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sábado, 7 de agosto de 2010

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- La Corbeta Gloria Scott

La Corbeta Gloria Scott

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«A fe mia que dudo de que hubiera alguna vez un matadero como aquel
barco.»
James Armitage
Tengo aquí unos papeles –me dijo mi amigo Sherlock Holmes, sentados una
noche invernal al lado del fuego– que creo de veras, Watson, que merecerían
un vistazo suyo. Se trata de los documentos acerca del extraordinario caso de
la Gloria Scott, y éste es el mensaje que tanto horrorizó al juez de paz Trevor
cuando lo leyó.
Había sacado de un cajón un pequeño rollo de aspecto ajado y, desatando su
cinta, me entregó una breve nota garabateada en medio folio de papel gris
pizarra. Decía:
«El suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en
jefe Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los
encargos de papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes
hembra.»
Al levantar la vista, después de leer tan enigmático mensaje, vi que Holmes se
reía de la expresión que había en mi rostro.
–Parece un tanto desconcertado –me dijo.
–No comprendo que un mensaje como éste pueda inspirar horror. A mí me
parece más grotesco que cualquier otra cosa.
–Y no me extraña en absoluto. Sin embargo, persiste el hecho de que el lector,
que era un anciano robusto y bien conservado, se desplomó al leerlo, como si
le hubieran asestado un culatazo con una pistola.
–Excita mi curiosidad –dije–. ¿Por qué ha dicho hace un momento que habia
razones muy particulares por las que yo debería estudiar estos documentos?
–Porque fue el primer caso en el que yo intervine.
A menudo había tratado yo de saber de labios de mi compañero qué había
orientado por primera vez su mente en la dirección de la investigación criminal,
pero hasta el momento nunca le había sorprendido en una vena comunicativa.
Ahora se inclinó adelante en su sillón y extendió los documentos sobre sus
rodillas. Después encendió su pipa y durante algún tiempo permaneció
sentado, fumando y hojeándolos.
–¿lNunca me ha oído hablar de Victor Trevor? –preguntó–. Fue el único amigo
que tuve durante los dos años que pasé en el colegio universitario. Yo nunca
fui un individuo muy sociable, Watson, y siempre preferí permanecer en mi
habitación y desarrollar mis pequeños métodos de pensamiento, de modo que
nunca alterné mucho con los jóvenes de mi curso. Excepto la esgrima y el
boxeo, yo no tenía grandes aficiones atléticas y, además, mi línea de estudios
era muy distinta de la de los demás condiscípulos, de modo que no teníamos
ningún punto de contacto. Trevor era el único alumno al que yo conocía, y
precisamente debido al accidente ocasionado por su bull-terrier, que plantó sus
dientes en mi tobillo una mañana, cuando me dirigía a la capilla.
»Fue una manera prosaica de forjar una amistad, pero resultó efectiva. Tuve
que permanecer echado diez días, y Trevor solía venir a preguntar cómo
estaba. Al principio sólo charlábamos un par de minutos, pero sus visitas no
tardaron en prolongarse y antes de que terminara el curso éramos íntimos
amigos. El era un muchacho cordial y saludable, lleno de ánimo y energía, el
extremo opuesto a mi en muchos aspectos, pero descubrimos que teníamos
algunos intereses en común, y se estableció un vinculo más cuando constaté
que carecía de amigos igual que yo. Finalmente me invitó a pasar una
temporada en la casa de su padre en Donnithorpe, Norfolk, y acepté su
hospitalidad durante un mes de las vacaciones de verano.
»El viejo Trevor era, evidentemente, un hombre de buena posición y de cierta
categoría, juez de paz y terrateniente. Donnithorpe es un pequeño caserío al
norte de Langmere, en la región de los Broads. La casa era un amplio y antiguo
edificio, con vigas de roble y obra de mampostería, con una bonita avenida
flanqueada por tilos que conducía hasta ella. Las oportunidades de cazar patos
silvestres en los pantanos eran excelentes, así como la pesca. Tenía además
una pequeña pero selecta biblioteca, procedente, según entendi, de un anterior
ocupante, y una cocina tolerable, de modo que muy remilgado había de ser el
hombre que no pudiera pasar allí un mes placentero.
»Trevor padre era viudo, y mi amigo era su único hijo. Oi decir que hubo una
hija, pero que murió de difteria en el curso de una visita a Birmingham. El padre
me interesó extraordinariamente. Era un hombre de poca cultura, pero con un
vigor considerable tanto en el aspecto físico como mental. Apenas había leído
libro alguno, pero habla viajado extensamente, había visto gran parte del
mundo y había recordado todo lo que aprendió. Como persona, era un hombre
grueso y fornido, con una buena mata de cabellos grises, cara morena, curtida
por la intemperie, y unos ojos azules cuya agudeza lindaba en la ferocidad. Sin
embargo, gozaba de la reputtación de ser un hombre bondadoso y caritativo en
toda la comarca y era bien conocida la benignidad de sus sentencias como
juez.
»Una tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un vasito de oporto
como remate de la cena, cuando el joven Trevor empezó a hablar acerca de
aquellos hábitos de observación y deducción que yo ya había convertido en un
sistema, aunque todavía no había reconocido el papel que habrían de
desempeñar en mi vida. Evidentemente, el anciano creyó que su hijo
exageraba en su descripción de un par de hechos triviales que yo había
protagonizado.
»–Vamos, señor Holmes –me dijo, riéndose con ganas–, yo soy un excelente
sujeto, si es que puede deducir algo de mí.
»–Temo que no haya gran cosa –contesté yo–. Pero podría sugerir que en los
doce últimos meses ha temido usted algún ataque personal.
»La risa desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa.
»–Pues es la pura verdad –dijo–. Tú ya sabes, Victor –añadió, volviéndose
hacia su hijo–, que cuando dispersamos aquella pandilla de cazadores furtivos,
juraron apuñalarnos, y de hecho sir Edward Hoby ha sido agredido. Desde
entonces, yo siempre me he mantenido en guardia, pero no tengo la menor
idea de cómo puede usted saberlo.
»–Tiene un bastón muy elegante, señor Trevor –respondí–. Por la inscripción,
he observado que no hace más de un año que obra en su poder. Pero se ha
tomado usted el trabajo de agujerear su puño y verter plomo derretido en el
orificio, a fin de convertirlo en un arma formidable. He deducido que no tomaría
tales precauciones si no temiera algún peligro.
»–¿Algo más? –preguntó, sonriendo.
»–En su juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.
»–¡Ha acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo
desviada?
»–No –contesté–. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la
hinchazón peculiares que delatan al boxeador.
»–¿Algo más?
»–A juzgar por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar.
»–Gané todo mi dinero en los campos auríferos. »–También ha estado en
Nueva Zelanda.
»–De nuevo ha acertado.
»–Ha visitado Japón.
»–Cierto.
»–Y ha estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran
J.A., una persona a la que después quiso olvidar por completo.
»El señor Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos azules
con una mirada extraña, desenfocada, y acto seguido se desplomó, víctima de
un profundo desmayo, sepultando la cara entre las cáscaras de nuez que
cubrían el mantel.
»Puede imaginar, Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y
a mí. Sin embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el
cuello de la camisa y rociamos su cara con el agua de un vaso, dio un par de
boqueadas y se incorporó.
»–¡Ay, muchachos! –dijo, esforzándose en sonreír–. Espero no haberos dado
un susto. Pese a parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se
necesita gran cosa para ponerme fuera de combate. No sé cómo se las arregla
usted, señor Holmes, pero tengo la impresión de que todos los detectives de la
realidad y la ficción serían como chiquillos en sus manos. Este es su camino en
la vida, señor, y puede creer en las palabras de un hombre que ha visto un
poco el mundo.
»Y esta recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades
que la precedió, fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que me hizo
pensar que cabía convertir en profesión lo que hasta entonces había sido mera
afición. En aquel momento, sin embargo, a mí me preocupaba demasiado el
súbito desvanecimiento de mi anfitrión para pensar en nada mas.
»–Espero no haber dicho nada que le haya disgusado –murmure.
»–Desde luego, me ha tocado en un punto de lo más sensible. ¿Puedo
preguntarle cómo lo sabe y qué es lo que sabe?
»Hablaba en un tono como medio en broma, pero en el fondo de sus ojos
todavía había una expresión de terror.
»–No puede ser más sencillo –contesté–. Cuando se arremangó un brazo para
meter aquel pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las
letras todavía eran legibles, pero se veía bien a las claras, a juzgar por su
apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su alrededor, que se hablan
hecho esfuerzos conducentes a su desaparición. Era obvio, pues, que en otro
tiempo aquellas iniciales habían sido muy familiares y que, posteriormente,
había querido olvidarlas.
»–¡Qué vista tiene usted, señor Holmes! –exclamó con un suspiro de alivio–. Es
tal como usted dice, pero no hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los
de nuestros viejos amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume
tranquilamente un cigarro.
»A partir de aquel día, y a pesar de toda su cordialidad, siempre hubo una nota
de suspicacia en la actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio
cuenta. «Le diste tal susto al jefe –me dijo– que nunca más volverá a estar
seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.» Tengo la certeza de que él se
esforzaba en no manifestarlo, pero la sospecha estaba tan firmemente
arraigada en su mente que afloraba en cualquier ocasión. Finalmente, llegué a
estar tan convencido de que le causaba tal inquietud que di por concluida mi
visita. Pero el mismo día de mi partida, antes de marcharme, ocurrió un
incidente que después demostraría tener su importancia.
»Estábamos sentados los tres en sillas del jardín y sobre el césped, tomando el
sol y admirando la vista a través de los Broads, cuando salió la sirvienta para
decir que ante la puerta había un hombre que deseaba ver al señor Trevor.
»–¿Cuál es su nombre? –preguntó mi anfitrión.
»–No ha querido dar ninguno.
»–~Qué quiere, pues?
»–Dice que usted lo conoce y que sólo desea unos momentos de conversación.
»–Hazle pasar aquí.
»Un momento después apareció un hombrecillo apergaminado, con una actitud
servil y unos andares bamboleantes. Llevaba una chaqueta abierta, con una
gran salpicadura de alquitrán en la manga, una camisa a cuadros rojos y
negros, pantalones de tela basta y unas recias botas desgastadas. Tenía un
rostro moreno, enjuto y sagaz, con una perpetua sonrisa que mostraba una
línea irregular de dientes amarillos, y sus manos arrugadas estaban cerradas a
medias, de un modo que es distintivo de los marineros. Al acercarse,
encorvado, a través del césped, oi que la garganta del señor Trevor producía
un ruido semejante a un hipo y, abandonando de un salto su silla, corrió
precipitadamente hacia la casa. Volvió al cabo de unos momentos y, al pasar
junto a mi, mi olfato captó una intensa vaharada de brandy.
»–Y bien, buen hombre –dijo–, ¿qué puedo hacer por usted?
»El marinero le miraba con ojos entrecerrados y con la misma e incesante
sonrisa en su faz. ¿me conoce? –le preguntó.
»–¡Vaya, hombre! ¡Pero si es Hudson! –exclamó el señor Trevor en un tono de
sorpresa.
»–Y Hudson soy, señor –dijo el marinero–. Es que han pasado más de treinta
años desde la última vez que le vi. Y aquí está usted en su casa, y yo
comiendo todavía mi tasajo sacado del barril de a bordo.
»–Tranquilo, hombre, pues verás que no he olvidado tiempos ya lejanos – dijo
el señor Trevor y, avanzando hacia el marinero, le murmuró algo en voz baja. A
continuación, y en voz alta añadió–: Ve a la cocina, allí te darán comida y
bebida. Y no me cabe duda de que te encontraré un empleo.
»–Gracias, señor –repuso el marinero, llevándose la mano a la visera de la
gorra–. Llevaba ya dos años en un vapor de cabotaje que no pasaba de los
ocho nudos, y además con poca tripulación, y deseo tomarme un descanso.
Pensé que lo conseguiría, ya fuera con el señor Beddoes o con usted.
»–¡Ah! –gritó el señor Trevor–. ¿Sabes dónde está el señor Beddoes?
»–Por favor, señor, yo sé dónde están todos mis viejos amigos –dijo el hombre
con una sonrisa siniestra, y se deslizó tras la sirvienta en dirección a la cocina.
»El señor Trevor murmuró algo acerca de haber navegado junto con aquel
hombre cuando volvió de las minas. Después entró en la casa, dejándonos a
los tres fuera. Al entrar nosotros una hora más tarde, lo encontramos borracho
perdido, echado en el sofá de la sala de estar. Todo el incidente dejó en mi
mente una impresión desagradable. Al día siguiente no me dolió abandonar
Donnithorpe, pues pensaba que mi presencia podía ser motivo de embarazo
para mi amigo.
»Esto ocurrió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Yo volví a
mis habitaciones de Londres, donde pasé siete semanas dedicado a unos
experimentos de química orgánica. Un día, sin embargo, cuando el otoño ya
estaba bastante avanzado y las vacaciones tocaban a su fin, recibí un
telegrama de mi amigo en el que me rogaba que volviera a Donnithorpe a fin de
recabar mi consejo y ayuda.
»Me recibió con el dog cart en la estación, y comprendí al primer vistazo que en
los dos últimos meses le hablan sometido a dura prueba. Había adelgazado y
se notaba que le agobiaba alguna inquietud, pues había perdido aquella actitud
amable y jovial que tanto le caracterizaba.
»–El jefe se está muriendo –fueron sus primeras palabras.
»–¡Imposible! –grité–. ¿Qué le ocurre?
»–Apoplejia. Un choque nervioso. Todo el día ha estado al borde del final.
Dudo de que lo encontremos con vida.
–Como puede imaginar, Watson, me sentí horrorizado por esta noticia
inesperada.
»–¿Cuál ha sido la causa? –pregunté. »–Ah, ésta es la cuestión. Sube y
podremos comentarlo durante el trayecto. ¿Recuerdas aquel individuo que
llegó la tarde anterior a tu partida?
»–Perfectamente.
»–¿Sabes a quién dejamos entrar en casa aquel día?
»–No tengo ni la menor idea.
»–¡Era el Diablo, Holmes! –exclamo.
»Lo miré estupefacto.
»- Si era el Diablo personificado. Desde entonces no hemos tenido ni una hora
de paz, ni una sola. Desde aquella tarde, el jefe ya no volvió a levantar cabeza,
y ahora le ha sido arrebatada la vida y se le ha partido el corazón, todo debido
a ese maldito Hudson.
»–¿Qué poder tiene, pues?
»–¡Ah, esto es lo que yo desearla saber a cualquier precio! ¡El bueno del jefe,
tan amable y caritativo! ¿Cómo pudo caer en las manos de semejante rufián?
Pero me alegra tanto que hayas venido, Holmes... Confio muchísimo en tu
buen juicio y en tu discreción, y sé que me darás el mejor consejo.
»Avanzábamos a lo largo de la lisa y blanca carretera rural, y ante nosotros
brillaba el largo tramo de los Broads bajo la luz roja del sol poniente. En una
arboleda a nuestra izquierda, ya podía ver las altas chimeneas y el mástil de la
bandera que señalaban la mansion del squire.
»–Mi padre nombró jardinero a aquel tipo –explicó mi compañero– y después,
ya que esto no le satisfizo, lo ascendió a mayordomo. Parecía como si la casa
estuviera a su merced; la recorría y hacia en ella cuanto se le antojaba. Las
criadas se quejaron de su afición a la bebida y de su lenguaje soez, y mi padre
les aumentó el sueldo a todas para compensarles de estas molestias. Aquel
individuo utilizaba la barca y la mejor escopeta de mi padre, y se regalaba con
pequeñas cacerías. Y todo esto lo hacía con una cara tan insolente y burlona
que, si hubiera sido un hombre de mi edad, veinte veces le hubiera tumbado de
un puñetazo. Te aseguro, Holmes, que en todo momento me he sometido a un
férreo control, pero ahora me pregunto si no hubiera obrado mucho mejor
abandonándome un poco más a mis impulsos.
»Pues bien, entre nosotros las cosas fueron de mal en peor, y ese animal de
Hudson se mostró cada vez más entrometido, hasta que un día, al contestar
con insolencia a mi padre en mi presencia, lo agarré por un hombro y lo
expulsé de la habitación. Se retiró con un rostro lívido y unos ojos ponzoñosos,
que proferían más amenazas de las que hubiese podido pronunciar su lengua.
No sé qué ocurrió entre mi pobre padre y él después de esto, pero papá me
llamó el día siguiente y me preguntó si no podía yo ofrecer mis excusas a
Hudson. Como puedes imaginar, me negué y a la vez in-uirí cómo podía
permitir mi padre que semejante granuja se tomara tantas libertades con él y
con el personal de la casa.
»–Ah, muchacho –me dijo–, hablar cuesta muy poco, pero tú no sabes cuál es
mi situación. Sin embargo, lo sabrás, Victor. Yo me ocuparé de que lo sepas,
ocurra lo que ocurra. ¿Verdad que no crees que tu pobre y viejo padre haya
cometido nada malo?
»Estaba muy emocionado y se encerró todo el día en el estudio donde, como
pude ver a través de la ventana, escribía afanosamente.
«Aquella tarde se produjo lo que a mí me representó un gran alivio, pues
Hudson nos anunció que iba a dejarnos. Entró en el comedor, donde nosotros
estábamos sentados después de cenar, y manifestó su intención con la voz
pastosa del hombre medio bebido.
»–Ya estoy harto de Norfolk –dijo–. Me iré a casa del señor Beddoes, en el
Hampshire. Sé que se alegrará tanto como usted cuando me vea.
«–Espero que no irás a marcharte enfadado, Hudson –dijo mi padre con una
docilidad que hizo hervir mi sangre en las venas.
»–No me han sido presentadas excusas –replicó él, ceñudo y mirando en mi
dirección.
»–Victor, ¿no reconoces que has tratado con dureza a este buen hombre? –
preguntó mi padre, volviéndose hacia mi.
»–Muy al contrario, creo que los dos hemos mostrado con él una paciencia
extraordinaria –repuse.
» ¿Ah, sí, conque éstas tenemos? –gruñó Hudson–. Pues muy bien, hombre.
¡Ya nos ocuparemos de esto!
«Salió del comedor con la cabeza gacha y media hora más tarde abandonó la
casa, dejando a mi padre en un estado de penoso nerviosismo. Noche tras
noche, le oía pasear por su habitación, y precisamente, cuando ya empezaba a
recuperar la confianza en si mismo, cayó por fin el golpe sobre él.
»–¿Y cómo fue? –inquirí con afán.
»–Del modo más extraordinario. Ayer por la tarde llegó una carta destinada a
mi padre con el matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se llevó ambas
manos a la cabeza y empezó a caminar por la habitación, describiendo
pequeños círculos, como el hombre que ha perdido los sentidos. Cuando por
fin le hice echarse en un sofá, su boca y sus párpados se habían desviado a un
lado y comprendí que había sufrido un ataque de apoplejía. El doctor Fordham
vino en seguida y acostamos a mi padre, pero hoy la parálisis ha aumentado y
no da señales de recuperar el conocimiento. Creo muy difícil que aún lo
encontremos vivo.
»–¡Me horrorizas, Trevor! –exclamé–. ¿Qué podía haber leído en aquella carta,
para que causara un resultado tan espantoso?
»–Nada. Y esto es lo inexplicable del asunto. El mensaje era tan absurdo como
trivial. ¡Ah, Dios mío, como yo temía!
»Mientras hablaba enfilamos la curva de la avenida de entrada y, a la luz
mortecina, vimos que todas las persianas de la casa estaban echadas.
Corrimos hacia la puerta, y el semblante de mi amigo se convulsionó por el
dolor al ver aparecer en el umbral un caballero vestido de negro.
»–¿Cuándo ha ocurrido, doctor? –preguntó Trevor.
»–Casi inmediatamente después de marcharse usted.
»–¿Recobró el conocimiento?
»–Por unos momentos antes del final.
»–¿Algún mensaje para mí?
»–Sólo que los papeles están en el cajón posterior del armario japonés.
»Mi amigo subió con el doctor a la cámara mortuoria, mientras yo permanecía
en el estudio, dando al asunto vueltas y más vueltas en mi cabeza y
sintiéndome más apenado que en ningún otro instante de mi vida. ¿Cuál debía
ser el pasado de Trevor, pugilista, viajero y buscador de oro, que se había
puesto en manos de aquel marinero de rostro patibulario? ¿Por qué, asimismo,
había de desmayarse ante una alusión a las iniciales medio borradas en su
brazo, y morirse de miedo al recibir una carta de Fordingbridge? Recordé
entonces que Fordingbridge estaba en el Hampshire, y que aquel señor
Beddoes, al que había ido a visitar el marinero, y presumiblemente a
extorsionarle, también había sido mencionado como residente en el Hampshire.
Por consiguiente, la carta o bien podía proceder de Hudson, el marinero, para
anunciar que había traicionado el culpable secreto que parecía existir, o bien
haber sido escrita por Beddoes, a fin de advertir a un antiguo confederado
sobre la inminencia de esta delación. Hasta aquí la cosa parecía bastante
clara. Pero en este caso, ¿cómo podía el mensaje ser trivial y grotesco, tal
como lo describía el hijo? Debía de haberlo interpretado mal. Y si era así, bien
podía tratarse de uno de aquellos códigos secretos que quieren decir una cosa
mientras aparentan decir otra. Yo tenía que leer esa carta. Si había en ella un
significado oculto, yo confiaba en poder desentrañarlo.
Durante una hora permanecí sentado, meditando al respecto en la
semioscuridad, hasta que finalmente una sirvienta llorosa trajo una lámpara. La
seguía mi amigo Trevor, que entró pálido pero sereno, con estos mismos
papeles que ahora tengo sobre mis rodillas. Se sentó ante mí, acercó la
lámpara al borde de la mesa y me entregó una breve nota escrita, como ve
usted, en una sola cuartilla de color gris. Decía: «El suministro de caza para
Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson, según creemos,
se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos de papel atrapamoscas y
que preserve la vida de vuestros faisanes hembra.
»Le aseguro que en mi cara se reflejó el mismo asombro que en la suya
cuando leí por primera vez este mensaje. Acto seguido lo releí
cuidadosamente. Era, evidentemente, lo que había pensado yo, y una segunda
versión había de ocultarse en esa extraña combinación de palabras. ¿Y no
podía ser que tuviera un significado ya previamente convenido en palabras
tales como «papel atrapamoscas’» y «faisanes hembra»? Este significado sería
arbitrario y de ningún modo se le podría deducir. Sin embargo, me sentía poco
inclinado a creer que fuera éste el caso, y la presencia del nombre «Hudson»
parecía indicar que el tema del mensaje era el que yo había sospechado, y que
procedía de Beddoes más bien que del marinero. Probé la lectura hacia atrás,
pero los resultados nada tenían de alentadores. A continuación probé con
palabras alternativas, pero tampoco pareció que el sistema prometiera aportar
alguna luz. Y a continuación, en un instante, tuve en mis manos la clave del
enigma, pues vi que cada tercera palabra, comenzando por la primera,
construía un mensaje que bien podía llevar al viejo Trevor a la de-sesperación:
«El juego ha terminado. Hudson lo ha contado todo. Huye para salvar tu
vida.»1
1. (N. del T.) El código es intraducible, pues para aplicar la clave habría que
cambiar el texto del mensaje, al cual se sigue haciendo referencia más
adelante. Sin embargo, para aquellos lectores aficionados a descifrar códigos
secretos, creo conveniente transcribir el mensaje completo en su versión
original inglesa, así como el verdadero texto ya descifrado: The supply of game
lar London is going steadily op. Head-keeper Hudson, we bel ieve, has been
now told to rece ive al! orders lar lly-paper and lar preservation of your hm
pheasants li/e.
Y anotando cada tercera palabra, a partir de la primera, el resultado es el
siguiente: The garne is up. Hudson has told al!. Fly lar your life.»
»Victor Trevor hundió el rostro entre sus manos temblorosas.
»–Ha de ser esto, supongo –dijo–. Y esto es peor que la muerte, porque
significa también el deshonor. Pero, ¿cuál es el significado de ese
«guardabosque» y esos «faisanes hembra»?
»–Nada significan para el mensaje, pero podrían representar mucho para
nosotros si no tuviéramos otros medios para descubrir al remitente. El ha
empezado por escribir: «El... juego... ha...», y así sucesivamente. Y después,
para ajustarse al código acordado, ha tenido que meter dos palabras en cada
espacio vacío. Como es natural, utilizó las primeras palabras que acudieron a
su mente, y por haber entre ellas tantas que hacen referencia al deporte de la
caza, cabe tener la tolerable seguridad de que o bien es un apasionado de la
caza o tiene interés por la cría de animales. ¿Tú sabes algo de ese Beddoes?
»–Ahora que lo mencionas –me contestó–, recuerdo que mi pobre padre
recibía cada otoño una invitación suya para ir a cazar en su vedado.
»-Entonces es indudable que la nota procede de él –dije–. Sólo nos queda
descubrir qué es este secreto que el marinero blandía sobre las cabezas de
estos dos hombres ricos y respetados.
»–Por desgracia, Holmes, mucho me temo que sea un pecado vergonzoso –
manifestó mi amigo–. Mas para ti yo no tengo secretos. He aquí la declaración
que escribió mi padre cuando supo que el peligro por parte de Hudson se habla
hecho inminente. La encontré en el armario japonés, tal como se lo dijo él al
doctor. Léemela tu mismo, pues yo no tengo fuerzas ni valor para hacerlo.
–Estos son los mismos documentos, Watson, que él me entregó, y ahora se los
leeré a usted tal como aquella noche se los leí a él en el viejo estudio. Como
ve, hay un título bastante explícito: «Detalles del viaje de la corbeta Gloria Scott
desde que zarpó de Falmouth el 8 de octubre de 1855, hasta su destrucción en
latitud Norte 150 20’, longitud Oeste 250 14’, el 6 de noviembre.» Está
presentado en forma de carta y dice lo siguiente:
«Mi querido, queridísimo hijo... Ahora, cuando una inminente desgracia
empieza a oscurecer los últimos años de mi vida, puedo escribir con toda
veracidad y sinceridad que no es el temor a la ley, ni la pérdida de mi posición
en el condado, ni tampoco mi caída a los ojos de todos aquellos que me han
conocido lo que más destroza mi corazón, sino la idea de que tengas que
sonrojarte por mi culpa... tú, que me quieres y que rara vez, quiero esperarlo,
has tenido motivo para no respetarme. Pero si cae el golpe que desde siempre
me está amenazando, entonces desearía que leyeras esto para que sepas a
través de mi hasta qué punto se me puede culpar. Por otra parte, si todo va
bien (¡Así quiera concederlo Dios Todopoderoso!) y si por azar este papel
todavía pudiera ser destruido y cayera en tus manos, por la memoria de tu
querida madre y por el amor que existe entre nosotros, arrójalo al fuego y
nunca más vuelvas a dedicarle un solo pensamiento.
En cambio, si tus ojos recorren estas líneas, ello querrá decir que habré sido
denunciado y arrebatado de mi casa, o bien, lo que será más probable, pues ya
sabes que tengo un corazón débil, que yaceré con mi lengua sellada para
siempre por la muerte.
Mi nombre, querido hijo, no es Trevor. Yo era James Armitage en mis años
mozos, y ahora comprenderás la impresión que me causó hace unas semanas,
que tu amigo del colegio me dirigiera unas palabras que daban a entender que
había penetrado en mi secreto. Como Armitage entré a trabajar en un banco de
Londres. También como Armitage fui acusado de quebrantar las leyes de mi
país y sentenciado a la deportación. No me juzgues con dureza, hijo mío: me vi
obligado a pagar lo que se llama una deuda de honor y, para hacerlo, empleé
dinero que no era mío, seguro de que podría devolverlo antes de que hubiera la
posibilidad de que lo echaran en falta. Pero me persiguió el más atroz de los
infortunios, el dinero con el que yo había contado nunca llegó a mis manos, y
una prematura revisión de las cuentas bancarias reveló mi desfalco. Mi caso
hubiera podido ser juz-gado con benevolencia, pero hace treinta años las leyes
eran aplicadas con mayor dureza que ahora, y el día en que cumplía veintitrés
años me vi encadenado, como cualquier delincuente y junto con otros treinta y
siete presidiarios, en el entrepuente de la Gloria Scott, con destino a Australia.
Corría el año 1855. La guerra de Crimea estaba en su apogeo y los viejos
barcos destinados a los presidiarios eran utilizados en su mayor parte como
transporte en el mar Negro. Por consiguiente, el gobierno se veía obligado a
emplear embarcaciones más pequeñas y menos adecuadas para enviar a
ultramar sus presidiarios. La Gloria Scott había transportado té de China, pero
era un buque anticuado, de proa roma y gran manga, y los nuevos clippers lo
habían arrinconado. Desplazaba 500 toneladas y, además de sus treinta y ocho
presidiarios, llevaba a bordo una tripulación de veintiséis hombres, dieciocho
soldados, un capitán, tres pilotos, un médico, un capellán y cuatro guardianes.
En total, casi un centenar de almas íbamos a bordo cuando zarpamos de
Falmouth.
Los tabiques entre las celdas de los presidiarios, en vez de ser de grueso roble,
como es usual en los barcos que transportan presidiarios, eran bastante
delgados y frágiles. El preso contiguo, en dirección a popa, ya me había
llamado la atención cuando recorrimos el muelle. Era un hombre joven, de cara
blanca e imberbe, nariz larga y delgada, y mandíbula bastante poderosa.
Mantenía la cabeza airosamente alta, caminaba con un cierto contoneo y
destacaba, sobre todo, por su extraordinaria altura. No creo que ninguno de
nosotros le llegara al hombro; estoy seguro de que no medía menos de seis
pies y medio. Resultaba extraño ver entre tantos rostros tristes y ajados una faz
tan llena de energía y determinación. Su visión fue para mí como la de una
reconfortante hoguera en plena tormenta de nieve. Me alegré al descubrir que
era mi vecino, y todavía más cuando, en plena noche, oi un susurro junto a mi
oído y observé que se las había arreglado para abrir un orificio en la delgada
tabla que nos separaba.
–Hola, compañero –me dijo–. ¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás aquí?
Se lo dije y pregunté, a mi vez, con quién hablaba.
–Soy Jack Prendergast –me contestó–, y por todos los cielos te aseguro que
aprenderás a bendecir mi nombre antes de lo que tarda en cantar el gallo.
Yo recordaba haber oído hablar de su caso, pues había causado una
sensación enorme en todo el país, poco antes de mi propio arresto. Era hombre
de buena familia y de una gran capacidad, pero con hábitos torcidos e
incurables, y que, mediante un ingenioso sistema de fraude, habla obtenido
sumas enormes de los principales comerciantes de Londres.
¡Ajá! ¿Conque recuerdas mi caso? –exclamó con orgullo.
Y muy bien, por cierto.
–Entonces tal vez recuerdes algo extraño en él.
–¿El qué?
Yo me había hecho casi con un cuarto de millón, ¿no es así?
–Así se dijo.
-Pero no se recuperó ni un céntimo, ¿verdad?
-No.
-Bien, ¿y dónde crees que está el botín? –inquirió.
-No tengo ni la menor idea.
-Pues aquí, entre mi pulgar y el índice –me aseguró-. Por Dios que tengo más
libras a mi nombre que tu pelos en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo mío, y
sabes cómo manejarlo y hacerlo circular, ¡puedes lograr cualquier cosa! Y no
irás a creer que un hombre que puede hacer cualquier cosa se dispone a
gastar el asiento de sus pantalones sentado en la apestosa bodega de un
mohoso carguero de las costas de China, infestado por las ratas y las
cucarachas, y semejante a un ataud viejo y putrefacto. No, señor, un hombre
como yo cuidará de sí mismo y cuidará de sus amigos. ¡Puedes estar seguro
de ello! Tú confía en él, y tan cierto como la Biblia que él te sacará adelante.
Tal era su manera de hablar y, al principio, creí que nada significaba, pero al
cabo de un tiempo, cuando me hubo puesto a prueba y juramentado con toda
la solemnidad posible, me dio a entender que habia realmente una
conspiración para apoderarse del barco. Una docena de presidiarios lo habían
tramado antes de subir a bordo; Prendergast era el jefe, y su dinero era el
factor motivador.
–Yo tenía un asociado –me dijo–, un hombre de rara valía y tan leal como la
culata de un fusil al cañón del mismo. Se ordenó como sacerdote, ¿y dónde
crees que se encuentra en este momento? Pues bien, es el capellán de este
barco... ¡Nada menos que el capellán! Subió a bordo con un abrigo negro y sus
papeles en orden, y en su caja lleva dinero suficiente para comprar este trasto
desde la quilla hasta lo alto del palo mayor. La tripulación es suya en cuerpo y
alma. Pudo comprarla a tanto la gruesa con descuento por pago al contado, y
lo hizo incluso antes de que firmaran el conocimiento de embarque. Cuenta con
dos de los guardianes y con Mercer, el segundo oficial, y conseguiría al propio
capitán si creyese que valía la pena.
–¿Qué hemos de hacer, pues? –pregunté.
–¿Qué te figuras? –repuso–. Vamos a hacer que las casacas de estos
soldados se vuelvan más rojas que cuando las cortó el sastre.
–Pero ellos están armados –alegué.
–Y también lo estaremos nosotros, muchacho. Hay un par de pistolas para
cada hijo de madre de los nuestros, y si no podemos apoderarnos de este
barco con una tripulación que nos respalde, valdrá más que nos manden a
todos a un pensionado de señoritas. Habla esta noche con tu vecino de la
izquierda y entérate de si se puede confiar en él.
Así lo hice, y averigüé que era un joven en una situación muy semejante a la
mía, cuyo delito había sido el de falsificación. Se llamaba Evans, pero después
cambió de nombre, igual que yo, y hoy es un hombre rico y próspero en el sur
de Inglaterra. Estaba más que dispuesto a unirse a la conspiración, como único
medio para salvarnos, y antes de haber cruzado el golfo de Vizcaya sólo dos
de los presidiarios no estaban enterados del secreto. Uno de ellos era un débil
mental en el que no nos atrevimos a confiar; el otro padecía una ictericia y no
podía sernos de ninguna utilidad.
En realidad, desde el primer momento no hubo nada que pudiera impedirnos
tomar posesión del navío. La tripulación la formaban un grupo de rufianes,
especialmente elegidos para el trabajo. El supuesto capellán entraba en
nuestras celdas para exhortarnos, equipado con un maletín negro en
apariencia lleno de folletos religiosos, y tan a menudo nos visitaba que el tercer
día cada uno de nosotros ya había ocultado al pie del camastro una lima, un
par de pistolas, una libra de pólvora y veinte postas. Dos de los guardianes
eran agentes de Prendergast y el segundo oficial era su mano derecha. El
capitán, los otros dos oficiales, el doctor y el teniente Martin y sus dieciocho
soldados, era a todo lo que deberíamos enfrentarnos. No obstante, pese a esta
providencia, decidimos no descuidar ninguna precaución y efectuar nuestro
ataque de repente y por la noche. Sin embargo, se produjo antes de lo que
esperábamos y del modo siguiente:
Una tarde, alrededor de la tercera semana después de nuestra partida, el
doctor había bajado para visitar a uno de los presidiarios que estaba enfermo y,
al poner la mano en la parte inferior del catre, palpó el perfil de las pistolas. Si
hubiera guardado silencio, habría po-dido enviarlo todo al traste, pero era un
hombrecillo nervioso y lanzó una exclamación de sorpresa, y se puso tan pálido
que el otro supo al instante lo que ocurría y lo inmovilizó. Fue amordazado
antes de que pudiera dar la alarma y atado a la cama. Había dejado abierta la
puerta que conducía a cubierta y por ella salimos todos precipitadamente. Los
dos centinelas fueron abatidos a tiros y también un cabo que acudió corriendo
para saber qué ocurría. Había otros dos soldados ante la puerta del salón, mas
al parecer sus mosquetes no estaban cargados, ya que no llegaron a disparar
contra nosotros, y ambos fueron acribillados a balazos mientras trataban de
calar sus bayonetas. Corrimos entonces hacia el camarote del capitán, pero al
abrir la puerta se oyó una detonación en el interior y lo encontramos con la
cabeza apoyada en el mapa de Atlántico, sujeto con chinchetas a la mesa, y
con el capellán junto a él, con una pistola humeante en su mano. Los dos
oficiales habían sido hechos prisioneros por la tripulación y la situación parecía
totalmente dominada.
El salón era contiguo al camarote; entramos en él y nos acomodamos en sus
bancos, hablando todos a la vez, pues nos enloquecía la sensación de gozar
nuevamente de libertad. Había armarios a nuestro alrededor, y Wilson, el falso
capellán, descerrajó uno de ellos y sacó una docena de botellas de jerez.
Rompimos sus golletes, vertimos el vino en vasos y los estábamos apurando,
cuando de pronto, sin la menor advertencia, llegó el rugido de los mosquetes a
nuestros oídos y el salón se llenó de humo, hasta el punto que no podíamos
ver a través de la mesa. Wilson y otros ocho hombres se retorcían en el suelo,
unos sobre otros; y la sangre y el jerez añejo sobre aquella mesa todavía me
enferman cuando pienso en ello. Tanto nos intimidó aquella visión, que creo
que nos hubiéramos dado por vencidos de no haber sido por Prendergast, que
bramó como un toro y se precipitó hacia la puerta con todos los supervivientes
pisándole los talones. Nos habían disparado a través de las lumbreras
entreabiertas del salón. Salimos a cubierta y allí, a popa, se encontraban el
teniente y diez de sus hombres. Nos lanzamos sobre ellos antes de que
consiguieran cargar de nuevo sus mosquetes; se defendieron con coraje, pero
pudimos con ellos y, cinco minutos después, todo había terminado. A fe mía
que dudo que hubiera un matadero como aquel barco. Prendergast parecía un
demonio enfurecido y agarró a los soldados como si fueran chiquillos y los
arrojó por la borda, vivos o muertos. Había un sargento con terribles heridas y,
sin embargo, se mantuvo a nado durante un tiempo sorprendente, hasta que
alguien tuvo la misericordia de volarle la tapa de los sesos. Cuando terminó la
refriega, no quedaba con vida ninguno de nuestros enemigos, excepto los
guardianes, los oficiales y el doctor.
Precisamente por causa de ellos se produjo la gran disputa. Muchos de
nosotros nos dábamos por satisfechos con la recuperación de nuestra libertad
y no deseábamos cargar con asesinatos nuestras conciencias. Una cosa era
tumbar a los soldados armados y otra presenciar cómo se mataban hombres a
sangre fría. Ocho de nosotros, cinco presidiarios y tres marineros, dijimos que
no queríamos presenciar semejante atrocidad, pero no hubo manera de
convencer a Prendergast y sus seguidores. Dijo que nuestra única probabilidad
de salvación radicaba en efectuar un trabajo a fondo, y que no dejaría una sola
lengua capaz de hablar más tarde en el estrado de los testigos. A punto
estuvimos de correr la misma suerte de los rehenes pero finalmente
Prendergast dijo que, si queríamos, podíamos quedarnos con un bote de
salvamento y largarnos. Aceptamos en el acto, pues ya estábamos hartos de
tantos sucesos sangrientos y sabíamos que las cosas no harían sino empeorar.
Nos entregaron un traje de marinero a cada uno, dos barriles de agua y otros
dos, uno de tasajo y otro de galleta, y una brújula. Prendergast nos arrojó una
carta de navegación, nos dijo que éramos marineros cuyo buque había
naufragado en los 50 lat. N y 250 long. O, y después cortó la amarra y nos dejó
marchar.
Y ahora, mi querido hijo, viene la parte más sorprendente de mi historia.
Durante la rebelión, los marineros, para inmovilizar el barco, habían puesto en
facha la vela del trinquete, pero ahora, mientras nos alejábamos de ellos, la
izaron de nuevo y, puesto que soplaba un suave viento del nordeste –los
alisios–, la corbeta empezó a distanciarse lentamente de nosotros. Nuestro
bote subía y bajaba a merced del monótono oleaje, y Evans y yo, que éramos
los más cultos del grupo, estábamos sentados a popa calculando nuestra
posición y planeando hacia qué costa de Africa podíamos dirigirnos. Era una
cuestión peliaguda, ya que cabo Verde quedaba sólo a unas quinientas millas
al noreste y Sierra Leona a unas setecientas al este. En resumidas cuentas,
visto que soplaban a favor los vientos alisios, pensamos que la mejor opción
sería Sierra Leona, y pusimos rumbo en esta dirección, cuando la corbeta casi
ocultaba ya su casco a estribor. De pronto, mientras la estábamos mirando,
vimos que brotaba de ella una densa columna de humo, que se cernió sobre el
horizonte como un árbol monstruoso. Unos segundos más tarde, una explosión
retumbó como un trueno en nuestros oídos y, cuando la humareda se disipó un
poco, no vimos ni rastro de la Gloria Scott. Instantes después, viramos en
redondo y remamos con todas nuestras fuerzas hacia el lugar donde el humo
que aún flotaba sobre el agua marcaba la escena de la catástrofe.
Pasó una larga hora antes de que llegáramos a ella y al principio temimos que
fuera yademasiado tarde para salvar a alguien. Un bote hecho astillas y varias
jaulas de embalaje y restos de la arboladura, que se balanceaban sobre las
olas, nos señalaron dónde se había ido a pique la corbeta. Al no advertir
indicios de vida perdimos toda esperanza, y ya nos alejábamos cuando oímos
un grito de auxilio y vimos a cierta distancia unos restos del naufragio, con un
hombre tendido sobre ellos. Cuando lo subimos a bordo de nuestro bote,
resultó ser un marinero llamado Hudson, tan exhausto y lleno de quemaduras
que hasta la mañana siguiente no pudo contarnos lo ocurrido.
Al parecer, después de marcharnos nosotros, Prendergast y su pandilla se
habían dedicado a dar muerte a los restantes rehenes: el tercer oficial y los dos
guardianes fueron muertos a tiros y arrojados por la borda. Seguidamente,
Prendergast bajó al entre-puente y con sus propias manos degolló al
infortunado cirujano. Sólo quedaba el primer oficial, un hombre audaz y
decidido que, cuando vio al presidiario acercarse a él con el cuchillo
ensangrentado en la mano, se desprendió de sus ligaduras que de algún modo
había conseguido aflojar y, echando a correr por la cubierta, se precipitó hacia
la bodega de popa.
Una docena de presidiarios que bajaron pistola en mano en pos de él, lo
encontraron con una caja de cerillas en la mano, sentado junto a un barril de
pólvora abierto, uno del centenar que había a bordo, y jurando que los haría
volar a todos por los aires si se le molestaba. Un instante después se produjo la
explosión, aunque Hudson creía que fue causada por la bala mal dirigida de
uno de los presidiarios y no por la cerilla del oficial. Pero cualquiera que fuese
la causa, significó el fin de la Gloria Scott y de la chusma que se había
apoderado de la corbeta.
Tal es, mi querido hijo, la historia de ese terrible asunto en el que me vi
envuelto. El día siguiente nos recogió el bergantín Hodspur, con destino a
Australia, cuyo capitán no tuvo dificultad en creer que éramos los
supervivientes de un barco de pasaje que se había ido a pique. La Gloria Scott
fue considerada por el Almirantazgo como perdida en alta mar, y ni una sola
palabra se ha sabido jamás acerca de su verdadero sino. Tras un viaje
excelente, el Hodspur nos desembarcó en Sidney, donde Evans y yo
cambiamos nuestros nombres y nos dirigimos a las excavaciones en busca de
oro, donde, entre la multitud allí concentrada, procedente de todas las
naciones, no tuvimos la menor dificultad en perder nuestras anteriores
identidades.
No es necesario que relate el resto. Prosperamos, viajamos, volvimos a
Inglaterra como ricos colonos, y adquirimos propiedades rurales. Durante más
de veinte años hemos llevado una existencia pacífica y útil, y esperábamos que
nuestro pasado estuviera enterrado para siempre. Imagina, pues, mis
sentimientos cuando en el marinero que nos vino a ver reconocí al instante al
hombre que habíamos salvado del naufragio. De alguna manera había
averiguado nuestro paradero y estaba dispuesto a vivir a expensas de nuestro
miedo.
Comprenderás ahora por qué me esforcé en vivir en paz con él, y hasta cierto
punto compartirás conmigo los temores que me invaden, después de que se
haya alejado de mí e ido en busca de otra víctima con amenazas en su boca.
Debajo había escrito con una mano tan temblorosa que el texto apenas
resultaba legible: «Beddoes escribe en clave que H. lo ha contado todo. ¡Que el
Señor se apiade de nuestras almas!»
–Tal fue la narración que aquella noche le leí al joven Trevor, y yo creo,
Watson, que, dadas las circunstancias, era de lo más dramático. El buen
muchacho se quedó con el corazón destrozado a causa de ella y se marchó a
las plantaciones de té de Terai, donde, según he oído decir, se defiende bien.
En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber de ellos
desde el día en que fue escrita la carta de advertencia. Ambos desaparecieron
absolutamente. La policía no recibió ninguna denuncia, de modo que Beddoes
juzgó como un hecho lo que era tan sólo una amenaza. A Hudson se le había
visto acechar furtivamente en las cercanías, y la policía llegó a creer que había
liquidado a Beddoes y a continuación había huido. Por mi parte, creo que la
verdad fue exactamente lo opuesto. Considero como lo más probable que
Beddoes, movido por la desesperación y creyéndose ya traicionado, se vengó
de Hudson y huyó del país con todo el dinero al que pudo echar mano. Tales
son los hechos del caso, doctor, y si resultan de alguna utilidad para su
colección, le aseguro que los pongo gustosamente a su disposición.

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