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jueves, 27 de junio de 2013

El regreso de Sherlock Holmes - Sir Arthur Conan Doyle


EL REGRESO DE
SHERLOCK HOLMES
La Aventura de la Casa
Vacía
Sir Arthur Conan Doyle


En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair, ocurrido en
las más extrañas e inexplicables circunstancias, tenía interesado a todo Londres y
consternado al mundo elegante. El público estaba ya informado de los detalles del crimen
que habían salido a la luz durante la investigación policial; pero en aquel entonces
se había suprimido mucha información, ya que el ministerio fiscal disponía de pruebas
tan abrumadoras que no se consideró necesario dar a conocer todos los hechos. Hasta
ahora, después de transcurridos casi diez años', no se me ha permitido aportar los
eslabones perdidos que faltaban para completar aquella notable cadena. El crimen tenía
interés por sí mismo, pero para mí aquel interés se quedó en nada, comparado con una
derivación inimaginable, que me ocasionó el sobresalto y la sorpresa mayores de toda
mi vida aventurera. Aun ahora, después de tanto tiempo, me estremezco al pensar en
ello v siento de nuevo aquel repentino torrente de alegría, asombro e incredulidad que
inundó por completo mi mente. Aquí debo pedir disculpas a ese público que ha
mostrado cierto interés por las ocasiones v fugaces visiones que yo le ofrecía de los
pensamientos v actos de un hombre excepcional, por no haber compartido con él mis
conocimientos. Me habría considerado en el deber de hacerlo de no habérmelo
impedido una prohibición terminante, impuesta por su propia boca, que no se levantó
hasta el día 3 del mes pasado.
Como podrán imaginarse, mi estrecha relación con Sherlock Holmes había
despertado en mí un profundo interés por el delito v, aun después de su desaparición,
nunca dejé de leer con atención los diversos misterios que salían a la luz pública e, incluso,
intenté más de una vez, por pura satisfacción personal, aplicar sus métodos para
tratar de solucionarlos, aunque sin resultados dignos de mención. Sin embargo, ningún
suceso me llamó tanto la atención como esta tragedia de Ronald Adair. Cuando leí los
resultados de las pesquisas, que condujeron a un veredicto de homicidio intencionado,
cometido por persona o personas desconocidas, comprendí con más claridad que nunca
la pérdida que había sufrido la sociedad con la muerte de Sherlock Holmes. Aquel
extraño caso presentaba detalles que yo estaba seguro de que le habrían atraído
muchísimo, y el trabajo de la policía se habría visto reforzado o, más probablemente,
superado por las dotes de observación y la agilidad mental del primer detective de
Europa. Durante todo el día, mientras hacía mis visitas médicas, no paré de darle vueltas
al caso, sin llegar a encontrar una explicación que me pareciera satisfactoria. Aun a
riesgo de repetir lo que todos saben, volveré a exponer los hechos que se dieron a
conocer al público al concluir la investigación.
El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth, por
aquel entonces gobernador de una de las colonias australianas. La madre de Adair había
regresado de Australia para operarse de cataratas, y vivía con su hijo Adair y su hija
Hilda en el 427 de Park Lane. El joven se movía en los mejores círculos sociales, no se
le conocían enemigos y no parecía tener vicios de importancia. Había estado
comprometido con la señorita Edith Woodley, de Carstairs, pero el compromiso se
había roto por acuerdo mutuo unos meses antes, sin que se advirtieran señales de que la
ruptura hubiera provocado resentimientos. Por lo demás, su vida discurría por cauces
estrechos v convencionales, va que era hombre de costumbres tranquilas y carácter
desapasionado. Y sin embargo, este joven e indolente aristócrata halló la muerte de la
forma más extraña e inesperada.
A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas v jugaba constantemente, aunque
nunca hacía apuestas que pudieran ponerle en apuros. Era miembro de los clubs de
jugadores Baldwin, Cavendish y Bagatelle. Quedó demostrado que la noche de su muerte,
después de cenar, había jugado unas manos de whist en el último de los clubs
citados. También había estado jugando allí por la tarde. Las declaraciones de sus
compañeros de partida -el señor Murray, sir John Hardy y el coronel Moran- confirmaron
que se jugó al whisi y que la suerte estuvo bastante igualada. Puede que Adair
perdiera unas cinco libras, pero no más. Puesto que poseía una fortuna considerable, una
pérdida así no podía afectarle lo más mínimo. Casi todos los días jugaba en un club o en
otro, pero era un jugador prudente y por lo general ganaba. Por estas declaraciones se
supo que, unas semanas antes, jugando con el coronel Moran de compañero, les había
ganado 420 libras en una sola partida a Godfrey Milner y lord Balmoral. Y esto era todo
lo que la investigación reveló sobre su historia reciente.
La noche del crimen, Adair regresó del club a las diez en punto. Su madre y su
hermana estaban fuera, pasando la velada en casa de un pariente. La doncella declaró
que le oyó entrar en la habitación delantera del segundo piso, que solía utilizar como
cuarto de estar. Dicha doncella había encendido la chimenea de esta habitación v, como
salía mucho humo, había abierto la ventana. No oyó ningún sonido procedente de la habitación
hasta las once y veinte, hora en que regresaron a casa lado Maynooth y su hija.
La madre había querido entrar en la habitación de su hijo para darle las buenas noches,
pero la puerta estaba cerrada por dentro y nadie respondió a sus gritos y llamadas. Se
buscó ayuda v se forzó la puerta. Encontraron al desdichado joven tendido junto a la
mesa, con la cabeza horriblemente destrozada por una bala explosiva de revólver, pero
no se encontró en la habitación ningún tipo de arma. Sobre la mesa había dos billetes de
diez libras, v además 17 libras v 10 chelines en monedas de oro y plata, colocadas en
montoncitos que sumaban distintas cantidades. Se encontró también una hoja de papel
con una serie de cifras, seguidas por los nombres de algunos compañeros de club, de lo
que se dedujo que antes de morir había estado calculando sus pérdidas o ganancias en el
juego.
Un minucioso estudio de las circunstancias no sirvió más que para complicar
aún más el caso. En primer lugar, no se pudo averiguar la razón de que el joven cerrase
la puerta por dentro. Existía la posibilidad de que la hubiera cerrado el asesino, que
después habría escapado por la ventana. Sin embargo, ésta se encontraba por lo menos a
seis metros de altura v debajo había un macizo de azafrán en flor. Ni las flores ni la
tierra presentaban señales de haber sido pisadas y tampoco se observaba huella alguna
en la estrecha franja de césped que separaba la casa de la calle. Así pues, parecía que
había sido el mismo joven el que cerró la puerta. Pero ¿cómo se había producido la
muerte? Nadie pudo haber trepado hasta la ventana sin dejar huellas. Suponiendo que le
hubieran disparado desde fuera de la ventana, tendría que haberse tratado de un tirador
excepcional para infligir con un revólver una herida tan mortífera. Pero, además, Park
Lane es una calle muy concurrida y hay una parada de coches de alquiler a cien metros
de la casa. Nadie había oído el disparo. Y, sin embargo, allí estaba el muerto y allí la
bala de revólver, que se había abierto como una seta, como hacen las balas de punta
blanda, infligiendo así una herida que debió provocar la muerte instantánea. Estas eran
las circunstancias del misterio de Park Lane, que se complicaba aún más por la total
ausencia de móvil, ya que, como he dicho, al joven Adair no se le conocía ningún
enemigo y, por otra parte, nadie había intentado llevarse de la habitación ni dinero ni
objetos de valor.
Me pasé todo el día dándole vueltas a estos datos, intentando encontrar alguna
teoría que los reconciliase todos y buscando esa línea de mínima resistencia que, según
mi pobre amigo, era el punto de partida de toda investigación. Confieso que no avancé
mucho. Por la tarde di un paseo por el parque, y a eso de las seis me encontré en el
extremo de Park Lane que desemboca en Oxford Street. En la acera había un grupo de
desocupados, todos mirando hacia una ventana concreta, que me indicó cuál era la casa
que había venido a ver. Un hombre alto v flaco, con gafas oscuras y todo el aspecto de
ser un policía de paisano, estaba exponiendo alguna teoría propia, mientras los demás se
apretujaban a su alrededor para escuchar lo que decía. Me acerqué todo lo que pude,
pero sus comentarios me parecieron tan absurdos que retrocedí con cierto disgusto. Al
hacerlo tropecé con un anciano contrahecho que estaba detrás de mí, haciendo caer al
suelo varios libros que llevaba. Recuerdo que, al agacharme a recogerlos, me fijé en el
título de uno de ellos, El origen del culto a los árboles, lo que me hizo pensar que el tipo
debía ser un pobre bibliófilo que, por negocio o por afición, coleccionaba libros raros.
Le pedí disculpas por el tropiezo, pero estaba claro que los libros que yo había
maltratado tan desconsideradamente eran objetos preciosísimos para su propietario. Dio
media vuelta con una mueca de desprecio y vi desaparecer entre la multitud su espalda
encorvada y sus patillas blancas.
Mi observación del número 427 de Park Lane contribuyó bien poco a resolver el
enigma que me interesaba. La casa estaba separada de la calle por una tapia baja con
verja, que en total no pasaban del metro y medio de altura. Así pues, cualquiera podía
entrar en el jardín con toda facilidad; sin embargo, la ventana resultaba absolutamente
inaccesible, ya que no había tuberías ni nada que sirviera de apoyo al escalador, por ágil
que éste fuera. Más desconcertado que nunca, dirigí mis pasos de vuelta hacia
Kensington. No llevaba ni cinco minutos en mi estudio cuando entró la doncella,
diciendo que una persona deseaba verme. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el
visitante no era sino el extraño anciano coleccionista de libros, con su rostro afilado y
marchito enmarcado por una masa de cabellos blancos, y sus preciosos volúmenes -por
lo menos una docena encajados bajo el brazo derecho.
-Parece sorprendido de verme, señor -dijo con voz extraña v cascada.
Reconocí que lo estaba.
-Verá usted, yo soy hombre de conciencia, así que vine cojeando detrás de usted, y
cuando le vi entrar en esta casa me dije: voy a pasar a saludar a este caballero tan
amable y decirle que aunque me he mostrado un poco grosero no ha sido con mala
intención, y que le agradezco mucho que haya recogido mis libros.
-Da usted demasiada importancia a una nadería -dije yo-. ¿Puedo preguntarle
cómo sabía quién era yo?
-Bien, señor, si no es tomarme excesivas libertades, le diré que soy vecino suyo;
encontrará usted mi pequeña librería en la esquina de Church Street, donde estaré
encantado de recibirle, ya lo creo. A lo mejor es usted coleccionista, señor; aquí tengo
Aves: de Inglaterra, el Catulo, La guerra santa..., auténticas gangas todos ellos. Con
cinco volúmenes podría usted llenar ese hueco del segundo estante. Queda feo, ¿no le
parece, señor?
Volví la cabeza para mirar la estantería que tenía detrás y cuando miré de nuevo
hacia delante vi a Sherlock Holmes sonriéndome al otro lado de mi mesa. Me puse en
pie, lo contemplé durante algunos segundos con el más absoluto asombro, y luego creo
que me desmayé por primera y última vez en mi vida. Recuerdo que vi una niebla gris
girando- ante mis ojos, y cuan(lo se despejó noté que me habían desabrochado el cuello
y sentí
en los labios un regusto picante a brandy. Holmes estaba inclinado sobre mi silla con
una botellita en la mano.
-Querido Watson -dijo la voz inolvidable-. Le pido mil perdones. No podía
sospechar que le afectaría tanto.
Yo le agarré del brazo v exclamé:
-¡Holmes! ¿Es usted de verdad? ¿Es posible que esté vivo? ¿Cómo se las arregló
para salir de aquel espantoso abismo?
-Un momento -dijo él-. ¿Está seguro de encontrarse en condiciones de charlar?
Mi aparición, innecesariamente dramática, parece haberle provocado un terrible
sobresalto.
-Estoy bien. Pero, de verdad, Holmes, aún no doy crédito
a mis ojos. ¡Cielo santo! ¡Pensar que está usted aquí en mi estudio, usted precisamente!
-volví a agarrarlo de la manga y palpé el brazo delgado y fibroso que había debajo-.
Bueno, por lo menos sé que no es usted un fantasma -dije-. Querido amigo, ¡cómo me
alegro de verle! Siéntese y cuénteme cómo logró salir vivo de aquel terrible precipicio.
Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo con el estilo desenfadado de
siempre. Todavía vestía la raída levita del librero, pero el resto de aquel personaje había
quedado reducido a una peluca blanca y un montón de libros sobre la mesa. Holmes pa-
recía aún más flaco y enérgico que antes, pero su rostro aguileño presentaba una
tonalidad blanquecina que me indicaba que no había llevado una vida muy saludable en
los últimos tiempos.
-¡Qué gusto da estirarse, Watson! -dijo-. Para un hombre alto, no es ninguna
broma rebajar su estatura un palmo durante varias horas seguidas. Ahora, querido
amigo, con respecto a esas explicaciones que me pide..., tenemos por delante, si es que
puedo solicitar su cooperación, una noche bastante agitada y llena de peligros. Tal vez
sería mejor que se lo explicara todo cuando hayamos terminado el trabajo.
-Soy todo curiosidad. Preferiría con mucho oírlo ahora.
-¿Vendrá conmigo esta noche?
-Cuando quiera y a donde quiera.
-Como en los viejos tiempos. Tendremos tiempo de comer un bocado antes de
salir. Pues bien, en cuanto a ese precipicio: no o tuve grandes dificultades para salir de
él, por la sencilla razón de que nunca caí en él.
-¿Que no cavó usted?
-No, Watson, no caí. La nota que le dejé era absolutamente sincera. Tenía pocas
dudas de haber llegado al final de mi carrera cuando percibí la siniestra figura del
difunto profesor Moriarty erguida en el estrecho sendero que conducía a la salvación.
Leí en sus ojos grises una determinación implacable. Así pues, intercambié con él unas
cuantas frases v obtuve su cortés permiso para escribir la notita que usted recibió. La
dejé con mi pitillera y mi bastón y luego eché a andar por el desfiladero con Moriarty
pisándome los talones. Cuando llegamos al final, me dispuse a vender cara mi vida.
Moriarty no sacó ningún arma, sino que se abalanzó sobre mí, rodeándome con sus
largos brazos. También él sabía que su juego había terminado, y sólo deseaba vengarse
de mí. Forcejeamos al borde mismo del precipicio. Sin embargo, yo poseo ciertos
conocimientos de baritsu, el sistema japonés de lucha, que más de una vez me han
resultado muy útiles. Me solté de su presa y Moriarty lanzó un grito horrible, pataleó
como un loco durante unos instantes y trató de agarrarse al aire con las dos manos. Pero,
a pesar dé todos sus esfuerzos, no logró mantener el equilibrio v se despeñó. Asomando
la cara sobre el borde del precipicio, le vi caer durante un largo trecho. Luego chocó con
una roca, rebotó y se hundió en el agua.
Yo escuchaba asombrado esta explicación, que Holmes iba dándome entre
chupada y chupada a su cigarrillo.
-Pero ¿y las huellas? -exclamé-. Yo vi con mis propios ojos dos series de pisadas
que entraban en el desfiladero, y ninguna de regreso.
-Esto es lo que sucedió: en el mismo instante de la muerte del profesor me di
cuenta de la extraordinaria oportunidad que me ofrecía el destino. Sabía que Moriarty
no era el único que había jurado matarme. Había, por lo menos, otros tres hombres,
cuyo afán de venganza se vería acrecentado por la muerte de su jefe. Por otra parte, si
todo el mundo me creía muerto, estos hombres se confiarían, cometerían imprudencias
y, tarde o temprano, yo podría acabar con ellos. Entonces habría llegado el momento de
anunciar que todavía pertenecía al mundo de los vivos. Es tal la rapidez con que
funciona el cerebro, que creo que va había pensado todo esto antes de que el profesor
Moriarty llegara al fondo de la catarata de Reichenbach.
Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En el pintoresco relato
que usted escribió, y que yo leí con enorme interés varios meses más tarde, aseguraba
usted que la pared era lisa, lo cual no es del todo exacto. Había algunos salientes
pequeños y me pareció distinguir una cornisa. El precipicio era tan alto que parecía
completamente imposible trepar hasta arriba, pero también resultaba imposible regresar
por el sendero mojado sin dejar algunas huellas. Es cierto que podría haberme puesto las
botas al revés, como va he hecho otras veces en ocasiones similares, pero la presencia
de tres series de pisadas en la misma dirección habría hecho sospechar un engaño. En
conclusión, me pareció que lo mejor era arriesgarme a trepar. Le aseguro, Watson, que
no fue una escalada agradable. La catarata rugía debajo de mí. Soy propenso a imaginar
cosas, pero le doy mi palabra que me parecía oír la voz d e Moriarty llamándome desde
el abismo. El menor desliz habría resultado fatal. Más de una vez, cuando se desprendía
el puñado de hierba al que me agarraba o mis pies resbalaban en las grietas húmedas de
la roca, pensé que todo había terminado. Pero seguí trepando como pude, y por fin
alcancé una cornisa de más de un metro de anchura, cubierta de musgo verde y suave,
donde podía permanecer tendido cómodamente sin ser visto. Allí me encontraba,
querido Watson, cuando usted y sus acompañantes investigaban, de la forma más
conmovedora e ineficaz, las circunstancias de mi muerte.
Por fin, cuando todos ustedes hubieron sacado sus inevitables y completamente
erróneas conclusiones, se marcharon al hotel y yo quedé solo. Pensaba que ya habían
terminado mis aventuras, pero un hecho completamente inesperado me demostró que
aún me aguardaban sorpresas. Un enorme peñasco cayó de lo alto, pasó rozándome,
chocó contra el sendero v se precipitó en el abismo. Por un momento pensé que se trataba
de un accidente, pero un instante después miré hacia arriba v vi la cabeza de un
hombre recortada contra el cielo nocturno, mientras una segunda roca golpeaba la
cornisa misma en la que yo me encontraba, a un palmo escaso de mi cabeza. Por
supuesto, aquello sólo podía significar una cosa: Moriarty no había estado solo. Un
cómplice -y me había bastado aquel fugaz vistazo para saber lo peligroso que era dicho
cómplice había montado guardia mientras el profesor me atacaba. Desde lejos, sin que
yo lo advirtiera, había sido testigo de la muerte de su amigo y de mi escapatoria. Había
aguardado su momento y ahora, tras dar un rodeo hasta lo alto del precipicio, estaba
intentando conseguir lo que su camarada no había logrado.
»No tuve mucho tiempo para pensar en ello, Watson. Volví a ver aquel siniestro
rostro sobre el borde del precipicio y supe que anunciaba la caída de otra piedra. Me
descolgué hasta el sendero. Creo que habría sido incapaz de hacerlo a sangre fría,
porque bajar era cien veces más difícil que subir, pero no tuve tiempo de pensar en el
peligro, pues otra roca pasó zumbando junto a mí mientras yo colgaba agarrado con las
manos al borde de la cornisa. A la mitad del descenso resbalé, pero gracias a Dios fui a
caer en el sendero, lleno de arañazos y sangrando. Eché a correr, recorrí en la oscuridad
diez millas de montaña y una semana después me encontraba en Florencia,
con la certeza de que nadie en el mundo sabía lo que había sido de mí.
Sólo he tenido un confidente, mi hermano Mycroft. Le pido mil perdones,
querido Watson, pero era fundamental que todos me creyeran muerto, y estoy
completamente seguro de que usted no habría podido escribir un relato tan convincente
de mi desdichado final si no hubiera estado convencido de que era cierto. Varias veces
he tomado la pluma para escribirle durante estos tres años, pero siempre temí que el
afecto que usted siente por mí le impulsara a cometer alguna indiscreción que
traicionara mi secreto. Por esta razón me alejé de usted esta tarde cuando usted tiró mis
libros, porque la situación era peligrosa y cualquier señal de sorpresa y emoción por su
parte podría haber llamado la atención hacia mi identidad, con consecuencias
lamentables e irreparables. En cuanto a Mycroft, tuve que confiar en él para obtener el
dinero que necesitaba. En Londres, las cosas no salieron tan bien como yo había esperado,
ya que el juicio contra la banda de Moriarty dejó en libertad a dos de sus miembros
más peligrosos, mis dos enemigos más encarnizados. Así pues, me dediqué a viajar
durante dos años por el Tibet, y me entretuve visitando Lhassa y pasando unos días con
el Gran Lama. Quizás haya leído usted acerca de las notables exploraciones de un
noruego apellidado Sigerson, pero estoy seguro de que jamás se le ocurrió pensar que
estaba recibiendo noticias de su amigo. Después atravesé Persia, me detuve en La Meca
y realicé una breve pero interesante visita al califa de Jartum, cuyos resultados he
comunicado al Foreign Office. De regreso a Francia, pasé varios meses investigando so
bre los derivados del alquitrán de carbón en un laboratorio de Montpellier, en el sur de
Francia. Habiendo concluido la investigación con resultados satisfactorios, y enterado
de que sólo quedaba en Londres uno de mis enemigos, me disponía a regresar cuando
recibí noticias de este curioso misterio de Park Lane, que me hicieron ponerme en
marcha antes de lo previsto porque el caso no sólo me resultaba atractivo por sus
propios méritos, sino que parecía ofrecer interesantes oportunidades de tipo personal.
Llegué en seguida a Londres, me presenté en Baker Street provocándole un violento
ataque de histeria a la señora Hudson, y comprobé que Mycroft había mantenido mis
habitaciones y mis papeles tal y como siempre habían estado. Y así, querido Watson, a
las dos en punto del día de hoy me encontraba sentado en mi vieja butaca, en mi vieja
habitación, deseando que mi viejo amigo Watson ocupara la otra butaca, que tantas
veces había adornado con su persona.
Este fue el extraordinario relato que escuché aquella tarde de abril, un relato que
me habría parecido absolutamente increíble de no haberlo confirmado la visión de la
alta y enjuta figura y del rostro agudo y vivaz que yo habría creído que nunca volvería a
ver. De algún modo, Holmes se había enterado de la trágica pérdida que yo había
sufrido', y demostró sus simpatías con sus maneras mejor que con sus palabras.
-El trabajo es el mejor antídoto contra las penas, querido Watson -dijo-, y esta
noche tengo una tarea para nosotros (los que, si consigo rematarla con éxito, justificaría
por sí sola la vida de un hombre en este mundo.
Le rogué en vano que me explicara algo más.
-Antes de que amanezca habrá visto v oído lo suficiente -respondió-. Hay mucho
que hablar sobre los tres últimos años. Así ocuparemos el tiempo hasta las nueve y
media, hora en que emprenderemos la trascendental aventura de la casa vacía.
A la hora mencionada, verdaderamente como en los viejos tiempos, yo iba
sentado junto a Holmes en un cabriolé, con un revólver en el bolsillo v la emoción de la
aventura en el corazón. Cada vez que la luz de las farolas iluminaba sus austeras
facciones, yo me fijaba en que tenía las cejas fruncidas v los finos labios apretados, en
señal de reflexión. Yo no sabía qué clase de fiera salvaje íbamos a cazar en la tenebrosa
selva del delito de Londres, pero por la actitud de aquel maestro de cazadores me daba
perfecta cuenta de que la aventura era de las más serias, y la sonrisa sardónica que de
cuando en cuando rompía su ascética seriedad no presagiaba nada bueno para el objeto
de nuestra persecución.
Había pensado que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes hizo detenerse el
coche en la esquina de Cavendish Square. Al bajarse, me fijé en que dirigía inquisitivas
miradas a derecha e izquierda, y cada vez que llegábamos a una esquina tomaba las
máximas precauciones para asegurarse de que nadie nos seguía. Holmes conocía a la
perfección todas las callejuelas de Londres, y en esta ocasión me llevó con paso rápido
y seguro a través de una red de cocheras y establos cuya existencia yo ni siquiera había
sospechado. Salimos por fin a una callecita de casas antiguas y fúnebres por las que
llegamos a Manchester Street, y de ahí a Blanford Street. Aquí nos metimos rápidamente
por un estrecho pasaje, cruzamos un portón de madera que daba a un patio desierto y
entonces Holmes sacó una llave y abrió la puerta trasera de una casa. Entramos en ella y
Holmes cerró la puerta con llave.
Aunque la oscuridad era absoluta, resultaba evidente que se trataba de una casa
vacía. Nuestros pies hacían crujir y rechinar las tablas desnudas del suelo, y al extender
la mano toqué una pared cuyo empapelado colgaba en jirones. Los fríos y huesudos
dedos de Holmes se cerraron alrededor de mi muñeca y me guiaron a través de un largo
vestíbulo, hasta que percibí la luz mortecina que se filtraba por el sucio tragaluz de la
puerta. Entonces Holmes giró bruscamente a la derecha y nos encontramos en una
amplia habitación cuadrada, completamente vacía, con los rincones envueltos en
sombras y el centro débilmente iluminado por las luces de la calle. No había ninguna
lámpara a mano v las ventanas estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo, de
manera que apenas podíamos distinguir nuestras figuras. Mi compañero me puso la
mano sobre el hombro v acercó los labios a mi oreja.
-¿Sabe usted dónde estamos? -susurró.
-Yo diría que ésa es Baker Street -respondí, mirando a través de la polvorienta
ventana.
-Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros viejos
aposentos.
-¿Y por qué estamos aquí?
-Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole.
¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la ventana, con
mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un vistazo a nuestras viejas habitaciones,
punto de partida de tantas de nuestras pequeñas aventuras? Veamos si mis tres
años de ausencia me han hecho perder la capacidad de sorprenderle.
Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al posar los
ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La persiana estaba bajada y una
fuerte luz iluminaba la habitación. A través de la persiana iluminada se distinguía
claramente la negra silueta de un hombre sentado en un sillón. La postura de la cabeza,
la forma cuadrada de los hombros, las facciones afiladas, todo resultaba inconfundible.
Tenía la cara medio ladeada, y el efecto era similar al de aquellas siluetas de cartulina
negra que nuestros abuelos solían enmarcar. Se trataba de una imagen perfecta de
Holmes. Tan asombrado me sentía que extendí la mano para asegurarme de que el
original se encontraba a mi lado. Allí estaba, estremeciéndose de risa silenciosa.
-¿Qué tal? -preguntó.
-¡Cielo santo! -exclamé-. ¡Es maravilloso!
-Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita variedad -
dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo del artista ante su creación-. Se
parece bastante a mí, ¿no cree?
-Estaría dispuesto a jurar que es usted.
-El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de
Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto de cera. El resto
lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker Street.
-Pero ¿por qué?
-Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que ciertas
personas creyeran que yo estaba aquí, cuando en realidad me encontraba en otra parte.
-¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa? -Sabía que la vigilaban.
-¿Quiénes?
-Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe yace en
la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y sólo ellos, saben que sigo vivo.
Suponían que tarde o temprano regresaría a mis habitaciones, así que montaron una
vigilancia permanente v esta mañana me vieron llegar.
-¿Cómo lo sabe?
-Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un tipejo
inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy buen tocador de birimbao.
Él no me preocupaba nada. Pero sí que me preocupaba, y mucho, el formidable
personaje que tiene detrás, el amigo íntimo de Moriarty, el hombre que me arrojó las
rocas en el desfiladero, el criminal más astuto y peligroso de Londres. Ese es el hombre
que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que no sabe es que nosotros vamos a por
él.
Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel cómodo
escondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los perseguidores. La silueta
angulosa de la casa de enfrente era el cebo y nosotros éramos los cazadores. Aguardamos
silenciosos en la oscuridad, observando las apresuradas figuras que pasaban y
volvían a pasar frente a nosotros. Holmes permanecía callado e inmóvil, pero yo me
daba cuenta de que se mantenía en constante alerta, sin despegar los ojos de la corriente
de transeúntes. Era una noche fría y turbulenta v el viento silbaba estridentemente a lo
largo de la calle. Muchas personas iban y venían, casi todas embozadas en sus abrigos y
bufandas. Una o dos veces, me pareció ver pasar una figura que va había visto antes, y
me fijé sobre todo en dos hombres que parecían resguardarse del viento en el portal de
una casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté llamar la atención de mi compañero
hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una exclamación de impaciencia y continuó
clavando la mirada en la calle. Más de una vez dio pataditas en el suelo v tamborileó
rápidamente con los dedos en la pared. Resultaba evidente que se estaba impacientando
y que sus planes no iban saliendo tal y como había calculado. Por fin, ya cerca de la
medianoche, cuando la calle se iba vaciando poco a poco, Holmes se puso a dar zancadas
por la habitación, presa de una agitación incontrolable. Me disponía a hacer algún
comentario cuando levanté la mirada hacia la ventana iluminada y sufrí una nueva
sorpresa, casi tan fuerte como la anterior. Agarré a Holmes por el brazo y señalé hacia
arriba.
-¡La sombra se ha movido!
Efectivamente, va no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la espalda.
Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado las asperezas de
su carácter ni su irritabilidad ante inteligencias menos activas que la suya.
-¡Pues claro que se ha movido! -bufó-. ¿Me cree tan chapucero, Watson, como
para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los hombres más astutos de
Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos horas en esta habitación, y durante este
tiempo la señora Hudson ha cambiado de posición el busto ocho veces, es decir, cada
cuarto de hora. Se acerca siempre por delante de la figura, de manera que no se vea su
propia sombra. ¡Ah!
Holmes aspiró con agitación. En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba
la cabeza hacia delante, con todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es posible que
los dos hombres que yo había visto siguieran acurrucados en el portal, pero va no los
veía. Toda la calle estaba silenciosa v oscura, con excepción de aquella brillante ventana
amarilla que teníamos enfrente, con la negra silueta proyectada en su centro. En medio
del absoluto silencio volví a oír aquel suave silbido que indicaba una intensa emoción
reprimida. Un instante después, Holmes me arrastró hacia el rincón más oscuro de la
habitación y me puso la mano sobre la boca en señal de advertencia. Los dedos que me
aferraban estaban temblando. Jamás había visto tan alterado a mi amigo, a pesar de que
la oscura calle permanecía aún desierta y silenciosa.
Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos, va habían
captado. A mis oídos llegó un sonido bajo v furtivo que no procedía de Baker Street,
sino de la parte trasera de la casa en la que nos ocultábamos. Una puerta se abrió v
volvió a cerrarse. Un instante después, se oyeron pasos en el pasillo, pasos que
pretendían ser sigilosos, pero que resonaban con fuerza en la casa vacía. Holmes se
agazapó contra la pared y yo hice lo mismo, con la mano cerrada sobre la culata de mi
revólver. Atisbando a través de las tinieblas, logré distinguir los contornos difusos de un
hombre, una sombra apenas más negra que la negrura de la puerta abierta. Se quedó
parado un instante v luego avanzó para entrar en la habitación, encogido y amenazador.
La siniestra figura se encontraba a menos de tres metros de nosotros, y yo ya tensaba los
músculos, dispuesto a resistir su ataque, cuando me di cuenta de que él no había
advertido nuestra presencia. Pasó muy cerca de nosotros, se acercó con sigilo a la
ventana y la alzó como un palmo, con mucha suavidad y sin hacer ruido. Al agacharse
hasta el nivel de la abertura, la luz de la calle, ya sin el filtro del cristal polvoriento,
cayó de lleno sobre su rostro. El hombre parecía fuera de sí a causa de la emoción. Sus
ojos brillaban como estrellas y sus facciones temblaban. Se trataba de un hombre de
edad avanzada, con nariz fina y pronunciada, frente alta y calva, y un enorme bigote
canoso. Llevaba un sombrero de copa echado hacia atrás, y bajo su abrigo desabrochado
brillaba la pechera de un traje de etiqueta. Su rostro era sombrío y atezado, surcado por
profundas arrugas. En la mano llevaba algo que parecía un bastón, pero que al apoyarlo
en el suelo resonó con ruido metálico. A continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un
objeto voluminoso y se enfrascó en una tarea que concluyó con un fuerte chasquido,
como el que produce un muelle o un resorte al encajar en su sitio. Siempre con la
rodillas en el suelo, se inclinó hacia delante, aplicando todo su peso y su fuerza sobre
alguna especie de palanca; el resultado fue un prolongado chirrido que terminó también
con un fuerte chasquido. Entonces el hombre se enderezó y vi que lo que sostenía en la
mano era una especie de fusil, con una culata de forma extraña. Abrió la recámara,
metió algo en ella v cerró de golpe el cerrojo. Luego se volvió a agachar, apoyó el
extremo del cañón en el borde de la ventana abierta v vi cómo sus largos bigotes
rozaban la culata mientras sus ojos brillaban al enfilar el punto de mira. Oí un ligero
suspiro de satisfacción cuando se acomodó la culata en el hombro y comprobé el
magnífico blanco que ofrecía la silueta negra sobre fondo amarillo, en plena línea de
tiro. El hombre permaneció rígido e inmóvil durante un instante v luego su dedo se
cerró sobre el gatillo. Se oyó un fuerte y extraño zumbido y el prolongado tintineo de un
cristal hecho pedazos. En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda
del tirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse y agarró a
Holmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en la cabeza con la culata de
mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me lancé sobre él v, mientras lo sujetaba, mi
compañero hizo sonar con fuerza un silbato. Se oyeron pasos que corrían por la acera y
dos policías de uniforme, más
un inspector de paisano, penetraron en tromba por la puerta delantera.
-¿Es usted, Lestrade? -preguntó Holmes.
-Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría
volverle a ver en Londres, señor!
-Pensé que no le vendría mal un poco de ayuda extraoficial. Tres asesinatos sin
resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin embargo, en el misterio de
Molesey no se comportó usted con su habitual..., quiero decir, lo llevó usted bastante
bien.
Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente con un
fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse grupillos de curiosos.
Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó las persianas. Lestrade había sacado dos
velas y los policías habían destapado sus linternas. Entonces pude, por fin, echarle un
buen vistazo a nuestro prisionero.
El rostro que nos encaraba era tremendamente viril, pero de expresión siniestra,
con la frente de un filósofo por arriba y la mandíbula de un depravado por abajo. Debía
de tratarse de un hombre con grandes dotes tanto para el bien como para el mal, pero
resultaba imposible mirar sus ojos azules y crueles, con los párpados caídos y la mirada
cínica, o la agresiva nariz en punta y la amenazadora frente surcada de arrugas, sin leer
en ellos las claras señales de peligro colocadas por la Naturaleza. No hacía caso de
ninguno de nosotros y mantenía los ojos clavados en el rostro de Holmes, con una
expresión que combinaba a partes iguales el odio y el asombro. Y no dejaba de
murmurar entre dientes:
-¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto!
-¡Ah coronel! -dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la camisa-.
Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo que no he tenido el gusto
de verle desde que me hizo objeto de sus atenciones cuando yo estaba en aquella cornisa
sobre la catarata de Reichenbach.
El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance.
-Todavía no les he presentado -dijo Holmes-. Este caballero es el coronel
Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en la India y que ha sido el
mejor cazador de caza mayor que ha producido nuestro Imperio Occidental. ¿Me
equivoco, coronel, al decir que nadie le ha superado aún en número de tigres cazados?
El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a mi
compañero; con sus ojos de salvaje y su hirsuto bigote, él mismo se parecía
prodigiosamente a un tigre.
-Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a un shikari5
con tanta experiencia -dijo Holmes-. Debería resultarle muy conocida. ¿Nunca ha atado
usted un cabrito debajo de un árbol, para apostarse entre las ramas con su rifle y
aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casa vacía es mi árbol y usted es mi
tigre. Es posible que llevara usted rifles de reserva, por si se presentaban varios tigres o
por si se daba la improbable circunstancia de que le fallara la puntería. Pues bien -dijo
señalando a su alrededor-, éstos son mis rifles de reserva. El paralelismo es exacto.
El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los policías le
hicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era algo terrible de contemplar.
-Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa -continuó Holmes-
. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía y esta ventana tan
conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde la calle, donde mi amigo Lestrade
y sus alegres camaradas le estaban aguardando. Exceptuando este detalle, todo ha salido
como yo esperaba.
El coronel Moran se volvió hacia el inspector.
-Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme v puede que no -
dijo-. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que tenga que aguantar las burlas
de este individuo. Si estoy en manos de la ley, que las cosas se hagan de manera legal.
-Bien, eso es bastante razonable -dijo Lestrade-. ¿No tiene nada más que decir
antes de que nos vayamos, señor Holmes? Holmes había recogido del suelo el potente
fusil de aire comprimido v estaba examinando su mecanismo.
-Un arma admirable y originalísima -dijo-. Silenciosa y de tremenda potencia.
Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que la construyó por
encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he sabido de su existencia, pero
hasta ahora no había tenido la oportunidad de examinarla. Se la encomiendo de manera
muy especial, Lestrade, junto con sus correspondientes balas.
-Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes -dijo Lestrade mientras
todo el grupo se dirigía hacia la puerta-. ¿Algo más?
-Sólo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido.
-¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor Sherlock
Holmes.
-De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el asunto. A
usted, y sólo a usted, le corresponde el mérito de la importantísima detención que acaba
de practicar. Sí, Lestrade, le felicito. Con su habitual combinación de astucia v audacia,
ha conseguido usted atraparlo.
-¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes?
-Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel Sebastian
Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala explosiva, disparada con un
fusil de aire comprimido a través de la ventana del segundo piso de Park Lane, número
427, el día 30 del mes pasado. Esa es la acusación, Lestrade. Y ahora, Watson, si es
usted capaz de soportar la corriente que se forma con una ventana rota, creo que le
resultará muy entretenido y provechoso pasar media hora en mi estudio mientras fuma
un cigarro.
Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias a la
supervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la señora Hudson. Es
cierto que al entrar observé una pulcritud desacostumbrada, pero los viejos puntos de
referencia seguían todos en su sitio. Allí estaba el rincón de química, con la mesa de
madera manchada de ácido. Sobre un estante se veía la formidable hilera de álbumes de
recortes y libros de consulta que tantos de nuestros conciudadanos habrían quemado con
sumo placer. Los gráficos, el estuche de violín, el colgador de pipas..., hasta la babucha
persa que contenía el tabaco..., todo me saltaba a la vista al mirar a mi alrededor. En la
habitación había dos ocupantes: uno de ellos era la señora Hudson, que nos miró
radiante al vernos entrar; el otro era el extraño maniquí que tan importante papel había
desempeñado en las aventuras de aquella noche. Era un busto de mi amigo en cera de
color, admirablemente ejecutado v con un parecido absoluto. Estaba colocado sobre una
mesita que le servía de pedestal v envuelto en una vieja bata de Holmes, de manera que,
visto desde la calle, la ilusión era perfecta.
-Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson -dijo
Holmes.
-Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo.
-Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar la bala?
-Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le atravesó la
cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la alfombra y aquí la tiene.
Holmes me la mostró.
-Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial. ¿Quién
iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de aire comprimido? Muy bien,
señora Hudson, le estoy agradecido por su cooperación. Y ahora, Watson, haga el favor
de ocupar una vez más su antiguo asiento, ya que me gustaría discutir con usted varios
detalles.
Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los viejos
tiempos, con el batín de color pardusco con que había vestido a su efigie.
-Los nervios del viejo shikari1 siguen tan bien templados como siempre, y su
vista igual de aguda -dijo riendo, mientras inspeccionaba la frente reventada de su
busto-. Un balazo en el centro de la nuca, que atraviesa el cerebro de parte a parte. Era
el mejor tirador de la India y no creo que haya muchos en Londres que le superen. ¿No
había oído hablar de él?
-Nunca.
-¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había usted oído
hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los mejores cerebros de este
siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de biografías, que está en ese estante.
Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su asiento y emitiendo
grandes nubes de humo con su cigarro.
-Mi colección de emes es de lo mejorcito -dijo-. Sólo con Moriarty bastaría para
dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a Morgan, el envenenador, Merridew,
de funesto recuerdo, y Mathews, que me saltó el colmillo izquierdo de un puñetazo en la
sala de espera de Charing Cross. Y aquí tenemos por fin a nuestro amigo de esta noche.
Me pasó el libro y leí: Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió en el 1. °
de Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de sir Augustus Moran,
C.B., ex embajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford. Sirvió en la campaña
de Jowaki, en la campaña de Afganistán, en Charasiab (menciones elogiosas),
Sherpur y Kabul. Autor de Caza mayor en el Himalaya occidental, 1881; Tres meses en
la jungla, 1884. Dirección: Conduit Street. Clubs: el Anglo-Indio, el Tankerville, el Bagatelle
Card Club.»
Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes:
El segundo hombre más peligroso de Londres.»
-Es asombroso -dije, devolviéndole el volumen-. La carrera de este hombre es la
de un militar honorable.
-Es cierto -respondió Holmes-. Hasta cierto punto, se portó muy bien. Siempre
fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la India la historia de
cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a un tigre herido, devorador de hombres.
Algunos árboles, Watson, crecen derechos hasta cierta altura y de pronto
desarrollan cualquier extraña deformidad. Lo mismo sucede a menudo con las personas.
Sostengo la teoría de que el desarrollo de cada individuo representa la sucesión
completa de sus antepasados, y que cualquier giro repentino hacia el bien o hacia el mal
obedece a una poderosa influencia introducida en su árbol genealógico. La persona se
convierte, podríamos decir, en una recapitulación de la historia de su familia.
-Una teoría bastante extravagante, diría yo.
-Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran, empezó a
descarriarse. Aún sin dar lugar a ningún escándalo público, la india le llegó a resultar
demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres y también aquí adquirió mala
1 Palabra india que significa “cazador” o “deportista”.
reputación. Fue entonces cuando le localizó el profesor Moriarty, para quien actuó
durante algún tiempo como jefe de su Estado Mayor. Moriarty le proporcionaba dinero
en abundancia, y sólo le utilizó en uno o dos trabajos de primerísima categoría, que
quedaban fuera del alcance de un criminal corriente. Quizás recuerde usted la muerte de
la señora Stewart, de Lauder, en 1887. ¿No? Bueno, pues estoy seguro que Moran
estuvo en el fondo del asunto; pero no se pudo demostrar nada. El coronel tenía las
espaldas tan bien cubiertas que, incluso después de la desarticulación de la banda de
Moriarty, resultó imposible acusarle de nada. ¿Se acuerda de aquella noche en que fui a
su casa y cerré las contraventanas por temor a los fusiles de aire comprimido? Sabía
muy bien lo que me hacía: estaba enterado de la existencia de este extraordinario fusil v
sabía también que lo manejaba uno de los mejores tiradores del mundo. Cuando fuimos
a Suiza, él nos siguió en compañía de Moriarty, y no cabe duda de que fue él quien me
hizo pasar aquellos cinco minutos de infierno en la cornisa de Reichenbach.
Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con bastante
atención los periódicos, a la espera de una oportunidad de echarle el guante. Mi vida no
tenía sentido mientras él anduviese suelto por Londres. Su sombra pesaría sobre mí
noche v día, v tarde o temprano encontraría una oportunidad de caer sobre mí. ¿Qué
podía hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro, porque iría a parar a la cárcel.
Tampoco serviría de nada recurrir a un magistrado. Los jueces no pueden actuar
basándose en lo que a ellos tiene que parecerles una sospecha disparatada. Así que no
podía hacer nada. Pero seguía leyendo los sucesos, porque estaba seguro de que tarde o
temprano le pillaría. Y entonces se produjo la muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin
había llegado mi oportunidad! Sabiendo lo que yo sabía, ¿no resultaba evidente que el
coronel Moran era el culpable? Había jugado a las cartas con el joven; le había seguido
a su casa desde el club; le había disparado a través de la ventana abierta. No cabía duda
alguna. Sólo con las balas bastaría para echarle la soga al cuello . Así que vine inmediatamente.
El hombre que vigilaba mi casa me vio, y yo estaba seguro de que informaría a
su jefe de mi presencia. Como es natural, el coronel relacionaría mi súbito regreso con
su crimen y se alarmaría terriblemente. No me cabía duda de que intentaría quitarme de
en medio cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le dejé un blanco perfecto
en la ventana v, después de avisar a la policía de que sus servicios podrían ser
necesarios -por cierto, Watson, usted los localizó a la perfección en aquel portal-, me
instalé en lo que me pareció un excelente puesto de observación, sin imaginar que él
elegiría el mismo lugar para atacar. Y ahora, querido Watson, ¿queda algo por aclarar?
-Sí -dije-. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moran para
asesinar al honorable Ronald Adair. -¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el terreno
de las conjeturas, donde la mente más lógica puede fracasar! Cada uno puede elaborar
su propia hipótesis, basándose en las pruebas existentes, y la suya tiene tantas
posibilidades de acertar como la mía.
-Pero usted tiene ya la suya, ¿no?
-Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que el
coronel Moran v el joven Adair habían ganado una suma considerable jugando de
compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas; sé desde hace mucho
tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen Adair se dio cuenta de que Moran
era un tramposo. Lo más probable es que hablara con él en privado, amenazándole con
revelar la verdad a menos que Moran se diese de baja en el club v prometiera no volver
a jugar a las cartas. Es muy poco probable que un joven como Adair provocase un
escándalo de buenas a primeras denunciando a un hombre muy conocido v mucho
mayor que él. Lo lógico es que actuara tal como yo digo. Para Moran, quedar excluido
de los clubs significaba la ruina, ya que vivía de lo que ganaba trampeando a las cartas.
Así que asesinó a Adair, que en aquel mismo momento estaba calculando el dinero que
tenía que devolver, ya que consideraba inaceptable quedarse con el fruto de las trampas
de su compañero. Cerró la puerta para que las damas no le sorprendieran e insistieran en
que les explicara lo que estaba haciendo con la lista y el dinero. ¿Qué tal se sostiene
esto?
-Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo.
-El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que pase, el
coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire comprimido de Von
Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y Sherlock Holmes queda libre de
nuevo para dedicar su vida a examinar los interesantes problemillas que la complicada
vida de Londres nos plantea sin cesar.

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