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domingo, 10 de enero de 2010

LA CORBETA GLORIA SCOTT -- ARTHUR CONAN DOYLE

LA CORBETA GLORIA SCOTT

ARTHUR CONAN DOYLE

«A fe mia que dudo de que hubiera alguna vez un matadero como aquel barco.»

James Armitage

Tengo aquí unos papeles –me dijo mi amigo Sherlock Holmes, sentados una noche invernal al

lado del fuego– que creo de veras, Watson, que merecerían un vistazo suyo. Se trata de los

documentos acerca del extraordinario caso de la Gloria Scott, y éste es el mensaje que tanto

horrorizó al juez de paz Trevor cuando lo leyó.

Había sacado de un cajón un pequeño rollo de aspecto ajado y, desatando su cinta, me

entregó una breve nota garabateada en medio folio de papel gris pizarra. Decía:

«El suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson,

según creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos de papel atrapamoscas

y que preserve la vida de vuestros faisanes hembra.»

Al levantar la vista, después de leer tan enigmático mensaje, vi que Holmes se reía de la

expresión que había en mi rostro.

–Parece un tanto desconcertado –me dijo.

–No comprendo que un mensaje como éste pueda inspirar horror. A mí me parece más

grotesco que cualquier otra cosa.

–Y no me extraña en absoluto. Sin embargo, persiste el hecho de que el lector, que era un

anciano robusto y bien conservado, se desplomó al leerlo, como si le hubieran asestado un

culatazo con una pistola.

–Excita mi curiosidad –dije–. ¿Por qué ha dicho hace un momento que habia razones muy

particulares por las que yo debería estudiar estos documentos?

–Porque fue el primer caso en el que yo intervine.

A menudo había tratado yo de saber de labios de mi compañero qué había orientado por

primera vez su mente en la dirección de la investigación criminal, pero hasta el momento

nunca le había sorprendido en una vena comunicativa. Ahora se inclinó adelante en su sillón y

extendió los documentos sobre sus rodillas. Después encendió su pipa y durante algún tiempo

permaneció sentado, fumando y hojeándolos.

–¿lNunca me ha oído hablar de Victor Trevor? –preguntó–. Fue el único amigo que tuve

durante los dos años que pasé en el colegio universitario. Yo nunca fui un individuo muy

sociable, Watson, y siempre preferí permanecer en mi habitación y desarrollar mis pequeños

métodos de pensamiento, de modo que nunca alterné mucho con los jóvenes de mi curso.

Excepto la esgrima y el boxeo, yo no tenía grandes aficiones atléticas y, además, mi línea de

estudios era muy distinta de la de los demás condiscípulos, de modo que no teníamos ningún

punto de contacto. Trevor era el único alumno al que yo conocía, y precisamente debido al

accidente ocasionado por su bull-terrier, que plantó sus dientes en mi tobillo una mañana,

cuando me dirigía a la capilla.

»Fue una manera prosaica de forjar una amistad, pero resultó efectiva. Tuve que permanecer

echado diez días, y Trevor solía venir a preguntar cómo estaba. Al principio sólo charlábamos

un par de minutos, pero sus visitas no tardaron en prolongarse y antes de que terminara el

curso éramos íntimos amigos. El era un muchacho cordial y saludable, lleno de ánimo y

energía, el extremo opuesto a mi en muchos aspectos, pero descubrimos que teníamos

algunos intereses en común, y se estableció un vinculo más cuando constaté que carecía de

amigos igual que yo. Finalmente me invitó a pasar una temporada en la casa de su padre en

Donnithorpe, Norfolk, y acepté su hospitalidad durante un mes de las vacaciones de verano.

»El viejo Trevor era, evidentemente, un hombre de buena posición y de cierta categoría, juez

de paz y terrateniente. Donnithorpe es un pequeño caserío al norte de Langmere, en la región

de los Broads. La casa era un amplio y antiguo edificio, con vigas de roble y obra de

mampostería, con una bonita avenida flanqueada por tilos que conducía hasta ella. Las

oportunidades de cazar patos silvestres en los pantanos eran excelentes, así como la pesca.

Tenía además una pequeña pero selecta biblioteca, procedente, según entendi, de un anterior

ocupante, y una cocina tolerable, de modo que muy remilgado había de ser el hombre que no

pudiera pasar allí un mes placentero.

»Trevor padre era viudo, y mi amigo era su único hijo. Oi decir que hubo una hija, pero que

murió de difteria en el curso de una visita a Birmingham. El padre me interesó

extraordinariamente. Era un hombre de poca cultura, pero con un vigor considerable tanto en

el aspecto físico como mental. Apenas había leído libro alguno, pero habla viajado

extensamente, había visto gran parte del mundo y había recordado todo lo que aprendió.

Como persona, era un hombre grueso y fornido, con una buena mata de cabellos grises, cara

morena, curtida por la intemperie, y unos ojos azules cuya agudeza lindaba en la ferocidad.

Sin embargo, gozaba de la reputtación de ser un hombre bondadoso y caritativo en toda la

comarca y era bien conocida la benignidad de sus sentencias como juez.

»Una tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un vasito de oporto como remate de

la cena, cuando el joven Trevor empezó a hablar acerca de aquellos hábitos de observación y

deducción que yo ya había convertido en un sistema, aunque todavía no había reconocido el

papel que habrían de desempeñar en mi vida. Evidentemente, el anciano creyó que su hijo

exageraba en su descripción de un par de hechos triviales que yo había protagonizado.

»–Vamos, señor Holmes –me dijo, riéndose con ganas–, yo soy un excelente sujeto, si es que

puede deducir algo de mí.

»–Temo que no haya gran cosa –contesté yo–. Pero podría sugerir que en los doce últimos

meses ha temido usted algún ataque personal.

»La risa desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa.

»–Pues es la pura verdad –dijo–. Tú ya sabes, Victor –añadió, volviéndose hacia su hijo–, que

cuando dispersamos aquella pandilla de cazadores furtivos, juraron apuñalarnos, y de hecho

sir Edward Hoby ha sido agredido. Desde entonces, yo siempre me he mantenido en guardia,

pero no tengo la menor idea de cómo puede usted saberlo.

»–Tiene un bastón muy elegante, señor Trevor –respondí–. Por la inscripción, he observado

que no hace más de un año que obra en su poder. Pero se ha tomado usted el trabajo de

agujerear su puño y verter plomo derretido en el orificio, a fin de convertirlo en un arma

formidable. He deducido que no tomaría tales precauciones si no temiera algún peligro.

»–¿Algo más? –preguntó, sonriendo.

»–En su juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.

»–¡Ha acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo desviada?

»–No –contesté–. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la hinchazón

peculiares que delatan al boxeador.

»–¿Algo más?

»–A juzgar por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar.

»–Gané todo mi dinero en los campos auríferos. »–También ha estado en Nueva Zelanda.

»–De nuevo ha acertado.

»–Ha visitado Japón.

»–Cierto.

»–Y ha estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran J.A., una persona

a la que después quiso olvidar por completo.

»El señor Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos azules con una mirada

extraña, desenfocada, y acto seguido se desplomó, víctima de un profundo desmayo,

sepultando la cara entre las cáscaras de nuez que cubrían el mantel.

»Puede imaginar, Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y a mí. Sin

embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el cuello de la camisa y

rociamos su cara con el agua de un vaso, dio un par de boqueadas y se incorporó.

»–¡Ay, muchachos! –dijo, esforzándose en sonreír–. Espero no haberos dado un susto. Pese

a parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se necesita gran cosa para

ponerme fuera de combate. No sé cómo se las arregla usted, señor Holmes, pero tengo la

impresión de que todos los detectives de la realidad y la ficción serían como chiquillos en sus

manos. Este es su camino en la vida, señor, y puede creer en las palabras de un hombre que

ha visto un poco el mundo.

»Y esta recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades que la precedió,

fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que me hizo pensar que cabía convertir en

profesión lo que hasta entonces había sido mera afición. En aquel momento, sin embargo, a

mí me preocupaba demasiado el súbito desvanecimiento de mi anfitrión para pensar en nada

mas.

»–Espero no haber dicho nada que le haya disgusado –murmure.

»–Desde luego, me ha tocado en un punto de lo más sensible. ¿Puedo preguntarle cómo lo

sabe y qué es lo que sabe?

»Hablaba en un tono como medio en broma, pero en el fondo de sus ojos todavía había una

expresión de terror.

»–No puede ser más sencillo –contesté–. Cuando se arremangó un brazo para meter aquel

pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las letras todavía eran legibles,

pero se veía bien a las claras, a juzgar por su apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su

alrededor, que se hablan hecho esfuerzos conducentes a su desaparición. Era obvio, pues,

que en otro tiempo aquellas iniciales habían sido muy familiares y que, posteriormente, había

querido olvidarlas.

»–¡Qué vista tiene usted, señor Holmes! –exclamó con un suspiro de alivio–. Es tal como

usted dice, pero no hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los de nuestros viejos

amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume tranquilamente un cigarro.

»A partir de aquel día, y a pesar de toda su cordialidad, siempre hubo una nota de suspicacia

en la actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio cuenta. «Le diste tal susto al jefe –

me dijo– que nunca más volverá a estar seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.» Tengo

la certeza de que él se esforzaba en no manifestarlo, pero la sospecha estaba tan firmemente

arraigada en su mente que afloraba en cualquier ocasión. Finalmente, llegué a estar tan

convencido de que le causaba tal inquietud que di por concluida mi visita. Pero el mismo día

de mi partida, antes de marcharme, ocurrió un incidente que después demostraría tener su

importancia.

»Estábamos sentados los tres en sillas del jardín y sobre el césped, tomando el sol y

admirando la vista a través de los Broads, cuando salió la sirvienta para decir que ante la

puerta había un hombre que deseaba ver al señor Trevor.

»–¿Cuál es su nombre? –preguntó mi anfitrión.

»–No ha querido dar ninguno.

»–~Qué quiere, pues?

»–Dice que usted lo conoce y que sólo desea unos momentos de conversación.

»–Hazle pasar aquí.

»Un momento después apareció un hombrecillo apergaminado, con una actitud servil y unos

andares bamboleantes. Llevaba una chaqueta abierta, con una gran salpicadura de alquitrán

en la manga, una camisa a cuadros rojos y negros, pantalones de tela basta y unas recias

botas desgastadas. Tenía un rostro moreno, enjuto y sagaz, con una perpetua sonrisa que

mostraba una línea irregular de dientes amarillos, y sus manos arrugadas estaban cerradas a

medias, de un modo que es distintivo de los marineros. Al acercarse, encorvado, a través del

césped, oi que la garganta del señor Trevor producía un ruido semejante a un hipo y,

abandonando de un salto su silla, corrió precipitadamente hacia la casa. Volvió al cabo de

unos momentos y, al pasar junto a mi, mi olfato captó una intensa vaharada de brandy.

»–Y bien, buen hombre –dijo–, ¿qué puedo hacer por usted?

»El marinero le miraba con ojos entrecerrados y con la misma e incesante sonrisa en su faz.

¿me conoce? –le preguntó.

»–¡Vaya, hombre! ¡Pero si es Hudson! –exclamó el señor Trevor en un tono de sorpresa.

»–Y Hudson soy, señor –dijo el marinero–. Es que han pasado más de treinta años desde la

última vez que le vi. Y aquí está usted en su casa, y yo comiendo todavía mi tasajo sacado del

barril de a bordo.

»–Tranquilo, hombre, pues verás que no he olvidado tiempos ya lejanos – dijo el señor Trevor

y, avanzando hacia el marinero, le murmuró algo en voz baja. A continuación, y en voz alta

añadió–: Ve a la cocina, allí te darán comida y bebida. Y no me cabe duda de que te

encontraré un empleo.

»–Gracias, señor –repuso el marinero, llevándose la mano a la visera de la gorra–. Llevaba ya

dos años en un vapor de cabotaje que no pasaba de los ocho nudos, y además con poca

tripulación, y deseo tomarme un descanso. Pensé que lo conseguiría, ya fuera con el señor

Beddoes o con usted.

»–¡Ah! –gritó el señor Trevor–. ¿Sabes dónde está el señor Beddoes?

»–Por favor, señor, yo sé dónde están todos mis viejos amigos –dijo el hombre con una

sonrisa siniestra, y se deslizó tras la sirvienta en dirección a la cocina.

»El señor Trevor murmuró algo acerca de haber navegado junto con aquel hombre cuando

volvió de las minas. Después entró en la casa, dejándonos a los tres fuera. Al entrar nosotros

una hora más tarde, lo encontramos borracho perdido, echado en el sofá de la sala de estar.

Todo el incidente dejó en mi mente una impresión desagradable. Al día siguiente no me dolió

abandonar Donnithorpe, pues pensaba que mi presencia podía ser motivo de embarazo para

mi amigo.

»Esto ocurrió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Yo volví a mis habitaciones

de Londres, donde pasé siete semanas dedicado a unos experimentos de química orgánica.

Un día, sin embargo, cuando el otoño ya estaba bastante avanzado y las vacaciones tocaban

a su fin, recibí un telegrama de mi amigo en el que me rogaba que volviera a Donnithorpe a fin

de recabar mi consejo y ayuda.

»Me recibió con el dog cart en la estación, y comprendí al primer vistazo que en los dos

últimos meses le hablan sometido a dura prueba. Había adelgazado y se notaba que le

agobiaba alguna inquietud, pues había perdido aquella actitud amable y jovial que tanto le

caracterizaba.

»–El jefe se está muriendo –fueron sus primeras palabras.

»–¡Imposible! –grité–. ¿Qué le ocurre?

»–Apoplejia. Un choque nervioso. Todo el día ha estado al borde del final. Dudo de que lo

encontremos con vida.

–Como puede imaginar, Watson, me sentí horrorizado por esta noticia inesperada.

»–¿Cuál ha sido la causa? –pregunté. »–Ah, ésta es la cuestión. Sube y podremos comentarlo

durante el trayecto. ¿Recuerdas aquel individuo que llegó la tarde anterior a tu partida?

»–Perfectamente.

»–¿Sabes a quién dejamos entrar en casa aquel día?

»–No tengo ni la menor idea.

»–¡Era el Diablo, Holmes! –exclamo.

»Lo miré estupefacto.

»- Si era el Diablo personificado. Desde entonces no hemos tenido ni una hora de paz, ni una

sola. Desde aquella tarde, el jefe ya no volvió a levantar cabeza, y ahora le ha sido arrebatada

la vida y se le ha partido el corazón, todo debido a ese maldito Hudson.

»–¿Qué poder tiene, pues?

»–¡Ah, esto es lo que yo desearla saber a cualquier precio! ¡El bueno del jefe, tan amable y

caritativo! ¿Cómo pudo caer en las manos de semejante rufián? Pero me alegra tanto que

hayas venido, Holmes... Confio muchísimo en tu buen juicio y en tu discreción, y sé que me

darás el mejor consejo.

»Avanzábamos a lo largo de la lisa y blanca carretera rural, y ante nosotros brillaba el largo

tramo de los Broads bajo la luz roja del sol poniente. En una arboleda a nuestra izquierda, ya

podía ver las altas chimeneas y el mástil de la bandera que señalaban la mansion del squire.

»–Mi padre nombró jardinero a aquel tipo –explicó mi compañero– y después, ya que esto no

le satisfizo, lo ascendió a mayordomo. Parecía como si la casa estuviera a su merced; la

recorría y hacia en ella cuanto se le antojaba. Las criadas se quejaron de su afición a la

bebida y de su lenguaje soez, y mi padre les aumentó el sueldo a todas para compensarles de

estas molestias. Aquel individuo utilizaba la barca y la mejor escopeta de mi padre, y se

regalaba con pequeñas cacerías. Y todo esto lo hacía con una cara tan insolente y burlona

que, si hubiera sido un hombre de mi edad, veinte veces le hubiera tumbado de un puñetazo.

Te aseguro, Holmes, que en todo momento me he sometido a un férreo control, pero ahora

me pregunto si no hubiera obrado mucho mejor abandonándome un poco más a mis impulsos.

»Pues bien, entre nosotros las cosas fueron de mal en peor, y ese animal de Hudson se

mostró cada vez más entrometido, hasta que un día, al contestar con insolencia a mi padre en

mi presencia, lo agarré por un hombro y lo expulsé de la habitación. Se retiró con un rostro

lívido y unos ojos ponzoñosos, que proferían más amenazas de las que hubiese podido

pronunciar su lengua. No sé qué ocurrió entre mi pobre padre y él después de esto, pero papá

me llamó el día siguiente y me preguntó si no podía yo ofrecer mis excusas a Hudson. Como

puedes imaginar, me negué y a la vez in-uirí cómo podía permitir mi padre que semejante

granuja se tomara tantas libertades con él y con el personal de la casa.

»–Ah, muchacho –me dijo–, hablar cuesta muy poco, pero tú no sabes cuál es mi situación.

Sin embargo, lo sabrás, Victor. Yo me ocuparé de que lo sepas, ocurra lo que ocurra. ¿Verdad

que no crees que tu pobre y viejo padre haya cometido nada malo?

»Estaba muy emocionado y se encerró todo el día en el estudio donde, como pude ver a

través de la ventana, escribía afanosamente.

«Aquella tarde se produjo lo que a mí me representó un gran alivio, pues Hudson nos anunció

que iba a dejarnos. Entró en el comedor, donde nosotros estábamos sentados después de

cenar, y manifestó su intención con la voz pastosa del hombre medio bebido.

»–Ya estoy harto de Norfolk –dijo–. Me iré a casa del señor Beddoes, en el Hampshire. Sé

que se alegrará tanto como usted cuando me vea.

«–Espero que no irás a marcharte enfadado, Hudson –dijo mi padre con una docilidad que

hizo hervir mi sangre en las venas.

»–No me han sido presentadas excusas –replicó él, ceñudo y mirando en mi dirección.

»–Victor, ¿no reconoces que has tratado con dureza a este buen hombre? – preguntó mi

padre, volviéndose hacia mi.

»–Muy al contrario, creo que los dos hemos mostrado con él una paciencia extraordinaria –

repuse.

» ¿Ah, sí, conque éstas tenemos? –gruñó Hudson–. Pues muy bien, hombre. ¡Ya nos

ocuparemos de esto!

«Salió del comedor con la cabeza gacha y media hora más tarde abandonó la casa, dejando a

mi padre en un estado de penoso nerviosismo. Noche tras noche, le oía pasear por su

habitación, y precisamente, cuando ya empezaba a recuperar la confianza en si mismo, cayó

por fin el golpe sobre él.

»–¿Y cómo fue? –inquirí con afán.

»–Del modo más extraordinario. Ayer por la tarde llegó una carta destinada a mi padre con el

matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se llevó ambas manos a la cabeza y empezó a

caminar por la habitación, describiendo pequeños círculos, como el hombre que ha perdido

los sentidos. Cuando por fin le hice echarse en un sofá, su boca y sus párpados se habían

desviado a un lado y comprendí que había sufrido un ataque de apoplejía. El doctor Fordham

vino en seguida y acostamos a mi padre, pero hoy la parálisis ha aumentado y no da señales

de recuperar el conocimiento. Creo muy difícil que aún lo encontremos vivo.

»–¡Me horrorizas, Trevor! –exclamé–. ¿Qué podía haber leído en aquella carta, para que

causara un resultado tan espantoso?

»–Nada. Y esto es lo inexplicable del asunto. El mensaje era tan absurdo como trivial. ¡Ah,

Dios mío, como yo temía!

»Mientras hablaba enfilamos la curva de la avenida de entrada y, a la luz mortecina, vimos

que todas las persianas de la casa estaban echadas. Corrimos hacia la puerta, y el semblante

de mi amigo se convulsionó por el dolor al ver aparecer en el umbral un caballero vestido de

negro.

»–¿Cuándo ha ocurrido, doctor? –preguntó Trevor.

»–Casi inmediatamente después de marcharse usted.

»–¿Recobró el conocimiento?

»–Por unos momentos antes del final.

»–¿Algún mensaje para mí?

»–Sólo que los papeles están en el cajón posterior del armario japonés.

»Mi amigo subió con el doctor a la cámara mortuoria, mientras yo permanecía en el estudio,

dando al asunto vueltas y más vueltas en mi cabeza y sintiéndome más apenado que en

ningún otro instante de mi vida. ¿Cuál debía ser el pasado de Trevor, pugilista, viajero y

buscador de oro, que se había puesto en manos de aquel marinero de rostro patibulario? ¿Por

qué, asimismo, había de desmayarse ante una alusión a las iniciales medio borradas en su

brazo, y morirse de miedo al recibir una carta de Fordingbridge? Recordé entonces que

Fordingbridge estaba en el Hampshire, y que aquel señor Beddoes, al que había ido a visitar

el marinero, y presumiblemente a extorsionarle, también había sido mencionado como

residente en el Hampshire. Por consiguiente, la carta o bien podía proceder de Hudson, el

marinero, para anunciar que había traicionado el culpable secreto que parecía existir, o bien

haber sido escrita por Beddoes, a fin de advertir a un antiguo confederado sobre la inminencia

de esta delación. Hasta aquí la cosa parecía bastante clara. Pero en este caso, ¿cómo podía

el mensaje ser trivial y grotesco, tal como lo describía el hijo? Debía de haberlo interpretado

mal. Y si era así, bien podía tratarse de uno de aquellos códigos secretos que quieren decir

una cosa mientras aparentan decir otra. Yo tenía que leer esa carta. Si había en ella un

significado oculto, yo confiaba en poder desentrañarlo.

Durante una hora permanecí sentado, meditando al respecto en la semioscuridad, hasta que

finalmente una sirvienta llorosa trajo una lámpara. La seguía mi amigo Trevor, que entró

pálido pero sereno, con estos mismos papeles que ahora tengo sobre mis rodillas. Se sentó

ante mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y me entregó una breve nota escrita, como ve

usted, en una sola cuartilla de color gris. Decía: «El suministro de caza para Londres aumenta

sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora que reciba

todos los encargos de papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes

hembra.

»Le aseguro que en mi cara se reflejó el mismo asombro que en la suya cuando leí por

primera vez este mensaje. Acto seguido lo releí cuidadosamente. Era, evidentemente, lo que

había pensado yo, y una segunda versión había de ocultarse en esa extraña combinación de

palabras. ¿Y no podía ser que tuviera un significado ya previamente convenido en palabras

tales como «papel atrapamoscas’» y «faisanes hembra»? Este significado sería arbitrario y de

ningún modo se le podría deducir. Sin embargo, me sentía poco inclinado a creer que fuera

éste el caso, y la presencia del nombre «Hudson» parecía indicar que el tema del mensaje era

el que yo había sospechado, y que procedía de Beddoes más bien que del marinero. Probé la

lectura hacia atrás, pero los resultados nada tenían de alentadores. A continuación probé con

palabras alternativas, pero tampoco pareció que el sistema prometiera aportar alguna luz. Y a

continuación, en un instante, tuve en mis manos la clave del enigma, pues vi que cada tercera

palabra, comenzando por la primera, construía un mensaje que bien podía llevar al viejo

Trevor a la de-sesperación: «El juego ha terminado. Hudson lo ha contado todo. Huye para

salvar tu vida.»1

1. (N. del T.) El código es intraducible, pues para aplicar la clave habría que cambiar el

texto del mensaje, al cual se sigue haciendo referencia más adelante. Sin embargo, para

aquellos lectores aficionados a descifrar códigos secretos, creo conveniente transcribir

el mensaje completo en su versión original inglesa, así como el verdadero texto ya

descifrado: The supply of game lar London is going steadily op. Head-keeper Hudson,

we bel ieve, has been now told to rece ive al! orders lar lly-paper and lar preservation of

your hm pheasants li/e.

Y anotando cada tercera palabra, a partir de la primera, el resultado es el siguiente: The

garne is up. Hudson has told al!. Fly lar your life.»

»Victor Trevor hundió el rostro entre sus manos temblorosas.

»–Ha de ser esto, supongo –dijo–. Y esto es peor que la muerte, porque significa también el

deshonor. Pero, ¿cuál es el significado de ese «guardabosque» y esos «faisanes hembra»?

»–Nada significan para el mensaje, pero podrían representar mucho para nosotros si no

tuviéramos otros medios para descubrir al remitente. El ha empezado por escribir: «El...

juego... ha...», y así sucesivamente. Y después, para ajustarse al código acordado, ha tenido

que meter dos palabras en cada espacio vacío. Como es natural, utilizó las primeras palabras

que acudieron a su mente, y por haber entre ellas tantas que hacen referencia al deporte de la

caza, cabe tener la tolerable seguridad de que o bien es un apasionado de la caza o tiene

interés por la cría de animales. ¿Tú sabes algo de ese Beddoes?

»–Ahora que lo mencionas –me contestó–, recuerdo que mi pobre padre recibía cada otoño

una invitación suya para ir a cazar en su vedado.

»-Entonces es indudable que la nota procede de él –dije–. Sólo nos queda descubrir qué es

este secreto que el marinero blandía sobre las cabezas de estos dos hombres ricos y

respetados.

»–Por desgracia, Holmes, mucho me temo que sea un pecado vergonzoso –manifestó mi

amigo–. Mas para ti yo no tengo secretos. He aquí la declaración que escribió mi padre

cuando supo que el peligro por parte de Hudson se habla hecho inminente. La encontré en el

armario japonés, tal como se lo dijo él al doctor. Léemela tu mismo, pues yo no tengo fuerzas

ni valor para hacerlo.

–Estos son los mismos documentos, Watson, que él me entregó, y ahora se los leeré a usted

tal como aquella noche se los leí a él en el viejo estudio. Como ve, hay un título bastante

explícito: «Detalles del viaje de la corbeta Gloria Scott desde que zarpó de Falmouth el 8 de

octubre de 1855, hasta su destrucción en latitud Norte 150 20’, longitud Oeste 250 14’, el 6 de

noviembre.» Está presentado en forma de carta y dice lo siguiente:

«Mi querido, queridísimo hijo... Ahora, cuando una inminente desgracia empieza a oscurecer

los últimos años de mi vida, puedo escribir con toda veracidad y sinceridad que no es el temor

a la ley, ni la pérdida de mi posición en el condado, ni tampoco mi caída a los ojos de todos

aquellos que me han conocido lo que más destroza mi corazón, sino la idea de que tengas

que sonrojarte por mi culpa... tú, que me quieres y que rara vez, quiero esperarlo, has tenido

motivo para no respetarme. Pero si cae el golpe que desde siempre me está amenazando,

entonces desearía que leyeras esto para que sepas a través de mi hasta qué punto se me

puede culpar. Por otra parte, si todo va bien (¡Así quiera concederlo Dios Todopoderoso!) y si

por azar este papel todavía pudiera ser destruido y cayera en tus manos, por la memoria de tu

querida madre y por el amor que existe entre nosotros, arrójalo al fuego y nunca más vuelvas

a dedicarle un solo pensamiento.

En cambio, si tus ojos recorren estas líneas, ello querrá decir que habré sido denunciado y

arrebatado de mi casa, o bien, lo que será más probable, pues ya sabes que tengo un

corazón débil, que yaceré con mi lengua sellada para siempre por la muerte.

Mi nombre, querido hijo, no es Trevor. Yo era James Armitage en mis años mozos, y ahora

comprenderás la impresión que me causó hace unas semanas, que tu amigo del colegio me

dirigiera unas palabras que daban a entender que había penetrado en mi secreto. Como

Armitage entré a trabajar en un banco de Londres. También como Armitage fui acusado de

quebrantar las leyes de mi país y sentenciado a la deportación. No me juzgues con dureza,

hijo mío: me vi obligado a pagar lo que se llama una deuda de honor y, para hacerlo, empleé

dinero que no era mío, seguro de que podría devolverlo antes de que hubiera la posibilidad de

que lo echaran en falta. Pero me persiguió el más atroz de los infortunios, el dinero con el que

yo había contado nunca llegó a mis manos, y una prematura revisión de las cuentas bancarias

reveló mi desfalco. Mi caso hubiera podido ser juz-gado con benevolencia, pero hace treinta

años las leyes eran aplicadas con mayor dureza que ahora, y el día en que cumplía veintitrés

años me vi encadenado, como cualquier delincuente y junto con otros treinta y siete

presidiarios, en el entrepuente de la Gloria Scott, con destino a Australia.

Corría el año 1855. La guerra de Crimea estaba en su apogeo y los viejos barcos destinados

a los presidiarios eran utilizados en su mayor parte como transporte en el mar Negro. Por

consiguiente, el gobierno se veía obligado a emplear embarcaciones más pequeñas y menos

adecuadas para enviar a ultramar sus presidiarios. La Gloria Scott había transportado té de

China, pero era un buque anticuado, de proa roma y gran manga, y los nuevos clippers lo

habían arrinconado. Desplazaba 500 toneladas y, además de sus treinta y ocho presidiarios,

llevaba a bordo una tripulación de veintiséis hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres

pilotos, un médico, un capellán y cuatro guardianes. En total, casi un centenar de almas

íbamos a bordo cuando zarpamos de Falmouth.

Los tabiques entre las celdas de los presidiarios, en vez de ser de grueso roble, como es

usual en los barcos que transportan presidiarios, eran bastante delgados y frágiles. El preso

contiguo, en dirección a popa, ya me había llamado la atención cuando recorrimos el muelle.

Era un hombre joven, de cara blanca e imberbe, nariz larga y delgada, y mandíbula bastante

poderosa. Mantenía la cabeza airosamente alta, caminaba con un cierto contoneo y

destacaba, sobre todo, por su extraordinaria altura. No creo que ninguno de nosotros le

llegara al hombro; estoy seguro de que no medía menos de seis pies y medio. Resultaba

extraño ver entre tantos rostros tristes y ajados una faz tan llena de energía y determinación.

Su visión fue para mí como la de una reconfortante hoguera en plena tormenta de nieve. Me

alegré al descubrir que era mi vecino, y todavía más cuando, en plena noche, oi un susurro

junto a mi oído y observé que se las había arreglado para abrir un orificio en la delgada tabla

que nos separaba.

–Hola, compañero –me dijo–. ¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás aquí?

Se lo dije y pregunté, a mi vez, con quién hablaba.

–Soy Jack Prendergast –me contestó–, y por todos los cielos te aseguro que aprenderás a

bendecir mi nombre antes de lo que tarda en cantar el gallo.

Yo recordaba haber oído hablar de su caso, pues había causado una sensación enorme en

todo el país, poco antes de mi propio arresto. Era hombre de buena familia y de una gran

capacidad, pero con hábitos torcidos e incurables, y que, mediante un ingenioso sistema de

fraude, habla obtenido sumas enormes de los principales comerciantes de Londres.

¡Ajá! ¿Conque recuerdas mi caso? –exclamó con orgullo.

Y muy bien, por cierto.

–Entonces tal vez recuerdes algo extraño en él.

–¿El qué?

Yo me había hecho casi con un cuarto de millón, ¿no es así?

–Así se dijo.

-Pero no se recuperó ni un céntimo, ¿verdad?

-No.

-Bien, ¿y dónde crees que está el botín? –inquirió.

-No tengo ni la menor idea.

-Pues aquí, entre mi pulgar y el índice –me aseguró-. Por Dios que tengo más libras a mi

nombre que tu pelos en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo mío, y sabes cómo manejarlo y

hacerlo circular, ¡puedes lograr cualquier cosa! Y no irás a creer que un hombre que puede

hacer cualquier cosa se dispone a gastar el asiento de sus pantalones sentado en la apestosa

bodega de un mohoso carguero de las costas de China, infestado por las ratas y las

cucarachas, y semejante a un ataud viejo y putrefacto. No, señor, un hombre como yo cuidará

de sí mismo y cuidará de sus amigos. ¡Puedes estar seguro de ello! Tú confía en él, y tan

cierto como la Biblia que él te sacará adelante.

Tal era su manera de hablar y, al principio, creí que nada significaba, pero al cabo de un

tiempo, cuando me hubo puesto a prueba y juramentado con toda la solemnidad posible, me

dio a entender que habia realmente una conspiración para apoderarse del barco. Una docena

de presidiarios lo habían tramado antes de subir a bordo; Prendergast era el jefe, y su dinero

era el factor motivador.

–Yo tenía un asociado –me dijo–, un hombre de rara valía y tan leal como la culata de un fusil

al cañón del mismo. Se ordenó como sacerdote, ¿y dónde crees que se encuentra en este

momento? Pues bien, es el capellán de este barco... ¡Nada menos que el capellán! Subió a

bordo con un abrigo negro y sus papeles en orden, y en su caja lleva dinero suficiente para

comprar este trasto desde la quilla hasta lo alto del palo mayor. La tripulación es suya en

cuerpo y alma. Pudo comprarla a tanto la gruesa con descuento por pago al contado, y lo hizo

incluso antes de que firmaran el conocimiento de embarque. Cuenta con dos de los

guardianes y con Mercer, el segundo oficial, y conseguiría al propio capitán si creyese que

valía la pena.

–¿Qué hemos de hacer, pues? –pregunté.

–¿Qué te figuras? –repuso–. Vamos a hacer que las casacas de estos soldados se vuelvan

más rojas que cuando las cortó el sastre.

–Pero ellos están armados –alegué.

–Y también lo estaremos nosotros, muchacho. Hay un par de pistolas para cada hijo de madre

de los nuestros, y si no podemos apoderarnos de este barco con una tripulación que nos

respalde, valdrá más que nos manden a todos a un pensionado de señoritas. Habla esta

noche con tu vecino de la izquierda y entérate de si se puede confiar en él.

Así lo hice, y averigüé que era un joven en una situación muy semejante a la mía, cuyo delito

había sido el de falsificación. Se llamaba Evans, pero después cambió de nombre, igual que

yo, y hoy es un hombre rico y próspero en el sur de Inglaterra. Estaba más que dispuesto a

unirse a la conspiración, como único medio para salvarnos, y antes de haber cruzado el golfo

de Vizcaya sólo dos de los presidiarios no estaban enterados del secreto. Uno de ellos era un

débil mental en el que no nos atrevimos a confiar; el otro padecía una ictericia y no podía

sernos de ninguna utilidad.

En realidad, desde el primer momento no hubo nada que pudiera impedirnos tomar posesión

del navío. La tripulación la formaban un grupo de rufianes, especialmente elegidos para el

trabajo. El supuesto capellán entraba en nuestras celdas para exhortarnos, equipado con un

maletín negro en apariencia lleno de folletos religiosos, y tan a menudo nos visitaba que el

tercer día cada uno de nosotros ya había ocultado al pie del camastro una lima, un par de

pistolas, una libra de pólvora y veinte postas. Dos de los guardianes eran agentes de

Prendergast y el segundo oficial era su mano derecha. El capitán, los otros dos oficiales, el

doctor y el teniente Martin y sus dieciocho soldados, era a todo lo que deberíamos

enfrentarnos. No obstante, pese a esta providencia, decidimos no descuidar ninguna

precaución y efectuar nuestro ataque de repente y por la noche. Sin embargo, se produjo

antes de lo que esperábamos y del modo siguiente:

Una tarde, alrededor de la tercera semana después de nuestra partida, el doctor había bajado

para visitar a uno de los presidiarios que estaba enfermo y, al poner la mano en la parte

inferior del catre, palpó el perfil de las pistolas. Si hubiera guardado silencio, habría po-dido

enviarlo todo al traste, pero era un hombrecillo nervioso y lanzó una exclamación de sorpresa,

y se puso tan pálido que el otro supo al instante lo que ocurría y lo inmovilizó. Fue

amordazado antes de que pudiera dar la alarma y atado a la cama. Había dejado abierta la

puerta que conducía a cubierta y por ella salimos todos precipitadamente. Los dos centinelas

fueron abatidos a tiros y también un cabo que acudió corriendo para saber qué ocurría. Había

otros dos soldados ante la puerta del salón, mas al parecer sus mosquetes no estaban

cargados, ya que no llegaron a disparar contra nosotros, y ambos fueron acribillados a

balazos mientras trataban de calar sus bayonetas. Corrimos entonces hacia el camarote del

capitán, pero al abrir la puerta se oyó una detonación en el interior y lo encontramos con la

cabeza apoyada en el mapa de Atlántico, sujeto con chinchetas a la mesa, y con el capellán

junto a él, con una pistola humeante en su mano. Los dos oficiales habían sido hechos

prisioneros por la tripulación y la situación parecía totalmente dominada.

El salón era contiguo al camarote; entramos en él y nos acomodamos en sus bancos,

hablando todos a la vez, pues nos enloquecía la sensación de gozar nuevamente de libertad.

Había armarios a nuestro alrededor, y Wilson, el falso capellán, descerrajó uno de ellos y sacó

una docena de botellas de jerez. Rompimos sus golletes, vertimos el vino en vasos y los

estábamos apurando, cuando de pronto, sin la menor advertencia, llegó el rugido de los

mosquetes a nuestros oídos y el salón se llenó de humo, hasta el punto que no podíamos ver

a través de la mesa. Wilson y otros ocho hombres se retorcían en el suelo, unos sobre otros; y

la sangre y el jerez añejo sobre aquella mesa todavía me enferman cuando pienso en ello.

Tanto nos intimidó aquella visión, que creo que nos hubiéramos dado por vencidos de no

haber sido por Prendergast, que bramó como un toro y se precipitó hacia la puerta con todos

los supervivientes pisándole los talones. Nos habían disparado a través de las lumbreras

entreabiertas del salón. Salimos a cubierta y allí, a popa, se encontraban el teniente y diez de

sus hombres. Nos lanzamos sobre ellos antes de que consiguieran cargar de nuevo sus

mosquetes; se defendieron con coraje, pero pudimos con ellos y, cinco minutos después, todo

había terminado. A fe mía que dudo que hubiera un matadero como aquel barco. Prendergast

parecía un demonio enfurecido y agarró a los soldados como si fueran chiquillos y los arrojó

por la borda, vivos o muertos. Había un sargento con terribles heridas y, sin embargo, se

mantuvo a nado durante un tiempo sorprendente, hasta que alguien tuvo la misericordia de

volarle la tapa de los sesos. Cuando terminó la refriega, no quedaba con vida ninguno de

nuestros enemigos, excepto los guardianes, los oficiales y el doctor.

Precisamente por causa de ellos se produjo la gran disputa. Muchos de nosotros nos

dábamos por satisfechos con la recuperación de nuestra libertad y no deseábamos cargar con

asesinatos nuestras conciencias. Una cosa era tumbar a los soldados armados y otra

presenciar cómo se mataban hombres a sangre fría. Ocho de nosotros, cinco presidiarios y

tres marineros, dijimos que no queríamos presenciar semejante atrocidad, pero no hubo

manera de convencer a Prendergast y sus seguidores. Dijo que nuestra única probabilidad de

salvación radicaba en efectuar un trabajo a fondo, y que no dejaría una sola lengua capaz de

hablar más tarde en el estrado de los testigos. A punto estuvimos de correr la misma suerte

de los rehenes pero finalmente Prendergast dijo que, si queríamos, podíamos quedarnos con

un bote de salvamento y largarnos. Aceptamos en el acto, pues ya estábamos hartos de

tantos sucesos sangrientos y sabíamos que las cosas no harían sino empeorar. Nos

entregaron un traje de marinero a cada uno, dos barriles de agua y otros dos, uno de tasajo y

otro de galleta, y una brújula. Prendergast nos arrojó una carta de navegación, nos dijo que

éramos marineros cuyo buque había naufragado en los 50 lat. N y 250 long. O, y después

cortó la amarra y nos dejó marchar.

Y ahora, mi querido hijo, viene la parte más sorprendente de mi historia. Durante la rebelión,

los marineros, para inmovilizar el barco, habían puesto en facha la vela del trinquete, pero

ahora, mientras nos alejábamos de ellos, la izaron de nuevo y, puesto que soplaba un suave

viento del nordeste –los alisios–, la corbeta empezó a distanciarse lentamente de nosotros.

Nuestro bote subía y bajaba a merced del monótono oleaje, y Evans y yo, que éramos los

más cultos del grupo, estábamos sentados a popa calculando nuestra posición y planeando

hacia qué costa de Africa podíamos dirigirnos. Era una cuestión peliaguda, ya que cabo Verde

quedaba sólo a unas quinientas millas al noreste y Sierra Leona a unas setecientas al este.

En resumidas cuentas, visto que soplaban a favor los vientos alisios, pensamos que la mejor

opción sería Sierra Leona, y pusimos rumbo en esta dirección, cuando la corbeta casi

ocultaba ya su casco a estribor. De pronto, mientras la estábamos mirando, vimos que

brotaba de ella una densa columna de humo, que se cernió sobre el horizonte como un árbol

monstruoso. Unos segundos más tarde, una explosión retumbó como un trueno en nuestros

oídos y, cuando la humareda se disipó un poco, no vimos ni rastro de la Gloria Scott. Instantes

después, viramos en redondo y remamos con todas nuestras fuerzas hacia el lugar donde el

humo que aún flotaba sobre el agua marcaba la escena de la catástrofe.

Pasó una larga hora antes de que llegáramos a ella y al principio temimos que fuera

yademasiado tarde para salvar a alguien. Un bote hecho astillas y varias jaulas de embalaje y

restos de la arboladura, que se balanceaban sobre las olas, nos señalaron dónde se había ido

a pique la corbeta. Al no advertir indicios de vida perdimos toda esperanza, y ya nos

alejábamos cuando oímos un grito de auxilio y vimos a cierta distancia unos restos del

naufragio, con un hombre tendido sobre ellos. Cuando lo subimos a bordo de nuestro bote,

resultó ser un marinero llamado Hudson, tan exhausto y lleno de quemaduras que hasta la

mañana siguiente no pudo contarnos lo ocurrido.

Al parecer, después de marcharnos nosotros, Prendergast y su pandilla se habían dedicado a

dar muerte a los restantes rehenes: el tercer oficial y los dos guardianes fueron muertos a tiros

y arrojados por la borda. Seguidamente, Prendergast bajó al entre-puente y con sus propias

manos degolló al infortunado cirujano. Sólo quedaba el primer oficial, un hombre audaz y

decidido que, cuando vio al presidiario acercarse a él con el cuchillo ensangrentado en la

mano, se desprendió de sus ligaduras que de algún modo había conseguido aflojar y,

echando a correr por la cubierta, se precipitó hacia la bodega de popa.

Una docena de presidiarios que bajaron pistola en mano en pos de él, lo encontraron con una

caja de cerillas en la mano, sentado junto a un barril de pólvora abierto, uno del centenar que

había a bordo, y jurando que los haría volar a todos por los aires si se le molestaba. Un

instante después se produjo la explosión, aunque Hudson creía que fue causada por la bala

mal dirigida de uno de los presidiarios y no por la cerilla del oficial. Pero cualquiera que fuese

la causa, significó el fin de la Gloria Scott y de la chusma que se había apoderado de la

corbeta.

Tal es, mi querido hijo, la historia de ese terrible asunto en el que me vi envuelto. El día

siguiente nos recogió el bergantín Hodspur, con destino a Australia, cuyo capitán no tuvo

dificultad en creer que éramos los supervivientes de un barco de pasaje que se había ido a

pique. La Gloria Scott fue considerada por el Almirantazgo como perdida en alta mar, y ni una

sola palabra se ha sabido jamás acerca de su verdadero sino. Tras un viaje excelente, el

Hodspur nos desembarcó en Sidney, donde Evans y yo cambiamos nuestros nombres y nos

dirigimos a las excavaciones en busca de oro, donde, entre la multitud allí concentrada,

procedente de todas las naciones, no tuvimos la menor dificultad en perder nuestras

anteriores identidades.

No es necesario que relate el resto. Prosperamos, viajamos, volvimos a Inglaterra como ricos

colonos, y adquirimos propiedades rurales. Durante más de veinte años hemos llevado una

existencia pacífica y útil, y esperábamos que nuestro pasado estuviera enterrado para

siempre. Imagina, pues, mis sentimientos cuando en el marinero que nos vino a ver reconocí

al instante al hombre que habíamos salvado del naufragio. De alguna manera había

averiguado nuestro paradero y estaba dispuesto a vivir a expensas de nuestro miedo.

Comprenderás ahora por qué me esforcé en vivir en paz con él, y hasta cierto punto

compartirás conmigo los temores que me invaden, después de que se haya alejado de mí e

ido en busca de otra víctima con amenazas en su boca.

Debajo había escrito con una mano tan temblorosa que el texto apenas resultaba legible:

«Beddoes escribe en clave que H. lo ha contado todo. ¡Que el Señor se apiade de nuestras

almas!»

–Tal fue la narración que aquella noche le leí al joven Trevor, y yo creo, Watson, que, dadas

las circunstancias, era de lo más dramático. El buen muchacho se quedó con el corazón

destrozado a causa de ella y se marchó a las plantaciones de té de Terai, donde, según he

oído decir, se defiende bien. En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber

de ellos desde el día en que fue escrita la carta de advertencia. Ambos desaparecieron

absolutamente. La policía no recibió ninguna denuncia, de modo que Beddoes juzgó como un

hecho lo que era tan sólo una amenaza. A Hudson se le había visto acechar furtivamente en

las cercanías, y la policía llegó a creer que había liquidado a Beddoes y a continuación había

huido. Por mi parte, creo que la verdad fue exactamente lo opuesto. Considero como lo más

probable que Beddoes, movido por la desesperación y creyéndose ya traicionado, se vengó

de Hudson y huyó del país con todo el dinero al que pudo echar mano. Tales son los hechos

del caso, doctor, y si resultan de alguna utilidad para su colección, le aseguro que los pongo

gustosamente a su disposición.

SIR ARTHUR CONAN DOYLE -- UN ESCANDALO EN BOHEMIA

SIR ARTHUR CONAN DOYLE

UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA Un escándalo en Bohemia sir Arthur Conan Doyle

UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA - Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930)

Título en Inglés: A SCANDAL IN BOHEMIA

Texto de dominio público.

LA AVENTURA DE UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA

sir Arthur Conan Doyle

Ella es siempre, para Sherlock Holmes, la mujer Rara vez le he oído hablar de ella aplicándole otro nombre. A los ojos de Sherlock Holmes, eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No es que haya sentido por Irene Adler nada que se parezca al amor. Su inteligencia fría, llena de precisión, pero admirablemente equilibrada, era en extremo opuesta a cualquier clase de emociones. Yo le considero como la máquina de razonar y de observar más perfecta que ha conocido el mundo; pero como enamorado, no habría sabido estar en su papel. Si alguna vez hablaba de los sentimientos más tiernos, lo hacía con mofa y sarcasmo. Admirables como tema para el observador, excelentes para descorrer el velo de los móviles y de los actos de las personas. Pero el hombre entrenado en el razonar que admitiese intrusiones semejantes en su temperamento delicado y finamente ajustado, daría con ello entrada a un factor perturbador, capaz de arrojar la duda sobre todos los resultados de su actividad mental. Ni el echar arenilla en un instrumento de gran sensibilidad, ni una hendidura en uno de sus cristales de gran aumento, serían más perturbadores que una emoción fuerte en un temperamento como el suyo. Pero con todo eso, no existía para él más que una sola mujer, y ésta era la que se llamó Irene Adler, de memoria sospechosa y discutible.

Era poco lo que yo había sabido de Holmes en los últimos tiempos. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los diversos intereses que, centrados en el hogar, rodean al hombre que se ve por vez primera con casa propia, bastaban para absorber mi atención; Holmes, por su parte, dotado de alma bohemia, sentía aversión a todas las formas de la vida de sociedad, y permanecía en sus habitaciones de Baker Street, enterrado entre sus libracos, alternando las semanas entre la cocaína y la ambición, entre los adormilamientos de la droga y la impetuosa energía de su propia y ardiente naturaleza. Continuaba con su profunda afición al estudio de los hechos criminales, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarias dotes de observación a seguir determinadas pistas y aclarar los hechos misteriosos que la Policía oficial había puesto de lado por considerarlos insolubles. Habían llegado hasta mí, de cuando en cuando, ciertos vagos rumores acerca de sus actividades: que lo habían llamado a Odesa cuando el asesinato de Trepoff; que había puesto en claro la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee, y, por último, de cierto cometido que había desempeñado de manera tan delicada y con tanto éxito por encargo de la familia reinante de Holanda. Sin embargo, fuera de estas señales de su actividad, que yo me limité a compartir con todos los lectores de la Prensa diaria, era muy poco lo que había sabido de mi antiguo amigo y compañero.

Regresaba yo cierta noche, la del 20 de marzo de 1888, de una visita a un enfermo (porque había vuelto a consagrarme al ejercicio de la medicina civil) y tuve que pasar por Baker Street Al cruzar por delante de la puerta que tan gratos recuerdos tenía para mí, y que por fuerza tenía que asociarse siempre en mi mente con mi noviazgo y con los tétricos episodios del Estudio en escarlata, me asaltó un vivo deseo de volver a charlar con Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarias facultades. Vi sus habitaciones brillantemente iluminadas y, cuando alcé la vista hacia ellas, llegué incluso a distinguir su figura, alta y enjuta, al proyectarse por dos veces su negra silueta sobre la cortina. Sherlock Holmes se paseaba por la habitación a paso vivo con impaciencia, la cabeza caída sobre el pecho las manos entrelazadas por detrás de la espalda. Para mí, que conocía todos sus humores y hábitos, su actitud y sus maneras tenían cada cual un significado propio. Otra vez estaba dedicado al trabajo. Había salido de las ensoñaciones provocadas por la droga, y estaba lanzado por el husmillo fresco de algún problema nuevo Tiré de la campanilla de llamada, y me hicieron subir a la habitación que había sido parcialmente mía.

Sus maneras no eran efusivas. Rara vez lo eran pero, según yo creo, se alegró de verme. Sin hablar apenas, pero con mirada cariñosa, me señaló con un vaivén de la mano un sillón, me echó su caja de cigarros, me indicó una garrafa de licor y un recipiente de agua de seltz que había en un rincón. Luego se colocó en pie delante del fuego, y me paso revista con su característica manera introspectiva.

—Le sienta bien el matrimonio —dijo a modo de comentario—. Me está pareciendo, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.

—Siete —le contesté.

—Pues, la verdad, yo habría dicho que un poquitín más. Yo creo, Watson, que un poquitín más. Y, por lo que veo, otra vez ejerciendo la medicina. No me había dicho usted que tenía el propósito de volver a su trabajo.

—Pero ¿cómo lo sabe usted?

—Lo estoy viendo; lo deduzco. ¿Cómo sé que últimamente ha cogido usted mucha humedad, y que tiene a su servicio una doméstica torpe y descuidada?

—Mi querido Holmes —le dije—, esto es demasiado. De haber vivido usted hace unos cuantos siglos, con seguridad que habría acabado en la hoguera. Es cierto que el jueves pasado tuve que hacer una excursión al campo y que regresé a mi casa todo sucio; pero como no es ésta la ropa que llevaba no puedo imaginarme de qué saca usted esa deducción. En cuanto a Marijuana, sí que es una muchacha incorregible, y por eso mi mujer le ha dado ya el aviso de despido; pero tampoco sobre ese detalle consigo imaginarme de qué manera llega usted a razonarlo.

Sherlock Holmes se rió por lo bajo y se frotó las manos, largas y nerviosas.

—Es la cosa más sencilla —dijo—. La vista me dice que en la parte interior de su zapato izquierdo, precisamente en el punto en que se proyecta la claridad del fuego de la chimenea, está el cuero marcado por seis cortes casi paralelos. Es evidente que han sido producidos por alguien que ha rascado sin ningún cuidado el borde de la suela todo alrededor para arrancar el barro seco. Eso me dio pie para mi doble deducción de que había salido usted con mal tiempo y de que tiene un ejemplar de doméstica londinense que rasca las botas con verdadera mala saña. En lo referente al ejercicio de la medicina, cuando entra un caballero en mis habitaciones oliendo a cloroformo, y veo en uno de los costados de su sombrero de copa un bulto saliente que me indica dónde ha escondido su estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para no dictaminar que se trata de un miembro en activo de la profesión médica.

No pude menos de reírme de la facilidad con que explicaba el proceso de sus deducciones, y le dije:

—Siempre que le oigo aportar sus razones, me parece todo tan ridículamente sencillo que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad, aunque, en cada uno de los casos, me quedo desconcertado hasta que me explica todo el proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo que tengo tan buenos ojos como usted.

—Así es, en efecto —me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón—. Usted ve, pero no se fija. Es una distinción clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia los escalones para subir desde el vestíbulo a este cuarto.

—Muchas veces.

—¿Como cuántas?

—Centenares de veces.

—Dígame entonces cuántos escalones hay.

—¿Cuántos? Pues no lo sé.

—¡Lo que yo le decía! Usted ha visto, pero no se ha fijado. Ahí es donde yo hago hincapié. Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y, al mismo tiempo, me he fijado. A propósito, ya que le interesan a usted estos pequeños problemas, y puesto que ha llevado su bondad hasta hacer la crónica de uno o dos de mis insignificantes experimentos, quizá sienta interés por éste.

Me tiró desde donde él estaba una hoja de un papel de cartas grueso y de color de rosa, que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Y añadió:

—Me llegó por el último correo. Léala en voz alta.

Era una carta sin fecha, sin firma y sin dirección. Decía:

«Esta noche, a las ocho menos cuarto, irá a visitar a usted un caballero que desea consultarle sobre un asunto del más alto interés. Los recientes servicios que ha prestado usted a una de las casas reinantes de Europa han demostrado que es usted la persona a la que se pueden confiar asuntos cuya importancia no es posible exagerar. En esta referencia sobre usted coinciden las distintas fuentes en que nos hemos informado. Esté usted en sus habitaciones a la hora que se le indica, y no tome a mal que el visitante se presente enmascarado.»

—Este si que es un caso misterioso —comenté yo—. ¿Qué cree usted que hay detrás de esto?

—No poseo todavía datos. Constituye un craso error el teorizar sin poseer datos. Uno empieza de manera insensible a retorcer los hechos para acomodarlos a sus hipótesis, en vez de acomodar las hipótesis a los hechos. Pero, circunscribiéndonos a la carta misma, ¿qué saca usted de ella?

Yo examiné con gran cuidado la escritura y el papel.

—Puede presumirse que la persona que ha escrito esto ocupa una posición desahogada —hice notar, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero—. Es un papel que no se compra a menos de media corona el paquete. Su cuerpo y su rigidez son característicos.

—Ha dicho usted la palabra exacta: característicos —comentó Holmes—. Ese papel no es en modo alguno inglés. Póngalo al trasluz.

Así lo hice, y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúscula seguida de una t minúscula, entrelazadas en la fibra misma del papel.

—¿Qué saca usted de eso?—preguntó Holmes.

—Debe de ser el nombre del fabricante, o mejor dicho, su monograma.

—De ninguna manera. La G mayúscula con t minúscula equivale a Gesellschaft, que en alemán quiere decir Compañía. Es una abreviatura como nuestra Cía. La P es, desde luego, Papier. Veamos las letras Eg. Echemos un vistazo a nuestro Diccionario Geográfico.

Bajó de uno de los estantes un pesado volumen pardo, y continuó:

—Eglow, Eglonitz... Aquí lo tenemos, Egria. Es una región de Bohemia en la que se habla alemán, no lejos de Carlsbad. «Es notable por haber sido el escenario de la muerte de Vallenstein y por sus muchas fábricas de cristal y de papel.» Ajajá, amigo mío, ¿qué saca usted de este dato?

Le centelleaban los ojos, y envió hacía el techo una gran nube triunfal del llamo azul de su cigarrillo.

—El papel ha sido fabricado en Bohemia —le dije.

—Exactamente. Y la persona que escribió la carta es alemana, como puede deducirse de la manera de redactar una de sus sentencias. Ni un francés ni un ruso le habrían dado ese giro. Los alemanas tratan con muy poca consideración a sus verbos. Sólo nos queda, pues, por averiguar qué quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y que prefiere usar una máscara a mostrar su cara. Pero, si no me equivoco, aquí está él para aclarar nuestras dudas.

Mientras Sherlock Holmes hablaba, se oyó estrépito de cascos de caballos y el rechinar de unas ruedas rozando el bordillo de la acera, todo ello seguido de un fuerte campanillazo en la puerta de calle. Holmes dejó escapar un silbido y dijo:

—De dos caballos, a juzgar por el ruido.

Luego prosiguió, mirando por la ventana:

—Sí, un lindo coche brougham1, tirado por una yunta preciosa. Ciento cincuenta guineas valdrá cada animal. Watson, en este caso hay dinero o, por lo menos, aunque no hubiera otra cosa.

—Holmes, estoy pensando que lo mejor será que me retire.

1 Coche cerrado para dos o cuatro personas, con el pescante fuera.

—De ninguna manera, doctor. Permanezca donde está. Yo estoy perdido sin mi Boswell 2. Esto promete ser interesante. Sería una lástima que usted se lo perdiese.

—Pero quizá su cliente...

—No se preocupe de él. Quizá yo necesite la ayuda de usted y él también. Aquí llega. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos su mayor atención.

Unos pasos, lentos y fuertes, que se habían oído en las escaleras y en el pasillo se detuvieron junto a la puerta, del lado exterior. Y de pronto resonaron unos golpes secos.

—¡Adelante! —dijo Holmes. Entró un hombre que no bajaría de los seis pies y seis pulgadas de estatura, con el pecho y los miembros de un Hércules. Sus ropas eran de una riqueza que en Inglaterra se habría considerado como lindando con el mal gusto. Le acuchillaban las mangas y los delanteros de su chaqueta cruzada unas posadas franjas de astracán, y su capa azul oscura, que tenía echada hacia atrás sobre los hombros, estaba forrada de seda color llama, y sujeta al cuello con un broche consistente en un berilo resplandeciente. Unas botas que le llegaban hasta la media pierna, y que estaban festoneadas en los bordes superiores con rica piel parda, completaban la impresión de barbara opulencia que producía el conjunto de su aspecto externo. Traía en la mano un sombrero de anchas alas y, en la parte superior del rostro, tapándole hasta más abajo de los pómulos, ostentaba un antifaz negro que, por lo visto, se había colocado en ese mismo instante, porque aún tenía la mano puesta en él cuando hizo su entrada. A juzgar por las facciones de la parte inferior de la cara, se trataba de un hombre de carácter voluntarioso, de labio inferior grueso y caído, y barbilla prolongada y recta, que sugería una firmeza llevada hasta la obstinación.

—¿Recibió usted mi carta? —preguntó con voz profunda y ronca, de fuerte acento alemán—. Le anunciaba mi visita.

Nos miraba tan pronto al uno como al otro, dudando a cuál de los dos tenía que dirigirse.

—Tome usted asiento por favor —le dijo Sherlock Holmes—. Este señor es mi amigo y colega, el doctor Watson, que a veces lleva su amabilidad hasta ayudarme en los casos que se me presentan ¿A quién tengo el honor de hablar?

—Puede hacerlo como si yo fuese el conde von Kramm, aristócrata bohemio. Doy por supuesto este caballero amigo suyo es hombre de honor discreto al que yo puedo confiar un asunto de la mayor importancia. De no ser así, preferiría muchísimo tratar con usted solo.

Me levanté para retirarme, pero Holmes me agarró de la muñeca y me empujó, obligándome a sentarme.

—O a los dos, o a ninguno —dijo—. Puede usted hablar delante de este caballero todo cuanto quiera decirme a mí

El conde encogió sus anchos hombros, y dijo:

—Siendo así, tengo que empezar exigiendo de ustedes un secreto absoluto por un plazo de dos años, pasados los cuales el asunto carecerá de importancia. En este momento, no exageraría afirmando que la tiene tan grande que pudiera influir en la historia de Europa.

—Lo prometo —dijo Holmes.

—Y yo también.

—Ustedes disculparán este antifaz —prosiguió nuestro extraño visitante—. La augusta persona que se sirve de mí desea que su agente permanezca incógnito para ustedes, y no estará de más que confiese desde ahora mismo que el título nobiliario que he adoptado no es exactamente el mío.

—Ya me había dado cuenta de ello —dijo secamente Holmes.

—Trátase de circunstancias sumamente delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para ahogar lo que pudiera llegar a ser un escándalo inmenso y comprometer seriamente a

2 Biógrafo escocés y, por generalización, todo biógrafo entusiasta del biografiado.

una de las familias reinantes de Europa. Hablando claro, está implicada en este asunto la gran casa de los Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.

—También lo sabía—murmuró Holmes arrellanándose en su sillón, y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró con algo de evidente sorpresa la figura lánguida y repantigada de aquel hombre, al que sin duda le habían pintado como al razonador más incisivo y al agente más enérgico de Europa. Holmes reabrió poco a poco los ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente. —Si su majestad se dignase exponer su caso —dijo a modo de comentario—, estaría en mejores condiciones para aconsejarle.

Nuestro hombre saltó de su silla, y se puso a pasear por el cuarto, presa de una agitación imposible de dominar. De pronto se arrancó el antifaz de la cara con un gesto de desesperación, y lo tiró al suelo, gritando:

—Está usted en lo cierto. Yo soy el rey. ¿Por qué voy a tratar de ocultárselo?.

—Naturalmente. ¿Por qué? —murmuró Holmes—. Aún no había hablado su majestad y ya me había yo dado cuenta de que estaba tratando con Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel-Falstein y rey hereditario de Bohemia.

—Pero ya comprenderá usted —dijo nuestro extraño visitante, volviendo a tomar asiento y pasándose la mano por su frente, alta y blanca— ya comprenderá usted, digo, que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones. Se trataba, sin embargo, de un asunto tan delicado que no podía confiárselo a un agente mío sin entregarme en sus manos. He venido bajo incógnito desde Praga con el propósito de consultar con usted.

—Pues entonces, consúlteme —dijo Holmes, volviendo una vez más a cerrar los ojos.

—He aquí los hechos, brevemente expuestos: Hará unos cinco años, y en el transcurso de una larga estancia mía en Varsovia, conocí a la célebre aventurera Irene Adler. Con seguridad que ese nombre le será familiar a usted.

—Doctor, tenga la amabilidad de buscarla en el índice—murmuró Holmes sin abrir los ojos.

Venía haciendo extractos de párrafos referentes a personas y cosas, Y era difícil tocar un tema o hablar de alguien sin que él pudiera suministrar en el acto algún dato sobre los mismos. En el caso actual encontré la biografía de aquella mujer, emparedada entre la de un rabino hebreo y la de un oficial administrativo de la Marina, autor de una monografía acerca de los peces abismales.

—Déjeme ver —dijo Holmes—. ¡Ejem! Nacida en Nueva Jersey el año mil ochocientos cincuenta y ocho. Contralto. ¡Ejem! La Scala. ¡Ejem! Prima donna en la Opera Imperial de Varsovia... Eso es... Retirada de los escenarios de ópera, ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Justamente!... Según tengo entendido, su majestad se enredó con esta joven, le escribió ciertas cartas comprometedoras, y ahora desea recuperarlas.

—Exactamente... Pero ¿cómo?.

—¿Hubo matrimonio secreto?.

—En absoluto.

—¿Ni papeles o certificados legales?.

—Ninguno.

—Pues entonces, no alcanzo a ver adónde va a parar su majestad. En el caso de que esta joven exhibiese cartas para realizar un chantaje, o con otra finalidad cualquiera, ¿cómo iba ella a demostrar su autenticidad?

—Esta la letra.

—¡Puf! Falsificada.

—Mi papel especial de cartas.

—Robado.

—Mi propio sello.

—Imitado.

—Mi fotografía.

—Comprada.

—En la fotografía estamos los dos.

—¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que está mal! Su majestad cometió, desde luego, una indiscreción.

—Estaba fuera de mí, loco.

—Se ha comprometido seriamente.

—Entonces yo no era más que príncipe heredero. Y, además, joven. Hoy mismo no tengo sino treinta años.

—Es preciso recuperar esa fotografía.

—Lo hemos intentado y fracasamos.

—Su majestad tiene que pagar. Es preciso comprar esa fotografía.

—Pero ella no quiere venderla.

—Hay que robársela entonces.

—Hemos realizado cinco tentativas. Ladrones a sueldo mío registraron su casa de arriba abajo por dos veces. En otra ocasión, mientras ella viajaba, sustrajimos su equipaje. Le tendimos celadas dos veces más. Siempre sin resultado.

—¿No encontraron rastro alguno de la foto?

—En absoluto.

Holmes se echó a reír y dijo:

—He ahí un problemita peliagudo.

—Pero muy serio para mí —le replicó en tono de reconvención el rey.

—Muchísimo, desde luego. Pero ¿qué se propone hacer ella con esa fotografía?

—Arruinarme.

—¿Cómo?

—Estoy en vísperas de contraer matrimonio.

—Eso tengo entendido.

—Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen. Hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá sepa usted que es una familia de principios muy estrictos. Y ella misma es la esencia de la delicadeza. Bastaría una sombra de duda acerca de mi conducta para que todo se viniese abajo

—¿ Y qué dice Irene Adler?

—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Estoy seguro de que lo hará. Usted no la conoce. Tiene un alma de acero. Posee el rostro de la más hermosa de las mujeres y el temperamento del más resuelto de los hombres. Es capaz de llegar a cualquier extremo antes de consentir que yo me case con otra mujer.

—¿Esta seguro de que no la ha enviado ya?

—Lo estoy.

—¿ Por qué razón?

—Porque ella aseguró que la enviará el día mismo en que se haga público el compromiso matrimonial. Y eso ocurrirá el lunes próximo

—Entonces tenemos por delante tres días aún —exclamó Holmes, bostezando—. Es una suerte, porque en este mismo instante traigo entre manos un par de asuntos de verdadera importancia, Supongo que su majestad permanecerá por ahora en Londres, ¿no es así?

—Desde luego. Usted me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.

—Le haré llegar unas líneas para informarle de cómo llevamos el asunto

—Hágalo así, se lo suplico, porque vivo en una pura ansiedad.

—Otra cosa. ¿Y la cuestión dinero?

—Tiene usted carte blanche.

—¿Sin limitaciones?

—Le aseguro que daría una provincia de mi reino por tener en mi poder la fotografía.

—¿Y para gastos de momento?

El rey sacó de debajo de su capa un grueso talego de gamuza, y lo puso encima de la mesa, diciendo:

—Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes.

Holmes garrapateó en su cuaderno un recibo, y se lo entregó.

—¿Y la dirección de esa señorita? —preguntó.

—Pabellón Briony. Serpentine Avenue, St. John's Wood.

Holmes tomó nota, y dijo:

—Otra pregunta: ¿era la foto de tamaño exposición?

—Sí que lo era.

—Entonces, majestad, buenas noches, y espero que no tardaremos en tener alguna buena noticia para usted. Y a usted también, Watson, buenas noches —agregó así que rodaron en la calle las ruedas del brougham real—. Si tuviese la amabilidad de pasarse por aquí mañana por la tarde, a las tres, me gustaría charlar con usted de este asuntito.

II

A las tres en punto me encontraba yo en Barker Street, pero Holmes no había regresado todavía. La dueña me informó que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté, no obstante, junto al fuego, resuelto a esperarle por mucho que tardase. Esta investigación me había interesado profundamente; no estaba rodeada de ninguna de las características extraordinarias y horrendas que concurrían en los dos crímenes que he dejado ya relatados, pero la índole del caso y la alta posición del cliente de Holmes lo revestían de un carácter especial. La verdad es que, con independencia de la índole de las pesquisas que mi amigo emprendía, había en su magistral manera de abarcar las situaciones, y en su razonar agudo e incisivo, un algo que convertía para mí en un placer el estudio de su sistema de trabajo, y el seguirle en los métodos, rápidos y sutiles, con que desenredaba los misterios más inextricables. Me hallaba yo tan habituado a verle triunfar que ni siquiera me entraba en la cabeza la posibilidad de un fracaso suyo.

Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo de caballos, con aspecto de borracho, desaseado, de puntillas largas, cara abotagada y ropas indecorosas. A pesar de hallarme acostumbrado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el empleo de disfraces, tuve que examinarlo muy detenidamente antes de cerciorarme de que era él en persona Me saludó con

una inclinación de cabeza y se metió en su dormitorio, del que volvió a salir antes de cinco minutos vestido con traje de mezclilla y con su aspecto respetable de siempre.

—Pero ¡quien iba a decirlo! —exclamé yo, y él se rió hasta sofocarse; y rompió de nuevo a reír y tuvo que recostarse en su sillón, desmadejado e impotente.

—¿De qué se ríe?

—La cosa tiene demasiada gracia. Estoy seguro de que no es usted capaz de adivinar en qué invertí la mañana, ni lo que acabé por hacer.

—No puedo imaginármelo, aunque supongo que habrá estado estudiando las costumbres, y hasta quizá la casa de la señorita Irene Adler.

—Exactamente, pero las consecuencias que se me originaron han sido bastante fuera de lo corriente. Se lo voy a contar. Salí esta mañana de casa poco después de las ocho, caracterizado de mozo de caballos, en busca de colocación. Existe entre la gente de caballerizas una asombrosa simpatía y hermandad masónica. Sea usted uno de ellos, y sabrá todo lo que hay que saber. Pronto di con el Pabellón Briony. Es una joyita de chalet, con jardín en la parte posterior, pero con su fachada de dos pisos construida en línea con la calle. La puerta tiene cerradura sencilla. A la derecha hay un cuarto de estar, bien amueblado, con ventanas largas, que llegan casi hasta el suelo y que tienen anticuados cierres ingleses de ventana, que cualquier niño es capaz de abrir. En la fachada posterior no descubrí nada de particular, salvo que la ventana del pasillo puede alcanzarse desde el techo del edificio de la cochera. Caminé alrededor de la casa y lo examiné todo cuidadosamente y desde todo punto de vista, aunque sin descubrir ningún otro detalle de interés. Luego me fui paseando descansadamente calle adelante, y descubrí, tal como yo esperaba, unos establos en una travesía que corre a lo largo de una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos de cuadra en la tarea de almohazar los caballos, y me lo pagaron con dos peniques, un vaso de mitad y mitad, dos rellenos de la cazoleta de mi pipa con mal tabaco, y todos los informes que yo podía apetecer acerca de la señorita Adler, sin contar con los que me dieron acerca de otra media docena de personas de la vecindad, en las cuales yo no tenía ningún interés, pero que no tuve más remedio que escuchar.

—¿Y qué supo de Irene Adler? —le pregunté.

—Pues verá usted, tiene locos a todos los hombres que viven por allí. Es la cosa más linda que haya bajo un sombrero en todo el planeta. Así aseguran, como un solo hombre, todos los de las caballerizas de Serpentine. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días en carruaje a las cinco, y regresa a las siete en punto para cenar. Salvo cuando tiene que cantar, es muy raro que haga otras salidas. Sólo es visitada por un visitante varón, pero lo es con mucha frecuencia. Es un hombre moreno, hermoso, impetuoso, no se pasa un día sin que la visite, y en ocasiones lo hace dos veces el mismo día. Es un tal señor Godfrey Norton del colegio de abogados de Inner Temple3. Fíjese en todas las ventajas que ofrece para ser confidente el oficio de cochero. Estos que me hablaban lo habían llevado a su casa una docena de veces, desde las caballerizas de Serpentine, y estaban al cabo de la calle sobre su persona. Una vez que me hube enterado de todo cuanto podían decirme, me dediqué otra vez a pasearme calle arriba y calle abajo por cerca del Pabellón Briony, y a trazarme mi plan de campaña. Este Godfrey Norton jugaba, sin duda, un gran papel en el asunto. Era abogado lo cual sonaba de una manera ominosa. ¿Qué clase de relaciones existía entre ellos, y qué finalidad tenían sus repetidas visitas? ¿Era ella cliente, amiga o amante suya? En el primero de estos casos era probable que le hubiese entregado a él la fotografía. En el último de los casos, ya resultaba menos probable. De lo que resultase dependía el que yo siguiese con mi labor en el Pabellón Briony o volviese mi atención a las habitaciones de aquel caballero, en el Temple. Era un punto delicado y que ensanchaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo a usted con todos estos detalles, pero si usted ha de hacerse cargo de la situación, es preciso que yo le exponga mis pequeñas dificultades.

—Le sigo a usted con gran atención —le contesté.

—Aún seguía sopesando el tema en mi mente cuando se detuvo delante del Pabellón Briony un coche de un caballo, y saltó fuera de él un caballero. Era un hombre de extraordinaria belleza, moreno,

3 Uno de los cuatro colegios o asociaciones de abogados que había en Londres.

aguileño, de bigotes, sin duda alguna el hombre del que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa, gritó al cochero que esperase, e hizo a un lado con el brazo a la doncella que le abrió la puerta, con el aire de quien está en su casa. Permaneció en el interior cosa de media hora, y yo pude captar rápidas visiones de su persona, al otro lado de las ventanas del cuarto de estar, se paseaba de un lado para otro, hablaba animadamente, y agitaba los brazos. A ella no conseguí verla. De pronto volvió a salir aquel hombre con muestras de llevar aún más prisa que antes. Al subir al coche, sacó un reloj de oro del bolsillo, y miró la hora con gran ansiedad. «Salga como una exhalación —gritó—. Primero a Gross y Hankey, en Regent Street, y después a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Hay media guinea para usted si lo hace en veinte minutos!». Allá se fueron, y, cuando yo estaba preguntándome si no haría bien en seguirlos, veo venir por la travesía un elegante landó pequeño, cuyo cochero traía aún a medio abrochar la chaqueta, y el nudo de la corbata debajo de la oreja, mientras que los extremos de las correas de su atalaje saltan fuera de las hebillas. Ni siquiera tuvo tiempo de parar delante de la puerta, cuando salió ella del vestíbulo como una flecha, y subió al coche. No hice sino verla un instante, pero me di cuenta de que era una mujer adorable, con una cara como para que un hombre se dejase matar por ella. «A la iglesia de Santa Mónica, John —le gritó—, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.» Watson, aquello era demasiado bueno para perdérselo. Estaba yo calculando que me convenía más, si echar a correr o colgarme de la parte trasera del landó; pero en ese instante vi acercarse por la calle a un coche de alquiler. El cochero miró y remiró al ver un cliente tan desaseado; pero yo salté dentro sin darle tiempo a que pusiese inconvenientes, y le dije: «A la iglesia de Santa Mónica, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.» Eran veinticinco para las doce y no resultaba difícil barruntar de qué se trataba. Mi cochero arreó de lo lindo. No creo que yo haya ido nunca en coche a mayor velocidad, pero lo cierto es que los demás llegaron antes. Cuando lo hice yo, el coche de un caballo y el landó se hallaban delante de la iglesia, con sus caballos humeantes. Pagué al cochero y me metí a toda prisa en la iglesia. No había en ella un alma, fuera de las dos a quienes yo había venido siguiendo, y un clérigo vestido de sobrepelliz, que parecía estar arguyendo con ellos. Se hallaban los tres formando grupo delante del altar. Yo me metí por el pasillo lateral muy sosegadamente, como uno que ha venido a pasar el tiempo a la iglesia. De pronto, con gran sorpresa mía, los tres que estaban junto al altar se volvieron a mirarme, y Godfrey Norton vino a todo correr hacia mí. «¡Gracias a Dios! —exclamó—. Usted nos servirá. ¡Venga, venga!» «¿Qué ocurre?», pregunté. «Venga, hombre, venga. Se trata de tres minutos, o de lo contrario, no será legal.» --Me llevó medio a rastras al altar, y antes que yo comprendiese de qué se trataba, me encontré mascullando respuestas que me susurraban al oído, y saliendo garante de cosas que ignoraba por completo y, en términos generales, colaborando en unir con firmes lazos a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí me tiene usted entre el caballero, a un lado mío, que me daba las gracias, y al otro lado la dama, haciendo lo propio, mientras el clérigo me sonreía delante, de una manera beatífica. Fue la situación más absurda en que yo me he visto en toda mi vida, y fue el recuerdo de la misma lo que hizo estallar mi risa hace un momento. Por lo visto, faltaba no sé qué requisito a su licencia matrimonial, y el clérigo se negaba rotundamente a casarlos si no presentaban algún testigo; mi afortunada aparición ahorró al novio la necesidad de lanzarse a la calle a la búsqueda de un padrino. La novia me regaló un soberano, que yo tengo intención de llevar en la cadena de mi reloj en recuerdo de aquella ocasión.

—Las cosas han tomado un giro inesperado —dije yo—. ¿Qué va a ocurrir ahora?

—Pues, la verdad, me encontré con mis planes seriamente amenazados. Saqué la impresión de que quizá la pareja se iba a largar de allí inmediatamente, lo que requeriría de mi parte medidas rapidísimas y enérgicas. Sin embargo, se separaron a la puerta de la iglesia, regresando él en su coche al Temple y ella en el suyo a su propia casa. Al despedirse, le dijo ella: «Me pasearé, como siempre, en coche a las cinco por el parque.» No oí más. Los coches tiraron en diferentes direcciones, y yo me marché a lo mío.

—Y ¿qué es lo suyo?

—Pues a comerme alguna carne fiambre y beberme un vaso de cerveza —contestó, tocando la campanilla—. He andado demasiado atareado para pensar en tomar ningún alimento, y es probable que al anochecer lo esté aún más. A propósito doctor, me va a ser necesaria su cooperación.

—Encantado.

—¿No le importará faltar a la ley?

—Absolutamente nada.

—¿Ni el ponerse a riesgo de que lo detengan?

—No, si se trata de una buena causa.

—¡Oh, la causa es excelente!

—Entonces, cuente conmigo.

—Estaba seguro de que podía contar con usted.

—Pero ¿qué es lo que desea de mí?

—Se lo explicaré una vez que la señora Turner haya traído su bandeja. Y ahora —dijo, encarándose con la comida sencilla que le había servido nuestra patrona—, como es poco el tiempo de que dispongo, tendré que explicárselo mientras como. Son ya casi las cinco. Es preciso que yo me encuentre dentro de dos horas en el lugar de la escena. La señorita, o mejor dicho, la señora Irene, regresará a las siete de su paseo en coche. Necesitamos estar junto al Pabellón Briony para recibirla.

—Y entonces, ¿qué?

—Déjelo eso de cuenta mía. Tengo dispuesto ya lo que tiene que ocurrir. He de insistir tan sólo en una cosa. Ocurra lo que ocurra, usted no debe intervenir. ¿Me entiende?

—Quiere decir que debo permanecer neutral.

—Sin hacer absolutamente nada. Ocurrirá probablemente algún incidente desagradable. Usted quédese al margen. El final será que me tendrán que llevar al interior de la casa. Cuatro o cinco minutos más tarde, se abrirá la ventana del cuarto de estar. Usted se situará cerca de la ventana abierta.

—Entendido.

—Estará atento a lo que yo haga, porque me situaré en un sitio visible para usted.

—Entendido.

—Y cuando yo levante mi mano así, arrojará usted al interior de la habitación algo que yo le daré y al mismo tiempo, dará usted la voz de ¡fuego! ¿Va usted siguiéndome?

—Completamente.

—No se trata de nada muy terrible —dijo, sacando del bolsillo un rollo largo, de forma de cigarro—. Es un cohete ordinario de humo de plomero, armado en sus dos extremos con sendas cápsulas para que se encienda automáticamente. A eso se limita su papel. Cuando dé usted la voz de fuego, la repetirá una cantidad de personas. Entonces puede usted marcharse hasta el extremo de la calle, donde yo iré a juntarme con usted al cabo de diez minutos. ¿ Me he explicado con suficiente claridad?

—Debo mantenerme neutral, acercarme a la ventana, estar atento a usted, y, en cuanto usted me haga una señal, arrojar al interior este objeto, dar la voz de fuego, y esperarle en la esquina de la calle.

—Exactamente.

—Pues entonces confíe en mí.

—Magnífico. Pienso que quizá sea ya tiempo de que me caracterice para el nuevo papel que tengo que representar.

Desapareció en el interior de su dormitorio, regresando a los pocos minutos caracterizado como un clérigo disidente, bondadoso y sencillo. Su ancho sombrero negro, pantalones abolsados, corbata blanca, sonrisa de simpatía y aspecto general de observador curioso y benévolo eran tales, que sólo un señor John Hare sería capaz de igualarlos. A cada tipo nuevo de que se disfrazaba, parecía cambiar hasta de expresión, maneras e incluso de alma. Cuando Holmes se especializó en criminología, la escena perdió un actor, y hasta la ciencia perdió un agudo razonador.

Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y faltaban todavía diez minutos para la hora señalada cuando llegamos a Serpentine Avenue. Estaba ya oscurecido, y se procedía a encender los faroles del alumbrado, nos paseamos de arriba para abajo por delante del Pabellón Briony esperando a su ocupante. La casa era tal y como yo me la había figurado por la concisa descripción que de ella había hecho Sherlock Holmes, pero el lugar parecía menos recogido de lo que yo me imaginé.

Para tratarse de una calle pequeña de un barrio tranquilo, resultaba notablemente animada. Había en una esquina un grupo de hombres mal vestidos que fumaban y se reían, dos soldados de la guardia flirteando con una niñera, un afilador con su rueda y varios jóvenes bien trajeados que se paseaban tranquilamente con el cigarro en la boca.

—Esta boda —me dijo Holmes mientras íbamos y veníamos por la calle —simplifica bastante el asunto. La fotografía resulta ahora un arma de doble filo. Es probable que ella sienta la misma aversión a que sea vista por el señor Godfrey Norton, como nuestro cliente a que la princesa la tenga delante de los ojos. Ahora bien: la cuestión que se plantea es ésta: ¿dónde encontraremos la fotografía?

—Eso es, ¿dónde?

—Es muy poco probable que se la lleve de un lado para otro en su viaje. Es de tamaño de exposición. Demasiado grande para poder ocultarla entre el vestido. Sabe, además, que el rey es capaz de tenderle una celada y hacerla registrar, y, en efecto, lo ha intentado un par de veces. Podemos, pues, dar por sentado que no la lleva consigo.

—¿Dónde la tiene, entonces?

—Puede guardarla su banquero o puede guardarla su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero estoy inclinado a pensar que ni lo uno ni lo otro. Las mujeres son por naturaleza aficionadas al encubrimiento, pero les gusta ser ellas mismas las encubridoras. ¿Por qué razón habría de entregarla a otra persona?. Podía confiar en sí misma como guardadora; pero no sabía qué influencias políticas, directas o indirectas, podrían llegar a emplearse para hacer fuerza sobre un hombre de negocios. Tenga usted, además, en cuenta que ella había tomado la resolución de servirse de la fotografía dentro de unos días. Debe, pues, encontrarse en un lugar en que le sea fácil echar mano de la misma. Debe de estar en su propio domicilio.

—Pero la casa ha sido asaltada y registrada por dos veces.

—¡ Bah! No supieron registrar debidamente.

—Y ¿cómo lo hará usted?

—Yo no haré registros.

—¿Qué hará, pues?

—Haré que ella misma me indique el sitio.

—Se negará.

—No podrá. Pero ya oigo traqueteo de ruedas. Es su coche. Ea, tenga cuidado con cumplir mis órdenes al pie de la letra.

Mientras él hablaba aparecieron, doblando la esquina de la avenida las luces laterales de un coche. Era este un bonito y pequeño landó, que avanzo con estrépito hasta detenerse delante de la puerta del Pabellón Briony. Uno de los vagabundos echó a correr para abrir la puerta del coche y ganarse de ese modo una moneda, pero otro, que se había lanzado a hacer lo propio, lo aparto violentamente. Esto dio lugar a una furiosa riña, que atizaron aún más los dos soldados de la guardia, que se pusieron de parte de uno de los dos vagabundos, y el afilador, que tomó con igual calor partido por el otro. Alguien dio un puñetazo, y en un instante la dama, que se apeaba del coche, se vio en el centro de un pequeño grupo de hombres que reñían acaloradamente y que se acometían de una manera salvaje con puños y palos. Holmes se precipitó en medio del zafarrancho para proteger a la señora; pero, en el instante mismo en que llegaba hasta ella, dejó escapar un grito y cayó al suelo con la cara convertida en un manantial de sangre. Al ver aquello, los soldados de la guardia pusieron pies en polvorosa por un lado y los vagabundos hicieron lo propio por el otro, mientras que cierto número de personas bien vestidas, que

habían sido testigos de la trifulca, sin tomar parte en la misma, se apresuraron a acudir en ayuda de la señora y en socorro del herido. Irene Adler —seguiré llamándola por ese nombre— se había apresurado a subir la escalinata de su casa pero se detuvo en el escalón superior y se volvió para mirar a la calle, mientras su figura espléndida se dibujaba sobre el fondo de las luces del vestíbulo.

—¿Es importante la herida de ese buen caballero?—preguntó.

—Está muerto —gritaron varias voces.

—No, no, aún vive —gritó otra; pero si se le lleva al hospital, fallecerá antes que llegue.

—Se ha portado valerosamente —dijo una mujer—. De no

haber sido por él, se habrían llevado el bolso y el reloj de la

señora. Formaban una cuadrilla, y de las violentas, además. ¡Ah! Miren cómo respira ahora.

—No se le puede dejar tirado en la calle. ¿Podemos entrarlo en la casa, señora?

—¡Claro que sí! Éntrenlo al cuarto de estar, donde hay un cómodo sofá. Por aquí, hagan el favor.

Lenta y solemnemente fue metido en el Pabellón Briony, y tendido en la habitación principal, mientras yo me limitaba a observarlo todo desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las luces, pero no habían corrido las cortinas, de modo que veía a Holmes tendido en el sofá. Yo no sé si él se sentiría en ese instante arrepentido del papel que estaba representando, pero si sé que en mi vida me he sentido yo tan sinceramente avergonzado de mí mismo, como cuando pude ver a la hermosa mujer contra la cual estaba yo conspirando, y la gentileza y amabilidad con que cuidaba al herido. Sin embargo, el echarme atrás en la representación del papel que Holmes me había confiado equivaldría a la más negra traición. Endurecí mi sensibilidad y saqué de debajo de mi amplio gabán el cohete de humo. Después de todo pensé no le causamos a ella ningún perjuicio. Lo único que hacemos es impedirle que ella se lo cause a otro.

Holmes se había incorporado en el sofá, y le vi que accionaba como si le faltase el aire. Una doncella corrió a la ventana y la abrió de par en par. En ese mismo instante le vi levantar la mano y, como respuesta a esa señal, arrojé yo al interior el cohete y di la voz de ¡fuego!. No bien salió la palabra de mi boca cuando toda la muchedumbre de espectadores, bien y mal vestidos, caballeros, mozos de cuadra y criadas de servir, lanzaron a coro un agudo grito de ¡fuego! Se alzaron espesas nubes ondulantes de humo dentro de la habitación y salieron por la ventana al exterior. Tuve una visión fugaz de figuras humanas que echaban a correr, y oí dentro la voz de Holmes que les daba la seguridad de que se trataba de una falsa alarma. Me deslicé por entre la multitud vociferante, abriéndome paso hasta la esquina de la calle, y diez minutos más tarde tuve la alegría de sentir que mi amigo pasaba su brazo por el mío, alejándonos del escenario de aquel griterío. Caminamos rápidamente y en silencio durante algunos minutos, hasta que doblamos por una de las calles tranquilas que desembocan en Edgware Road.

—Lo hizo usted muy bien, doctor —me dijo Holmes—. No hubiera sido posible mejorarlo. Todo ha salido perfectamente.

—¿Tiene ya la fotografía?

—Sé dónde está.

—¿Y cómo lo descubrió?

—Ya le dije a usted que ella me lo indicaría.

—Sigo a oscuras.

—No quiero hacer del asunto un misterio —exclamó, riéndose—. Era una cosa sencilla. Ya se daría usted cuenta de que todos cuantos estaban en la calle eran cómplices. Los había contratado para la velada.

—Lo barrunté.

—Pues cuando se armó la trifulca, yo ocultaba en la mano una pequeña cantidad de pintura roja, húmeda Me abalancé, caí, me di con fuerza en la cara con la palma de la mano, y ofrecí un espectáculo que movía a compasión. Es un truco ya viejo.

—También llegué a penetrar en ese detalle.

—Luego me metieron en la casa. Ella no tenía más remedio que recibirme. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y tuvo que recibirme en el cuarto de estar, es decir, en la habitación misma en que yo sospechaba que se encontraba la fotografía. O allí o en su dormitorio, Y yo estaba resuelto a ver en cuál de los dos. Me tendieron en el sofá, hice como que me ahogaba, no tuvieron más remedio que abrir la ventana, y tuvo usted de ese modo su oportunidad.

—¿Y de qué le sirvió mi acción?

—De ella dependía todo. Cuando una mujer cree que su casa está ardiendo, el instinto la lleva a precipitarse hacia el objeto que tiene en más aprecio. Es un impulso irresistible, del que más de una vez me he aprovechado. Recurrí a él cuando el escándalo de la suplantación de Darlington y en el del castillo de Arnsworth. Si la mujer es casada, corre a coger en brazos a su hijito; si es soltera, corre en busca de su estuche de joyas. Pues bien: era evidente para mí que nuestra dama de hoy no guardaba en casa nada que fuese más precioso para ella que lo que nosotros buscábamos. La alarma, simulando que había estallado un fuego, se dio admirablemente. El humo y el griterío eran como para sobresaltar a una persona de nervios de acero. Ella actuó de manera magnífica. La fotografía está en un escondite que hay detrás de un panel corredizo, encima mismo de la campanilla de llamada de la derecha. Ella se plantó allí en un instante, y la vi medio sacarla fuera. Cuando yo empecé a gritar que se trataba de una falsa alarma, volvió a colocarla en su sitio, echó una mirada al cohete, salió corriendo de la habitación, y no volví a verla. Me puse en pie y, dando toda clase de excusas, huí de la casa. Estuve dudando si apoderarme de la fotografía entonces mismo; pero el cochero había entrado en el cuarto de estar y no quitaba de mí sus ojos. Me pareció, pues, más seguro esperar. Con precipitarse demasiado quizá se echase todo a perder.

—¿Y ahora? —le pregunté.

—Nuestra investigación está prácticamente acabada. Mañana iré allí de visita con el rey, y usted puede acompañarnos, si le agrada. Nos pasarán al cuarto de estar mientras avisan a la señora, pero es probable que cuando ella se presente no nos encuentre ni a nosotros ni a la fotografía. Quizá constituye para su majestad una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.

—¿A qué hora irán ustedes?

—A las ocho de la mañana. Ella no se habrá levantado todavía, de modo que tendremos el campo libre. Además, es preciso que actuemos con rapidez, porque quizá su matrimonio suponga un cambio completo en su vida y en sus costumbres. Es preciso que yo telegrafíe sin perder momento al rey.

Habíamos llegado a Baker Street, y nos habíamos detenido delante de la puerta. Mi compañero rebuscaba la llave en sus bolsillos cuando alguien le dijo al pasar:

—Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

Había en ese instante en la acera varias personas, pero el saludo parecía proceder de un Joven delgado que vestía ancho gabán y que se alejó rápidamente. Holmes dijo mirando con fijeza hacia la calle débilmente alumbrada:

—Yo he oído antes esa voz. ¿Quién diablos ha podido ser?

III

Dormí esa noche en Baker Street, y nos hallábamos desayunando nuestro café con tostada cuando el rey de Bohemia entró con gran prisa en la habitación

—¿De verdad que se apoderó usted de ella? —exclamó agarrando a Sherlock Holmes por los dos hombros, y clavándole en la cara una ansiosa mirada.

—Todavía no.

—Pero ¿confía en hacerlo?

—Confío.

—Vamos entonces. Ya estoy impaciente por ponerme en camino.

—Necesitamos un carruaje.

—No, tengo esperando mi brougham

—Eso simplifica las cosas.

Bajamos a la calle, y nos pusimos una vez más en marcha hacia el Pabellón Briony.

—Irene Adler se ha casado —hizo notar Holmes.

—¡Que se ha casado! ¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Y con quién?

—Con un abogado inglés apellidado Norton.

—Pero no es posible que esté enamorada de él.

—Yo tengo ciertas esperanzas de que lo esté.

—Y ¿por qué ha de esperarlo usted?

—Porque ello le ahorraría a su majestad todo temor de futuras molestias. Si esa dama está enamorada de su marido, será que no lo está de su majestad. Si no ama a su majestad, no habrá motivo de que se entremeta en vuestros proyectos.

—Eso es cierto. Sin embargo... ¡Pues bien: ojalá que ella hubiese sido una mujer de mi misma posición social! ¡Qué gran reina habría sabido ser!

El rey volvió a caer en un silencio ceñudo, que nadie rompió hasta que nuestro coche se detuvo en la Serpentine Avenue.

La puerta del Pabellón Briony estaba abierta y vimos a una mujer anciana en lo alto de la escalinata. Nos miró con ojos burlones cuando nos apeamos del coche del rey, y nos dijo:

—En señor Sherlock Holmes, ¿verdad?

—Yo soy el señor Holmes —contestó mi compañero alzando la vista hacia ella con mirada de interrogación y de no pequeña sorpresa.

—Me lo imaginé. Mi señora me dijo que usted vendría probablemente a visitarla. Se marchó esta mañana con su esposo en el tren que sale de Charing Cross a las cinco horas quince minutos con destino al Continente.

—¡Cómo! —exclamó Sherlock Holmes retrocediendo como si hubiese recibido un golpe, y pálido de pesar y de sorpresa—. ¿Quiere usted decirme con ello que su señora abandonó ya Inglaterra?

—Para nunca más volver.

—¿Y esos documentos? —preguntó con voz ronca el rey—. Todo está perdido.

—Eso vamos a verlo.

Sherlock Holmes apartó con el brazo a la criada, y se precipitó al interior del cuarto de estar, seguido por el rey y por mí. Los muebles se hallaban desparramados en todas direcciones; los estantes, desmantelados; los cajones, abiertos, como si aquella dama lo hubiese registrado y saqueado todo antes

de su fuga. Holmes se precipitó hacia el cordón de la campanilla, corrió un pequeño panel, y, metiendo la mano dentro del hueco, extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era la de Irene Adler en traje de noche, y la carta llevaba el siguiente sobrescrito: «Para el señor Sherlock Holmes.—La retirará él en persona.» Mi amigo rasgó el sobre, y nosotros tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a medianoche del día anterior, y decía así:

«Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me la pegó usted por completo. Hasta después de la alarma del fuego no sospeché nada. Pero entonces, al darme cuenta de que yo había traicionado mi secreto, me puse a pensar. Desde hace meses me habían puesto en guardia contra usted, asegurándome que si el rey empleaba a un agente, ése sería usted, sin duda alguna. Me dieron también su dirección. Y sin embargo, logró usted que yo le revelase lo que deseaba conocer. Incluso cuando se despertaron mis recelos, me resultaba duro el pensar mal de un anciano clérigo, tan bondadoso y simpático. Pero, como usted sabrá, también yo he tenido que practicar el oficio de actriz. La ropa varonil no resulta una novedad para mí, y con frecuencia aprovecho la libertad de movimientos que ello proporciona. Envié a John, el cochero, a que lo vigilase a usted, eché a correr escaleras arriba, me puse la ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé cuando usted se marchaba.

»Pues bien: yo le seguí hasta su misma puerta comprobando así que me había convertido en objeto de interés para el célebre señor Sherlock Holmes. Entonces, y con bastante imprudencia, le di las buenas noches, y marché al Temple en busca de mi marido.

»Nos pareció a los dos que lo mejor que podríamos hacer, al vernos perseguidos por tan formidable adversario, era huir; por eso encontrará usted el nido vacío cuando vaya mañana a visitarme. Por lo que hace a la fotografía, puede tranquilizarse su cliente. Amo y soy amada por un hombre que vale más que él. Puede el rey obrar como bien le plazca, sin que se lo impida la persona a quien él lastimó tan cruelmente. La conservo tan sólo a título de salvaguardia mía, como arma para defenderme de cualquier paso que él pudiera dar en el futuro. Dejo una fotografía, que quizá le agrade conservar en su poder, y soy de usted, querido señor Sherlock Holmes, muy atentamente,

Irene Norton, nacida Adler.»

—¡Qué mujer; oh, qué mujer! —exclamó el rey de Bohemia una vez que leímos los tres la carta—. No le dije lo rápida y resuelta que era? ¿No es cierto que habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no esté a mi mismo nivel?

—A juzgar por lo que de esa dama he podido conocer, parece que, en efecto, ella y su majestad están a un nivel muy distinto —dijo con frialdad Holmes—. Lamento no haber podido llevar a un término más feliz el negocio de su majestad.

—Todo lo contrario, mi querido señor —exclamó el rey—. No ha podido tener un término más feliz. Me consta que su palabra es sagrada. La fotografía es ahora tan inofensiva como si hubiese ardido en el fuego.

—Me felicito de oírle decir eso a su majestad.

—Tengo contraída una deuda inmensa con usted. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo...

Se saco del dedo un anillo de esmeralda en forma de serpiente, y se lo presentó en la palma de la mano.

—Su majestad está en posesión de algo que yo valoro en mucho más —dijo Sherlock Holmes.

—No tiene usted más que nombrármelo.

—Esta fotografía.

El rey se le quedó mirando con asombro, y exclamó:

—¡La fotografía de Irene! Suya es, desde luego, si así lo desea.

—Doy las gracias a su majestad. De modo, pues, que ya no queda nada por tratar de este asunto. Tengo el honor de dar los buenos días a su majestad.

Holmes se inclinó, se volvió sin darse por enterado de la mano que el rey le alargaba, y echó a andar, acompañado por mí, hacia sus habitaciones.

Y así fue como se cernió, amenazador, sobre el reino de Bohemia un gran escándalo, y cómo el ingenio de una mujer desbarató los planes mejor trazados de Sherlock Holmes. En otro tiempo, acostumbraba este bromear a propósito de la inteligencia de las mujeres; pero ya no le he vuelto a oír expresarse de ese modo en los últimos tiempos. Y siempre que habla de Irene Adler, o cuando hace referencia a su fotografía, le da el honroso título de la mujer.

F I N

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