Agatha Christie
Mister Parker Pyne se recostó con aire pensativo en su sillón
giratorio y estudió a su visitante. Vio a un hombre pequeño y macizo, de
cuarenta y cinco años, de ojos melancólicos, inciertos y tímidos, que le
miraban con una especie de ansiosa esperanza.
—Vi su anuncio en el diario —dijo éste nerviosamente.
—¿Tiene usted algún problema, Mr. Roberts?
—No... no es un problema exactamente.
—¿Es usted infeliz?
—Tampoco podría decir que se trate de esto. Tengo mucho que agradecer
a mi suerte.
—Todos tenemos... —dijo mister Parker Pyne—. Pero es mala señal cuando
tenemos que acordarnos de ello.
—Lo sé —dijo el hombrecillo con ansiedad—. ¡Es esto exactamente! Ha
dado usted en el clavo, señor mío.
—¿Y si me hablase de su propia vida? —propuso mister Parker Pyne.
—No hay mucho que contar, señor. Como le he dicho, no puedo quejarme
de mi suerte. Tengo trabajo, me las he arreglado para ahorrar algo de dinero,
mis hijos son fuertes y estamos sanos.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere?
—Yo... no lo sé —contestó poniéndose colorado—. Me figuro que esto
parece una tontería.
—De ningún modo —afirmó mister Parker Pyne.
Mediante hábiles preguntas fue obteniendo nuevas confidencias. Se
enteró del empleo de mister Roberts en una casa bien conocida y de sus
ascensos, lentos pero no interrumpidos. Quedó informado de su patrimonio, de
sus luchas para dar a su vida un aspecto decente, para educar a los hijos y
hacer que crecieran sanos, de sus actividades y proyectos, de sus sacrificios
para poder ahorrar una cuantas libras cada año. Oyó, en efecto, el poema de una
existencia de incesante esfuerzo para sobrevivir.
—Y bien, ya ve usted cómo están las cosas —confesó mister Roberts—. Mi
mujer está fuera, con los dos niños pequeños, pasando unos días en compañía de
su madre. Un pequeño cambio para los niños y un descanso para ella. Allí no
queda sitio para mí y resultaría demasiado caro irme a otra parte. Y
encontrándome solo, he leído el diario y he visto su anuncio, que me ha hecho pensar.
Tengo cuarenta y ocho años. Se me ha ocurrido... Por todas partes pasan cosas
—terminó mister Roberts, con ojos en los que se reflejaba toda su anhelante
alma suburbana.
—¿Y desea usted —dijo mister Parker Pyne— vivir gloriosamente durante
diez minutos?
—Bueno, yo no lo hubiera expresado así. Pero quizás tiene usted razón.
Salir, únicamente, de las roderas. Después volvería a ellas agradecido... con
algo en que pensar —y miró al otro hombre con ansiedad—. ¿Debo suponer que esto
no es posible, señor? Me temo... Me temo que no podría pagar mucho.
—¿Cuánto puede usted gastar?
—Podría arreglármelas para pagar cinco libras —y esperó la
contestación desalentado.
—Cinco libras —dijo mister Parker Pyne—. Me imagino que quizás
podríamos hacer algo por cinco libras. ¿Tiene usted reparo en correr un
peligro? —añadió con viveza.
El pálido rostro de mister Roberts se coloreó ligeramente.
—¿Peligro, ha dicho usted? Oh, no, ningún reparo... Nunca he hecho
nada que fuese peligroso.
Mister Parker Pyne sonrió.
—Venga a verme mañana y le diré lo que puedo hacer por usted.
El «Bon Voyageur» es una hostería poco conocida: un restaurante
frecuentado por unos cuantos parroquianos. No les gustaban allí las caras
nuevas.
Al «Bon Voyageur» se dirigió mister Parker Pyne, que fue reconocido y
recibido respetuosamente.
—¿Está aquí mister Bonnington? —preguntó.
—Sí, señor, en su mesa de costumbre.
—Bien, iré a reunirme con él.
Mister Bonnington era un caballero de aspecto militar, con el rostro
algo bovino. Y recibió a su amigo con satisfacción.
—Hola, Parker. Le veo a usted muy poco últimamente. No sabía que venía
aquí.
—Vengo de vez en cuando, especialmente cuando quiero encontrar a un
viejo amigo.
—¿Se refiere a mí?
—Me refiero a usted. El caso es, Lucas, que he estado pensando en lo
que hablamos el otro día.
—¿El asunto Peterfield? ¿Ha visto las últimas noticias en los diarios?
No, no puede haberlas visto. No saldrán hasta esta tarde.
—¿Qué noticias son éstas?
—Peterfield fue asesinado ayer por la noche —dijo mister Bonnington comiendo
ensalada plácidamente.
—¡Cielo santo! —exclamó mister Pyne.
—Oh, eso no me sorprende —dijo mister Bonnington—. Peterfield era
testarudo como él solo. No quiso escucharnos. Insistió en conservar los planos
en su poder.
—¿Se los han cogido?
—No, parece que alguna mujer fue por allí y le dio al profesor una
receta para cocer el jamón. Y el gran borrico, distraído como de costumbre,
guardó la receta en la caja fuerte y los planos en la cocina.
—Qué suerte.
—Casi providencial. Pero no sé todavía quien va a llevarlos a Ginebra.
Maitland está en el hospital. Carslake está en Berlín. Yo no puedo marcharme.
Lo que significa que sólo queda el joven Hooper —y miró a su amigo.
—¿Sigue usted pensando igual? —preguntó mister Parker Pyne.
—En absoluto. ¡Ha sido sobornado! Lo sé. No tengo ni una sombra de
prueba, ¡pero le digo a usted, Parker, que conozco cuando un tipo es falso! Y
necesito que estos planos lleguen a Ginebra. Por primera vez no va a ser
vendido un invento a una nación. Va a ser entregado voluntariamente. Es la más
bella tentativa que se haya hecho nunca en favor de la paz, y es preciso que se
lleve a buen término. Y Hooper es un traidor. Ya lo verá usted, ¡lo
narcotizarán en el tren! Si viaja por aire, ¡el avión tomará tierra en algún
lugar conveniente! Pero, ¡maldita sea!, no puedo callarme. La disciplina.
¡Hemos de tener disciplina! Por esto le pregunté a usted el otro día...
—Me preguntó si conocía a alguien.
—Sí, pensé que podía conocer a alguien, dada la naturaleza de su
trabajo. Algún valiente con ganas de pelear. Cualquiera que yo envíe tiene
muchas probabilidades de no llegar vivo. El que me dé usted no es fácil que se
haga sospechoso. Pero ha de ser valiente.
—Me parece que conozco a alguien que le servirá.
—Gracias a Dios, aún quedan muchachos dispuestos a correr un riesgo.
Bien, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo mister Parker Pyne.
Mister Parker Pyne estaba resumiendo sus instrucciones.
—Vamos a ver, ¿está todo bien claro? Irá usted a Ginebra en un
coche-cama de primera clase.
Saldrá de Londres a las diez cuarenta y cinco. Irá vía Folkestone a
Boulogne, donde tomará aquel tren. Llegará a Ginebra a las ocho de la mañana
siguiente. Aquí tiene la dirección del lugar donde se presentará. Haga el favor
de aprendérsela de memoria, porque destruiré el papel. Vaya después a este
hotel y espere nuevas instrucciones. Aquí hay dinero suficiente en billetes y
monedas francesas y suizas. ¿Me comprende?
—Sí, señor —contestó Roberts con los ojos brillantes de excitación—.
Perdóneme, pero, ¿me está permitido saber algo... de lo que voy a llevar?
—Va a llevar un mensaje cifrado que revela el lugar secreto donde
están escondidas las joyas de la corona de Rusia —dijo solamente—. Debe
comprender, desde luego, que los agentes bolcheviques estarán alerta para
cerrarle el paso. Si le es necesario hablar de sí mismo, yo le recomendaría que
dijese que ha recibido algún dinero y ha decidido disfrutar unas cortas
vacaciones en el extranjero.
Mister Roberts bebió a sorbos una taza de café y paseó la mirada por
el lago Leman. Era feliz, pero, al mismo tiempo, se sentía desilusionado.
Era feliz porque, por primera vez en su vida, se hallaba en un país
extranjero. Además, se alojaba en el tipo de hotel en que no volvería a
alojarse nunca, ¡y ni por un momento tenía que preocuparse por el dinero! Tenía
un dormitorio con cuarto de baño propio, deliciosas comidas y un servicio
atento. Ciertamente, todas estas cosas causaban gran satisfacción a mister
Roberts.
Pero se sentía desilusionado porque, hasta aquel momento, no le había
ocurrido nada que mereciese el nombre de aventura. No había encontrado en su
camino bolcheviques disfrazados ni rusos misteriosos. El único ser humano con
quien había tratado era un viajante de comercio francés que iba en el mismo
tren y había charlado agradablemente con él en un inglés excelente. Había
ocultado los papeles en el hueco de la esponja, como se le había encargado que
hiciera, y los había entregado según las instrucciones recibidas. No se le
había presentado ninguna situación peligrosa ni había tenido que salvar la vida
de milagro. Mister Roberts estaba desilusionado.
Fue en aquel momento cuando un hombre alto y barbudo murmuró la
palabra «Pardon» y se sentó al otro
lado de su mesilla.
—Usted me excusará —dijo el recién llegado—, pero creo que conoce
usted a un amigo mío. Sus iniciales son P.P.
Mister Roberts sintió un agradable estremecimiento. Allí estaba por
fin el ruso misterioso.
—Muy... cierto —dijo.
—Entonces, creo que nos entenderemos.
Mister Roberts le dirigió una mirada escrutadora. Esto se parecía
mucho más a la verdadera aventura. El desconocido era un hombre de unos
cincuenta años y de aspecto distinguido, aunque extranjero. Usaba un monóculo y
ostentaba en el ojal una cintita de color.
—Ha desempeñado usted su misión del modo más satisfactorio —le dijo el
desconocido—. ¿Se encuentra dispuesto a emprender otra?
—Ciertamente. Oh, sí.
—Muy bien. Comprará usted un billete para el coche-cama del tren
Ginebra-París de mañana por la noche. Pedirá la litera número nueve.
—¿Y si no estuviese libre?
—Estará libre. Ya se habrán cuidado de que esté libre.
—Litera número nueve —repitió Roberts—. Sí, lo recordaré.
—Durante el curso de su viaje, alguien le dirá: «Pardon, monsieur, creo que estuvo usted hace poco en Grasse.» A lo
que usted contestará: «Sí, el mes pasado.» Aquella persona le dirá entonces:
«¿Está usted interesado en los perfumes?» Y usted contestará: «Sí, soy
fabricante de una esencia sintética de jazmín.» Después de lo cual, se pondrá
enteramente a la disposición de la persona que le habrá hablado. A propósito,
¿va usted armado?
—No —contestó mister Roberts agitado—. No, nunca pensé... Es decir...
—Esto tiene fácil remedio —dijo el hombre barbudo. Y miró a su
alrededor. No había nadie cerca. Mister Roberts se encontró en la mano algo
duro y brillante—. Un arma pequeña, pero eficaz —añadió el desconocido
sonriendo.
Mister Roberts, que no había disparado un revólver en toda su vida, lo
metió con cuidado en su bolsillo, con la desagradable sensación de que el tiro
podía salir en cualquier momento.
Repasaron las frases que servirían de santo y seña, y el nuevo amigo
de mister Roberts se levantó.
—Le deseo buena suerte —dijo—. Que llegue al final sin contratiempos.
Es usted un hombre valiente, mister Roberts.
«¿De veras lo soy?», pensó Roberts cuando el otro se hubo marchado.
«Estoy seguro de que no deseo que me maten. Eso no me convendría de ningún
modo.»
Por su columna vertebral corrió un agradable estremecimiento,
ligeramente deslucido por otro que no lo era tanto.
Pasó a su habitación y examinó el arma. No estaba aún seguro sobre el
modo de accionar su mecanismo y esperó no verse en la necesidad de usarlo.
Luego, salió para comprar su billete de ferrocarril.
El tren salía de Ginebra a las nueve y treinta. Roberts llegó a la
estación con suficiente anticipación. El empleado tomó su billete y pasaporte,
y se hizo a un lado mientras un mozo colocaba su maleta en la red. Había allí
otro equipaje: una maleta de piel de cerdo y un maletín.
—El número nueve es la litera de abajo —dijo el empleado.
Al volverse Roberts para dejar el coche, tropezó con un hombre grueso
que entraba. Los dos se apartaron con frases de excusa, las de Roberts en
inglés y las del extranjero en francés.
Era un hombre corpulento, con la cabeza afeitada y gafas de espesos
cristales por los que sus ojos parecían dirigir miradas suspicaces.
«Un tipo formidable», dijo Roberts para sí mismo.
Este compañero de viaje le resultaba algo siniestro. ¿Le habrían dicho
a él que tomase la litera número nueve sólo para que le vigilase? E imaginó que
podía ser así.
Volvió al pasillo. Faltaban aún diez minutos para la hora de la
partida y pensó que podía pasear un poco por el andén. A mitad del pasillo
retrocedió para hacerle sitio a una dama que acababa de subir al tren y venía
precedida por el empleado del coche, que llevaba el billete en la mano. Al
pasar por delante de Roberts, dejó caer su bolso. Este lo recogió y se lo
entregó.
—Gracias, monsieur —hablaba en inglés, pero tenía acento extranjero y
una voz grave, hermosa y seductora—. Pardon,
monsieur, creo que estuvo usted hace poco en Grasse.
El corazón de Roberts dio un salto excitado. Tenía que ponerse a la
disposición de aquella adorable criatura... porque era, efectivamente,
adorable: de eso no cabía duda. No sólo adorable, sino también aristocrática y
opulenta. Llevaba un abrigo de pieles y un elegante sombrero. Rodeaba su cuello
un collar de perlas. Era morena y sus labios escarlatas.
Roberts le dio la respuesta acordada:
—Sí, el mes pasado.
—¿Está usted interesado en los perfumes?
—Sí, soy fabricante de una esencia sintética de jazmín.
Ella bajó la cabeza y continuó su camino dejando tras de sí un ligero
murmullo:
—En el corredor, tan pronto como el tren arranque.
A Roberts los diez minutos siguientes le parecieron un siglo. Por fin
el tren arrancó y él se puso a caminar despacio por el corredor. La dama del
abrigo de pieles estaba luchando con una ventanilla. Él se apresuró a ayudarla.
—Gracias, monsieur. Sólo un poco de aire antes de que insistan en
cerrarlo todo —y con una voz suave, baja y rápida, añadió—: Pasada la frontera,
cuando su compañero de viaje duerma, no antes, entre en el lavabo y,
atravesándolo, al departamento del otro lado. ¿Comprende?
—Sí —y bajando el cristal de la ventanilla, dijo en voz alta—. ¿Así
está bien, madame?
—¡Oh, sí! Muchísimas gracias. Roberts se retiró a su departamento. Su
compañero de viaje estaba ya tendido en la litera superior. Era evidente que
sus preparativos para pasar la noche habían sido sencillos. Se habían reducido
en realidad a quitarse las botas y la americana.
Reflexionó acerca de su propia ropa. Era evidente que, debiendo
presentarse en el departamento de una dama, no podía desnudarse.
Sustituyó pues sus botas por un par de zapatillas, se echó en la cama
y apagó la luz. Al cabo de pocos minutos, el hombre de arriba empezó a roncar.
Acababan de dar las diez cuando llegaron a la frontera. Se abrió la
puerta y se oyó la obligada pregunta: «¿Tienen los señores algo que declarar?»
La puerta volvió a cerrarse. Luego salió el tren de Bellegarde.
El hombre de la litera superior roncaba de nuevo. Roberts dejó pasar
veinte minutos, se puso en pie y abrió la puerta del lavabo. Una vez allí,
cerró la puerta a su espalda y examinó cuidadosamente la del lado opuesto. No
estaba cerrada con pestillo. Vaciló. ¿Debía llamar?
Quizás llamar resultara absurdo, pero no acababa de gustarle la idea
de entrar sin hacerlo. Adoptó un término medio: sin hacer ruido abrió un poco
la puerta y esperó. Se atrevió incluso a toser ligeramente.
La respuesta fue rápida. La puerta se abrió, fue cogido por el brazo y
arrastrado al otro departamento, y la muchacha cerró y aseguró la puerta tras
él.
Roberts se quedó sin aliento. Nunca había imaginado a una mujer tan
deliciosa. Llevaba una especie de salto de cama vaporoso color crema, de gasa y
encaje. Se apoyaba jadeante contra la puerta del corredor. Roberts había leído
muchas veces relatos de hermosas criaturas acorraladas. Ahora estaba viendo una
por primera vez... Un cuadro emocionante.
—¡Gracias a Dios! —murmuró la muchacha.
Era bastante joven, por lo que Roberts pudo observar y, por su finura
y delicadeza, parecía un ser llegado de otro mundo. Aquí tenía por fin una
historia romántica... ¡y en ella participaba él mismo!
La joven le habló entonces en voz baja y apresuradamente. Se expresaba
bien en inglés, pero su acento era claramente extranjero.
—¡Estoy tan contenta de que haya venido usted! —dijo—. He tenido un susto horrible. Vassilievitch
está en el tren. ¿Comprende lo que esto significa?
Roberts
no tenía la menor idea de lo que aquello significaba, pero hizo un gesto
afirmativo.
—Creí que había conseguido burlar su vigilancia. Pero debía haberlos
conocido mejor. ¿Qué vamos a hacer ahora? Vassilievitch está en el departamento
inmediato al mío. Pase lo que pase, no tiene que apoderarse de las joyas.
—No la asesinará a usted y no se apoderará de las joyas —afirmó
Roberts con decisión.
—Entonces, ¿qué voy a hacer con ellas?
Roberts miró detrás de ella, a la puerta.
—La puerta está cerrada —dijo.
La joven se echó a reír.
—¿Qué es una puerta cerrada para Vassilievitch?
Roberts iba sintiendo, más a cada momento, que se hallaba en una de
sus novelas favoritas.
—Sólo hay una cosa que hacer: démelas a mí.
La mirada le dirigió una mirada de duda.
—Valen un cuarto de millón.
—Puede usted confiar en mí —dijo Roberts sonrojándose.
La joven vaciló un momento más y dijo, tras un rápido movimiento:
—Sí, confiaré en usted —y al cabo de unos instantes, le tendió un par
de medias de seda finísimas, enrolladas—. Cójalas, amigo mío —le dijo al
asombrado Roberts.
Él las tomó y comprendió inmediatamente. En lugar de ser ligeras como
el aire, las medias eran inesperadamente pesadas.
—Lléveselas a su departamento —le dijo ella—. Puede dármelas por la
mañana si... si todavía estoy aquí.
Roberts tosió y dijo:
—Escúcheme. En cuanto a usted —e hizo una pausa—, yo... yo debo
protegerla —y se sonrojó con la angustia de mantener la adecuada corrección—.
No quiero decir aquí. Me quedaré ahí —e indicó con la cabeza el departamento
del lavabo.
—Si prefiere quedarse aquí... —contestó ella, dirigiendo una mirada a
la desocupada litera superior.
—No, no —protestó—. Allí estaré muy bien. Si me necesita, puede
llamar.
—Gracias, amigo mío —dijo la muchacha en voz baja.
Y, echándose en la litera inferior, tiró del cubrecama y le dirigió
una sonrisa de gratitud. Él se retiró al lavabo.
De pronto (unas dos horas más tarde), creyó haber oído algo.
Escuchó... y nada. Era posible que se hubiese equivocado. Y sin embargo, le
pareció que realmente había percibido un sonido ligero que venía del
departamento inmediato. Suponiendo... sólo suponiendo que...
Abrió la puerta sin ruido. El departamento estaba tal como él lo había
dejado, con la débil luz en el techo. Permaneció allí forzando la vista a
través de aquella semioscuridad hasta que sus ojos se acostumbraron a ella. Y
entonces distinguió la silueta de la litera.
Y vio que estaba vacía. ¡La muchacha no estaba allí!
Encendió la luz. El departamento estaba desocupado. De repente, se
puso a olfatear el aire. No era más que una ligera ráfaga, pero la reconoció:
¡el olor dulce y nauseabundo del cloroformo!
Por la puerta del departamento (y adivinó que ahora no estaba cerrada
con llave) salió al corredor y miró a uno y otro lado. ¡Desierto! Sus ojos se
fijaron en la puerta inmediata a la de la muchacha. Ésta había dicho que
Vassilievitch estaba en el departamento contiguo. Con cautela, Roberts probó el
picaporte. La puerta estaba cerrada por dentro,
¿Qué haría? ¿Pedir que le dejasen entrar? Pero el hombre se negaría...
y, después de todo, ¡la muchacha podía no estar allí! Y si estaba, no le
agradecería la publicidad que había dado al asunto. Había deducido que el
secreto era una condición esencial en el juego que se llevaba entre manos.
Como un hombre perturbado, vagó lentamente por el corredor, acabando
por detenerse frente al departamento del final. La puerta estaba abierta y el
empleado echado y durmiendo. Y sobre él, colgados de un gancho, se veían su
capote oscuro y su gorra puntiaguda.
Al cabo de un instante, Roberts había decidido lo que haría. Al cabo
de otro minuto, con el capote y la gorra puestos, volvía al corredor. Se detuvo
ante la puerta inmediata a la de la muchacha, se dio tantos ánimos como pudo y
llamó resueltamente.
—Monsieur —dijo con su mejor acento.
No habiendo respuesta, llamó de nuevo.
La puerta se abrió un poco y asomó por ella una cabeza, la cabeza de
un extranjero enteramente afeitado, con excepción de un bigote negro. Era un
rostro irritado y malévolo.
—Qu'est-ce-qu'il y a? —preguntó
bruscamente.
—Votre passeport, monsieur
—ordenó Roberts, retrocediendo un paso y haciéndole un gesto para que se
acercase.
El otro vaciló y salió luego al corredor. Roberts contaba con que lo
haría así. Si tenía dentro a la
muchacha, naturalmente no querría que el empleado entrase en el departamento.
Vivo como un relámpago, Roberts se movió. Con todas sus fuerzas, echó al
extranjero a un lado, aprovechándose de que no lo esperaba, y ayudado además
por el movimiento del tren, se lanzó al interior del departamento y cerró y
aseguró la puerta.
Sobre el extremo de la litera yacía una muchacha con una mordaza en la
boca y las muñecas atadas. Rápidamente, la libertó y ella se apoyó en él con un
suspiro.
—Me siento tan débil y enferma... —murmuró—. Creo que ha sido
cloroformo. ¿Las ha... las ha cogido?
—No —contestó Roberts, golpeándose el bolsillo—. ¿Qué vamos a hacer
ahora?
La joven se sentó. Iba recobrando el pleno conocimiento. Y se fijó en
la ropa que él llevaba puesta.
—¡Qué hábil ha sido usted! ¡Pensar que ha tenido esta idea! Me ha
dicho que me mataría si no le revelaba dónde están las joyas. ¡Pero hemos sido
más listos que él! No se atreverá a hacer nada. Ni siquiera puede volver a su
departamento.
»Tenemos que quedarnos aquí hasta mañana. Probablemente se bajará del
tren en Dijon. Nos detendremos allí aproximadamente dentro de media hora. Él
telegrafiará a París para que allí nos sigan la pista. Entretanto, será mejor
que tire ese capote y esta gorra por la ventanilla, podrían comprometerle.
Roberts obedeció.
—No debemos dormir —decidió la muchacha—. Debemos permanecer alerta
hasta mañana.
Fue una velada extraña y excitante. A las seis de la mañana, Roberts
abrió la puerta con cuidado y miró fuera. No había nadie. La joven se deslizó
con ligereza hasta su propio departamento. Roberts la siguió allí. Era evidente
que aquel lugar había sido registrado. Luego volvió al suyo a través del
lavabo. Su compañero de viaje seguía roncando. Llegaron a París a las siete. El
empleado estaba lamentando a voces la pérdida de su capote y de su gorra. No había
descubierto aún la pérdida de su pasajero.
Empezaron entonces las más pintorescas maniobras. La muchacha y
Roberts tomaron un taxi tras otro a través de París. Entraron en hoteles y
restaurantes por una puerta para salir por la otra. Por último, ella dejó
escapar un suspiro.
—Estoy segura de que ahora ya no nos siguen —dijo—. Nos los hemos
quitado de encima.
Almorzaron y tomaron un coche hasta Le Bourget. Tres horas más tarde
estaban en Croydon. Roberts no había viajado nunca en avión. En Croydon les esperaba
un caballero alto, de cierta edad y remotamente parecido al mentor de mister
Roberts en Ginebra. Saludó a la muchacha con especial respeto.
—El coche está aquí, señora —dijo.
—Este caballero nos acompañará, Paul —contestó ella. Y dirigiéndose a
Roberts—: El conde Paul Stepanyi.
El coche era una gran limusina. Al cabo de una hora de viaje
aproximadamente, entró en los terrenos de una residencia campestre, siguiendo
hasta la puerta de una imponente mansión. Mister Roberts fue conducido a una
habitación amueblada como despacho. Allí hizo entrega del precioso par de
medias.
Luego se quedó solo por un rato, hasta que volvió el conde.
—Mister Roberts —le dijo éste—: le debemos nuestra gratitud y
reconocimiento. Ha demostrado usted ser un hombre valiente e ingenioso —y
terminó tendiéndole un estuche de tafilete—: Permítame que le confiera la Orden
de San Estanislao: décima clase con laurel.
Como en un sueño, Roberts abrió el estuche y miró la ornamental
condecoración. El anciano caballero seguía diciendo:
—La gran duquesa Olga desea darle las gracias personalmente antes de
que parta.
Y fue conducido entonces a una gran sala de recepción. Allí, muy bella
en su ondeante ropaje, vio a su compañera de tren.
La dama hizo con la mano un gesto imperioso y el caballero se retiró.
—Le debo a usted la vida, mister Roberts —dijo la gran duquesa.
Y le tendió la mano, que Roberts besó. Entonces, de repente, se
inclinó hacia él.
—Es usted un hombre valiente —dijo.
Y él tendió ahora sus labios, que se unieron a los de ella. Y envuelto
en una ráfaga de perfume oriental, sostuvo por un momento en sus brazos su
forma bella y esbelta.
Se encontraba aún en medio de un sueño cuando alguien le dijo:
—El coche le conducirá a donde el señor ordene.
Una hora más tarde volvió para recoger a la Gran Duquesa Olga, que
subió a él, lo mismo que el caballero canoso. Éste se quitó la barba, que le
daba calor. El coche dejó a la Gran Duquesa Olga en una casa, en Streatham. En
la entrada, una mujer de cierta edad levantó la vista desde una mesa de té.
—Ah, mi querida Maggie, de modo que ya estás aquí.
En el expreso Ginebra-París esta muchacha era la Gran Duquesa Olga; en
el despacho de mister Parker Pyne era Madeleine de Sara y en la casa de
Streatham era Maggie Sayers, cuarta hija de una familia honrada y muy
trabajadora.
¡Cómo descienden los poderosos!
Mister Parker Pyne almorzaba con su amigo, que le decía:
—Le felicito. El hombre que me proporcionó ha llevado a cabo la
empresa sin un tropiezo. La cuadrilla Tormali debe estar desesperada al pensar
que se le han escapado los planos de este fusil. ¿Le dijo usted a su agente que
los llevaba?
—No, pensé que sería mejor... en fin, adornar la historia.
—Ha sido usted muy discreto.
—No se trata de discreción exactamente. Quería que se divirtiese. Me figuré
que un fusil le parecería una cosa mansa. Quería que tuviese algunas aventuras.
—¿Mansa? —dijo mister Bonnington mirándolo—. Pero si esa gente le
hubiera asesinado sin vacilar.
—Sí —contestó mister Parker Pyne suavemente—, pero yo no quería que le
asesinasen.
—¿Gana usted mucho dinero con su profesión, mister Parker?
—A veces lo pierdo —dijo mister Parker Pyne—. Es decir, si se trata de
un caso que lo merece.
Tres caballeros encolerizados estaban insultándose unos a otros en
París.
—¡Ese condenado Hooper! —dijo uno de ellos—. ¡Nos ha fallado!
—Los planos no los sacó nadie del despacho —dijo el segundo—. Pero
desaparecieron el miércoles, de esto estoy seguro. Y digo, por lo tanto, que
usted ha sido quien lo ha estropeado.
—Yo no
he hecho tal cosa —dijo el tercero malhumorado—. No había en el tren ningún
inglés, salvo un empleadillo que nunca había oído hablar de Peterfield ni del
fusil. Lo sé. Lo puse a prueba. Peterfield y el fusil no significaban nada para
él —y se echó a reír—. Tenía algún tipo de complejo bolchevique.
Mister Roberts estaba sentado frente a una estufa de gas. Sobre las
rodillas tenía una carta de mister Parker Pyne. En ella se incluía un cheque de
cincuenta libras «de ciertas personas que estaban encantadas del modo como se
había cumplido cierta misión».
Sobre el brazo del sillón que ocupaba había un libro de la biblioteca.
Mister Roberts lo abrió al azar: Estaba
apoyada en la puerta, como una hermosa criatura acorralada.
Bueno, él ya conocía bien todo esto.
Leyó otra frase: Olfateó el
aire. A las ventanas de su nariz llegó el olor débil y nauseabundo del
cloroformo.
También sabía lo que era.
La tomó en sus brazos y sintió la
respuesta del estremecimiento de sus labios escarlatas.
Mister Roberts exhaló un suspiro. Aquello no era un sueño. Aquello
había ocurrido. El viaje de ida había sido bastante soso, ¡pero el viaje de
vuelta! Lo había disfrutado de veras. No obstante, se sentía satisfecho de
volver a estar en casa. Tenía la vaga sensación de que aquella clase de vida
intensa no podía prolongarse indefinidamente. Aunque la Gran Duquesa Olga...
aquel último beso de despedida... participaba de la irrealidad de los sueños.
Mary y los niños regresarían al día siguiente. Mister Roberts sonrió
con alegría. Ella le diría al verlo: «Hemos tenido unas vacaciones deliciosas.
Pero me daba mucha pena pensar que estabas solo aquí, mi pobre muchacho.» Y él
le contestaría: «Todo ha ido bien, querida. He tenido que ir a Ginebra por un
asunto de la casa (una pequeña negociación algo delicada) y mira lo que me han
enviado», y le mostraría el cheque de cincuenta libras.
Se acordó de la Orden de San Estanislao, décima clase con laurel. La
había escondido, pero ¿y si Mary la encontraba? Tendría que darle muchas
explicaciones...
¡Ah! Ya lo tenía...: le diría que la había comprado en el extranjero,
una curiosidad como cualquiera.
También él formaba parte de la gloriosa compañía a la que le ocurrían
cosas.
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