.

.

lunes, 9 de agosto de 2010

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- EL VAMPIRO DE SUNSSEX



El Vampiro de Sussex

--
Holmes acabó de leer cuidadosamente una nota que le había llegado en el
último reparto de correo. Luego, con una risita contenida, que era en él lo más
cercano a la risa, me la tendió.
-Como ejemplo de mezcla de lo moderno y lo medieval, de lo práctico y lo
demencialmente fantástico, creo que éste debe ser indudablemente el límite -
dijo-. ¿Qué le parece, Watson?
Leí lo que sigue:
»46 OLD JEWRY
»19 de noviembre.
»Asunto: Vampiros.
»Señor,
»Nuestro cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead,
mayorista de té, de Mincing Lane, nos ha dirigido una consulta con fecha de la
presente en relación a los vampiros. Dado que nuestra firma está enteramente
especializada en impuestos de maquinaria, el asunto difícilmente queda dentro
de nuestra esfera de actividades, y, en consecuencia, hemos recomendado al
señor Ferguson que le visite a usted y le exponga el caso. No hemos olvidado
el éxito de su actuación en el caso Matilda Briggs.
»Quedamos, querido señor, sinceramente suyos.
»MORRISON, MORRISON Y DODD.
»per E.J.C.»
-Matilda Briggs no era el nombre de ninguna joven, Watson -dijo Holmes, en
tono reminiscente-. Era un buque relacionado con la rata gigante de Sumatra.
Es una historia que el mundo no está todavía preparado para oír. Pero, ¿qué
sabemos de vampiros? ¿Entra eso en nuestra esfera de actividades? Cualquier
cosa es mejor que la inactividad, pero lo cierto es que parece como si nos
hubieran trasladado a un cuento fantástico de los hermanos Grimm. Extienda el
brazo, Watson, y veamos qué nos cuenta la V.
Me eché hacia atrás y tomé el enorme fichero al que Holmes había aludido. Lo
sostuvo sobre las rodillas, y su mirada fue pasando, lenta y amorosamente, por
el registro donde los viejos casos se mezclaban con la información acumulada
a lo largo de su vida.
-Viaje del Gloria Scott -leyó-. Fue un feo asunto. Me parece recordar que usted
lo puso por escrito, Watson, aunque no puedo felicitarle por el resultado. Victor
Lynch, el falsificador. Veneno... lagarto venenoso, o gila. Un caso notable, ése.
Vittoria, la bella del circo. Vanderbilt y el ladrón ambulante. Víboras. Victor, el
asombro de Hammersmith. ¡Vaya, vaya! ¡Querido viejo índice! Nada se le
escapa. Escuche esto, Watson: Vampirismo en Hungría. Y también: Vampiros
en Transilvania.
Recorrió impacientemente las páginas con la mirada, pero al cabo de una
breve lectura ensimismada dejó a un lado el enorme registro con un gruñido de
decepción.
-¡Basura, Watson! ¡Basura! ¿Qué tenemos nosotros que ver con cadáveres
andarines que sólo se quedan en sus tumbas si se les clava una estaca en el
corazón? Es pura chifladura.
-Pero, indudablemente -dije yo-, el vampiro no es necesariamente un muerto.
Una persona viva podría tener la costumbre. He leído algo, por ejemplo, de
viejos que chupaban la sangre de jóvenes para apoderarse de su juventud.
-Tiene usted razón, Watson. En una de esas referencias se menciona esta
leyenda. Pero, ¿vamos a prestar seriamente atención a esta clase de cosas?
Esta agencia pisa fuertemente el suelo, y así debe seguir. El mundo es
suficientemente ancho para nosotros. No necesitamos fantasmas. Me temo que
no podemos tomarnos al señor Robert Ferguson demasiado en serio. Quizá
esta nota sea suya, y pueda arrojar alguna luz sobre lo que le preocupa.
Tomó una segunda carta que había permanecido olvidada sobre la mesa
mientras había estado absorto en la primera. Empezó a leerla con una sonrisa
divertida en el rostro, pero esa expresión se fue mutando en otra de intenso
interés y concentración. Cuando terminó, permaneció algún rato perdido en
meditaciones, jugueteando con la carta entre los dedos. Finalmente, se
despertó sobresaltado de su ensueño.
-Mansión Cheeseman, Lamberley. ¿Dónde está Lamberley?
-Está en Sussex, al sur de Horsham.
-No muy lejos, ¿eh? ¿Y la mansión Cheeseman?
-Conozco esa zona, Holmes. Está llena de viejas casas que llevan los nombres
de los hombres que las construyeron hace siglos. Tiene usted las mansiones
Odley, y Harvey, y Carriton... A la gente se la ha olvidado, pero sus hombres
viven en sus casas.
-Precisamente -dijo Holmes, fríamente. Era una de las peculiaridades de su
modo de ser, orgulloso y reservado, el que, si bien almacenaba muy rápida y
cuidadosamente en el cerebro toda nueva información, raras veces daba
muestras de agradecimiento a aquel que se la hubiera proporcionado-. Estoy
por afirmar que sabremos muchas más cosas de la mansión Cheeseman, en
Lamberley, antes de haber terminado con esto. La carta es, tal como esperaba,
de Robert Ferguson. A propósito, dice que le conoce a usted.
-¿Que me conoce?
-Mejor lea la carta.
Me tendió la carta. Llevaba el encabezamiento citado. Decía así:
«Estimado señor Holmes,
»Me ha sido usted recomendado por mis abogados, pero, a decir verdad, el
asunto es tan extraordinariamente delicado que resulta sumamente difícil
hablar de él. Concierne a un amigo mío en cuyo nombre actúo. Este caballero
se casó hará como cinco años con una dama peruana, hija de un negociante
peruano al que había conocido en relación con la importancia de nitratos. La
dama era muy hermosa, pero su cuna extranjera y su distinta religión
determinaron siempre una separación de intereses y de sentimientos entre
marido y mujer, de modo que, al cabo de un tiempo, el amor de mi amigo hacia
ella pudo enfriarse, y pudo considerar aquel matrimonio como un error. Sentía
que había aspectos del modo de ser de su mujer que nunca podría explorar ni
entender. Esto era tanto más penoso cuanto que ella era la esposa más
amante que hombre pueda desear, y, según toda apariencia, absolutamente
leal.
»Ahora vayamos al punto que le expondré más claramente cuando hablemos.
Lo cierto es que esta nota pretende solamente darle una idea general de la
situación y averiguar si está usted dispuesto a intervenir en el asunto. La dama
empezó a mostrar ciertos rasgos extraños, totalmente ajenos a su carácter
habitual, que es dulce y apacible. El hombre había estado ya casado, y tenía
un hijo de su primera mujer. El muchacho tenía quince años, y era un chico
muy simpático y afectuoso, aunque desdichadamente lisiado a consecuencia
de un accidente en su infancia. En dos ocasiones se sorprendió a la mujer en el
momento de atacar al pobre muchacho, sin la menor provocación por parte de
éste. Una de las veces le golpeó con un bastón, causándole un gran moretón
en el brazo.
»Eso no fue nada, sin embargo, si se compara con su conducta con su propio
hijo, un niñito que aún no ha cumplido el año. En cierta ocasión, hace cosa de
un mes, este niño había sido dejado solo por su aya durante unos pocos
minutos. Un fuerte grito del niño, como de dolor, hizo volver al aya. Cuando
ésta entró corriendo en la habitación, vio a su ama, la señora de la casa,
inclinada sobre el niño y, aparentemente mordiéndole en el cuello. El niño tenía
en el cuello una pequeña herida por la que salía un hilillo de sangre. El aya
quedó tan horrorizada que quiso llamar al marido, pero la dama le imploró que
no lo hiciera, e incluso le dio cinco libras como precio de su silencio. No dio
ninguna explicación, y de momento, no se habló más del asunto.
»Aquello dejó, sin embargo, una impresión terrible en el aya, y, desde
entonces, vigiló estrechamente a su ama, y montó una guardia más cuidadosa
sobre el niño, al que quería tiernamente. Le pareció que, del mismo modo que
ella vigilaba a la madre, la madre la vigilaba a ella, y que, cada vez que se veía
obligada a dejar solo al niño, la madre esperaba llegar hasta él. El aya guardó
al niño día y noche, y día y noche la silenciosa madre vigilante parecía estar al
acecho como el lobo acecha al cordero. Esto le parecerá increíble, y, sin
embargo, le ruego que se lo tome con toda seriedad, porque la vida de un niño
y la cordura de un hombre puede depender de ello.
»Finalmente llegó el día tremendo en que los hechos no pudieron seguir siendo
ocultados al marido. Los nervios del aya no resistieron; no podía seguir
soportando la tensión, y se lo contó todo al hombre. A él le pareció aquello una
historia tan descabellada como ahora puede parecérselo a usted. Sabía que la
suya era una esposa amante, y, salvo por los ataques contra su hijastro, una
madre amante. ¿Cómo, entonces, era posible que hubiera herido a su querido
niñito? Le dijo al aya que estaba disparatando, que sus sospechas eran las de
una demente, y que no podían tolerarse semejantes infundios contra la señora.
Mientras hablaban, se oyó un grito de dolor. Aya y amo se abalanzaron juntos
hacia el cuarto del niño. Imagínese sus sentimientos, señor Holmes, cuando vio
a su mujer levantarse de la posición de arrodillada, junto a la cuna, y vio sangre
en el cuello al descubierto del niño y sobre la sábana. Profiriendo un grito de
horror, volvió hacia la luz el rostro de su mujer y le vio sangre alrededor de los
labios. Era ella, ella, más allá de toda duda, la que había bebido sangre del
pobre niño.
»Así está la cosa. La mujer está ahora confinada en su habitación. No ha
habido explicaciones. El marido está medio enloquecido. El sabe, como yo,
muy poco de vampirismo, aparte del nombre. Habíamos pensado que era algún
cuento fantástico de tierras lejanas. Y, sin embargo, aquí, en Inglaterra, en el
corazón mismo de Sussex... Bueno, todo esto podríamos discutirlo mañana por
la mañana. ¿Acepta usted recibirme? ¿Querrá emplear sus notables talentos
en ayudar a un hombre aturdido? Si es así, tenga la amabilidad de cablegrafiar
a Ferguson, Mansión Cheeseman, Lamberley, y estaré en sus habitaciones a
las diez.
»Sinceramente suyo,
»ROBERT FERGUSON.
»P.S.-Creo que su amigo Watson jugaba al rugby en el equipo de Blackheath
cuando yo era tres cuartos en el de Richmond. Es la única referencia de orden
personal que puedo darle.»
-Claro que lo recuerdo -dije, dejando la carta-. El grandullón Bob Ferguson, el
mejor tres cuartos que nunca tuvo Richmond. Fue siempre un tipo excelente.
Es muy suyo el preocuparse por el problema de un amigo.
Holmes me miró pensativamente y meneó la cabeza.
-Watson, jamás lograré alcanzar sus fronteras -dijo-. Hay en usted
posibilidades inexploradas. Haga el favor de enviar un cable, como un buen
chico: «Estudiaré su caso gustosamente.»
-¡Su caso!
-No debemos permitir que piense que esta agencia es un asilo de retrasados
mentales. Claro que es su caso. Envíele el cable y olvídese del asunto hasta
mañana.
La mañana siguiente, puntualmente a las diez, Ferguson entraba en nuestra
salita. Yo le recordaba como un hombre alto y flaco, de miembros sueltos, con
una veloz carrera que le había permitido burlar a muchos defensas contrarios.
Creo que no hay cosa más penosa que encontrarse con los restos naufragados
de un atleta que se ha conocido en su plenitud. Su fuerte estructura estaba
abatida, su pelo rubio era ralo, y estaba cargado de hombros. Temí suscitar en
él impresiones correlativas.
-Hola, Watson -dijo; y su voz seguía siendo grave y cordial-. No tiene usted
exactamente el mismo aspecto del hombre al que yo tiré por encima de las
cuerdas en Old Deer Park. Supongo que yo también debo estar un tanto
cambiado. Pero han sido estos últimos uno o dos días los que me han
envejecido. He visto por su telegrama, señor Holmes, que es inútil que me
presente como emisario de otra persona.
-Es más fácil el trato directo
-Desde luego. Pero puede usted suponer lo difícil que resulta hablar así de la
mujer que uno está obligado a proteger y ayudar. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo
voy a acudir a la policía con semejante historia? Pero hay que proteger a los
niños. ¿Es que está loca, señor Holmes? ¿Llevará esto en la sangre? ¿Ha
conocido usted algún caso parecido en su carrera? Por el amor de Dios, deme
algún consejo, porque ya no doy más de mí.
-Es muy natural, señor Ferguson. Ahora siéntese y cálmese, y deme algunas
respuestas claras. Puedo asegurarle que yo sí puedo dar muchísimo más de
mí, y que confío en encontrar alguna solución. Ante todo, dígame qué pasos ha
dado. ¿Sigue su mujer cerca de los niños?
-Tuvimos una escena terrible. Es una mujer amantísima, señor Holmes. Si
alguna vez una mujer ha amado a su marido en cuerpo y alma, ésa es ella. Le
partió el corazón el que yo hubiera descubierto ese secreto, ese horrible e
increíble secreto. Ni siquiera dijo nada. No dio a mis reproches otra respuesta
que una expresión como enloquecida y desesperada en sus ojos al mirarme,
luego se fue corriendo a su habitación y se encerró en ella. Desde entonces se
ha negado a verme. Tiene una doncella llamada Dolores que ya estaba a su
servicio antes de que se casara... Es una amiga más que una criada. Le lleva la
comida.
-Entonces, ¿el niño no está en peligro inmediato?
-La señora Mason, el aya, ha jurado que no le dejará ni de día ni de noche.
Puedo confiar por entero en ella. Más que por él estoy inquieto por el pobrecito
Jack, porque tal como le dije en mi nota, ha sido atacado por ella dos veces.
-¿Pero sin sufrir heridas?
-No. Le golpeó salvajemente. Es una cosa todavía más terrible si se tiene en
cuenta que es un pobre inválido inofensivo -las duras facciones de Ferguson se
dulcificaron al hablar de su chico-. Uno pensaría que la condición del muchacho
ablandaría el corazón de cualquiera. Una caída en la niñez y la columna
vertebral deformada, señor Holmes. Pero, por dentro, el más dulce y afectuoso
de los corazones.
Holmes había tomado la carta del día anterior y la estaba releyendo.
-¿Qué otros ocupantes tiene su casa, señor Ferguson?
-Dos criados que no hace mucho que están a nuestro servicio. Un mozo de
cuadras, Michael, que duerme en la casa. Mi mujer, yo mismo, mi chico Jack, el
pequeño, Dolores y la señora Mason. Eso es todo.
-Conjeturo que no conocía usted bien a su esposa en la época de su
matrimonio.
-Hacía sólo unas pocas semanas que la conocía.
-¿Cuánto tiempo ha estado con ella la doncella Dolores?
-Algunos años.
-Entonces, ¿Dolores debe conocer mejor que usted el carácter de su mujer?
-Sí, podría decirse que sí.
Holmes anotó algo.
-Imagino -dijo- que puedo ser más útil en Lamberley que aquí. Es
eminentemente un caso de investigación personal. Si la dama permanece en
su habitación, nuestra presencia no puede irritarla ni incomodarla.
Naturalmente, nos alojaremos en la posada.
Ferguson tuvo un gesto de alivio.
-Esto es lo que yo esperaba, señor Holmes. Hay un tren excelente que sale a
las dos de la estación Victoria, si puede venir.
-Claro que iremos. Ahora tenemos un bache de trabajo. Puedo concederle
indivisamente mis energías. Naturalmente, Watson nos acompaña. Pero hay
uno o dos puntos de los que quisiera estar seguro antes de partir. Esa
desdichada dama, tal como lo entiendo, ha atacado, aparentemente, a ambos
niños: a su propío hijo y al del primer matrimonio de usted.
-Así es.
-Pero estos ataques toman formas diferentes, ¿no es cierto? Golpeó a su
hijastro.
-Una vez con un bastón, y otra muy salvajemente con las manos.
-¿No dio ninguna explicación de porqué le golpeaba?
-Ninguna, salvo que le odiaba. Una y otra vez dijo esto.
-Bueno, no se desconoce esto en las madrastras. Celos póstumos, por decirlo
de algún modo. ¿Es celosa la dama por naturaleza?
-Sí, es muy celosa... Es celosa con toda la fuerza de su vehemente amor
tropical.
-Pero el muchacho... Tiene quince años, creo haber entendido, y
probablemente estará muy desarrollado mentalmente, puesto que su cuerpo
está tan limitado en la acción. ¿No dio él ninguna explicación de esos ataques?
-No. Declaró que no había ninguna razón para ellos.
-¿Hicieron buenas migas en otro tiempos?
-No; nunca hubo amor entre ellos.
-Y, sin embargo, dice usted que es un chico muy afectuoso.
-En todo el mundo no puede haber otro hijo tan ferviente. Mi vida es su vida.
Está absorto en todo lo que digo y hago.
Holmes anotó nuevamente algo. Permaneció un rato perdido en sus
pensamientos.
-Sin duda, usted y su hijo eran grandes camaradas antes de este segundo
matrimonio. Estaban muy cerca el uno del otro, ¿no es cierto?
-Sí, muy cierto.
-Y el chico, siendo tan afectuoso de naturaleza, estaría muy apegado, sin duda,
a la memoria de su madre.
-Sí, mucho.
-Parece ser, desde luego, un interesantísimo muchacho. Otro punto acerca de
esos ataques. ¿Los extraños ataques contra el niño pequeño, y las agresiones
contra su hijo, se produjeron en los mismos períodos?
-En el primer caso, así fue. Fue como si se hubiera adueñado de ella una
especie de frenesí, y hubiera descargado su furia contra ambos. En el segundo
caso Jack fue la única víctima. La señora Mason no tenía quejas en torno al
niño.
-Eso, ciertamente, complica las cosas.
-No acabo de seguirle, señor Holmes.
-Probablemente no. Uno se forma teorías provisionales, y espera a que el
tiempo o nuevos conocimientos las desbaraten. Una mala costumbre, señor
Ferguson, pero el hombre es débil. Me temo que su viejo amigo, aquí presente,
haya dado una visión exagerada de mis métodos científicos. Sin embargo, en
el punto en que estamos, me limitaré a decir que su problema no me parece
insoluble, y que puede contar con que estaremos en la estación Victoria a las
dos.
Era ya entrada la tarde de un triste y brumoso día de noviembre cuando, tras
dejar el equipaje en la posada Chequers, de Lamberley, viajamos en coche por
un largo y serpenteante camino arcilloso de Sussex, y llegamos finalmente a la
vieja casa de campo aislada en que vivía Ferguson. Era un edificio grande y
complicado, muy antiguo en su parte central, muy nuevo en las alas, con altas
chimeneas estilo Tudor y un techo picudo de lajas de Horsham cubiertas de
liquen. Los peldaños de la entrada estaban redondeados por el desgaste, y los
viejos azulejos que adornaban el pórtico tenían el emblema de un queso y un
hombre, en honor al constructor original (1). En el interior, los techos estaban
estriados por macizas vigas de roble, y los suelos irregulares se combaban en
pronunciadas curvas. Un olor a cosa vieja y enmohecida invadía todo aquel
vetusto edificio.
(1) El nombre de la mansión, «Cheeseman», está formado por «cheese»,
queso, y «man», hombre. Literalmente: «hombre de queso».
Había una gran sala central, y a ella nos condujo Ferguson. Allí, en una gran
chimenea anticuada cuyo manto de hierro llevaba inscrita la fecha 1670,
brillaba y chisporroteaba un espléndido fuego de troncos.
Mirando a mi alrededor, vi que la habitación era una singularísima mezcla de
fechas y sitios. Las paredes medio artesonadas podían muy bien haber
pertenecido al caballero campesino del siglo diecisiete. Estaban ornamentadas,
sin embargo, en la parte inferior por una línea de acuarelas modernas elegidas
con gusto, mientras que en la parte superior, donde un yeso amarillento
ocupaba el lugar del roble, colgaba una hermosa colección de utensilios y
armas sudamericanos, que se había traído sin duda consigo la dama peruana
que estaba en el piso de arriba. Holmes se puso en pie, con esa pronta
curiosidad que surgía de su impaciente cerebro, y la examinó con bastante
atención. Volvió con mirada pensativa.
-¡Vaya! -exclamó- ¡Vaya!
Un spaniel, que había permanecido en una cesta en un rincón, se echó a andar
lentamente hacia su amo, avanzando con dificultad. Sus patas traseras se
movían irregularmente, y la cola le arrastraba por el suelo. Lamió la mano de
Ferguson.
-¿Qué ocurre, señor Holmes?
-El perro. ¿Qué le ocurre?
-Eso quisiera saber el veterinario. Una especie de parálisis. Meningitis espinal,
pensó él. Pero se le va pasando. Pronto estará bien... ¿no es verdad, Carlo?
Un temblor de asentimiento recorrió la cola fláccida. Los ojos tristones del
animal nos miraron a todos sucesivamente. Sabia que estábamos hablando de
su caso.
-¿Le vino de repente?
-En una sola noche.
-¿Cuánto tiempo hace?
-Puede que cuatro meses.
-Muy notable. Muy sugerente.
-¿Qué ve usted en ello, señor Holmes?
-Una confirmación de lo que ya pensaba.
-Por el amor de Dios, ¿qué piensa usted, señor Holmes? ¡Puede que para
usted sea un simple ejercicio intelectual, pero para mí es la vida o la muerte!
¡Mi mujer una asesina frustrada! ¡Mi hijo en constante peligro! No juegue
conmigo, señor Holmes. Esto es terriblemente serio, demasiado serio.
El grandullón tres cuartos de rugby temblaba de pies a cabeza. Holmes le puso
la mano en el hombro, tranquilizadoramente.
-Me temo que la solución, señor Ferguson, sea cual sea, le reserva un dolor -
dijo-. Se lo atenuaré todo lo que pueda. Por el momento no puedo decir más,
pero espero tener algo definitivo antes de salir de esta casa.
-¡Dios quiera que así sea! Si ustedes me disculpan, caballeros, subiré a la
habitación de mi mujer, y veré si se ha producido algún cambio.
Estuvo ausente algunos minutos, durante los cuales Holmes reanudó su
examen de los objetos curiosos de la pared. Cuando nuestro anfitrión volvió,
estaba claro, por su expresión abatida, que no había hecho ningún progreso.
Le acompañaba una joven, alta, esbelta, de tez morena.
-El té está listo, Dolores -dijo Ferguson-. Cuídese de que su ama tenga todo lo
que desee.
-Está muy mala -exclamó la muchacha, mirando a su amo con ojos indignados-
. No pide comida. Está muy mala. Necesita un médico. Me daba miedo estar
sola con ella sin un médico.
Ferguson me miró con una interrogación en los ojos.
-Me encantaría ser de alguna utilidad.
-¿Recibirá su ama al doctor Watson?
-Que venga. No se lo preguntaré. Necesita un médico.
-Entonces, iré con usted de inmediato.
Seguí a la muchacha, que temblaba presa de un fuerte nerviosismo, por las
escaleras y por un viejo pasillo. A su extremo había una maciza puerta lacada
de hierro. Se me ocurrió, al verla, que si Ferguson trataba de llegar por la
fuerza junto a su mujer la cosa no le resultaría fácil. La muchacha se sacó una
llave del bolsillo, y las pesadas planchas de roble crujieron sobre sus viejos
goznes. Entré, y ella me siguió rápidamente, cerrando la puerta detrás suyo.
En la cama había una mujer, evidentemente con mucha fiebre. Estaba
consciente sólo a medias, pero cuando entré unos ojos asustados, pero
hermosos, me miraron con miedo. Al ver a un extraño, pareció sentir alivio, y
con un suspiro dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada. Avancé
hacia ella pronunciando algunas palabras de confortación, y permaneció quieta
mientras le tomaba el pulso y la temperatura. Uno y otra estaban altos, y, sin
embargo, mi impresión fue que su condición era más de excitación mental y
nerviosa que no de auténtica enfermedad.
-Ha estado así un día, dos días. Temo que se muera -dijo la muchacha.
La mujer volvió hacia mí su hermoso rostro encendido.
-¿Dónde está mi marido?
-Está abajo, y le gustaría verla.
-No le veré. No le veré -y pareció entrar de nuevo en el delirio-. ¡Un diablo! ¡Un
diablo! ¡Oh! ¿Qué puedo hacer con ese demonio?
-¿Puedo ayudarla en algo?
-No. Nadie puede ayudarme. Se acabó. Todo está destruido. Haga lo que
haga, todo está destruido.
La mujer debía sufrir alguna extraña ilusión. Yo era incapaz de imaginarme al
honrado Bob Fergusón como diablo o demonio.
-Señora -dije-, su marido la quiere a usted tiernamente. Está muy apenado por
lo que ocurre.
De nuevo volvió hacia mí aquellos ojos magníficos.
-Me quiere. Sí. Pero, ¿es que yo no le quiero a él? ¿No le quiero hasta el punto
de sacrificarme antes que romper su querido corazón? Así es como le quiero.
Y, sin embargo, él podría pensar de mí... pudo hablarme de aquel modo...
-Está muy dolorido, pero es incapaz de entender.
-No, no puede entender. Pero debería confiar.
-¿Por qué no habla con él? -sugerí.
-No, no; no puedo olvidar aquellas palabras terribles, ni su expresión. No le
veré. Ahora váyase. No puede hacer nada por mí. Dígale solamente una cosa.
Quiero a mi hijo. Tengo derecho a mi hijo. Este es el único mensaje que puedo
enviarle.
Se volvió de cara a la pared y no dijo más.
Volví a la sala de abajo donde Ferguson y Holmes seguían todavía sentados
junto al fuego. Ferguson escuchó pensativamente mi narración de la entrevista.
-¿Cómo puedo mandarle a su hijo? -dijo-. ¿Cómo voy a saber qué extraño
impulso puede entrarle? ¿Cómo podré jamás olvidar cómo se levantó del lado
de la cuna con sangre en los labios? -se estremeció al recordar-. El niño está
seguro con la señora Mason, y debe seguir con ella.
Una doncella de elegante uniforme, la única cosa moderna que podía verse en
la casa, había traído un poco de té. Mientras lo estaba sirviendo, se abrió la
puerta y un jovencito entró en la habitación. Era un muchacho que llamaba la
atención: cara pálida, cabello rubio, expresivos ojos azul pálido que se
encendían en súbita llama de emoción y alegría cuando su mirada se posaba
en su padre. Se abalanzó hacia él y le rodeó el cuello con los brazos, con el
abandono de una adolescente enamorada.
-Oh, papá -gritó-, no sabía que ya estuvieras de vueltas. Habría estado aquí
esperándote. ¡Oh! ¡Qué contento estoy de verte!
Ferguson se liberó suavemente del abrazo, con ciertas muestras de turbación.
-Querido muchacho -dijo, dando unos tiernos golpecitos en la rubia cabeza-, he
vuelto pronto porque he podido convencer a mis amigos, el señor Holmes y el
doctor Watson, para que vinieran a pasar la velada con nosotros.
-¿Es el señor Holmes, el detective?
-Sí.
El jovencito nos miró de un modo penetrante y, según me pareció, poco
amistoso.
-¿Qué me dice de su otro hijo, señor Ferguson? -preguntó Holmes-
¿Podríamos ver al bebé?
-Pídele a la señora Mason que baje al niño -dijo Ferguson. El muchacho se
marchó con un andar extraño, bamboleante, que delató a mis ojos médicos que
sufría de una afección espinal. Volvió al poco rato, y, detrás suyo, venía una
mujer alta y delgada que llevaba en sus brazos a un hermosísimo niño, de ojos
negros y pelo rubio, una maravillosa mezcla de lo sajón y lo latino. Ferguson,
evidentemente estaba loco por aquel niño, ya que lo tomó en sus brazos y lo
acarició tiernamente.
-Y pensar que alguien pueda tener el corazón tan duro como para hacerle daño
-murmuró, bajando la mirada hacia la pequeña mancha rojo vivo del cuello del
querubín.
Fue en aquel momento cuando casualmente miré a Holmes, viéndole una
expresión singularísimamente concentrada. Su cara estaba inmóvil, como
tallada en marfil, y sus ojos, que por un momento habían mirado a padre e hijo,
estaban ahora enfocados, con vehemente curiosidad, en algo que se
encontraba al otro extremo de la habitación. Siguiendo su mirada, no pude
suponer otra cosa sino que a través de la ventana contemplaba el melancólico
jardín mojado. Cierto que había una persiana medio cerrada por la parte de
fuera, obstruyendo la visión, pero, con todo, era indudablemente la ventana lo
que Holmes miraba con concentrada atención. Luego sonrió, y su mirada volvió
al bebé. En su cuello regordete estaba la pequeña señal hinchada. Sin decir
nada, Holmes la examinó atentamente. Finalmente, tomó y agitó levemente
uno de los pequeños puños que revoloteaban ante su cara.
-Adiós, hombrecito. Has tenido un extraño comienzo en la vida. Aya, quisiera
tener unas palabras con usted en privado.
Se la llevó aparte y le habló vehemente durante algunos minutos. Sólo pude oír
las últimas palabras, que fueron: «Espero que su inquietud no tarde en quedar
apaciguada.» La mujer, que parecía ser una criatura de la especie huraña y
silenciosa, se retiró con el niño.
-¿Como es la señora Mason? -preguntó Holmes.
-No muy convincente externamente, como puede ver, pero tiene un corazón de
oro, y quiere muchísimo al niño.
-¿Te gusta la señora Mason, Jack? -Holmes se volvió repentinamente hacia el
muchacho, cuya expresiva cara se ensombreció. Negó con la cabeza.
-Jacky tiene agrados y desagrados muy acentuados -dijo Ferguson, rodeando
con el brazo los hombros del muchacho-. Afortunadamente, yo estoy entre sus
agrados.
El chico apoyó arrulladoramente la cabeza en el pecho de su padre. Ferguson
lo separó suavemente.
-Vete ya, Jacky, pequeño -dijo; y contempló a su hijo con mirada amorosa
hasta que hubo desaparecido-. Ahora, señor Holmes -prosiguió, cuando el
chico se hubo ido-, realmente me doy cuenta de que le he metido en un
problema sin solución, porque ¿qué puede hacer aparte de concederme su
simpatía? Debe ser un asunto extremadamente delicado y complejo desde su
punto de vista.
-Es ciertamente delicado -dijo mi amigo, con una sonrisa divertida-, pero ahora
no se me representa complejo. Ha sido un caso propio para la deducción
intelectual; pero cuando esta deducción intelectual original se ve confirmada
punto por punto por numerosos incidentes independientes, entonces lo
subjetivo se hace objetivo, y podemos decir confiadamente que hemos llegado
a la meta. De hecho, ya había llegado a ella antes de salir de Baker Street; el
resto ha sido meramente observación y confirmación.
Ferguson se llevó su manaza a la arrugada frente.
-Por el amor del cielo, Holmes -dijo, roncamente-, si es usted capaz de ver la
verdad de este asunto, no me mantenga en la inquietud. ¿En qué posición me
encuentro? ¿Qué debo hacer? No me importa cómo haya llegado usted a
establecer los hechos, mientras realmente los conozca.
-Desde luego, le debo una explicación, y la tendrá. Pero, ¿me permite llevar las
cosas a mi manera? ¿Puede recibirnos la dama, Watson?
-Está enferma, pero goza de toda su razón.
-Muy bien. Sólo en su presencia podremos aclararlo todo. Subamos a verla.
-No me recibirá -exclamó Ferguson.
-Oh, sí, lo hará -dijo Holmes. Garrapateó unas pocas líneas en un papel-.
Usted, al menos, tiene la entrée, Watson. ¿Tendrá la bondad de entregarle esta
nota a la dama?
Subí nuevamente, y entregué la nota a Dolores, que abrió la puerta
cautamente. Al cabo de un minuto oí un grito en el interior, un grito en el que
parecían mezclarse la alegría y la sorpresa, Dolores sacó la cabeza por la
puerta.
-Les recibirá. Escuchará -dijo.
Ferguson y Holmes subieron a mi llamada. Cuando entramos en la habitación,
Ferguson dio uno o dos pasos hacia su mujer, que se había incorporado en la
cama; pero ella hizo con la mano ademán de detenerle. Ferguson se dejó caer
en un sillón, y Holmes y yo nos sentamos a su lado, después de una inclinación
de cabeza a la dama, que miró a Holmes con los ojos dilatados por el asombro.
-Creo que podríamos prescindir de Dolores -dijo Holmes-. Oh, muy bien,
señora, si prefiere que se quede, no tengo nada que objetar. Mire, señor
Ferguson, soy un hombre ocupado, con muchas visitas, y mis métodos tienen
que ser breves y directos. La operación quirúrgica más rápida es la menos
dolorosa. Permítame que antes que nada le diga algo que tranquilizará su
espíritu. Su mujer es muy buena, muy amante, y ha sido tratada muy mal.
Ferguson se puso en pie con un grito de alegría.
-Demuéstreme esto, señor Holmes, y estaré en deuda con usted para siempre.
-Lo haré, pero al hacerlo le heriré profundamente en otra dirección.
-No me importa, si libera de culpa a mi mujer. Todo lo demás que hay en el
mundo no es nada comparado con eso.
-Permítame contarle, entonces, el curso de los razonamientos que pasaron por
mi mente en Baker Street. La idea de un vampiro me resultaba absurda. Y, sin
embargo, su observación era precisa. Usted había visto a la dama levantarse
de junto a la cuna del niño con sangre en los labios.
-Cierto.
-¿No se le ocurrió que puede chuparse una herida con propósitos distintos al
de extraer sangre? ¿Acaso no hubo una reina en la historia de Inglaterra que
chupó una herida para sacar de ella el veneno?
-¡Veneno!
-Cosa corriente en Sudamérica. Mi instinto percibió la presencia de esas armas
de la pared antes de haberlas visto. Hubiera podido tratarse de otro veneno,
pero eso fue lo que se me ocurrió. Cuando vi el pequeño carcaj vacío junto al
pequeño arco de cazar pájaros, eso era exactamente lo que esperaba ver. Si el
niño resultaba pinchado con una de esas flechas impregnadas en curare o en
cualquier otro alcaloide diabólico, moriría a menos que se chupara el veneno
de la herida. ¡Y el perro! Si alguien fuera a usar un veneno como ése, ¿no lo
probaría primero para comprobar que no había perdido sus virtudes? No había
previsto al perro, pero al menos lo entendí, y encajó en mi reconstrucción.
¿Entiende ahora? Su mujer temía un ataque de esa clase. Vio que se producía,
y salvó la vida del niño; y, sin embargo, no quiso contarle a usted la verdad,
porque sabía cuánto quería usted al muchacho, y temió romperle el corazón.
-¡Jacky!
-Le estuve observando hace unos momentos, cuando usted acariciaba al
pequeño. Su cara se reflejaba claramente en la ventana, porque la persiana
cerrada convertía al cristal en espejo. Vi en esa cara tantos celos, tanto odio
cruel, como raras veces he visto en un rostro humano.
-¡Mi Jacky!
-Tiene usted que afrontarlo, señor Ferguson. Es todavía más penoso por
cuanto que ha sido un amor deformado, un amor demencialmente exagerado
hacia usted, y probablemente hacia su difunta madre, el que le ha inducido a
actuar. Su alma entera está consumida por el odio a ese espléndido niñito,
cuya salud y belleza contrastan con su propia deficiencia.
-¡Santo Dios! ¡Es increíble!
-¿He dicho la verdad, señora?
La mujer sollozaba, con la cara hundida entre las almohadas. En aquel
momento se volvió hacia su marido.
-¿Cómo podía decírtelo, Bob? Sabía qué golpe sería para ti. Era mejor que
esperara, y que lo supieras por otros labios que los míos. Cuando este
caballero, que parece poseer poderes mágicos, me escribió que lo sabía todo,
me sentí extremadamente feliz.
-Creo que mi receta para el señorito Jacky sería un año de viaje por mar -dijo
Holmes, poniéndose en pie-. Sólo me queda una cosa oscura, señora.
Podemos entender perfectamente sus ataques contra Jacky. La paciencia de
una madre tiene un limite. Pero, ¿cómo se atrevió a dejar solo al niño estos
últimos dos días?
-Se lo había contado a la señora Mason. Ella sabía.
-Exacto. Eso pensé.
Ferguson estaba junto a la cama, conteniendo los sollozos, con las manos
tendidas, tembloroso.
-Creo, Watson, que es el momento de marchamos -dijo Holmes, en un susurro-
. Si coge usted de un brazo a la excesivamente fiel Dolores, yo la cogeré del
otro. Eso. Ahora -añadió, cerrando la puerta detrás suyo-, creo que podemos
dejar que arreglen entre ellos lo que queda pendiente.
Sólo tengo una anotación más sobre este caso. Se trata de la carta que
escribió Holmes como respuesta final a aquella con que empezaba este relato.
Decía así:
»Baker Streeet,
»21 de noviembre.
«Asunto: Vampiros.
»Caballero,
»En respuesta a su carta del 19, me permito comunicarle que he estudiado el
caso de su cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead,
mayoristas de té, de Mincing Lane, y que el asunto ha sido llevado a una
satisfactoria conclusión. Agradeciéndole su recomendación,
»Queda, señor, sinceramente suyo,
»SHERLOCK HOLMES.

No hay comentarios:

º