canalla malhablado que siempre
ha sido, y jurando que sería suya de un modo u otro. Ella se iba a marchar de
mi casa esta semana y yo había conseguido un coche para llevarla a la
estación, pero me sentía tan intranquilo que la seguí en bicicleta. Sin embargo,
dejé que me tomara demasiada delantera, y antes de que pudiera alcanzarla el
mal ya estaba hecho. No supe nada más hasta que los vi a ustedes dos
regresando con el coche.
Holmes se puso en pie y tiró la colilla de su cigarrillo a la chimenea.
–He sido un obtuso, Watson –dijo–. Cuando me presentó usted su
informe dijo que le había parecido ver al ciclista arreglarse la corbata entre los
arbustos. Sólo con esto tendría que haberlo comprendido todo. Sin embargo,
podemos felicitarnos por haber intervenido en un caso bastante curioso y en
algunos aspectos único. Veo venir por el sendero a tres policías del condado, y
me alegra comprobar que el pequeño mozo de cuadras se mantiene a su paso;
es probable que ni él ni el fascinante novio sufran daños permanentes a causa
de las aventuras de esta mañana. Creo, Watson, que en su calidad de médico
debería atender a la señorita Smith y decirle que si se encuentra
suficientemente recuperada tendremos mucho gusto en acompañarla a casa dé
su madre. Y si su recuperación no es completa, ya verá usted como una ligera
alusión a la posibilidad de enviar un telegrama a cierto joven electricista de las
Midlands la deja curada del todo. En cuanto a usted, señor Carruthers, creo
que ha hecho todo lo que ha podido por reparar su participación en un plan
maligno. Aquí tiene mi tarjeta, y si mi declaración puede servirle de ayuda en el
juicio, me tendrá a su disposición.
El lector probablemente habrá observado que, sumido en el torbellino
de nuestra incesante actividad, suele resultarme difícil redondear mis relatos
añadiendo esos detalles finales que tanto aprecian los curiosos. Cada caso ha
servido de preludio a otro y, una vez pasada la crisis, los actores desaparecen
para siempre de nuestras ajetreadas vidas. Sin embargo, al final de los
manuscritos referentes a este caso he encontrado una breve anotación que
confirma que la señorita Violet Smith heredó una gran fortuna y que
actualmente es la esposa de Cyril Morton, socio principal de Morton &
Kennedy, conocidos electricistas de Westminster. Williamson y Woodley fueron
procesados por secuestro y agresión; al primero le cayeron siete años y al
segundo diez. No consta ningún dato acerca de Carruthers, pero estoy seguro
de que el tribunal no juzgaría con mucha severidad su agresión, teniendo en
cuenta que Woodley tenía reputación de ser un maleante peligrosísimo, y creo
que con unos meses bastaría para satisfacer las exigencias de la justicia.

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