Agatha
Christie
No hay duda de que una de las mayores ventajas con que contaba mister
Parker Pyne consistía en sus simpáticas maneras. Eran una maneras que invitaban
a la confianza. Conocía muy bien la clase de parálisis que invadía a sus
clientes tan pronto como atravesaban la puerta de su despacho. Y mister Parker
Pyne se ocupaba de allanarles el camino para que hiciesen las necesarias
revelaciones.
En la mañana a que nos referimos, se hallaba ante un nuevo cliente, un
señor llamado Reginald Wade. Según dedujo inmediatamente, mister Wade
pertenecía al tipo inarticulador: el tipo de personas que encuentran gran
dificultad en expresar con palabras cualquier estado emocional o algo
relacionado con él.
Era un hombre alto y ancho de hombros, con agradables ojos azules y
una piel bastante curtida. Desde su asiento tiraba distraídamente de su pequeño
bigote y miraba a mister Parker Pyne con todo el interés de un animal mudo.
—Vi su anuncio, ya comprende —dijo hablando a trompicones—. Pensé que
podría probar suerte. Es una aventura extraña para mí, pero como uno nunca
sabe, ¿no es verdad?
Mister Parker Pyne interpretó con acierto estas crípticas
observaciones.
—Cuando las cosas van mal es cuando uno se siente dispuesto a probar
fortuna.
—Éste es el caso. Éste es el caso, exactamente. Quiero probar suerte,
cualquier clase de suerte. Las cosas me van mal, mister Parker Pyne. No sé qué
hacer para remediarlo. Es un caso difícil, como comprenderá, endiabladamente
difícil.
—Aquí —dijo mister Parker Pyne— es donde intervengo yo. ¡Yo sé lo que hay que hacer! Soy un
especialista en todo género de disgustos humanos.
—Oh, yo diría... que es pretender mucho, eso.
—No, ciertamente. Los disgustos humanos pueden clasificarse en cinco
grupos principales: la falta de salud, el tedio, las mujeres que sufren a causa
de sus maridos, los maridos —e hizo una pausa— que sufren a causa de sus
mujeres...
—En realidad, ha dado usted en el clavo. Ha acertado totalmente.
—Cuénteme esto —dijo mister Parker Pyne.
—No hay mucho que contar. Mi mujer quiere que acceda a divorciarme de
ella para poder casarse con otro.
—Lo cierto es que éste es un caso muy frecuente en nuestros tiempos. Y
usted, por lo que deduzco, no piensa igual que ella en este asunto.
—La quiero —dijo mister Wade sencillamente—. Ya lo ve usted, la
quiero.
Aquella era una declaración sencilla y, en cierto modo, fría. Pero si
mister Wade hubiera dicho:
«La adoro. Besaría el suelo que pisa. Me haría pedazos por ella», no
hubiera resultado más explícito para mister Parker Pyne.
—No obstante, ya lo ve usted —continuó mister Wade—, ¿qué puedo hacer?
Quiero decir que se siente uno tan desamparado... Si ella prefiere a ese otro
individuo... bueno, uno tiene que aceptar su papel: apartarse y dejarla hacer.
—¿Lo que propone es que usted se divorcie de ella?
—Por supuesto. Yo no podría permitir que tuviese que arrastrarse por
el tribunal de divorcios.
Mister Parker Pyne se quedó con aire pensativo.
—Pero viene usted a verme. ¿Por qué?
El otro le contestó con una risa vergonzosa:
—No lo sé. Ya lo ve usted, no soy un hombre hábil. No se me ocurren
ideas. He pensado que usted podría... sugerirme alguna. Tengo seis meses de
tiempo. Ella está conforme con esto. Si al cabo de esos seis meses sigue
pensando lo mismo... bien, bien, entonces yo me retiro. He pensado que usted
podría darme algunas indicaciones. En este momento, todo cuanto yo hago le
molesta.
»Ya ve usted, mister Parker Pyne, que el asunto se reduce a lo
siguiente: ¡no soy un chico listo! Me gusta jugar a fútbol, me gusta jugar un
partido de golf o de tenis, no sirvo para la música y el arte y todas esas
cosas. Mi mujer es inteligente: le gusta la pintura, la ópera y los conciertos
y, naturalmente, se aburre conmigo. Ese otro individuo (un tipo desaliñado y de
pelo largo) está versado en todas estas materias. Suele hablar de ellas. Y yo
no sé. En cierto modo, puedo comprender que una mujer inteligente y bella esté
harta de un borrico como yo.
Mister Parker Pyne gimió:
—Y hace que está usted casado ¿cuánto tiempo...? ¿Nueve años? Y
supongo que adoptó esta actitud desde el principio. Es una equivocación, mi
querido señor, ¡una equivocación desastrosa! No adopte nunca con una mujer una
actitud de excusa. Ella le dará el valor que se dé uno mismo... y usted se lo
habrá merecido. Debería haberse envanecido de sus proezas atléticas. Debería
haber hablado del arte y de la música como «de todas esas tonterías que le
gustan a mi mujer».
»Nunca debería lamentar ante ella el hecho de no ser capaz de practicar mejor los deportes.
El espíritu humilde, mi querido señor, ¡es un disolvente en el matrimonio! No
puede esperarse de ninguna mujer que lo resista. No es extraño que su esposa no
lo haya resistido.
Mister Wade estaba mirándolo desconcertado.
—Bien —dijo—. ¿Qué cree usted que debería hacer?
—Ésta es ciertamente la cuestión. Sea lo que sea lo que debería haber
hecho hace nueve años es demasiado tarde para hacerlo ahora. Hay que adoptar
una nueva táctica. ¿Ha tenido alguna vez aventuras con otras mujeres?
—No, ninguna aventura.
—Quizás hubiera debido decir algún ligero galanteo...
—Nunca me han interesado mucho las mujeres.
—Es un error. Debe usted empezar ahora.
Mister Wade pareció alarmado.
—Oh, escuche, no podría, de verdad. Quiero decir...
—Esto no le ocasionará dificultades. La interesada será una mujer de
mi propio personal. Ella le dirá lo que se requiere de usted, y queda entendido
que cualquier atención que tenga usted con ella responderá únicamente a lo
pactado.
Mister Wade pareció reanimarse.
—Esto está mejor. Pero ¿cree usted realmente...? Quiero decir que me
parece que esto sólo aumentará el deseo de Iris de librarse de mí.
—No entiende usted la naturaleza humana, mister Wade. Y menos aún la
naturaleza humana femenina. En este momento y desde el punto de vista femenino,
usted es puramente un deshecho. Nadie le quiere. ¿Para qué le sirve a una mujer
una cosa que nadie quiere? Para nada en absoluto. Pero considere el caso bajo
otro ángulo. Suponga que su mujer descubre que está usted deseando recobrar la
libertad tanto como ella...
—Debería quedar complacida.
—Debería, quizás, pero ¡no quedará complacida! Por otra parte, vería
que había usted atraído a otra joven encantadora... a una muchacha que ha
elegido a su gusto. Inmediatamente, su papel queda en alza. Su esposa sabe que
todas sus propias amigas dirán que estaba usted cansado de ella y que quería
casarse con una mujer más atractiva. Esto le molestará.
—¿Lo cree así?
—Estoy seguro de ello. Usted no será ya «ese pobre Reggie». Usted será
«ese pícaro de Reggie». ¡La diferencia es inmensa! Sin abandonar al otro,
querrá, sin duda, intentar conquistarlo a usted. Y usted no querrá ser
reconquistado. Usted se mostrará inteligente y le repetirá sus propios
argumentos: «Es mucho mejor que nos separemos.» «Nuestros temperamentos no se
avienen.» Usted comprenderá que, aunque sea cierto que nunca la había
entendido, como ella le decía, también lo es que ella nunca le había entendido
a usted. Pero no necesitamos profundizar ahora en este punto. Recibirá
instrucciones completas a su debido tiempo.
—¿Cree verdaderamente que este plan de usted hará un milagro?
—No diré que estoy absolutamente seguro de ello —contestó mister
Parker Pyne cautamente—. Cabe la posibilidad de que su esposa esté tan
perdidamente enamorada de ese otro hombre que no le afecte ya nada de lo que
usted pueda decir o hacer, pero esto lo considero improbable. Lo probable es
que haya sido arrastrada a esta aventura por tedio... el tedio de la atmósfera
de devoción incondicional y de absoluta fidelidad con que tan imprudentemente
la ha rodeado usted. Si sigue mis instrucciones, me atreveré a decir que tiene
a su favor un noventa y siete por ciento de probabilidades.
—Perfectamente, ¿cuánto...?
—Mis honorarios son doscientas guineas por adelantado.
Mister Wade sacó un talonario de cheques.
El jardín de Lorrimer Court era delicioso bajo el sol de la tarde.
Iris Wade, recostada en su larga tumbona, formaba una admirable mancha de
color. Iba vestida con delicados tonos malva y, gracias a su hábil maquillaje,
lograba aparentar mucho menos de los treinta y cinco años que tenía.
Estaba hablando con su amiga, Mrs. Massington, que siempre simpatizaba
con ella. Las dos damas sufrían la aflicción de unos esposos atléticos que sólo
hablaban de acciones y obligaciones o de golf.
—...y así, una aprende a vivir y a dejar vivir —acabó diciendo Iris.
—Eres admirable, querida —dijo Mrs. Massington, y añadió con prisa
excesiva—: Dime quién es esa muchacha...
Iris levantó un hombro con gesto fatigado,
—¡No me lo preguntes! Reggie la ha encontrado. ¡Es la amiguita de
Reggie! ¿Has visto algo más divertido? Ya sabes que, por lo general, nunca mira
a las mujeres. Se me acercó y tosió y tartamudeó, y me dijo por fin que deseaba
invitar a esta señorita De Sara a pasar aquí el fin de semana. Por supuesto, me
eché a reír... no pude evitarlo. ¡Reggie,
ya sabes! Bueno: aquí la tiene.
—¿Dónde la ha conocido?
—No lo sé. Ha sido muy vago sobre todo este asunto que se trae entre
manos.
—Quizás hacía algún tiempo que la trataba.
—Oh, no lo creo —dijo Mrs. Wade—. Naturalmente —continuó—, esto me
encanta... me encanta, sencillamente. Quiero decir que simplifica mucho las
cosas para mí, tal como están. Porque Reggie me había dado pena... ¡Es tan infeliz! Esto es lo que estaba
siempre diciéndole a Sinclair... que le daría mucha pena a Reggie. Pero él
insistía en que Reggie se consolaría pronto, y parece que tenía razón. Hace dos días hubiera dicho que
Reggie estaba desesperado, ¡y ahora quiere tener aquí a esta muchacha! Como te
lo digo, estoy entretenida. Me gusta
ver cómo Reggie se divierte. Imagino que el pobre muchacho creyó que iba a
ponerme celosa. ¿Has oído algo más absurdo? Y le dije: «Por supuesto que puedes
invitar a esa señorita.» ¡Pobre Reggie! ¡Como si una muchacha así pudiera
enamorarse de él! Esa chica está divirtiéndose y nada más.
—Es muy atractiva —dijo Mrs. Massington—. Casi hasta un extremo
peligroso, si sabes lo que quiero decir. La clase de muchacha que sólo piensa
en que la cortejen los hombres. En cierto modo, me parece que no puede ser una
chica decente.
—Lo probable es que no lo sea —dijo Mrs. Wade.
—Viste maravillosamente —observó Mrs. Massington.
—De un modo casi demasiado exótico, ¿no te parece?
—Pero muy costoso.
—Opulento. Su aspecto es demasiado radiante y opulento.
—Por ahí vienen —dijo Mrs. Massington.
Madeleine de Sara y Reggie Wade se acercaban cruzando el césped.
Estaban riendo y hablando, y parecían muy alegres. Madeleine se dejó caer en
una silla, se quitó la boina que llevaba y se pasó las manos por los exquisitos
rizos oscuros. No podía negarse que era una mujer hermosa.
—Hemos tenido una tarde tan maravillosa... —exclamó—. Estoy muy
acalorada. Debo de estar horrible.
Reggie Wade hizo un movimiento nervioso al oír la pista que se le
daba.
—Parece usted... parece usted... —y dejó escapar una risita—. No
quiero decir lo que parece —dijo por fin.
Los ojos de Madeleine buscaron los suyos. Su mirada reflejó una total
comprensión. Mrs. Massington, muy atenta, lo advirtió rápidamente.
—Debería usted jugar a golf —dijo Madeleine a la dueña de la casa—. No
sabe lo que se pierde. ¿Por qué no se anima? Tengo una amiga que lo ha hecho y
ha llegado a jugar muy bien, y tenía mucha más edad que usted.
—No me gusta este tipo de diversiones —contestó Iris fríamente.
—¿No tiene disposición para los deportes? ¡Qué lástima para usted!
Esto le hace a una persona sentirse descentrada. Pero de verdad, Mrs. Wade, los
métodos para aprender son ahora tan buenos que no hay casi nadie que no pueda
jugar bien. Yo adelanté mucho en tenis el verano pasado. Desde luego, no sirvo
para el golf.
—¡Qué tontería! —protestó Reggie—. Lo único que necesita es que la
guíen. Recuerde cómo le han salido esos golpes maravillosos esta tarde.
—Porque usted me ha enseñado la manera de hacerlo. Es un maestro
admirable. Hay muchas personas que, sencillamente, no saben enseñar. Pero usted
tiene ese don. Debe ser maravilloso estar en su lugar... sabe comunicar lo que
quiere.
—Tonterías. No tengo esa habilidad... no sirvo para nada. —Reggie se
sentía confundido.
—Debe usted estar muy orgullosa de él —dijo Madeleine, volviéndose
hacia Mrs. Wade—. ¿Cómo se las ha arreglado para retenerlo todos estos años?
Debe haber sido muy lista. ¿O es que lo tenía escondido?
La dueña de la casa no contestó, limitándose a levantar su libro con
una mano que temblaba.
Reggie murmuró algo sobre cambiarse de ropa y se alejó de allí.
—Creo sinceramente que es mucha amabilidad por su parte tenerme aquí
—dijo Madeleine—. Algunas mujeres miran con tanta suspicacia a las amigas de
sus maridos... Yo pienso que los celos son absurdos, ¿no le parece?
—Así lo creo, efectivamente. Nunca soñaría con estar celosa de Reggie.
—¡Es usted admirable! Porque cualquiera puede ver que es un hombre
enormemente atractivo para las mujeres. Me causó desazón saber que estaba
casado. ¿Por qué quedan atrapados tan jóvenes todos los hombres atractivos?
—Me complace ver que encuentra usted tan atractivo a Reggie —dijo Mrs.
Wade.
—¿No es verdad que lo es? Tan bien parecido y tan impresionantemente
hábil en todos los deportes. Y esa fingida indiferencia suya hacia las
mujeres... Esto nos estimula, naturalmente.
—Supongo que tiene usted muchos amigos.
—Oh, sí. Me gustan más los hombres que las mujeres. Las mujeres no se
muestran nunca verdaderamente amables conmigo. No puedo imaginar por qué razón.
—Quizás es usted demasiado amable con sus maridos —dijo Mrs.
Massington, riéndose con retintín.
—Bien, una siente a veces lástima por otras personas. Hay tantos
hombres simpáticos unidos a mujeres aburridas... Me refiero, ya me entiende, a
esas mujeres artistas y sabihondas. Naturalmente, los hombres desean tener a
alguien joven y alegre con quien hablar. Pienso que las ideas modernas sobre el
matrimonio y el divorcio responden a esta opinión: a la opinión de rehacer la
vida con una persona que comparta los gustos e ideas del interesado. Y las
mujeres sabihondas, por su parte, pensarán en rehacerla con individuos
melenudos que les den satisfacción. ¿No le parece a usted bueno este plan, Mrs.
Wade?
—Ciertamente.
En la conciencia de Madeleine pareció penetrar una cierta frialdad que
había impregnado aquella atmósfera. Murmuró una frase sobre su deseo de
cambiarse de ropa para el té y las dejó.
—Esas muchachas modernas son unas criaturas detestables —dijo Mrs.
Wade—. No hay ni una sola idea en sus cabezas.
—Ésta si que tiene una idea en la suya, Iris —dijo Mrs. Massington—.
Está enamorada de Reggie.
—¡Qué disparate!
—Lo está. He visto cómo lo ha mirado hace un momento. No le importa un
comino que esté o no casado. Se propone tenerlo para ella. Esto me parece
repugnante.
Mrs. Wade guardó silencio por un momento. Luego dejó oír una risa
incierta.
—Después de todo —dijo—, ¿qué importa?
Poco después, Mrs. Wade subió también la escalera. Su esposo se
cambiaba de traje en el vestuario. Estaba cantando.
—¿Te has divertido, querido? —dijo Mrs. Iris Wade.
—Oh, ejem... Sí, me he divertido.
—Me alegro. Quiero que estés contento.
Su esposo asintió.
—Sí, no me quejo.
Reggie Wade no se distinguía por su aptitud para desempeñar papeles,
pero, tal como vinieron las cosas, la fuerte turbación que le daba la idea de
que estaba desempeñando el suyo, prestó el mismo servicio. Evitaba la mirada de
su mujer y se sobresaltaba cuando ésta le hablaba. Se sentía avergonzado y no
podía soportar la escena. Nada hubiera podido producir mejor el efecto deseado.
Era la viva imagen de la culpa consciente.
—¿Cuánto tiempo hace que la conoces? —preguntó de repente Mrs. Wade.
—¡Eh! ¿A quién?
—A miss De Sara, naturalmente.
—Bien, no tengo idea. Quiero decir... hace algún tiempo.
—¿De verdad? Nunca me la habías nombrado antes de ahora.
—¿No? Me figuro que me olvidé.
—¡Vaya si te olvidaste! —exclamó Mrs. Wade. Y se alejó con un rumor de
ropa malva.
Después del té, Mr. Wade mostró a miss De Sara el jardín de rosas.
Cruzaron el césped dándose cuenta de que tenían dos pares de ojos clavados en
sus espaldas.
—Escuche —dijo mister Wade, desahogándose, cuando estuvieron en aquel
jardín a cubierto de toda mirada—. Escuche, me parece que tendremos que dejar
esto. Hace un momento que mi esposa me ha mirado igual que si me odiase.
—No se inquiete —contestó Madeleine—. Todo va bien.
—¿Lo cree usted? Quiero decir que no deseo ponerla contra mí. A la
hora del té ha dicho varias cosas desagradables.
—Todo va bien —repitió Madeleine—. Se porta usted espléndidamente.
—¿De verdad lo cree así?
—Sí —y continuó en voz más baja—: Su esposa está dando la vuelta a la
terraza. Quiere ver lo que estamos haciendo. Es mejor que me bese.
—¡Oh! —exclamó mister Wade nerviosamente—. ¿Debo hacerlo? Quiero
decir...
—¡Béseme! —dijo Madeleine fieramente.
Mister Wade la besó. La falta de ímpetu en él fue remediada por ella.
Madeleine le rodeó con sus brazos. Mister Wade se tambaleó.
—¡Oh! —exclamó de nuevo.
—¿Le repugna esto mucho? —preguntó Madeleine.
—No, claro que no —contestó mister Wade galantemente—. Es que... es
que me ha cogido por sorpresa —y añadió con anhelo—: ¿Cree usted que hemos
estado bastante tiempo en el jardín de rosas?
—Así lo creo —dijo Madeleine—. Hemos hecho aquí un poco de trabajo
fino.
Volvieron al césped. Mrs. Massington les informó de que Mrs. Wade
había ido a echarse.
Más tarde, mister Wade se acercó a Madeleine con la turbación pintada
en el rostro.
—Se encuentra en un estado horrible... histérica.
—Muy bien.
—Vio como la besaba a usted.
—Bueno, nuestra intención era que lo viese.
—Ya lo sé, pero yo no podía decirle esto, ¿no es verdad? No he sabido
qué contestarle. He dicho que, sencillamente, ocurrió así.
—Excelente.
—Ha dicho que usted estaba intrigando para casarse conmigo y que no
era una joven de buena conducta. Esto me ha trastornado... Me ha parecido una
cosa tan injusta... quiero decir, cuando en realidad usted no hace más que
desempeñar su papel. Le he contestado que tenía el mayor respeto por usted, que
lo que ella decía no era verdad, y me temo que me he enojado un poco cuando ha
continuado luego con lo mismo.
—¡Magnífico!
—Y luego me ha dicho que se marchaba. Que no quiere ni volver a
dirigirme la palabra. Y ha hablado de hacer las maletas y dejar esta casa
—concluyó con expresión de desmayo.
Madeleine sonrió.
—Yo le diré lo que ha de contestar a eso. Dígale que usted es quien
debe marcharse, que va a preparar el equipaje para irse a la ciudad.
—¡Pero es que yo no quiero irme!
—Perfectamente. No se irá. Su esposa no podrá soportar la idea de que
esté divirtiéndose en Londres.
A la mañana siguiente, Reggie Wade tenía un nuevo boletín que
comunicar.
—Dice que ha estado pensándolo bien y que no es justo marcharse cuando
accedió a esperar seis meses. Pero que, como yo tengo aquí a mis amigos, no
sabe por qué ella no ha de tener a los suyos. E invita a Sinclair Jordan.
—¿Es ése su pretendiente?
—Sí, ¡y que me condene si lo recibo en mi casa!
—Debe recibirlo —dijo Madeleine—. No se preocupe. Yo me encargo de él.
Dígale a su esposa que, teniéndolo todo en cuenta, no le importa que venga y
que usted sabe que a ella no le importará tampoco que me invite a mí a
continuar aquí también.
—¡Oh, querida! —suspiró mister Wade.
—Y ahora, no se desanime —dijo Madeleine—. Todo va espléndidamente.
Otros quince días... y todos sus disgustos habrán terminado.
—¿Quince días? ¿Realmente lo cree así? —preguntó mister Wade.
—¿Si lo creo así? Estoy segura de ello —contestó Madeleine.
Una semana más tarde Madeleine de Sara entró en el despacho de mister
Parker Pyne y se dejó caer abrumada en el sillón.
—¡Entra la reina de las vampiresas! —dijo mister Parker Pyne
sonriendo.
—¡De las vampiresas! —repitió Madeleine. Y dejó oír una risa hueca—
Nunca me había costado tanto trabajo ser vampiresa. ¡Este hombre está obsesionado
con su mujer! Es una enfermedad.
—Sí, verdaderamente —dijo mister Parker Pyne sonriendo—. Bueno, en
cierto modo, esto ha facilitado su misión. Yo no expondría a todos los hombres
tan alegremente a los efectos de su fascinación, mi querida Madeleine.
La muchacha se echó a reír.
—¡Si supiera usted lo que me costó conseguir que me besara, como si no
le gustase!
—Una nueva experiencia para usted, querida. Bien, ¿ha llevado a buen
término su misión?
—Sí, creo que todo ha ido bien. Anoche tuvimos una escena tremenda.
Vamos a ver: mi último informe, ¿es de hace tres días?
—Sí.
—Pues bien, como le dije, me bastó con mirar una vez a ese miserable
gusano de Sinclair Jordan. Ya no pude quitármelo más de encima, especialmente
porque, a juzgar por mi ropa, creyó que tenía dinero. Mrs. Wade estaba furiosa,
por supuesto, viendo a sus dos hombres danzando a mi alrededor. Pronto mostré
adonde iban mis preferencias. Me burlé de Sinclair Jordan en sus propias barbas
y en presencia de ella. Me reí de su ropa y de sus cabellos largos, y señalé la
circunstancia de que las rodillas se le juntaban al andar.
—Excelente táctica —dijo mister Parker Pyne con una mirada de
aprobación.
—La bomba estalló anoche. Mrs. Wade se puso en evidencia. Me acusó de
haber dividido su hogar. Reggie Wade mencionó el asuntillo de Sinclair Jordan.
Ella dijo que no era más que el resultado de su desdicha y de su soledad. Que
hacía algún tiempo que había advertido el alejamiento de su esposo, pero que no
se había formado idea alguna de su causa. Dijo que habían sido siempre muy
felices, que ella le adoraba y él lo sabía, y que le quería a él y sólo a él.
»Yo dije que era demasiado tarde para esto. Mister Wade siguió
espléndidamente las instrucciones que tenía. ¡Dijo que aquello no le importaba
nada! ¡Que iba a casarse conmigo! Mrs. Wade podía quedarse con su Sinclair tan
pronto como quisiera. No había razón para que no se entablase el divorcio
inmediatamente. Era absurdo esperar seis meses.
»Dijo, además, que dentro de pocos días ella tendría la prueba necesaria
y podría instruir a sus abogados. Y dijo que no podía vivir sin mí. Entonces
Mrs. Wade se llevó las manos al pecho y habló de su corazón débil, y tuvieron
que llevarle un poco de brandy. Él no cedió. Esta mañana ha venido a Londres y
no dudo de que esta vez habrá salido tras él.
—Así pues, todo va bien —dijo mister Parker Pyne con animación—. Un
caso muy satisfactorio.
En aquel momento se abrió la puerta y apareció en ella Reggie Wade.
—¿Está aquí? —preguntó entrando en la habitación—. ¿Dónde está? —y,
habiendo visto a Madeleine, la cogió de ambas manos—. ¡Querida, querida,
querida! Ya comprendiste, ¿no es verdad?, que ayer por la noche hablé en
serio... que iba en serio lo que le dije a Iris... No sé cómo he estado ciego
tanto tiempo. Pero no lo estoy desde hace tres días.
—Si comprendí, ¿qué?
—Que te adoraba, que no había para mí en el mundo ninguna mujer más
que tú. Iris puede tener su divorcio y cuando esto esté solucionado te casarás
conmigo, ¿no es verdad? Dime que sí, Madeleine, te adoro.
Y acababa de tomar en sus brazos a la paralizada Madeleine cuando se
abrió de nuevo la puerta para dar paso a una mujer delgada y vestida de verde
con cierto desaliño.
—¡Me lo he figurado! —exclamó la recién llegada—. ¡Te he seguido!
¡Sabía que irías a buscarla!
—Puedo asegurarle a usted... —empezó a decir mister Parker Pyne,
restableciéndose de la estupefacción que le había sobrecogido.
Sin escucharle, la intrusa se adelantó, exclamando:
—¡Oh, Reggie! ¡No puedes querer destrozar mi corazón! ¡Vuelve! No diré
una palabra sobre todo esto. Aprenderé a jugar a golf. No tendré ningún amigo
que tú no apruebes. Después de todos estos años de felicidad...
—Nunca había sido feliz hasta ahora —dijo mister Wade, mirando aún a
Madeleine—. Al diablo con todo esto, Iris: ¿no querías casarte con ese borrico
de Jordan? ¿Por qué no te casas con él?
Mrs. Wade lanzó un gemido y replicó:
—¡Le odio! ¡No quiero ni verlo! —y continuó, volviéndose a Madeleine—:
¡Mujer perversa! ¡Horrible vampiresa...! Me has robado a mi marido.
—¡Madeleine! —exclamó mister Wade, que la miraba con angustia.
Pero ésta contestó:
—Hágame el favor de marcharse.
—Pero, escúchame: esto no es comedia. Te lo digo en serio.
—¡Oh, márchese! —repitió Madeleine ya histérica—.
¡Márchese!
Reggie se encaminó hacia la puerta de mala gana.
—Volveré —le avisó—. No has terminado conmigo —y salió dando un
portazo.
—¡Las muchachas como usted deberían ser azotadas y marcadas al fuego!
—exclamó Mrs. Wade—. Reggie siempre había sido un ángel para mí hasta que usted
vino y ahora ha cambiado de tal modo que no lo conozco —y con un sollozo,
corrió tras de su marido.
Madeleine y mister Parker Pyne se miraron.
—No lo puedo evitar —dijo ella con desamparo—. Es un hombre muy
agradable... y simpático, pero no quiero casarme con él. Yo no tenía idea de
todo esto. ¡Si usted supiera lo que me costó hacer que me besara!
—¡Ejem! —dijo mister Parker Pyne—. Siento tener que admitirlo, pero he
cometido una equivocación.
Y, moviendo la cabeza tristemente, acercó la carpeta de mister Wade y
escribió en ella:
FRACASO debido a causas
naturales.
P. D. Se tenían que haber
previsto.
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