Asesinato en el campo de golf
Agatha Christie
UNA COMPAÑERA DE VIAJE
Creo que existe una
anécdota famosa según la cual un joven escritor, resuelto a dar a su narración
un principio bastante enérgico y original para alcanzar y retener la atención
del más hastiado de los editores, escribió lo siguiente:
—¡Demonio! —exclamó la duquesa.
Por extraño que parezca, la presente narración mía
comienza de un modo muy parecido, salvo que la dama que lanza la exclamación no
es duquesa.
Era en un día de principios de junio. Había
despachado yo algunos asuntos en París y tomado el tren de la mañana para
regresar a Londres, donde seguía compartiendo un alojamiento con mi antiguo amigo
el ex detective Hércules Poirot.
Eran muy escasos los viajeros en el expreso de
Calais: en realidad sólo venía otro en mi propio departamento. Yo había salido
del hotel con alguna precipitación y estaba ocupado en el recuento de mis
bártulos cuando arrancó el tren. Hasta aquel momento apenas me había dado
cuenta de la presencia de mi compañera; pero ahora me hallé violentamente
llamado a reconocer su existencia. Levantándose de su asiento de un salto, bajó
el cristal de la ventanilla y sacó fuera la cabeza, retirándola al cabo de un
momento con la breve y enérgica exclamación:
—¡Demonio!
Ahora bien: yo soy un hombre algo anticuado. Para
mí, una mujer debe ser femenina. ¡No puedo soportar a la neurótica muchacha
moderna que se entrega al jazz de la mañana a la noche, fuma como una
chimenea y usa un lenguaje que haría sonrojarse a una pescadera de
Billingsgate!
Levanté la cabeza con el ceño ligeramente fruncido y
me hallé ante un rostro bonito, de expresión descarada y bajo un disparatado
sombrerito rojo. Las orejas estaban ocultas tras espesas matas de rizos negros.
Me pareció que tenía poco más de diecisiete años, pero su cara estaba cubierta
de polvos y los labios eran de matiz escarlata enteramente imposible.
Sin desconcertarse poco ni mucho, sostuvo mi mirada
y ejecutó una expresiva mueca.
—¡Pobre de mí! ¡He escandalizado al buen caballero!
—observó, dirigiéndose a un imaginado auditorio—. ¡Ofrezco mis excusas por mi
lenguaje! Muy impropio de una señorita, etcétera, etcétera. Pero, Dios mío,
¡qué razón tenía para usarlo! ¿Sabe usted que he perdido a mi única hermana?
—¿De veras? —dije cortésmente—. ¡Qué desgracia!
—Me desaprueba —observó la dama—. Me desaprueba por
completo, a mí y a mi hermana... Y esto último no está bien, ¡porque no la ha
visto!
Abrí la boca, pero ella se me adelantó.
—¡No diga nada más! ¡Nadie me quiere! ¡Me iré al
jardín y comeré gusanos! ¡Buujuú! ¡Estoy aplastada!
Y se escondió tras un gran periódico cómico francés.
Al cabo de uno o dos minutos vi cómo me observaban sus ojos disimuladamente por
encima del periódico. Me sonreí a mi pesar, y un minuto más tarde la muchacha
había tirado el periódico y estallado en una alegre carcajada.
—Ya sabía que no era usted tan majadero como parecía
—exclamó.
Y era su risa tan contagiosa que no pude menos que
reír también, aunque no me había gustado mucho la palabra «majadero».
—¡Vaya! ¡Ahora ya somos amigos! —declaró la gran
picara—. Diga que siente lo de mi hermana...
—¡Estoy desconsolado!
—Es usted un buen muchacho.
—Pero déjeme acabar. Iba a añadir que, aunque esté
desconsolado, puedo conformarme con su ausencia perfectamente —y le hice una
pequeña reverencia.
Pero aquella extraña mocita arrugó la frente y movió
la cabeza.
—Basta de esto. Prefiero la postura de «digna
desaprobación». Y la cara que ha puesto, como si dijera: «No es de los
nuestros.» ¡Y en esto tenía usted razón..., aunque fíjese bien: es muy difícil
saberlo en nuestros tiempos. No todo el mundo sabe distinguir entre una
fulanita y una duquesa. ¡Vaya! ¡Creo que he vuelto a escandalizarle! Le han
traído a usted de Zululandia, de veras. No es que esto me importe. Podríamos
aguantar a unos cuantos de su clase. Lo que no soporto es un individuo que se
propasa. Me ponen furiosa.
Y movió la cabeza vigorosamente.
—¿Qué parece usted cuando se pone furiosa? —le
pregunté con una sonrisa.
—¡Un pequeño demonio! No me importa lo que digo, ¡ni
lo que hago tampoco! Una vez casi maté a un buen mozo. Sí; verdaderamente. Y
bien merecido se lo tenía.
—Bueno —le supliqué—. No se ponga furiosa conmigo.
—No me pondré. Me ha sido usted simpático... desde
el primer momento en que le he visto. Sólo que parecía desaprobarme de tal modo
que creí que nunca seríamos amigos.
—Pues bien: ya lo somos. Dígame algo de usted misma.
—Soy actriz. No...; no del género que usted imagina.
Estoy en el escenario desde la edad de seis años..., doy volteretas.
—¿Dice usted...? —pregunté, desorientado.
—¿No ha visto nunca niños acróbatas?
—¡Oh, comprendo!
—Nací en América, pero me he pasado la mayor parte
de la vida en Inglaterra. Tenemos ahora un número nuevo...
—¿Tenemos?
—Mi hermana y yo. Algo de canto y danza y un poco de
pataleo y otro poco de lo de costumbre. Es una idea enteramente nueva y siempre
les cae en gracia. Vamos a sacar dinero de ella...
Mi nueva amiga se inclinó hacia adelante y charló
volublemente, aunque muchas de sus palabras eran incomprensibles para mí.
Sentí, no obstante, que crecía mi interés por ella. Parecía ser una curiosa
mezcla de niña y mujer. Aunque perfectamente informada de lo que es el mundo y,
tal como lo decía, capaz de guardarse, su sencilla actitud frente a la vida y
su resuelta determinación de «portarse bien», tenía un carácter curiosamente
ingenuo.
Pasamos por Amiens. Este nombre despertó en mí
muchos recuerdos. Mi compañera parecía tener un conocimiento intuitivo de lo
que se agitaba en mi conciencia.
—¿Piensa en la guerra?
Hice una seña afirmativa.
—¿Tomó parte en ella, supongo?
—Bastante. Fui herido una vez, y después del Somme
me licenciaron por inválido. Soy ahora una especie de secretario particular de
un miembro del Parlamento.
—¡Toma! ¡Se necesitan sesos para esto!
—No se necesitan sesos. Realmente, hay muy poco que
hacer. Por lo general, con un par de horas diarias estoy listo. Y el trabajo es
aburrido. La verdad es que no sé lo que sería de mí si no tuviera otra cosa en
qué ocuparme.
—¡No me diga que colecciona bichos!
—No. Comparto mi alojamiento con un hombre muy
interesante. Es un belga..., un antiguo detective. Se ha establecido en Londres
como detective privado y le va extraordinariamente bien. Es en realidad un
hombrecillo maravilloso. Ha acertado varias veces en casos en los que había
fracasado la Policía oficial.
Mi compañera me escuchaba con los ojos abiertos.
—¿No es esto interesante? A mí me entusiasman los
crímenes, sencillamente. Voy a ver todas las películas de misterio. Y cuando
hay un asesinato, devoro los periódicos.
—¿Recuerda el caso Styles? —le pregunté.
—Déjeme ver. ¿Era el de la anciana que fue
envenenada en alguna parte, en Essex?
Hice una seña afirmativa y contesté:
—Éste fue el primer caso importante de Poirot. No
hay duda de que, a no ser por él, el asesino hubiera escapado impune. Fue una
muestra admirable de labor detectivesca.
Llevado por mi entusiasmo, mencioné los rasgos
generales del caso hasta su triunfante e inesperado desenlace. La muchacha me
escuchaba muda de asombro. Y lo cierto es que estábamos los dos tan absortos,
que el tren llegó a la estación de Calais sin que nos hubiésemos dado cuenta de
ello.
Me aseguré el concurso de un par de mozos de estación
y bajamos al andén. Mi compañera me tendió la mano.
—Adiós, y de ahora en adelante pondré más atención
en el lenguaje que empleo.
—¡Oh!, pero, seguramente, me permitirá que la
acompañe hasta el barco.
—Puede ser que no me embarque. Tengo que ver si mi hermana
consiguió por fin tomar el tren en alguna parte. Gracias, de todos modos.
—Pero volveremos a vernos, ¿no es verdad? ¿Y no va a
decirme cómo se llama? —le grité, cuando ya se retiraba.
Ella volvió la cabeza para mirarme por encima del
hombro.
—Cenicienta —gritó, y se echó a reír.
Pero poco sospechaba yo cuándo y dónde había de
volver a ver a Cenicienta.
UNA DEMANDA DE SOCORRO
Eran las nueve y cinco de la mañana siguiente cuando
entré en nuestra sala común para desayunarme. Con su puntualidad acostumbrada,
mi amigo Poirot estaba rompiendo la cáscara de su segundo huevo.
Me miró con expresión radiante.
—¿Ha dormido bien? ¿Se ha repuesto de esa travesía
tan terrible? Es maravilloso que no se haya retrasado nada esta mañana. Pardon,
pero su corbata no está simétrica. Permítame que se la corrija
En otra parte he descrito a Hércules Poirot. ¡Un
hombrecillo extraordinario! Estatura de un metro sesenta y dos centímetros,
cabeza ovalada que inclinaba un poco a un lado, ojos que brillaban con un matiz
verde cuando se excitaba, tieso bigote militar, ¡expresión de dignidad inmensa!
Su aspecto era limpio y elegante. Sentía una pasión absoluta por la limpieza en
todos los órdenes. Ver un adorno torcido, o una partícula de polvo, o un ligero
desarreglo en la indumentaria de una persona era una tortura para el
hombrecillo hasta que podía tranquilizarse poniendo remedio al mal. El «orden»
y el «método» eran sus dioses. Las pruebas tangibles, tales como las huellas de
pisadas y la ceniza de cigarrillos, le inspiraban un cierto desdén, y sostenía
que, por sí mismas, no permitirían nunca a un detective resolver un problema. Y
en seguida se daba en su cabeza oval, con absurda complacencia, y observaba muy
satisfecho:
«El verdadero trabajo se hace desde dentro. Las
pequeñas células grises..., recuerde siempre las pequeñas células grises, mon
ami»
Ocupé mi asiento y observé con calma, en
contestación al saludo de Poirot, que una hora de travesía, de Calais a Dover,
apenas podía ser dignificada por el epíteto «terrible».
—¿Ha traído el correo algo interesante? —pregunté.
Poirot movió la cabeza con expresión de desagrado.
—Todavía no he examinado las cartas, pero no llega
en estos tiempos nada interesante. Los grandes criminales, los criminales
metódicos, ya no existen.
Y mientras movía la cabeza, descorazonado, yo solté
una carcajada.
—Anímese, Poirot; va a cambiar la suerte. Abra sus
cartas. Usted no sabe si hay algún gran caso a punto de asomarse por el
horizonte.
Poirot sonrió y, cogiendo el pequeño y pulido cortapapeles
con que abría la correspondencia, rasgó el lado superior de los varios sobres
que contenía la bandeja.
—Una factura. Otra factura. Esto es que me vuelvo
caprichoso en la vejez. ¡Aja! Una nota de Japp.
—¡Ah!, ¿sí? —y apliqué el oído. Más de una vez el
inspector de Scotland Yard nos había dado acceso a un caso interesante.
—Se limita a darme las gracias (a su modo) por un
pequeño detalle del caso Aberystwyth, en el que pude orientarle. Me encanta
haberle sido útil.
Y, plácidamente, Poirot continuó la lectura de su
correspondencia.
—Una idea sobre la que debería dar una conferencia a
nuestros boy-scouts locales. La condesa de Forfanock me agradecerá que
vaya a visitarla. ¡Otro perrillo faldero, sin duda! Y ahora la última. ¡Ah!...
Levanté la cabeza vivamente al advertir su cambio de
tono. Poirot estaba leyendo con atención. Al cabo de un minuto, me echó el
pliego.
—Esto se aparta de lo ordinario, amigo mío. Léalo
usted mismo. La carta estaba escrita en un papel de marca extranjera y en letra
característicamente atrevida. Decía así:
VILLA GENEVIEVE
Merlinville - Sur - Mer
france
«Muy señor mío: Necesito los servicios de un
detective y, por razones que le comunicaré más tarde, no deseo llamar a la
Policía oficial. He tenido noticias de usted, de diversas procedencias, y todos
los informes coinciden en la afirmación de que es usted un hombre decididamente
hábil y que sabe, además, ser discreto. No quiero confiar detalles al correo,
pero, por razón de un secreto que poseo, temo diariamente por mi vida. Estoy
convencido de que el peligro es inminente y, en consecuencia, le ruego que
venga a Francia sin perder un momento. Enviaré un coche que le recoja en Calais
si quiere telegrafiarme cuándo llega. Le quedaré muy agradecido si consiente
dejar todos los casos que tenga entre manos para dedicarse exclusivamente a mis
intereses. Estoy dispuesto a abonarle cualquier retribución necesaria.
Probablemente habré de requerir sus servicios por un período de tiempo
considerable, pues puede ser preciso que vaya usted a Santiago, donde he vivido
por espacio de algunos años. Me complacerá que me indique sus honorarios.
Asegurándole una vez más que el asunto es urgente,
queda de usted s. s.,
P. T. Renauld.»
Bajo la firma había sido garabateada una línea casi
ilegible: «¡Venga, por amor de Dios!»
Le devolví la carta con el pulso agitado.
—iPor fin! —dije—. Aquí hay algo distinto de lo
ordinario.
—Sí, verdaderamente —añadió Poirot, con aire
reflexivo.
—Irá usted, por supuesto.
Poirot hizo una seña afirmativa. Estaba absorto en
sus pensamientos. Por fin, pareció haber tomado su partido y levantó la mirada
hasta el reloj. La expresión de su rostro era muy grave.
—Vea, amigo mío, que no hay tiempo que perder. El
Expreso Continental sale de Victoria a las once. No se agite. Queda tiempo
suficiente. Podemos permitirnos diez minutos de discusión. Usted me acompaña,
¿no es verdad?
—Hombre...
—Usted mismo me dijo que su principal no le necesita
durante las próximas semanas.
—¡Oh!, así es. Pero este monsieur Renauld indica con
toda claridad que su asunto es privado.
—Ta..., ta..., ta. Yo me encargo de monsieur
Renauld. A propósito, ¿no parece que conocemos este nombre?
—Hay un millonario sudamericano famoso que se llama
Renauld. No sé si podría ser el mismo.
—Sin duda. Esto explica la mención de Santiago.
Santiago está en Chile, ¡y Chile está en América del Sur! ¡Ah, el caso es que
vamos adelantando! ¿Se ha fijado en la posdata? ¿Qué efecto le ha causado?
Reflexioné.
—Es claro que escribió la carta dominándose, pero al
final perdió los estribos y, siguiendo el impulso del momento, garabateó esas
palabras desesperadas.
Pero mi amigo movió la cabeza con un gesto enérgico.
—Está usted en un error. Fíjese en que si bien la
tinta de la firma es casi negra, la de la posdata es enteramente pálida...
—¿Y qué más? —pregunté, desconcertado.
—¡Por Dios, amigo mío! ¡Utilice sus pequeñas células
grises! ¿No está claro? Monsieur Renauld escribió la carta. Sin secarla, la
releyó cuidadosamente. Luego, no por impulso, sino con deliberación, añadió
esas últimas palabras y pasó por ellas el papel secante.
—Pero ¿por qué?
—Parbleu! Para que me produjesen a mí el
efecto que le han producido a usted.
—¡Cómo!
—Ni más ni menos..., ¡para asegurarse de mi venida!
Releyó la carta y no quedó contento de ella. ¡No era bastante fuerte!
Se detuvo y añadió luego en tono moderado, mientras
se iluminaban sus ojos con el reflejo verde que siempre revelaba su excitación
interior:
—Y así, amigo mío, puesto que la posdata fue puesta
no por impulso, sino serenamente, a sangre fría, el caso es en realidad urgente
y debemos estar a su lado tan pronto como sea posible.
—Merlinville —murmuré pensativo—. Creo que lo he
oído nombrar.
Poirot afirmó con la cabeza.
—Es un lugar pequeño y tranquilo..., pero ¡elegante!
Está situado hacia la mitad del camino de Boulogne a Calais. Creo que monsieur
Renauld tiene una casa en Inglaterra.
—Sí; en Rutland Gate, si no recuerdo mal. Y también
una gran residencia en el campo en alguna parte, en el Hertfordshire. Pero, en
realidad, sé muy poca cosa de él. Su vida social no es muy activa. Creo que
tiene en la City grandes intereses sudamericanos y que se ha pasado la mayor
parte de la vida en Chile y en la Argentina.
—Bien; él mismo nos dará todos los detalles. Vamos a
preparar el equipaje. Una maleta pequeña cada uno, y luego un taxi a la
estación Victoria.
De ella partimos a las once, camino de Dover. Antes
de emprender el viaje, Poirot había enviado un telegrama a monsieur Renauld
comunicándole la hora de nuestra llegada a Calais.
Durante la travesía tuve buen cuidado de no turbar
la soledad de mi amigo. El tiempo era espléndido y el mar estaba tan tranquilo
como el lago proverbial, por lo que no me sorprendió ver acercarse a mí un
Poirot sonriente al desembarcar en Calais. Una contrariedad nos esperaba allí,
pues no se había enviado ningún coche que nos recogiese; pero Poirot lo
atribuyó a algún retraso que se había producido al cursar el telegrama.
—Alquilaremos otro —dijo animadamente.
Y pocos minutos después estábamos saltando, entre
crujidos, en el más desvencijado de los automóviles de alquiler que hayan
corrido en dirección a Merlinville.
Por mi parte, me hallaba muy animado también, pero
mi amigo estaba observándome con expresión grave.
—Está usted lo que el pueblo escocés llama fey, Hastings.
Esto presagia desastre.
—¡Oh, oh, oh! En todo caso, usted no comparte mis sentimientos.
—No; pero estoy asustado.
—Asustado, ¿de qué?
—No lo sé. Pero tengo un presentimiento..., un je
ne sais quoi!
Y había hablado con tan grave acento que, a mi
pesar, me sentí impresionado.
—Tengo la sensación —añadió lentamente— de que éste
va a ser un caso grande..., un problema largo y penoso, que no será fácil
resolver.
Hubiera querido dirigirle otras preguntas, pero
acabábamos de entrar en la pequeña población de Merlinville, y moderamos la
marcha para averiguar cuál era el camino de la Villa Geneviéve.
—Sigan por aquí, cruzando la población. La Villa
Geneviéve está a cosa de un kilómetro al otro lado. No pueden confundirla. Una
villa grande que mira al mar.
Dimos las gracias a nuestro informador y seguimos
adelante, cruzando la población. Una bifurcación de la carretera nos obligó a
detenernos de nuevo. Un campesino venía hacia nosotros y esperamos a que llegase para pedir nuestra
dirección. Había una villa diminuta junto al mismo camino, pero era demasiado
pequeña y ruinosa para ser la que buscábamos. Mientras aguardábamos se abrió su
puerta y apareció en ella una muchacha.
El campesino pasaba ahora por nuestro lado y el
conductor se inclinó fuera de su asiento y le pidió nuestra dirección.
—¿La Villa Geneviéve? Sólo unos cuantos pasos más
allá, por este camino, a la derecha. Podría usted verla desde aquí a no ser por
la curva.
El chófer le dio las gracias y el coche reanudó la
marcha. Mis ojos quedaron fascinados por la muchacha, que continuaba allí, con
una mano en la puerta, observándonos. Soy un admirador de la belleza y allí
había un ejemplar que nadie hubiera podido pasar por alto. Muy alta, con las
proporciones de una joven diosa y la cabellera de oro de su cabeza descubierta
brillando al sol. Juré para mí mismo que aquélla era una de las muchachas más
hermosas que había visto nunca. Al continuar por el áspero camino, volví la
cabeza para seguir viéndola.
—¡Por Júpiter, Poirot! —exclamé—. ¿Ha visto usted
esta divinidad?
Poirot levantó las cejas.
—Esto empieza —murmuró—. ¡Ya ha visto usted una
diosa!
—Déjese de historias. ¿No lo era, acaso?
—Es posible; no lo he advertido.
—Pero, sin duda, la ha visto usted...
—Amigo mío: dos personas distintas rara vez ven la
misma cosa. Usted, por ejemplo, ha visto una diosa. Yo... —vaciló.
—¿Qué más?
—Yo sólo he visto una muchacha de ojos acongojados
—dijo Poirot gravemente.
Pero en aquel momento llegamos ante una gran puerta
verde, y los dos lanzamos una exclamación al mismo tiempo. Delante de la puerta
estaba un descomunal sergent de ville, que levantó la mano para
detenernos.
—No pueden ustedes pasar, señores.
—Pero es que deseamos ver a monsieur Renauld
—exclamé—. Estamos citados, y ésta es su villa, ¿no es verdad?
—Sí, señor; pero...
Poirot se inclinó hacia adelante.
—Pero ¿qué?
—Monsieur Renauld ha sido asesinado esta mañana.
EN LA VILLE GENEVIÉVE
Al cabo de un momento, Poirot había saltado del
coche con los ojos brillantes de excitación.
—¿Qué dice usted? ¿Asesinado? ¿Cuándo? ¿Cómo?
El agente de Policía se enderezó.
—No puedo contestar ninguna pregunta, caballero.
—Cierto. Comprendo —y Poirot añadió tras un momento
de reflexión—: ¿Sin duda está aquí el comisario de Policía?
—Sí, señor.
Poirot sacó una tarjeta y escribió en ella algunas
palabras.
—Voilá. ¿Quiere tener la bondad de procurar
que entreguen esta tarjeta al comisario en seguida?
El agente la tomó y silbó por encima del hombro. A
los pocos segundos apareció un compañero que se encargó del mensaje de Poirot.
Hubo algunos minutos de espera y acudió precipitadamente a la puerta exterior
un hombre bajo y grueso, con un espeso bigote. El agente de Policía saludó y se
hizo a un lado.
—¡Mi querido monsieur Poirot! —exclamó el recién
venido—. Estoy muy contento de verle. Su llegada es muy oportuna.
El rostro de Poirot se animó.
—¡Monsieur Bex! Tengo una verdadera satisfacción —y
se volvió hacia mí—. El señor es un amigo inglés, el capitán Hastings...
Monsieur Lucien Bex.
El comisario y yo nos saludamos inclinándonos
ceremoniosamente.
—Querido amigo —dijo aquél—. No nos habíamos visto
desde mil novecientos nueve, en aquella ocasión, en Ostende. ¿Trae usted
información que pueda ayudarnos?
—Es posible que ya la conozca usted. ¿Sabía que me
habían enviado a buscar?
—No. ¿Quién?
—El muerto. Parece que sabía que se iba a atentar
contra su vida. Por desgracia, me ha llamado demasiado tarde.
—Sacre tonnerre! —exclamó el francés—. Es
decir, que previó su propio asesinato. ¡Esto trastorna considerablemente
nuestras ideas! Pero venga al interior.
Diciendo esto, mantuvo la puerta abierta y empezamos
a caminar hacia la casa. Bex continuó hablando:
—Hay que informar de esto inmediatamente al juez de
instrucción, Hautet. Acaba ahora de examinar el lugar del crimen y va a comenzar
sus interrogatorios.
—¿Cuándo se cometió el crimen? —preguntó Poirot.
—El cadáver fue descubierto esta mañana, hacia las
nueve. La declaración de madame Renauld y la de los doctores vienen a demostrar
que la muerte debe de haber ocurrido alrededor de las dos de la madrugada. Pero
le ruego que entre.
Habíamos llegado a los peldaños que conducían a la
puerta delantera de la villa. En el vestíbulo estaba sentado otro agente, que
se levantó al ver al comisario.
—¿Dónde está ahora monsieur Hautet? —preguntó éste.
—En el salón, señor.
Bex abrió una puerta a la izquierda del vestíbulo y
entramos. Hautet y su oficial de secretaría estaban sentados a una gran mesa
redonda. Al entrar nosotros levantaron la cabeza. El comisario nos presentó y
explicó la razón de nuestra llegada.
El juez de instrucción, Hautet, era un hombre alto y
flaco, de ojos oscuros y penetrantes y barba gris bien recortada, que tenía la
costumbre de acariciar cuando estaba hablando. En pie, junto a la repisa de la
chimenea, había un hombre de alguna edad y hombros algo cargados, que nos fue
presentado bajo el nombre de doctor Durand.
—¡Es verdaderamente extraordinario! —observó Hautet
cuando el comisario hubo terminado su explicación—. ¿Tiene usted aquí la carta,
señor mío?
Poirot se la entregó y el magistrado la leyó.
—¡Hum! Habla de un secreto. ¡Qué lástima que no sea
más explícito! Tenemos una gran deuda contraída con usted, monsieur Poirot.
Espero que nos hará el honor de ayudarnos en nuestras investigaciones. ¿O es
que se encuentra obligado a regresar a Londres?
—Señor juez, me propongo quedarme. No he llegado a
tiempo para evitar la muerte de mi cliente, pero mi honor me obliga a descubrir
al asesino.
El magistrado se inclinó.
—Estos sentimientos le honran. Por otra parte,
madame Renauld querrá, creo yo, retener sus servicios. De un momento a otro
estamos esperando la llegada de monsieur Giraud, de la Sûreté de París, e,
indudablemente, usted y él podrán prestarse mutua asistencia en sus
investigaciones. Entre tanto, espero que me concederá el honor de estar
presente en mis interrogatorios, y apenas necesito decirle que si de algún modo
podemos serle útiles, estamos a su disposición.
—Muy agradecido. Comprenderá usted que, en el
momento presente, estoy enteramente a oscuras. No sé nada del caso en absoluto.
Hautet hizo una seña al comisario, y éste resumió
los hechos en la forma siguiente:
—Esta mañana, al bajar para comenzar sus tareas, la
antigua sirvienta, Francisca, ha encontrado entreabierta la puerta delantera.
Momentáneamente alarmada por el temor de los ladrones, se ha asomado al
comedor; pero viendo que el servicio de plata estaba intacto, ha supuesto que
su amo se habría levantado temprano y habría salido a dar un paseo.
—Perdone que le interrumpa; pero ¿tenía su amo esta
costumbre?
—No, no la tenía; pero la vieja Francisca adopta la
idea corriente en lo que se refiere a los ingleses: ¡que están locos y son
capaces de hacer en cualquier momento las cosas más extravagantes! Al ir a
despertar a su ama, como de costumbre, la joven doncella, Leonia, ha
descubierto horrorizada que madame Renauld estaba amordazada y sujeta con
cuerdas, y, casi al mismo tiempo, ha llegado la noticia de que había sido
hallado monsieur Renauld muerto de una cuchillada en la espalda.
—¿Dónde?
—Éste es uno de los detalles más extraordinarios del
caso, monsieur Poirot: el cadáver estaba echado boca abajo en una sepultura
abierta.
—¡Cómo!
—Sí; el hoyo es reciente..., sólo a unos cuantos
metros mas allá del límite del terreno de la villa.
—Y estaba muerto... ¿desde cuándo?
El doctor Durand contestó esta pregunta.
—He examinado el cadáver esta mañana a las diez. La
muerte debió de tener lugar por lo menos siete o quizá diez horas antes.
—¡Hum! Esto la fija entre medianoche y las tres de
la madrugada.
—Exactamente, y la declaración de madame Renauld la
coloca después de las dos, lo que estrecha más aún el campo de las
suposiciones. La muerte debió de ser instantánea, y, como es natural, no cabe
pensar que se la diese él mismo.
Poirot hizo una seña afirmativa y el comisario
reanudó su relato.
—Madame Renauld fue prestamente libertada de sus
cuerdas por la horrorizada servidumbre. Se hallaba en un estado de extrema
debilidad y casi inconsciente del dolor causado por aquellas ligaduras. Parece
que entraron en el dormitorio dos hombres enmascarados que, después de haberla
amordazado y atado, se llevaron de allí por la fuerza a su marido. Esto lo
sabemos indirectamente, por los servidores. Al conocer la trágica noticia, ella
cayó en un estado de agitación alarmante. A su llegada, el doctor Durand
prescribió un calmante, y no hemos podido interrogarla aún. Pero, sin duda,
despertará más tranquila y podrá soportar la fatiga del interrogatorio.
El comisario hizo una pausa.
—¿Y los que viven en la casa?
—Está la vieja Francisca, que es el ama de llaves y
vivió muchos años con los anteriores dueños de la Villa Geneviéve. Hay además
dos muchachas hermanas, Dionisia y Leonia Oulard, que nacieron en Merlinville,
de padres muy respetables. Está también el chófer, que monsieur Renauld trajo
con él de Inglaterra; pero éste está fuera, de vacaciones. Y, por último,
madame Renauld y su hijo, monsieur Jack Renauld, que así mismo se encuentra
ahora fuera de casa.
Poirot bajó la cabeza. Hautet llamó:
—¡Marchaud! Apareció el agente.
—Traiga a la vieja Francisca.
El hombre saludó y salió, volviendo poco después con
la asustada ama de llaves.
—¿Se llama usted Francisca Arrichet?
—Sí, señor.
—¿Ha servido mucho tiempo en Villa Geneviéve?
—Once años con la señora vizcondesa. Luego, cuando
vendió la villa, esta primavera, consentí en quedarme con el milord inglés.
Nunca hubiera imaginado...
El magistrado la detuvo en seco.
—Sin duda, sin duda. Vamos a ver, Francisca: en este
asunto de la puerta delantera, ¿quién se encarga de cerrarla por la noche?
—Yo, señor. Siempre cuido de esto yo misma.
—¿Y en la noche pasada?
—La cerré como de costumbre.
—¿Está segura de esto?
—Lo juro por los santos del cielo, señor.
—¿Qué hora debería ser?
—La de costumbre; las diez y media, señor.
—¿Y qué me dice de los demás? ¿Se habían ido arriba
a descansar?
—La señora se había retirado hacía ya un rato.
Dionisia y Leonia subieron conmigo. El señor estaba aún en su despacho.
—Entonces, si alguien abrió la puerta después,
¿tenía que ser el mismo monsieur Renauld?
Francisca encogió sus anchos hombros.
—¿Por qué había de hacerlo? —replicó—. ¡Pasando por
ahí a cada momento ladrones y asesinos! ¡Vaya una idea! El señor no era tonto.
Bien; tenía que dejar salir a la señora...
El magistrado la interrumpió con viveza.
—¿A la señora? ¿A qué señora se refiere?
—¡Cómo! A la señora que vino a verle.
—¿Vino a verle una señora esta noche?
—Vaya si vino, señor..., y otras muchas noches
también.
—¿Quién era? ¿La conocía usted?
Por el rostro de la mujer se esparció una expresión
maliciosa.
—¿Cómo podía saber quién era? —gruñó—. Yo no le abrí
la puerta anoche.
—¡Aja! —gritó el juez de instrucción dando un
manotazo sobre la mesa—. Le gusta a usted jugar con la Policía, ¿no es verdad?
Le pido que me diga inmediatamente el nombre de esta mujer que venía a visitar
a monsieur Renauld por las noches.
—¡La Policía, la Policía! —gruñó Francisca—. Nunca
pensé que hubiese de tener nada que ver con la Policía. Pero sé muy bien quién
era: era madame Daubreuil.
El comisario lanzó una exclamación y se inclinó
hacia adelante, como si se hallase sobrecogido por un extraño asombro.
—¿Madame Daubreuil..., de la Villa Marguerite, ahí
junto al camino?
—Eso es lo que he dicho, señor. ¡Oh!, es una buena
pieza.
Y echó atrás la cabeza, con expresión desdeñosa.
—Madame Daubreuil —murmuró el comisario—. Imposible.
—Voilá —gruñó de nuevo Francisca—. Esto es
todo lo que una saca por decir la verdad.
—Nada de esto —dijo el magistrado con acento
conciliador—. Nos ha causado sorpresa y nada más. En este caso, ¿serían madame
Daubreuil y monsieur Renauld...? —y se detuvo con delicadeza—. ¿Eh? ¿Era esto,
sin duda?
—¿Cómo puedo yo saberlo? Pero ¿qué quiere usted? El
señor era un milord inglés muy rico..., y madame Daubreuil era pobre...
y muy chic, aunque vive tan calladamente, con su hija. ¡No hay duda de
que tiene su historia! Ya no es joven, pero, ma foi!, yo que le estoy
hablando he visto a muchos hombres volver la cabeza para mirarla cuando va por
la calle. Además, últimamente ha tenido más dinero para gastar..., todo el
mundo lo sabe. Las pequeñas economías se han acabado —y Francisca movió la
cabeza con una expresión de resuelta certidumbre.
Hautet se acarició la barba con aire reflexivo.
—¿Y madame Renauld? —preguntó luego—. ¿Cómo toma
esta... amistad?
Francisca encogió los hombros.
—Madame Renauld es siempre muy amable..., muy
cortés. Una diría que no sospecha nada. Pero, de todos modos, ¿no es así como
sufre el corazón, señor? Día tras día he observado cómo la señora palidecía y
adelgazaba. No era la misma mujer que llegó aquí hace un mes. El señor ha
cambiado también. Tiene así mismo sus penas. Podía verse que estaba a punto de
sufrir un ataque nervioso. ¿Y quién había de extrañarlo con una intriga
conducida de este modo? Sin reticencia ni discreción. ¡Al estilo inglés, sin
duda!
Indignado, di un salto en mi asiento; pero el juez
de instrucción continuaba sus preguntas sin dejarse distraer por las
consecuencias laterales.
—¿Dice usted que monsieur Renauld no había
acompañado fuera a madame Daubreuil? ¿Esta señora se retiró, entonces?
—Sí, señor. Los oí salir del despacho y dirigirse a
la puerta. El señor dio las buenas noches y cerró la puerta tras ella.
—¿A qué hora fue esto?
—Hacia las diez y veinticinco, señor.
—¿Sabe cuándo se retiró a descansar monsieur
Renauld?
—Le oí subir unos diez minutos después que nosotras.
La escalera cruje de tal modo que una oye a todos los que suben o bajan.
—¿Y es esto todo? ¿No oyó sonidos de movimiento
alguno durante la noche?
—Nada en absoluto, señor.
—¿Cuál de las sirvientas ha bajado primero esta
mañana?
—Yo, señor. Y he visto en seguida que la puerta
estaba abierta.
—¿Y las otras ventanas de la planta baja? ¿Estaban
todas cerradas?
—Absolutamente todas. No había nada sospechoso ni
fuera de su sitio.
—Está bien, Francisca. Puede retirarse.
La anciana se encaminó a la puerta arrastrando los
pies. Llegada al umbral, se volvió.
—Le diré una cosa, señor. ¡Que madame Daubreuil es
una mala persona! ¡Oh!, sí: una mujer conoce a otra. Es una mala persona;
recuerde usted esto.
Y Francisca salió de la habitación moviendo la
cabeza con actitud sentenciosa.
—Leonia Oulard —llamó el magistrado.
Leonia apareció llorando a mares y a un paso del
histerismo. Hautet la trató con habilidad. Su declaración se refería
principalmente al descubrimiento de su dueña amordazada y sujeta, escena que
describió con alguna exageración. Lo mismo que Francisca, no había oído nada
durante la noche.
La siguió su hermana Dionisia, que confirmó que el
amo había cambiado bastante últimamente.
—Cada día se ponía más triste. Cada día comía menos.
Siempre estaba deprimido —pero Dionisia tenía su opinión personal—. Sin duda,
era la Mafia que le seguía los pasos. Dos hombres enmascarados..., ¿qué otra
cosa podría ser? ¡Una sociedad secreta terrible!
—Por supuesto, es posible —cedió el magistrado con
suavidad—. Vamos a ver, hija mía, ¿fue usted quien abrió la puerta a madame
Daubreuil la noche pasada?
—No la noche pasada, señor, sino la noche
anterior.
—Pero Francisca acaba de decirnos que madame
Daubreuil estuvo aquí ayer noche.
—No, señor. Es verdad que ayer noche vino una señora
a ver a monsieur Renauld. Pero no era madame Daubreuil.
El magistrado, sorprendido, insistió, pero la
muchacha se mantuvo firme. Conocía de vista, perfectamente, a madame Daubreuil.
La dama que había venido tenía también el cabello oscuro, pero era más baja, y
mucho más joven. Y fue inútil todo intento de apartarla de esta declaración.
—¿La había visto ya antes?
—Nunca, señor —y añadió luego con cierta timidez—:
Pero me parece que es inglesa.
—¿Inglesa?
—Sí, señor. Preguntó por monsieur Renauld en muy
buen francés, pero el acento... por ligero que sea, se conoce siempre. Además,
cuando salieron del despacho, hablaban en inglés.
—¿Oyó lo que decían? Quiero decir, ¿pudo entenderlo?
—Yo hablo el inglés muy bien —contestó Dionisia con
orgullo—. La dama hablaba demasiado deprisa para que pudiese coger lo que
decía, pero oí las últimas palabras del señor, cuando le abrió la puerta —y,
después de detenerse, pronunció en inglés cuidadosa y laboriosamente—: «Sí...,
sí...; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!».
—«Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!»
—repitió el magistrado.
Despidió entonces a Dionisia y, tras unos momentos,
por consideración, llamó de nuevo a Francisca. A ésta le expuso el problema de
si no se habría equivocado al fijar la noche de la visita de madame Daubreuil.
No obstante, Francisca dio muestras de una inesperada obstinación. Era en la
noche anterior cuando había venido madame Daubreuil. Sin duda ninguna, era
ella. Dionisia había querido hacerse interesante: voilá tout! Había
preparado esa bonita historia de una dama extranjera. ¡Había querido, además,
hacer ostentación de su conocimiento de la lengua inglesa! Probablemente, el
señor no había pronunciado siquiera esa frase en inglés, y aunque la hubiese
pronunciado, esto no demostraba nada, porque madame Daubreuil hablaba el inglés
perfectamente y, por lo general, usaba esta lengua cuando conversaba con
monsieur y madame Renauld.
—Ya lo ve usted —concluyó—; Jack, el hijo del señor,
solía estar aquí y habla muy mal el francés.
El magistrado no insistió. En lugar de esto,
preguntó por el chófer, y supo que en el mismo día anterior Renauld había dicho
que no era probable que necesitase el coche, y que Masters podía perfectamente
tomarse unas vacaciones.
En la frente de Poirot había empezado a formarse una
expresión de duda.
—¿Qué es ello? —le pregunté en voz baja.
Pero él movió la cabeza con impaciencia y, a su vez,
hizo una pregunta:
—Perdone, Bex; pero, sin duda, monsieur Renauld
sabía conducir el coche...
El comisario miró a Francisca, que contestó
prestamente:
—No; el señor no conducía el coche personalmente.
El ceño de Poirot se acentuó.
—Quisiera que me dijese qué le inquieta —le dije,
sin poder esperar más.
—¿No lo ve usted? En su carta, monsieur Renauld
habla de enviar el coche a Calais para recogerme.
—Quizá se refería a un coche de alquiler —le
indiqué.
—Debe de ser así. Pero ¿por qué alquilar un coche
cuando se tiene uno propio? ¿Por qué elegir el día de ayer para darle al chófer
las vacaciones... tan repentinamente, sin previo aviso? ¿Tenía alguna razón
para apartarle de aquí antes que nosotros llegásemos?
LA CARTA FIRMADA «BELLA»
Francisca había salido de la habitación. El
magistrado tecleaba sobre la mesa con expresión pensativa.
—Monsieur Bex —informó al fin—, aquí tenemos
testimonios directamente contradictorios. ¿Cuál vamos a creer, el de Francisca
o el de Dionisia?
—El de Dionisia —contestó el comisario sin
vacilación—. Ésta fue quien admitió a la visitante. Francisca es vieja y tozuda
y, evidentemente, mira con antipatía a madame Daubreuil. Por otra parte,
nuestra propia información tiende a mostrar que Renauld tenía una intriga con
otra mujer.
—Tiens! —exclamó Hautet—; nos hemos olvidado
de enterar de esto a monsieur Poirot —y después de buscar entre los papeles que
tenía sobre la mesa entregó uno a mi amigo—. Esta carta, monsieur Poirot, la
encontramos en el bolsillo del sobretodo del muerto.
Poirot la tomó y desdobló. Estaba algo manoseada y
arrugada, y escrita en inglés por una mano que no parecía muy diestra. Decía
así:
«Querido mío: ¿Por qué has dejado pasar tanto tiempo
sin escribirme? Todavía me quieres, ¿no es verdad? Han sido tus últimas cartas
tan diferentes, tan frías y extrañas, y, ahora, este largo silencio... Esto me
asusta. ¡Si fueras a dejar de quererme! Pero es imposible... ¡qué niña más
tonta soy!..., ¡siempre imaginando cosas! Pero si ya no me quisieras, no sé lo
que haría... ¡matarme, quizá! No podría vivir sin ti.
A veces imagino que se interpone otra mujer entre
nosotros. Que se ande con cuidado; no te digo más...; ¡y tú también! ¡Te
mataría antes que dejar que fueses de ella! Lo digo en serio.
Pero estoy escribiendo tonterías presuntuosas. Tú me
quieres y yo te quiero..., si: ¡te quiero, te quiero, te quiero!
Tuya y que te adora,
Bella.»
No tenía dirección ni fecha. Poirot la devolvió con
rostro grave.
—¿Y la suposición es...?
El juez de instrucción encogió los hombros.
—Evidentemente, monsieur Renauld estaba enredado con
esta inglesa... ¡Bella! Viene aquí, conoce a madame Daubreuil y empieza una
intriga con ella. Se enfría con la otra, que, por su parte, sospecha algo
inmediatamente. Esta carta contiene una clara amenaza. Monsieur Poirot, a
primera vista, el caso parece sencillísimo: ¡Celos! El hecho de haber sido
monsieur Renauld acuchillado por la espalda indica directamente que se trata
del crimen de una mujer.
Poirot hizo una seña afirmativa.
—La cuchillada en la espalda, sí...; pero ¡no la
sepultura! Éste fue un trabajo laborioso y pesado... Ninguna mujer ha abierto
esta sepultura, señor juez. Ésta ha sido obra de un hombre.
El comisario exclamó con excitación:
—Sí, sí; es verdad. No habíamos pensado en esto.
—Como le he dicho —continuó Hautet—, a primera
vista, el caso parece sencillo, pero los hombres enmascarados y la carta que
usted recibió de monsieur Renauld complican las cosas. Aquí parecemos
encontrarnos ante un caso enteramente distinto de circunstancias, sin que haya
relación entre éste y el anterior. En lo que se refiere a la carta dirigida a
usted, ¿le parece posible que tenga alguna relación con esta «Bella» y sus
amenazas?
Poirot movió la cabeza.
—Difícilmente. Un hombre como monsieur Renauld, que
ha llevado una vida de aventuras en lugares remotos, no era fácil que pidiese
protección contra una mujer.
El juez de instrucción hizo una expresiva seña
afirmativa.
—Este es exactamente mi punto de vista. Debemos,
entonces, buscar la explicación de la carta...
—En Santiago de Chile —terminó el comisario—; voy a
cablegrafiar sin demora a la Policía de esta ciudad pidiendo una información
detallada de la vida que llevó el hombre asesinado, en aquella ciudad, sus
amores, sus negocios, sus amistades y sus posibles enemistades. Sería extraño
que, después de esto, no tuviésemos una pista para hallar la solución de este
crimen misterioso.
El comisario miró a su alrededor en busca de alguna
señal o gesto de asentimiento.
—¡Excelente! —dijo Poirot con sincero acento. Y
preguntó en seguida—: ¿No han encontrado ustedes otras cartas de esta Bella entre
los papeles de monsieur Renauld?
—No. Naturalmente, una de nuestras primeras
diligencias ha sido registrar entre los documentos particulares en su despacho.
Pero no hemos encontrado nada de interés. Todo parecía claro y manifiesto. La
única cosa que se aparta de lo corriente es su testamento. Aquí está.
—Bien: un legado de mil libras a monsieur Stonor...;
y a propósito, ¿quién es?
—El secretario de monsieur Renauld. Se quedó en
Inglaterra; pero ha venido aquí una o dos veces a pasar el fin de semana.
—Y todo lo demás se lo deja a su querida esposa
Eloísa a sus libres voluntades. La redacción es sencilla, pero perfectamente
legal. Testigos son las dos sirvientas Dionisia y Francisca. Nada muy
desacostumbrado en todo ello.
Y lo devolvió.
—Quizá —empezó a decir Bex— no ha advertido usted...
—¿La fecha? —continuó Poirot, parpadeando—. Sí, la
he advertido. Una quincena atrás. Es posible que esto señale la primera alarma.
Muchos hombres ricos mueren intestados por no haber tomado en consideración la
probabilidad de su fallecimiento. Pero es peligroso sacar conclusiones
prematuramente. Esto indica, no obstante, que sentía simpatía y afecto sincero
por su esposa, a pesar de sus aventuras amorosas.
—Sí —dijo Hautet con aire de duda—. Pero es posible
que resulte un poco injusto para su hijo, pues deja a éste enteramente a la
merced de su madre. Si esta señora volviera a casarse y su segundo esposo
ejerciese influencia moral sobre ella, el muchacho podría no tocar nunca un
penique del dinero de su padre.
Poirot encogió los hombros.
—El hombre es un animal vanidoso. Sin duda, monsieur
Renauld imaginaba que su viuda no contraería nunca nuevo matrimonio. En cuanto
al hijo, puede haber sido una prudente precaución dejar el dinero en manos de
su madre. Los hijos de los hombres ricos son proverbialmente atolondrados.
—Puede ser como usted lo dice. Vamos a ver, monsieur
Poirot; sin duda le gustaría visitar el lugar del crimen. Siento que hayan
retirado ya el cadáver, pero, por supuesto, se han tomado fotografías desde
todos los puntos imaginables y estarán a su disposición tan pronto como queden
listas.
—Le doy las gracias por su cortesía.
El comisario se levantó.
—Vengan conmigo, señores.
Abriendo la puerta, se inclinó ceremoniosamente para
invitar a Poirot a que le precediese. Con la misma cortesía, Poirot se echó
hacia atrás y se inclinó ante el comisario.
—Monsieur...
—Monsieur...
Por último salieron al zaguán.
—Esta habitación de ahí, ¿es el despacho? —preguntó
Poirot de pronto, indicando con la cabeza la puerta de enfrente.
—Si
¿Desea verlo? —dijo el comisario, abriendo la puerta; y
entramos en él.
La habitación que Renauld había elegido
para su uso particular era pequeña, pero confortable y amueblada con mucho
gusto. Junto a la ventana se veía una mesa escritorio de hombre de negocios,
con multitud de casillas. Había, además, frente a la chimenea, dos amplios
sillones de cuero y, entre ellos, una mesa redonda cubierta con los últimos
libros y revistas.
Poirot se detuvo un momento, y echando una ojeada
por la habitación, entró luego en ella, pasó una mano ligeramente por los
respaldos de los sillones de cuero, recogió una revista de la mesa y, con sumo
cuidado, recorrió con un dedo la superficie del tablero de roble. Su rostro
expresó una completa aprobación.
—¿No hay polvo? —le pregunté con una sonrisa. Y me
dirigió una mirada radiante, apreciando mi conocimiento de sus
particularidades.
—Ni una partícula, amigo mío. Y, por esta vez, quizá
es una lástima.
La mirada aguda de sus ojos pasaba con viveza de un
objeto a otro.
—¡Ah! —observó de pronto, con una entonación de
alivio—. La estera de frente a la chimenea está arrugada —y se inclinó para
alisarla.
De repente lanzó una exclamación y se puso en pie.
Tenía en la mano un pequeño fragmento de papel de color de rosa.
—En Francia, como en Inglaterra —observó—, los
criados se olvidan de barrer bajo las esteras.
Bex tomó el fragmento y me acerqué para examinarlo.
—Lo reconoce..., ¿eh, Hastings?
Moví la cabeza, perplejo..., y, no obstante, aquel
matiz rosado del papel me era muy familiar.
Los procesos mentales del comisario eran más rápidos
que los míos.
—Un fragmento de un cheque —exclamó.
El trozo de papel tenía unos cuatro centímetros
cuadrados. En él estaba escrita con tinta la palabra «Duveen».
—¡Bien! —dijo Bex—. Este cheque era a la orden de
esa persona. O librado por alguien llamado Duveen.
—A la orden, me figuro —dijo Poirot—; pues, si no me
equivoco, esta letra es la de monsieur Renauld.
El punto quedó pronto aclarado por comparación con
un memorándum tomado del escritorio.
—¡Pobre de mí! —murmuró el comisario con
desanimación—. Realmente no puedo imaginarme cómo se me ha pasado esto por
alto. Poirot se echó a reír.
—La moraleja es: ¡mirad siempre bajo las esteras! Mi
amigo Hastings, aquí presente, le dirá que la más ligera arruga de un objeto es
un tormento para mí. Tan pronto como he visto esa estera torcida, me he dicho: «Tiens!
Esto lo ha hecho la pata de una silla echada hacia atrás. Es posible que
debajo haya algo que la buena Francisca no ha acertado a ver.»
—¿Francisca?
—O Dionisia, o Leonia: la que quiera que sea que
haya arreglado esta habitación. Puesto que no hay polvo, esta habitación debe
de haber sido limpiada esta mañana. Reconstruyo el incidente de este modo.
Ayer, quizá la noche pasada, monsieur Renauld extendió un cheque a la orden de
alguien llamado Duveen. El cheque fue, luego, roto y los fragmentos esparcidos
por el suelo. Esta mañana...
Pero Bex estaba ya tirando impacientemente del
cordón de la campanilla.
Apareció Francisca. Sí: había trozos de papel por el
suelo. ¿Qué había hecho con ellos? ¡Los había metido en el horno de la cocina,
naturalmente! ¿Qué más?
Con un gesto de desesperación, Bex la despidió.
Luego se iluminó su rostro y corrió al escritorio. Al cabo de un minuto estaba
examinando el talonario de cheques del muerto. En seguida repitió su gesto
anterior: la matriz del último cheque separado estaba en blanco.
—¡Ánimo! —exclamó Poirot, dándole una palmada en la
espalda—. Si duda, madame Renauld podrá darnos una información completa acerca
de esta persona misteriosa llamada Duveen.
El rostro del comisario se despejó.
—Es verdad —dijo—. Continuemos.
Al volvernos para salir de la habitación, observó
Poirot en tono casual:
—Aquí fue donde Renauld recibió a su visitante de la
noche pasada, ¿eh?
—Aquí..., pero ¿cómo lo sabía usted?
—Por esto. Lo he encontrado en el respaldo del
sillón de cuero —y mostró, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar, un largo
cabello negro... ¡un cabello de mujer!
Bex nos llevó, por la parte posterior de la casa, a
un lugar en el que había una pequeña dependencia con tejadillo en forma de
cobertizo, que se apoyaba en la pared del edificio. Sacando una llave del
bolsillo, lo abrió.
—El cadáver está aquí. Lo retiramos del lugar del
crimen un momento antes de la llegada de ustedes, cuando hubieron terminado los
fotógrafos.
Abrió la puerta y pasamos al interior. El hombre
asesinado yacía en el suelo, cubierto por una sábana que Bex retiró
diestramente. Renauld era un hombre de mediana estatura, de cuerpo y rostro
delgados. Representaba unos cincuenta años de edad y su cabello oscuro estaba
copiosamente estriado de gris. Iba bien afeitado; la nariz era larga y fina y
los ojos más bien juntos; su piel tenía el tono fuertemente bronceado de las
personas que han pasado la mayor parte de la vida bajo los cielos tropicales.
Los labios estaban apartados de los dientes, y en sus lívidos rasgos aparecía
estampada una expresión de sorpresa y terror.
—Puede uno ver, por el gesto de la cara, que fue
acuchillado por la espalda —observó Poirot.
Con gran suavidad volvió del otro lado al muerto.
Entre los omóplatos veíase una mancha redonda y oscura sobre el ligero abrigo
de color de cervato.
En el centro de la misma, la ropa mostraba un corte. Poirot lo examinó de
cerca.
—¿Tiene usted alguna idea del arma con que se
cometió el crimen?
—Quedó en la herida.
El comisario la sacó de un gran jarro de cristal.
Era un objeto pequeño que más parecía un cortapapeles que otra cosa. Tenía un
mango negro y una hoja estrecha y brillante. Su longitud total no excedía de
veinte centímetros. Poirot probó la descolorida punta aplicando con cautela el
extremo del dedo.
—¡Vaya si está afilada! ¡Una preciosa herramienta
para asesinar!
—Por desgracia no hemos podido encontrar en ella
impresiones dactilares —dijo Bex con sentimiento—. El asesino se habrá puesto
guantes.
—¡Claro que se los ha puesto! —contestó Poirot con
desdén—. Aun en Santiago saben bastante de esto; lo sabe el más humilde
aficionado inglés gracias a la publicidad que la Prensa ha dado al sistema
Bertillon. En todo caso, me interesa mucho que no haya impresiones dactilares.
¡Es tan fácil dejar las de otra persona! Y entonces la Policía se felicita —y
movió la cabeza—. Me temo mucho que nuestro criminal no sea un hombre
metódico... O esto o andaba escaso de tiempo. Pero ya veremos.
Y volvió el cadáver a su posición original.
—Sólo llevaba ropa interior bajo el sobretodo
—observó.
—Sí; el juez de instrucción cree que éste es un
detalle curioso.
En aquel momento se oyó un golpe contra la puerta
que Bex había dejado cerrada. El comisario se adelantó para abrirla y allí
estaba Francisca procurando, con curiosidad de vampiresa, ver el interior.
—Bien... ¿qué pasa? —preguntó Bex con impaciencia.
—La señora me encarga que les comunique que se
encuentra mucho mejor y está dispuesta a recibir al señor juez de instrucción.
—Muy bien —dijo Bex muy animadamente—. Avise a
monsieur Hautet y diga que vamos en seguida.
Poirot se detuvo un momento para volver a mirar el
cadáver. Por un instante, pensé que iba a dirigirse al muerto y declarar a
gritos que estaba dispuesto a no descansar hasta que hubiese descubierto al
asesino. Pero cuando habló lo hizo con voz moderada y expresión incierta, y su
comentario resultó risiblemente desproporcionado a la solemnidad del momento.
—Llevaba un sobretodo muy largo —dijo, como si
hablase por fuerza.
EL RELATO DE MADAME RENAULD
Encontramos a Hautet esperándonos en el vestíbulo y
todos subimos juntos arriba siguiendo a Francisca, que nos indicaba el camino.
Poirot lo hizo describiendo un zigzag que me causó extrañeza hasta que, con una
mueca, murmuró a mi oído:
—No es extraño que la servidumbre oyese a Renauld
cuando subía la escalera; ¡no hay una tabla que no cruja lo bastante fuerte
para despertar a un muerto!
Del extremo superior de la escalera partía un
pequeño corredor.
—Las habitaciones de los criados —explicó Bex.
Continuamos por el corredor y Francisca llamó a la
última puerta de la derecha.
Una voz débil nos invitó a entrar, y nos hallamos en
una habitación espaciosa y soleada, con vistas a un mar azul y brillante, a la
distancia aproximada de cuatrocientos metros.
Sobre un lecho levantado con almohadones, y asistida
por el doctor Durand, yacía una mujer alta y de aspecto majestuoso. Era de
mediana edad, y su cabello, en otro tiempo oscuro, aparecía ahora casi
enteramente plateado; pero la fuerte vitalidad de su persona se hubiera dejado
sentir en todas partes. Desde el primer momento sabía el observador que se
hallaba en presencia de lo que llamaban los franceses une maitresse femme.
Nos acogió con una inclinación de cabeza.
—Háganme el favor de sentarse, señores.
Ocupamos varias sillas y el oficial de secretaría
del magistrado se instaló en una mesa redonda.
—Espero, señora —empezó a decir Hautet—, que no la
afligirá extremadamente contarnos lo que ha ocurrido en la noche pasada...
—De ningún modo, señor. Sé lo que vale el tiempo, si
esos miserables asesinos han de ser detenidos y castigados.
—Muy bien, señora. Creo que se fatigará menos si yo
le hago las preguntas y usted se limita a contestarlas. ¿A qué hora se retiró a
descansar ayer noche?
—A las nueve y media. Me encontraba cansada.
—¿Y su esposo?
—Imagino que cosa de una hora más tarde.
—¿Parecía turbado..., trastornado, de algún modo?
—No; no más de lo de costumbre.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Dormimos. A mí me despertó una mano que me apretaba
la boca. Intenté gritar, pero la mano me lo impidió. Había dos hombres en la
habitación. Los dos enmascarados.
—¿Puede usted describirlos de algún modo, señora?
—Uno era muy alto y tenía una barba larga y negra.
El otro era bajo y grueso. Su barba era rojiza. Los dos llevaban sombreros
metidos hasta los ojos.
—¡Hum! —apuntó el magistrado con aire pensativo—. Me
parecen demasiadas barbas.
—¿Quiere decir que eran postizas?
—Sí, señora. Pero continúe su relato.
—El hombre bajo era el que me sujetaba. Me puso una
mordaza y me ató con cuerdas las manos y los pies. El otro se había puesto
encima de mi marido. Había tomado del tocador mi pequeña daga cortapapeles, y
le retenía sosteniéndola con la punta sobre su corazón. Cuando el hombre bajo hubo terminado
conmigo fue a ayudar al otro y los dos obligaron a mi marido a levantarse y
acompañarles al cuarto de vestir, en la puerta inmediata. Yo estaba casi
desmayada de terror; sin embargo, escuché como desesperada. Hablaban demasiado
bajo para que pudiese entender lo que decían. Pero reconocí la lengua, un
español alterado, como el que se usa en algunas partes de Sudamérica. Parecían
estar pidiéndole algo a mi marido, y luego se irritaron y levantaron un poco
las voces. Creo que era el hombre alto el que hablaba al decir: «¡El secreto!
¿Dónde está?» No sé lo que contestó mi esposo, pero el otro replicó enfurecido:
«¡Miente! Sabemos que lo tiene usted. ¿Dónde están las llaves?» Luego oí ruido
de cajones que se sacaban. En la pared del cuarto de vestir de mi esposo hay
una caja de caudales en la que guarda siempre una suma importante de dinero
disponible. Leonia me dice que la han registrado y se han llevado el dinero;
pero, evidentemente, lo que buscaban no estaba allí, pues oí cómo el hombre
alto, con un juramento, ordenaba a mi marido que se vistiese. Poco después de
esto, creo que debió de perturbarles algún ruido que oyeron por la casa, pues
empujaron a mi marido hasta mi cuarto sólo vestido a medias.
—Pardon —interrumpió Poirot—; pero ¿no hay
entonces otra salida desde el cuarto de vestir?
—No, señor; sólo la puerta de comunicación con mi
cuarto. Le empujaron por ella: el hombre bajo delante, y el alto detrás, con la
daga aún en la mano. Pablo intentó apartarse de ellos para venir conmigo. Vi
sus ojos llenos de angustia. Volviéndose, les dijo: «Tengo que hablar con
ella.» Y añadió, viniendo al lado de la cama: «Todo va bien, Eloísa. No temas.
Regresaré antes de la mañana.» Pero, aunque intentó hablar con voz segura, yo
pude ver el terror en sus ojos. Luego le sacaron por la puerta, y el hombre
alto dijo: «Una palabra, y es usted hombre muerto; recuérdelo». Después de esto
—continuó madame Renauld—, debí de desmayarme. Lo primero que recuerdo es a
Leonia que me frotaba las muñecas y me daba brandy.
—Madame Renauld —dijo el magistrado—, ¿tenía usted
alguna idea sobre lo que los asesinos andaban buscando?
—Ninguna en absoluto, señor.
—¿Sabía usted que su esposo temía algo?
—Sí; había notado el cambio en él.
—¿Cuánto tiempo hacía de esto?
Madame Renauld reflexionó.
—Diez días, quizá.
—¿No más tiempo?
—Es posible; pero, en este caso, yo no lo había
advertido.
—¿Llegó usted a preguntar a su esposo sobre la causa
de este cambio?
—Una vez. Y me contestó con evasivas. No obstante,
yo estaba convencida de que sufría alguna terrible inquietud. A pesar de todo,
siendo claro que deseaba ocultarme esta causa, intenté fingir que no había
advertido nada.
—¿Sabía usted que había pedido los servicios de un
detective?
—¿Un detective? —exclamó madame Renauld con viva
sorpresa.
—Sí; este caballero..., monsieur Hércules Poirot —el
aludido se inclinó—. Ha llegado hoy obedeciendo a una cita de su esposo.
Y, sacando del bolsillo la carta escrita por
Renauld, se la entregó a la dama.
Ésta la leyó, al parecer, con sincero asombro.
—No tenía idea de esto. Evidentemente, él conocía
bien el peligro que corría.
—Vamos a ver, señora. He de rogarle que sea franca
conmigo. ¿Hay algún incidente de la vida pasada de su esposo en América del Sur
que pudiera aclarar este asesinato?
Madame Renauld reflexionó profundamente, pero, por
fin, movió la cabeza.
—No puedo recordar ninguno. Ciertamente, mi esposo
tenía muchos enemigos, gente de la que había sacado provecho en los negocios, en
una u otra forma. Pero no puedo recordar ningún caso determinado. No digo que
no exista tal incidente; sólo digo que yo no me he dado cuenta de ello.
El magistrado se pasó la mano por la barba
desconsoladamente.
—¿Y puede usted fijar la hora de esta agresión?
—Sí, recuerdo perfectamente haber oído dar las dos
en el reloj de la chimenea.
E indicó con la cabeza un reloj de viaje, con ocho
días de cuerda, que, en su estuche de cuero, ocupaba el centro de la repisa de
la chimenea.
Poirot dejó su asiento, examinó el reloj
cuidadosamente y expresó su satisfacción con una seña afirmativa.
—Aquí hay también —exclamo Bex— un reloj de pulsera
que, sin duda, los asesinos han echado fuera del peinador y hecho trizas. Poco
imaginaban que serviría de testimonio contra ellos.
Con sumo cuidado apartó los fragmentos del cristal
roto. De pronto, expresó su rostro una completa estupefacción.
—Mon dieu! —exclamó.
—¿Qué ocurre?
—¡Las agujas del reloj señalan las siete!
—¡Cómo! —exclamó a su vez el juez de instrucción con
asombro. Pero Poirot, hábil como siempre, tomó el objeto roto de manos del
atónito comisario y lo acercó a su oído. Luego, sonrió.
—Sí; el cristal está roto, pero la máquina sigue en
marcha.
La explicación del misterio fue acogida con una
sonrisa de alivio. No obstante, el magistrado se acordó de otro detalle.
—Pero ahora no son las siete...
—No —dijo Poirot suavemente—: son pocos minutos más
de las cinco. Quizá adelanta el reloj; ¿es así, señora?
Madame Renauld había fruncido las cejas con cierta
confusión.
—Cierto que adelanta —admitió—, pero nunca le he
visto adelantar tanto.
Con un gesto de impaciencia, el magistrado dejó el
problema del reloj y continuó el interrogatorio.
—Señora, la puerta delantera ha sido hallada abierta
esta mañana. Parece casi seguro que los asesinos entraron por allí; sin
embargo, no hay señal alguna de que haya sido forzada. ¿Puede usted indicar
alguna explicación?
—Es posible que mi marido saliese a dar un paseo
anoche y se olvidase de echar el cerrojo al volver.
—¿Es esto probable?
—Muy probable. Mi marido era el hombre más distraído
del mundo.
Había hablado con la frente ligeramente arrugada,
como si aquel rasgo del carácter del difunto la hubiese mortificado a veces.
—Creo que podríamos hacer una deducción —observó de
pronto el comisario—. Puesto que los hombres insistieron en que monsieur
Renauld se vistiese, parece como si el lugar a donde le llevaban, el lugar
donde estaba oculto «el secreto», se encontrase a alguna distancia.
El magistrado hizo una seña afirmativa.
—Sí; lejos; y, sin embargo, no muy lejos, puesto que
él habló de estar de regreso por la mañana.
—¿A qué hora sale de la estación de Merlinville el
último tren? —preguntó Poirot.
—A las once cincuenta en una dirección y a las doce
diecisiete en la otra; pero es más probable que tuviesen un coche esperando.
—Desde luego —convino Poirot con cierto desánimo.
—En realidad, éste podría ser un buen modo de
encontrar su pista —continuó el magistrado, con más viveza—. Un automóvil con
dos extranjeros tiene bastantes probabilidades de llamar la atención. Éste es
un dato importante, monsieur Bex.
Sonrió para sí mismo y, recobrando luego su anterior
gravedad, le dijo a madame Renauld:
—Hay otra pregunta: ¿conoce usted a alguien que se
llame «Duveen»?
—¿Duveen? —repitió ella con aire pensativo—. No; de
momento no puedo decir que conozca a nadie de este nombre.
—¿No se lo ha oído nunca mencionar a su esposo?
—Nunca.
—¿Conoce usted a alguien cuyo nombre de pila sea
«Bella»?
Y mientras hablaba había observado con atención a
madame Renauld, en acecho para sorprender cualquier señal de irritación o de
conocimiento; pero ella se limitó a mover la cabeza con naturalidad. Hautet
continuó las preguntas.
—¿Sabe usted que su esposo recibió una visita
anoche?
Esta vez vio cómo subía por sus mejillas un ligero
matiz rojizo, pero ella contestó con noble compostura:
—No. ¿Quién era?
—Una señora.
—¿De veras?
Pero, de momento, el magistrado se contentó con
esto. No parecía probable que madame Daubreuil tuviese nada que ver con el
crimen y no quería trastornar a madame Renauld más de lo necesario.
Hizo una seña al comisario. Éste le contestó con una
inclinación de cabeza y, levantándose luego, cruzó la habitación y volvió con
el jarro de cristal que habíamos visto en el cobertizo adjunto a la casa. De este
jarro tomó la daga.
—Señora —dijo suavemente—, ¿reconoce esto?
Ella lanzó un pequeño grito.
—Sí; es mi cuchillito —luego, al ver la punta
manchada, se echó hacia atrás, con los ojos dilatados por el terror—. ¿Es
esto... sangre?
—Sí, señora. Su esposo fue muerto con esta arma —y
se apresuró a apartarla de su vista—. ¿Está enteramente segura de que es la que
tenía anoche en su tocador?
—¡Oh!, sí. Era un regalo de mi hijo. Sirvió en la
Aviación durante la guerra. Se atribuyó más edad de la que tenía —añadió con
cierto tono de orgullo maternal en la voz—. Está hecho con el cable de uno de
los aeroplanos más veloces, y mi hijo me lo entregó como un recuerdo de guerra.
—Ya lo veo, señora. Y esto nos lleva a otra cosa:
¿dónde está ahora su hijo? Es necesario que le telegrafiemos sin demora.
—¿Jack? Está camino de Buenos Aires.
—¡Cómo!
—Sí. Mi esposo le telegrafió ayer. Le había enviado
a París por cuestiones de negocios; pero ayer descubrió que sería necesario que
continuase sin tardanza hasta América del Sur. Anoche zarpaba de Cherburgo un
buque con destino a Buenos Aires y le telegrafió que lo tomase.
—¿Tiene usted alguna idea de lo que era este asunto
en Buenos Aires?
—No, señor; ignoro de qué clase de negocio se trata;
pero Buenos Aires no era el destino final de mi hijo. Debía de continuar por
tierra hasta Santiago de Chile.
Y el magistrado y el comisario exclamaron al
unísono:
—¡Santiago! ¡Otra vez Santiago!
En este momento fue, hallándonos todos como
atontados por la mención de aquel nombre, cuando Poirot se acercó a madame
Renauld. Había permanecido en pie junto a la ventana, como un hombre perdido en
sus pensamientos, y dudo que hubiera escuchado por completo todo lo que pasó.
Después de saludarla con una inclinación, le dijo:
—Perdone, señora; pero ¿puedo examinar sus muñecas?
Aunque ligeramente sorprendida por la demanda, ella
se las tendió. Alrededor de cada una se veía una fuerte señal roja, donde las
cuerdas habían mordido en la carne. Al examinarlas, me pareció que desaparecía
de los ojos de Poirot el ligero parpadeo de excitación que yo había advertido.
—Deben de causarle mucho dolor —dijo, y, una vez
más, me pareció interesado.
Pero el magistrado estaba hablando con excitación.
—Hay que comunicar inmediatamente por el telégrafo
con el joven monsieur Renauld. Es del mayor interés que quedemos informados de
cuanto él pueda decirnos acerca de este viaje a Santiago —y añadió, después de
un momento de vacilación—: Quisiera poder tenerle cerca de nosotros a fin de
ahorrarle a usted, señora, un gran dolor.
—¿Se refiere —dijo ella con voz baja— a la
identificación de los restos de mi esposo?
El magistrado inclinó la cabeza.
—Soy una mujer fuerte, caballero. Puedo soportar lo
que se requiera de mí. Estoy dispuesta... ahora.
—¡Oh!, mañana será aún bastante pronto; le aseguro a
usted...
—Prefiero dejarlo terminado —dijo ella en voz baja,
mientras cruzaba por su rostro un espasmo de dolor—. Si quiere usted, doctor,
tener la bondad de darme su brazo...
El doctor se apresuró a acercarse. Sobre los hombros
de madame Renauld se echó una capa, y bajó por la escalera una lenta procesión.
Bex tomó la delantera para abrir la puerta del cobertizo. Al cabo de uno o dos
minutos apareció en ella madame Renauld. Estaba pálida, pero resuelta, y
levantó una mano para cubrirse el rostro.
—Un momento, señores, para darme ánimo.
Retirando la mano, se inclinó y miró al muerto. Y la
abandonó el maravilloso dominio de sí misma que había sostenido hasta aquel
momento.
—¡Pablo! —gritó—. ¡Esposo mío! ¡Oh, Dios!
Vaciló al inclinarse y cayó sin sentido.
Poirot, que estaba a su lado, le levantó
inmediatamente un párpado y le tomó el pulso. Cuando se hubo asegurado de que
el desmayo era auténtico, se apartó. Cogiéndome un brazo, me dijo:
—¡Soy un imbécil, amigo mío! Si una voz de mujer ha
expresado alguna vez amor y dolor, yo la he oído ahora. Mi pequeña idea era
enteramente equivocada. Eh bien! ¡Tengo que volver a empezar!
EL LUGAR DEL CRIMEN
Entre el doctor y Hautet llevaron a la casa a la
mujer inconsciente. El comisario los miraba moviendo la cabeza.
—Pauvre femme! —murmuró para sí mismo—. La
impresión ha sido excesiva para ella. Pero nosotros no podemos hacer nada.
Ahora bien, Poirot: ¿vamos a visitar el lugar en que se cometió el crimen?
—Con su permiso, Bex.
Atravesamos la casa, saliendo por la puerta
delantera. Poirot, que había levantado la cabeza para mirar la escalera, al
pasar la movió con expresión de descontento.
—Para mí es increíble que la servidumbre no oyese
nada. ¡Los crujidos de esa escalera al bajar por ella tres personas hubieran
despertado a un muerto!
—Recuerde que era a la mitad de la noche. Estas
mujeres debían de estar profundamente dormidas entonces.
No obstante, Poirot continuó moviendo la cabeza como
si no aceptase del todo la explicación. Desde la calzada miró hacia la casa,
deteniéndose.
—En primer lugar, ¿qué les indujo a mirar si la
puerta delantera estaba abierta? Era extremadamente inverosímil que lo
estuviese. Y era mucho más probable que tratasen de forzar una ventana.
—Pero todas las ventanas de la planta baja se
aseguran con postigos de hierro.
Poirot señaló una ventana del primer piso.
—Ésta es la del dormitorio que acabamos de visitar,
¿no es verdad? Y mire, además hay aquí un árbol por el que sería facilísimo
subir.
—Es posible —admitió el otro—. Pero no hubieran
podido hacerlo sin dejar huellas de pisadas en el cuadro del jardín.
Comprendí que la observación era acertada. Había dos
grandes arriates ovales plantados de geranios de color junto a la puerta
delantera. El árbol en cuestión tenía sus raíces en el fondo mismo del macizo y
hubiera sido imposible alcanzarlo sin pisar éste.
—Ya lo ve —continuó el comisario—: por efecto de
este tiempo seco, las huellas no serían visibles en el camino de los coches o
andenes; pero en la tierra blanda del cuadro, el caso hubiera sido muy
distinto.
Poirot se acercó al cuadro y lo estudió atentamente.
Como lo había dicho Bex, la tierra estaba perfectamente lisa. No había por
ninguna parte la más ligera depresión.
Poirot inclinó la cabeza, como si hubiese quedado
convencido, y nos apartamos de allí; pero de pronto se lanzó disparado y se
puso a examinar el otro cuadro.
—¡Bex! —llamó—. Vea esto. Aquí tiene usted
abundantes huellas. El comisario vino a su lado y sonrió.
—Mi querido Poirot: éstas son, sin duda, las de las
grandes botas claveteadas del jardinero. En todo caso, no tendrían importancia,
puesto que en este lado no tenemos árbol ni, por tanto, el medio de obtener
acceso al piso de arriba.
—Cierto —dijo Poirot, evidentemente desanimado—. ¿De
modo que usted cree que estas huellas no tienen importancia?
—En absoluto.
Entonces, con gran asombro por mi parte, Poirot
pronunció estas palabras:
—No estoy de acuerdo con usted. Tengo una pequeña
idea de que estas huellas son la cosa más importante que hemos visto hasta
ahora.
Bex no contestó, limitándose a encoger los hombros.
Era demasiado cortés para exponer su verdadera opinión. En lugar de esto, dijo:
—¿Vamos a continuar?
—Ciertamente. Puedo dejar para más tarde la
investigación de este asunto de las huellas —contestó de buen humor.
En lugar de seguir el camino de los coches, hasta la
puerta exterior, Bex tomó un sendero que se bifurcaba en ángulo recto. Formaba
una pequeña cuesta alrededor del lado derecho de la casa, y tenía a uno y otro
lado una especie de espesura de matorrales: inesperadamente, desembocaba en un
pequeño terreno despejado desde el que se podía ver el mar. Allí se había
colocado un banco, y no lejos de este se veía un cobertizo algo ruinoso.
Algunos pasos más allá, una línea bien marcada de pequeños arbustos señalaba el
límite del terreno de la villa. Bex continuó hasta allí y nos hallamos ante un
dilatado trecho de dunas despejadas. Miré a mi alrededor y vi algo que me llenó
de asombro.
—¡Cómo!... Esto es un campo de golf—exclamé.
Bex hizo una seña afirmativa.
—No está aún terminado —explicó—. Se espera que
podrá ser inaugurado en alguna fecha del mes próximo. Algunos de los hombres
que trabajan en él fueron los que descubrieron el cadáver esta mañana temprano.
Di una boqueada. Cerca, a mi izquierda, en un lugar
que de momento había pasado por alto, había un hoyo largo y estrecho, y junto a
él, boca abajo, ¡el cuerpo de un hombre! Mi corazón dio un salto terrible y
tuve la loca ocurrencia de que había sido repetida la tragedia. Pero el comisario
disipó aquella ilusión adelantándose y exclamando con acento de viva
contrariedad:
—¿Qué ha hecho mi policía? ¡Tenían la orden estricta
de no permitir que se acercase aquí nadie sin títulos adecuados!
El que estaba en el suelo volvió la cabeza por encima
del hombro.
—Pero es que yo tengo títulos adecuados... —observó,
poniéndose en pie lentamente.
—¡Mi querido Giraud! —exclamó el comisario—. No
tenía idea siquiera de que hubiese llegado. El juez de instrucción le esperaba
con la mayor impaciencia.
Mientras hablaba el comisario, yo examinaba al
recién llegado con la más viva curiosidad. Me hallaba familiarizado con el
nombre del célebre detective de la Sûreté de París, y sentía gran interés por
verle en persona. Era un hombre muy alto, de unos treinta años de edad, cabello
y bigote pardo rojizo y porte militar. Sus maneras tenían cierto aire
arrogante, revelador de que se daba cuenta perfecta de su propia importancia.
Bex nos presentó, indicando que Poirot era un colega. El detective de París
mostró su interés momentáneo con un ligero parpadeo.
—Le conozco a usted de nombre, monsieur Poirot
—dijo—. Ha sido usted un hombre conspicuo en los tiempos pasados, ¿verdad? Pero
los métodos son ahora muy distintos.
—No obstante, los crímenes son muy parecidos —observó
Poirot con voz suave.
Vi inmediatamente que Giraud estaba dispuesto a
mantener una actitud hostil. Le molestaba que el otro se hallase asociado con
él, y tuve la sensación de que si descubría alguna pista importante era muy
probable que se la guardase para él solo.
—El juez de instrucción... —empezó a decir Bex.
—¡Me tiene sin cuidado el juez de instrucción! La
luz es lo que importa en este momento. Para todos los fines prácticos, se habrá
acabado dentro de una media hora. Estoy bien informado del caso, y la gente que
vive en la residencia puede esperar hasta mañana perfectamente; pero si hemos
de encontrar una pista para descubrir a los asesinos, éste es el sitio. ¿Es la
Policía de usted la que ha estado paseándose por ahí? Creía que conocían mejor
su oficio en los días en que vivimos.
—No hay duda de que lo conocen. Las huellas de que
usted se queja las han dejado los trabajadores que descubrieron el cadáver.
El otro dejó oír un gruñido de disgusto.
—Pueden verse los caminos por donde tres de los hombres
vinieron a través del seto..., pero eran astutos. Puede usted reconocer en las
huellas centrales las de monsieur Renauld; pero las de uno y otro lado han sido
borradas cuidadosamente. No es que hubiera, en realidad, mucho que ver en este
terreno duro, pero no han querido correr riesgos.
—La señal exterior —dijo Poirot—. Esto es lo que
usted busca, ¿verdad?
El otro detective abrió mucho los ojos.
—Naturalmente.
Asomó a los labios de Poirot una débil sonrisa.
Parecía a punto de hablar, pero se contuvo. Inclinóse luego sobre el lugar en
que había quedado la azada.
—Cierto que con esto se ha cavado la sepultura —dijo
Giraud—. Pero no sacará nada de ello. Era la propia azada de Renauld, y el
hombre que la usó llevaba guantes. Ahí están —e indicó con el pie un par de
guantes sucios de tierra y echados por el suelo—. Y también son de Renauld...,
o, por lo menos, de su jardinero. Les digo a ustedes que los hombres que
proyectaron este crimen se precavieron contra todo. La víctima fue acuchillada
con su propia daga y hubiera sido enterrada con su propia azada. ¡Contaban con
no dejar ningún indicio! Pero yo los venceré. ¡Siempre queda algo! Y me
propongo encontrarlo.
Pero Poirot estaba ahora interesado, al parecer, en
otra cosa: un trozo corto de tubería de plomo descolorido, que estaba junto a
la azada. Tocándolo delicadamente con el dedo, preguntó:
—Y esto ¿pertenecía también al hombre asesinado? —y
me pareció advertir en la pregunta un fino acento de ironía.
Giraud encogió los hombros para indicar que no lo
sabía ni le importaba.
—Puede haber estado ahí semanas enteras. De todos
modos, no me interesa.
—Yo, en cambio, lo encuentro muy interesante —dijo
Poirot con dulzura.
Pensé que estaba molestando al detective de París, y
si era así, ciertamente lo consiguió. El otro se volvió bruscamente hacia el
lado opuesto, observando que no tenía tiempo que perder, e, inclinándose,
reanudó su minucioso examen del suelo.
Poirot, entre tanto, como asaltado por una idea
repentina, cruzó el límite del terreno y empujó la puerta del pequeño
cobertizo.
—Está cerrada —dijo Giraud por encima del hombro—.
Pero no es más que un sitio donde el jardinero guarda sus trastos. La azada no
vino de ahí, sino del cobertizo de las herramientas, junto a la casa.
—¡Maravilloso! —murmuró Bex, mirándome con extática
expresión—. ¡No hace más de media hora que ha llegado y ya lo sabe todo! No hay
duda de que Giraud es el detective más grande de nuestros días.
Aunque a mí me era profundamente antipático, me
sentí secretamente impresionado. Aquel hombre parecía irradiar eficacia. Hasta
aquel momento no podía evitar esta sensación. Poirot no se había distinguido
mucho y esto me molestaba. Parecía estar dirigiendo su atención a todo género
de detalles necios y pueriles que no tenían nada que ver con el caso. Y,
efectivamente, en aquel momento preguntó de repente:
—Bex, le ruego que me diga qué significa esta línea
de yeso que se extiende alrededor de la sepultura. ¿Obedece a algún objeto de
la Policía?
—No, Poirot; es cosa del campo de golf. Esto muestra
que aquí ha de haber un bunkair, como lo llaman ustedes.
—¿Un bunkair? —repitió Poirot, volviéndose
hacia mí—. ¿Es esto el agujero irregular lleno de arena y con margen al lado?
Expresé mi conformidad.
—¿Sin duda, Renauld jugaba al golf?
—Sí; le gustaba mucho este deporte. A él y a sus
copiosos donativos se debe principalmente el impulso para adelantar esta obra.
Ha tomado parte hasta en el proyecto.
Poirot inclinó la cabeza con expresión pensativa.
—No es un lugar muy bien elegido... para enterrar un
cadáver. Hubiera sido descubierto tan pronto como los operarios hubiesen
empezado a cavar el suelo.
—Ni más ni menos —exclamó Giraud con acento de
triunfo—. Y esto demuestra que no eran de este lugar. Es una excelente prueba
indirecta.
—Sí —dijo Poirot en tono dudoso—. Nadie bien
informado enterraría aquí un cadáver..., a no ser que quisiera que se
descubriese. Y esto es sencillamente absurdo, ¿no le parece?
Giraud no se tomó ni siquiera la molestia de
contestar.
—Sí —insistió Poirot con voz no muy satisfecha—.
Sí..., absurdo, sin duda alguna.
LA MISTERIOSA MADAME DAUBREUIL
Al encaminarnos nuevamente a la casa, Bex se excusó
por una ausencia momentánea diciendo que debía comunicar inmediatamente al juez
de instrucción que había llegado Giraud. Éste, por su parte, había mostrado una
satisfacción evidente al oírle declarar a Poirot que había ya observado cuanto
deseaba. Al último que vimos al retirarse de allí fue a Giraud a gatas
continuando su investigación con una meticulosidad que no pude dejar de
admirar. Poirot se figuró lo que pensaba, pues tan pronto como estuvimos solos
observó irónicamente:
—Por fin ha visto usted al detective que admira...,
¡al zorro humano! ¿No es así, amigo mío?
—En todo caso, hace alguna cosa —le repliqué con
aspereza—. Si hay algo que encontrar, él lo encontrará. Ahora bien: usted...
—Eh bien! ¡Yo también he encontrado algo! Un
trozo de tubería de plomo.
—¡Hombre, Poirot! Usted sabe muy bien que esto no
tiene nada que ver con el caso. Quiero decir con las cosas pequeñas..., con los
rastros que pueden conducirnos infaliblemente a donde estén los asesinos.
—Amigo mío, ¡un indicio de sesenta centímetros de
longitud vale tanto como otro que mida dos milímetros! Es una idea romántica
esa de que todas las pistas importantes deben ser infinitesimales. En cuanto a
la falta de relación entre el trozo de tubería y el crimen, lo dice usted
porque así se lo ha dicho Giraud. No —continuó al ver que yo iba a
interrumpirle con una pregunta—, no hablemos más de esto. Deje a Giraud con su investigación
y a mí con mis ideas. El caso parece bastante claro, y, sin embargo..., sin
embargo, amigo mío, no estoy seguro! ¿Y sabe por qué? A causa del reloj de
pulsera que va adelantado dos horas. Y luego hay, además de éste, otros
pequeños y curiosos detalles que no parecen encajar bien. Por ejemplo: si el
objeto de los asesinos era la venganza, ¿por qué no acuchillaron a Renauld
mientras dormía, para acabar de una vez?
—Querían el «secreto» —le recordé.
Poirot se sacudió de la manga una partícula de polvo
con expresión de desagrado.
—Bueno; ¿dónde está este «secreto»? Al parecer, a
cierta distancia de aquí, puesto que querían que se vistiese. No obstante, se
le encuentra asesinado muy cerca, casi al alcance del oído desde la casa.
Además, es mucha casualidad que se encontrase a mano un arma como esa daga.
Poirot se detuvo, con el ceño fruncido, y continuó
luego:
—¿Por qué no oyó nada el servicio? ¿Habían tomado un
narcótico? ¿Había un cómplice que se encargó de que quedase abierta la puerta
delantera? Estoy preguntándome si...
Bruscamente, se detuvo. Habíamos llegado al camino
de coches, frente a la casa. De pronto, se volvió hacia mí.
—Amigo mío: voy a darle una sorpresa, ¡una
satisfacción! ¡Me han afectado sus reproches! ¡Vamos a examinar algunas huellas
de pisadas!
—¿Dónde?
—En ese cuadro de jardín de la derecha. Bex afirma
que son las pisadas del jardinero. Vamos a comprobarlo. Mire: por ahí se acerca
con su carretilla.
En efecto, un hombre ya viejo estaba entonces
cruzando el camino con una carretilla llena de plantas de sementera. Poirot le
llamó y él dejó la carretilla y vino, cojeando, hacia nosotros.
—¿Va a pedirle una de las botas para confrontar con
las huellas? —le pregunté desalentado.
Mi fe en Poirot resucitó un poco. Puesto que había
dicho que las huellas dejadas en ese cuadro del lado derecho eran importantes,
podía presumirse que lo eran.
—Exactamente —dijo Poirot.
—Pero ¿no pensará que esto es muy extraño?
—No pensará nada en absoluto.
No pudimos decir más porque el viejo se había
acercado.
—¿Tiene algo que mandarme, señor?
—Sí. Hace ya mucho tiempo que cuida de este jardín,
¿verdad?
—Veinticuatro años, señor.
—¿Y se llama usted?
—Augusto, señor.
—Estaba admirando estos magníficos geranios. Son
realmente soberbios. ¿Hace mucho tiempo que se plantaron?
—Algún tiempo, señor. Pero, por supuesto, para
conservar los cuadros en buena forma tiene uno que ir añadiendo plantas nuevas
y retirando las que se pasan, arrancando, además, las flores viejas.
—Colocó ayer algunas plantas nuevas, ¿verdad? Las
del centro en éste y también en el otro cuadro.
—El señor tiene la vista fina. Necesitan siempre
cosa de un día para «coger». Sí; puse diez plantas nuevas en cada cuadro
anoche. Como el señor, sin duda, sabe, no deben ponerse las plantas cuando
calienta el sol.
Augusto estaba encantado del interés de Poirot y muy
bien dispuesto a charlar.
—Éste es un ejemplar espléndido —elogió Poirot,
señalando—. ¿Podría, quizá, llevarme un esqueje?
—Naturalmente, señor —y entrando en el cuadro, el
viejo cortó con sumo cuidado un vástago de la planta que Poirot había admirado.
Poirot se lo agradeció profusamente y Augusto se
alejó con su carretilla.
—¿Lo ve usted? —dijo Poirot con una sonrisa, al
inclinarse sobre el cuadro para examinar la impresión de la bota claveteada del
jardinero—. Es muy sencillo.
—No había comprendido...
—¿Que el pie estaría dentro de la bota? No hace
usted un uso suficiente de sus cualidades mentales. Bueno: ¿qué me dice de la
huella?
Examiné el cuadro minuciosamente.
—Todas las huellas del cuadro han sido hechas por la
misma bota —dije, por fin, después de un atento estudio.
—¿Lo cree así? Eh bien! Estoy de acuerdo con
usted.
Poirot parecía poco interesado, como si estuviese
pensando en otra cosa.
—En todo caso —observé—, habrá dejado de picarle esa
mosca.
—¡Dios mío! ¡Vaya una frasecita! ¿Qué quiere decir?
—Lo que he querido decir es que ahora va usted a
perder su interés por estas huellas.
Pero, con sorpresa para mí, Poirot movió la cabeza.
—No, no, amigo mío. Por fin estoy en la verdadera
pista. Todavía me encuentro a oscuras; pero, como acabo de indicárselo,
Hastings, ¡estas huellas son los elementos más importantes e interesantes del
caso! Ese pobre Giraud... no me sorprendería que ni siquiera las viese.
En aquel momento se abrió la puerta delantera y
Hautet bajó los peldaños acompañado del comisario.
—¡Ah!, Poirot; hemos estado buscándole —dijo el
magistrado—. Va haciéndose tarde, pero deseo visitar a madame Daubreuil. Sin
duda, estará muy trastornada por la muerte de Renauld, y tendremos mucha suerte
si podemos obtener por ella alguna pista. El secreto que él no confió a su
esposa es posible lo conozca la mujer cuyo amor le tenía esclavizado.
Sabemos por dónde son débiles nuestros Sansones, ¿verdad?
No dijo más, pero ocupó su lugar para ponerse en
marcha. Poirot iba a su lado, y el comisario y yo seguíamos a pocos pasos de
distancia.
—No hay duda de que el relato de Francisca es, en
sustancia, exacto —observó aquél en tono confidencial—. He telefoneado a la
Jefatura. Parece que tres veces en el curso de las últimas seis semanas (es
decir, desde la llegada a Merlinville de Renauld) madame Daubreuil ha ingresado
en billetes en su cuenta corriente importantes cantidades cuyo total asciende
¡a doscientos mil francos!
—¡Válgame Dios!... —exclamé, haciendo un rápido
cálculo—. ¡Esto debe de representar algo así como cuatro mil libras!
—Precisamente. Sí; no puede haber duda de que estaba
ciegamente ilusionado. Pero falta ver si le confió a ella su secreto. El juez
de instrucción así lo espera; por mi parte, estoy lejos de compartir esta
opinión.
Hablando así habíamos descendido la callejuela hacia la
bifurcación del camino en que nuestro coche se había detenido más temprano, y
un momento después me di cuenta de que la Villa Marguerite, residencia de la misteriosa
madame Daubreuil, era la casita de donde había salido la hermosa joven.
—Hace muchos años que vive aquí —dijo el comisario,
indicando la casa con la cabeza—, muy tranquilamente, sin meterse nunca con
nadie. Parece no tener amigos ni otras relaciones que las que ha contraído en
Merlinville. Nunca hace referencia al pasado ni a su marido. No sabe uno
siquiera si vive o si murió. Hay un misterio acerca de ella, ya comprenderá
usted.
Hice una seña afirmativa, sintiéndome más
interesado.
—¿Y... la hija? —me aventuré a preguntar.
—Una muchacha portentosamente hermosa: modesta,
devota, todo cuanto pudiera pedirse. Es digna de compasión, pues aunque ella
puede no saber nada del pasado, el hombre que aspire a su mano debe informarse,
necesariamente, y entonces...
El comisario encogió los hombros escépticamente.
—Pero ¡ella no tendría la culpa! —exclamé, con
creciente indignación.
—No, pero ¿qué quiere usted? Un hombre es
escrupuloso en lo que se refiere a los antecedentes de su esposa.
Nuestra llegada a la casita cortó la discusión.
Hautet tocó el timbre. Pasaron algunos minutos, oímos rumores de pasos y se
abrió la puerta. En pie en el umbral había aparecido mi joven diosa de aquella
tarde. Al vernos se retiró el color de sus mejillas, que quedaron cubiertas de
una palidez mortal, mientras se dilataban sus ojos. No cabía la menor duda:
¡estaba atemorizada!
—Mademoiselle Daubreuil —dijo Hautet, quitándose el
sombrero—, sentirnos infinitamente causarle esta molestia, pero usted
comprenderá las exigencias de la ley. Ofrezca mis saludos a su señora madre y
hágame el favor de preguntarle si tendría la bondad de concederme su atención
por unos momentos.
Por un instante, la muchacha permaneció inmóvil.
Había apretado la mano izquierda contra el costado, como si intentase calmar
una agitación repentina e invencible de su corazón. Pero logró dominarse y dijo
en voz baja:
—Iré a verlo. Tengan la bondad de pasar.
Entró en una habitación a la izquierda del vestíbulo
y oímos el murmullo de su voz. Y entonces otra voz de timbre muy semejante,
pero con una inflexión ligeramente más dura, tras su suave resonancia, dijo:
—¡Oh, ciertamente! Ruégales que entren.
Al cabo de otro minuto nos hallábamos frente a
frente con la misteriosa madame Daubreuil.
Era algo menos alta que su hija, y las curvas
redondeadas de su rostro tenían toda la gracia de la plena madurez. Su cabello,
distinto también del de aquélla, era oscuro y dividido por en medio, al estilo
de las madonnas. Los ojos, medio ocultos por los párpados que
descendían, eran azules. Aunque bien conservada, no era, ciertamente, ya joven,
pero la calidad de su encanto era cosa independiente de la edad.
—¿Deseaba usted verme, caballero? —preguntó.
—Sí, señora —contestó Hautet, y aclaró la voz—.
Estoy encargado de la investigación de la muerte de monsieur Renauld. Sin duda
tiene usted noticia de ella.
Madame Daubreuil inclinó la cabeza sin contestar. Su
expresión permaneció invariable.
—Veníamos a preguntarle si podría usted..., en
fin..., aclarar de algún modo las circunstancias que la han rodeado.
—¿Yo? —y el acento de sorpresa con que lo dijo fue
excelente.
—Si, señora. Tenemos motivos para creer que tenía
usted la costumbre de visitar al difunto, en su villa, por las noches. ¿Es así?
Asomó el color a las mejillas pálidas de la dama,
que, no obstante, replicó con calma:
—¡Les niego a ustedes el derecho a dirigirme
semejante pregunta!
—Madame, estamos investigando un asesinato.
—Bien. ¿Qué importa? Yo no tengo nada que ver con el
asesinato.
—Señora, no suponemos tal cosa ni por un momento.
Pero usted conocía bien a la víctima. ¿Le había él hecho alguna confidencia
acerca de algún peligro que le amenazase?
—Nunca.
—¿Le había hablado alguna vez de su vida en Santiago
de Chile, alguna enemistad que pudiera haber contraído allí?
—No.
—¿No puede, entonces, prestarnos ninguna ayuda?
—Me temo que no. No veo, realmente, por qué han de
venir ustedes a verme a mí. ¿No puede su esposa decirles lo que quieran saber?
—y había en su voz una ligera inflexión de ironía.
—Madame Renauld nos ha dicho todo lo que puede
decirnos.
—¡Ah! —dijo madame Daubreuil— Estoy pensando...
—¿Qué está usted pensando, madame?
—Nada.
El juez de instrucción la miró. Se daba cuenta de
que estaba sosteniendo un duelo y que su adversaria no era antagonista
despreciable.
—¿Persiste usted en su declaración de que monsieur
Renauld no le había hecho ninguna confidencia?
—¿Por qué ha de creer usted verosímil que me hiciese
confidencias?
—Señora —contestó el magistrado con brutalidad
calculada—, porque un hombre le cuenta a su querida lo que no siempre le cuenta
a su esposa.
—¡Ah! —estalló ella, saltando hacia adelante y
echando fuego por los ojos—. ¡Me insulta usted, caballero! ¡Y en presencia de
mi hija! No puedo decir nada. ¡Tengan la bondad de salir de mi casa!
La dama era, sin duda, la que quedaba en posición
airosa. Dejamos Villa Marguerite como un hato de colegiales avergonzados. El
magistrado mascullaba para sí las más iracundas exclamaciones. Poirot parecía
hundido en sus pensamientos. De pronto salió de ellos con un movimiento de
sobresalto y le preguntó a Hautet si había algún buen hotel cerca de allí.
—Hay un pequeño establecimiento, el Hotel des Bains,
en este lado de la población. A unos cuantos metros de distancia, siguiendo la
carretera. Estará a mano para sus investigaciones. Así, ¿espero que le veremos
a usted por la mañana?
—Sí; muchas gracias, Hautet.
Nos separamos con recíprocas muestras de cortesía,
Poirot y yo, para dirigirnos hacia Merlinville; los demás, para regresar
a Villa Geneviéve.
—El sistema policíaco francés es ciertamente maravilloso.
La información que poseen de la vida de cada persona, hasta en los detalles más
sencillos, es extraordinaria. Aunque sólo hace poco más de seis semanas que
está aquí, se encuentran ya perfectamente enterados de los gustos y las
ocupaciones de Renauld, y en el plazo más breve, pueden mostrar información
sobre la cuenta corriente de madame Daubreuil y sobre las sumas que ha
ingresado últimamente! Los autos judiciales son, sin duda, una gran
institución. Pero ¿qué es esto? —terminó, volviéndose vivamente.
Por la carretera venía corriendo hacia nosotros una
figura femenina, desalada, sin sombrero. Era Marta Daubreuil.
—Les ruego que me dispensen —exclamó, desalentada,
cuando nos hubo alcanzado—. No..., no debería hacer esto, bien lo sé. No deben
decírselo a mi madre. Pero ¿es verdad lo que dice la gente, que monsieur
Renauld llamó a un detective antes de morir y... que éste es usted?
—Sí, señorita —contestó Poirot con tono amable—. Es
muy cierto. Pero ¿cómo lo ha sabido usted?
—Francisca se lo dijo a nuestra Amelia —explicó
Marta, sonrojándose.
Poirot hizo una mueca.
—¡Es imposible el secreto en un caso de este género!
No es que tenga importancia. Bien, mademoiselle, ¿qué desea saber?
La muchacha vaciló. Parecía estar ansiosa y temerosa
al mismo tiempo de hablar. Por fin, preguntó, casi en un murmullo:
—¿Se..., se sospecha de alguien?
Poirot la miró con gran atención. Luego contestó
evasivamente:
—La sospecha está en el aire en este momento,
mademoiselle.
—Sí, ya sé..., pero... ¿de alguien en particular?
—¿Por qué quiere saberlo?
La joven pareció asustada por la pregunta. De pronto
acudieron a mi memoria las anteriores palabras de Poirot acerca de ella: «La
muchacha de ojos acongojados.»
—Monsieur Renauld fue siempre muy bondadoso para mí
—contestó por fin—, y es natural que me sienta interesada.
—Ya lo veo —dijo Poirot—. Pues bien, mademoiselle:
la sospecha recae ahora en dos personas.
—¿Dos?
Hubiera jurado que había en su voz un acento de
sorpresa y de alivio.
—Se desconocen sus nombres, pero se sospecha que son
chilenos, de Santiago. Y ahora, mademoiselle, ¡ya ve usted lo que ocurre cuando
una es joven y hermosa! ¡Por complacerla he revelado secretos profesionales!
La muchacha se echó a reír alegremente, y luego, con
alguna timidez, le dio las gracias.
—Tengo que volver corriendo. Mamá me encontrará a
faltar.
Y dando media vuelta subió por la carretera como una
moderna Atlanta. Me quedé mirándola.
—Amigo mío —anunció Poirot con su voz amablemente
irónica—, ¿vamos a quedarnos aquí toda la noche... sólo porque ha visto una
mujer joven y bonita que le ha trastornado la cabeza?
Me excusé riendo.
—Pero es que realmente es hermosa, Poirot.
Cualquiera que perdiese el juicio por ella debería ser perdonado.
Pero, con sorpresa para mí, Poirot movió la cabeza
muy expresivamente.
—¡Ah!, amigo mío, no se ilusione por Marta
Daubreuil. ¡Ésta no es para usted! ¡Se lo afirma Papá Poirot!
—¡Cómo! —exclamé—. ¡El comisario me aseguró que es
tan buena como bella! ¡Un ángel perfecto!
—Algunos de los mayores criminales que he conocido
tenían cara de ángel —observó Poirot animadamente—. Una deformación de las
células grises puede coincidir perfectamente con un rostro de madonna.
—¡Poirot! —exclamé horrorizado—. ¡No puede usted
querer decirme que sospecha de una niña inocente como ésta!
—¡Ta, ta, ta! ¡No se excite! No he dicho que
sospeche de ella. Pero debe usted admitir que su interés por saber algo del
caso es un poco extraño.
—Por esta vez veo más lejos que usted —le repliqué—.
Su interés no es por sí misma, sino por su madre.
—Amigo mío —dijo Poirot—, como de costumbre, no ve
usted nada en absoluto. Madame Daubreuil es perfectamente capaz de mirar por sí
misma sin necesidad de que su hija se inquiete por ella. Reconozco que estaba
importunándole a usted hace un momento, pero, de todos modos, repito lo que le
he dicho. No se ilusione por esta moza. ¡No le conviene a usted! Yo, Hércules
Poirot, lo sé bien. Si sólo pudiese recordar dónde he visto esa cara...
—¿Qué cara? —pregunté sorprendido—. ¿La de la hija?
—No. La de la madre.
Y advirtiendo mi sorpresa afirmó con la cabeza
enfáticamente.
—Sí, sí; tal como se lo digo. Hace de esto mucho
tiempo, cuando estaba todavía con la Policía en Bélgica. Nunca he visto antes a
la mujer misma, pero he visto su retrato..., y en relación con algún caso. Más
bien creo...
—¿Qué...?
—Puedo equivocarme; pero ¡más bien creo que era un
caso por asesinato!
UN ENCUENTRO INESPERADO
A la mañana siguiente, a hora temprana, estábamos ya
en la villa. El hombre de guardia en la puerta no nos cerró ahora el paso. En
lugar de esto nos saludó respetuosamente, y entramos en la casa. La doncella
Leonia acababa de bajar la escalera y no parecía mal dispuesta a charlar un
poco.
Poirot preguntó por la salud de madame Renauld.
Leonia movió la cabeza.
—¡La pobre señora está terriblemente trastornada! No
quiere córner nada..., pero ¡nada absolutamente! Y está pálida como un espíritu
Viéndola, se parte el corazón. iAh, no sería yo la que me apenaría así por un
hombre que me hubiese engañado con otra mujer!
Poirot hizo un gesto afirmativo de simpatía.
—Lo que dice es muy justo; pero ¿qué quiere usted?
El corazón de una mujer enamorada perdonará muchas cosas. Seguramente, en los
últimos meses debió de haber entre los dos muchas escenas de recriminación...
De nuevo Leonia movió la cabeza.
—Nunca, señor. Nunca he oído a la señora una palabra
de protesta... ¡Oh, ni siquiera de reproche! Tenía el temperamento y la
disposición de un ángel..., bien diferente del señor.
—¿Monsieur Renauld no tenía el temperamento de un
ángel?
—Lejos de esto. Cuando se enfurecía lo sabía la casa
entera. El día en que disputó con monsieur Jack... ma foi!, ¡gritaban
tan fuerte que hubieran podido oírlos desde la plaza del Mercado!
—¿De veras? —dijo Poirot—. ¿Y cuándo tuvo lugar esta
disputa?
—¡Oh, fue cuando monsieur Jack iba a salir para
París! Le faltó poco para perder el tren. Salió de la biblioteca y recogió la
maleta, que había dejado en el vestíbulo. El automóvil estaba en el taller de
reparaciones y tuvo que correr hasta la estación. Yo estaba quitando el polvo
del salón y le vi pasar, con una cara blanca..., blanca..., con dos manchas
encarnadas. ¡Ah, estaba irritado de veras!
Leonia saboreaba su propia narración.
—¿Y a qué se refería la disputa?
—¡Ah, esto no lo sé!—confesó Leonia—. Es cierto que
gritaban, pero eran voces tan fuertes y agudas, y hablaban tan deprisa, que
sólo una persona que supiera a fondo el inglés hubiera podido entenderlas. Pero
¡el señor estuvo todo el día hecho una furia! ¡Imposible tenerle contento!
El rumor de una puerta que se cerraba cortó de golpe
la locuacidad de Leonia.
—¡Y Francisca que está esperándome!... —exclamó,
despertándose tardíamente a la conciencia de sus obligaciones—. Esta vieja riñe
siempre.
—Un momento, mademoiselle; ¿dónde está el juez de
instrucción?
—Han salido a mirar el automóvil en el garaje. El
señor comisario sospechaba que pudo haber sido utilizado en la noche del
crimen.
—¡Vaya una idea! —murmuró Poirot al alejarse la
muchacha.
—¿Va usted a reunirse con ellos?
—No; esperaré su regreso en el salón. La habitación
es fresca en esta mañana calurosa.
Aquel modo plácido de tomarse las cosas no me
gustaba mucho.
—Si no tiene inconveniente... —dije, y me detuve,
vacilando.
—Ninguno en absoluto. Desea usted también investigar
por su propia cuenta, ¿verdad?
—Bien; me gustaría echar una ojeada a Giraud, si es
que anda por ahí, y ver en qué se ocupa.
—El zorro humano —murmuró Poirot, recostándose en un
cómodo sillón y cerrando los ojos—. Muy bien, amigo mío. Hasta la vista.
Salí por la puerta delantera. Ciertamente, hacía
calor. Subí por el sendero que habíamos tomado el día anterior, pues me había
propuesto examinar también el lugar del crimen. Sin embargo, no me encaminé
allí directamente y me interné por la espesura de arbustos para salir al campo
de golf, a unos cien metros de distancia, por la derecha. Esta espesura era
allí mucho más densa y hube de sostener una verdadera lucha para abrirme
camino. Llegué por fin al campo de deportes por sorpresa y con tal ímpetu que
tropecé violentamente con una muchacha que estaba allí en pie, de espalda a los
arbustos.
No es, pues, de extrañar que esta joven diese un
grito comprimido; pero también yo hube de lanzar una exclamación de sorpresa.
Porque no era otra que mi amiga del tren: ¡Cenicienta!
La sorpresa fue recíproca.
—¡Usted! —exclamamos los dos al mismo tiempo.
La muchacha se rehizo la primera.
—¡Válgame mi abuela! —exclamó—. ¿Qué está usted
haciendo aquí?
—Si tal es el caso, ¿qué está haciendo usted? —le
repliqué.
—La última vez que le vi, es decir, anteayer, estaba
usted trotando hacia casa, hacia Inglaterra, como un buen muchachito.
—La última vez que yo la vi a usted —contesté—
estaba trotando a casa con su hermana, como una buena muchachita. Y, a
propósito, ¿está ya bien su hermana?
Mi recompensa fue el brillo de una blanca dentadura.
—¡Qué amable por preguntármelo! Mi hermana está
bien, gracias.
—¿Está aquí con usted?
—Se ha quedado en casa —dijo la picaruela con
dignidad.
—No creo que tenga una hermana —le dije riendo—; y
si la tiene, ¡se llama Harris!
—¿Recuerda cómo me llamo yo? —me preguntó con una
sonrisa.
—Cenicienta. Pero ahora va a decirme su verdadero
nombre, ¿verdad?
Ella movió la cabeza, con una mirada maligna.
—¿Ni me dirá siquiera por qué está aquí?
—¡Oh, eso! Supongo que ha oído hablar de los
miembros de mi profesión que «descansan».
—¿En los balnearios franceses caros?
—Baratísimos, si sabe una escogerlos.
La miré con atención.
—De todos modos, usted no tenía la intención de
venir aquí cuando la encontré hace dos días...
—Todos tenemos nuestras desilusiones —dijo
sentenciosamente Cenicienta—. Bueno; basta. Le he dicho cuanto le conviene a
usted saber. Los niños no deben ser preguntones. Y usted no me ha dicho lo que
estaba haciendo aquí.
—¿Recuerda que le hablé de un gran amigo mío
detective?
—Siga.
—Y hasta quizá tenga usted noticia del crimen
cometido en la Villa Geneviéve...
Fijó en mí la mirada. Elevóse su pecho y se
dilataron y redondearon sus ojos.
—¿No querrá usted decir... que interviene en eso?
Hice una seña afirmativa. No había duda de que le
llevaba ahora muchos tantos de ventaja. Su emoción era clarísima. Por algunos
segundos guardó silencio, sin dejar de mirarme. Luego inclinó la cabeza con
énfasis.
—¡Bueno! ¡Si esto no es el trueno gordo!... Lléveme
de ahí. Quiero ver todos los horrores.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que digo. ¡Caramba con el muchacho! ¿No le
comuniqué que me encantan los crímenes? Hace horas que estoy olfateando por
ahí. Es una verdadera suerte la que me ha tocado. Vamos, muéstreme todas las
vistas.
—Pero escuche..., espere un momento..., no puedo
hacer esto. No se permite entrar a nadie. La orden es formal para todos.
—¿No son usted y su amigo los peces gordos?
Me repugnaba la idea de abandonar mi importante
posición.
—¿Por qué tiene tanto interés? —le pregunté con
débil acento—. ¿Y qué desea ver?
—¡Oh, todo! El lugar donde ocurrió, y el arma, y el
cadáver, y todas las impresiones dactilares y demás cosas así. Nunca, hasta
ahora, había tenido la suerte de encontrarme metida en un asesinato como éste.
Me durará toda la vida.
Me volví a otra parte, mareado. ¿Adonde iban a parar
las mujeres de nuestros tiempos? La excitación sanguinaria de la muchacha me
daba náuseas.
—Descienda usted de las nubes —me dijo la dama de
pronto— y no se dé tanta importancia. Cuando le llamaron para esta faena,
¿levantó usted la nariz y dijo que era un asunto repugnante y que no quería
intervenir en el mismo?
—No, pero...
—Si estuviese usted aquí de vacaciones, ¿no se
ocuparía en olfatear como yo? Desde luego que lo haría.
—Yo soy un hombre. Usted es una mujer.
—Usted considera a las mujeres como seres que se
suben sobre una silla y chillan cuando ven un ratón. Todo eso es prehistórico.
Pero me mostrará lo que le pido, ¿verdad? Ya lo ve, esto puede representar para
mí una gran diferencia.
—¿En qué sentido?
—Están manteniendo fuera a todos los periodistas. Yo
podría adelantar muchas noticias a un periódico. Usted no sabe lo que pagan por
un poco de información interior.
Vacilé. Ella deslizó una mano pequeña y suave entre
las mías.
—Hágame este favor..., sea usted bueno.
Capitulé. Secretamente, sabía que iba a agradarme el
papel de director de escena.
Fuimos primero al lugar en que había sido
descubierto el cadáver. Había allí un hombre de guardia que, conociéndome de
vista, me saludó respetuosamente y no preguntó nada acerca de mi compañera,
considerando, quizá, que yo respondía por ella. Le expliqué a Cenicienta cómo
se había hecho el descubrimiento, y ella escuchó con atención, dirigiéndome a
veces alguna pregunta inteligente. Luego volvimos nuestros pasos en dirección a
la villa. Yo me adelantaba con alguna cautela, pues para decir la verdad no
tenía el menor deseo de encontrar a nadie. Llevé a la muchacha a través de los
arbustos que daban la vuelta a la parte posterior de la casa, hacia el
emplazamiento del pequeño cobertizo. Recordaba que, después de cerrarlo, en la
tarde anterior, Bex había dado a guardar la llave al agente de Policía
Marchaud, diciéndole: «Para el caso de que monsieur Giraud la pida mientras
estamos arriba.» Pensé que era muy probable que, después de usarla, el
detective de la Sûreté se la hubiese devuelto a Marchaud. Dejando a la muchacha
entre la maleza, en sitio poco visible, entré en la casa. Marchaud estaba de
guardia, fuera de la puerta del salón. Llegaba del interior un murmullo de
voces.
—¿Desea ver a monsieur Hautet? —me preguntó—. Está
dentro, interrogando de nuevo a Francisca.
—No —le contesté apresuradamente—. No le necesito;
pero me gustaría mucho tener la llave del cobertizo de ahí fuera, si no va
contra el reglamento.
—Desde luego, señor —dijo, sacándola—. Aquí la
tiene. Hay órdenes de monsieur Hautet para que se le den a usted todas las
facilidades. Tenga únicamente la bondad de devolvérmela cuando haya terminado.
—Naturalmente.
Sentí un estremecimiento de satisfacción al
comprobar que, a lo menos a los ojos de Marchaud, tenía yo la misma importancia
que Poirot. La muchacha me esperaba y lanzó una exclamación de alegría al ver
la llave en mis manos.
—Es decir, ¿que la ha obtenido?
—Por supuesto —dije con frialdad—. Comprenda, de
todos modos, que estoy cometiendo una grave irregularidad.
—Se ha portado usted como un ángel y no lo olvidaré.
Vamos allá. Desde la casa no pueden vernos, ¿verdad?
—Espere un momento —dije, deteniendo su impaciente
impulso—. No voy a oponerme si en realidad quiere entrar allí. Pero ¿quiere
entrar? Ha visto la sepultura y el campo de golf y está informada de todos los
detalles del caso. ¿No le basta con esto? Ya puede comprender que la escena va
a resultar horripilante y... algo desagradable.
Me miró por un momento con una expresión que no pude
entender bien. Luego se echó a reír.
—Vengan los horrores —dijo—. Vamos allá.
Llegamos a la puerta del cobertizo en silencio. La
abrí y pasé al interior. Me acerque al cadáver y retiré la sábana con cuidado,
como lo había hecho Bex en la tarde anterior. De los labios de la
muchacha se escapó un pequeño sonido entrecortado, y me volví para mirarla. En
su rostro se pintaba ahora el horror, y la alegre animación anterior se había
apagado por completo. No había querido escuchar mi consejo y ahora recibía el
castigo correspondiente. Me sentí singularmente despiadado con ella.
Lentamente, volví el cadáver.
—Ya lo ve —dije—. Fue acuchillado por la espalda.
Su voz apenas sonaba al decir:
—¿Con qué?
Con la cabeza le indiqué el jarro de cristal.
—Con esta daga.
De pronto, la muchacha se tambaleó y cayó al suelo
encogida. Corrí a auxiliarla.
—Le faltan fuerzas. Vamos fuera de aquí. Esto ha
sido demasiado para usted.
—Agua —murmuró—. Pronto. Agua.
Dejándola, corrí a la casa. Por fortuna, nadie del
servicio andaba por allí, y sin ser observado, pude procurarme un vaso de agua,
a la que añadí unas cuantas gotas de brandy de un frasco de bolsillo. A
los pocos minutos estaba de regreso. La joven continuaba echada como la había
dejado, pero algunos sorbos del agua con brandy la hicieron revivir de
un modo maravilloso.
—Sáqueme de aquí... ¡Oh, pronto, pronto! —exclamó,
estremeciéndose.
Sosteniéndola con un brazo la conduje al aire libre y
tiré de la puerta, tras ella. Lanzó entonces un profundo suspiro.
—Esto es mejor. ¡Oh, era horrible! ¿Cómo ha podido
dejarme entrar allí?
Encontré estas palabras tan femeninas que no pude
evitar una sonrisa. Secretamente, no me desagradaba su colapso. Esto demostraba
que no estaba tan endurecida como yo la había creído. Después de todo, era poco
más que una niña, y su curiosidad había sido, probablemente, un efecto de
pensar poco las cosas.
—Ya sabe que he hecho lo que he podido para
detenerla —le dije con suavidad.
—Así lo supongo. Bien; adiós.
—Escuche: no puede usted alejarse de este modo...,
enteramente sola. No se encuentra en estado de hacerlo. Insisto en acompañarla
hasta Merlinville.
—¡Oh, no, no! Me encuentro ahora perfectamente.
—¿Y si volviese a desmayarse? No; debo acompañarla.
Pero a esto se opuso ella con la mayor energía. No
obstante, al final conseguí que me permitiese escoltarla hasta las afueras de
la población. Volvimos sobre lo andado en nuestro anterior camino, pasando de
nuevo por delante de la tumba y dando un rodeo hacia la carretera. Llegados a
las primeras tiendas, ella se detuvo y me tendió la mano.
—Adiós, y muchas gracias por haber venido conmigo.
—¿Está segura de encontrarse ahora bien?
—Enteramente; gracias. Espero que no tendrá
dificultades por haberme mostrado todas estas cosas.
En tono ligero rechacé la idea.
—Bien; adiós.
—Hasta la vista —repliqué—. Si ahora está aquí,
volveremos a vernos.
Me dirigió una sonrisa brillante.
—Eso es. Hasta la vista, entonces.
—Espere un momento. No me ha dado sus señas.
—¡Oh!, me alojo en el Hotel du Phare. Un
establecimiento pequeño, pero muy bien atendido. Venga a verme mañana.
—Así lo haré —le contesté con innecesaria
vehemencia.
La observé hasta que se perdió de vista, y regresé a
la villa. Recordé entonces que no había vuelto a cerrar la puerta del
cobertizo. Por fortuna, nadie había advertido el descuido. Di, pues, vuelta a
la llave y se la devolví al agente. Cuando lo hacía se me ocurrió de pronto que
aunque la Cenicienta me había dado sus señas, yo continuaba sin saber su
nombre.
GIRAUD ENCUENTRA ALGUNOS INDICIOS
Encontré en el salón a Hautet, muy ocupado en el
interrogatorio de Augusto, el viejo jardinero. Poirot y el comisario, que se
hallaban presentes, me acogieron, respectivamente, con una sonrisa y una cortés
inclinación de cabeza. Sin hacer ruido, fui a sentarme. El magistrado era
inteligente y meticuloso en extremo, pero no lograba obtener información alguna
importante.
Augusto admitió que eran suyos aquellos guantes de
jardinero. Se los ponía cuando tenía que manejar cierta especie de prímula que
resultaba venenosa para algunas personas. No podía recordar cuándo los había
usado la última vez. Ciertamente, no los había encontrado a faltar. ¿Dónde los
guardaba? Unas veces en un sitio y otras veces en otro. La azada se encontraba,
por lo general, en el pequeño cobertizo de las herramientas. ¿Estaba cerrado?
Naturalmente que estaba cerrado. ¿Dónde se guardaba la llave? Parbleau!, se
dejaba en la puerta; eso por supuesto. No había ningún objeto de valor que
robar. ¿Quién hubiera esperado una partida de bandidos o asesinos? Tales cosas
no ocurrían en los tiempos de la señora vizcondesa.
A una indicación de Hautet de que había terminado
con él, el viejo se retiró refunfuñando hasta el último momento. Había
recordado yo la inexplicable insistencia de Poirot acerca de las huellas de
pisadas en los cuadros del jardín y examinado a Augusto con gran atención
mientras contestaba al interrogatorio. O no tenía nada que ver con el crimen o
era un actor consumado. De repente, cuando iba ya a atravesar la puerta, se me
ocurrió una idea.
—Dispénseme, Hautet —exclamé—; pero ¿me permitiría
que le hiciese una pregunta?
—Desde luego, caballero.
Así animado, me volví hacia Augusto.
—¿Dónde guarda usted sus botas?
—En mis pies —gruñó el viejo—. ¿Qué más?
—Pero ¿cuando se va a dormir por la noche?
—Debajo de la cama.
—Pero ¿quién las limpia?
—Nadie. ¿Por qué habían de limpiarlas? ¿Acaso me voy
por ahí de paseo, como un muchacho? El domingo me pongo las botas de los
domingos, pero fuera de este caso...
Y encogió los hombros.
Moví la cabeza, desalentado.
—Bien, bien —dijo el magistrado—; no adelantamos
mucho. Sin duda, estaremos detenidos hasta que nos contesten de Santiago. ¿Ha
visto alguien a Giraud? ¡Lo cierto es que no usa mucha cortesía! Tengo grandes
tentaciones de enviar a buscarle y...
—No tendrá que enviar muy lejos.
Aquella voz tranquila me sobresaltó. Desde fuera,
Giraud estaba mirándonos por la ventana abierta.
De un salto entró en la habitación y se adelantó
hasta la mesa.
—Aquí estoy a su servicio. Acepte mis excusas por no
haberme presentado antes.
—¡Nada de eso..., nada de eso! —contestó el
magistrado, algo confuso.
—Por supuesto, no soy más que un detective —continuó
el otro—. No sé nada de interrogatorios. Si yo dirigiese uno de ellos me
sentiría inclinado a hacerlo sin tener una ventana abierta. Cualquiera puede
desde el otro lado escuchar todo lo que pasa... Pero no importa.
El rostro de Hautet se encendió con expresión
iracunda. Evidentemente, no iban a ser cordiales las relaciones entre el juez
de instrucción y el detective encargado del caso. Habían chocado el uno con el
otro desde el principio. Quizá hubiera ocurrido lo mismo en cualquiera otra
circunstancia. Para Giraud, todos los jueces de instrucción estaban locos, y
para Hautet, que se lo tomaba así mismo en serio, las maneras despreocupadas
del detective de París no podían dejar de ser ofensivas.
—Eh bien!, Giraud —dijo el magistrado con
cierta dureza—. ¡Sin duda, ha dado usted un empleo maravilloso a su tiempo!
Tiene usted ya los nombres de los asesinos, ¿verdad? Y así mismo el lugar
exacto en que se encuentran en este momento...
Imperturbable ante aquella ironía replicó:
—Sé, por lo menos, de dónde vinieron.
Y sacó del bolsillo dos pequeños objetos que
depositó sobre la mesa. Todos nos apiñamos a su alrededor. Los objetos eran muy
sencillos: la colilla de un cigarrillo y una cerilla no encendida. El detective
giró sobre sí mismo, poniéndose de cara a Poirot.
—¿Qué ve usted aquí? —preguntó.
Su tono tenía algo de brutal, y me encendió las
mejillas. No obstante, Poirot permaneció impasible, y encogió los hombros.
—Un cigarrillo y una cerilla.
—¿Y qué le dice esto a usted?
Poirot extendió las manos.
—No me dice... nada.
—¡Ah! —exclamó Giraud con acento de satisfacción—.
No ha estudiado usted estas cosas. No se trata de una cerilla ordinaria..., por
lo menos en este país. Es una cerilla bastante corriente en América del Sur.
Por fortuna no ha sido encendida. En otro caso, podríamos no haberla
reconocido. Evidentemente, uno de los hombres tiró su cigarrillo y encendió
otro, habiéndosele escapado una cerilla de la caja al hacerlo.
—¿Y la otra cerilla? —preguntó Poirot.
—¿Qué cerilla?
—La que encendió para el otro cigarrillo. ¿La ha
encontrado también?
—No.
—Quizá no ha buscado usted muy a fondo.
—¿Que no he buscado a fondo?... —por un momento
pareció como si el detective fuese a estallar, pero con un esfuerzo se dominó—.
Veo que le gusta a usted bromear, Poirot. Pero, en todo caso, con cerilla o sin
ella, la colilla del cigarrillo basta. Es un cigarrillo sudamericano con papel
pectoral de regaliz.
Poirot se inclinó. El comisario tomó la palabra:
—El cigarrillo y la cerilla pueden haber pertenecido
a Renauld. Recuerde que no hace más de dos años que volvió de América del Sur.
—No —replicó el otro con acento confiado—. He
registrado ya los enseres de Renauld. Los cigarrillos que fumaba y las cerillas
que usaba eran enteramente distintos.
—¿No encuentra usted extraño que estos desconocidos
viniesen sin un arma, guantes ni azada y que encontrasen todas estas cosas tan
oportunamente? —preguntó Hércules Poirot.
—Sin duda, es extraño —contestó Giraud, después de
sonreír con expresión de superioridad—. Realmente, sin la hipótesis que yo sostengo,
sería inexplicable para todos nosotros.
—¡Ahá! —dijo Hautet—. ¡Un cómplice dentro de casa!
—O fuera de ella —añadió Giraud con una sonrisa
peculiar.
—Pero alguien debió de abrirles la puerta. No
podemos admitir que, por un golpe de suerte sin igual, la encontrasen
entreabierta para darles paso.
—La puerta fue abierta para darles paso; pero
también podía abrirse desde fuera por alguien que tuviese una llave.
—Pero ¿quién tenía una llave?
Giraud encogió los hombros.
—En cuanto a esto, nadie que la posea va a admitirlo
si lo puede evitar. Pero varias personas podían haberla tenido. Por
ejemplo, el hijo, Jack Renauld. Es cierto que está camino de América del Sur,
pero podía haberla perdido o podían habérsela robado. Hay también el jardinero..., que vive aquí desde
hace muchos años. Una de las sirvientas jóvenes puede tener un novio. Es fácil
tomar la impresión de una llave y hacer otra igual. Hay muchas posibilidades.
Hay, además, otra persona que me parece tener grandes probabilidades de
poseerla.
—¿Quien?
—Madame
Daubreuil —contestó el detective.
—iEh,
eh! —saltó el magistrado—. Estaba usted informado de esto, ¿verdad?
—Yo
estoy informado de todo —contestó Giraud, imperturbable.
—Hay una cosa de la que podría jurar que no está
informado —dijo Hautet, encantado de poder hacer gala de un conocimiento
superior, y sin más ceremonia detalló la historia de la misteriosa visitante de
la noche anterior. Mencionó también el cheque extendido a nombre de «Duveen», y
entregó, por último, la carta firmada «Bella».
—Todo muy interesante. Pero esto no afecta a mi
hipótesis.
—¿Y su hipótesis es...?
—De momento prefiero no exponerla. Recuerde que no
he hecho más que comenzar mis investigaciones.
—Explíqueme una cosa, Giraud —pidió Poirot de
repente—. Su hipótesis admite que la puerta fuese hallada abierta. No justifica
el hecho de que fuese dejada abierta. ¿No hubiera sido natural que la cerrasen
al marcharse? Si un agente de Policía hubiese acertado a pasar por allí, como
se hace a veces para ver si todo anda bien, hubieran podido ser descubiertos y
acaso detenidos inmediatamente.
—¡Bah! Se olvidaron de cerrarla. Fue un error, y lo
reconozco.
Entonces, con sorpresa por mi parte, Poirot
pronunció casi las mismas palabras que le había dirigido a Bex en la tarde
anterior:
—No estoy de acuerdo con usted. La puerta fue dejada
abierta deliberadamente o por necesidad, y cualquier hipótesis que no admita
este hecho está destinada a resultar falsa.
Todos miramos al hombrecillo llenos de asombro. La
confesión de ignorancia que se le había sacado a propósito del cigarrillo y de
la cerilla parecía adecuada para humillarle; pero allí estaba, tan satisfecho
de sí mismo como siempre, enseñando su oficio a Giraud sin un temblor.
El detective se retorció el bigote, mirando a mi
amigo con expresión zumbona.
—No está de acuerdo conmigo, ¿verdad? Bueno. ¿Qué le
llama particularmente la atención en este caso? Déjenos saber su opinión.
—Una cosa me parece significativa. Dígame, Giraud:
¿no le ha sorprendido en este caso algo que le pareciese familiar? ¿No le
recuerda nada?
—¿Familiar? ¿Que me recuerde algo? No puedo decirlo
de repente. Aunque me parece que no.
—Se equivoca —dijo Poirot tranquilamente—. Se había
cometido ya un crimen enteramente parecido.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—iAh!, esto, por desgracia, no puedo recordarlo de
momento; pero lo recordaré. Había esperado que usted pudiera ayudarme.
Giraud dejó oír un resoplido de incredulidad.
—Ha habido muchos casos de hombres enmascarados. No
puedo recordar los detalles de todos ellos. Todos los crímenes se parecen, más
o menos, unos a otros.
—Existe lo que puede llamarse el toque individual —y
adoptando de pronto su actitud de conferenciante, Poirot se dirigió a nosotros
colectivamente—. Estoy ahora hablándoles a ustedes de la psicología del crimen.
Giraud sabe perfectamente que cada criminal tiene su método particular, y que
cuando está llamado a investigar, por ejemplo, un caso de robo con escalo,
puede la Policía muchas veces figurarse quién es el autor, sencillamente por
los métodos que ha usado. (Japp le diría a usted lo mismo, Hastings.) El hombre
es un animal sin originalidad. Sin originalidad dentro de la ley de su
respetable vida diaria, y sin originalidad fuera de la ley. Si un hombre comete
un crimen, cualquier otro crimen que cometa será muy parecido al primero. El
asesino inglés que se deshacía de sus sucesivas esposas ahogándolas en sus
baños es un ejemplo adecuado. Si hubiese variado sus métodos no habría sido
descubierto aún. Pero obedeció a las reglas ordinarias de la naturaleza humana,
pensando que lo que le había salido bien una vez le saldría bien otras, y hubo
de pagar la pena de su falta de originalidad.
—¿Y la moraleja de todo esto? —preguntó Giraud en
son de mofa.
—Que cuando tiene usted dos crímenes enteramente
semejantes en cuanto al plan y en cuanto a la ejecución, encuentra el mismo
cerebro tras las dos. Estoy buscando este cerebro, Giraud, y lo encontraré.
Tenemos aquí una verdadera pista..., una pista psicológica. Usted puede estar
muy ilustrado en cuanto a cigarrillos y cerillas, Giraud; pero yo, Hércules
Poirot, conozco el entendimiento humano.
Giraud se quedó singularmente impasible.
—Para su gobierno —continuó Poirot— le llamaré la
atención sobre un hecho del que puede no estar informado: al día siguiente al
de la tragedia, el reloj de pulsera de madame Renauld había adelantado dos
horas.
Giraud abrió mucho los ojos.
—¿Acostumbraba adelantarse este reloj?
—En realidad, así me lo dicen.
—Entonces, no hay dificultad.
—Como quiera que sea, dos horas son mucho tiempo
—observó Poirot con suavidad—. Hay, además, el detalle de las huellas de
pisadas en el arriate del jardín.
Diciendo esto, indicó con la cabeza la ventana
abierta. Giraud la alcanzó en dos zancadas y miró hacia fuera.
—No veo esas huellas.
—No —asintió Poirot enderezando un montón de libros
sobre la mesa—. No las hay.
Por un momento, una ira homicida oscureció el rostro
de Giraud, que dio dos largos pasos en la dirección del hombrecillo que le
atormentaba; pero en aquel instante fue abierta la puerta del salón y Marchaud
anunció:
—El secretario, monsieur Stonor, acaba de llegar de
Inglaterra. ¿Puede pasar?
GABRIEL STONOR
El hombre que entró en la habitación ofrecía una
figura impresionante. Muy alto, atlético y bien proporcionado y con el rostro y
cuello bronceados, dominaba a las personas allí reunidas. A su lado, el mismo
Giraud parecía anémico. Cuando le reconocí mejor, me di cuenta de que Gabriel
Stonor tenía una personalidad desusada. Era inglés de nacimiento, y había
recorrido todo el mundo. Había cazado fieras en África y viajado por Corea;
había tenido un rancho en California y comerciado en las islas de los mares del
Sur.
Su mirada inefable se fijó en Hautet.
—¿El señor juez de instrucción encargado del caso?
Tengo mucho gusto en verle. Es éste un asunto terrible. ¿Cómo está madame
Renauld? ¿Lo resiste bien? Esta desgracia habrá causado una horrible impresión.
—Terrible, terrible —accedió Hautet—. Permítame que
le presente a monsieur Bex, nuestro comisario de Policía, y a monsieur Giraud,
de la Sûreté. Este caballero es monsieur Hércules Poirot. Monsieur Renauld le
envió a buscar, pero llegó demasiado tarde para poder hacer algo que evitase la
tragedia. Un amigo de monsieur Poirot: el capitán Hastings.
Stonor miró a Poirot con algún interés.
—¿Le envió a buscar?
—Entonces, ¿no sabía usted que monsieur Renauld
pensaba en llamar a un detective? —preguntó Bex, interviniendo.
—No, no lo sabía. Pero no me sorprende poco ni
mucho.
—¿Por qué?
—Porque el pobre señor estaba azarado. No sé de qué
se trataba. No me había hecho ninguna confidencia. No estábamos en estos
términos. Pero azarado sí lo estaba..., y de mala manera.
—¡Hum!... —dijo Hautet—. Pero ¿no tiene usted idea
de la causa?
—Así acabo de decirlo, señor.
—Excúseme, monsieur Stonor, pero debemos comenzar
con algunas formalidades. ¿Se llama usted?
—Gabriel Stonor.
—¿Cuánto tiempo hacía que era usted secretario de
monsieur Renauld?
—Unos dos años. Desde que regresó de América del
Sur. Le conocí por mediación de un amigo común, y él me ofreció el cargo. Y era
un amo extraordinariamente bueno.
—¿Hablaba mucho con usted sobre su vida en América
del Sur?
—Sí; bastante.
—¿Sabe si estuvo alguna vez en Santiago de Chile?
—Varias veces, por lo que creo.
—¿No mencionaba nunca algún incidente especial
ocurrido allí?... ¿Algo que hubiera podido provocar alguna venganza contra él?
—Nunca.
—¿Habló de algún secreto que hubiera conocido
mientras estaba allí?
—No, que yo recuerde. Pero con todo esto, lo cierto
es que había algún misterio en su vida. Por ejemplo, nunca le oí hablar de su
infancia ni de ningún incidente anterior a su llegada a América del Sur. Creo
que era francés, canadiense de nacimiento, pero nunca aludía a su vida en el
Canadá. Sabía cerrarse como una almeja, si esto le convenía.
—Es decir, que dentro de lo que usted sabe, no tenía
enemigos, y no puede darnos el rastro de ningún secreto por cuya posesión
hubiera podido ser asesinado...
—Así es.
—Monsieur Stonor, ¿ha oído usted alguna vez el
nombre de Duveen en relación con monsieur Renauld?
—Duveen, Duveen... —pronunció, intentado despertar
sus recuerdos—. No creo haberlo oído y, sin embargo, me parece conocerlo.
—¿Conoce usted a una dama, una amiga de monsieur
Renauld, cuyo nombre de pila es Bella?
De nuevo movió la cabeza Stonor.
—¿Bella Duveen? ¿Es éste el nombre completo? Es
curioso. Estoy seguro de conocerlo. Pero de momento no puedo recordar con qué
se relaciona.
El magistrado tosió.
—Usted comprende, monsieur Stonor, que el caso es
éste: no debe haber reservas. Podría usted quizá por un sentimiento de
consideración a madame Renauld (a la que, según tengo entendido, profesa usted
gran estimación y afecto, ¡y en realidad lo merece!) —y Hautet, ligeramente
embrollado en su frase, repitió—: No debe haber reservas, en absoluto.
Stonor le miró y apareció en sus ojos un destello de
comprensión.
—No le entiendo bien —dijo con tono amable—. ¿Qué
tiene que ver con esto madame Renauld? Tengo un inmenso respeto y afecto por
esta dama; es un carácter verdaderamente admirable y poco frecuente, pero no
acierto a ver cómo pudiera afectarla mi reserva o mi falta de reserva...
—¿Y si esta Bella Duveen resultase haber sido algo
más que una amiga para su esposo?
—¡Ah! —saltó Stonor—. Ahora sí le entiendo. Pero
apuesto lo que usted quiera a que está equivocado. El buen señor jamás miraba
unas enaguas. Adoraba, sencillamente, a su propia esposa. Eran la pareja más
unida que he conocido.
Hautet movió la cabeza con suavidad.
—Monsieur Stonor, tenemos una prueba definitiva...,
una carta amorosa escrita por esta Bella a monsieur Renauld acusándole de
haberse cansado de ella. Además, tenemos otras pruebas de que en la fecha de su
muerte sostenía una intriga con una francesa, una tal madame Daubreuil, que
tiene arrendada la villa inmediata. Los párpados del secretario se contrajeron.
—Espere, señor juez. Están ustedes ladrando a la
luna. Yo conocía bien a Pablo Renauld. Lo que acaba usted de decir es
radicalmente imposible. Hay alguna otra explicación.
El magistrado encogió los hombros.
—¿Qué otra explicación puede haber?
—¿Qué le hace a usted pensar que se trata de una
intriga amorosa?
—Madame Daubreuil tenía la costumbre de visitarle
aquí por las noches. Por otra parte, desde que monsieur Renauld vino a la Villa
Geneviéve, madame Daubreuil ha ingresado en el Banco cantidades importantes en
billetes. El importe total alcanza a cuatro mil libras de su moneda inglesa.
—Me figuro que esto es verdad —dijo tranquilamente—.
Yo le he transmitido estas sumas en billetes por orden suya. Pero esto no era
una intriga.
—¿Qué otra cosa podría ser?
—¡Un chantaje! —-declaró Stonor con energía, dando
un manotazo sobre la mesa—. Eso era y no otra cosa.
—¡Ah! —exclamó el magistrado, impresionado a su
pesar.
—Un chantaje —repitió Stonor—. Estaban sangrando al
pobre señor..., y a grandes dosis. Cuatro mil libras en un par de meses.
¡Canastos! Le he dicho hace un momento que había algún misterio en la vida de
Renauld. Evidentemente, esta madame Daubreuil lo conocía bastante para apretar
el tornillo.
—Es posible —exclamó el comisario, excitado—.
Decididamente, es posible.
—¿Posible? —gritó Stonor—. Es seguro. Dígame: ¿han
preguntado a madame Renauld acerca de esa aventurilla amorosa de que me hablan?
—No, señor. No queríamos ocasionarle ninguna
angustia que razonablemente pudiera evitársele.
—¿Angustia? Pero si se reiría de ustedes... Les digo
que ella y Renauld eran la pareja modelo entre cien.
—¡Ah! Esto me recuerda otra cuestión —dijo Hautet—.
¿Le había confiado a usted algo Renauld acerca de las disposiciones tomadas en
su testamento?
—Lo conozco bien... Me encargó que se lo llevara a
los abogados cuando lo tuvo redactado. Puedo darles los nombres de estos
señores, si quieren verlo. Lo tenían allí. Muy sencillo: la mitad de los
bienes, a su esposa, en fideicomiso; la otra mitad, a su hijo. Algunos legados.
Me parece que a mí me dejaba mil libras.
—¿En qué fecha se hizo este testamento?
—¡Oh!, hace cosa de año y medio.
—¿Le sorprendería a usted mucho, monsieur Stonor,
saber que Renauld hizo otro testamento dentro de la pasada quincena?
Era evidente que la noticia sorprendió al
secretario.
—No tenía idea de esto. ¿En qué forma?
—Su esposa queda heredera libre de toda su vasta
fortuna. No hace mención de su hijo.
Stonor dejó oír un largo silbido.
—Esto me parece algo duro para el muchacho. Su madre
le adora, por supuesto; pero, ante el mundo, hace el efecto de falta de
confianza por parte de su padre. Resultará humillante para el chico. No
obstante, todo ello viene a demostrar lo que les he dicho a ustedes: que
Renauld y su esposa vivían en perfecta unión.
—En efecto, en efecto —dijo Hautet—. Es posible que
tengamos que revisar nuestras ideas en varios puntos. Ya hemos cablegrafiado a
Santiago de Chile y esperamos la contestación de un momento a otro. Es muy
probable que todo quede entonces perfectamente aclarado. Por otra parte, si su
indicación de chantaje es acertada, madame Daubreuil debe de hallarse en
situación de darnos información importante.
Poirot intervino entonces para hacer una
observación.
—Monsieur Stonor, ¿hacía tiempo que el chófer
inglés, Masters, estaba al servicio de monsieur Renauld?
—Más de un año.
—¿Tiene usted idea de que hubiera estado alguna vez
en América del Sur?
—Estoy enteramente seguro de que no. Antes de servir
a Renauld estuvo algunos años en Gloucestershire con varias personas a las que
conozco.
—¿Podría usted, en realidad, responder de que está
por encima de toda sospecha?
—Absolutamente
Poirot pareció algo desanimado.
El magistrado, entre tanto, había llamado a
Marchaud.
—Con mis saludos a madame Renauld, dígale que
desearía hablar con ella unos minutos. Ruéguele que no se moleste. Yo iré a
verla arriba.
Marchaud saludó y desapareció.
Esperamos por espacio de algunos minutos y, con
sorpresa de nuestra parte, abrióse la puerta y entró en la habitación madame
Renauld, vestida de luto y mortalmente pálida.
Hautet adelantó una silla, formulando enérgicas
protestas, y ella le dio las gracias con una sonrisa. Stonor sostenía una de
las manos de ella con elocuente expresión de simpatía. Era claro que le
faltaban las palabras. Madame Renauld se volvió hacia Hautet.
—¿Deseaba usted preguntarme alguna cosa?
—Con su permiso, señora. Tengo entendido que su
esposo era francés canadiense de nacimiento. ¿Puede decirme algo de su juventud
y educación?
Ella movió la cabeza.
—Mi esposo fue siempre muy reticente en lo que se
refería a sí mismo, señor. Sé que vino del Noroeste, pero me figuro que su
infancia fue desgraciada, pues nunca le gustaba hablar de esa época. Hemos
vivido nuestra vida enteramente en el presente y en el futuro.
—¿Había algún misterio en su vida pasada?
Madame Renauld sonrió un poco y movió la cabeza.
—Nada que fuese tan romántico, señor juez.
Hautet sonrió también.
—Cierto; no debemos consentir en ponernos
melodramáticos. Hay otra cosa... —y vaciló.
Stonor intervino entonces impetuosamente:
—Se han metido en la cabeza una idea extraordinaria,
madame Renauld. Imaginan ahora que monsieur Renauld sostenía unos galanteos con
madame Daubreuil, que, según parece, vive en la puerta inmediata.
Encendiéronse las mejillas de madame Renauld, que
levantó la cabeza, y se mordió luego el labio, con el rostro tembloroso. Lleno
de asombro, Stonor se quedó mirándola, pero Bex se inclinó hacia adelante y
dijo con tono suave:
—Sentimos causarle pena, señora, pero ¿tiene usted
alguna razón para creer que madame Daubreuil era la amiga de su esposo?
Con un sollozo de angustia, madame Renauld se cubrió
la cara con las manos. Sus hombros se agitaron convulsivamente. Por fin,
levantó la cabeza y dijo con voz entrecortada:
—Puede haberlo sido.
Nunca, en toda mi vida, he visto nada parecido a la
estupefacción que se pintó en el rostro de Stonor. El secretario se quedó
enteramente desconcertado.
CAPÍTULO ONCE
JACK RENAULD
Me sería imposible decir qué curso hubiera tomado la
conversación, pues en aquel momento se abrió la puerta con violencia y se
precipitó en la habitación un hombre joven.
Por un breve instante tuve la sensación pavorosa de
que había vuelto a la vida el muerto. Luego me di cuenta de que en su oscura
cabeza no había ningún reflejo gris, y que, en realidad, no era más que un
muchacho el que con tan poca ceremonia se había reunido con nosotros. Este
muchacho se dirigió a madame Renauld tan impetuosamente que no prestó atención
a la presencia de las otras personas.
—¡Madre!
—¡Jack! —y con un grito, ella le estrechó en sus
brazos—. ¡Hijo querido! Pero ¿qué te trae aquí? ¿No debías salir de Cherburgo,
en el Anzora, hace dos días? —luego, recordando de pronto la presencia
de los demás, se volvió con cierta dignidad—: Mi hijo, señores.
—¡Ahá! —exclamó Hautet, correspondiendo a la
reverencia del joven—. ¿Es decir, que no partió usted en el Anzora...
—No, señor. Ya iba a explicarlo: el Anzora retrasó
su salida veinticuatro horas a causa de una avería de la máquina. Yo iba a
salir anoche, en lugar de anteanoche; pero habiendo comprado un diario de la
tarde, encontré en él el relato de..., de la horrible tragedia que hemos
tenido... —y su voz se quebró, mientras acudían las lágrimas a sus ojos—.
¡Pobre padre mío!... ¡Pobre, pobre padre mío!
Mirándole como una persona que sueña, madame Renauld
repitió:
—Es decir, que no partiste... —y con un gesto de
fatiga infinita murmuró como para sí misma—: Después de todo, esto no tiene
importancia... ahora.
—Siéntese, monsieur Renauld, se lo ruego —dijo
Hautet, indicando una silla—. Le doy la seguridad de mi profunda simpatía. Debe
usted de haber sufrido una impresión terrible al conocer la noticia de este
modo. Sin embargo, ha sido mucha suerte que no pudiera partir. Tengo la
esperanza de que podrá darnos la información que necesitamos para aclarar este
misterio.
—Estoy a su disposición. Hágame las preguntas que
desee.
—Para empezar, tengo entendido que este viaje lo
emprendió usted por voluntad de su padre...
—Exactamente, señor. Recibí un telegrama en el que
me ordenaba continuar sin demora hasta Buenos Aires y desde allí, por los
Andes, a Valparaíso y a Santiago.
—¡Ah! ¿Y el objeto de este viaje?
—No tengo idea.
—¡Cómo!
—No. Vea el telegrama.
El magistrado lo tomó y leyó en voz alta:
«Continúa inmediatamente Cherburgo embarca Anzora
zarpa Buenos Aires. Último destino Santiago. Te esperan nuevas
instrucciones Buenos Aires. No fracases. Asunto de la mayor importancia. Renauld»
—¿Y no había habido correspondencia anterior sobre
el asunto?
Jack Renauld movió la cabeza.
—No tengo más indicio que éste. Sabía, por supuesto,
que habiendo vivido allí tanto tiempo, mi padre tenía necesariamente muchos
intereses en América del Sur. Pero nunca había hablado de enviarme a mí a aquel
país.
—¿Usted habrá pasado, como es natural, mucho tiempo
en América del Sur, monsieur Renauld?
—Estuve allí en mi infancia. Pero me eduqué y pasé
la mayor parte de mis vacaciones en Inglaterra, de suerte que, en realidad,
conozco de América del Sur mucho menos de lo que podría suponerse. Ya lo ven ustedes,
cuando empezó la guerra tenía yo diecisiete años.
—Sirvió en la Aviación inglesa, ¿verdad?
—Sí, señor.
Hautet hizo un signo afirmativo y continuó su
interrogatorio, ahora conforme a los datos bien conocidos. Contestándolo, Jack
Renauld manifestó claramente que no sabía nada de ninguna enemistad que su
padre hubiera podido contraer en Santiago ni en ningún otro lugar de aquel
continente; que no había advertido últimamente cambio alguno en la manera de conducirse de su
padre, ni le había oído nunca referirse a ningún secreto. La misión a América
del Sur le había considerado como relacionada con intereses de negocios.
Habiéndose detenido un momento Hautet, intervino la
voz tranquila de Giraud:
—Desearía hacer algunas preguntas por mi cuenta,
señor juez.
—No hay inconveniente, Giraud, si así lo desea —dijo
el magistrado fríamente.
Giraud acercó un poco su silla a la mesa.
—¿Estaba usted en buenos términos con su padre,
monsieur Renauld?
—Ciertamente, estaba en buenos términos —contestó el
muchacho con altanería.
—¿Afirma esto positivamente?
—Sí.
—Sin pequeñas disputas, ¿verdad?
Jack encogió los hombros.
—Todo el mundo puede tener una diferencia de opinión
de cuando en cuando.
—Es claro, es claro. Pero si alguien asegurase que
en la víspera de su partida para París tuvo usted una disputa violenta con su
padre, ¿mentiría?
No pude menos de admirar la habilidad de Giraud. Su
jactancia al decir que estaba informado de todo no había sido vana. Era claro
que aquella pregunta había desconcertado a Jack Renauld.
—Tuvimos..., tuvimos una disputa —admitió.
—¡Ah! ¡Una disputa! Y en el curso de esta disputa,
¿no pronunció usted la frase: «Cuando estés muerto podré hacer lo que quiera»?
—Pude haberla pronunciado —murmuró Jack—. No lo sé
en realidad.
—Contestando a la cual, ¿no dijo su padre: «Pero no
estoy muerto todavía», a lo que usted replicó: «¡Ojalá lo estuvieras!»?
El muchacho no contestó. Sus manos jugaban
nerviosamente con los objetos colocados sobre la mesa que tenía enfrente.
—Debo pedir una contestación. Hágame el favor,
monsieur Renauld —dijo Giraud con dureza.
Con iracunda exclamación, el muchacho echó fuera de
la mesa un pesado cortapapeles.
—¿Qué importa eso? Es igual que lo sepa usted. Sí,
tuve una disputa con mi padre. Y me atrevo a afirmar que dije todas estas
cosas... ¡Estaba tan irritado que no puedo ni recordar lo que dije! ¡Estaba
furioso!... ¡Hubiera casi podido matarle en aquel momento! ¡Tal como lo digo!
¡Piense ahora lo que quiera! —y se recostó en la silla encendido y provocativo.
Giraud sonrió; luego, retirando un poco la silla,
dijo:
—Nada más. Sin duda, preferirá usted continuar el
interrogatorio, Hautet.
—¡Ah, sí, exactamente! —dijo Hautet—. ¿Y cuál era el
motivo de su disputa?
—Esto me abstendré de declararlo.
Hautet se enderezó en su asiento.
—Monsieur Renauld —dijo con voz resonante—, ¡no está
permitido jugar con la ley! ¿Cuál fue el motivo de la disputa?
Jack Renauld permaneció callado, con su rostro
juvenil malhumorado y sombrío. Pero habló otra voz, imperturbable y tranquila,
la voz de Hércules Poirot:
—Yo le informaré si lo desea, señor juez.
—¿Usted lo sabe?
—Ciertamente, lo sé. El motivo de la disputa fue
mademoiselle Marta Daubreuil.
Jack se volvió bruscamente, sobresaltado. El
magistrado se inclinó hacia adelante.
—¿Es esto, monsieur Renauld?
El joven afirmó con la cabeza.
—Sí. Amo a mademoiselle Daubreuil y deseo casarme
con ella. Tan pronto como le informé de esto, mi padre se puso furioso.
Naturalmente, no pude soportar los insultos contra la muchacha a la que quiero,
y también perdí la serenidad.
Hautet se volvió hacia madame Renauld.
—¿Conocía usted este... afecto, señora?
—Lo temía —contestó ella sencillamente.
—¡Madre! —exclamó el muchacho—. ¿Tú también? Marta
es tan buena como hermosa. ¿Qué puedes tener contra ella?
—No tengo nada contra mademoiselle Daubreuil por
ningún concepto. Pero hubiera preferido que te casaras con una inglesa, y si
era francesa, con otra ¡que no tuviera una madre de antecedentes tan dudosos!
Y el rencor contra aquella madre se manifestó
claramente en su voz; y esto me hizo comprender que debió de ser un trago muy
amargo para ella el descubrimiento de las inclinaciones amorosas de su hijo
hacia la hija de su rival.
Madame Renauld continuó, dirigiéndose al magistrado:
—Quizá hubiera debido hablar de ello a mi esposo,
pero esperé que se tratase de una simple galantería entre un joven y una
muchacha, que quedaría olvidada, a lo mejor, no concediéndole importancia.
Ahora me acuso de mi silencio; pero como se lo he dicho a ustedes, parecía mi
esposo tan intranquilo y preocupado que quise, ante todo, evitarle nuevas
inquietudes.
Hautet hizo una seña afirmativa. En seguida,
continuó:
—Cuando informó usted a su padre de sus intenciones
acerca de mademoiselle Daubreuil, ¿se mostró sorprendido?
—Pareció quedar desconcertado. En seguida me ordenó
que me quitase semejante idea de la cabeza. Dijo que nunca daría su
consentimiento para este enlace. Irritado, le pregunté qué tenía contra
mademoiselle Daubreuil. A esto no podía dar una contestación satisfactoria,
pero habló en términos desdeñosos del misterio que rodeaba a las vidas de la
madre y de la hija. Le repliqué que yo me casaría con Marta y no con sus
antecedentes, pero me hizo callar gritándome que se negaba a discutir más el
asunto en ninguna forma. Había que darlo por terminado. La injusticia y la
arbitrariedad de todo aquello me enloquecieron..., y más aún considerando que
él, por su parte, había parecido siempre desvivirse por ser atento con las
Daubreuil y hasta propuso que se las invitase a visitar nuestra casa. Perdí la
cabeza y tuvimos una seria disputa. Mi padre me recordó que para todo dependía
de él, y creo que fue aquí cuando le hice la observación de que, después de su
muerte, haría todo lo que me pareciese bien...
Poirot le interrumpió con una rápida pregunta:
—¿Sabía usted entonces lo que su padre disponía en
su testamento?
—Sabía que me dejaba a mí la mitad de su fortuna, y
la otra mitad a mi madre, en fideicomiso, para que la recibiese yo cuando ella
muriese.
—Continúe su relato —dijo el magistrado.
—Después de esto nos gritamos el uno al otro,
furiosos, hasta que me di cuenta de pronto de que estaba en peligro de perder
el tren de París. Hube de correr a la estación, rabioso todavía. No obstante,
una vez lejos de aquí, fui calmándome. Escribí a Marta, contándole lo que había
ocurrido, y su contestación acabó de serenarme. Me indicaba en ella que nos
bastaría mantenernos firmes y que así toda oposición tendría que ceder al fin.
Nuestro mutuo afecto tenía que ser puesto a prueba, y, cuando viesen que no era
una ligera ilusión por mi parte, sin duda se mostrarían más benignos con
nosotros. Por supuesto, a ella no le había comunicado cuál era la objeción
principal de mi padre a nuestra unión. Pronto comprendí que no favorecería mi
causa haciendo uso de la violencia.
—Para pasar a otro asunto: ¿conoce usted el apellido
Duveen, monsieur Renauld?
—¿Duveen? —dijo Jack—. ¿Duveen? —e inclinándose
hacia delante recogió lentamente el cortapapeles que antes había echado fuera
de la mesa. Al levantar la cabeza tropezaron sus ojos con la mirada observadora
de Giraud—. ¿Duveen? No; no puedo decir que lo conozca.
—¿Quiere leer esta carta, monsieur Renauld, y
decirme si tiene idea de quién fue la persona que se la dirigió a su padre?
Jack Renauld tomó la carta y la leyó del principio
al fin, subiendo entre tanto el color de su rostro.
—¿Que se la dirigió a mi padre?
Y eran evidentes la emoción e indignación de su
tono.
—Sí. La encontramos en el bolsillo de su gabán.
—¿Sabe...? —y vaciló, moviendo los ojos en la
dirección de su madre por una fracción de segundo.
El magistrado comprendió.
—Hasta ahora, no. ¿Puede usted darnos algún indicio
de la persona que la escribió?
—No tengo la menor idea.
Hautet suspiró.
—Un caso muy misterioso. ¡Ah!, bien: supongo que
podemos prescindir ya de la carta por ahora. A ver... ¿Dónde estábamos? ¡Oh!,
el arma. Me temo que esto vaya a causarle pena, monsieur Renauld. Tengo
entendido que era un presente de usted a su madre. Muy triste..., muy
desconsolador...
Jack Renauld se inclinó hacia delante. Su rostro,
que se había encendido durante la lectura de la carta, estaba ahora mortalmente
pálido.
—¿Quiere usted decir que mi padre fue..., fue muerto
con un cortapapeles hecho de cable de aeroplano? Pero ¡esto es imposible! ¡Un
objeto tan pequeño!...
—¡Ay, monsieur Renauld, es muy cierto, por
desgracia! Me temo que es un pequeño instrumento ideal. Afilado y fácil de
manejar.
—¿Dónde está? ¿Puedo verlo? ¿Está aún en el.., en el
cuerpo?
—¡Oh!, no. Ha sido retirado. ¿Desea verlo? ¿Para
asegurarse? Quizá sería conveniente, aunque la señora lo ha identificado ya.
Sin embargo... Bex, ¿puedo molestarle?
—Desde luego. Voy a recogerlo.
—¿No sería mejor acompañar a monsieur Renauld al
cobertizo? —propuso Giraud con voz suave—. ¿Sin duda deseará ver los restos de
su padre?
El muchacho se estremeció e hizo un gesto negativo,
y el magistrado, siempre dispuesto a contrariar a Giraud en cuantas ocasiones
se ofreciesen, contestó:
—No...; no, en este momento. Bex tendrá la
amabilidad de traernos la daga aquí.
El comisario salió de la habitación. Stonor vino al
lado de Jack y le estrechó la mano con fuerza. Poirot se había levantado y se
ocupaba de enderezar un par de candeleros que sus ojos expertos le hacían ver
en posición ligeramente torcida. El magistrado estaba releyendo la carta
amorosa, aferrándose a su primera hipótesis de celos y una cuchillada en
la espalda.
De pronto se abrió la puerta con violencia y se
precipitó el comisario en la habitación.
—¡Señor juez! ¡Señor juez!
—¡Cómo! ¿Qué pasa?
—¡La daga! ¡No está allí!
—¿Que..., que no está allí?
—No, señor. ¡Ha desaparecido! El jarro de cristal
que la contenía está vacío.
—¿Qué dice? —exclamé yo ahora—. Imposible. Pero si esta
misma mañana he visto... —y las palabras se apagaron en mi garganta.
Pero ya me había convertido en objeto de la atención
general.
—¿Qué decía usted? —exclamó el comisario—. ¿Esta
mañana...?
—La he visto allí esta mañana —señalé lentamente—;
hace cosa de hora y media, para precisar más.
—¿Ha ido usted al cobertizo entonces? ¿Cómo ha
obtenido la llave?
—Se la he pedido al guardia.
—¿Y ha ido allí? ¿Por qué?
Vacilé, pero decidí al fin que lo único que podía
hacer era revelarlo todo.
—Hautet —dije—, he cometido una falta grave por la
que debo suplicar su indulgencia.
—Continúe usted.
—El caso es —dije, deseando encontrarme en cualquier
parte menos donde me encontraba— que he visto a una señorita conocida mía. Esta
señorita ha dado muestras de un gran deseo de ver cuanto pudiera verse, y
yo...; bien, en una palabra: he cogido la llave para mostrarle el cadáver.
—¡Ah! —exclamó el magistrado con indignación—.
Efectivamente es una falta grave la que ha cometido usted, capitán Hastings.
Esto es extremadamente irregular. No debiera usted haberse permitido esta
locura.
—Lo sé —contesté mansamente—. No puede usted usar
palabras demasiado severas, señor juez.
—¿Usted no había invitado a esta dama a venir aquí?
—No, ciertamente. Nuestro encuentro ha sido
puramente accidental. Es una joven inglesa que está accidentalmente en
Merlinville, aunque yo lo ignoraba, hasta mi inesperado encuentro con ella.
—Bueno, bueno —cortó el magistrado, ablandándose—.
Esto era muy irregular, pero la dama es joven y guapa, sin duda. ¡Qué hermosa
es la juventud! —y lanzó un suspiro sentimental.
Pero el comisario, menos romántico y más práctico,
tomó el hilo de la historia.
—¿Y no ha cerrado usted la puerta con llave al
retirarse?
—De esto se trata, precisamente —contesté despacio—;
de esto es de lo que me acuso con más severidad. Mi amiga se trastornó ante
aquel cuadro y casi se desmayó. Fui, pues, a buscar brandy y un vaso de agua, e
insistí en acompañarla hasta la población. En medio de mi excitación, me olvidé
de volver a cerrar la puerta, hasta que estuve de regreso en la villa.
—Es decir, que a lo menos por espacio de veinte
minutos... —dijo el comisario lentamente, y se detuvo.
—Exactamente —añadí yo.
—Veinte minutos —repitió el comisario, pensativo.
—Es deplorable —dijo Hautet, recobrando su dureza—.
Sin precedentes.
De repente se oyó otra voz:
—¿Lo encuentra usted deplorable? —preguntó Giraud.
—Ciertamente, lo encuentro.
—¡Pues yo lo encuentro admirable! —dijo el otro sin
inmutarse.
La intervención de aquel aliado inesperado me
aturdió.
—¿Admirable, Giraud? —preguntó el magistrado,
mirándole con el rabo del ojo.
—Precisamente.
—¿Y por qué?
—Porque ahora sabemos que hace sólo una hora que ha
estado cerca de la villa el asesino, o un cómplice del asesino. Sería extraño
que, con esta información, no le echásemos el guante muy pronto —dijo con
acento de amenaza en la voz; y continuó—: Ha corrido un gran riesgo para
apoderarse de esta daga. Quizá temía que se descubriesen en ella impresiones
digitales.
Poirot se volvió hacia Bex.
—¿No dijo usted que no las había?
Giraud encogió los hombros.
—Quizá no estuviera seguro.
Poirot le observaba.
—Está usted equivocado, Giraud. El asesino llevaba
guantes. Por tanto, debía estar seguro.
—No digo que fuese el mismo asesino. Pudo haber sido
un cómplice que no se dio cuenta del hecho.
El oficial de secretaría del magistrado estaba
recogiendo los papeles de la mesa. Hautet se dirigió a nosotros:
—Nuestro trabajo aquí ha terminado. Quizá, monsieur
Renauld, querrá usted escuchar la lectura de su declaración. A propósito, he
mantenido el procedimiento con las menores formalidades posibles. Se ha dicho que
mis métodos son originales, pero sostengo que la originalidad tiene muchas
ventajas. El caso está ahora en las hábiles manos del famoso monsieur Giraud.
Sin duda que va a distinguirse. ¡Realmente, no comprendo cómo no ha echado ya
el guante a los asesinos! Señora, una vez más le ofrezco el testimonio de mi
sincera simpatía. Señores, les doy a todos ustedes los buenos días.
Y salió acompañado del oficial y del comisario.
Poirot sacó del bolsillo un reloj que parecía un
nabo y miró la hora.
—Vamos a regresar al hotel para almorzar, amigo mío
—dijo—. Y me contará detalladamente las indiscreciones de esta mañana. Nadie
nos observa. No necesitamos despedirnos.
Salimos tranquilamente de la habitación. El juez de
instrucción acababa de alejarse en su coche. Estaba yo bajando los peldaños
cuando me detuvo la voz de Poirot:
—Un momentito, amigo mío —y diestramente sacó un
metro y, con perfecta solemnidad, tomó la medida de un gabán colgado en el
vestíbulo, del cuello al borde inferior. Yo no lo había advertido antes y pensé
que debía de pertenecer a Stonor o a Jack Renauld.
Luego, con un ligero gruñido de satisfacción, Poirot
se guardó de nuevo el metro y me siguió fuera, al aire libre.
CAPÍTULO DOCE
POIROT ACLARA ALGUNOS DETALLES
—¿Por qué ha medido ese sobretodo? —le pregunté, con
alguna curiosidad, al descender por el camino blanco y caluroso, sin prisa.
—Parbleu!, para conocer su longitud —contestó
mi amigo, imperturbable.
Me sentí mortificado. El incurable hábito de Poirot
de sacar un misterio de las cosas más mínimas no dejaba nunca de irritarme.
Volvió a quedarse callado y yo continué con mis propios pensamientos. Aunque no
le presté, de momento, una atención especial, las palabras: «Después de todo,
esto no tiene importancia... ahora», que madame Renauld había dirigido a su
hijo, volvían ahora a mi memoria con un nuevo sentido.
¿Qué había querido expresar con ellas? Las palabras
eran enigmáticas, significativas. ¿Era posible que supiera más de lo que
suponíamos? Había negado todo conocimiento de la misteriosa misión que su
esposo había querido confiar a su hijo. Pero ¿era, en realidad, menos ignorante
de lo que fingía ser? ¿Hubiera podido iluminarnos, si así lo hubiese querido, y
era su silencio parte de un plan cuidadosamente concebido y preparado?
Cuanto más lo pensaba, más inclinado me sentía a
creer que mis sospechas estaban bien fundadas. Madame Renauld sabía más de lo
que quería admitir. La sorpresa experimentada al ver a su hijo la había hecho
descubrirse, momentáneamente. Me sentí convencido de que conocía, si no la
identidad de los asesinos, por lo menos, el motivo del asesinato. Algunas
consideraciones muy poderosas debían de haberla obligado a guardar silencio.
—Está usted sumido en pensamientos profundos, amigo
mío —observó Poirot—. ¿Qué le interesa de este modo?
Se lo comuniqué, seguro de que me hallaba en terreno
firme, aunque esperando que se riese de mis sospechas. Pero vi con sorpresa que
hacía una lenta seña afirmativa.
—Tiene usted mucha razón, Hastings. Desde el
principio he tenido la seguridad de que se callaba algo. En el primer momento
sospeché de ella, si no como instigadora, por lo menos, como encubridora del
crimen.
—¿Que sospechó de ella?
—Ciertamente. Había una enorme ventaja para ella...
En realidad, con este nuevo testamento, ella es la única beneficiada. Y así,
desde el principio fue objeto preferido de mi atención. Pudo usted observar que
no tardé en aprovechar la oportunidad de examinar sus muñecas. Quería saber si
había alguna probabilidad de que se hubiese atado y amordazado ella misma. Pero
no; vi en seguida que no había allí engaño: las cuerdas habían sido apretadas
de tal modo que habían mordido en la carne. Esto eliminaba la posibilidad de
que ella sola hubiese cometido el crimen. Pero no la de que lo hubiese
encubierto o inspirado con la colaboración de un cómplice. Por otra parte, el
relato de los hechos, tal como ella lo hizo, me era singularmente familiar...
Los hombres enmascarados que ella no pudo reconocer y la mención de «el
secreto»... Yo tenía noticia o había leído todo eso antes. Otro pequeño detalle
me confirmó en mi creencia de que no decía la verdad. El reloj de pulsera,
Hastings... ¡el reloj de pulsera!
¡Otra vez el reloj de pulsera! Poirot estaba
mirándome curiosamente.
—¿Lo ve, amigo mío? ¿Comprende usted?
—No —contesté, algo malhumorado—. Ni veo ni
comprendo. Forja usted todos esos malditos misterios, y es inútil pedirle que
los explique. Le gusta tener siempre algo escondido en la manga hasta el último
momento.
—No se enfade, amigo —dijo él con una sonrisa—. Se
lo explicaré, si lo desea, pero ni una palabra a Giraud, ¿está entendido? ¡Me
trata como un anticuado sin importancia! ¡Ya veremos! Por un sentimiento
ordinario de lealtad le di un indicio. Si prefiere no tenerlo en cuenta, allá
él.
Le aseguré a Poirot que podía contar con mi
discreción.
—¡Está bien! Hagamos uso, entonces, de nuestras
pequeñas células grises. Dígame, amigo: ¿a qué hora tiene usted entendido que
se desarrolló la tragedia?
—¡Cómo! Alrededor de las dos de la madrugada —le
contesté con asombro—. Usted recordará que madame Renauld nos dijo que había
oído dar la hora en el reloj cuando los hombres estaban en la habitación.
—Exactamente, y, fundándose en esto, el juez de
instrucción, Bex y todos los demás aceptan esta hora sin ulterior examen. Pero
yo, Hércules Poirot, digo que madame Renauld mintió. El crimen se cometió, por
lo menos, dos horas antes.
—Pero los médicos...
—Los médicos declararon, después de examinar el
cadáver, que la muerte había ocurrido entre diez y siete horas antes de este
examen. Amigo mío, por alguna razón imperiosa, convenía que el crimen pareciese
cometido más tarde de la hora verdadera. ¿No ha leído usted algo acerca de
relojes de bolsillo o de pared que, habiendo sido rotos, han revelado el
momento exacto en que ha tenido lugar un crimen? Para que este momento exacto
no dependiese únicamente del testimonio de madame Renauld alguien adelantó
hasta las dos las agujas del reloj de pulsera y lo tiró luego al suelo con
violencia. Pero como sucede muchas veces, el tiro les ha salido por la culata.
El cristal se rompió, pero la máquina no recibió daño alguno. Fue una maniobra
desastrosa para ellos, pues inmediatamente se fijó mi atención sobre dos
detalles: primero, que madame Renauld estaba mintiendo, y segundo, que había alguna
razón de vital importancia para retrasar la hora aparente del crimen.
—Pero ¿qué razón podía haber?
—¡Ah!, ¡éste es el problema! Aquí tenemos todo el
misterio. Hasta ahora, no puedo explicarlo. Sólo una idea se me ofrece que
pudiera tener relación con él.
—¿Y ésta es...?
—Que el último tren salía de Merlinville a las doce
y dieciséis minutos.
Y lentamente, continué su razonamiento:
—De suerte que el que tomase este tren tenía una
magnífica coartada contra la sospecha de haber sido autor de un crimen que
aparecía cometido a las dos.
—¡Perfectamente, Hastings! ¡Usted lo ha dicho! Me
levanté de un salto.
—Pero ¡debemos investigar en la estación!
¡Seguramente no dejaron de advertir a dos extranjeros salidos en ese tren!
¡Debemos ir allí inmediatamente!
—¿Eso cree usted, Hastings?
—Naturalmente. Vámonos ahora.
Poirot contuvo mi ardor tocándome ligeramente en el
brazo.
—Vaya, si así lo desea, amigo mío; pero yo no
pediría detalles de dos extranjeros.
Le miré y él me dijo, con alguna impaciencia:
—La, la!, usted no cree una palabra de toda
esa jerigonza, ¿verdad? ¡Los hombres enmascarados y el resto de la historieta!
Sus palabras me desconcertaron de tal modo que
apenas supe qué contestar. Él continuó serenamente:
—¿No recuerda haberme oído decirle a Giraud que todos
los detalles de este crimen me eran familiares? Pues bien, ello supone una de
estas dos cosas: o que el plan de aquel crimen y el de éste han salido del
mismo cerebro, o que el autor del crimen presente recordaba la lectura del otro
en una colección de causas célebres y ha copiado los detalles. Podré
decirlo de un modo definitivo después de... —y se interrumpió.
Yo estaba resolviendo varias cosas en mi mente.
—Pero ¿y la carta de Renauld? —dije—. ¡En ella se
mencionan claramente un secreto y Santiago de Chile!
—No hay duda de que había un secreto en la vida de
Renauld. Por otra parte, la palabra Santiago es en mi concepto un reclamo, que
se arrastra continuamente a través de la pista que seguimos, para
desorientarnos. Es posible que se haya utilizado con el mismo objeto para
evitar que Renauld dirigiese sus sospechas a un lugar más cercano. ¡Oh, tenga
la seguridad, Hastings, de que el peligro que le amenazaba no estaba en
Santiago, sino mucho más próximo: en Francia!
Hablaba con acento tan grave y seguro que no pude
dejar de sentirme convencido. Pero intenté una objeción final:
—¿Y la cerilla y el cigarrillo encontrados cerca del
cadáver? ¿Qué me dice de ellos?
El rostro de Poirot se iluminó con un destello de
pura satisfacción.
—¡Colocados allí! ¡Colocados allí para que los
encontrasen Giraud o alguien de su tribu! ¡Ah, Giraud es listo y sabe bien su
lección! También la sabe un perro amaestrado. Y se mete por aquí tan satisfecho
de sí mismo. Ha estado horas enteras arrastrándose por el suelo. «Ved lo que he
encontrado», dice. Y luego se dirige a mí: «¿Qué ve usted aquí?» Y yo le
contesto con perfecta y profunda sinceridad: «Nada.» Y Giraud, el gran Giraud,
pensando para sí mismo, murmura: «¡Oh, ese viejo imbécil!» Pero ya veremos...
No obstante, mi atención se había vuelto hacia los
hechos principales.
—Entonces, toda esta historia de los hombres
enmascarados es...
—Es falsa.
—¿Qué ocurrió en realidad?
Poirot encogió los hombros.
—Una persona podría decírnoslo: madame Renauld. Pero
no hablará. Ni los ruegos ni las amenazas le harán efecto. Es una mujer
notable, Hastings. Tan pronto como la vi, me percaté de que tenía que
habérmelas con una dama de carácter desusado. Al principio, como se lo dije a
usted, estaba inclinado a sospechar que había participado en el crimen. Luego
he modificado mi opinión.
—¿Qué le hizo modificar su opinión?
—Su espontáneo y auténtico dolor a la vista del
cadáver de su esposo. Podría jurar que la congoja revelada por aquel grito era
auténtica
—Sí —dije, reflexionando—; estas cosas no se fingen.
—Con su perdón, amigo mío..., siempre puede uno
equivocarse. Observe a una gran actriz: ¿no finge el dolor de un modo que le
arrebata a usted, y le da la impresión de la realidad? No; por fuertes que
fuesen mi propia impresión y mi creencia, no me permití darme por satisfecho
sin otras pruebas. Un gran criminal puede ser un gran actor. En el caso
presente, fundo mi certidumbre no en mi propia impresión, sino en el hecho
innegable de que madame Renauld verdaderamente se desmayó. Levanté sus párpados
y le tomé el pulso. No había engaño..., el desmayo era auténtico. Por tanto,
quedaba comprobada la realidad de su congoja. Además, hay otro pequeño detalle
adicional sin interés, y es que madame Renauld no necesitaba hacer ostentación
de un dolor sin límites. Había tenido un arrebato al ser informada de la muerte
de su marido y no necesitaba simular otra crisis violenta al contemplar su
cadáver. No; madame Renauld no ha asesinado a su marido. Pero ¿por qué ha
mentido? Ha mentido en lo del reloj de pulsera, ha mentido al hablar de los
hombres enmascarados... y ha mentido en otra cosa. Dígame, Hastings: ¿Cuál es
su explicación de la puerta abierta?
—Bueno —dije con alguna turbación—. Supongo que fue
un descuido. Se olvidaron de cerrarla.
Poirot movió la cabeza con un suspiro.
—Ésa es la explicación de Giraud. A mí no me
satisface. Esta puerta abierta tiene un significado que, de momento, no puedo
penetrar. De una cosa estoy bien seguro: de que no salieron por la puerta.
Salieron por la ventana.
—¡Cómo!
—Precisamente.
—Pero en el arriate del jardín de abajo no había
huellas de pisadas.
—No...; y tenía que haberlas. Escúcheme, Hastings:
el jardinero, Augusto, como usted mismo se lo oyó decir, había plantado los dos
cuadros en la tarde anterior. En uno de ellos hay multitud de impresiones de
sus grandes botas claveteadas...; en el otro, ¡ninguna! ¿Comprende? Alguien
pasó por allí, alguien que para borrar las huelas alisó la superficie del
cuadro con un rastrillo.
—¿De dónde sacaron el rastrillo?
—Del mismo sitio que sacaron la azada y los guantes
del jardinero —contestó Poirot, impaciente—. No hay dificultad sobre este
punto.
—¿Qué le hace creer que salieron por allí, de todos
modos? Seguramente, es más probable que entrasen por la ventana y saliesen por
la puerta... A mí me parece más lógico.
—Esto es posible, desde luego. Sin embargo, me
parece mucho más que salieron por la ventana.
—Creo que se equivoca.
—Quizá sí, amigo mío.
Me quedé reflexionando sobre el nuevo campo de
conjeturas que las deducciones de Poirot habían abierto ante mí. Recordé mi
sorpresa al oírle aludir misteriosamente el cuadro del jardín y al reloj de
pulsera. Sus observaciones me habían parecido entonces desprovistas de sentido,
y ahora, por primera vez, me daba cuenta de la notable sutileza con que,
partiendo de algunos ligeros incidentes, había aclarado buena parte del
misterio que envolvía el caso. Y rendí a mi amigo un retrasado homenaje.
—Entre tanto —dije, siempre reflexionando—, aunque
sepamos mucho más que antes, no estamos más cerca de la solución del problema
de quién mató a Renauld.
—No —cedió Poirot con buen humor—. Lo cierto es que
estamos mucho más lejos.
Y el hecho parecía inspirarle una satisfacción tan
extraña, que le miré sorprendido. Él tropezó con esta mirada y sonrió.
De pronto se me ocurrió una idea.
—¡Poirot! ¡Ahora lo veo! ¡Madame Renauld debe de
estar protegiendo a alguien!
Por la calma con que recibió mi observación, pude
ver que aquella idea ya se le había ocurrido a él.
—Sí —asintió con aire pensativo—. Está protegiendo a
alguien... o sirviéndole de pantalla. Una de las dos cosas.
Luego, al entrar en nuestro hotel, me recomendó
silencio con un gesto.
CAPÍTULO TRECE
LA MUCHACHA DE LOS OJOS ACONGOJADOS
Almorzamos con excelente apetito. Por un rato, lo
hicimos en silencio, y después, Poirot observó maliciosamente:
—Eh bien! ¿Y sus indiscreciones? ¿No me las
explica?
Me di cuenta de que me sonrojaba.
—¡Oh! ¿Se refiere a esta mañana? —y procuré adoptar
un tono de absoluta despreocupación.
Pero yo no podía medirme con Poirot. En muy pocos
minutos me hubo extraído toda la historia; y, mientras lo hacía, parpadeaban
sus ojos.
—Tiens! Un relato bien romántico. ¿Y cómo se
llama esta encantadora señorita?
Hube de confesar que no lo sabía.
—¡Más romántico aún! El primer encuentro en el tren
de París, el segundo aquí. Los viajes acaban con encuentros de enamorados, ¿no
es éste el dicho?
—No sea borrico, Poirot.
—Ayer era miss Daubreuil, hoy es miss...
¡Cenicienta! Decididamente, tiene usted un corazón de turco, Hastings. ¡Debería
formar un harén!
—Puede embromarme tanto como quiera. Miss Daubreuil
es una muchacha muy hermosa y que me gusta mucho..., no me importa admitirlo.
La otra no es nada..., creo que no volveré a verla.
—¿Se propone no volver a ver a esta dama?
Sus últimas palabras encerraban otra pregunta, y me
di cuenta de la mirada aguda que me dirigió. Y ante mis ojos, escritas en
grandes letras de fuego, vi las palabras: «Hotel du Phare» y volví a oír cómo
me decía su voz: «Venga a verme», y mi propia y vehemente contestación: «Así lo
haré.»
Con tono bastante ligero le contesté a Poirot:
—Me pidió que fuese a verla; pero, por supuesto, no
iré.
—¿Por qué «por supuesto»?
—Bueno; no quiero ir.
—Me contaba que miss Cenicienta se aloja en el Hotel
d'Angleterre, ¿verdad?
—No. Hotel du Phare.
—Cierto. Lo había olvidado.
Cruzó por mi mente un recelo momentáneo. Era seguro
que no le había nombrado a Poirot hotel alguno. Le miré y me sentí
tranquilizado. Estaba cortando el pan en pedazos cuadrados, completamente
absorto en su tarea. Debió de haber imaginado que le decía dónde se alojaba la
muchacha.
Tomábamos el café de cara al mar. Poirot fumó uno de
sus delgados cigarrillos y sacó luego su reloj.
—El tren de París sale a las dos y veinticinco
—observó—. Tengo que empezar a moverme.
—¿París? —exclamé.
—Esto es lo que he dicho, amigo mío.
—¿Se va usted a París? Pero ¿por qué?
Y me contestó con gran seriedad:
—A buscar al asesino de Renauld.
—¿Cree que está en París?
—Estoy enteramente seguro de que no está. No
obstante, allí es donde debo buscarle. Usted no lo comprende, pero todo se lo
explicaré a su debido tiempo. Créame, este viaje a París es necesario. No
estaré mucho tiempo fuera. Lo más probable es que vuelva mañana. No le propongo
que me acompañe. Quédese aquí y no pierda de vista a Giraud. Cultive también la
sociedad de Renauld hijo.
—Esto me recuerda —dije— que quería preguntarle cómo
sabía que estos dos muchachos tenían relaciones.
—Amigo mío..., conozco la naturaleza humana. Ponga
cerca a un muchacho como el joven Renauld y a una guapa moza como miss Marta, y
el resultado será casi inevitable. Y luego ¡la disputa! Era el dinero o la
mujer, y recogiendo lo que contó Leonia acerca de la ira del chico, decidí que
se trataba de la mujer. En consecuencia, hice mi suposición... y resultó
acertada.
—¿Usted sospechaba ya que estaba enamorada del joven
Renauld?
—En todo caso, había visto que tenía los ojos
acongojados. Así es como recuerdo siempre a miss Daubreuil: la muchacha de los
ojos acongojados.
Y era su voz tan grave, que me impresionó
penosamente.
—¿Qué quiere decir con eso, Poirot?
—Me figuro, amigo mío, que hemos de verlo antes que
pase mucho tiempo. Pero debo partir.
—Voy a acompañarle a la estación —dije levantándome.
—No hará usted nada de eso. Se lo prohíbo.
El acento perentorio con que lo había dicho me
sorprendió hasta sobresaltarme. Él hizo un enfático signo afirmativo.
—Lo digo en serio, amigo mío. Hasta la vista.
Me sentí como perdido cuando se hubo alejado Poirot.
Fui paseando hasta la playa y observé a los que se bañaban, sin ánimo
suficiente para unirme a ellos. Estuve tentado de imaginar que Cenicienta se
encontraba allí con algún traje de baño maravilloso, pero no advertí señales de
su presencia. Continué, sin objeto, por la arena hacia el extremo más apartado
de la ciudad. Luego se me ocurrió que, después de todo, no sería, por mi parte,
más que una muestra de educación ir a preguntar por la muchacha. Y, al final,
esto evitaría disgustos. El episodio quedaría así terminado. No tendría ya que
pensar más en ella. Porque, si no iba, era posible que ella volviese a buscarme
en la villa.
En consecuencia, abandoné la playa y me interné por
la población. Pronto encontré el Hotel du Phare, un edificio sin pretensión
alguna. Era extremadamente molesto tener que salvar mi dignidad ignorando el
nombre de la dama. Decidí entrar en el establecimiento y mirar a mi alrededor.
Probablemente, la encontraría en el vestíbulo. Entré con aire resuelto, pero no
vi señales de ella. Esperé un rato y acabó por dominarme la impaciencia. Llamando
aparte a un conserje, le deslicé en la mano cinco francos.
—Deseo ver a una señora que se aloja aquí. Una
señora inglesa, pequeña y de cabello oscuro. No estoy seguro de su nombre.
El hombre movió la cabeza y pareció contener una
sonrisa.
—No se aloja aquí ninguna señora de estas señas.
—Pero es que ella misma me dijo que se alojaba aquí.
—Debe usted de estar equivocado... o, más
probablemente, la misma señora, puesto que ha venido ya otro caballero
preguntando por ella.
—¿Qué dice usted? —exclamé sorprendido.
—Sí, señor. Un caballero que ha dado de ella las
mismas señas que usted.
—¿Qué aspecto tenía?
—Un señor pequeño, bien vestido, muy limpio y
aseado, con un bigote muy tieso, una cabeza de forma muy particular y unos ojos
verdes.
¡Poirot! Es decir, que por esto no había querido que
le acompañase a la estación. ¡Vaya una impertinencia! Le agradecería que no se
metiese en mis asuntos. ¿Se imaginaba, acaso, que yo necesitaba que velase por
mí?
Después de dar las gracias al hombre, salí de allí
algo desorientado y muy irritado aún contra mi entrometido amigo.
Pero ¿dónde estaba la dama? Dejé a un lado mi
irritación e intenté poner en claro el caso. Evidentemente, me había dado por
descuido el nombre de otro hotel. Luego se me ocurrió otra idea. ¿Había sido
por descuido o me había dado deliberadamente una dirección falsa después de
haberse callado su nombre?
Cuanto más pensaba en ello, más convencido me sentía
de que la segunda suposición era la acertada. Por una razón u otra, ella no
quería que aquel conocimiento se convirtiese en amistad. Y aunque media hora
antes ésta había sido mi propia intención, no me gustaba verme pagado en la
misma moneda. Todo aquel asunto era profundamente desagradable, y me fui a la
Villa Geneviéve resueltamente malhumorado. No entré en la casa, sino que seguí
el sendero que conducía al pequeño banco cercano al cobertizo, y me senté allí
con el ánimo decaído.
Me distrajo de mis pensamientos el sonido de unas
voces a escasa distancia. Al cabo de un momento me di cuenta de que venían, no
del jardín en que yo me encontraba, sino del jardín contiguo de la Villa
Marguerite, y de que se acercaban rápidamente. Hablaba una joven y reconocí en
su voz la de la hermosa Marta.
—Cheri —estaba diciendo—, ¿es verdaderamente
cierto? ¿Han terminado todas tus penas?
—Bien lo sabes, Marta —contestó Jack Renauld—. Nada
puede ahora separarnos, querida. El último obstáculo a nuestra unión ha
desaparecido. Nada puede apartarte de mí.
—¿Nada? —murmuró la muchacha—. ¡Oh, Jack, Jack! ¡Estoy asustada!
Yo había hecho un movimiento para retirarme,
percatándome de que, sin quererlo, estaba oyendo una conversación particular.
Al ponerme en pie los vi a través de un claro del seto. Estaban juntos, de cara
hacia mí. Él con el brazo alrededor del talle de ella, y mirándola a los ojos.
Aquel muchacho moreno y bien formado y aquella joven diosa rubia formaban una
espléndida pareja. Tal como estaban allí, parecían hechos el uno para el otro y
felices a pesar de la terrible tragedia que sombreaba sus jóvenes vidas.
Pero el rostro de la muchacha estaba turbado, y Jack
Renauld, que parecía reconocerlo, al apretarla contra él, preguntó:
—Pero ¿qué te asusta, querida? ¿Qué hemos de
temer... ahora?
Y entonces vi la mirada de los ojos de ella, la
mirada de que había hablado Poirot, al murmurar tan bajo que casi hube de
adivinar las palabras:
—Estoy asustada... por ti.
No oí la contestación del joven Renauld, pues vino a
distraer mi atención una aparición desusada, un poco más allá, siguiendo el
seto. Parecía ser una espesura de la maleza, demasiado oscura para hallarnos en
una fecha tan temprana del verano. Me adelanté por aquel lado para verla mejor,
pero la espesura se retiró precipitadamente y me miró con un dedo en los
labios. Era Giraud.
Recomendándome cautela, me condujo al otro lado del
cobertizo hasta un lugar desde el que no podíamos ser oídos.
—¿Qué estaba usted haciendo aquí? —le pregunté.
—Exactamente lo que hacía usted... escuchar.
—Pero ¡yo no había venido aquí adrede!
—¡Ah! —dijo Giraud—. Yo, sí.
Como siempre, aquel hombre me causaba admiración sin
dejar de causarme desagrado. Me miró de arriba abajo con una especie de
desdeñosa antipatía.
—No ayudará usted a adelantar las cosas metiéndose
por medio. Con un momento más hubiera podido oír algo útil. ¿Qué ha hecho de su
viejo fósil?
—Poirot se ha ido a París —le contesté fríamente.
Giraud hizo castañetear los dedos con desdén.
—Es decir, que se ha ido a París, ¿verdad? Ha hecho
bien. Cuanto más tarde en volver, mejor. Pero ¿qué cree que va a encontrar
allí?
Me pareció advertir en aquella pregunta un matiz de
inquietud. Y me enderecé.
—Esto no tengo el derecho de decirlo —le contesté
con calma.
—Probablemente ha tenido bastante juicio para no
decírselo a usted —observó bruscamente—. Buenas tardes; tengo que hacer.
Y girando sobre sí mismo se alejó sin más ceremonia.
Las cosas parecían haber quedado detenidas en la
Villa Geneviéve. Evidentemente, Giraud no deseaba mi compañía, y a juzgar por
lo que había visto, tampoco la deseaba Jack Renauld.
Regresé a la población, me bañé a mi gusto y volví
al hotel. Me retiré temprano, pensando si el día siguiente traería algo
interesante. Me encontraba muy lejos de estar preparado para lo que trajo.
Mientras tomaba el desayuno en el comedor, el
camarero, que había estado hablando con alguien al otro lado de la puerta,
volvió con visible excitación. Por un momento, vaciló jugando nerviosamente con
su servilleta, y en seguida exclamó:
—Perdone, señor; pero ¿no es cierto que está usted
relacionado con el asunto de la Villa Geneviéve?
—Sí —contesté, muy interesado—. ¿Por qué?
—Pero ¿no está enterado de la noticia?
—¿Qué noticia?
—¡Que ha habido otro asesinato esta noche!
—¡Cómo!
Y, dejando el desayuno, cogí el sombrero y eché a
correr tan deprisa como pude. Otro asesinato..., ¡y Poirot ausente! ¡Qué
fatalidad! Pero ¿quién era la víctima?
Me precipité hacia la puerta. En el paseo de la
entrada hablaba y gesticulaba un grupo de servidores. Agarré a Francisca.
—¿Qué ha pasado?
—¡Oh, señor, señor! ¡Otra muerte! Es terrible. Pesa
una maldición sobre la casa. Sí, señor; como se lo digo..., ¡una maldición!
Deberían
mandar a buscar al señor cura para que trajese aquí
el agua bendita. Yo no duermo otra noche bajo este techo. Podría tocarme a mí
el turno. ¿Quién sabe?
Y se santiguó.
—Sí —exclamé—. Pero ¿a quién han matado?
—¿Acaso lo sé yo? A un hombre..., un desconocido. Lo
han encontrado ahí..., en el cobertizo..., a menos de cien metros del sitio
donde encontraron al pobre señor. Y esto no es todo. Estaba acuchillado...,
acuchillado en el corazón..., ¡con la misma daga!
EL SEGUNDO CADÁVER
Sin esperar más, me volví por el sendero que
conducía al cobertizo. Los dos hombres que estaban de guardia allí se apartaron
para darme paso y, muy excitado, entré.
La luz era escasa; el lugar era una sencilla
construcción de madera para guardar potes vacíos y herramientas. Había entrado
impetuosamente pero me detuve en el umbral, fascinado por el cuadro que tenía
ante mí.
Giraud, a gatas, con una lámpara eléctrica de
bolsillo en la mano, examinaba el suelo centímetro a centímetro. A mi llegada
levantó la cabeza con el ceño fruncido, pero su expresión se ablandó un poco
con una especie de buen humor despreciativo.
—Ahí está —dijo, dirigiendo el rayo de luz al rincón
más lejano.
Me acerqué a aquel lugar.
El muerto estaba echado de espalda. Era de estatura
mediana, piel oscura y unos cincuenta años de edad. Iba vestido con aseo y su
traje, azul oscuro, parecía confeccionado por algún sastre caro, pero no era
nuevo. Tenía el rostro terriblemente contraído, y en el lado izquierdo,
exactamente sobre el corazón, asomaba el puño de una daga, negro y brillante.
Lo reconocí. ¡Era la misma daga que había visto en el jarro de cristal en la
mañana anterior!
—Espero al médico de un momento a otro —explicó Giraud—.
Aunque apenas le necesitamos. No hay duda sobre la causa de la muerte del
hombre. Una puñalada en el corazón, y el efecto habrá sido instantáneo.
—¿Cuándo se la dieron? ¿En la noche pasada?
Giraud movió la cabeza.
—Difícilmente. No pretendo imponer mi criterio en
medicina forense, pero este hombre murió hace más de doce horas. ¿Cuándo dice
usted que vio la daga por última vez?
—Hacia las diez de la mañana de ayer.
—Entonces me inclinaría a fijar la hora del crimen
no mucho después de esa hora.
—Pero hay gente que pasa y vuelve a pasar
continuamente por delante de este cobertizo.
Giraud dejó oír una risa desagradable.
—¡Hace usted unos progresos maravillosos! ¿Quién le
ha dicho que fue asesinado en este cobertizo?
—Bueno... —y me sentí confuso—. Lo he..., lo he
supuesto así.
—¡Oh! ¡Vaya un detective listo! Mire al muerto. ¿Cae
un hombre apuñalado en el corazón de este modo..., en posición tan compuesta,
con los pies juntos y los brazos pegados a los costados? No. Por otra parte:
¿permite el hombre, echado de espalda, que le acuchillen sin levantar una mano
para defenderse? Absurdo, ¿verdad? Pero mire aquí..., y aquí... —y en el polvo
blanco del suelo, alumbrado por el rayo de luz de la lámpara, vi curiosas
marcas irregulares—. Fue arrastrado aquí después de ser muerto. Medio
arrastrado, medio llevado por dos personas. Sus huellas no se ven en el suelo
duro de fuera, y aquí, han tenido buen cuidado de borrarlas; pero una de ellas
era una mujer, mi joven amigo.
—¿Una mujer?
—Sí.
—Pero si las huellas estaban borradas, ¿cómo lo sabe
usted?
—Porque, aunque borrosas, las huellas de un zapato
de mujer son inconfundibles. Y también por esto.
E inclinándose hacia delante sacó algo del puño de
la daga y lo sostuvo en alto para que yo lo viera. Era un largo cabello negro
de mujer, parecido al que Poirot había recogido en el sillón de la biblioteca.
Con una ligera sonrisa irónica, lo arrolló de nuevo
a la daga.
—Dejaremos las cosas como estaban, hasta el punto en
que sea posible —explicó—. Esto le gusta al juez de instrucción. Bueno,
¿advierte usted algo más?
Me encontré obligado a mover la cabeza
negativamente.
—Mírele las manos.
Así lo hice. Las uñas estaban rotas y descoloridas,
y la piel era dura. Esto apenas me iluminó como yo lo hubiera deseado. Y
levanté la vista para mirar a Giraud.
—No son las manos de un caballero —dijo, contestando
a mi mirada—Por el contrario, su ropa es la de un hombre de buena posición. Eso
es curioso, ¿verdad?
—Muy curioso —convine.
—Y ninguna de las prendas está marcada. ¿Qué nos
enseña esto? Que este hombre intentaba hacerse pasar por otro. Se había
disfrazado. ¿Por qué? ¿Temía algo? ¿Era el disfraz un medio para escapar? Hasta
ahora no lo sabemos, pero una cosa sí sabemos: que tenía tanto interés por
ocultar su identidad como lo tenemos nosotros por descubrirla.
Y volvió a mirar al cadáver.
—Lo mismo que antes, no hay ahora impresiones
digitales en el puño de la daga. El asesino llevaba guantes también.
—¿Cree usted, entonces, que el asesino es el mismo
en los dos casos?
La expresión de Giraud se hizo inescrutable.
—No importa lo que yo crea. Ya veremos. ¡Marchaud!
El agente de Policía apareció en la puerta.
—¿Por qué no está aquí madame Renauld? La he enviado
a buscar hace un cuarto de hora.
—Está llegando ahora por el sendero, señor, y su
hijo viene con ella.
—Bueno; pero no quiero verlos más que uno a uno.
Marchaud saludó y se retiró. Al cabo de un momento
reapareció con madame Renauld.
Giraud se adelantó con una breve inclinación de
cabeza.
—Por aquí, señora —diciendo esto la acompañó, y
apartándose luego de pronto, le dijo—: Aquí está el hombre. ¿Le conoce usted?
Y su mirada parecía penetrar en ella como una
barrena, para leer lo que había en su conciencia, tomando nota de todas las
indicaciones de su actitud.
Pero madame Renauld permaneció perfectamente
tranquila..., demasiado tranquila, a mi juicio. Miró al cadáver sin interés, y
ciertamente, sin señal alguna de agitación o de reconocerlo.
—No —confesó—; no le he visto en mi vida. Es
enteramente un extraño para mí.
—¿Está segura de esto?
—Completamente segura.
—¿No reconoce en él a uno de sus agresores, por
ejemplo?
—No —y pareció vacilar, como si se le hubiese
ocurrido una idea—. No; creo que no. Por supuesto, aquéllos llevaban barbas
(postizas, según lo piensa el juez); pero, a pesar de esto, creo que no —y
ahora pareció haber tomado su partido definitivamente—. Estoy segura de que
ninguno de ellos era este hombre.
—Muy bien, señora. Nada más entonces.
Y ella salió con la cabeza levantada, que irradiaba
el reflejo del sol en su cabello plateado. Jack Renauld ocupó su lugar. Tampoco
él identificó al hombre, ni dejó de ser su actitud enteramente natural.
Giraud se limitó a gruñir. No hubiera yo podido
decir si estaba complacido o contrariado. Y llamó a Marchaud.
—¿Ha traído a la otra aquí?
—Sí, señor.
—Hágala pasar, entonces.
«La otra» era madame Daubreuil. Llegaba indignada,
protestando con vehemencia.
—¡No admito esto, señor mío! ¡Es un insulto! ¿Qué
tengo yo que ver con toda esta historia?
—Señora —atajó Giraud brutalmente—. ¡Estoy investigando
no uno, sino dos asesinatos. Por todo lo que yo sé, usted podría ser la autora
de los dos.
—¿Cómo se atreve usted? —exclamó—. ¿Cómo se atreve a
insultarme con una acusación tan descabellada? ¡Esto es infamante!
—¿Qué es infamante? ¿Qué dice de esto? —e
inclinándose una vez más, desprendió el cabello y lo sostuvo en alto—. ¿Ve
usted esto, señora? —y se acercó a ella—. ¿Me permite que vea si es como los
suyos?
Con un grito, ella retrocedió con el rostro y los
labios blancos.
—Esto es falso. Lo juro. No sé nada del crimen...,
de ninguno de los dos crímenes. ¡Quien diga lo contrario, miente! ¡Ah, mon
Dieu!, ¿qué voy a hacer?
—Cálmese, señora —dijo Giraud fríamente—. Nadie le ha
acusado a usted todavía. Pero hará bien en contestar a mis preguntas sin más
protestas.
—A lo que usted quiera, caballero.
—Mire al muerto. ¿Le había visto alguna vez?
Acercándose más, mientras sus mejillas recobraban un
poco de su color, madame Daubreuil miró a la víctima con cierto interés y
curiosidad. Luego, movió la cabeza.
—No le conozco.
Y parecía imposible dudar de sus palabras; tan
natural fue su acento. Giraud la despidió con una inclinación de cabeza.
—¿La deja usted marcharse? —le pregunté en voz
baja—. ¿Es esto prudente? Seguramente, este cabello negro viene de su cabeza.
—No necesito que me enseñen mi oficio —bufó Giraud
secamente—. Está vigilada. No deseo detenerla por ahora.
Luego, con la frente arrugada, miró al cadáver.
—¿Diría usted que tiene algo del tipo español? —me
preguntó de pronto.
Examiné aquel rostro.
—No —dije, por último—; diría, resueltamente, que es
francés. Giraud dejó oír un gruñido de descontento.
—Me parece lo mismo.
Por un momento se mantuvo quieto; luego, con un
gesto imperioso, me hizo apartar, y a gatas de nuevo, continuó el examen del
suelo. Era maravilloso. Nada se le escapaba. Lo fue recorriendo centímetro a
centímetro, revolviendo potes y examinando sacos viejos. Lanzóse sobre un lío
cercano a la puerta, pero resultó contener únicamente una chaqueta y un
pantalón harapientos, que echó de nuevo al suelo, refunfuñando. En seguida le
interesaron dos pares de guantes viejos, pero acabó por mover la cabeza y
apartarlos. Volvió luego a examinar los potes vacíos, invirtiéndolos uno por
uno, y renovó sus signos negativos. Parecía hallarse contrariado y perplejo.
Creo que había ya olvidado mi presencia.
Pero en aquel momento llegaron de fuera rumores
agitados y se precipitaron en el cobertizo nuestro antiguo amigo el juez, su
oficial de secretaría, Bex y el doctor.
—Pero ¡esto es extraordinario, Giraud! —exclamó
Hautet—. ¡Otro crimen! ¡Ah!, no hemos llegado al fondo de este caso. Hay aquí
algún misterio profundo. Pero ¿quién es la víctima esta vez?
—Eso es precisamente lo que nadie sabe decirnos. No
ha sido identificado.
—¿Dónde está el cadáver? —preguntó el médico.
Giraud se apartó un poco.
—Ahí, en el rincón. Ha sido acuchillado en el
corazón, como usted ve. Y con la daga que fue robada ayer por la mañana.
Imagino que el crimen siguió de cerca al robo..., pero esto es usted quien ha
de decirlo. Puede manosear la daga sin reparos..., no contiene impresiones
digitales.
El doctor se arrodilló junto al muerto y Giraud se
volvió hacia el juez de instrucción.
—Un problemita espinoso, ¿verdad? Pero yo lo
resolveré.
—¿Es decir, que nadie sabe identificarle? —dijo el
magistrado, pensativo—. ¿No podría ser uno de los asesinos? Pueden haber
disputado entre sí.
Giraud movió la cabeza.
—Este hombre es francés... Estaría dispuesto a
jurarlo.
Pero en aquel momento fueron interrumpidos por el
doctor, que se había sentado sobre sus talones con expresión perpleja.
—¿Ha dicho usted que fue muerto ayer por la mañana?
—Me guío por el robo de la daga —explicó Giraud—.
Puede, naturalmente, haber sido muerto más tarde.
—¡Más tarde! ¡Qué disparate! Hace por lo menos
cuarenta y ocho horas que este hombre está muerto, y, probablemente, más.
Y nos miramos unos a otros, mudos de asombro.
UNA FOTOGRAFÍA
Eran las palabras del doctor tan sorprendentes que
todos nos quedamos desconcertados. Teníamos allí a un hombre apuñalado con una
daga robada sólo veinticuatro horas antes y, no obstante, afirmaba el doctor
Durand, de un modo categórico, ¡que su muerte había ocurrido hacía, por lo
menos, cuarenta y ocho horas! Todo aquello era fantástico en el más alto grado.
Estábamos aún reponiéndonos de la sorpresa causada
por el anuncio del doctor, cuando me trajeron un telegrama. Había sido recibido
en el hotel y enviado a la villa. Lo abrí. Era de Poirot, que avisaba su
regreso en el tren que llegaba a Merlinville a las doce y veintiocho.
Miré mi reloj y comprobé que tenía el tiempo justo
para ir a recibirle a la estación sin precipitarme. Comprendía que era
importantísimo que quedase informado en seguida de la emocionante novedad.
Reflexioné que, evidentemente, Poirot no había
tenido dificultad en encontrar lo que buscaba en París. Así lo demostraba la
prontitud de su regreso. Le habían bastado unas cuantas horas. Me pregunté qué
efecto le causaría la noticia que iba a comunicarle.
El tren venía con algunos minutos de retraso y me
puse a pasear sin objeto por el andén hasta que se me ocurrió que podía ocupar
el tiempo en hacer algunas preguntas acerca de las personas que habían salido
de Merlinville con el último tren de la noche de la tragedia.
Me acerqué al factor, hombre de aspecto inteligente,
y no me costó mucho persuadirle para hablar del asunto. Afirmó calurosamente
que era una vergüenza para la Policía que tales bandoleros o asesinos pudiesen
circular por ahí sin el merecido castigo. Le hice la insinuación de que había alguna
posibilidad de que hubiesen salido con el tren de medianoche; pero él lo negó
resueltamente. Dos extranjeros le hubieran llamado la atención..., estaba
seguro de ello. Sólo habían tomado aquel tren unas veinte personas, y él no
hubiera dejado de advertir su presencia.
No sé qué fue lo que me puso esta idea en la cabeza
(quizá el acento de angustia de las palabras oídas a Marta Daubreuil); pero, de
pronto, le pregunté:
—¿No partió con este tren monsieur Renauld, hijo?
—¡Ah!, no, señor. ¡Llegar y volver a marcharse al
cabo de media hora no hubiera sido muy divertido!
Le miré sin comprender apenas el significado de sus
palabras. Luego, lo comprendí.
—¿Quiere usted decirme —le pregunté con el corazón
algo agitado— que monsieur Jack Renauld había llegado a Merlinville aquella
noche?
—Sí, señor. Con el último tren que llega por el otro
lado, el de las once y cuarenta.
Mi cerebro giró como en un torbellino. He aquí,
pues, la razón de la angustia de Marta. Jack Renauld había estado en
Merlinville en la noche del crimen. Pero ¿por qué no lo había dicho? ¿Por qué,
por el contrario, nos había inducido a creer que había permanecido en
Cherburgo? Recordando su expresión franca y juvenil, difícilmente hubiera
podido yo decidirme a pensar que tuviese alguna relación con el crimen. No
obstante, ¿por qué este silencio por su parte acerca de un punto de tan vital
importancia? Una cosa era cierta: Marta había estado siempre enterada de todo.
De aquí su congoja y sus ansiosas preguntas a Poirot sobre si se sospechaba de
alguien.
Mis reflexiones fueron interrumpidas por la llegada
del tren, y un momento después estaba dando la bienvenida a Poirot. El
hombrecillo venía radiante. Reía y vociferaba y, olvidando mis reparos
británicos, me abrazó calurosamente en el andén.
—Mon cher ami, ¡He triunfado, he triunfado
maravillosamente!
—¿De veras? Me encanta saberlo. ¿Tiene usted las
últimas noticias de aquí?
—¿Cómo quiere que tenga ninguna noticia? Ha ocurrido
algo, ¿verdad? ¿Ha detenido a alguien ese buen Giraud? ¿O a varias personas,
quizá? ¡Ah, ahora voy a ponerle en ridículo a ese tipo! Pero ¿adonde me lleva
usted, amigo mío? ¿No vamos al hotel? Es necesario que me arregle el bigote...,
está deplorablemente caído con el calor del viaje. Además, sin duda llevo polvo
en el traje. Y tengo que ajustarme la corbata.
Corté de golpe estas protestas.
—Mi querido Poirot, deje todo esto. Tenemos que ir a
la villa inmediatamente. ¡Ha habido otro asesinato!
Nunca he visto un hombre tan aturdido. Cayó su
mandíbula y su expresión perdió toda la anterior viveza. Con la boca abierta,
se quedó mirándome.
—¿Qué dice? ¿Otro asesinato? ¡Ah!, pero entonces
estoy equivocado por completo. He fracasado. Giraud puede burlarse de mí...,
¡no le faltará razón!
—¿No lo esperaba usted entonces?
—¿Yo? De ningún modo. Esto destruye mi
explicación..., lo deshace todo... Esto... ¡Ah, no! —y se detuvo de repente,
golpeándose el pecho—. Es imposible. ¡No puedo estar equivocado! Considerados
metódicamente y en su verdadero orden, los hechos sólo admiten una explicación.
¡Debo tener razón! ¡Tengo razón!
—Pero entonces...
Me interrumpió.
—Espere, amigo mío. Debo tener razón, y, por tanto,
este nuevo asesinato es imposible, a no ser..., a no ser... ¡Oh!, espere, se lo
ruego. No diga una palabra.
Permaneció callado por unos momentos; luego,
volviendo a su actitud normal, dijo con voz tranquila y segura:
—La víctima es un hombre de mediana edad. Su cuerpo
ha sido hallado en el cobertizo cerrado cercano al lugar del crimen, y la
muerte había ocurrido, por lo menos, cuarenta y ocho horas antes. Y es muy
probable que fuese acuchillado de un modo parecido al de Renauld, aunque no
necesariamente en la espalda.
Ahora me llegó a mí el turno de quedarme con la boca
abierta, y así lo hice. En todo lo que sabía de la historia de Poirot no había
un hecho tan sorprendente corno éste. Y, como era casi inevitable, cruzó una
duda por mi mente.
—Poirot —exclamé—, está usted bromeando ahora a
costa mía. Estaba ya informado.
Pero él me dirigió una mirada de reproche.
—¿Soy yo capaz de hacer una cosa así? Le aseguro que
no sabía una palabra de esto. ¿No ha observado la impresión que me han causado
sus noticias?
—Pero ¿cómo ha podido saber todo esto?
—¿Tenía razón entonces? Pero yo lo sabía. Las
pequeñas células grises, amigo mío, ¡las pequeñas células grises! Ellas me lo
habían dicho. Así, y no de otro modo, era posible una segunda muerte.
Cuéntemelo ahora todo. Si vamos por la izquierda podremos tomar un atajo,
cruzando el campo de golf, que nos llevará mucho más deprisa a la parte
posterior de Villa Geneviéve.
Mientras caminábamos, siguiendo el atajo indicado
por él, le conté cuanto sabía. Poirot me escuchó con gran atención.
—¿La daga estaba en la herida, dice usted? Es
curioso. ¿Está seguro de que era la misma?
—Absolutamente seguro. Esto es lo que hace el caso
tan imposible.
—Nada es imposible. Puede haber tenido dos dagas.
Oyendo esto levanté las cejas.
—Seguramente esto es extremadamente inverosímil.
Sería una coincidencia muy extraordinaria.
—Habla usted, como de costumbre, sin reflexionar, Hastings.
En algunos casos sería extremadamente improbable la existencia de dos armas
idénticas; pero no en el caso presente. Esta arma particular era un recuerdo de
la guerra hecho por encargo de Jack Renauld. Si pensamos en ello, es realmente
muy inverosímil que encargase sólo una daga. Muy probablemente había otra para
su propio uso.
—Pero nadie ha hecho mención de semejante cosa.
En el tono de Poirot asomó ahora una insinuación del
acento del conferenciante.
—Amigo mío: cuando se trabaja en la indagación de un
caso no se toman en cuenta sólo las cosas que han sido «mencionadas». No hay
razón para mencionar muchas cosas que pueden luego resultar importantes. Así
mismo, hay muchas veces una razón excelente para no mencionarlas. Puede usted
elegir entre los dos motivos.
Guardé silencio, impresionado a mi pesar. Con unos
cuantos minutos más llegamos al famoso cobertizo. Allí encontramos a todos
nuestros amigos y, tras un intercambio de frases corteses, Poirot empezó su
tarea.
Habiendo observado el trabajo de Giraud, me sentí
vivamente interesado. Poirot dirigió a su alrededor una mirada superficial y
sólo examinó la chaqueta y el pantalón harapientos que se hallaban junto a la
puerta. A los labios de Giraud asomó una sonrisa desdeñosa, y, como si lo
hubiese advertido, Poirot echó al suelo nuevamente el lío de ropa.
—¿Prendas viejas del jardinero? —preguntó.
—Exactamente —contestó Giraud.
Poirot se arrodilló junto al cadáver. Sus dedos
trabajaban rápida, pero metódicamente. Examinó el género del traje y comprobó
que no estaba marcado. Dedicó una atención especial a las botas y así mismo a
las uñas sucias y rotas. Mientras examinaba estas últimas dirigió a Giraud una
rápida pregunta:
—¿Las ha visto?
—Sí; las he visto —contestó el otro, con su rostro
siempre inescrutable.
De pronto, Poirot se enderezó.
—¡Doctor Durand!
—Diga... —y el doctor se adelantó.
—Tiene espuma en los labios. ¿La ha observado usted?
—Debo admitir que no la había advertido.
—Pero ¿la observa ahora?
—¡Oh, ciertamente!
Poirot dirigió una nueva pregunta a Giraud:
—¿Usted la había advertido, sin duda?
El otro no contestó. Poirot continuó su trabajo. La
daga había sido retirada de la herida y colocada en un jarro de cristal, al
lado del cadáver. Poirot la examinó y estudió luego la herida con atención.
Cuando levantó la cabeza, su rostro estaba excitado y brillaba en sus ojos la
gran luz verde que tan bien conocía yo.
—¡Es ésta una extraña herida! No ha sangrado. No hay
mancha en la ropa. La hoja de la daga está ligeramente descolorida y nada más.
¿Qué le parece a usted, señor doctor?
—Sólo puedo decir que es todo muy anormal.
—No es nada anormal. Es muy sencillo. El hombre fue
apuñalado cuando ya estaba muerto —y conteniendo con un movimiento de la mano
el vocerío que se había levantado, Poirot se volvió hacia Giraud y añadió—:
Monsieur Giraud está de acuerdo conmigo, ¿verdad?
Cualquiera que fuese su verdadera opinión, Giraud
aceptó la petición sin mover un músculo. Calmosa y algo desdeñosamente,
contestó:
—Ciertamente, estoy de acuerdo.
De nuevo se levantó el murmullo de sorpresa e
interés.
—Pero ¡vaya una idea! —exclamó Hautet—. ¡Apuñalar a
un hombre después de muerto! ¡Bárbaro! ¡Inaudito! Algún odio insaciable, quizá.
—No —dijo Poirot—. Me figuro que se hizo enteramente
a sangre fría... para crear una impresión.
—¿Qué impresión?
—La impresión que casi creó —replicó Poirot con tono
oracular.
Bex había estado reflexionando.
—¿Cómo fue muerto el hombre, entonces?
—No fue muerto. Murió. Y murió, si no estoy muy
equivocado, ¡de un ataque de epilepsia!
La declaración de Poirot levantó de nuevo una
excitación considerable. El doctor Durand volvió a arrodillarse e hizo una
exploración minuciosa. Por último, poniéndose en pie, dijo:
—Monsieur Poirot, me inclino a creer que su
afirmación es acertada. Al empezar estuve desorientado. El hecho indiscutible
de que el hombre había sido apuñalado desvió mi atención de todas las otras
indicaciones.
Poirot era el héroe de aquella hora. El juez de
instrucción le felicitó profusamente. Poirot correspondió con donaire y se
excusó luego con el pretexto de que ni él ni yo habíamos almorzado todavía y
que deseaba reponerse de las fatigas del viaje. Cuando estábamos a punto de
salir del cobertizo se nos acercó Giraud.
—Otra cosa, Poirot —dijo con su voz suave y
zumbona—. He encontrado esto arrollado al puño de la daga..., un cabello de
mujer.
—¡Ah! —contestó Poirot—. ¿Un cabello de mujer? ¿De
qué mujer?, me pregunto yo.
—Yo me lo pregunto también —y, con una reverencia,
Giraud nos dejó.
—Ha insistido ese bueno de Giraud —dijo Poirot con
aire pensativo—. No sé en qué dirección espera despistarme. Un cabello de
mujer..., ¡hum!...
Almorzamos con buen apetito, pero encontré a Poirot
un poco distraído. Pasamos luego a nuestra sala y allí le rogué que me dijese
algo de su misterioso viaje a París.
—Con mucho gusto, amigo mío. He ido a París a buscar
esto.
Y sacó del bolsillo un pequeño recorte amarillento
de papel de periódico. Era la reproducción de una fotografía de mujer. Me lo
entregó y lancé una exclamación.
—¿La reconoce usted, amigo?
Hice una seña afirmativa. Aunque era claro que
aquella fotografía databa de muchos años, y el peinado era de otro estilo, el
parecido era inconfundible.
—¡Madame Daubreuil!
Poirot movió la cabeza con una sonrisa.
—Esto no es enteramente exacto, amigo mío. No se
llamaba así en aquellos tiempos. ¡Ése es el retrato de la célebre madame
Beroldy!
iMadame Beroldy! Como en un relámpago, acudió a mi
memoria la historia del proceso por asesinato que había despertado un interés
mundial: el proceso Beroldy.
EL PROCESO BEROLDY
Unos veinte años antes de la época a que se refiere
el presente relato, Arnold Beroldy, natural de Lyon, llegó a París acompañado
de su bonita esposa y de la hija de ambos, que no era entonces más que un bebé.
Beroldy era un socio joven de una firma de comerciantes en vino, hombre
robusto, de mediana edad, aficionado a la buena vida, consagrado a su
encantadora esposa y poco notable por ningún otro concepto. La firma a la que
pertenecía Beroldy era poco importante, y, aunque regularmente próspera, no
proporcionaba ingresos muy considerables al joven asociado. Los Beroldy
ocupaban un piso pequeño y habían empezado viviendo modestamente.
Pero por poco notable que pudiera ser Beroldy, su
esposa ostentaba una deslumbrante aureola romántica. Joven, bien parecida y
dotada de un singular encanto en sus maneras, madame Beroldy produjo desde el
principio en su barrio una sensación que se acrecentó cuando empezó a circular
el rumor de que había estado su cuna rodeada de algún interesante misterio.
Afirmaban unos que era hija ilegítima de un gran duque ruso. Según otros, se
trataba de un archiduque austríaco, y la unión de sus padres era legal, aunque
morganática. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: que Jane Beroldy era el
centro de un misterio interesante.
Entre los amigos y conocidos de los Beroldy figuraba
un abogado joven, George Conneau. Pronto fue evidente que la fascinante Jane
había esclavizado por completo su corazón. Madame Beroldy alentó al joven
discretamente, aunque teniendo siempre buen cuidado de afirmar su absoluta
fidelidad al hombre de mediana edad que era su esposo. No obstante, muchas
personas despechadas no vacilaron en declarar que Conneau era su amante..., ¡y
no el único!
Cuando los Beroldy llevaban unos tres meses de
residencia en París entró en escena otro personaje. Era éste míster Hiram P.
Trapp, un norteamericano extremadamente rico. Presentado a la encantadora y
misteriosa madame Beroldy, fue muy pronto víctima de sus atractivos. Su
admiración era clara, aunque estrictamente respetuosa.
Por aquella fecha, madame Beroldy se mostró más
explícita en sus confidencias. A varias de sus amigas declaró que se hallaba
muy inquieta a causa de su esposo. Dijo que había sido inducido a tomar parte
en varios planes de naturaleza política, e hizo también referencia a algunos
papeles importantes cuya custodia se le había confiado y que contenían datos
relativos a un «secreto» de largo alcance europeo. Le habían sido confiados
para desorientar a los que los buscaban, pero madame Beroldy estaba nerviosa,
pues había reconocido a varios miembros importantes del Círculo Revolucionario
de París.
La bomba estalló el 28 de noviembre. La mujer que
venía todos los días a limpiar y a guisar para los Beroldy quedó sorprendida al
ver abierta la puerta del piso. Oyendo algunos débiles gemidos procedentes del
dormitorio, entró. Sus ojos tropezaron con un cuadro terrible: madame Beroldy
yacía en el suelo, con los pies y manos atados y gimiendo, pues había logrado
retirar la mordaza que cubrió su boca. Sobre el lecho estaba Beroldy, en un
charco de sangre, con un cuchillo clavado en el corazón.
El relato de madame Beroldy era bastante claro.
Despertando repentinamente de su sueño, había distinguido inclinados sobre ella
a dos hombres enmascarados, que ahogaron sus gritos atándola y amordazándola.
Luego habían pedido a monsieur Beroldy el famosísimo «secreto».
Pero el intrépido comerciante en vinos se había
negado en redondo a acceder a esta demanda. Irritado por su negativa, uno de
los hombres le había atravesado el corazón con un cuchillo. Con las llaves del
muerto habían abierto la caja de caudales del rincón y se habían llevado muchos
papeles. Los dos hombres llevaban grandes barbas y sendas máscaras, pero madame
Beroldy declaró positivamente que eran rusos.
El suceso despertó una sensación inmensa. Pasó el
tiempo y nunca se halló la pista de los misteriosos barbudos. Y luego, cuando
el interés general empezaba a decaer, ocurrió una cosa sorprendente: madame
Beroldy fue detenida bajo la acusación de haber asesinado a su marido.
Cuando se celebró el juicio, apasionó a todo el
mundo. La juventud y belleza de la acusada y su misteriosa historia bastaron
para convertir el caso en un proceso célebre.
Quedó demostrado sin posibilidad de duda que los
padres de Jane eran una pareja de comerciantes en frutas, muy respetable y
prosaica, de las afueras de Lyon. El gran duque ruso, las intrigas cortesanas y
los planes políticos..., con las demás historias puestas en circulación,
¡habían salido de la imaginación de la misma dama! Toda la verdadera historia
de su vida fue expuesta al público sin contemplaciones. El motivo del asesinato
resultó ser míster Hiram P. Trapp. Míster Trapp hizo lo que pudo, pero, hábil e
implacablemente interrogado, se halló obligado a admitir que amaba a Jane y
que, si ésta hubiera sido libre, le hubiera pedido que se casara con él. El
hecho de que las relaciones entre ellos hubiesen de ser reconocidas como
puramente platónicas, daba mayor fuerza a la acusación. Como quiera que el
carácter sencillo y honrado de aquel hombre no le permitía aspirar a
convertirse en su amiga, Jane había concebido el monstruoso proyecto de
deshacerse de su marido, menos joven y menos distinguido, para llegar a ser la
esposa del rico norteamericano.
Madame Beroldy no perdió por un momento la sangre
fría ni el dominio de sí misma ante sus acusadores. Y sostuvo invariable su
historia, persistiendo en la declaración de que tenía en las venas sangre real
y había sido sustituida por la hija del vendedor de frutas en edad temprana.
Aunque absurdas y sin fundamento alguno, estas manifestaciones fueron aceptadas
e implícitamente creídas por gran número de personas.
Pero el fiscal fue implacable. Denunció como pura
invención a los rusos enmascarados y afirmó que el crimen había sido cometido
por madame Beroldy y su amante George Conneau. Se despachó un mandamiento para
efectuar la detención del segundo, quien prudentemente había desaparecido. En
la prueba se puso de manifiesto que las ligaduras que tuvo puestas madame
Beroldy estaban tan flojas que hubiera podido quitárselas fácilmente.
Y luego, cuando se acercaba el término del juicio,
llegó a manos del fiscal una carta echada al correo en París. Era de George
Conneau, quien, sin revelar su actual paradero, confesaba el crimen
detalladamente. En ella declaraba que él, efectivamente, había descargado el
golpe fatal a instigación de madame Beroldy. El crimen había sido proyectado
entre los dos. Creyendo que su marido la maltrataba, y enloquecido por su
propia pasión, de la que se creía correspondido por ella, había preparado el
crimen y dado la cuchillada que debía dejar a la mujer amada libre de una
odiosa esclavitud. Ahora, por primera vez, tenía conocimiento de la existencia
de Hiram P. Trapp, y comprendía que la mujer que amaba ¡le había hecho
traición! No quería ésta ser libre para pertenecerle mejor a él, sino para
casarse con el rico americano. Le había utilizado como un instrumento, y ahora,
furiosamente celoso, se volvía contra ella y la denunciaba, declarando que por
su parte había obrado siempre a instigación de Jane.
Y entonces madame Beroldy dio pruebas del notable
carácter que sin duda poseía. Sin vacilación abandonó su defensa anterior y
admitió que los «rusos» eran pura invención suya. El verdadero asesino era
George Conneau. Enloquecido por su pasión, había cometido el crimen, jurando
que si no guardaba silencio se tomaría una terrible venganza sobre ella.
Aterrada por sus amenazas, ella había consentido (temiendo además que, si decía
la verdad, pudiera verse acusada de complicidad en el crimen). Pero se había
negado firmemente a tener nada más que ver con el asesino de su marido, y, en
venganza por su actitud, había escrito él esta carta acusadora. Solemnemente
juró que no había tenido parte alguna en la preparación del asesinato y que lo
que había visto al despertarse aquella terrible noche había sido al mismo
George Conneau en pie a su lado con el ensangrentado cuchillo en la mano.
La actitud era arriesgada. La versión de madame
Beroldy era apenas creíble. Pero su discurso ante el jurado fue una obra
maestra. Con las mejillas bañadas en lágrimas, habló de su hijita, de su honor
de mujer, de su deseo de conservar limpia su reputación en beneficio de la
criatura. Admitió que habiendo sido la amante de George Conneau, podría quizá
ser considerada como responsable moralmente del crimen..., pero ante Dios ¡nada
más! Sabía que había cometido una grave falta al abstenerse de denunciar a
Conneau; pero, con voz entrecortada, declaró que esto era una cosa que ninguna
mujer podía haber hecho. Ella ¡le había amado! ¿Podía prestar su ayuda para que
se le enviase a la guillotina? Había sido muy culpable, pero era inocente del
crimen que se le imputaba.
Como quiera que ello pudiera haber sido, su
elocuencia y su personalidad ganaron la partida. En medio de una escena de no
igualada emoción, madame Beroldy fue absuelta.
Los mayores esfuerzos de la Policía no bastaron para
hallar la pista de George Conneau. En cuanto a madame Beroldy, nada más se supo
de ella. Llevándose a su niña, se alejó de París para comenzar una nueva vida.
HACEMOS NUEVAS INVESTIGACIONES
He dado una noticia completa del caso Beroldy. Por
supuesto, no vinieron a mi memoria todos los detalles tal como los registro
aquí. Sin embargo, recordaba el caso con bastante precisión. Despertó mucho
interés en su tiempo y fue extensamente descrito en la Prensa inglesa, de
suerte que no necesité hacer un gran esfuerzo para repasar los detalles más
salientes.
De momento, y dada mi emoción, parecía dejar
aclarado todo el asunto. Reconozco que soy impulsivo, y Poirot deplora mi
costumbre de saltar a las conclusiones, pero creo tener alguna excusa en el
caso presente. Desde luego, me llamó la atención el modo notable como este
descubrimiento justificaba el punto de vista de Poirot.
—Poirot —le dije—, le felicito. Ahora lo veo todo.
Con su acostumbrada precisión, Poirot encendió uno
de sus delgados cigarrillos. Después, levantó la vista.
—Y puesto que ahora lo ve usted todo, amigo mío,
¿qué ve exactamente?
—¡Cómo! Pues que fue madame Daubreuil-Beroldy quien
asesinó a monsieur Renauld. La similitud de los dos casos lo prueba sin la
menor duda.
—Entonces, ¿considera usted que madame Beroldy fue
absuelta injustamente?
Abrí mucho los ojos y contesté:
—¡Por supuesto! ¿No lo cree usted así?
Poirot paseó hasta el extremo de la habitación,
rectificó distraídamente la posición de una silla y dijo con expresión
pensativa:
—Sí; ésta es mi opinión. Pero no hay «por supuesto»,
amigo mío. Técnicamente hablando, madame Beroldy es inocente.
—De aquel crimen, quizá; pero no de éste.
Poirot se sentó de nuevo y me miró, con su pensativa
expresión más acusada que nunca.
—¿De suerte que su opinión definitiva es que madame
Daubreuil asesinó a monsieur Renauld?
—Sí.
—¿Por qué?
Y la pregunta fue tan repentina que me dejó
desconcertado.
—¿Cómo? —balbucí—. ¿Por qué? ¡Oh, porque...! —y me
detuve.
Poirot me miró tras una inclinación de cabeza.
—Ya lo veo: tropezó usted al primer paso. ¿Por qué
había de asesinar madame Daubreuil (la llamo así para más claridad) a monsieur
Renauld? No podemos encontrar ni la sombra de un motivo. No gana nada con su
muerte; sea querida o chantajista, pierde. No hay asesinato sin motivo. El
primer crimen era diferente..., había allí un enamorado rico que hubiera podido
ocupar el lugar del esposo.
—El dinero no es el único motivo para asesinar
—objeté.
—Cierto —convino Poirot con voz plácida—. Hay otros
dos: uno de ellos actúa en el crime passionnel. Y hay un tercer motivo,
poco frecuente porque supone alguna forma de desarreglo mental en el asesino:
el del asesinato por una idea. La manía homicida y el fanatismo religioso
pertenecen a esta clase. Podemos prescindir de él en el caso presente.
—Pero ¿qué me dice del crime passionnel? ¿Puede
pasarlo por alto? Si madame Daubreuil fue la amiga de Renauld, si descubrió que
el afecto de él se enfriaba o si se despertaron sus celos de un modo u otro,
¿no pudo matarlo en un momento de ira?
Poirot movió la cabeza.
—Si... (digo si, fíjese bien) madame Daubreuil era
la amiga de Renauld, éste no había tenido tiempo de cansarse de ella. Y, en
todo caso, equivoca usted su carácter. Es una mujer que sabe simular una gran
tensión emocional. Es una actriz magnífica. Pero si la consideramos
desapasionadamente, su vida desmiente estas apariencias. Examinándola a fondo,
la encontramos siempre fría y calculadora en todos sus motivos y acciones. Su
complicidad en el asesinato de su esposo no obedeció al deseo de unirse con su
joven amante. Su objeto era el rico norteamericano, por el que probablemente no
sentía el menor afecto. Si cometió un crimen, fue para ganar algo. Y aquí no
había nada que ganar. Además, ¿cómo explica usted que se hubiese cavado la
sepultura? Éste era un trabajo de hombre.
—Puede haber tenido un cómplice —le indiqué, con
pocos deseos de abandonar mi opinión.
—Paso a otra objeción. Ha hablado usted de similitud
entre los dos crímenes. ¿Dónde está esa similitud, amigo mío? ¿Dónde está?
Le miré lleno de asombro.
—¡Cómo, Poirot! Pero ¡si fue usted quien la descubrió!
¡La historia de los hombres enmascarados, el «secreto», los papeles!
Poirot sonrió ligeramente.
—No se acalore así, se lo ruego. No me desdigo de
nada. La semejanza entre las dos historias las une inevitablemente. Pero
reflexione ahora sobre un punto muy curioso. No es madame Daubreuil quien nos
cuenta esta historia (si fuera ella, todo sería, ciertamente, coser y cantar),
es madame Renauld. ¿Es que está entonces de acuerdo con la otra?
—No puedo creerlo —repuse lentamente—. Si está de
acuerdo, es la actriz más perfecta que el mundo haya visto nunca.
—¡Ta, ta, ta! —replicó Poirot, impaciente—. ¡Otra
vez volvemos al sentimiento y dejamos la lógica! Si para ser criminal necesita
una mujer ser una consumada actriz, atribúyale este don en buena hora. Pero ¿es
necesario? Yo no creo que madame Renauld esté de acuerdo con madame Daubreuil
por diversas razones, algunas de las cuales le he enumerado ya. Las otras son
bien manifiestas. Por tanto, eliminada esta posibilidad, nos acercamos mucho a
la verdad, que es, como siempre, muy curiosa e interesante.
—Poirot —exclamé—, ¿qué otras cosas sabe?
—Amigo mío, debe usted hacer sus propias
deducciones. Tiene «acceso a los hechos». Concentre sus células grises.
Razone... no como Giraud..., ¡sino como Hércules Poirot!
—Pero ¿está usted seguro?
—Amigo mío: por muchos conceptos, he sido un
imbécil. Pero, por fin, veo claramente.
—¿Lo sabe todo?
—He descubierto lo que monsieur Renauld quería que
descubriese cuando me envió a buscar.
—¿Y conoce al asesino?
—Conozco a un asesino.
—¿Qué quiere decir?
—Estamos jugando un poco a los despropósitos. Hay
aquí no un crimen, sino dos. El primero lo he resuelto; el segundo..., eh
bien!..., ¡confesaré que no estoy seguro!
—Pero, oiga, Poirot: creía que había usted dicho que
el hombre del cobertizo había muerto de muerte natural...
—¡Ta, ta, ta! —replicó Poirot con su expresión de
impaciencia favorita—. Sigue usted sin comprender. Puede uno tener un crimen
sin un asesino, pero para que haya dos crímenes es esencial que haya dos
cadáveres.
Esta observación me pareció tan peculiarmente falta
de lucidez, que le miré con cierta inquietud. Pero su aspecto era perfectamente
normal. De pronto, se levantó y dirigióse a la ventana.
—Aquí está —observó.
—¿Quién?
—Jack Renauld. Le envié una nota a la villa
pidiéndole que viniese.
Esto cambió el curso de mis ideas, y le pregunté a
Poirot si sabía que Jack Renauld había estado en Merlinville la noche del
crimen. Había esperado coger a mi astuto amigo adormecido, pero, como de
costumbre, era omnisciente. También él había investigado en la estación.
—Y sin duda, la idea no es una originalidad nuestra,
Hastings. El excelente Giraud ha hecho también probablemente sus preguntitas.
—No cree usted... —dije, y me detuve—. ¡Ah!, no,
¡sería demasiado horrible!
Poirot me dirigió una mirada interrogante, pero yo
no dije más. Acababa de ocurrírseme que, aunque había siete mujeres directa o
indirectamente relacionadas con el caso, madame Renauld, madame Daubreuil y su
hija, la misteriosa visitante y las tres sirvientas, no había, con la excepción
del viejo Augusto, que, difícilmente, podía tenerse en cuenta, más que un
hombre: Jack Renauld. Y que un hombre debía de haber cavado la sepultura.
No tuve tiempo de dar mayor desarrollo a la
espantosa idea que se me había ocurrido, pues Jack Renauld entró en la
habitación.
Poirot le recibió como hombre dispuesto a ir al
grano.
—Siéntese, monsieur Renauld. Lamento infinitamente
causarle esta molestia, pero quizá comprenderá usted que la atmósfera de la
villa no me va muy bien. Monsieur Giraud y yo no estamos de acuerdo en todo. En
sus tratos conmigo no se ha distinguido por la cortesía, y usted se hará cargo
de que no me propongo que se aproveche de los pequeños descubrimientos que
pueda yo hacer.
—Exactamente, monsieur Poirot —asintió el muchacho—.
Este tipo, Giraud, es un bruto malcriado y me encantará ver cómo alguien le
devuelve la pelota.
—¿Puedo, entonces, pedirle a usted un pequeño favor?
—Desde luego.
—Voy a rogarle que vaya a la estación del
ferrocarril y tome el tren hasta la estación próxima, Abbalac. Pregunte en el
guardarropa si en la noche del crimen depositaron allí una maleta dos
extranjeros. Es una estación pequeña y me parece casi seguro que lo recordarán.
¿Quiere usted hacelo?
—Naturalmente que lo haré —dijo el muchacho algo
desconcertado, aunque presto a desempeñar el encargo.
—Usted comprende que mi amigo y yo tenemos trabajo
en otra parte —explicó Poirot—. Sale un tren dentro de un cuarto de hora, y voy
a rogarle que no vuelva ahora a la villa, pues deseo que Giraud no tenga la
menor idea de esta misión.
—Muy bien. Iré a la estación directamente.
Y se puso en pie. La voz de Poirot le detuvo.
—Un momento, monsieur Renauld: hay un pequeño
detalle que no entiendo. ¿Por qué no hizo usted mención ante monsieur Hautet,
esta mañana, de su estancia en Merlinville la noche del crimen?
El rostro de Jack Renauld se puso de color de grana.
Con un esfuerzo, se dominó.
—Se ha equivocado usted. Estaba en Cherburgo, como
se lo dije esta mañana al juez de instrucción.
Poirot le miró con los párpados contraídos como los
de un gato, hasta que sólo dejaron ver un destello verde.
—Entonces es una extraña equivocación la mía, pues
también la padece el personal de la estación. Dicen allí que llegó usted en el
tren de las once y cuarenta.
Por un momento, Jack Renauld vaciló y luego tomó su
partido.
—¿Y qué importa si llegué? Supongo que no se propone
acusarme de participación en el asesinato de mi padre... —exclamó en tono
altivo, echando atrás la cabeza.
—Desearía una explicación de la razón que le trajo a
usted aquí.
—Es bien sencilla. Vine para ver a mi novia,
mademoiselle Daubreuil. Estaba en vísperas de emprender un largo viaje, sin
saber cuándo regresaría. Y antes de partir quise reiterarle la seguridad de mi
inquebrantable afecto.
—¿Y, en efecto, la vio usted? —preguntó Poirot sin
apartar su atención del rostro del joven.
Hubo una pausa apreciable antes que Renauld
contestase. Luego, dijo:
—Sí.
—¿Y después?
—Descubrí que había perdido el último tren. Y me fui
a pie hasta Saint-Beauvais, donde llamé a un garaje y conseguí un coche para
regresar a Cherburgo.
—¿Saint-Beauvais? Esto está a quince kilómetros de
aquí. Un paseo largo, monsieur Renauld.
—Me..., me encontraba en disposición de andar.
Poirot bajó la cabeza en señal de que aceptaba la
explicación. Jack Renauld recogió el sombrero y el bastón y salió. Un momento
después, Poirot se puso en pie de un salto.
—Aprisa, Hastings. Vamos a seguirle.
Manteniéndonos a discreta distancia, fuimos tras él
por las calles de Merlinville. Pero al ver que se encaminaba a la estación,
Poirot se detuvo.
—Todo va bien. Se ha tragado el anzuelo. Irá a
Abbalac y preguntará por la imaginaria maleta que dejaron allí los imaginarios
extranjeros. Sí, amigo mío, todo ha sido invención propia.
—¡Quería usted apartarle de aquí!
—¡Su penetración es sorprendente, Hastings! Si no
tiene inconveniente, iremos ahora a la Villa Geneviéve.
GIRAUD ACTÚA
Llegados a la villa, Poirot me condujo al cobertizo
donde se descubrió el segundo cadáver. Sin embargo, no entró y se detuvo junto
al banco situado a algunos metros de distancia, que ya he mencionado. Después
de contemplarlo por unos segundos, se encaminó desde allí con suma cautela al
seto que señalaba el límite entre Villa Geneviéve y Villa Marguerite.
Retrocedió luego, haciendo con la cabeza una seña afirmativa. Volviendo al
seto, separó los arbustos con las manos.
—Si tenemos un poco de suerte —observó por encima
del hombro—,
mademoiselle Marta puede encontrarse en el jardín. Deseo hablar con ella y
preferiría no llamar formalmente a la Villa Marguerite. ¡Ah!, todo va bien;
aquí está. Pst,
mademoiselle! Un momento, s'il vous plait.
Me reuní con él en el momento en que Marta
Daubreuil, algo sobresaltada al parecer, venía corriendo al seto, en contestación
a su llamada.
—Una palabrita con usted, señorita, si me lo
permite.
—Con mucho gusto, monsieur Poirot.
A pesar de aquella aquiescencia, su mirada parecía
turbada y temerosa.
—Señorita, ¿recuerda usted que el día en que estuve
en su casa con el juez de instrucción vino luego corriendo a mi encuentro, por
la carretera, para preguntarme si había alguien sospechoso de participación en
el crimen?
—Y usted me habló de dos chilenos —dijo ella con voz
desalentada, poniéndose la mano sobre el corazón.
—¿Quiere volver a dirigirme la misma pregunta,
señorita?
—¿Qué quiere usted decir?
—Esto: que si volviese a preguntármelo, habría de
darle una contestación diferente. Se sospecha de alguien..., pero no es un
chileno.
—¿Quién? —y la palabra salió débilmente por sus
labios entreabiertos.
—Jack Renauld.
—¡Cómo! —gritó ella—. ¿Jack? Imposible. Pero ¿quién
se atreve a sospechar de él?
—Giraud.
—¡Giraud! —repitió la muchacha con el rostro
ceniciento—. Me asusta ese hombre. Es cruel. Querría, querría... —y se interrumpió.
En su rostro iba formándose una expresión de
resolución valerosa. Me di cuenta en aquel momento de que era una luchadora.
Poirot la observaba también con atención.
—¿Usted sabe, por supuesto, que estuvo aquí en la
noche del asesinato? —preguntó.
—Sí —contestó ella automáticamente—. Me lo dijo.
—Fue una imprudencia haber intentado ocultar el
hecho —se aventuró a añadir Poirot.
—Sí, sí —contestó ella con impaciencia—. Pero no
podemos perder el tiempo en lamentaciones. Debemos encontrar un medio de salvarle.
Es inocente, desde luego; pero esto no le servirá para nada con un hombre como
Giraud, que tiene que pensar en su reputación. Ha de detener a alguien, y éste
será Jack.
—Los hechos le serán contrarios —dijo Poirot—. ¿Se
da cuenta de esto?
Ella le miró cara a cara.
—No soy una niña, caballero. Puedo tener valor y
mirar los hechos de frente. Es inocente y debemos salvarle.
Había hablado con una especie de energía
desesperada; luego, calló, para pensar, con las cejas fruncidas.
—Señorita —dijo Poirot, observándola con gran
atención—, ¿no hay algo que pudiera decirnos y que se ha callado?
Ella hizo una seña afirmativa, con expresión
perpleja.
—Sí; hay algo. Pero apenas sé si querrá usted
creerlo...; parece una cosa tan absurda...
—Díganoslo de todos modos, señorita.
—Es esto. Giraud, después de pensarlo más, me envió
a buscar para ver si podía identificar al hombre que está ahí —indicó el
cobertizo con un movimiento de la cabeza—. No pude. Por lo menos, no pude en
aquel momento. Pero, desde entonces, he estado pensando...
—Adelante.
—Parece tan raro..., y, sin embargo, estoy casi
segura. Se lo diré a usted. En la mañana del día en que fue asesinado monsieur
Renauld, estaba paseando por este jardín cuando oí voces de hombres que
disputaban. Aparté las plantas y miré a través. Uno de los hombres era monsieur
Renauld, y el otro un vagabundo, un hombre de aspecto sórdido, vestido de
harapos, que lloriqueaba y amenazaba alternativamente. Deduje que le estaba
pidiendo dinero, pero en aquel momento mamá me llamó desde la casa y hube de
irme. Nada más, sólo que... estoy casi segura de que el vagabundo y el hombre
muerto de ese cobertizo son la misma persona.
Poirot lanzó una exclamación.
—Pero ¿por qué no lo dijo antes, señorita?
—Porque, al principio, sólo tuve la impresión de que
conocía vagamente aquella cara. El hombre iba vestido de otro modo, y, al
parecer, pertenecía a una clase social superior.
Llamó una voz desde la casa.
—Es mamá —murmuró Marta—. Debo irme —y se alejó
deslizándose por entre los árboles.
—Venga —dijo Poirot; y cogiéndome el brazo, se
volvió en dirección a la villa.
—¿Qué piensa realmente? —le pregunté con alguna
curiosidad—. ¿Es esta historia cierta o la ha compuesto la muchacha para
apartar las sospechas de su enamorado?
—Es una historia curiosa —dijo Poirot—; pero yo creo
que es la pura verdad. Sin pensarlo, Marta nos ha dicho la verdad sobre otro
detalle, e, incidentalmente, ha desmentido a Jack Renauld. ¿Advirtió usted su
vacilación cuando le pregunté si había visto a Marta Daubreuil en la noche del
crimen? Se detuvo y dijo luego: «Sí.» Y yo sospeché que mentía. Era para mí
necesario ver a Marta antes que él pudiese prevenirla. Tres palabritas me han
dado la información que quería. Cuando le he preguntado si sabía que Jack
Renauld estuvo aquí aquella noche, ha contestado: «Me lo dijo.» Ahora bien,
Hastings: ¿qué estaba haciendo aquí Jack Renauld aquella memorable noche, y, si
no vio a Marta, a quién vio?
—Seguramente, Poirot —exclamé, horrorizado—, ¡usted
no puede creer que un muchacho como éste asesinaría a su propio padre!
—Amigo mío —dijo Poirot—, ¡continúa usted dominado
por un sentimentalismo increíble! ¡He visto a siete madres asesinar a sus
hijitos para cobrar un seguro! Después de esto, puede uno creer cualquier cosa.
¿No le parece a usted?
—¿Y el motivo?
—Dinero, por supuesto. Recuerde que Jack Renauld pensaba que
recibiría la mitad de la fortuna de su padre a la muerte de éste.
—Pero el vagabundo... ¿Qué venía a hacer aquí?
Poirot encogió los hombros.
—Giraud dirá que era un cómplice..., un apache que ayudó al
joven Renauld a cometer el crimen, y que fue convenientemente quitado de en
medio después.
—¿Y
el cabello alrededor de la daga? ¿El cabello de mujer?
—¡Ah!
—contestó Poirot con amplia sonrisa—. Ésa es la flor y nata de las bromitas de
Giraud. Según él, no es de mujer. Recuerde que los jóvenes de nuestros días
llevan el cabello hacia atrás desde la frente y alisado con pomadas. Por tanto,
algunos de esos cabellos son de longitud considerable.
—¿Y usted también cree eso?
—No —dijo Poirot con curiosa sonrisa—; porque sé que
es un cabello de mujer..., y sé más aún: ¡de qué mujer!
—Madame Daubreuil —anuncié yo con acento positivo.
—Quizá —dijo Poirot, mirándome con expresión
burlona; pero no consentí en molestarme.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté al entrar en el
zaguán de la Villa Geneviéve.
—Deseo hacer un registro entre los enseres de Jack
Renauld. Ésta es la razón de que le haya alejado de aquí por unas cuantas
horas.
Limpia y metódicamente, Poirot abrió uno tras otro
todos los cajones, examinó el contenido y lo volvió todo exactamente al sitio
que ocupaba. Era una tarea singularmente pesada y aburrida. Poirot fue
repasando cuellos, pijamas y calcetines. Un ronroneo que llegaba del exterior
me arrastró a la ventana; instantáneamente, me sentí agitado.
—¡Poirot! —exclamé—. Acaba de llegar un coche; en él
vienen Giraud, Jack Renauld y dos gendarmes.
—Sacre tonnerre! —gritó Poirot—. ¿No podía
esperar ese animal de Giraud? No voy a poder dejarlo todo como estaba, en el
último cajón, con el debido cuidado. Démonos prisa.
Sin ceremonia, echó al suelo todos los objetos,
corbatas y pañuelos en su mayor parte. De pronto, con un grito de triunfo,
Poirot se echó sobre un objeto, un pequeño cuadrito de cartón, evidentemente
una fotografía. Metiéndosela en el bolsillo, volvió todo lo demás, revuelto, al
cajón, y cogiéndome por el brazo, me llevó fuera de la habitación y escalera
abajo. En el zaguán estaba Giraud contemplando a su prisionero.
—Buenas tardes, Giraud —saludó Poirot—; ¿qué tenemos
aquí?
Giraud indicó a Jack con la cabeza.
—Estaba intentando escabullirse, pero yo he sido
demasiado vivo para él. Está detenido como culpable del asesinato de su padre,
Pablo Renauld.
Poirot giró sobre sí mismo para mirar al muchacho,
que se apoyaba inerte contra la puerta, con el rostro color de ceniza.
—¿Y qué me dice usted de esto, joven? Jack Renauld
le miró sin expresión.
—Nada —contestó.
HAGO USO DE MIS CÉLULAS GRISES
Me encontraba aturdido. Hasta el último momento no
pude decidirme a creer que Jack Renauld pudiera ser culpable. Cuando Poirot le
provocó, esperé una vibrante proclamación de inocencia. Pero ahora,
observándole tal como estaba, apoyado contra la pared, blanco y decaído y
oyendo de sus propios labios la condenadora admisión, no dudé más.
Pero Poirot se había vuelto hacia Giraud.
—¿En qué se funda usted para detenerle?
—¿Espera acaso que se lo diga?
—Por pura cortesía, sí.
Giraud le miró con expresión dudosa. Estaba
atormentado entre el deseo de negarse en redondo y el placer de triunfar sobre
su adversario.
—Supongo que se figura usted que me he equivocado
—dijo desdeñosamente.
—No me sorprendería—contesto Poirot con ligera
malicia.
El rostro de Giraud se puso más encendido.
—Pues bien: venga conmigo. Usted mismo juzgará.
Y entramos en el salón, cuya puerta acababa de
abrir, dejando a Jack Renauld al cuidado de los otros dos hombres.
—Ahora, Poirot —dijo Giraud con marcado acento de
ironía, dejando el sombrero sobre la mesa—, voy a darle una pequeña conferencia
sobre el trabajo del detective. Voy a mostrarle cómo trabajamos los modernos.
—¡Bien! —replicó Poirot, poniéndose en la actitud
del que se prepara a escuchar—; y yo voy a mostrarle cuan admirablemente
sabemos escuchar los de la vieja guardia —y, echándose hacia atrás, cerró los
ojos, que volvió a abrir por un momento para observar—: No tema que me quede
dormido. Escucharé con la mayor atención.
—Naturalmente —empezó a decir Giraud—, yo vi muy
pronto que esa historia de los chilenos era una invención. Había en el caso dos
hombres..., pero ¡no eran misteriosos extranjeros! Todo esto era una pantalla.
—Muy hábil hasta aquí, mi querido Giraud —murmuró
Poirot—, especialmente después de esa picara jugarreta de la cerilla y la punta
del cigarrillo.
Giraud le dirigió una mirada feroz, pero continuó:
—Tenía que haber un hombre relacionado con el caso
para cavar la sepultura. A ningún hombre le aprovecha, verdaderamente, el
crimen, pero había uno que creía que le aprovecharía. Me enteré de la disputa
de Jack Renauld con su padre y de las amenazas que, indirectamente, había hecho. El motivo quedaba
establecido. Vamos ahora a los medios. Jack Renauld estuvo aquella noche en
Merlinville. Ocultó esta circunstancia..., y esto convertía la sospecha en
certidumbre. Encontramos luego una segunda víctima, apuñalada con la misma
daga. Sabemos cuándo ésta fue robada. El capitán Hastings, aquí presente, puede
fijar la hora. Jack Renauld, llegado de Cherburgo, era la única persona que
podía haberla cogido. He hecho las comprobaciones necesarias respecto a todas
las otras personas de la casa.
Poirot le interrumpió:
—Se equivoca usted. Hay otra persona que pudo haber
cogido la daga.
—¿Se refiere a Stonor? Llegó a la puerta delantera
en un automóvil que le había traído directamente de Calais. ¡Ah, créame, lo he
examinado todo! Jack Renauld llegó en tren. Entre su llegada y el momento en
que se presentó en la casa transcurrió una hora. Vio, sin duda, al capitán
Hastings y a su compañera cuando salían del cobertizo; entró él, tomó la daga y
fue a clavársela a su cómplice...
—¡Que estaba ya muerto! Giraud encogió los hombros.
—Es posible que no se diese cuenta de esto. Pudo
haber creído que dormía. Sin duda estaban citados. De todos modos, sabía que
este aparente segundo asesinato complicaría mucho el caso. Y así fue.
—Pero esto no podía engañar a Giraud —murmuró
Poirot.
—¡Está usted mofándose de mí! Pero le daré una
prueba última e irrefutable. La historia de madame Renauld era falsa...,
inventada del principio al fin. Creemos que había amado a su marido..., y, sin
embargo, mintió para proteger al asesino. ¿Por quién mentiría una mujer? A
veces, por sí misma; muy a menudo, por el hombre a quien ama; siempre, por sus
hijos. Esta es la última, la irrefutable prueba. No hay manera de esquivarla.
Giraud se detuvo encendido y triunfante. Poirot le
miró con firmeza.
—Tal es mi caso —siguió aquél—. ¿Qué tiene usted que
contestar?
—Sólo que hay una cosa que ha dejado usted de tener
en cuenta.
—¿Qué cosa?
—Es de presumir que Jack Renauld supiera que estaba
construyéndose un campo de golf. Tenía que suponer que el cadáver sería
descubierto casi inmediatamente, en cuanto empezasen a cavar el bunkair.
Giraud soltó la carcajada.
—Pero ¡esto es una idiotez! ¡Él quería que fuese
descubierto el cadáver! Hasta que esto sucediera, sólo podía haber presunción
de la muerte de su padre y había de serle imposible entrar en posesión de la
herencia.
Mientras Poirot se ponía en pie vi asomar el vivo
destello verde a sus ojos.
—Entonces, ¿por qué enterrarle? —preguntó muy suavemente—.
Reflexione, Giraud: puesto que era beneficioso para Jack Renauld que el cadáver
fuese descubierto sin demora, ¿por qué cavarle una sepultura?
Giraud no contestó. La pregunta le había cogido
desprevenido. Y encogió los hombros como para indicar que aquello no tenía
importancia.
Poirot se encaminó a la puerta. Yo le seguí.
—Y hay otra cosa que usted ha dejado de tener en
cuenta —dijo por encima del hombro.
—¿Qué cosa es ésa?
—El trozo de tubería de plomo —dijo Poirot.
Y salió de la habitación.
Jack Renauld continuaba en el zaguán de pie y con el
rostro blanco e inexpresivo. Pero, al salir nosotros al salón, levantó la vista
bruscamente. En el mismo momento se oyeron pisadas en la escalera. Por ella
descendía madame Renauld. Al ver a su hijo entre los dos esbirros de la ley, se
detuvo como petrificada.
—¡Jack! —balbució—. ¡Jack!, ¿qué es esto?
Con el rostro descompuesto, él la miró.
—Me han detenido, madre.
—¡Cómo!
Lanzando un grito penetrante, y antes que nadie
pudiera llegar hasta ella, osciló y cayó pesadamente. Los dos corrimos a
levantarla. En un instante Poirot volvió a ponerse en pie.
—Tiene un corte profundo en la cabeza producido por
un saliente de los peldaños. Me figuro que hay también una pequeña conmoción
interior. Si Giraud quiere una declaración de ella, tendrá que esperar.
Probablemente, continuará sin conocimiento durante una semana.
Dionisia y Francisca habían acudido en socorro de su
ama. Dejándola con ellas, Poirot salió de la casa. Caminaba mirando al suelo,
con la cabeza baja y la frente contraída. Por algún rato, no hablé; pero, por
fin, me aventuré a hacerle esta pregunta:
—¿Cree usted que, a pesar de todas las apariencias
en contra, puede ser culpable Jack?
De momento, Poirot no contestó; pero, tras una larga
espera, dijo gravemente:
—No lo sé, Hastings. Hay sólo una probabilidad de
que sea así. Por supuesto, Giraud está enteramente equivocado..., equivocado
del principio al fin. Si Jack Renauld es culpable, lo es a pesar de los
argumentos de Giraud, no a causa de ellos. Y la acusación más grave que podría
hacérsele sólo la conozco yo.
—¿Cuál es? —le pregunté, impresionado.
—Si usara usted sus células grises y viese todo el
caso tan claramente como lo veo yo, también la descubriría, amigo mío.
Esta era una de las que yo llamaba contestaciones
irritantes de Poirot. Pero él continuó, sin esperar a que yo hablase:
—Vámonos, paseando, hasta el mar. Nos sentaremos en
esa pequeña duna que domina la playa, y repasaremos el caso. Sabrá usted todo
lo que yo sé, pero prefiero que alcance la verdad por sus propios esfuerzos...,
no porque yo le lleve de la mano.
Nos situamos en la eminencia cubierta de hierba,
como lo había propuesto Poirot, de cara al mar.
—Piense, amigo mío —dijo Poirot con acento
alentador—. Ordene sus ideas. Sea metódico. Ahí está el secreto del éxito.
Procuré obedecerle despertando en mi memoria todos
los detalles del caso. Y de repente me sobresalté al ver iluminada mi
conciencia por un resplandor sorprendente. Temblando, di forma a mi hipótesis.
—Tiene usted una pequeña idea, por lo que veo, amigo
mío. Perfectamente. Progresamos.
Me enderecé en mi asiento y encendí la pipa.
—Poirot —le dije—, me parece que hemos sido
extrañamente descuidados. Digo hemos..., aunque me atrevo a añadir que yo
estaría más cerca de la meta. Pero debe usted pagar su multa por su
decidido empeño en guardar las cosas secretas. Vuelvo, pues, a decir que hemos
sido extrañamente descuidados. Hay alguien a quien hemos olvidado.
—¿Quién? —preguntó Poirot, parpadeando.
—¡George Conneau!
DECLARACIÓN ASOMBROSA
Un momento después, Poirot me besaba calurosamente
la mejilla.
—¡Por fin! ¡Ha llegado usted! Y por sus propios
medios. ¡Es soberbio! Continúe su razonamiento. Tiene razón. Decididamente, nos
hemos equivocado olvidándonos de George Conneau.
Me sentía tan halagado por la aprobación del
hombrecillo, que apenas podía continuar. Pero por fin, reuní mis ideas y seguí
diciendo:
—George Conneau desapareció hace veinte años, pero
no tenemos ninguna razón para creer que esté muerto.
—Ninguna —repitió Poirot—. Continúe.
—Por tanto, supondremos que vive.
—Exactamente.
—O que ha vivido hasta una fecha reciente.
—Esto va cada vez mejor.
—Presumiremos —continué, con entusiasmo creciente—
que se ha degradado. Se ha convertido en un criminal, un apache, un
vagabundo..., lo que usted quiera. Por casualidad viene a Merlinville. Aquí
encuentra a la mujer que no ha dejado de amar.
—¡Eh, eh! El sentimentalismo —me avisó Poirot.
—«Lo que se odia es también lo que se ama» —dije,
trayendo una cita exacta o equivocada—. Como quiera que sea, la encuentra aquí
viviendo bajo nombre supuesto. Reviviendo en su memoria pasados agravios,
George Conneau riñe con este Renauld. Se pone en acecho, y cuando viene a
visitar a su querida, le da una cuchillada en la espalda. Luego, aterrado por
lo que ha hecho, se pone a cavar una sepultura. Imagino la probabilidad de que
madame Daubreuil salga al encuentro de su amante. Hay una escena terrible entre
ella y Conneau.
Éste la arrastra al interior del cobertizo, y, de
repente, cae al suelo con un ataque de epilepsia. Suponiendo que aparece ahora
Jack Renauld, madame Daubreuil se lo cuenta todo y le señala las terribles
consecuencias que tendrá este escándalo para su hija si se habla del pasado. El
asesino de su padre está muerto: es preciso hacer lo que se pueda para que no
trascienda el episodio. Jack Renauld consiente..., se va a casa, tiene una
entrevista con su madre y consigue que ésta acepte su punto de vista. Instruida
en la historia propuesta por madame Daubreuil a su hijo, permite que la
amordacen y aten. Vamos a ver, Poirot: ¿qué piensa usted de esto? —y me eché
hacia atrás, enardecido por el orgullo de mi afortunada reconstrucción.
Poirot me miró con aire pensativo.
—Pienso que debería usted escribir guiones para el
cine, amigo mío —observó por fin.
—¿Quiere decirme...?
—Que de lo que acaba de contarme saldría una buena
película..., pero que no tiene semejanza alguna con la vida ordinaria.
—Admito que no he tocado todos los detalles, pero...
—Ha ido usted más lejos: ha prescindido de ellos del
modo más espléndido. ¿Qué me dice usted de la indumentaria que llevaban los dos
hombres? ¿Quiere usted indicar que, después de haber apuñalado a su víctima,
Conneau le quitó el traje, se lo puso él mismo, y volvió la daga a su sitio?
—No veo que esto sea convincente —repliqué, casi
enojado—. Pudo haber recibido ropa y dinero de madame Daubreuil, algo más
temprano, mediante amenazas.
—Mediante amenazas, ¿eh? ¿Sostiene usted seriamente
esta suposición?
—Ciertamente, la sostengo. Pudo haberla amenazado
con revelar su identidad a los Renauld, lo que probablemente hubiera puesto fin
a toda esperanza de casar a su hija.
—Está equivocado, Hastings. No podía someterla a un
chantaje porque es ella la que tiene el látigo. Recuerde que George Conneau
está aún reclamado como culpable de asesinato. Una palabra de ella, y quedaba
amenazado con la guillotina.
A mi pesar, me hallé obligado a reconocerlo así.
—Su hipótesis —observé agriamente— es, sin duda,
acertada en cuanto a los detalles.
—Mi hipótesis es la verdad —contestó Poirot con
calma—, y la verdad es necesariamente acertada. En la que usted ha formulado
hay un error fundamental. Ha permitido usted que su imaginación le aparte del
camino con citas a medianoche y escenas de amor apasionado. Pero, al investigar
un crimen, tenemos que situarnos en las circunstancias corrientes. ¿Debo
demostrarle mis métodos?
—¡Oh, desde luego! ¡Veamos la demostración!
Poirot se puso muy tieso y empezó, agitando de un
lado a otro el índice para dar mayor énfasis a sus afirmaciones.
—Empezaré, como ha empezado usted, con el hecho
básico de George Conneau. Ahora bien: la historia contada ante el tribunal por
madame Beroldy, relativa a los «rusos», fue reconocida como pura invención. Si
era inocente de toda aquiescencia en el crimen, fue compuesta por ella, y sólo
por ella, como lo declaró. Por otra parte, si no era inocente, pudo haber sido
inventada por ella o por George Conneau. En el caso que investigamos tropezamos
con la misma historia. Como se lo indiqué a usted, los hechos quitan toda
verosimilitud a la idea de que la haya inspirado madame Daubreuil. Por tanto,
volvemos a la hipótesis de que la historia nació en el cerebro de George
Conneau. Muy bien. Es decir, que George Conneau proyectó el crimen con la complicidad
de madame Renauld. Quede, pues, esta dama en el foco luminoso, y tras ella, hay
una figura en las sombras cuya actual identidad es desconocida para nosotros.
Examinemos ahora el caso Renauld desde el principio, colocando todos los
detalles significativos en orden cronológico. ¿Tiene aquí un cuaderno de notas
y un lápiz? Perfectamente. Ahora bien: ¿cuál es el primer dato que hay que
anotar?
—¿La carta dirigida a usted?
—Ésta fue la primera noticia que nosotros tuvimos,
pero no es el verdadero principio del caso. Yo diría que el primer dato de
alguna significación es el cambio sufrido por monsieur Renauld poco después de
su llegada a Merlinville, tal como lo han declarado varios testigos. Tenemos
que considerar también su amistad con madame Daubreuil y las cuantiosas sumas
de dinero que le entregó. Desde aquí podemos pasar directamente al veintitrés
de mayo.
Poirot se detuvo, aclaró la voz y me hizo seña de
que escribiese:
«23 mayo. Monsieur Renauld disputa con su
hijo. Motivo: el deseo expresado por éste de casarse con Marta Daubreuil. El
hijo sale para París.
24 mayo. Monsieur Renauld cambia su
testamento dejando toda su fortuna a la libre disposición de su esposa.
7 junio. Disputa con el vagabundo, en el
jardín, presenciada por Marta Daubreuil.
Carta escrita a monsieur Hércules Poirot implorando
asistencia.
Telegrama despachado a Jack Renauld ordenándole que
siga el viaje en el Anzora a Buenos Aires.
Chófer, Masters, enviado fuera de vacaciones.
Visita de una dama aquella noche. Al despedirla,
pronuncia: "Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!"»
Poirot se detuvo.
—Vamos a ver, Hastings, tome cada uno de estos
hechos, considérelos con cuidado, aisladamente y en relación con la totalidad
de ellos, y vea si esto no le presenta el asunto bajo un nuevo aspecto.
Concienzudamente, procuré hacerlo como me lo decía.
Al cabo de unos segundos, dije, con acento algo dudoso:
—En cuanto a los primeros hechos, la cuestión parece
ser sobre si aceptamos la hipótesis del chantaje o la de una ciega pasión por
esa mujer.
—El chantaje, decididamente. Ya oyó lo que dijo
Stonor acerca de su carácter y costumbres.
—Madame Renauld no confirmó esta opinión —objeté.
—Ya hemos visto que no se puede fiar por ningún
concepto en el testimonio de madame Renauld. Debemos creer a Stonor en este
punto.
—A pesar de todo, si Renauld tuvo una aventura con
esa mujer llamada Bella, no parece improbable que tuviese otra con madame
Daubreuil.
—No parece improbable en este caso, se lo concedo,
Hastings. Pero ¿la tuvo?
—La carta, Poirot. Olvida la carta.
—No, no la olvido. Pero ¿qué le hace creer que
estaba dirigida a Renauld?
—¡Cómo! Fue encontrada en su bolsillo y..., y...
—¡Y nada más! —añadió Poirot, interrumpiéndome—. No
hay mención de nombre alguno que demuestre a quién iba dirigida. Hemos supuesto
que iba dirigida al muerto porque estaba en el bolsillo de su abrigo. Ahora
bien, amigo mío: en este abrigo advertí algo que me pareció anormal. Lo medí e
hice la observación de que era muy largo, lo que hubiera debido darle a usted
en qué pensar.
—Pensé que usted lo había dicho sólo por decir algo
—confesé.
—¡Ah!, quelle idee! Más tarde me vio medir el
abrigo de Jack Renauld. Eh bien!, Jack Renauld usa un abrigo muy corto.
Compare estos dos hechos entre sí, y con un tercer hecho, a saber que Jack
Renauld salió de la casa apresuradamente, al partir para París, ¡y dígame cuál
es la consecuencia!
—Ya lo veo —asentí lentamente, al ir penetrando en
mi conciencia las observaciones de Poirot—. La carta fue escrita a Jack
Renauld, no a su padre; y Jack, en medio de su prisa y agitación, equivocó el
abrigo.
Poirot hizo una seña afirmativa.
—¡Precisamente! Pero podemos volver a este punto más
tarde. De momento, contentémonos con la consideración de que la carta no tenía
nada que ver con Renauld padre, y pasemos al siguiente acontecimiento
cronológico.
—«Veintitrés de mayo —leí yo—. Monsieur Renauld
disputa con su hijo. Motivo: el deseo expresado por éste de casarse con Marta
Daubreuil. El hijo sale para París.» No veo mucho que observar sobre esto, y la
modificación del testamento al día siguiente parece bastante lógica. Es el
resultado directo de la disputa.
—De acuerdo, amigo mío..., por lo menos en cuanto a
la causa. Pero ¿cuál es el motivo oculto de este proceder de Renauld?
La sorpresa me hizo abrir mucho los ojos.
—La irritación contra su hijo, por supuesto.
—No obstante, le dirigió a París cartas afectuosas.
—Así lo dice Jack Renauld, pero no puede enseñarlas.
—Bien; sigamos adelante.
—Llegamos ahora al día de la tragedia. Usted ha
colocado los acontecimientos de la mañana en un orden determinado. ¿Tiene
alguna razón que lo justifique?
—Me he asegurado de que la carta dirigida a mí fue
depositada al mismo tiempo que fue despachado el telegrama. Poco después fue
informado Masters de que podía tomarse unas vacaciones. En mi opinión, la riña
con el vagabundo tuvo lugar antes de estos hechos.
—No veo cómo puede usted dejar esto definitivamente
establecido, a no ser que interrogue de nuevo a mademoiselle Daubreuil.
—No es necesario. Estoy seguro de ello. ¡Y si no ve
esto, no ve usted nada, Hastings!
Le miré por un momento.
—¡Por supuesto! Soy un idiota. Si el vagabundo era
George Conneau, Renauld empezó a darse cuenta del peligro sólo después de su
tempestuosa entrevista con él. Alejó al chófer Masters, que se le había hecho
sospechoso de estar a sueldo del otro, telegrafió a su hijo y le envió a buscar
a usted.
Por los labios de Poirot cruzó una débil sonrisa.
—¿No le parece extraño que empleara en su carta
exactamente las mismas expresiones usadas más tarde por madame Renauld al
contar su historia? Si la mención de Santiago era una ficción, ¿por qué había
Renauld de hablar de esta ciudad, y, lo que es más, enviar allí a su hijo?
—Admito que el caso es enigmático, pero quizá
encontraremos más tarde alguna explicación. Llegamos ahora a la noche y a la
visita de la misteriosa dama. Confieso que esto no lo entiendo en absoluto, a
no ser que se tratase de madame Daubreuil, como lo ha sostenido siempre
Francisca.
Poirot movió la cabeza.
—Amigo mío, ¿por dónde vuela su perdida imaginación?
Recuerde el fragmento de cheque y el hecho de que el nombre Bella Duveen le es
vagamente conocido a Stonor, y creo que podemos dar por entendido que Bella
Duveen es el nombre completo de la desconocida autora de la carta escrita a
Jack y de la dama que vino aquella noche a Villa Geneviéve. No podemos saber
con seguridad si se proponía ver a Jack o apelar a su padre, pero creo que
podemos presumir que lo que ocurrió es lo siguiente: la visitante expuso los
derechos que tenía sobre Jack, y, probablemente, mostró cartas que él le había
escrito, y el padre intentó desarmarla extendiendo un cheque a su favor.
Indignada, la moza rompió el cheque. En su carta se expresaba en los términos
propios de una mujer sinceramente enamorada y es probable que se sintiera
profundamente ofendida por esa oferta de dinero. Por fin, Renauld logró
deshacerse de ella, y aquí es donde son muy significativas las palabras dichas
por él.
—«Sí, sí; pero, por amor de Dios, ¡váyase ahora!»
—repetí yo—. Me parecen, quizá, un poco vehementes, pero nada más.
—Esto basta. El hombre tenía una prisa apremiante
por ver fuera a la muchacha. ¿Por qué? No era, sencillamente, porque la
entrevista resultase desagradable. No. Era que iba pasando el tiempo, y por
alguna razón determinada, el tiempo era precioso.
—¿Por qué había de serlo? —pregunté, desconcertado.
—Esto es lo que estamos preguntándonos. ¿Por qué
había de serlo? Pero, más tarde, tenemos el incidente del reloj de pulsera...,
lo que vuelve a mostrarnos que el tiempo desempeña un papel muy importante en
el crimen. Nos acercamos ahora rápidamente al drama. Son las diez y media
cuando Bella Duveen se retira, y por la prueba del reloj de pulsera sabemos que
el crimen se cometió, o que, en todo caso, estaba preparado para antes de las
doce. Hemos revisado todos los acontecimientos anteriores al asesinato y sólo
queda uno por colocar en su sitio. Según la declaración del médico, el
vagabundo fue hallado cuando habían pasado, por lo menos, cuarenta y ocho horas
de su muerte..., con un posible margen de veinticuatro horas más. Ahora bien;
sin otros hechos para guiarme que los que hemos discutido, yo fijo el momento
de la muerte en la mañana del siete de junio.
Le miré, estupefacto.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué? ¿Cómo es posible que sepa...?
—Porque sólo de este modo resulta explicable la
cadena de los hechos. Amigo mío: le he llevado paso a paso por el camino. ¿No
ve ahora lo que es tan notoriamente claro?
—Mi querido Poirot: no puedo ver nada claro en este
asunto. Creí antes que empezaba a ver mi camino, pero ahora estoy en medio de
una niebla desesperadamente opaca. Por amor de Dios, siga adelante y dígame
quién mató a Renauld.
—Esto es precisamente lo que no sé aún con
seguridad.
—Pero ¿no me ha dicho que era notoriamente claro?
—Estamos jugando a los despropósitos, amigo mío.
Recuerde que son dos crímenes los que estamos investigando..., para los que,
como ya se lo dije a usted, tenemos los dos cadáveres necesarios. ¡Vaya, vaya!,
no se impaciente. Se lo explico todo. Para empezar, apliquemos nuestra
psicología. Encontramos tres puntos en los que Renauld da muestras de un claro
cambio de criterio y de acción: por tanto, tres puntos psicológicos. El primero
tiene efecto inmediatamente después de su llegada a Merlinville; el segundo, después
de la disputa con su hijo sobre un determinado asunto; el tercero, en la mañana
del siete de junio. Podemos atribuir el número uno a su encuentro con madame
Daubreuil. El número dos está relacionado indirectamente con ella, puesto que
se refiere a la perspectiva de un matrimonio entre su hija y el hijo de
Renauld. Pero la causa del número tres nos es desconocida. Tenemos que
deducirla. Ahora bien, amigo mío: permítame que le haga una pregunta: ¿Quién
cree usted que proyecta este crimen?
—George Conneau —contesté con acento de duda,
mirando cautamente a Poirot.
—Exactamente. Recuerde ahora que Giraud estableció
como axioma que una mujer miente para salvarse a sí misma, al hombre a quien
ama o a sus propios hijos. Puesto que sabernos que fue George Conneau quien le
dictó la mentira, y que George Conneau no es Jack Renauld, el tercer caso no
tiene aquí explicación. Y, siempre atribuyendo el crimen a George Conneau,
tampoco tiene aplicación el primer caso. Nos hallamos, pues, obligados a
adoptar el segundo: que madame Renauld mintió para salvar al hombre que
amaba... o, en oirás palabras, a George Conneau. ¿Conforme con esto?
—Si
—dije—.
Parece bastante lógico.
—¡Bien!
Madame Renauld ama a George Conneau. ¿Quién es, entonces, George Conneau?
—El
vagabundo.
—¿Tenernos
algún indicio que muestre que madame Renauld amaba al vagabundo?
—No;
pero...
—Muy
bien, entonces. No adopte suposiciones cuando no están apoyadas por los hechos.
En lugar de esto, pregúntese a sí mismo a quién amaba, verdaderamente, madame
Renauld.
Moví la cabeza sin saber qué decir.
—Pero ¡si lo sabe usted perfectamente!... ¿A quién
amaba madame Renauld tan profundamente que cayó desmayada al ver su cadáver?
Le miré, desconcertado.
—¿A su marido? —dije con voz entrecortada.
Poirot hizo una seña afirmativa.
—A su marido... o a George Conneau, como prefiera
usted llamarle.
Me sentí reanimado.
—Pero esto es imposible...
—¿Cómo «imposible»? ¿No acabamos de convenir en que
madame Daubreuil tenía el medio de someter a un chantaje a George Conneau?
—Sí; pero...
—¿Y no sometió al chantaje muy efectivamente a
Renauld?
—Así puede ser, pero...
—¿Y no es un hecho que no sabemos nada de la
juventud y educación de Renauld? ¿No es un hecho que aparece repentinamente
como un francés canadiense hace exactamente veintidós años?
—Así es, en efecto —dije con más firmeza—; pero me
parece que pasa usted por alto una importante consecuencia.
—¿Qué consecuencia, amigo mío?
—¡Cómo! Que si hemos admitido que George Conneau
proyectó el crimen, llegamos a la ridícula declaración de que ¡proyectó su
propio asesinato!
—Pues bien, amigo mío —dijo Poirot con placidez—:
¡esto es precisamente lo que hizo!
HÉRCULES POIROT HABLA DEL CASO
Con voz mesurada, Poirot comenzó su exposición:
—¿Le parece extraño, amigo mío, que un hombre
proyecte su propia muerte? Sí; tan extraño que prefiere rechazar la verdad como
una fantasía y volver a una hipótesis en realidad diez veces más imposible. Sí;
Renauld proyectó su propia muerte, pero hay un detalle que quizá se le escapa a
usted: no se proponía morir.
Moví la cabeza, aturdido.
—No, no. Se trata de la cosa más sencilla,
verdaderamente —dijo Poirot con bondadoso acento—. Para el crimen que
proyectaba Renauld, no era necesario un asesinato, pero sí un cadáver, como ya
se lo he dicho. Vamos a reconstruir el caso mirando ahora los acontecimientos
desde un punto diferente. George Conneau huye de la Justicia... al Canadá.
Allí, bajo nombre supuesto, contrae matrimonio y reúne luego una vasta fortuna
en América del Sur. Pero padece la nostalgia de su propia patria. Han pasado
veinte años; su aspecto ha cambiado considerablemente, y como se ha convertido
en un personaje importante, no es fácil que nadie le relacione con un fugitivo
de la Justicia de hace ya mucho tiempo. Cree poder regresar sin peligro alguno.
Fija su residencia principal en Inglaterra, pero se propone pasar los veranos
en Francia. Y la mala suerte, o esa oscura justicia que da forma a los destinos
de los hombres y no les permite eludir las consecuencias de sus actos, le lleva
a Merlinville. Entre todos los lugares de Francia, allí está la única persona
capaz de reconocerle. Naturalmente, para Daubreuil aquello es una mina de oro
que no tarda en explotar. Él se encuentra indefenso, absolutamente a su merced.
Y ella le sangra a medida. Y entonces ocurre lo inevitable. Jack Renauld se
enamora de la hermosa muchacha que ve casi diariamente, y desea casarse con
ella. Esto solivianta a su padre, que, a toda costa, quiere evitar que su hijo
se una a la hija de aquella perversa mujer. Jack Renauld ignora por completo el
pasado de su padre, pero madame Renauld lo sabe todo. Es una mujer de gran
fuerza de carácter y apasionadamente adicta a su marido. Juntos, buscan un modo
de salir de aquella apurada situación. Renauld sólo ve un camino..., la muerte.
Es preciso que parezca que muere para huir, en realidad, a otro país donde
empezará una nueva carrera bajo un nombre supuesto y donde madame Renauld,
después de representar por algún tiempo el papel de viuda, podrá ir a reunirse
con él. Es esencial que ella pueda disponer libremente del dinero, y, por esto,
él modifica su testamento. Cómo pensaron, al principio, resolver el problema
del cadáver, no lo sé (es posible que hubiesen pensado en un esqueleto para
estudiantes de arte y un fuego, o algo por este estilo), pero mucho antes que
hubiesen madurado sus planes, ocurre un suceso que facilita las cosas. Un
vagabundo tosco e insolente se introduce en el jardín. Renauld intenta
expulsarle, hay un altercado y el intruso cae al suelo, de repente, víctima de
un ataque de epilepsia. Está muerto. Renauld llama a su esposa. Juntos, le
arrastran al interior del cobertizo (como sabemos, el suceso ha ocurrido muy
cerca de allí) y se dan cuenta de la maravillosa oportunidad que esto les
ofrece. El hombre no se parece a Renauld, pero es de mediana edad y del tipo
francés corriente. Esto basta. Me inclino a imaginar que se sentaron en el
banco cercano, donde podían hablar sin ser oídos desde la casa. Su plan quedó trazado
muy pronto. La identificación debía descansar únicamente en el testimonio
de madame Renauld. Jack Renauld y el chófer, que había servido a su amo dos
años, quedarían apartados de allí. No era probable que las sirvientas francesas
se acercasen al muerto, y, en todo caso, Renauld se proponía tomar sus medidas
para engañar a todos los que no pudieran apreciar detalles. Masters fue enviado
lejos; se despachó un telegrama para Jack, siendo elegida la ruta de Buenos
Aires para dar verosimilitud a la historia que Renauld había decidido adoptar.
Teniendo noticia de mí, como detective algo oscuro y viejo, escribió su demanda
de auxilio, sabiendo que a mi llegada la carta causaría un efecto profundo en
el juez de instrucción... y así ocurrió, naturalmente. Vistieron el cuerpo del
vagabundo con un traje de Renauld y dejaron la chaqueta y el pantalón
andrajosos que aquél llevaba, junto a la puerta del cobertizo, sin atreverse a
entrarlos en la casa. Y luego, para que fuese creído más fácilmente el cuento
que madame Renauld tenía que contar, le atravesaron el corazón con la daga
hecha de material de aeroplano. Aquella noche, Renauld empezaría por ligar y
amordazar a su esposa, y, luego, tomando una azada, cavaría una
sepultura en aquella determinada parcela de terreno en que él sabía que iba a
hacerse un..., ¿como lo llaman ustedes?..., ¿bunkair? Era esencial que
el cadáver se encontrase, pues madame Daubreuil no debía sospechar nada. Por
otra parte, si pasaba un poco de tiempo, quedarían muy atenuados los peligros
de la identificación. Después, Renauld se pondría los harapos del vagabundo y
se iría a pie a la estación, de la que partiría, sin llamar la atención de
nadie, en el tren de las doce y diez. Puesto que quedaría entendido que el
crimen había tenido lugar dos horas más tarde, no era posible que recayese
sobre él sospecha alguna. Comprenderá usted ahora su contrariedad ante la
inoportuna visita de Bella. Cada momento de demora es fatal para sus planes. No
obstante, consigue deshacerse de ella tan pronto como le es posible. Entonces,
¡manos a la obra! Deja la puerta delantera entreabierta para crear la impresión
de que los asesinos salieron por allí. Ata y amordaza a madame Renauld,
corrigiendo el error cometido veintidós años atrás, cuando la flojedad de las
ligaduras dio lugar a que se sospechase de su cómplice, pero deja a ésta
instruida con una historia esencialmente parecida a la inventada para aquella
ocasión anterior, mostrando así el inconsciente retroceso de la imaginación
contra la originalidad. La noche es fría, y se pone un sobretodo encima de su
ropa interior, con el propósito de echarlo a la sepultura, con el hombre
muerto. Sale por la ventana, alisando con sumo cuidado el cuadro del jardín y
dejando así la prueba más concluyente contra sí mismo. Sigue hasta el solitario
campo de golf, y cava... Y entonces...
—Continúe...
—Y entonces —siguió Poirot gravemente— le alcanza la
justicia que había eludido por tanto tiempo. Una mano desconocida le apuñala
por la espalda... Ahora, Hastings, comprende usted lo que quiero decir al
hablar de dos crímenes. El primer crimen que Renauld, en su arrogancia, nos
pidió que investigásemos, está resuelto. Pero, tras él, hay un enigma más
profundo. Y hallar la solución sería difícil..., puesto que el criminal, con
buen juicio, se ha contentado con aprovecharse de la trama preparada por
Renauld. Ha sido un misterio particularmente escurridizo y desconcertante.
—Es usted maravilloso, Poirot —dije, admirado—.
Absolutamente maravilloso. ¡Nadie más hubiera podido hacer esto!
Creo que mi elogio le complació. Por única vez en su
vida pareció hallarse algo turbado.
—Este pobre Giraud —dijo, procurando, sin lograrlo,
parecer modesto—, sin duda, no es todo estupidez. Ha estado de mala suerte
algunas veces. Ese cabello oscuro arrollado a la daga, por ejemplo. Lo menos
que puede decirse es que era para despistar a un hombre.
—Hablando con franqueza, Poirot —dije lentamente—,
aun ahora no sospecho... de quién era.
—De madame Renauld, por supuesto. Ahí es donde la
cogió la mala suerte. El cabello de esta dama, originalmente negro, está ahora
completamente plateado. Igual podía haber sido un cabello blanco..., y,
entonces, ¡jamás hubiera podido Giraud persuadirse de que venía de la cabeza de
Jack Renauld! Pero una cosa va con la otra. ¡Siempre ha de retorcer los hechos
para que encajen en una hipótesis! Sin duda, cuando se restablezca, madame
Renauld hablará. Nunca se le ocurrió la posibilidad de que su hijo fuese
acusado del asesinato. ¿Cómo podía ocurrírsele cuando le creía en seguridad,
navegando a bordo del Anzora? ¡Ah, eso es una mujer, Hastings! ¡Qué
fuerza, qué dominio de sí misma! Sólo tuvo un desliz: su inesperada respuesta:
«Esto no tiene importancia..., ahora.» Y nadie advirtió, nadie se dio cuenta
del significado de estas palabras. ¡Qué terrible papel ha tenido que desempeñar
la pobre mujer! Imagine su impresión cuando, al ir a identificar el cadáver, en
lugar de lo que esperaba ver, descubre la forma inerte de su marido, al que,
para entonces, creía ya a muchos kilómetros de distancia... ¡No fue milagro que
se desmayase! Pero, desde entonces, a pesar de su dolor y de su desesperación,
¡qué resueltamente ha desempeñado este papel, y qué horrible angustia debe de
estar atormentándola! No puede decir una palabra para ponernos en la pista de
los verdaderos asesinos. Por el bienestar de su hijo, nadie debe saber que
Pablo Renauld era el criminal George Conneau. Y, como golpe final y más amargo,
ha admitido públicamente que madame Daubreuil era la amiga de su marido..., ya
que la menor insinuación de chantaje podía ser fatal para su secreto. ¡Con qué
habilidad contestó al juez de instrucción cuando éste le preguntó si había
algún misterio en la vida pasada de su esposo: «¡Nada que fuese tan romántico,
señor juez!» Su tono indulgente, su ligero matiz de triste burla, fueron
perfectos. Y Hautet se sintió colocado en una posición necia y melodramática.
¡Sí, es una gran mujer! Si ha amado a un criminal, le ha amado ¡como una reina!
Poirot se había quedado perdido en sus pensamientos.
—Otra cosa, Poirot: ¿qué me dice del trozo de
tubería de plomo?
—¿No lo ve? Era para desfigurar a la víctima de
suerte que no pudiera ser reconocida. Esto fue lo primero que me puso sobre la
pista verdadera. ¡Y ese imbécil de Giraud dando vueltas por allí en busca de
cerillas quemadas! ¿No le dije a usted que un indicio de treinta centímetros de
longitud era tan bueno como uno de dos? Ya lo ve, Hastings, tenemos que volver
a empezar. ¿Quién mató a Renauld? Alguien que estaba cerca de la villa poco
antes de las doce de aquella noche, alguien que sale beneficiado con su
muerte..., y estos detalles corresponden perfectamente con las circunstancias
de Jack Renauld. No era preciso tener el crimen premeditado. Y, por otra parte,
¡la llaga!
Me sobresalté. No me había dado cuenta de este
punto.
Desde luego —dije—. La de madame Renauld era la que
encontramos en el cuerpo del vagabundo. ¿Había dos, entonces?
—Ciertamente,
y puesto que eran idénticas es lógico pensar que Jack Renauld era el dueño de
la otra. Pero esto no me inquietaría tanto. Lo cierto es que tengo una idea
sobre ello. No, la circunstancia más acusadora es también psicológica..., ¡la
herencia, amigo mío, la herencia! Tal padre, tal hijo... Después de todo, Jack
Renauld es hijo de George Conneau.
Había dicho estas palabras con un tono grave y serio
que me impresionó a mi pesar.
—¿Cuál es la idea propia que acaba de mencionar? —le
pregunté.
A modo de contestación, Poirot consultó su reloj,
que parecía un nabo, y preguntó luego:
—¿A qué hora zarpa de Calais el barco de la tarde?
—Creo que hacia las cinco.
—Esto nos irá bien. Tenemos el tiempo necesario.
—¿Se va usted a Inglaterra?
—Sí, amigo mío.
—¿Por qué?
—Para encontrar a una posible... testigo.
—¿Quién?
Con una peculiar sonrisa en el rostro, Poirot
contestó:
—A miss Bella Duveen.
—Pero ¿cómo va a encontrarla?... ¿Qué sabe de ella?
—No sé nada de ella..., pero puedo presumir mucho.
Podemos dar por supuesto que se llama con toda certeza Bella Duveen, y, puesto
que este nombre le es vagamente conocido a Stonor, aunque en realidad no esté
en relación con la familia Renauld, es probable que se trate de una actriz.
Jack Renauld era un joven con mucho dinero y veinte años de edad. Su primera
aventura amorosa es de creer que se ha desarrollado entre bastidores, y esto
encaja, además, con la tentativa de aplacar a la muchacha con un cheque, hecha
por Renauld. Creo que la encontraré sin dificultad..., especialmente con la
ayuda de esto.
Y sacó la fotografía que yo le había visto tomar del
cajón de Jack Renauld, en uno de cuyas esquinas se veían garabateadas las
palabras: «Con el cariño de Bella»; pero no era esto lo que atrajo y retuvo mi
mirada. La semejanza no era perfecta..., pero no por ello dejaba de ser
inconfundible para mí. Sentí como si me sumergiese en un frío ambiente, como si
acabase de caer sobre mí una indecible calamidad.
Era el rostro de Cenicienta.
ENCUENTRO EL AMOR
Por unos segundos permanecí como petrificado con la
fotografía en la mano. Reuniendo luego todas mis fuerzas para aparecer
impasible, se la devolví a Poirot, dirigiéndole, al mismo tiempo, una rápida
mirada. ¿Había advertido algo? Pero comprobé con satisfacción que no parecía
estar observándome. Ciertamente, no había visto nada desusado en mis maneras.
Se puso en pie con animación.
—No tenemos tiempo que perder. Hemos de partir
inmediatamente. Todo va bien..., ¡el mar está en calma!
Con las prisas de la partida no tuve tiempo para
pensar; pero una vez a bordo, y libre de la observación de Poirot, concentré la
atención y ataqué los hechos desapasionadamente. ¿Cuánto sabía Poirot y por qué
estaba empeñado en encontrar a aquella muchacha? ¿Sospechaba que habría visto
cometer el crimen a Jack Renauld? ¿O sospechaba...? Pero ¡esto era imposible!
La muchacha no tenía queja alguna contra Renauld padre, ni había motivo posible
para que desease su muerte. ¿Qué le había hecho volver al lugar del crimen?
Repasé los hechos cuidadosamente. Debió de haber dejado el tren en Calais,
donde me separé de ella aquel día. No era extraño que me hubiese sido imposible
encontrarla en el buque. Si había comido en Calais y tomado algo en el tren
hasta Merlinville, debió de haber llegado a Villa Geneviéve hacia la hora
indicada por Francisca. ¿Qué había hecho al salir de la casa, poco después de
las diez? Era de suponer que había ido a un hotel o había regresado a Calais.
¿Y luego? El crimen había sido cometido en la noche del martes. El jueves por
la mañana volvía a estar en Merlinville. ¿Había llegado a salir de Francia?
Mucho lo dudaba. ¿Qué la mantuvo allí?... ¿La esperanza de ver a Jack Renauld?
Yo le había dicho (tal como en aquel momento creíamos) que estaba en alta mar
con rumbo a Buenos Aires. Es posible que supiera que el Anzora no había
zarpado. Pero, para saberlo, debía de haber visto a Jack. ¿Era esto lo que
quería averiguar Poirot? Al regresar para ver a Marta Daubreuil, ¿se había
encontrado Jack cara a cara con Bella Duveen, la muchacha que sin compasión
había abandonado?
Para mí empezaba a hacerse la luz. Si, en realidad,
era aquél el caso, podría proporcionar a Jack la coartada que necesitaba. No
obstante, en tales circunstancias, parecía su silencio difícil de explicar.
¿Por qué no habló abiertamente? ¿Había temido que llegase a oídos de Marta
Daubreuil aquella anterior aventura amorosa? Moví la cabeza, descontento de la
idea. Esa aventura había sido bastante inofensiva, un necio episodio entre
muchacho y muchacha. Cínicamente pensé que no era probable que el hijo de un
millonario fuese abandonado por una muchacha francesa pobre, y que, además, le
quería profundamente, sin una causa mucho más grave.
Poirot reapareció en Dover animado y sonriente, y
nuestro viaje a Londres se realizó sin novedad. Eran más de las nueve de la
noche cuando llegamos, y creí que nos iríamos directamente a nuestras
habitaciones y no haríamos nada hasta la mañana. Pero Poirot tenía otros
planes.
—No podemos perder el tiempo, amigo mío. La noticia
de la detención no aparecerá en los periódicos ingleses hasta pasado mañana;
pero, aun así, no tenemos tiempo que perder.
No seguí exactamente su razonamiento, pero le
pregunté cómo se proponía encontrar a la muchacha.
—¿Recuerda usted a José Aarons, el agente de
espectáculos? ¿No? Le presté mis servicios en un asuntillo relativo a un
luchador japonés. Un caso bonito que cualquier día le contaré. Él podrá, sin
duda, ponernos en camino de descubrir lo que queremos saber.
Necesitábamos algún tiempo para dar con Aarons, y
era más de medianoche cuando lo conseguimos. Hizo a Poirot un caluroso
recibimiento y se manifestó dispuesto a servirnos en todo lo que se ofreciese.
—No hay en mi profesión gran cosa que yo no sepa
—expuso, radiante de buen humor.
—Pues bien, Aarons: deseo encontrar a una chica
llamada Bella Duveen.
—Bella Duveen. Conozco el nombre, pero, de momento,
no puedo situarlo. ¿A qué género se dedica?
—Esto no lo sé, pero aquí tiene usted su retrato.
Aarons lo estudió un momento, y se iluminó su rostro.
—¡Ya lo tengo! —exclamó, dándose un manotazo en el
muslo—. ¡The
Dulcibella Kids!
—¿Las Niñas Dulcibella?
—¡Justo! Son hermanas. Acróbatas, danzarinas y
cantantes. Trabajan bastante bien. Creo que están ahora por alguna parte, en
provincias..., si no descansan. Han estado en París dos o tres semanas, por lo
menos.
—¿Puede usted saber dónde se encuentran ahora?
—Muy fácilmente. Váyanse a casa y les enviaré una nota por
la mañana.
Bajo esta promesa nos despedimos de él. Cumplió
puntualmente su palabra. Al día siguiente, hacia las once, llegó una nota
garabateada:
«Las hermanas Dulcibella están en el Palace, en
Coventry. Buena suerte.»
Sin más preparativos, salimos para Coventry. Poirot
no hizo indagaciones en el teatro, contentándose con tomar dos butacas para la
función de variedades de aquella noche.
El espectáculo fue soberanamente aburrido, o quizá
el humor en que me hallaba me lo hizo ver así. Hubo artistas japoneses que
ejecutaron arriesgados equilibrios; hombres dotados de falsa elegancia en traje
de tonos verdosos y cabello exquisitamente lustroso desarrollaron unas charlas
de sociedad y bailaron maravillosamente; algunas macizas primas donnas cantaron
en el registro humano más agudo; un actor cómico se esforzó en ser míster
George Robey y fracasó del modo más manifiesto.
Por último anunciaron el número de las Dulcibella
Kids. El corazón me golpeaba el pecho hasta aturdirme. Allí estaba..., allí
estaban las dos, una con el pelo de color de lino, la otra con el pelo oscuro,
de la misma estatura, con falda corta y esponjada e inmensos lazos «Buster
Brown». Parecían una pareja de chiquillas dotadas de una gracia picante.
Empezaron a cantar. Sus voces eran frescas e ingenuas, más bien tenues y
propias de un music-hall, pero atractivas.
Fue un número bonito y simpático. Bailaron correcta
y ágilmente y ejecutaron algunas pequeñas y ágiles acrobacias. Las letras de
sus canciones eran animadas y pegadizas. Al caer el telón hubo una tempestad de
aplausos. Era claro que las Niñas Dulcibella constituían un éxito.
Sentí de repente que no podía continuar allí. Tenía
que salir al aire. Le propuse a Poirot que nos retirásemos.
—Váyase si lo prefiere, amigo mío. A mí esto me divierte
y me quedaré hasta el final. Me reuniré con usted más tarde.
Del teatro al hotel sólo había algunos pasos. Entré
en la sala, pedí un whisky con seltz y me senté, observando pensativo la
reja vacía de la chimenea. Oí cómo se abría la puerta y me volví, pensando que
era Poirot. En seguida me puse en pie de un salto. Era Cenicienta la que estaba
en el umbral, y me dijo, con voz entrecortada:
—Le he visto en primera fila. A usted y a su amigo.
Cuando usted se levantó para salir, yo esperaba fuera y le he seguido. ¿Por qué
está aquí..., en Coventry? ¿Qué ha venido a hacer aquí esta noche? ¿Era el...
detective el hombre que estaba con usted?
Estaba allí, de pie, con una capa echada sobre el
traje que llevaba en el escenario, que le resbalaba sobre los hombros. Vi la
blancura de sus mejillas bajo el colorete y percibí el acento de terror en su
voz. Y en aquel momento lo comprendí todo..., comprendí por qué la buscaba
Poirot y qué era lo que ella temía, y comprendí, por fin, mi propio corazón...
—Sí —dije con dulzura.
—¿Me busca... a mí? —murmuró.
Y entonces, como tardé un momento en contestarle, se
dejó caer en el sillón y rompió a llorar amargamente.
Me arrodillé a su lado, tomándola en mis brazos, y
aparté el cabello que, en parte, le cubría el rostro.
—No llores, niña; no llores, por amor de Dios. Estás
aquí segura. Yo te guardaré. No llores, querida. No llores. Yo lo sé..., lo sé
todo.
—¡Oh, pero es que no lo sabe!
—Creo saberlo —y al cabo de un momento se calmaron
un poco sus sollozos—. Fuiste tú quien cogió la daga, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y por esto quisiste que te lo hiciese ver todo y
fingiste desmayarte?
De nuevo afirmó, con una seña.
—¿Por qué querías la daga? —le pregunté entonces.
—Temía
que pudiera haber en ella huellas dactilares.
—Pero ¿no recuerdas que llevabas los guantes puestos?
Ella movió la cabeza, como si estuviese aturdida, y
preguntó luego lentamente:
—Va
usted a entregarme a..., a la Policía?
—¡Dios
mío! No.
Sus ojos buscaron los míos con una expresión seria,
y luego, con voz que sonaba como si se asustase de sí misma, preguntó:
—¿Por
qué no?
El lugar y el momento no parecían adecuados para
hacer una declaración amorosa..., y sabe Dios que nunca había yo imaginado que
hubiera de llegar a enamorarme en aquella forma. Pero le contesté con bastante
sencillez y naturalidad:
—Porque te quiero, Cenicienta.
Ella bajó la cabeza, como si estuviese avergonzada,
y, con voz entrecortada, murmuró:
—No puede..., no puede usted..., no; si supiera...
—y entonces, como reuniendo sus fuerzas, me miró de frente y preguntó—: ¿Qué
sabe?
—Sé que fuiste a ver a Renauld aquella noche. Que él
te ofreció un cheque y tú lo rompiste indignada. Después, saliste de la
casa...— y me detuve.
—Siga adelante... ¿Qué más?
—No sé si sabías que Jack Renauld vendría aquella
noche, o si te limitabas a esperar que se presentaría una oportunidad de verle;
pero te quedaste aguardando por allí. Quizá estabas solamente triste y paseaste
al azar...; pero, como quiera que fuese, poco antes de las doce aún te
encontrabas cerca de aquel lugar, y viste un hombre en el campo de golf...
De nuevo me detuve. Había visto la verdad como en un
relámpago al entrar en la habitación, pero el cuadro se levantó ante mí aún más
convincente. Vi destacarse con fuerza la hechura peculiar del gabán encima del
cuerpo inerte de Renauld y recordé el sorprendente parecido que, por un
instante, me había inducido a creer que el difunto había resucitado, cuando su
hijo se precipitó en el salón en que estábamos reunidos.
—Continúe —repitió la muchacha con firmeza.
—Imagino que le viste de espalda..., pero le
reconociste o creíste reconocerle. El porte y modo de andar te eran familiares,
y lo mismo la hechura del abrigo —me detuve—. Habías amenazado a Jack Renauld
en una de tus cartas. Cuando le viste allí, la ira y los celos te
enloquecieron... ¡y descargaste el golpe! Ni por un momento creo que te
hubieras propuesto matarle. Pero lo cierto es que lo mataste, Cenicienta.
Ella había levantado las manos para cubrirse el
rostro, y dijo con voz ahogada:
—Tiene razón..., tiene razón... Lo veo todo tal como
lo cuenta —y añadió, volviéndose hacia mí con un gesto desesperado—: ¿Y me
quiere aún? Sabiendo lo que sabe, ¿cómo puede quererme?
—No lo sé —le dije, con cierto cansancio—. Creo que
el amor es así..., una cosa que uno no puede evitar. Lo he intentado, y lo
sé... desde el primer día en que te vi. Y el amor ha podido más que yo.
Y entonces, de pronto, cuando menos lo esperaba,
rompió a llorar de nuevo, echándose al suelo y sollozando perdidamente.
—¡Oh, no puedo! —exclamó— . No sé qué hacer. No sé
de qué lado volverme. ¡Oh, tenga compasión, tenga alguien compasión de mí y
dígame qué he de hacer!
Una vez más me arrodillé junto a ella para calmarla
del mejor modo que pudiese.
—No me temas, Bella. Por amor de Dios, no me temas.
Te quiero, es la verdad..., pero no quiero que me lo pagues de ningún modo.
Deja sólo que te ayude. Sigue queriéndole a él, si ha de ser así, pero deja que
te ayude como él no podría hacerlo.
Fue como si mis palabras la hubiesen vuelto de
piedra. Levantó la cabeza tras sus manos y me miró.
—¿Esto cree? —murmuró--. ¿Cree que yo quiero a Jack
Renauld?
Y luego, riendo y llorando al mismo tiempo, me echó
los brazos al cuello apasionadamente y apretó su bello y húmedo rostro contra
el mío.
—¡No como te quiero a ti! —murmuró ahora—-. ¡Nunca como te quiero a ti!
Sus labios me rozaron la mejilla, y luego me besó
una y otra vez, con una dulzura y una pasión increíbles. La emoción y el
encanto de aquel momento no los olvidaré nunca..., ¡nunca, mientras viva!
Un sonido procedente de la puerta nos hizo levantar
la cabeza. Allí estaba Poirot, mirándonos.
No vacilé. De un salto llegué hasta él y le sujeté
los brazos junto a los costados.
—¡Aprisa! —le dije a la muchacha —. Sal de aquí. Tan
pronto como puedas. Yo le sujetaré.
Después de dirigirme una mirada, corrió ella fuera
de la habitación, pasando por delante de nosotros, mientras yo retenía a Poirot
con un puño de hierro.
—Amigo mío —observó éste suavemente—, hace usted
estas cosas muy bien. El hombre fuerte me tiene en sus garras y estoy indefenso
como un niño. Pero todo esto resulta incómodo y ligeramente ridículo.
Sentémonos y tengamos calma.
—¿No la perseguirá usted?
—Mon Dieu! No. ¿Soy acaso Giraud?
Suélteme, amigo mío.
Manteniendo sobre él una mirada suspicaz, pues rindo
a Poirot el homenaje de darme cuenta de que me aventaja en astucia, aflojé las
manos, y él se hundió en un sillón, palpándose los brazos delicadamente.
—¡Tiene usted la fuerza de un toro cuando se excita,
Hastings! ¿Y cree que se ha portado bien con su viejo amigo? Le enseño la
fotografía de la muchacha, y usted la reconoce y no me dice una palabra.
—No era necesario, si usted sabía que la había
reconocido —le dije con alguna amargura—. ¡Es decir, que Poirot lo ha sabido
todo siempre! No le he engañado ni por un instante.
—¡Ta..., ta! Usted ignoraba que yo sabía esto. Y
esta noche ayuda a la muchacha a escaparse cuando hemos tenido tanto trabajo
para encontrarla. Pues bien, todo se reduce a esto: ¿va usted a trabajar
conmigo o contra mí, Hastings?
Por unos segundos, no contesté. Romper con mi viejo
amigo me causaba mucha pena. No obstante, tenía que situarme definitivamente
frente a él. ¿Llegaría a perdonármelo? Hasta entonces se había mantenido
extrañamente calmoso, pero yo sabía que poseía un maravilloso dominio de sí
mismo.
—Poirot —le dije—, lo siento. Confieso que me he
portado mal con usted en esta ocasión. Pero a veces un hombre no está en
libertad de elegir. Y de aquí en adelante debo seguir mi propio camino.
Poirot hizo varias señas afirmativas.
—Comprendo —me contestó. El destello burlón se había
apagado en sus ojos por completo, y habló con una sinceridad y bondad que me
sorprendieron—. Se trataba de esto, amigo mío, ¿verdad? Es el amor, que ha
venido... no como usted lo imaginaba, vestido con todas sus galas y alegre,
sino triste y con los pies ensangrentados. Bien, bien; yo ya le avisé. Le avisé
cuando me di cuenta que esta muchacha debió de haber cogido la daga. Quizá lo
recuerde usted. Pero ya entonces era demasiado tarde. No obstante, dígame cuanto
sabe.
Sosteniendo su mirada, le dije:
—Nada de lo que usted pudiera decirme me
sorprendería, Poirot. Téngalo entendido. Pero en el caso de que pensara
reanudar sus pesquisas para encontrar a miss Duveen, desearía que tuviese una
cosa bien presente. Si tiene usted alguna idea de que haya estado complicada en
el crimen o que fuese la dama misteriosa que visitó a Renauld aquella noche,
está equivocado. Fue aquel día compañera mía de viaje desde Francia, y me
separé de ella aquella noche en la estación Victoria, de suerte que es
claramente imposible que estuviese en Merlinville.
—¡Ah! —suspiró Poirot y me miró con aire pensativo—.
¿Y juraría usted esto ante un tribunal?
—Con toda seguridad lo juraría.
Poirot se levantó e hizo una inclinación de cabeza.
—Mon ami! Vive l'amour! Puede
obrar milagros. Es decididamente ingenioso lo que ha pensado usted ahora. ¡Esto
deja pequeño al mismo Hércules Poirot!
SURGEN DIFICULTADES
Tras un momento de alta tensión como el que acabo de
registrar, es natural que venga la reacción. Aquella noche me retiré a
descansar bajo una impresión de triunfo; pero, al despertarme, comprendí que
estaba muy lejos de haber salido del bosque. Es cierto que no podía ver defecto
alguno en la coartada que tan repentinamente había concebido. No tenía más que
aferrarme a ella; no acertaba a ver cómo de este modo podía establecerse la
culpabilidad de Bella.
Pero sentí la necesidad de andar con pies de plomo.
Poirot no se echaría a dormir ante su derrota. De un modo u otro volvería la
tortilla contra mí, y lo haría en la forma y el momento en que yo menos lo
esperase.
Nos reunimos a la mañana siguiente, a la hora del
desayuno, como si nada hubiese ocurrido. El buen humor de Poirot era
imperturbable; no obstante, creí descubrir en sus maneras una sombra de reserva
que era nueva. Después del desayuno anuncié mi intención de salir a dar un
paseo. En los ojos de Poirot apareció un brillo de malicia.
—Si lo que busca es información, no necesita
molestarse. Yo puedo comunicarle todo lo que desea saber. Las hermanas
Dulcibella han rescindido su contrato y salido de Coventry para un destino
desconocido.
—¿Es realmente así, Poirot?
—Puede creerme, Hastings. He hecho indagaciones esta
mañana a primera hora. Después de todo, ¿qué otra cosa esperaba usted?
Muy cierto: no podía esperarse otra cosa, dadas las
circunstancias. Cenicienta había aprovechado la pequeña ventaja que yo había
podido asegurarle y, ciertamente, no habría perdido un momento para ponerse
fuera del alcance del perseguidor. Esto era lo que yo me había propuesto y
proyectado. Sin embargo, me daba cuenta de que me hallaba envuelto en una red
de nuevas dificultades.
No tenía absolutamente ningún medio de comunicarme
con la muchacha, y era de vital importancia que ella conociese la línea de
defensa que se me había ocurrido y que yo estaba dispuesto a llevar adelante.
Desde luego, era posible que intentase darme noticias suyas de un modo u otro,
pero esto me parecía muy improbable. Ella sabía bien el riesgo que correría de
que su mensaje fuese interceptado por Poirot, poniéndole de nuevo sobre la
pista. Era claro que el único camino que le quedaba era desaparecer enteramente
por algún tiempo.
Pero, entre tanto, ¿qué estaba haciendo Poirot? Le
estudié con atención. Mostraba su expresión más inocente y miraba a lo lejos
con aire pensativo. Parecía demasiado plácido e indolente, para mi
tranquilidad. Según mi experiencia de su carácter, cuando menos peligroso
parecía, más peligroso resultaba ser. Su quietud me alarmó. Observando la turbación
de mis ojos, sonrió beatíficamente.
—¿Está usted perplejo, Hastings? ¿Está preguntándose
por qué no me lanzo a la persecución?
—Bien...; algo por el estilo.
—Eso es lo que haría usted si estuviese en mi lugar.
Lo comprendo. Pero yo no soy de esos que gozan corriendo por un país de arriba
abajo para buscar una aguja en un pajar, como dicen ustedes los ingleses. No.
Deje que Bella Duveen se vaya. Yo sabré encontrarla cuando llegue el momento.
Hasta entonces, me contento con esperar.
Le miré dudando. ¿Se había propuesto lanzarme por
una pista falsa? Tenía yo la sensación irritante de que, aun ahora, él era el
amo de la situación. La impresión de mi superioridad iba desvaneciéndose
gradualmente. Yo me había manejado para que la muchacha pudiese huir y trazado
un brillante plan para salvarla de las consecuencias de su arrebato..., pero no
podía sentirme tranquilo. La perfecta calma de Poirot me alarmaba.
—Supongo, Poirot —dije, algo avergonzado—, que no
debo preguntarle cuáles son sus planes. He perdido el derecho de hacerlo.
—Nada de eso. No son secretos. Volvemos a Francia
sin demora.
—¿Volvemos?
—Precisamente..., volvemos. Usted sabe muy bien que
no puede consentir en perder de vista a papá Poirot, ¿verdad? ¿No es así, amigo
mío? Pero no hay ninguna dificultad en que se quede en Inglaterra, si así lo
desea...
Moví la cabeza. Había dado en el clavo. Yo no
consentiría en perderle de vista. Aunque no podía esperar su confianza después
de lo que había ocurrido, podía aún observar sus acciones. El único peligro
para Bella estaba en él. A Giraud y a la Policía francesa les era indiferente
su existencia. A toda costa, tenía que mantenerme cerca de Poirot.
Poirot me observó con atención mientras cruzaban por
mi mente todas estas reflexiones e hizo una seña afirmativa de satisfacción.
—Tengo razón, ¿verdad? Y como es usted muy capaz de
intentar seguirme bajo algún absurdo disfraz, tal como una barba postiza (que,
desde luego, todo el mundo advertiría), encuentro mucho más preferible que
viajemos juntos. Me molestaría de veras que alguien se riese a costa de usted.
—Muy bien, entonces. Pero, para ser sincero, debo
advertirle...
—Lo sé... Sé todo esto. ¡Es usted mi enemigo! Sea,
pues, mi enemigo. Eso no me inquieta poco ni mucho.
—Siendo el juego sincero y a cartas vistas, poco me
importa.
—¡Tiene usted en su mayor grado la pasión inglesa
por el «juego limpio»! Ahora que están satisfechos sus escrúpulos, pongámonos
en camino. No hay tiempo que perder. Nuestra estancia en Inglaterra ha sido
corta, pero suficiente. Yo sé... lo que quería saber.
Su tono era ligero, pero leí una amenaza velada en
sus palabras.
—No obstante... —empecé a decir, y me detuve.
—No obstante..., ¡como usted lo dice! Sin duda está
satisfecho ya con el papel que desempeña. Yo, por mi parte, me preocupo por
Jack Renauld.
¡Jack Renauld! Esas palabras me sobresaltaron. Había
olvidado por completo aquel aspecto del caso. Jack Renauld, encarcelado y con
la sombra de la guillotina encima. Vi entonces, bajo un aspecto más siniestro,
el papel que estaba desempeñando. Yo podía salvar a Bella..., sí, pero, al
hacerlo, corría el riesgo de enviar a la muerte a un hombre inocente.
Con horror, aparté de mí aquel pensamiento. Esto era
imposible. Sería absuelto. ¡Sería absuelto ciertamente! Pero volvió aquel frío
temor. ¿Y si no le absolviesen? ¿Qué pasaría entonces? ¿Podía yo tener esto
sobre mi conciencia? ¿Acabaría aquello en una alternativa? ¿En una decisión
entre Bella o Jack Renauld? Los impulsos de mi corazón eran de salvar a la
muchacha que amaba, a cualquier precio, contra mí mismo. Pero si el precio
había de pagarlo otro, el problema quedaba alterado.
¿Y qué diría la propia muchacha? Recordaba que no
había pasado por mis labios palabra alguna sobre la detención de Jack Renauld.
Hasta aquel momento, ella ignoraba por completo que su anterior enamorado
estaba en la cárcel bajo la acusación de un crimen horrible que no había
cometido. ¿Qué haría cuando lo supiera? ¿Permitiría que fuese salvada su vida a
costa de la vida de el? Ciertamente no cometería ninguna violencia. Jack
Renauld podía ser absuelto y probablemente lo sería sin intervención alguna por
su parte. Si era así, muy bien. Pero ¿y si no era así? Aquél era el terrible,
el incontestable problema. Imaginé que ella no correría el riesgo de verse
condenada a la última pena. En su caso eran muy diferentes las circunstancias
del crimen. Ella podría alegar los celos v una extremada provocación, y su
juventud y belleza harían mucho en su favor. El hecho de que, por un error
trágico, la víctima hubiera sido Renauld y no su hijo, no alteraría el motivo
del crimen. Pero, en todo caso, por muy benigna que fuese, la sentencia del
tribunal significaría un largo período de encarcelamiento.
No; Bella debía ser protegida. Y al mismo tiempo
Jack debía ser salvado. Cómo podría hacerse esto, yo no lo veía con claridad.
Pero puse mi confianza en Poirot. El sí lo sabía. Pasara lo que pasara, él se
arreglaría para salvar a un inocente. Encontraría algún pretexto distinto del
verdadero. Esto podría ser difícil, pero, de un modo u otro, él se arreglaría
para conseguirlo. Y con Bella libre de toda sospecha y Jack Renauld absuelto,
todo acabaría satisfactoriamente.
Así me lo repetía yo a mí mismo, pero, en el fondo
de mi corazón, continuaba la fría sensación de temor.
¡SALVADLE!
Cruzamos el Canal por la noche, y a la mañana
siguiente nos encontrábamos en Saint-Omer, adonde había sido trasladado Jack
Renauld. Sin pérdida de tiempo, Poirot fue a visitar a Hautet. No pareciendo
dispuesto a oponerse a que yo le acompañase, fui con él.
Tras varias formalidades y preparativos fuimos
conducidos a la habitación de aquel magistrado, que nos recibió cordialmente.
—Me dijeron que había usted regresado a Inglaterra,
Poirot; me complace ver que no es así.
—Es cierto que he estado allí, pero ha sido sólo una
visita muy corta. Una cuestión lateral, pero me imaginé que podría valer la
pena de investigarse.
—Y valía la pena..., ¿verdad?
Poirot se encogió de hombros. Hautet afirmó con la
cabeza, suspirando.
—Me temo que tendremos que conformarnos —dijo el
magistrado—. Ese animal de Giraud tiene unas maneras abominables, pero ¡no hay
duda de que es hábil! No hay mucha probabilidad de que cometa un error.
—¿Eso cree usted?
Al juez de instrucción le tocó ahora el turno de
encoger los hombros.
—¡Oh, bueno!, si hemos de hablar con franqueza..., y
en reserva, desde luego..., ¿puede usted llegar a otra conclusión?
—Francamente, me parece que quedan muchos puntos
oscuros.
—¿Por ejemplo...?
Pero Poirot no se dejaba sonsacar nada.
—No los he anotado aún —observó—. Estaba haciendo
una reflexión general. Me era simpático este joven y sentiría tener que creerle
culpable de un crimen tan repugnante. A propósito, ¿qué dice él mismo en su
defensa?
El magistrado frunció las cejas.
—No puedo entenderle. Parece incapaz de formular
ningún género de defensa. Hemos tenido mucha dificultad en hacerle contestar
las preguntas. Se contenta con una negativa general y, después de esto, se
refugia en el más obstinado silencio. Mañana volveré a interrogarle. ¿Les
gustaría, quizá, estar presentes?
Nos apresuramos a aceptar la invitación.
—Un caso muy penoso —dijo el magistrado con un
suspiro—, Madame Renauld me inspira profunda simpatía.
—¿Cómo se encuentra madame Renauld?
—Aún no ha recobrado el conocimiento. Es una
situación en cierto modo benigna para ella, que se ahorra así muchos
sufrimientos. Dicen los médicos que no hay peligro, pero que cuando vuelva en
sí debe mantenerse tan tranquila como sea posible. A lo que creo, su actual
estado es efecto de la emoción tanto como de la caída. Sería terrible que el
cerebro quedase desequilibrado; pero esto no me extrañaría...; no, realmente,
no me extrañaría nada.
Echándose hacia atrás, Hautet movió la cabeza con
una especie de dolorosa complacencia al considerar aquella sombría perspectiva.
Por fin, se despertó y observó con sobresalto:
—Esto me recuerda que tengo una carta para usted,
Poirot. Déjeme ver... ¿Dónde la he puesto?
Y se puso a revolver sus papeles. Habiendo
encontrado, por fin, la misiva, se la entregó a Poirot.
—Vino en un sobre dirigido a mí para que yo cuidase
de entregársela a usted —explicó—. Pero, no habiendo dejado su dirección, no
pude hacerlo.
Poirot examinó la carta con curiosidad. La dirección
estaba escrita en caracteres largos, inclinados y extranjeros, por una mano
indiscutiblemente femenina. No la abrió. En lugar de esto, se la guardó en el
bolsillo al tiempo que se levantaba.
—Hasta mañana, entonces. Muchas gracias por sus
atenciones y su amabilidad.
—Nada de esto. Estoy siempre a su disposición.
Íbamos a salir del edificio cuando nos encontramos
frente a Giraud, que parecía más elegante, presumido y contento de sí mismo que
nunca.
—¡Caramba, Poirot! —exclamó alegremente—. ¿Es decir,
que ha vuelto de Inglaterra?
—Como usted lo ve.
—Imagino que no está lejos el final del caso.
—Estoy de acuerdo con usted, Giraud.
Poirot hablaba con voz moderada. Su actitud parecía
encantar al otro.
—¡Entre todos los criminales mansos!... No tiene
idea de defenderse. ¡Es extraordinario!
—Tan extraordinario que le da a uno que pensar,
¿verdad? —insinuó suavemente Poirot.
Pero Giraud no le escuchaba siquiera. Y diseñó un
molinete con su bastón, amistosamente.
—Bien; buenos días, Poirot. Me complace comprobar
que, por fin, está usted convencido de la culpabilidad del joven Renauld.
—Pardon! No estoy convencido de eso en
absoluto. Jack Renauld es inocente.
Giraud hizo un brusco movimiento momentáneo... Luego
soltó la carcajada, y se tocó la cabeza significativamente, con la breve
exclamación: «Toqué!»
Poirot se enderezó. Y asomó a sus ojos una luz
peligrosa.
—Giraud, durante todo el caso, sus maneras para conmigo
han sido deliberadamente insultantes. Necesita usted que le den una lección.
Estoy dispuesto a apostar quinientos francos a que encuentro al asesino de
Renauld antes que usted. ¿Queda convenido?
Giraud le dirigió una mirada incierta y murmuró de
nuevo: «Toqué!»
—Vamos a ver —insistió Poirot—. ¿Queda convenido?
—No tengo deseos de quitarle el dinero.
—Tranquilícese: ¡no me lo quitará!
—¡Oh, bien! Entonces, ¡convenido! Dice que mis
maneras para con usted son insultantes. Pues bien: una o dos veces sus maneras
me han molestado a mí.
—Encantado de saberlo —dijo Poirot—. Buenos días, Giraud.
Venga, Hastings.
No hablé mientras seguíamos la calle. Sentía gran
tristeza. Poirot había manifestado demasiado claramente cuáles eran sus
intenciones. Más que nunca, puse en duda mi capacidad para salvar a Bella de
las consecuencias de su acto. Este desdichado encuentro con Giraud había
excitado a Poirot, inclinándole a mostrar su temple.
De pronto sentí que se ponía una mano sobre mi
hombro, y, al volverme, vi a Gabriel Stonor. Nos detuvimos para saludarle y él
propuso acompañarnos hasta nuestro hotel.
—¿Y qué está usted haciendo aquí, míster Stonor?
—preguntó Poirot.
—Uno tiene que apoyar a sus amigos —contestó el otro
secamente—. En particular cuando están injustamente acusados.
—¿Usted no cree entonces que Jack Renauld cometió el
crimen? —le pregunté con ansia.
—Ciertamente, no lo creo. Conozco al muchacho.
Admito que ha habido en este asunto una o dos cosas que me han trastornado por
completo; pero, de todos modos, a pesar de su torpe manera de tomarlas, nunca
creeré que Jack Renauld sea un asesino.
Mi corazón se llenó de simpatía hacia Stonor. Sus
palabras parecían haber levantado un peso secreto que lo oprimía.
—Creo que muchas personas piensan como usted
—exclamé—. Las pruebas contra él son absurdamente ligeras. Diría que no hay
duda de que será absuelto..., no hay duda alguna.
Pero Stonor no respondió como yo lo hubiera deseado.
—Daría cualquier cosa por pensar como usted —dijo
gravemente. Y volviéndose hacia Poirot, preguntó—: ¿Cuál es su opinión, Poirot?
—Yo creo que el caso se presenta mal para él
—contestó mi amigo con calma.
—¿Le cree usted culpable? —exclamó Stonor con viveza.
—No. Pero creo que le costará probar su inocencia.
—¡Su actitud es tan condenadamente extraña!...
—murmuró Stonor—Por supuesto, me doy cuenta de que hay en este asunto mucho más
de lo que puede verse. Giraud no lo comprende porque lo ve desde fuera; pero
todo ello ha sido condenadamente raro. En cuanto a este punto, cuanto menos se
hable, mejor. Si madame Renauld quiere ocultar algo, yo me guiaré por lo que
ella haga. Ella es la interesada y siento demasiado respeto por su buen juicio
para meter la cuchara, pero no puedo entender esa actitud de Jack. Cualquiera
pensaría que quiere que le crean culpable.
—Pero esto es absurdo —exclamé yo, interviniendo—.
En primer lugar, la daga... —y me detuve, no sabiendo cuánto podía desear
Poirot que revelase. Eligiendo cuidadosamente mis palabras, continué—: Sabemos
que la daga no pudo estar en posesión de Jack Renauld aquella noche. Madame
Renauld lo sabe.
—Cierto —dijo Stonor—. Cuando se restablezca, sin
duda dirá todo y más. Bien; debo dejarles a ustedes.
—Un momento —-dijo Poirot, deteniéndole con un
movimiento de la mano—. ¿Puede usted encargarse de disponer que me envíen una
palabra de aviso tan pronto como madame Renauld recobre el conocimiento?
—Sí, señor. Esto será muy fácil.
—Ese detalle relativo a la daga es bueno, Poirot
—insistí mientras subíamos la escalera—. Yo no podía hablar con mucha claridad
delante de Stonor.
—Ha obrado usted con mucho acierto. Deberíamos
guardar esta información para nosotros solos tanto tiempo como podamos. En
cuanto a la daga, su observación difícilmente puede resultar útil para Jack
Renauld. ¿Recuerda que he estado ausente una hora esta mañana antes de salir de
Londres?
—Siga.
—Pues bien: me he ocupado en buscar la casa de que
se sirvió Jack para confeccionar sus regalos en recuerdo de la guerra. No era
cosa muy difícil. Sepa usted, Hastings, que no encargó dos cortapapeles, sino
tres.
—De suerte que...
—De suerte que, después de dar uno a su madre y otro
a Bella Duveen, quedaba el tercero, que, sin duda, conservó para su uso. No,
Hastings; me temo que el detalle de la daga no nos ayudará a salvarle de la
guillotina.
—No se llegará a este extremo —exclamé, con la
conciencia turbada.
Poirot movió la cabeza con un gesto de
incertidumbre.
—Usted le salvará —afirmé yo resueltamente.
Poirot me miró sin expresión.
—¿No lo ha hecho usted imposible, amigo mío?
—De algún modo —murmuré.
—¡Ah! Sapristi! Pero si me pide usted
milagros. No..., no me diga más. En lugar de esto, veamos lo que dice esta
carta.
Y sacó el sobre del bolsillo. Mientras leía, se
contrajo su rostro; luego me entregó el papel.
—Hay en el mundo otras mujeres que sufren, Hastings
—dijo.
La escritura era borrosa y parecía claro que la nota
había sido redactada en medio de una gran agitación.
«Querido monsieur Poirot: Si recibe la presente, le
ruego que venga en mi ayuda. No tengo nadie más a quien dirigirme y, a toda
costa, Jack debe ser salvado. Le imploro de rodillas que nos ayude.
Marta Daubreuil.»
Se la devolví conmovido.
—¿Irá usted?
—Ahora mismo. Vamos a encargar un coche.
Media hora más tarde estábamos en la Villa
Marguerite. Marta se hallaba en la puerta para recibirnos, y condujo dentro a
Poirot cogiéndole una mano con las dos suyas.
—¡Ah!, ha venido...; es usted bueno. He estado
desesperada, sin saber qué hacer. Ni siquiera me dejan ir a verle en la cárcel.
Sufro horriblemente. Estoy como loca. ¿Es verdad lo que dicen, que no niega el
crimen? Pero esto es una locura... ¡Es imposible que lo haya cometido! ¡Oh, no;
ni por un momento lo creeré!
—Ni lo creo yo tampoco, señorita —dijo Poirot con
suavidad.
—Pero entonces, ¿por qué no habla? No lo comprendo.
—Quizá porque está sirviendo de pantalla a alguien
—insinuó Poirot, observándola.
Marta frunció las cejas.
—¿Sirviendo de pantalla a alguien? ¿Se refiere a su
madre? ¡Ah!, desde
el principio me ha parecido sospechosa. ¿Quién hereda toda esta gran fortuna?
La hereda ella. Es sencillo vestirse de luto y ser hipócrita. Y dicen que
cuando él fue detenido, ella cayó... ¡así! —Marta hizo un dramático gesto—. Y,
sin duda, monsieur Stonor, el secretario, la ha ayudado. Están unidos como
ladrones esos dos. Es verdad que ella tiene más edad que él, pero ¿qué les
importa esto a los hombres cuando una mujer es rica?
Había en su voz un dejo de amargura.
—Stonor estaba en Inglaterra —observé yo.
—Así lo dirá él...; pero ¿quién lo sabe?
—Señorita —dijo Poirot con calma—. Si hemos de
trabajar usted y yo de acuerdo, necesitamos poner las cosas en claro. Primero,
voy a hacerle una pregunta.
—Diga usted.
—¿Conoce el verdadero nombre de su madre?
Marta le miró por un momento; luego, dejando caer la
cabeza sobre los brazos, rompió a llorar.
—Bien, bien —musitó Poirot, dándole unas palmaditas
sobre el hombro—. Cálmese, petite, ya veo que lo conoce. Una segunda
pregunta ahora... ¿sabía usted quién era monsieur Renauld?
—¿Monsieur Renauld? —repitió ella, levantando la
cabeza de las manos y dirigiéndole una mirada interrogante.
—¡Ah!, veo que esto no lo sabe. Escúcheme ahora con
atención.
Paso a paso, fue revisando la antigua historia, de
un modo parecido a como lo había hecho para mí al emprender nuestro viaje a
Inglaterra. Marta le escuchó muda de asombro. Cuando hubo terminado, hizo una
profunda inspiración.
—Es usted admirable..., ¡maravilloso! Es usted el
detective más grande del mundo.
Y deslizándose fuera del asiento de su sillón, con
un rápido gesto, se arrodilló ante él con un abandono enteramente francés.
—¡Sálvele, señor! —exclamó—. ¡Le quiero, le
quiero!... ¡Oh, sálvele, sálvele!
DESENLACE INESPERADO
A la mañana siguiente presenciamos el interrogatorio
de Jack Renauld. Aunque el tiempo transcurrido era tan corto, me sorprendió el
cambio operado en el joven detenido. Tenía las mejillas caídas, los ojos
rodeados de círculos oscuros y la expresión aturdida de la persona que no ha
logrado conciliar el sueño durante muchas noches seguidas. Al vernos no dio
señales de emoción alguna ni de nada.
—Renauld —empezó el magistrado—, ¿niega usted que
estaba en Merlinville en la noche del crimen?
Jack no contestó inmediatamente y dijo luego de un
modo vacilante, que resultaba lastimoso:
—Le..., le... he dicho que estaba en Cherburgo.
El magistrado se volvió con viveza.
—Haga entrar a los testigos de la estación —ordenó.
Unos segundos después se abrió la puerta para dar
paso a un hombre en el que reconocí a un factor de la estación de Merlinville.
—¿Estaba usted de turno en la noche del siete de
junio?
—Sí, señor.
—¿Presenció la llegada del tren de las once y
cuarenta?
—Sí, señor.
—Mire al detenido: ¿le reconoce como a uno de los
pasajeros que se apearon?
—Sí, señor.
—¿No hay posibilidad de que esté equivocado?
—No, señor. Conozco bien a monsieur Jack Renauld.
—¿Ni de que se equivoque en cuanto a la fecha?
—No señor; porque a la mañana siguiente tuvimos
noticias del asesinato.
Fue entonces introducido otro empleado del
ferrocarril, que confirmó lo declarado por el primero. El magistrado miró a
Jack Renauld.
—Estos hombres le han identificado de un modo
positivo. ¿Qué tiene que decir?
Jack encogió los hombros.
—Nada.
—Renauld —continuó el magistrado—, ¿reconoce usted
esto?
Tomó un objeto que tenía a su lado, encima de la
mesa, y se lo tendió al detenido. Me estremecí, reconociendo por mi parte la
daga hecha de material de aeroplano.
—Con perdón —exclamó el abogado de Jack, Grosier—.
Ruego que se me permita hablar con mi cliente antes que conteste a esta
pregunta.
Pero Jack, que no tenía consideración por los
sentimientos del desdichado Grosier, le apartó a un lado y contestó con calma:
—Ciertamente, lo reconozco. Es un presente que hice
a mi madre como recuerdo de la guerra.
—¿Sabe usted si existe algún duplicado de esta daga?
De nuevo se agitó el letrado Grosier, siendo
igualmente rechazado por Jack.
—No, que yo sepa. La montura fue diseñada por mí.
El mismo magistrado perdió casi la respiración ante
la osadía de la respuesta. En realidad, parecía como si Jack estuviese
precipitándose hacia su destino. Por supuesto, yo me daba cuenta de la vital
necesidad en que se encontraba de ocultar, a causa de Bella, el hecho de que
había otra daga igual. Mientras quedase entendido que no había más que un arma
de aquella forma, no era probable que recayese sospecha alguna sobre la
muchacha que poseía el segundo cortapapeles. Jack estaba protegiendo
valientemente a la mujer que antes había amado, pero ¡a qué precio para sí
mismo! Empecé a comprender la magnitud de la tarea que tan ligeramente había
impuesto a Poirot. No sería fácil asegurar la absolución de Jack Renauld de
otro modo que declarando la verdad.
Hautet habló de nuevo, con una inflexión
peculiarmente amarga:
—Madame Renauld nos dijo que su daga estaba encima
de su tocador la noche del crimen. Pero ¡madame Renauld es madre! Sin duda,
esto le extrañará, Renauld, pero yo considero muy probable que madame Renauld
se equivocase y que quizá por inadvertencia se hubiese usted llevado el arma a
París. Supongo que va a contradecirme.
Vi cómo el muchacho cerraba sus manos esposadas. Su
frente se cubrió de gruesas gotas de sudor cuando, con un esfuerzo supremo,
interrumpió a Hautet para decirle en voz enronquecida:
—No voy a contradecirle. Esto es posible.
El letrado Grosier se puso en pie, protestando:
—Mi cliente ha sufrido una considerable crisis
nerviosa. Desearía hacer constar que no le considero responsable de lo que
diga.
Encolerizado, el magistrado le impuso silencio. Por
un momento, pareció asomarse una duda a su propia conciencia. Jack Renauld
había exagerado algo su papel. Inclinándose hacia adelante, dirigió al acusado
una mirada escudriñadora.
—¿Comprende usted bien, Renauld, que, con las
contestaciones que me ha dado, no tendré otra alternativa que procesarle?
El pálido rostro de Jack se encendió. Su mirada
sostuvo la del magistrado con firmeza.
—¡Monsieur Hautet, juro que no he matado a mi padre!
Pero el breve momento de duda del magistrado había
transcurrido, y éste soltó una risa breve y desapacible.
—Sin duda, sin duda; ¡todos nuestros acusados son
inocentes! Por su propia boca está condenado. No tiene una defensa que ofrecer;
no tiene una coartada..., ¡sólo una simple afirmación que no engañaría a un
niño!: que no es culpable. Usted mató a su padre, Renauld; cometió un asesinato
cruel y cobarde, por el dinero que creía iba a recibir a su muerte. Su madre ha
sido encubridora después del hecho. Sin duda, atendiendo a la circunstancia de
que actuó como madre, los tribunales tendrán para ella una indulgencia que no
le concederán a usted. ¡Y con razón! Su crimen es horrible..., ¡merecedor de la
execración de los dioses y de los hombres!
Con gran contrariedad para él, Hautet fue interrumpido.
Había sido abierta la puerta.
—Señor juez, señor juez —balbució el gendarme de
guardia—, hay una señora que dice..., que dice...
—¿Quién habla? —exclamó el magistrado, con justo
enojo—. Esto es altamente irregular. Lo prohíbo..., lo prohíbo absolutamente.
Pero una figura esbelta había apartado al
balbuciente gendarme. Vestida enteramente de negro, con un largo velo que le
cubría el rostro, se adelantó por la habitación.
Mi corazón dio un salto aturdidor. ¡Es decir, que
había venido! Todos mis esfuerzos habían sido vanos. Y, sin embargo, no podía
dejar de sentirme admirado por el valor que mostraba al tomar aquella decisión
tan resueltamente.
Levantó el velo... y me quedé sin respiración. Pues,
aunque extremadamente parecida a ella, aquella joven ¡no era Cenicienta! Por
otra parte, ahora que la veía sin la peluca de color de lino que había llevado
en el teatro, reconocí en ella a la muchacha de la fotografía hallada en la
habitación de Jack Renauld.
—¿Es usted el juez de instrucción, monsieur Hautet?
—preguntó.
—Sí; pero prohíbo...
—Me llamo Bella Duveen. Deseo entregarme como autora
del asesinato de monsieur Renauld.
RECIBO UNA CARTA
«Amigo mío: Ya lo sabrás todo cuando recibas la
presente. Nada de lo que yo podía decir ha hecho mella en mi hermana. Ha ido a
entregarse. Estoy cansada de luchar.
Ahora sabrás que te he ocultado la verdad, que he
pagado tu confianza con mentiras. Quizá te parezca esto inexcusable; pero,
antes de desaparecer de tu vida para siempre, quisiera darte a conocer cómo ha
ocurrido todo. Si supiera que habías de perdonarme, quedaría más tranquila. No
lo he hecho en beneficio propio..., esto es lo único que puedo ofrecerte en mi
defensa.
Empezaré refiriéndome al día en que te conocí en el
tren que venía de París. Me encontraba entonces intranquila por Bella. Mi
hermana se hallaba aquellos días desesperada con motivo de Jack Renauld. Bella
se hubiera echado al suelo para que él pasara por encima, y, cuando vio que
empezaba a cambiar y dejaba de escribirle con la frecuencia acostumbrada,
empezó, por su parte, a atormentarse. Se había metido en la cabeza que Jack
estaba encaprichado por otra muchacha..., y, desde luego, los hechos
demostraron que no se había equivocado. Tomó la determinación de ir a
Merlinville con intención de verle. Sabía que yo no aprobaba este paso y se me
escapó. En Calais descubrí que no estaba en el tren y decidí no irme a
Inglaterra sin ella. Tenía la sensación de que iba a pasar algo horrible si yo
no podía evitarlo.
Acudí a la llegada del tren siguiente, de París.
Venía en él, resuelta a dirigirse inmediatamente a Merlinville. Discutí con
ella lo mejor que supe; pero fue inútil. Estaba excitada y había de salirse con
la suya. En consecuencia, me lavé las manos. ¡Yo había hecho cuanto había podido!
Iba haciéndose tarde. Me fui al hotel y Bella salió camino de Merlinville.
Continué sin poder librarme de la sensación de que, como se lee en los
periódicos, era inminente un desastre.
Vino el día siguiente..., pero no Bella. Me había
dado una hora para encontrarnos en el hotel, pero no compareció. No tuve
señales de ella en todo el día. Mi ansiedad iba creciendo. Luego llegó el
diario con la noticia.
¡Fue horrible! No podía estar segura, naturalmente,
pero tenía un miedo espantoso. Imaginé que Bella había visto a Renauld padre y
le había hablado de sus relaciones con Jack, y que él la había insultado o algo
así. Las dos tenemos el genio muy vivo.
Salió luego a relucir todo el asunto de los
extranjeros enmascarados, y empecé a tranquilizarme un poco. Pero aún me
atormentaba el hecho de que Bella no hubiese acudido a la cita conmigo.
A la mañana siguiente estaba tan azorada que no pude
menos de ir a villa. Lo primero que hice fue tropezar contigo. Todo esto lo
sabes ya... Cuando vi al muerto con un aspecto tan parecido al de Jack, y con
el sobretodo de fantasía de Jack, ¡comprendí! Y allí estaba el misino
cortapapeles, ¡maldita arma!, que Jack había regalado a Bella... Había diez
posibilidades contra una de que tuviese sus huellas dactilares. No podría acertar
a explicarte el horror y el desamparo que sentí en aquel momento. Sólo veía una
cosa con claridad: que tenía que apoderarme de aquella daga y desaparecer con
ella antes que se advirtiese que faltaba. Fingí un desmayo y mientras ibas a
buscar agua la cogí y la escondí en mi ropa.
Te dije que me alojaba en el Hotel du Phare; pero,
por supuesto, me fui directamente a Calais y de allí a Inglaterra con el primer
barco. Cuando estábamos en la mitad del Canal tiré al mar ese diablillo de
daga. Luego, sentí que podía volver a respirar.
Bella estaba en nuestros alojamientos de Londres
como si nada hubiera pasado. Le dije lo que había hecho y que ella estaba en
seguridad por algún tiempo. Me miró y empezó luego a reírse..., reírse...,
reírse..., ¡era horrible oírla! Pensé que lo mejor que podíamos hacer era
mantenernos ocupadas. Se hubiera vuelto loca si hubiese tenido tiempo de pensar
en lo que había hecho. Por fortuna, nos contrataron en seguida.
Y luego te vi a ti y a tu amigo observándonos
aquella noche... Me puse frenética. Debíais de tener sospechas o, de lo
contrario, no nos hubierais seguido la pista. Tenía que saber lo peor, y, por
consiguiente, fui a tu encuentro. Estaba desesperada. Y en seguida, antes de
tener tiempo de decir nada, descubrí que sospechabas de mí, no de Bella. O, por
lo menos, que creías que yo era Bella, puesto que había robado la daga.
Yo desearía, querido, que hubieras podido leer en el
fondo de mi conciencia en aquel momento... Quizá así me perdonarías... Estaba
tan asustada, tan desesperada y confusa... Todo lo que pude poner en claro fue
que intentarías salvarme a mí..., no sabía si hubieras querido salvarla a
ella...; me parecía que, probablemente, no... ¡No era la misma cosa! ¡Y no
podía correr el riesgo! Bella es mi hermana gemela; tenía que hacer por ella
cuanto fuese posible. Por esto continué mintiendo...; me sentí envilecida por
ello...; sigo sintiéndome envilecida... Esto es todo; y dirás que ya es
bastante. Hubiera debido confiar en ti... Si yo hubiese...
Tan pronto como trajo el diario la noticia de la
detención de Jack Renauld, todo estuvo listo. Bella no quiso ni esperar a ver
cómo iban las cosas...
Estoy muy cansada. No puedo escribir más.»
Había empezado a firmar Cenicienta, pero lo
había tachado y escrito en su lugar Dulce Duveen.
Era una epístola mal escrita, borrosa, pero la
guardo aún. Poirot estaba conmigo cuando la leí. Los pliegos cayeron de mis
manos, y le miré.
—¿Supo usted siempre que era... la otra?
—Sí, amigo mío.
—¿Por qué no me lo dijo?
—En primer lugar, apenas podía parecerme concebible
que incurriera usted en semejante equivocación. Había visto la fotografía. Las
hermanas se parecen mucho, pero no es imposible distinguirlas.
—Pero ¿y el cabello rubio?
—Una peluca usada para formar un contraste llamativo
en el escenario. ¿Es concebible que entre dos gemelas una lo tenga rubio y la
otra oscuro?
—¿Por qué no me lo dijo aquella noche, en el hotel,
en Coventry?
—Se había mostrado usted algo arbitrario en sus
métodos, amigo mío —contestó Poirot secamente—. No me dio la oportunidad.
—Pero después...
—¡Ah, después! Bueno, para empezar, me ofendió su
falta de confianza en mí. Y luego, necesitaba ver si sus... sentimientos
resistirían la prueba del tiempo; si en realidad se trataba de amor o de una
llamarada en la sartén. No le hubiera dejado mucho tiempo en su error.
Hice una seña afirmativa. Su tono era demasiado
afectuoso para que le guardase resentimiento. Bajé la vista sobre los pliegos
de la carta. De pronto, los recogí del suelo y se los acerqué.
—Lea esto —le dije—. Deseo que lo lea.
En silencio, los leyó por completo. Luego, me miró.
—¿Qué le inquieta, Hastings?
Era aquélla una actitud nueva en Poirot. Sus maneras
burlonas parecían totalmente descartadas, y así pude hablarle francamente, sin
dificultad:
—No dice..., no dice..., bien: ¡no dice si me quiere
o no!
Poirot me devolvió los pliegos.
—Creo que está usted equivocado, Hastings.
—¿En qué cosa? —exclamé, adelantándome con ansiedad.
Poirot sonrió.
—Se lo dice en cada línea de la carta, mon ami.
—Pero ¿dónde voy a encontrarla? No hay dirección en
la carta. Un sello de Correos francés nada más.
—¡No se excite! Déjelo en manos de papá Poirot. ¡Yo
se la encontraré tan pronto como tenga disponibles cinco minutitos!
EL RELATO DE JACK RENAULD
—Le felicito, Jack —dijo Poirot, estrechando al
muchacho la mano calurosamente.
El joven Renauld vino a reunirse con nosotros tan
pronto le pusieron en libertad..., antes de partir para Merlinville para
reunimos con Marta
y con su propia madre. Le acompañaba Stonor. La animación del secretario
contrastaba vivamente con el decaído aspecto del muchacho. Era claro que Jack
se hallaba cerca de una crisis nerviosa. Sonrió tristemente a Poirot y dijo en
voz baja:
—He soportado todo esto para protegerla, y ahora
resulta inútil.
—Apenas podía esperar que la muchacha aceptase el
precio de su vida —observó Stonor con sequedad—. Estaba destinada a presentarse
cuando vio que se iba recto a la guillotina.
—Eh ma foi! ¡Allí se iba sin la menor
duda! —añadió Poirot con un ligero parpadeo—. De haber seguido así, hubiera
tenido sobre su conciencia la muerte rabiosa del abogado Grosier.
—Supongo que ha sido un borrico bien intencionado
—dijo Jack—. Pero me ha atormentado horriblemente. Ya comprenden: yo no podía
tomarle por confidente. Pero, ¡Dios mío!, ¿qué va a sucederle a Bella?
—En el lugar de usted —dijo Poirot francamente—, yo no me acongojaría más de lo justo. Los tribunales
franceses son muy clementes para la juventud y la belleza, y el crime
passionnel. Un abogado hábil sacará un montón de circunstancias atenuantes.
No va a ser muy agradable para usted...
—Esto no me importa. Ya lo ve usted, monsieur
Poirot; en cierto modo, me siento realmente culpable del asesinato de mi padre.
A no ser por mí y por mi enredo con esta muchacha, estaría hoy vivo y en buena
salud. Y luego, mi maldito descuido al equivocar el sobretodo. No puedo menos
de sentirme responsable de su muerte. ¡Esta idea me perseguirá toda la vida!
—No, no —dije yo, intentando calmarle.
—Por supuesto, para mí es horrible el pensamiento de
que Bella mató a mi padre; pero yo la había tratado de un modo vergonzoso
—continuó Jack—. Después, conocí a Marta y me di cuenta de que había cometido
un error. Hubiera debido escribirle y comunicárselo sinceramente. Pero me
aterraba la idea de una disputa, de que Marta conociese mi anterior intriga y
pensara que había más de lo que en realidad había habido nunca... Bueno: fui un
cobarde y seguí esperando que la situación se resolvería lentamente por sí
sola. Lo cierto es que continué a la deriva... y sin comprender que estaba
enloqueciendo de pena a la pobre niña. Si me hubiese clavado la daga a mí, como
era su intención, no hubiera yo recibido más que lo que merecía. Y su modo de
presentarse ahora es un verdadero acto de valor. Yo he resistido la prueba; ya
comprenden el final.
Guardó silencio por unos segundos, y luego se
disparó en otra dirección.
—Lo que no me cabe en la cabeza es por qué vagaba mi
padre por allí en ropa interior y con mi sobretodo, a aquellas horas de la
noche. Supongo que habría acabado de escabullirse de esos tipos extranjeros y
que mi madre debió de equivocarse al decir que habían venido a las dos. O..., o
¿no sería todo eso una trama para desviar las sospechas? Quiero decir, ¿no
pensó, no pudo pensar mi madre... que..., que era yo?
Poirot se apresuró a tranquilizarle.
—No, no, Jack. No tenga ningún temor por este lado.
En cuanto a lo demás, yo se lo explicaré un día de éstos. Es una historia algo
curiosa. Pero ¿quiere usted contarnos lo que ocurrió exactamente en esta noche
terrible?
—Hay muy poco que contar. Vine de Cherburgo, como se
lo dije, para ver a Marta antes de irme al otro extremo del mundo. El tren
llegó con retraso y decidí tomar un atajo a través del campo de golf. Desde
allí podía entrar fácilmente en el jardín de Villa Marguerite. Había casi
llegado a aquel lugar cuando...
Se detuvo y tragó saliva.
—Adelante.
—Oí un grito terrible. No era fuerte..., una especie
de ahogo entrecortado..., pero que me asustó. Por un momento me quedé inmóvil en
el sitio. Luego di la vuelta a la espesura de maleza. La luna alumbraba. Vi la
sepultura y una figura echada boca abajo con una daga clavada en la espalda. Y
luego..., y luego... levanté la vista y la vi a ella. Estaba mirándome como si
viese un aparecido..., y así debió de creerlo al principio...; el horror había
borrado de su rostro toda otra expresión. Y entonces dio un grito, se volvió y
echó a correr.
Nuevamente se detuvo, esforzándose en dominar su
emoción.
—¿Y después? —preguntó Poirot con suavidad.
—Realmente, no lo sé. Permanecí por algún tiempo
aturdido. Y, después, comprendí que era mejor que me alejase de allí tan
deprisa como pudiera. No se me ocurrió que fueran a sospechar de mí; pero temí
que me llamasen a declarar contra ella. Fui a pie hasta Saint-Beauvais, como le
dije, y me procuré un coche para volver a Cherburgo.
Se oyó un golpe en la puerta y entró un ordenanza
con un telegrama que entregó a Stonor. Éste lo abrió y se puso en pie.
—Madame Renauld ha recobrado el conocimiento
—anunció.
—¡Ah! —dijo Poirot, levantándose de un salto—.
Vámonos todos a Merlinville.
Partimos, pues, más que aprisa, y Stonor, a
instancias de Jack, se avino a quedarse para hacer lo que fuese posible en
favor de Bella. Jack y yo salimos en el coche del primero.
El viaje duró poco más de cuarenta minutos. Al
acercarnos a la puerta exterior de Villa Marguerite, Jack dirigió a Poirot una
mirada interrogante.
—¿Qué le parece si se adelantase usted para dar a mi
madre la noticia de que estoy en libertad?
—Mientras usted se la da personalmente a
mademoiselle Marta, ¿eh? —añadió Poirot con un guiño—. Desde luego, desde
luego; yo mismo iba a proponérselo.
Jack Renauld no se entretuvo. Deteniendo el coche,
se apeó y subió por el camino hasta la puerta delantera. Nosotros continuamos
con el coche hasta Villa Geneviéve.
—Poirot —le dije—, ¿recuerda nuestra llegada aquí,
el primer día? ¿Y cómo nos encontramos con la noticia del asesinato de Renauld?
—¡Ah, sí!, ciertamente. No hace tampoco mucho
tiempo. Pero ¡cuántas cosas han pasado desde entonces!..., especialmente a
usted, amigo mío.
—Sí, muy cierto —contesté, suspirando.
—Está usted considerándolo desde el punto de vista
sentimental, Hastings. No me refería a esto. Esperemos que Bella será tratada
con clemencia y, después de todo, Jack ¡no puede casarse con las dos chicas!
Hablaba desde un punto de vista profesional. Esto no es un crimen bien ordenado
y regular como los que encantan a un detective. La mise en scéne proyectada
por George Conneau es ciertamente perfecta, pero el desenlace..., ¡de ningún
modo! Un hombre muerto accidentalmente, en un arrebato de cólera, por una
muchacha... ¡Ah!, verdaderamente, ¿qué orden ni método hay en esto?
Y en la mitad de una carcajada mía provocada por las
peculiaridades de Poirot, Francisca abrió la puerta.
Poirot le explicó que tenía que ver a madame Renauld
inmediatamente, y la anciana sirvienta le acompañó arriba. Yo permanecí en el
salón. Poirot tardó algún rato en reaparecer. Su aspecto era desusadamente
grave.
—Vous voilá, Hastings! Sacre tonnerre!, ¡se acerca una borrasca!
—¿Qué quiere usted decir? —exclamé.
—Difícilmente lo hubiera creído —dijo Poirot con
aire meditabundo—; pero las mujeres hacen lo inesperado.
—Aquí están Jack y Marta Daubreuil —dije, mirando
por la ventana.
Poirot saltó fuera de la habitación y se reunió con
la joven pareja en los peldaños exteriores.
—No entre. Es mejor que no entre. Su madre está muy
trastornada.
—Ya sé, ya sé —dijo Jack Renauld—; pero debo presentarme a
ella en seguida.
—No, no, le digo. Es mejor que no lo haga.
—Pero Marta y yo...
—En todo caso, no lleve a esta señorita con usted.
Suba, si se empeña, pero hará bien en dejarse guiar por mí.
Una voz que resonó en la escalera nos sobresaltó a
todos.
—Le doy las gracias por sus buenos oficios, monsieur
Poirot; pero expresaré bien claramente mis deseos.
El asombro nos sobresaltó. Apoyada en el brazo de
Leonia, madame Renauld descendía la escalera, con la cabeza vendada aún. La
muchacha francesa estaba llorando e imploraba a su dueña para que regresara al
lecho.
—La señora se matará. ¡Esto es contrario a todas las
órdenes del doctor!
Pero madame Renauld continuó su camino.
—¡Madre! —exclamó Jack, adelantándose.
Con un gesto, ella le hizo retroceder.
—¡No soy tu madre! ¡No eres mi hijo! Desde este día
y hora, te repudio.
—¡Madre! —repitió el muchacho, estupefacto.
Por un momento, ella pareció vacilar, enmudecer ante
la angustia que revelaba aquella voz. Poirot hizo un gesto como para
intervenir. Pero instantáneamente, ella recuperó el dominio de sí misma.
—Tienes sobre tu cabeza la sangre de tu padre. Eres
moralmente culpable de su muerte. Le contrariaste y desafiaste con motivo de
esta joven, y tu despiadado modo de tratar a otra muchacha ha dado lugar a un
asesinato. ¡Sal de mi casa! Me propongo tomar mañana las medidas necesarias
para que no toques ni un penique de su dinero. ¡Ábrete camino en el mundo con
la ayuda de la hija de la peor enemiga de tu padre!
Y lenta y penosamente subió de nuevo la escalera.
Nos quedamos todos desconcertados... No estábamos
preparados para aquella declaración. Jack Renauld, rendido por todo lo que
había sufrido ya, osciló y estuvo a punto de caer. Poirot y yo nos apresuramos
a sostenerle.
—Está agotado —murmuró Poirot al oído de Marta—.
¿Adonde podemos llevarle?
—¡A casa, naturalmente! A Ville Marguerite. Mi madre
y yo le cuidaremos. ¡Mi pobre Jack!
Llevamos al muchacho a la villa, donde cayó inerte
en un sillón, en estado casi inconsciente. Poirot le tocó la cabeza y las
manos.
—Tiene fiebre —dijo—. Esta larga tensión nerviosa
empieza a producir sus efectos. Y, por añadidura, este sobresalto. Llévenlo a
la cama, llamaremos a un médico.
El médico fue hallado muy pronto. Después de
reconocer al paciente diagnosticó que se trataba de un sencillo caso de
postración nerviosa. Con descanso y tranquilidad estaría casi restablecido al
día siguiente; pero si se excitaba era posible que sobreviniese una fiebre
cerebral. Era de aconsejar que alguien le velase toda la noche.
Por último, después de haber hecho cuanto era
posible, le dejamos al cuidado de Marta y de su madre y nos dirigimos a la
población. Había pasado nuestra hora de comer acostumbrada, y ambos estábamos
hambrientos. En el primer restaurante que encontramos pudimos dejar nuestro
apetito satisfecho con una excelente omelette, seguida de una entrecote
no menos excelente.
—Y, ahora, a nuestro alojamiento para la noche —dijo
Poirot cuando, por fin, quedó completada nuestra comida con un café noir—.
¿Vamos a probar nuestro antiguo amigo el Hotel des Bains?
Sin discutirlo más volvimos sobre nuestros pasos.
Sí, los señores podrían disponer de dos buenas habitaciones con vistas al mar.
Luego, hizo Poirot una pregunta que me dejó sorprendido:
—¿Ha llegado una dama inglesa, miss Robinson?
—Sí, señor. Está en el saloncito.
—¡Ah!
—¡Poirot! —exclamé, acomodando mi paso al suyo,
mientras seguíamos por el corredor—, ¿quién es miss Robinson? Poirot sonrió con
expresión bondadosa.
—Es que le he preparado un matrimonio, Hastings.
—Pero lo que digo...
—¡Bah! —exclamó Poirot, dándome un empujón amistoso
en el umbral de la puerta—. ¿Cree usted que deseo trompetear en Merlinville el
apellido Duveen?
Era Cenicienta, quien se levantó para recibirnos.
Tomé su mano entre las mías. Mis ojos dijeron el resto.
Poirot aclaró su voz.
—Mes enfants —dijo—, de momento no tenemos
tiempo para los sentimientos. Hay trabajo que nos espera. Señorita, ¿ha podido
hacer lo que le pedí?
A modo de contestación, Cenicienta sacó de su bolso
un objeto envuelto en papel y se lo entregó en silencio a Poirot, que lo
desenvolvió. Hice un movimiento de sorpresa, pues era la daga que, según tenía
entendido, había sido echada al fondo del mar. ¡Es extraño cuánto les cuesta
siempre a las mujeres destruir los objetos y documentos más comprometedores!
—Muy bien, hija mía —dijo Poirot—. Estoy contento de
usted. Váyase ahora a descansar. Hastings, aquí presente, y yo, tenemos que
hacer. Le verá usted mañana.
—¿Adonde van? —preguntó la muchacha, abriendo mucho
los ojos.
—Quedará informada mañana.
—Porque adonde quiera que vayan yo voy también.
—Pero, señorita...
—Le digo que voy también.
Comprendiendo que sería inútil discutir, Poirot
cedió.
—Venga entonces, señorita. Pero esto no va a ser
divertido. Lo más probable es que no ocurra nada.
La muchacha no contestó.
Salimos al cabo de veinte minutos. Había ya
oscurecido por completo; una noche cerrada que oprimía. Poirot nos llevo fuera
de la población y en dirección de Villa Geneviéve. Pero al pasar por delante de
Villa Marguerite se detuvo.
—Quisiera asegurarme de que Jack Renauld sigue sin novedad
—dijo—. Venga conmigo, Hastings. Quizá preferirá esta señorita quedarse fuera.
Madame Daubreuil podría decir algo que la ofendiese.
Descorrimos el cerrojo de la puerta exterior y
subimos por el camino de la entrada. Al dar la vuelta hacia la fachada lateral
llamé la atención de Poirot sobre una ventana del primer piso. Vivamente
destacado veíase contra la cortina el perfil de Marta.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Me figuro que ésta es la
habitación en que encontraremos a Jack Renauld.
Madame Daubreuil nos abrió la puerta. Nos explicó
que Jack continuaba en el mismo estado, pero que quizá querríamos verle.
Subiendo la escalera, nos condujo al dormitorio. Marta Daubreuil estaba sentada
junto a una mesa con una lámpara, trabajando. Al vernos entrar se puso un dedo
sobre los labios.
Jack Renauld descansaba; su sueño era inquieto y
volvía continuamente la cabeza de un lado a otro; su rostro continuaba muy
encendido.
—¿Va a volver el médico? —preguntó Poirot en voz
baja.
—No; a no ser que le llamemos. Duerme, y esto es lo
que importa. Mamá le ha hecho una tisana.
Y se sentó de nuevo, con su bordado, cuando salimos
de la habitación. Madame Daubreuil nos acompañó hasta abajo. Desde que conocía
la historia de su vida pasada miraba a aquella mujer con creciente interés. Allí
estaba, con los ojos bajos y la misma sonrisa tenuemente enigmática que yo
recordaba. Y de pronto me sentí asustado de ella, como uno se asusta de una
fascinadora serpiente venenosa.
—Espero que no le habremos causado molestia, señora
—dijo Poirot, cortésmente, al abrir ella la puerta para darnos paso.
—Nada de eso, caballero.
—A propósito —dijo Poirot, como si acabase de
recordar algo—, monsieur Stonor no ha estado hoy en Merlinville, ¿verdad?
No podía yo penetrar en absoluto el objeto de esta
pregunta que, bien sabía, no debía de tener sentido en lo que se refería a
Poirot.
Madame Daubreuil contestó con perfecta compostura y
seguridad:
—No, que yo sepa.
—¿No ha tenido una entrevista con madame Renauld?
—¿Cómo había yo de saberlo?
—Cierto —dijo Poirot—. Pensaba que podía haberle
visto entrar o salir, sencillamente. Buenas noches, señora.
—¿Por qué...? —empecé yo a decir.
—No hay porqués, Hastings. Tiempo tendremos para
esto más tarde.
Nos reunimos con Cenicienta y seguimos nuestro
camino rápidamente en dirección a Villa Geneviéve. Poirot miró una vez por
encima del hombro hacia la ventana iluminada y contempló el perfil de Marta
inclinada sobre su trabajo.
—Está protegido, de todos modos —murmuró.
Llegados a Villa Geneviéve, Poirot se apostó tras
unos arbustos a la izquierda del camino de los coches, donde, disponiendo
nosotros de un espacioso campo visual, quedábamos completamente ocultos. La
villa aparecía sumida en una oscuridad absoluta; todo el mundo estaba, sin
duda, acostado y durmiendo. Nos hallábamos casi inmediatamente bajo la ventana
del dormitorio de madame Renauld, que, según advertí, estaba abierta. Me
pareció que allí era donde estaban fijos los ojos de Poirot.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuré.
—Observar.
—Pero...
—No espero que suceda nada, por lo menos, hasta
dentro de una hora; probablemente dos horas; pero él...
Sus palabras quedaron interrumpidas por un grito
largo y angustioso:
—¡Socorro!
Brilló una luz en la habitación del primer piso
situada a mano derecha de la puerta delantera. El grito había venido de allí. Y
mientras seguíamos observando, pasó por la cortina una sombra como de dos
personas que luchan.
—Mille tonnerres! —exclamó Poirot—.
Debe de haber cambiado de habitación.
Lanzándose de un salto pegó locamente contra la puerta
delantera. Corriendo luego al árbol del cuadro, trepó por él con la agilidad de
un gato. Yo le seguí cuando, con un brinco, entró por la ventana abierta.
Mirando sobre el hombro vi cómo Dulce alcanzaba la rama detrás de mí.
—¡Ten cuidado! —exclamé.
—¡Ten cuidado de tu abuela! —replicó la muchacha-—.
Esto es un juego de niños para mí.
Poirot se había lanzado por la desierta habitación y
pegaba en la puerta.
—Cerrada y asegurada por fuera —gruñó—; y se
necesitará tiempo para forzarla.
Los gritos pidiendo socorro iban haciéndose
sensiblemente más débiles. Vi la desesperación pintada en los ojos de Poirot.
Los dos aplicarnos los hombros a la puerta. Llegó por la ventana la voz de
Cenicienta, tranquila y desapasionada:
—Llegaréis demasiado tarde. Me parece que yo soy la única
que puede hacer algo.
Antes que yo acertase a mover una mano para
detenerla, pareció saltar de la ventana al espacio. Me precipité y miré hacia
arriba. Con horror la vi colgada, por las manos, del techo y avanzando a
sacudidas en dirección de la ventana iluminada.
—¡Dios mío! Se va a matar —grité.
—Olvida usted que es acróbata profesional, Hastings.
La Providencia del buen Dios es lo que la ha hecho insistir en acompañarnos
esta noche. Sólo ruego que pueda llegar a tiempo. ¡Ah!
Al desaparecer la muchacha por la ventana flotó en
las tinieblas de la noche un grito de inmenso terror; luego, en el timbre claro
de la voz de Cenicienta, llegaron las palabras:
—¡No! ¡Te he cogido!... Y mis muñecas son de acero.
En el mismo instante Francisca abría cautelosamente
la puerta de nuestra prisión. Poirot la apartó sin ceremonia y corrió por el
pasillo hasta el lugar en que las otras camareras se habían agrupado, junto a
la última puerta.
—Está cerrada por dentro, señor.
Se oyó caer al suelo un cuerpo pesado. Un momento
más tarde giraba la llave en la cerradura y se abría la puerta lentamente.
Cenicienta, muy pálida, nos indicó que entrásemos.
—¿Salvada? —preguntó Poirot.
—Sí. He llegado en el último momento. Estaba
agotada.
Madame Renauld, medio sentada y medio echada en el
lecho, luchaba por recobrar la respiración.
—Casi me había estrangulado —murmuró penosamente.
La joven recogió algo del suelo y se lo entregó a
Poirot. Era una escala de cuerda de seda arrollada. Muy delgada, pero muy
resistente.
—Para escaparse —dijo Poirot— por la ventana
mientras nosotros aporreábamos la puerta. ¿Dónde está... la otra?
La muchacha se hizo a un lado y señaló. En el suelo
yacía una figura envuelta en una tela oscura, uno de cuyos pliegues le cubría
la cara.
—¿Muerta?
La joven hizo una seña afirmativa.
—Así lo creo. La cabeza debe de haber dado contra el
mármol de la chimenea.
—Pero ¿quién es? —exclamé yo.
—La que asesinó a Renauld, Hastings; y la que estaba
asesinando a madame Renauld.
Curioso y sin comprender aún, me arrodillé y,
levantando el pliegue del paño, vi ¡el rostro bello y muerto de Marta
Daubreuil!
EL TÉRMINO DE LA JORNADA
Son algo confusos mis recuerdos relativos a los
acontecimientos subsiguientes de aquella noche. Poirot parecía sordo para mis
repetidas preguntas. Estaba ocupado en anonadar a Francisca con sus reproches
por no haberle avisado que madame Renauld había cambiado de dormitorio.
Le cogí por el hombro, decidido a atraer su
atención.
—Pero usted debía de saber esto —alegué—. Usted fue
acompañado arriba para verla esta tarde.
Poirot se dignó prestarme su atención por un breve
instante.
—La habían llevado en un sillón de ruedas al sofá de
la habitación central, su boudoir —explicó.
—Pero, señor —exclamó Francisca—. ¡La señora cambió
de habitación casi inmediatamente después del crimen! ¡Los recuerdos... le
daban mucha pena!
—Entonces, ¿por qué no me lo dijeron? —vociferó
Poirot, dando manotazos sobre la mesa y excitándose él mismo hasta alcanzar un
enojo de mil demonios—. Pregunto: ¿por-qué-no-me-lo-dijeron? Es usted una vieja
completamente imbécil. Y Leonia y Dionisia no valen más. ¡Todas ustedes son
triples idiotas! Su estupidez ha estado a punto de causar la muerte de su ama.
A no ser por esta valerosa niña...
Se interrumpió y, cruzando la habitación hasta el
lugar en que estaba la muchacha inclinada para atender a madame Renauld, la
besó con fervor galo (lo que no dejó de disgustarme un poco).
Me despertó de mi aturdimiento una orden seca de
Poirot para que fuese inmediatamente a buscar al médico, a fin de que
reconociese a madame Renauld. Después de esto podría ir a llamar a la Policía.
Y añadió, para completar mi fastidio:
—Casi no vale la pena de que vuelva aquí. Yo estaré
demasiado ocupado para atenderla, y a esta señorita voy a nombrarla enfermera.
Me retiré con tanta dignidad como me fue posible
asumir. Cumplidos mis encargos, volví al hotel. De cuanto había ocurrido,
comprendía poco más que nada. Los acontecimientos de aquella noche parecían
fantásticos e imposibles. Nadie contestaba mis preguntas. Nadie parecía oírlas.
Irritado, me eché en la cama y dormí el sueño de las personas aturdidas y
completamente agotadas.
Al despertarme vi que entraba el sol por las
ventanas abiertas y que Poirot, limpio y sonriente, se había sentado al lado
del lecho.
—¡Por fin se despierta usted! ¡Es usted un
grandísimo dormilón, Hastings! ¿Sabe que son cerca de las once? Gimiendo, me
llevé una mano a la cabeza.
—Debo de haber estado soñando —dije—. ¿Sabe usted
que he soñado que habíamos encontrado el cadáver de Marta Daubreuil en la
habitación de madame Renauld, y que usted declaraba que había asesinado a
monsieur Renauld?
—No ha soñado usted. Todo esto es verdad.
—Pero ¿no fue Bella Duveen quien mató a Renauld?
—¡Oh, no, Hastings, no fue ella! Verdad que dijo que
le había matado...; pero esto fue para salvar de la guillotina al hombre a
quien amaba.
—¡Cómo!
—Recuerde lo que contó Jack. Los dos llegaron al
lugar del crimen en el mismo instante, y cada uno dio por cierto que el otro lo
había cometido. Ella le mira a él con horror, lanza un grito y echa a correr.
Pero cuando sabe que está acusado como autor del crimen, no puede soportarlo y
se presenta y se acusa a sí misma para salvarle de una muerte cierta.
Poirot se recostó en su silla y juntó las puntas de
los dedos en un estilo familiar.
—El caso no me pareció enteramente satisfactorio
—observó juiciosamente—. Estuve siempre bajo una fuerte impresión de que nos
hallábamos ante un crimen premeditado y cometido a sangre fría por alguien que
(con mucha habilidad) se había contentado con utilizar los propios planes de
Renauld para despistar a la Policía. El gran criminal (como, quizá, recuerde
que lo observé una vez) es siempre supremamente ingenuo.
Hice una seña afirmativa.
—Ahora bien: para sostener esta hipótesis, el
criminal debía tener un conocimiento completo de los planes de Renauld. Esto
nos lleva a madame Renauld. Pero los hechos desmienten la suposición de su
culpabilidad. ¿Hay alguien más que pudiera conocerlos? Sí. Con sus propios
labios admitió Marta que había oído la disputa de Renauld con el vagabundo. Si
podía oír esto, no hay razón para que no hubiese oído otra cosa cualquiera,
especialmente si Renauld y su mujer cometieron la imprudencia de ir a sentarse
en aquel banco para discutir sus planes. Recuerde con qué facilidad oyó usted
desde aquel lugar una conversación entre Marta y Jack Renauld.
—Pero ¿qué posible motivo tenía Marta para asesinar
a Renauld? —le pregunté.
—¡Qué motivo! ¡El dinero! Renauld era varias veces
millonario, y a su muerte (o así lo creían ella y Jack), la mitad de su gran
fortuna tenía que pasar a su hijo. Vamos a reconstruir la escena desde el punto
de vista de Marta Daubreuil. Marta Daubreuil oye lo que hablan Renauld y su
mujer. Hasta ahora, Renauld ha sido una bonita fuente de ingresos para las
Daubreuil, madre e hija, pero ahora se propone libertarse de sus redes. Es
posible que, al principio, la idea de ella fuese sólo evitar que se les
escapase. Pero a ésta sigue otra idea más atrevida, ¡y que no alcanza a
horrorizar a la hija de Jane Beroldy! En aquel momento, Renauld es un obstáculo
inexorable en el camino de su matrimonio con Jack. Si éste desafía a su padre,
quedará reducido a la pobreza..., lo que no entra en modo alguno en los
proyectos de Marta. En realidad, dudo de que Marta haya sentido nunca el menor
afecto por Jack Renauld. Sabe simular la emoción, pero lo cierto es que
pertenece al mismo tipo frío y calculador de su madre. Dudo también de que
estuviese muy segura de su dominio sobre los sentimientos del muchacho. Le
había deslumbrado y cautivado; pero, separada de él, como tan fácilmente podía
procurarlo su padre, podría perderle. En cambio, muerto Renauld y heredero Jack
de la mitad de sus millones, el matrimonio se celebraría en seguida y ella
alcanzaría de una vez la riqueza... y no los miserables millares que habían
sido extraídos hasta entonces. Y su hábil cerebro adopta el sencillo plan. Todo
será fácil. Renauld está disponiendo todas las circunstancias de su propia
muerte..., a ella le bastará adelantarse en el momento oportuno y convertir la
farsa en una triste realidad. Y llega ahora el segundo punto que me ha
conducido infaliblemente a Marta Daubreuil: ¡la daga! Jack Renauld había hecho
fabricar tres recuerdos. Uno se lo dio a su madre; otro, a Bella
Duveen... ¿No era muy probable que hubiese dado el tercero a Marta Daubreuil?
Así, pues, resumiendo, hay cuatro puntos que considerar contra Marta Daubreuil:
Primero, Marta Daubreuil pudo haber oído los planes de Renauld. Segundo, Marta
Daubreuil estaba dilectamente interesada en la muerte de Renauld. Tercero,
Marta Daubreuil era hija de la célebre madame Beroldy, que, en mi opinión, fue
moral y virtualmente la autora del asesinato de su marido, aunque pudo ser
George Conneau quien descargó el golpe efectivo. Cuarto, Marta Daubreuil era la
única persona, aparte de Jack Renauld, en cuya posesión era probable que
estuviese la tercera daga.
Poirot se detuvo y aclaró la voz.
—Por supuesto, cuando tuve noticia de la existencia
de la otra muchacha, Bella Duveen, me di cuenta de que era perfectamente
posible que fuese ella la autora de la muerte de Renauld. Esta solución no me
gustaba mucho, porque, corno ya se lo indiqué a usted, Hastings, a un perito
como lo soy yo le gusta encontrar un antagonista digno de su acero. No
obstante, uno debe tornar los crímenes tal como los encuentra, no tal como
quisiera encontrarlos. No parecía muy probable que Bella Duveen vagase por allí
con un cortapapeles «recuerdo» en la mano; pero, naturalmente, podía haber
tenido siempre la idea de vengarse de Jack Renauld. Cuando se presentó
confesando el asesinato todo parecía haber terminado. Y, no obstante, yo no
estaba satisfecho, amigo mío. No estaba satisfecho. Repasé el caso minuciosamente, y llegué a la misma
conclusión. Si no era Bella Duveen, la única persona que podía haber cometido
el crimen era Marta Daubreuil. Pero ¡no tenía una sola prueba contra ella! Y
entonces me mostró usted esa carta de Dulce y vi una posibilidad de
dejar el asunto resuelto de una vez. La primera daga había sido robada por
Dulce Duveen y echada al mar..., ya que, como ella lo creía,
pertenecía a su hermana. Pero si, por una casualidad, no era la de su hermana,
sino la regalada por Jack a Marta, ¡la de Bella Duveen debía continuar intacta!
No le dije a usted una palabra, Hastings (no era el momento adecuado para
novelar); pero busqué a Dulce, le dije tanto como me pareció necesario, y le
encargué que registrase los enseres de su hermana. ¡Imagine mi alegría cuando
vino a buscarme (según mis instrucciones) bajo el nombre de miss Robinson, con
el precioso recuerdo en sus manos! Entre tanto, yo había dado mis pasos
para obligar a Marta a que saliese a la superficie. Por orden mía, madame
Renauld repudió a su hijo y declaró su intención de otorgar al día
siguiente un testamento que le privaría para siempre de recibir parte alguna de
la fortuna de su padre. Era un recurso desesperado, pero necesario, y madame
Renauld se mostró dispuesta a correr el riesgo..., aunque, por desgracia,
también ella se olvidó de hacer mención de su cambio de dormitorio. Supongo que
dio por entendido que yo lo conocía. Todo sucedió como yo lo
había pensado. Marta Daubreuil hizo una última y atrevida tentativa para
coger los millones de Renauld... ¡y fracasó!
—Lo que no puedo comprender en absoluto —objeté— es
cómo pudo meterse en la casa sin que la viéramos nosotros. Parece un verdadero
milagro. La dejamos en Villa Marguerite; luego vamos directamente a Villa
Geneviéve... ¡y allí estaba antes que nosotros!
—¡Ah!, pero es que no la dejamos en Villa
Marguerite. Había salido de allí por la puerta posterior mientras nosotros
hablábamos con su madre en el vestíbulo. ¡Aquí es donde se lució a costa de
Hércules Poirot, como dirían los americanos?
—Pero ¿y la sombra tras la cortina? La vimos
desde la carretera.
—Bueno; cuando miramos allí, madame Daubreuil había
tenido el tiempo justo de correr arriba y ocupar su sitio.
—¿Madame
Daubreuil?
—Sí. Una es madura y la otra es joven;
una es morena y la otra es rubia; pero, para los efectos de una silueta
sobre la cortina, los perfiles son muy parecidos. Yo mismo pensé (¡como un gran
imbécil!, imaginando que tenía tiempo de sobra) que no intentaría penetrar en
la villa hasta mucho más tarde. No le faltaban sesos a esta hermosa Marta.
—¿Y su objeto era asesinar a madame Renauld?
—Sí. Toda la fortuna pasaba entonces al hijo. Pero
esto hubiera sido un suicidio, amigo mío. En el suelo, junto al cuerpo de Marta
Daubreuil, encontré una almohadilla, un frasco de cloroformo y una
jeringuilla hipodérmica con una dosis fatal de morfina. ¿Comprende? Primero, el
cloroformo...; luego, cuando la víctima esté inconsciente, el pinchazo con la
aguja. Por la mañana, el olor del cloroformo ha desaparecido por completo, y la
jeringuilla está donde se ha caído de la mano de madame Renauld. ¿Qué hubiera
dicho el excelente Hautet? «¡Pobre mujer! ¿Qué les dije a ustedes? ¡La emoción
de su alegría fue demasiado, encima de todo lo demás! ¿No les dije que no me
sorprendería que su cerebro quedase desequilibrado? ¡Todo él es verdaderamente
trágico, este caso Renauld!» No obstante, Hastings, las cosas no pasaron
enteramente como las había planeado Marta. Para empezar, madame Renauld estaba
despierta y esperándola. Hay una lucha. Pero madame Renauld está aún
terriblemente débil. Hay una última probabilidad para Marta Daubreuil. Hay que
desechar la idea del suicidio; pero si puede imponer silencio a madame Renauld
con sus fuertes manos, escapar con su escala de seda mientras golpeamos la
puerta lejana, y regresar a Villa Marguerite antes que nosotros volvamos allí,
sería difícil probar nada contra ella. Sólo que iba a recibir un jaque mate, no
de Hércules Poirot, sino de la pequeña acróbata de las muñecas de acero.
Reflexioné sobre toda la historia.
—¿Cuándo empezó
usted a sospechar de Marta Daubreuil, Poirot? ¿Cuando nos dijo que había oído
la riña en el jardín?
Poirot sonrió.
—Amigo mío: ¿recuerda el día en que llegamos a
Merlinville? ¿Y la hermosa muchacha que vimos de pie junto a la puerta? Usted
me preguntó si no había advertido la presencia de una joven diosa, y yo le
contesté que sólo había visto una muchacha con ojos acongojados. Ésta es la
razón de que haya pensado en Marta Daubreuil desde el principio. ¡La muchacha
de ojos acongojados! ¿Por qué estaba acongojada? No a causa de Jack Renauld,
pues no sabía entonces que había estado en Merlinville la noche anterior.
—A propósito —exclamé—, ¿cómo está Jack Renauld?
—Mucho mejor. Continúa en Villa Marguerite todavía.
Pero madame Daubreuil ha desaparecido. La Policía anda buscándola.
—¿Cree usted que iba de acuerdo en todo con su hija?
—Nunca lo sabremos. Esta señora es una dama que sabe
guardar sus secretos. Y mucho dudo de que llegue la Policía a encontrarla.
—¿Se lo ha... comunicado ya a Jack Renauld?
—Todavía no.
—Será una impresión terrible para él.
—Naturalmente. Y, sin embargo, ¿sabe usted,
Hastings, que dudo de que su corazón estuviese seriamente prendado? Hasta
ahora, hemos mirado a Bella como a una sirena, y a Marta Daubreuil como a la
mujer que realmente amaba. Pero creo que invirtiendo estos términos nos
acercamos más a la verdad. Marta Daubreuil era muy hermosa. Se propuso fascinar
a Jack y lo consiguió; pero recuerde su curiosa resistencia a romper con la
otra muchacha. Y observe qué dispuesto estaba a ir a la guillotina antes que comprometerla.
Tengo una pequeña idea de que, cuando conozca la verdad, quedará horrorizado,
trastornado..., y que su falso amor se desvanecerá.
—¿Y qué hay de Giraud?
—Éste, ¡ha tenido una rabieta! Se ha visto obligado
a volver a París.
Poirot resultó un verdadero profeta. Cuando, por
fin, el médico declaró que Jack Renauld estaba bastante fuerte para oír la
verdad, él se la comunicó. La impresión fue realmente tremenda. No obstante, se
repuso mejor de lo que yo hubiera supuesto posible. El afecto de su madre le
ayudó a pasar aquel trance difícil. La madre y el hijo son ahora inseparables.
Quedaba otra revelación que hacer. Poirot le había
comunicado a madame Renauld que conocía su secreto, y le había hecho ver que
Jack no debía ignorar el pasado de su padre.
—¡Ocultar la verdad nunca da buen resultado, señora!
Sea valiente y dígaselo todo.
Con gran tristeza en el corazón, madame Renauld
consintió, y supo su hijo que el padre que había amado había sido, en realidad,
un fugitivo de la Justicia. Una pregunta embarazosa fue contestada prestamente
por Poirot.
—Tranquilícese, Jack. El mundo no sabe nada. Hasta
donde yo puedo comprender, no tengo la obligación de revelar nada a la Policía.
En todo el curso del caso he actuado no para ella, sino para su padre. La Justicia
le alcanzó, por fin; pero nadie necesita saber que él y George Conneau eran la
misma persona.
Había, por supuesto, en el caso varios puntos que
dejaron perpleja a la Policía; pero Poirot explicó las cosas de un modo tan
plausible que, paso a paso, fue cesando toda investigación acerca de los
mismos.
Poco después volvimos a Londres. Sobre la chimenea
de casa de Poirot advertí la presencia de un espléndido modelo de sabueso. En
contestación a mi mirada interrogante, Poirot afirmó con la cabeza.
—Sí, señor. He recibido mis quinientos francos. ¿No
es magnífico? Le llamo Giraud.
A los pocos días vino a vernos Jack Renauld.
—Monsieur Poirot, he venido a despedirme. Salgo para
América del Sur inmediatamente. Mi padre tenía vastos intereses en el
Continente y me propongo comenzar allí una nueva vida.
—¿Se va usted solo, Jack?
—Viene mi madre conmigo..., y conservaré a Stonor
como secretario. Le gustan las regiones remotas del mundo.
—¿Nadie más va con ustedes?
Jack se sonrojó.
—¿Se refiere a...?
—A una joven que le quiere a usted profundamente...,
que ha estado dispuesta a dar su vida por usted.
—¿Cómo puedo pedírselo? —murmuró el muchacho—.
Después de todo lo que ha pasado, ¿puedo ir a encontrarla y...? ¡Oh, qué clase
de triste historia podría contarle!
—Las mujeres tienen un genio maravilloso para
fabricar muletas para este género de historias.
—Sí, pero... ¡he sido tan condenadamente loco!
—Todos lo hemos sido, una vez u otra —observó Poirot
filosóficamente.
—Hay algo más. Soy el hijo de mi padre. ¿Se casaría
nadie conmigo sabiendo esto?
—Dice usted que es el hijo de su padre. Hastings,
aquí presente, le dirá que yo creo en la herencia...
—Pues ¿entonces...?
—Aguarde. Conozco a una mujer, una mujer valiente y
sufrida, capaz de un gran afecto, de un supremo sacrificio personal...
El muchacho levantó la mirada. Sus ojos se
enternecieron.
—¡Mi madre!
—Sí. Usted es hijo de su madre tanto como de su
padre. Vaya a ver a Bella. Dígaselo todo. No le oculte nada... ¡y ya verá lo
que ella le dice!
Jack parecía irresoluto.
—Vaya a verla, no ya como un niño, sino como un
hombre..., como un hombre inclinado bajo el Destino del pasado y del presente,
pero que mira hacia adelante, hacia una vida nueva y maravillosa. Pídale que la
comparta con usted. Usted puede no darse cuenta de ello, pero el amor del uno
por el otro ha sido sometido a la prueba del fuego y ha salido intacto de esta
prueba.
¿Y qué más hay del capitán Arthur Hastings, humilde
cronista de estas páginas?
Se ha hablado algo sobre ir a reunirse con los
Renauld, en un rancho, al otro lado del Océano, pero para el final de esta
historia prefiero volver a una mañana en el jardín de Villa Geneviéve.
—No puedo llamarte Bella —dije yo—, puesto que éste
no es tu nombre. Y Dulce parece poco familiar. Por tanto, tendrá que ser
Cenicienta. Recordarás que Cenicienta se casó con el Príncipe. Yo no soy
príncipe, pero...
Ella me interrumpió:
—Cenicienta le previno; estoy segura. Ya lo ves, no
podría prometer convertirse en princesa. Después de todo, no era más que una
pequeña fregona...
—Ahora le toca al Príncipe el turno para interrumpir
—observé—. ¿Sabes lo que dijo? «¡Demonio!..., dijo el Príncipe, ¡y la besó!»
Y uní la acción a la palabra.
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