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sábado, 19 de enero de 2013

LA VENGANZA DE NOFRET - Agatha Christie





LA VENGANZA
DE NOFRET
Agatha Christie


GUÍA DEL LECTOR
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los
principales personajes que intervienen en esta obra:
ANK: Hija menor de Sobek y Kait.
ESA: Abuela de Yahmose, Renisenb, Sobek e Ipy.
HENET: Sirvienta, vieja y fiel esclava de esta familia.
HORI: Hombre de confianza, intendente del viejo Imhotep.
IMHOTEP: Sacerdote, hacendado agricultor y padre de Yahmose,
Renisenb, Sobek e Ipy.
IPY: Hijo menor de Imhotep.
KAIT: Esposa de Sobek.
KAMENI: Escriba y pariente de Imhotep.
KHAY: Marido fallecido de Renisenb.
MERIPTAH: Magnate egipcio, cuya tumba está al cuidado del
sacerdote Imhotep.
MERSU: Sacerdote y entendido médico.
MONTU: Sacerdote del templo de Athor.
NOFRET: Joven bellísima, concubina de Imhotep.
SATIPY: Esposa de Yahmose.
RENISENB: Hija de Imhotep, viuda.
SOBEK: Segundo hijo de Imhotep.
TETI: Hijita única de Renisenb.
YAHMOSE: Primogénito de Imhotep.


Al profesor S. R. K. Glanville
Querido Esteban:
Fuiste tú, quien me sugirió la idea de situar la acción de una novela
detectivesca en el antiguo Egipto, y a no ser por tu ayuda y aliento
este libro no habría llegado a publicarse.
Quiero hacer constar aquí mi gratitud por la interesante literatura que
me has prestado, y darte las gracias, una vez más, por la paciencia
con que respondiste siempre a mis preguntas y por el tiempo que
habrás perdido. No es preciso decir el interés que me ha producido
escribirla.
Tu affma. y agradecida amiga.
AGATHA CHRISTIE.


NOTA DE LA AUTORA
La acción de este libro se desarrolla en Tebas, Egipto, en la orilla del
Nilo, por el año 000 a. de J. C. Época y lugar son accidentales,
cualquier otro tiempo y ambiente hubieran servido lo mismo; pero
sucede que la inspiración del argumento y los personajes brotaron de
dos o tres cartas egipcias de la Dinastía halladas hará unos veinte
años por la expedición a Egipto del Museo Metropolitano de Arte de
Nueva York, en una tumba pétrea cerca de Luxor, que fueron
descifradas por el profesor Battiscombe y publicadas en el Boletín del
Museo.
Los términos «hermano» y «hermana» que aparecen en los textos
egipcios significan por lo general «amante» y pueden sustituirse por
«marido» y «mujer», como lo son a veces en este libro.
El calendario agrícola del antiguo Egipto, consistente en tres
estaciones de cuatro meses de treinta días, regía la vida de los
labriegos. Añadiéndole cinco, calendario oficial del año de 6 días.
Este «año» originalmente comenzaba con la llegada a Egipto de la
crecida del Nilo, en la tercera semana de julio según nuestros
cálculos; mas, por carecer de año bisiesto al cabo de los siglos, es
decir, en la época de nuestra historia, el primer día del año oficial
cayó unos seis meses antes del principio del año agricultor, esto es,
en enero en vez de julio. Para evitar que el lector se vea precisado a
llevar la cuenta de estos seis meses de diferencia, las fechas
empleadas en las cabeceras de cada capítulo, están redactadas según
el calendario agrícola de aquel tiempo. Esto es: Inundación, de
últimos de julio a últimos de noviembre; invierno, de últimos de
noviembre a últimos de mayo; y verano, desde fines de mayo a fines
de julio.


CAPÍTULO UNO
Segundo mes de Inundación
Renisenb miraba el Nilo.
Oía a distancia las voces de sus hermanos, Yahmose y Sobek,
disputando sobre si determinados diques necesitaban reparación o
no. Sobek, como siempre, se expresaba en tono alto y confiado.
Tenía la costumbre de asentar sus juicios con toda certidumbre. En
cambio, Yahmose hablaba en voz baja y un tanto incierta, que
delataba ansiedad y duda. Yahmose se sentía siempre inquieto por
una cosa o por otra. Era el primogénito de la familia y, mientras
duraba la ausencia de su padre, que había marchado al norte, a él le
correspondía hasta cierto punto la dirección de las fincas. Yahmose
era despacioso, cauto e inclinado a encontrar dificultades donde no
existían. Tenía el cuerpo recio y tosco y los movimientos lentos y le
faltaban la seguridad y la jovialidad de Sobek.
Renisenb, desde su más tierna infancia, recordaba haber oído
disputar a sus hermanos. Esto le produjo una repentina impresión de
tranquilidad. Había retornado a su casa...
Pero al mirar el río, de aguas brillantes y pálidas, otra vez sintió
renacer su dolor y su rebeldía contra los hados. Khay, su joven
marido, había fallecido. Khay el de la faz riente y fuertes hombros
estaba con Osiris en el Reino de la Muerte... Y su amada Renisenb se
hallaba desolada. Ocho años habían pasado juntos los dos (Renisenb
se casó siendo casi una niña), y de aquí que ahora la viuda,
acompañada de Teti, la hija de Khay, había regresado a la casa
paterna.
Por un momento le pareció no haber abandonado aquella mansión
jamás.
«Olvidaría —se dijo— los años de descuidada dicha, súbitamente
convertida en intensa pena. Volvería a ser Renisenb, la
despreocupada hija de Imhotep, el sacerdote.»
El amor de la joven por su esposo había sido una cosa cruel,
engañosa en su dulzura. Aquel mocetón de sólidos hombros
broncíneos y boca riente, se encontraba ahora embalsamado,
envuelto en vendajes, provisto de amuletos para ayudarle en su viaje
al otro mundo. No volvería Khay a navegar por el río en su lancha,
pescando, mientras Renisenb, tendida en el fondo, con la niña a su
lado, coreaba las risas de su marido.
Renisenb pensó:
«No quiero acordarme de eso. He vuelto a mi casa y todo es lo que
era. Teti ha olvidado ya a su padre y juega y ríe con las demás niñas.
Yo haré lo mismo.»
Volvióse hacia la casa. Varios jumentos cargados se dirigían a la
ribera. Pasando junto a graneros y cobertizos Renisenb penetró en el
jardín. Había en él un lago artificial, rodeado de adelfas y jazmines y
sombreado por sicómoros bellos y esbeltos.
Sonaban las voces agudas de Teti y los otros niños, entrando y
saliendo, a la carrera, del pabelloncito inmediato al estanque. Teti
jugaba con un león de madera que abría y cerraba la boca cuando se
le tiraba de un cordel. Ese mismo juguete había complacido mucho a
Renisenb, de niña.
Pensó otra vez, satisfecha: «He vuelto a mi casa...» Nada había
cambiado; todo seguía siendo lo que fuera antes. La vida aquí parecía
una cosa continua, segura, inmutable. Ahora la niña era Teti, y
Renisenb una más entre las madres que en la morada vivían, pero el
ambiente y la esencia de las cosas no habían cambiado.
Una pelota con que jugaban los niños llegó a los pies de la viuda.
Cogiéndola, Renisenb la lanzó a los pequeños, entre risas.
Cruzando el pórtico de columnas vistosamente coloreadas, penetró en
el edificio. Atravesó la vasta sala central, cuyos frisos ornaban lotos y
amapolas, y llegó a las habitaciones ocupadas por las mujeres, en la
zona posterior de la casa.
Escuchó con placer las voces, tan familiares. Satipy y Kait discutían,
como siempre. La voz de Satipy sonaba alta, dominadora, imperiosa.
Porque Satipy, esposa de Yahmose era alta, enérgica, gritadora,
autoritaria y, en su estilo, bella. De continuo dictaba la ley a los
demás, reprendía a los criados, encontraba defectos en todo, hacía
ejecutar, a fuerza de vituperios y órdenes, cosas imposibles. Todos
temían su lengua y se apresuraban a obedecer sus mandatos.
Yahmose admiraba a su resuelta esposa y se dejaba tiranizar por ella
de un modo que enfurecía a Renisenb.
Cuando cesaba la voz chillona de Satipy, sonaba la tranquila y
obstinada de Kait. Kait, anchota y fea, era la mujer del gallardo
Sobek. Vivía consagrada a sus hijos y rara vez pensaba en nada más
ni hablaba de otra cosa. En sus disputas con su cuñada sólo usaba un
arma: la de repetir incansablemente los primeros alegatos que
hiciera. No se acaloraba ni excitaba, y ni por un momento tenía en
cuenta otro criterio que el propio. Sobek quería mucho a su esposa y
solía hablarle de todos sus asuntos, en la certeza de que ella no le
replicaría, ya que, mientras fingía escuchar, estaba con toda
seguridad absorta en reflexionar sobre algo concerniente a los
chiquillos.
Satipy gritaba:
—¡Si Yahmose tuviera los arrestos de un ratón, no toleraría eso! En
ausencia de Imhotep, él es el amo aquí. Y yo, como mujer suya, debo
tener el derecho a escoger antes que nadie los colchones y
almohadones que me convengan. Ese hipopótamo de esclava negra...
La voz pastosa y profunda de Kait dijo:
—No te comas el pelo del muñeco, pequeña. Toma este dulce, que
sabe mucho mejor.
—Eres una grosera, Kait. Ni siquiera atiendes a lo que te digo.
—El almohadón azul es mío. Mira a la pobre Ank. ¡Cómo intenta
andar!
—Eres tan estúpida como tus hijos, lo que ya es decir, Kait. Pero no
te consentiré que atropelles mis derechos.
Un paso quedo sonó junto a Renisenb. Volviéndose, la joven
experimentó el viejo y conocido sentimiento de disgusto que siempre
la acometía cuando divisaba a la sirvienta Henet.
La flaca faz de Henet se crispó en su forzada sonrisa usual.
—Ya veo que piensas, Renisenb, que las cosas no han cambiado en
nada. ¡No sé cómo toleramos la lengua de Satipy! Kait tiene la suerte
de poder replicarle, lo que no nos es hacedero a todas. Yo no sé
salirme de ser lo que soy, y agradezco mucho a tu padre el que me
proporcione albergue y alimento. Tu padre es muy bueno. Yo siempre
he procurado corresponderle, echando una mano donde quiera que
hace falta. No porque espere gratitud. Si tu buena madre hubiese
vivido, todo habría resultado diferente. Era una excelente mujer y me
apreciaba. Nos tratábamos como hermanas. En fin, yo he cumplido
mi compromiso con ella. Cuando estaba moribunda, me pidió que
mirase por sus hijos, y lo he hecho, sin esperar que me lo
agradeciesen. He sido la esclava de todos y nadie me toma en serio.
Es igual.
Deslizóse fuera de la habitación como una anguila, y entró en el
cuarto contiguo.
—Acerca de esos almohadones —empezó—, te diré, Satipy, y
perdona, que, según Sobek...
Renisenb se apartó. Todos en la casa miraban mal a Henet. Quizás
ello se debiera a su voz quejumbrosa, a su continua piedad de sí
misma, a la malignidad con que procuraba encizañar las discusiones.
«Si eso la divierte, allá ella», pensó Renisenb. La vida de Henet no
debía ser atrayente. Trabajaba mucho y nadie se lo apreciaba. Pero
era imposible apreciárselo, porque el oírla siempre alardear de su
laboriosidad helaba todo impulso generoso.
Quizás Henet, se dijo Renisenb, fuera de esas personas cuyo destino
consiste en consagrarse a los demás sin que nadie se consagre a ella.
Era fea y poco atractiva. Conocía siempre cuanto en la casa pasaba.
Se movía sin ruido, atentos los oídos y los ojos a todo. En ocasiones
se reservaba sus descubrimientos, mientras otras veces iba con
chismes a los de la casa, complaciéndose en observar los resultados
de sus habladurías.
Cuando alguien de la familia pedía a Imhotep que despidiese a Henet,
Imhotep se negaba en redondo. Era acaso el único de la casa que
estimaba a Henet, quien le correspondía con un apego y unas lisonjas
que indignaban a todos los demás.
Renisenb escuchó por un momento la disputa de sus cuñadas,
azuzadas por la intervención de Henet. Luego se dirigió al cuarto de
su abuela, Esa, a quien asistían dos muchachitas negras, esclavas de
la familia. La vieja examinaba unas ropas que le habían llevado las
rapazas y reprendía a una y otra de un modo regañón y amistoso
típico en ella.
Todo seguía igual que antaño, sí. Únicamente Esa se había encogido
un tanto. Pero su voz era idéntica, e idénticas sus palabras a las que
solía proferir ocho años atrás.
Renisenb volvió a salir sin que Esa ni las esclavas reparasen en ella.
Un momento se detuvo la joven ante la puerta abierta de la cocina.
Olía a pato asado y muchas voces charlaban, disputaban y reían
simultáneamente. Se veía un montón de legumbres listas para ser
hervidas.
Desde donde se hallaba Renisenb lo percibía todo; las voces
descompasadas de la cocina, la chillona de Esa, la estridente de
Satipy y la profunda de Kait. Una babel de tonos femeninos
discutiendo, riñendo, riendo, quejándose, calmando...
Renisenb se sintió harta. Así eran todas las casas donde había
muchas mujeres. De continuo gritos, siempre palabras, pero hechos
nunca.
Evocó a Khay, silente en el bote, donde se preparaba a arponear a los
peces... Y pensó que en su hogar de casada no había existido un
chachareo tan fútil como el de la morada de su padre.
Salió de la casa. Reinaba fuera, bajo el calor, una apagada quietud.
Sobek volvía de los campos y, a distancia, se veía a Yahmose
dirigirse a la tumba.
Renisenb tomó el camino de los acantilados de piedra caliza donde se
abría la Tumba. Yacía en ella el magnate Meriptah, y el padre de
Renisenb era el sacerdote encargado de cuidarla. Todas las tierras y
bienes de la propiedad formaban parte de la dotación de la Tumba.
Cuando Imhotep se ausentaba, las tareas de guardián del sepulcro
correspondían a Yahmose, como hijo mayor.
Subiendo lentamente el empinado sendero, Renisenb vio a su
hermano hablar con Hori, el hombre de confianza de su padre. Los
dos se hallaban en una pequeña cámara de roca contigua a la de las
ofrendas.
Hori había extendido sobre sus rodillas una hoja de papiro y Yahmose
se inclinaba para mirarla.
Los dos hombres sonrieron a Renisenb al verla llegar y sentarse a la
sombra. Yahmose y ella se habían querido siempre mucho. Yahmose
se hacía amar por su carácter afable. Hori, cuando Renisenb era
pequeña, la había querido también, a su modo grave y serio, y en
ocasiones solía recomponerle sus juguetes rotos.
Antaño Hori era joven, taciturno y grave, con dedos ágiles y finos.
Ahora, aunque algo envejecido, no había cambiado en lo demás. Su
sonrisa era la de siempre, simpática, acogedora.
Yahmose y Hori dialogaban:
—Setenta y tres medidas de cebada.
—En total, ciento veinte de cebada y doscientas treinta de lo otro...
—Falta cobrar, en aceite, el importe total de la madera.
Siguieron hablando. Renisenb se sentía contenta. Oía las voces de los
hombres como los acordes de fondo de una música. Al fin Yahmose
entregó el papiro a Hori.
Renisenb, viendo otro rollo de papiro, preguntó:
—¿Hay carta de nuestro padre?
Hori asintió.
—¿Y qué dice?
Y, desenvolviendo la hoja, miró los signos que tan enigmáticos le
resultaban.
Hori, sonriendo, se inclinó sobre el hombro de la muchacha y,
pasando el dedo sobre los renglones leyó. La epístola estaba
redactada en el pomposo estilo propio de los amanuenses
profesionales de Heracleópolis:
«El sacerdote Imhotep servidor del Estado, dice:
»Os deseo que os halléis en tan buena salud como la de quien va a
vivir un millón de veces. Así el dios Herishaf, señor de Heracleópolis,
y los demás dioses, os ayuden. Así el dios Ptah os conceda el júbilo
de corazón de quien llega a la vejez. El hijo habla a su madre, el
servidor del Estado se dirige a su madre, Esa. ¿Cómo estás de salud,
paz y lo demás de la vida? Los demás de la casa, ¿cómo estáis? Y tú,
hijo Yahmose, ¿cómo estás de paz, salud y lo demás de la vida?
Procura sacar a las tierras el mayor provecho posible. Trabaja de
firme, cava hasta hundir la cara en la tierra. Si eres laborioso, yo te
ensalzaré ante Dios...»
Renisenb rió.
—¡Ya trabaja bastante el pobre Yahmose!
Las palabras de la carta le hacían recordar a su padre, con su
pomposidad, sus continuas instrucciones, sus exhortaciones...
Hori continuó:
«Cuida mucho de mi hijo Ipy que creo que se siente descontento.
Ocúpate de que Satipy trate bien a Henet. Escríbeme sobre la
cosecha de lino y la del aceite. Guarda el producto de mis siembras y
conserva todo lo mío, porque de ello te hago responsable. Si se
inundan mis tierras, ¡ay de ti y de Sobek!»
—Mi padre es el de siempre —sonrió Renisenb—. Imagina que si está
ausente, todo anda de mal modo.
Y, soltando el papiro añadió:
—Todo sigue como antes.
Hori no contestó. Tomó un papiro y empezó a escribir. Renisenb le
miró en silencio. Se sentía harto contenta para hablar.
Dijo al fin con voz lenta:
—Debe ser interesante saber escribir. ¿Por qué no aprenderán todos?
—Porque no es necesario.
—Acaso necesario no; pero agradable, sí.
—¿Para qué querrías tú saber escribir, Renisenb?
Renisenb reflexionó y dijo:
—No lo sé, Hori.
Hori repuso:
—Hoy bastan unos pocos escribas para todas las necesidades aunque
imagino que llegará día en que haya un ejército de escribas en
Egipto. Estamos viviendo en el alborear de tiempos muy grandes.
—Que existan muchos escribas será una buena cosa —dijo Renisenb.
Hori repuso:
—No estoy muy seguro de ello.
—¿Por qué no?
—Porque es muy fácil escribir: «Diez medidas de cebada», o «Diez
campos de lino...». Mas luego lo escrito parece convertirse en cosa
real, y de este modo autores y escribas vendrán a despreciar a
quienes aran los campos, recogen la cosecha y atienden al ganado.
Pero campos, cosechas y ganado son reales y no meros signos en un
papiro. Y cuando no queden escribas, y los papiros que ellos
compusieron se hayan dispersado, seguirá habiendo hombres que
trabajen la tierra y existirá Egipto.
Renisenb miró con fijeza a su interlocutor.
—Te comprendo. Sólo son reales las cosas que pueden verse, tocarse
y comerse. Escribir: «Tengo doscientas cuarenta medidas de cebada»
no quiere decir nada, si la cebada no se tiene. Pueden escribirse
mentiras a montones.
Hori, notando la seriedad de la joven, sonrió. Renisenb dijo:
—¿Te acuerdas de cuando me arreglaste mi león de madera?
—Sí.
—Teti juega ahora con el mismo león.
Y, tras una pausa, añadió:
—Cuando murió Khay me entristecí mucho. Pero, puesto que he
regresado a casa y veo que todo sigue lo mismo, volveré a
alegrarme.
—¿Crees que todo sigue lo mismo?
Renisenb contempló al hombre con intensidad.
—No te entiendo, Hori.
—Todo cambia. Ocho años son ocho años.
—Yo deseo que todo continúe igual.
—Pero tú no eres la Renisenb que se casó con Khay.
—Sí lo soy. O volveré pronto.
Hori movió la cabeza.
—Es imposible volverse atrás, Renisenb. Si yo tomo una medida de
grano y añado la mitad, más un cuarto y luego un décimo, la
cantidad no será la misma.
—Yo sigo siendo Renisenb.
—Con añadidos que te han hecho una Renisenb diferente.
—No, no. Y tú eres el mismo Hori.
—No. He cambiado.
—Te digo que sí. Y Yahmose, siempre inquieto y preocupado, es el
mismo también. Y es la misma Satipy, con sus imperiosidades. Ella y
Kait disputando sobre colchones y almohadas, sin perjuicio luego de
ponerse a reír juntas, como las mejores amigas del mundo. Henet
continúa espiándolo todo y jactándose de su adhesión, y mi abuela
discute con las muchachas a propósito de la ropa blanca. Y cuando
venga mi padre habrá gran revuelo, como siempre, y empezará a
preguntar por qué no se ha hecho esto y lo de más allá. Y Yahmose
se sentirá disgustado, y Sobek contestará con insolencia, y mi padre
mimará a Ipy, que tiene dieciséis años, como cuando tenía ocho. No
ha cambiado nada.
Hori suspiró.
—No te haces cargo de las cosas, Renisenb —dijo—. Hay males que
nos acometen desde el exterior, y ésos son visibles para todos. Pero
otros nacen en nuestro interior y nos consumen sin que lo notemos,
al modo que la fruta se pudre por dentro.
Renisenb miró a su interlocutor. Hori parecía más bien que dialogar,
hablar consigo mismo.
—Me asustas, Hori —murmuró la joven.
—También me asusto a mí.
—¿De qué mal hablas?
Él, mirándola, sonrió.
—¡Bah! Olvida mis palabras, Renisenb. Estaba pensando en los males
que atacan las cosechas.
Renisenb suspiró, consolada:
—Lo celebro. No sé lo que se me había ocurrido pensar.
Y dejó a los hombres.


CAPÍTULO DOS
Tercer mes de Inundación — Día
Satipy hablaba a Yahmose con aquella su voz alta y estridente que
rara vez cambiaba de tono.
—Te digo que has de hacer valer tus derechos, porque si no, nadie te
respetará. Tu padre te dice lo que tienes que hacer y te riñe por
cosas que él quisiera que hubieses hecho. Tú respondes que sí a todo
y te excusas de no haber cumplido cosas que te consta que eran
imposibles. Tu padre te trata como un chiquillo de la edad de Ipy.
—No, mi padre no me trata como a Ipy.
Satipy asió la nueva posibilidad con redoblada malevolencia.
—¡Claro que no! Está loco por ese chicuelo mimado. Ipy se va
volviendo insoportable. No trabaja y se queja de todo lo que se le
manda. Y todo porque sabe que tu padre le da siempre la razón. Tú y
Sobek tenéis que acabar con eso.
Yahmose se encogió de hombros.
—Será inútil intentarlo.
—Tú me harás enloquecer, Yahmose. No tienes ánimo. Eres blando
como una mujer. A todo lo que manda tu padre te doblegas.
—Le quiero mucho.
—Y él abusa de ello. Cargas con las culpas que no tienes y no replicas
nunca. Mira como Sobek le sabe contestar.
—Pero en quien deposita su confianza nuestro padre es en mí y no en
Sobek. Mi padre no pone en Sobek confianza alguna. Todo lo deja a
mi dirección, no a la suya, bien lo sabes.
—Por esa misma razón debiera tomarte como partícipe en la
propiedad de las fincas. Tú representas a tu padre en su ausencia, tú
le sustituyes en las funciones sacerdotales, todo queda en tus
manos... ¡y no tienes autoridad reconocida! Debes firmar un contrato
con tu padre. Eres ya maduro y no está bien que te consideren un
mozuelo.
Yahmose respondió vacilante:
—A mi padre le gusta gobernar las cosas él.
—Justo: quiere que todos los de la casa dependamos de su voluntad.
Ésa es mala cosa y se volverá peor. Cuando vuelva tu padre has de
exigir que te asocie a la propiedad, y que lo efectúe por escrito.
—No me hará caso.
—Pues debes obligarle. ¡Ah, si yo fuera hombre! Pero me he casado
con un desgraciado.
—Veremos. Acaso pueda pedir a mi padre...
—Pedir, no; exigir, te lo repito. Al fin y al cabo, a nadie puede
encargar tu padre el cuidado de sus predios no siendo a ti. Sobek es
demasiado atolondrado e Ipy demasiado joven.
—Tiene a Hori.
—Hori no pertenece a la familia. Tu padre confía en él, pero no
concederá autoridad más que a gente de su linaje. Sólo que tú no
sirves para nada y no llevas en las venas sangre, sino agua. Te
tenemos sin cuidado mis hijos y yo. Hasta que tu padre muera no
alcanzaremos la posición merecida.
Yahmose murmuró:
—¿Me desprecias, Satipy?
—Me pone furiosa ver cómo eres.
—Te prometo hablar con mi padre cuando venga.
Satipy respondió entre dientes:
—Sí, le hablarás, pero ¿cómo? ¿Como un hombre o como un ratón
asustado?
Kait jugaba con Ankin, su hija menor. La nena empezaba a dar los
primeros pasitos, y Kait, arrodillada ante ella, la instigaba, riendo y
tendiendo los brazos para que la pequeña concluyese sus inciertos
intentos en las manos de su madre.
Kait había estado exhibiendo aquellas gracias a Sobek. De pronto
notó que su marido no la atendía. Se hallaba absorto en sus
reflexiones y había fruncido el entrecejo.
—¿No mirabas, Sobek? —exclamó Kait—. Pequeñina, riñe a tu padre,
que no te hace caso.
Sobek repuso con irritación:
—Tengo otras cuestiones en qué pensar.
Kait, sentándose en cuclillas, se apartó de la cara los mechones de
pelo que las manos de la niña le desordenaran.
—¿Pasa algo? —preguntó Kait maquinalmente—, ya que meditabas
en cosas distintas.
Sobek dijo con acritud:
—Pasa que no se tiene confianza en mí. Mi padre es un hombre viejo
y de ideas anticuadas e insiste en dirigir todos los asuntos de la
heredad, sin dejarme desarrollar mi criterio.
Kait, moviendo la cabeza, murmuró vagamente:
—Es lamentable.
—Si Yahmose tuviese más arrestos y me ayudara, podríamos traer a
razones a mi padre. Pero Yahmose es tímido. Cumple al pie de la
letra las instrucciones de nuestro progenitor.
Kait, agitando un juguete ante la niña, repuso:
—Sí.
—En la cuestión del maderamen, sin embargo, tendré que decir a mi
padre que me he impuesto yo. He hecho al fin que me pagasen en
lino y no en aceite.
—Seguramente has acertado.
—Pero mi padre es terco. Dirá que me había mandado exigir aceite, y
que he hecho un mal negocio, y que no sirvo para nada. No
comprende que soy un hombre en la fuerza de la edad, mientras él
ya está caduco. Sus instrucciones y su negativa a operar de modo no
rutinario, nos llevan a ganar menos de lo que debiéramos. Para
enriquecerse hay que arriesgarse. Yo tengo previsión y arrojo y mi
padre, no.
—Eres muy resuelto y muy inteligente, Sobek —repuso Kait, mirando
a la niña.
—Pues si esta vez me insulta, le diré unas cuantas verdades. Estoy
decidido a marcharme de casa.
Kait, haciendo retroceder la mano que tendía a la pequeña, se olvidó
bruscamente.
—¿Marcharte? ¿Adonde?
—Donde sea, con tal de librarme de un hombre presuntuoso y
despótico que no me da ocasión de probar lo que valgo.
—No, Sobek.
Él la miró extrañado. Estaba tan hecho a considerar a su mujer un
mero pretexto para monologar, que le parecía inverosímil encontrar
que era una persona viva y penetrante.
—¿Qué dices, Kait?
—Que no te permitiré hacer locuras. Las tierras, las cosechas, el
ganado, los campos de lino y todo, pertenecen a tu padre. Cuando él
falte serán de Yahmose, y nuestro y de nuestros hijos. Si te separas
de tu padre él puede dividir sus bienes entre Yahmose e Ipy, y a Ipy
le quiere mucho, como sabes. Ipy, que lo comprende bien, lo explota.
No vayas a servir de juguete en manos de Ipy. ¿Qué más quisiera él
sino que riñeras con Imhotep y te marchases? Pero tenemos que
pensar en nuestros hijos, Sobek.
Sobek soltó una sorprendida risotada.
—Las mujeres son extrañas. No sabía que tuvieras tantas cosas en la
mollera, Kait.
Kait insistió:
—No disputes con tu padre. No le contradigas. Sigue siendo
prudente... por algún tiempo.
—Acaso tengas razón, pero eso puede durar años. Lo que mi padre
debiera hacer es firmar con nosotros un contrato de asociación.
Kait movió la cabeza.
—No lo hará. Le agrada poder decir que todos comemos su pan, que
dependemos de él, que sin él no seríamos nada...
—Veo que no aprecias mucho a mi padre.
Kait había vuelto a pensar ya en la pequeña.
—Ven, cariño. Toma tu muñequita.


Sobek miró la negra cabeza inclinada de su mujer. Y, no poco
perplejo, salió.
Esa hizo llamar a su nieto Ipy.
El muchacho, un rapaz arrogante y con cara de perenne descontento,
quedó en pie ante su abuela. Ella le hablaba en voz chillona,
contemplándole con sus ojos astutos, aunque ya casi sin vista.
—¿Qué es eso de que no quieres hacer tal o cual cosa? ¿Qué es eso
de que quieres cuidar de la vacada en vez de ayudar a Yahmose a
labrar? ¿Adonde iríamos a parar si un chiquillo como tú pudiera
escoger lo que desea hacer y lo que no?
Ipy repuso, adusto:
—No soy un chiquillo y no debo ser tratado como si lo fuera. ¿Quién
es Yahmose para darme órdenes sin tener en cuenta mi voluntad?
—Es tu hermano mayor y el encargado de la finca en ausencia de tu
padre.
—Yahmose es un estúpido. Yo valgo mucho más que él, y Sobek otro
estúpido, aunque se cree muy inteligente. Mi padre ha escrito
diciendo que no me encarguen más trabajo que el que yo elija.
—O sea ninguno.
—También ordena —prosiguió el muchacho— que se me dé más
comida y bebida, y declara que, si sabe que estoy descontento, se
enfurecerá mucho cuando venga.
Al hablar sonreía con astucia.
—Eres —declaró Esa con energía— un chicuelo mimado. Y así se lo
advertiré a Imhotep.
—No lo hagas, abuela.
El mozo había cambiado de expresión. Su sonrisa era casi
acariciadora, aunque un tanto descarada y otro tanto cínica.
—Tú y yo, abuela, somos los únicos inteligentes de la familia.
—¡Desvergonzado!
—Mi padre confía en tu juicio, porque sabe que eres prudente.
—Puede ser, pero no necesito que tú me lo digas.
Ipy rió.
—Más vale ponerte de mi parte, abuela.
—¿Cómo de tu parte?
—¿No sabes que mis hermanos mayores están muy descontentos? Sí,
lo sabes, porque Henet te lo cuenta todo. Satipy se pasa el día y la
noche sermoneando a Yahmose. Sobek ha hecho una imbecilidad en
la venta de la madera y teme que nuestro padre le reprenda cuando
regrese. De aquí a uno o dos años, mi padre me nombrará asociado
suyo y yo haré de él lo que quiera, lo que se me antoje. Ya lo verás.
—¿Tú? ¿El más pequeño de la familia?
—¿Qué tiene que ver la edad? Mi padre es quien manda aquí y yo sé
manejar a mi padre.
—¡No hables así! —dijo Esa.
Ipy repuso con voz dulce:
—Tú, abuela, no tienes nada de tonta. Sabes que mi padre, a pesar
de sus presunciones, es hombre de poco carácter...
Se interrumpió al advertir que Esa miraba hacia la puerta.
Volviéndose Ipy hallóse ante Henet.
La voz quejumbrosa de Henet murmuró:
—¿Conque tu padre es hombre de poco carácter? Se me figura que
no se holgará nada de saber lo que opinas.
Ipy rió, no sin desasosiego.
—Pero tú no se lo contarás, querida Henet. ¿Verdad que no?
Henet se acercó a Esa.
—Ya sabéis todos que yo no digo nada, a no ser que lo considere un
deber. No me gusta provocar disensiones.
Ipy repuso:
—Estaba gastando una broma a la abuela. Así se lo diré a mi padre, y
él comprenderá cuál era mi sana intención.
Y tras un ademán de despedida a Henet, salió. La mujer miróle y se
dirigió a Esa:
—Es muy guapo el muchacho y habla con marcada osadía.
Esa replicó, seca:
—Pues no le conviene hablar de tal modo. No me gustan las ideas
que ese rapaz tiene en la cabeza. Mi hijo le mima demasiado.
—Es un muchacho tan atractivo...
—No basta con eso.
Y, tras unos instantes de mutismo, la abuela añadió:
—Estoy muy preocupada, Henet.
—¿Por qué, Esa? De todos modos el amo vendrá pronto y lo arreglará
todo.
—Lo dudo.
Tras otro silencio, inquirió:
—¿Está Yahmose en casa?
—Hace poco le vi llegar a la puerta.
—Pues dile que quiero hablarle.
Henet encontró a Yahmose en el fresco pórtico sostenido por
columnas de colores y le transmitió el encargo de la anciana.
Yahmose acudió sin demora al lado de Esa.
—Yahmose —dijo la abuela—, pronto habrá regresado tu padre.
El rostro amable de Yahmose se iluminó.
—Mucho me alegraré.
—¿Están todas las cosas en buen orden? ¿Prosperan los negocios?
—He cumplido lo mejor posible las instrucciones de mi padre.
—¿También con respecto a Ipy?
—Mi padre lo mima con exceso. Y ello no le conviene al muchacho.
—Pues explícaselo así a Imhotep.
Yahmose puso una expresión dubitativa. Esa insistió:
—Yo te respaldaré.
Yahmose tornó a suspirar.
—Hay veces —dijo— en que parecen multiplicarse las contrariedades.
Pero cuando venga mi padre lo arreglará todo. Él dispondrá las cosas.
En su ausencia es difícil ejecutar todas las instrucciones, en especial
teniendo en cuenta que carezco de verdadera autoridad y no soy más
que su delegado.
Esa murmuró:
—Eres un buen hijo, leal y afectuoso. Y también un buen marido. Has
obedecido al proverbio que dice que el esposo debe amar a su mujer,
darle un hogar, vestirla, alimentarla y procurarle aceites finos para su
tocado. Pero otra cosa más es deber de marido: has de impedir que
ella te domine. Si yo fuese tú, tomaría ese precepto a pecho.
Yahmose miró a su abuela, se sonrojó intensamente y salió.


CAPÍTULO TRES
Tercer mes de Inundación - Día 1
Había gran ajetreo y grandes preparativos. Se habían cocido cientos
de hogazas, se asaban patos y todo olía por doquier a ajo y otras
especias. Las mujeres gritaban órdenes y los servidores corrían de un
lado a otro.
Reinaba en la casa un rumor continuo:
—El amo viene.
Renisenb, mientras ayudaba a tejer guirnaldas de lotos y amapolas,
sentía el corazón inundado de ventura. ¡Volvía su padre! Durante las
últimas semanas había, poco a poco, ido tornando a la vida antigua.
La sensación de lejanía y transformación que le infundieran las
palabras de Hori estaba disipada ya. Ella era la misma, sus hermanos
y cuñadas eran los mismos, e idéntico el bullicio producido por el
regreso de Imhotep. Se contaba que él llegase antes de caer la
noche. Un criado había sido puesto en la ribera para anunciar la
aproximación del señor.
De repente, sonó alta y clara la voz del vigía. Renisenb, soltando las
flores que tenía en las manos, corrió con los demás. Yahmose y
Sobek se hallaban en la orilla, rodeados de un grupo de labriegos,
peones y pescadores, que señalaban hacia el agua excitadamente.
Una barca remontaba el río. El viento del norte hinchaba su vela
cuadrada. Seguía otra barca, destinada a despensa y cocina, llena de
gentes de ambos sexos. En la primera embarcación se veía a
Imhotep, que tenía en la mano una flor de loto. A su lado se sentaba
una mujer que Renisenb tomó por una cantatriz.
Mientras la multitud congregada en tierra prorrumpía en
aclamaciones, y mientras los marineros arriaban la vela, Imhotep
agitó la mano en un saludo. A poco desembarcaba y correspondía a
las manifestaciones de júbilo exigidas por la etiqueta.
Se oía gritar:
—¡Alabado sea Sobek hijo de Neith que te ha llevado a salvo sobre
las aguas! ¡Alabado sea Ptah que te trae hacia nosotros! ¡Alabado sea
Ra, el que ilumina las Dos Tierras!
Renisenb, impelida por la excitación general, se adelantó.
Imhotep se pavoneaba, orgulloso. Su hija al advertirlo pensó:
«¡Qué bajo es! ¡Con lo alto que a mí me parecía!»
Y una sensación de abatimiento la poseyó.
¿Habríase achicado su padre? ¿O la engañaba su memoria? Renisenb
recordaba a Imhotep como un ser espléndido y dominador, que
siempre andaba exhortando a todos y a veces producía con ello la
risa reprimida de la muchacha. Pero en todo caso siempre le había
mirado como todo un personaje, mientras ahora no veía más que a
un hombre bajo, rollizo, viejo y que parecía muy convencido de su
importancia.
Se sintió desolada. ¡Qué sentimientos tan poco filiales acudían a su
ánimo!
Imhotep, concluidos los saludos protocolarios, abrazó a sus hijos.
—Seguro estoy, sonriente Yahmose — dijo—, de que has sido
laborioso en mi ausencia. Tú, Sobek, gallardo hijo mío, sigues, sin
duda, amando el trabajo menos que la diversión. Y tú, queridísimo
Ipy, déjame que te mire. Te has hecho un hombre ya; y mucho me
regocija oprimirte entre mis brazos. ¡Ah, Renisenb, hija mía, a quien
otra vez tengo en casa conmigo! Hola, Satipy, y Kait, hijas mías no
menos amadas. Y tú, fiel Henet...
La sirvienta se había arrodillado y abrazaba las piernas de su señor,
con ostentosas demostraciones de continuado alborozo.
—Mucho me alegro de verte, Henet. Tu adhesión regocija mi ánimo.
Salud, Henet, tan adicta como siempre. Cierto estoy de que puedes
decirme que mi hacienda ha prosperado.
Cuando las bienvenidas concluyeron y los murmullos se apagaron,
Imhotep levantó la mano, reclamando silencio.
—Hijos, hijas, amigos —dijo—, tengo una noticia que daros. Sabéis
que durante muchos años he sido un hombre muy solo en todos los
sentidos. Mi mujer, que fue vuestra madre, Yahmose y Sobek, y mi
hermana, que tu madre fue, Ipy, marcharon ambas con Osiris años
ha. Y ahora, Satipy y Kait, os traigo una nueva hermana para
compartir vuestra casa. Ésta es mi concubina Nofret, a quien quiero
que améis fraternalmente. Desde Memfis me acompaña y con
vosotras quedará cuando yo parta de nuevo.
Mientras hablaba, hizo adelantarse a una mujer, tomándola de la
mano. Con la cabeza hacia atrás y entornados los ojos, la concubina
permaneció erguida. Era joven, arrogante y bella.
Renisenb, extrañada, pensó: «No debe tener más años que yo.»
En los labios de Nofret se pintaba una sonrisa que más parecía de
mofa que de afán de agradar. Tenía las cejas rectas y negras, la piel
bronceada y unas pestañas tan largas y espesas que apenas dejaban
percibir sus ojos.
La familia, sorprendida, guardaba silencio. Imhotep, algo irritado,
exclamó:
—¡Vamos, hijos, saludad a Nofret! ¿No sabéis acoger a la concubina
de vuestro padre?
Cambiáronse así desconcertadas salutaciones. Imhotep, afectando
una cordialidad que acaso velara alguna inquietud, dijo:
—Ea, ahora ya todo está resuelto, Satipy, Kait y Renisenb te llevarán
a las habitaciones de las mujeres, Nofret. Traed los cofres a la orilla.
Fueron descargados los cofres, de tapas redondeadas. Imhotep
añadió:


—Ahí vienen tus vestidos y joyas, Nofret. Cuida de colocarlos
debidamente.
Las mujeres se apartaron. Imhotep se volvió a sus hijos.
—¿Y la hacienda? ¿Va bien?
—Arrendamos a Nehkte los campos bajos... —empezó Yahmose.
Su padre le atajó:
—No quiero detalles ahora. Hoy es noche de regocijo. Mañana, tú,
Hori y yo nos ocuparemos de los negocios. Acompáñanos, Ipy. Has
crecido mucho. Me llevas la cabeza ya.
Sobek, rezongando, empezó a caminar junto a su padre y a Ipy.
Volviéndose un instante a Yahmose, le dijo al oído:
—La concubina trae joyas y ropas. ¿Oíste? En eso se han ido los
beneficios de las fincas del norte, es decir, los beneficios nuestros.
—Calla, no sea que te oiga nuestro padre.
—¡Que lo oiga! Yo no le temo como tú.
Ya en la casa, Henet corrió a la estancia de Imhotep para prepararle
el baño. Toda ella se deshacía en sonrisas.
Imhotep abandonó un tanto su cordialidad aparente.
—¿Qué te parece la moza que he escogido, Henet?
Había resuelto imponerse en aquel sentido, mas no ignoraba que el
llevar a su casa una concubina provocaría una borrasca, al menos por
parte de las mujeres. Pero, la adicta Henet era distinta a las otras.
—La encuentro bellísima —respondió—. ¡Qué piernas y qué cabello!
Es digna de ti, y con eso está dicho todo. Tu difunta mujer se
alegrará, desde el otro mundo, de que hayas elegido una muchacha
así para alegrar cuanto te reste de vida.
—¿Lo crees, Henet?
—Estoy segura. Después de haber llevado luto por tu esposa muchos
años, es justo que procures dar contento a tu vida.
—Tú conocías a mi esposa bien, y... Pero, ¿no crees que mis nueras y
mi hija pueden mirar mi decisión con resentimiento?
—Más les valdrá proceder de otro modo. Al fin y al cabo, cuantos
viven acá, de ti dependen.
—Eso es muy cierto.
—Tú los alimentas y vistes y su bienestar es hijo de tus esfuerzos.
—Desde luego —dijo Imhotep—, siempre me desvelo por asegurar su
prosperidad. Dudo de que se den cuenta de lo mucho que me deben.
Henet hizo un signo de asenso.
—Es verdad, y debes recordárselo. Yo, tu humilde y devota Henet, sé
bien lo obligada que estoy. Pero los hijos, a menudo son egoístas y
los tuyos piensan que de su esfuerzo sale todo y no de las
instrucciones que tú les das.
—Exacto es eso —repuso Imhotep—. Siempre te he tenido, Henet,
por una mujer muy inteligente.
Henet suspiró.
—Si los demás pensaran igual...
—¿Ha sido alguien grosero contigo?
—A sabiendas, no. Para ellos es natural que yo trabaje hasta
matarme. Y yo lo hago con gusto. Pero una palabra de afecto de vez
en cuando, sí creo merecería.
—De mí la tendrás —dijo Imhotep—. Y no olvides que esta casa es la
tuya.
—Eres muy bueno, señor...
Henet interrumpióse y dijo:
—En el baño esperan los esclavos con el agua caliente. Tu madre
desea que vayas a verla cuando te hayas bañado y vestido.
—¿Mi madre? Sí, claro, claro...
Imhotep, airado, empezó a pasear por la habitación. Trató de ocultar
su cólera diciendo:
—En seguida iré. Ya me lo proponía.
Esa, que vestía su mejor vestido de lino, miró a su hijo con una
expresión de sarcástico humorismo.
—Hola, Imhotep. Ya me han dicho que no vuelves solo.
—¿Te lo han dicho? —repuso Imhotep, no sin cierta vergüenza.
—Claro. No se habla de otra cosa en la casa. Creo que la mujer es
joven y bella.
—Cuenta diecinueve años... y no es mal parecida.
Esa soltó una risa de desdén.
—No hay necio mayor que un necio viejo.
—No comprendo lo que dices, madre.
Esa insistió:
—Has sido siempre un necio.
Imhotep se irguió, airado. Tenía un alto concepto de su propia
importancia, pero su madre sabía perforar siempre el arnés de su
orgullo. Ante Esa, Imhotep se sentía cohibido. La irónica mirada en
los ojos casi sin luz de la vieja le desconcertaron. Era obvio que su
madre tenía una pobre opinión de la capacidad de Imhotep. Y si bien
éste creía que ello representaba una errónea impresión debida a la
idiosincrasia materna, no por ello se sentía menos confuso cuando la
anciana le hablaba con dureza.
—¿Es insólito que un hombre tome concubina?
—No, porque los hombres suelen ser unos sandios.
—No consigo ver dónde está mi sandez.
—¿Crees que la presencia de esa moza va a contribuir a la armonía
de la casa? ¿No comprendes que tus nueras excitarán a sus maridos
contra ti?
—¿Y qué derecho tienen a discutir mis decisiones?
—Ninguno.
Imhotep, airado, empezó a pasear a grandes pasos por la habitación.
—En mi casa puedo hacer lo que quiera. Todos me deben el pan que
comen, como yo suelo decir.
—Lo dices harto a menudo.
—Es la verdad. Todos dependen de mí.
—¿Y ello te parece conveniente?
—¿No es conveniente que un hombre mantenga a su familia?
—Recuerda que tus hijos trabajan para ti.
—¡Naturalmente! ¿O quieres que estimule su pereza?
—Yahmose y Sobek son ya hombres hechos y derechos.
—Sobek no tiene pizca de juicio. No hace cosa a derechas. Se
muestra con frecuencia impertinente, lo que no pienso tolerarle.
Yahmose es un muchacho obediente y bueno...
—No es ya un muchacho.
—Pero a veces tengo que repetirle las cosas antes de que las
comprenda. He de pensar en todo. Siempre que me hallo ausente me
paso la vida dictando cartas a los escribas, con pormenorizadas
instrucciones para que mis hijos las cumplan. Apenas duermo ni
descanso. Y he aquí que, cuando regreso a mi hogar, sobrevienen
nuevas contrariedades. Hasta mi madre me niega el derecho a tener
una concubina como los demás hombres y se enfurece...
Esa le interrumpió:
—No me enfurezco; me río. Vamos a divertirnos de lo lindo en casa.
Pero te aconsejo que, cuando te vuelvas al norte, te lleves a tu moza
contigo.
—Su sitio está en mi casa. ¡Ay de quien pretenda tratarla mal!
—No digo que la traten mal. Pero la leña seca arde pronto. Se ha
dicho de las mujeres que no conviene morar donde ellas viven. Nofret
es bella, mas acuérdate de lo que se ha dicho de los hombres: «Los
hombres enloquecen por los deslumbrantes cuerpos de las mujeres,
aunque éstas, en un minuto, pueden trocarse en tan pálidas como
descoloridas cornalinas...»
Y citó con voz profunda:
«En un minuto, raudo como un sueño, llegan la muerte y el fin...»


CAPÍTULO CUATRO
Tercer mes de Inundación - Día 1
Imhotep escuchó en inquietante silencio las explicaciones que le daba
Sobek sobre la venta de la madera. El rostro del viejo se había puesto
rojo y sus sienes latían con fuerza.
Sobek había querido hablar con ligereza y al descuido, pero el
espectáculo de la ira de su padre le dejaba vacilante y perplejo.
Al cabo, Imhotep interrumpió:
—En resumen, no hiciste lo que te mandaba. Siempre sois lo mismo.
Si yo falto, todo falta. No quiero pensar lo que sería de vosotros sin
mí.
Sobek siguió:
—Había la posibilidad de ganar más, arriesgándose, y yo pensé que
no siempre va uno a andar con minucias y...
—No tienes dos dedos de juicio, Sobek.
—¿No voy a poder nunca poseer iniciativa propia?
Imhotep repuso con sequedad:
—Has desobedecido mis órdenes.
—Soy un hombre hecho y derecho. ¿Voy a estar recibiendo órdenes
toda la vida?
Imhotep perdió los estribos.
—¿Quién te da de comer? ¿Quién te viste? ¿Quién piensa en tu
porvenir? Cuando hubo sequía y amenazaba el hambre, ¿quién se
encargó de hacer venir víveres del sur? Suerte tenéis con que haya
un padre que se ocupa de todo. Y a cambio de eso, ¿qué os pido?
Nada, salvo que trabajéis de firme y obedezcáis mis órdenes.
Sobek exclamó:
—¡Eso! Hemos de trabajar como esclavos para que tú compres oro y
joyas a tu concubina.
Imhotep avanzó hacia él, lívido de rabia.
—¡Insolente! ¿Cómo osas hablar así a tu padre? Ten cuidado con la
lengua, si no quieres que te eche de casa.
—Pues yo te digo que si no andas tú con más discreción, seré yo
quien me iré. Tengo ideas excelentes, que me harían ganar riquezas
si no estuviese encadenado siempre por tus órdenes como un
chiquillo.
—¿Has terminado?
Imhotep hablaba con un tono impresionante. Sobek, abatido, repuso:
—Sí, por ahora.
—Pues vete a cuidar el ganado. No estamos para ociosidades.
Sobek se alejó, enojado. Nofret, que se hallaba allí cerca, rió al ver
pasar al humillado joven.
La risa de la concubina irritó a Sobek, quien dio un paso hacia Nofret.
Ésta le miró de soslayo, desdeñosa, con los ojos entornados.
Sobek, rezongando, siguió su camino. Nofret volvió a reír y se dirigió
hacia Imhotep, el cual estaba reprendiendo a Yahmose.
—¿Cómo permitiste a Sobek obrar tan atolondradamente? —
preguntaba—. ¿No sabes que no tiene concepto de lo que es comprar
y vender? Él imagina que las cosas resultan como quiere que
resulten.
Yahmose se excusó.
—No comprendes mis dificultades, padre. Me habías mandado
confiara a Sobek la venta de la madera. Por consecuencia, había que
dejarle en libertad de obrar según su criterio.
—¡Criterio! ¡Como si Sobek lo tuviera! Todo lo que él tenía que hacer
era cumplir mis instrucciones y tú velar para que las cumpliese.
Yahmose se sonrojó.
—¿Qué autoridad poseo yo para imponerle mi voluntad?
—La autoridad que yo te delego.
—Pero carezco de verdadera representación. Si al menos fuese tu
asociado.
Se interrumpió, porque Nofret se acercaba. La concubina, entre
bostezos, deshacía entre las manos una encarnada amapola.
—¿Vienes al pabelloncito cercano al lago, Imhotep ? Allí hace fresco y
hay fruta y cerveza de Keda. ¿No has terminado ya de dar órdenes?
—En seguida voy...
Nofret dijo en voz dulce y profunda:
—Quisiera que vinieses ahora.
Imhotep asumió un aspecto que era a la vez satisfecho y un poco
pueril. Yahmose habló:
—Debieras resolver antes lo que te digo. Es una cosa importante.
Nofret, volviendo la espalda a Yahmose, interpeló a Imhotep:
—¿No puedes en tu casa hacer lo que deseas?
—En otra ocasión trataremos de eso, hijo —dijo Imhotep a Yahmose.
Y se alejó con la mujer. Yahmose los vio partir.
Satipy salió de la casa y se le acercó.
—¿Has hablado a tu padre?
—No seas impaciente, Satipy. El momento era inoportuno.
—¡Ya me lo figuraba yo! —exclamó Satipy, airada—. Siempre pasa lo
mismo. Temes a tu padre, no osas hablarle cara a cara, y eres tímido
como un cordero. ¿No recuerdas que me prometiste entenderte con
tu padre inmediatamente?
Satipy se interrumpió, porque le faltaba el aliento. Yahmose dijo con
blandura:
—Te engañas. Empecé a explicarle a mi padre, pero nos
interrumpieron.
—¿Quién?
—Nofret.
—Pues tu padre no debió permitir que su concubina le interrumpiese
mientras él trataba de negocios con su hijo mayor. Las mujeres no
tienen por qué meterse en las cosas de los hombres.
Es probable que Yahmose hubiera deseado que Satipy se atuviera a
esa máxima, pero no tuvo tiempo de decirlo, porque su mujer
prosiguió:
—Tu padre tiene que cantarle eso muy claro a su manceba. ¡Y pronto!
—Mi padre —respondió Yahmose secamente— no dio signo alguno de
desagrado.
Satipy declaró:
—¡Es bochornoso! Esa mujer ha hechizado a tu padre. Él le permite
hacer y decir lo que se le antoja.
—Es muy bella —contestó Yahmose, pensativo.
Satipy rezongó:
—No es fea. Pero no tiene educación. Es con todos una grosera.
—Y tú, ¿no lo eres con ella?
—Yo la trato con cortesía. Kait también. No tendrá motivos de queja
contra nosotras. Sabemos esperar.
Yahmose miró intensamente a su mujer.
—¿Qué quieres decir con eso?
Satipy rió, enigmática.
—Quiero decir una cosa que sólo podemos entender las mujeres.
Nosotras poseemos nuestras propias armas. Nofret hará bien en
moderar su insolencia. En resumen, ¿no tiene que compartir la vida
de las demás mujeres en nuestras habitaciones? —Satipy hablaba con
una entonación muy singular. Añadió—: No siempre estará tu padre
aquí. Habrá de ir a sus fincas del norte y entonces veremos.
—¡Satipy!
Satipy soltó una carcajada alta y fuerte y desapareció de la casa.
Los niños jugaban junto al estanque. Los dos hijos de Yahmose eran
muy hermosos. Se parecían más a Satipy que a su padre. Los tres de
Sobek correteaban también por allí en unión de Teti, una juiciosa
nena de cuatro años, hija de Renisenb.
Todos gritaban, reían, disputaban. A veces un chillido infantil se
elevaba en el aire.
Mientras bebía cerveza, al lado de Nofret, Imhotep murmuró:
—¡Cuánto les gusta a los niños jugar junto al agua! A mí, de
pequeño, me pasaba igual. ¡Y qué ruido meten!
Nofret repuso en el acto:
—Sí, y es pena, porque aquí habría si no mucha calma. ¿Por qué no
les mandas que se vayan mientras tú estás en el pabellón? Cuando el
dueño de la casa quiere descansar, es justo que se respete tu reposo.
¿No te parece?
Imhotep vaciló.
—Realmente, yo... —La idea sugerida por Nofret no era muy buena
para él. Concluyó—: Los niños no me molestan. Y están
acostumbrados a jugar siempre aquí.
—Me parece bien que lo hagan en ausencia tuya. Pero cuando tú
estás, no. Debieras dar a tu familia una mayor impresión de dignidad
e importancia. Eres demasiado tolerante.
—Siempre he tenido ese defecto. Nunca he exigido formulismos
externos.
—Por eso tus nueras abusan de tu bondad. Debieran comprender
que, mientras descansas, necesitas calma y silencio. Voy a decir a
Kait que se lleve a los niños y verás de cuánta placidez disfrutamos
los dos.
—Eres muy buena, Nofret. Siempre estás pensando en mi comodidad.
—Tu satisfacción es la mía.
Y Nofret, levantándose, se dirigió a Kait, la cual, arrodillada ante el
estanque, ayudaba a hacer flotar en el agua un barquito de juguete
de su segundo hijo, un chiquillo muy mimado.
Nofret habló sin rodeos:
—Llévate a los niños, Kait.
Kait la miró sin entenderla.
—¿Llevármelos? Siempre juegan aquí.
—Pues hoy no. Tus hijos alborotan mucho e Imhotep necesita
descansar.
A Kait se le arreboló el rostro.
—¡Cuidado con lo que dices! ¡A Imhotep le gusta que sus nietos
jueguen cerca de él!
—Hoy no —insistió Nofret—. Me ha mandado que te lleves de aquí a
toda esa prole para que él pueda reposar en sosiego... conmigo.
—¿Con...? —empezó Kait.
Se interrumpió, se alzó y dirigióse al pabelloncito donde Imhotep se
hallaba reclinado en un ancho asiento. Nofret la seguía.
Kait habló sin circunloquios.
—Tu concubina dice que me lleve a los niños. ¿Qué hacen de malo?
¿Por qué razón ha de expulsarles?
—Creí —murmuró Nofret con suavidad— que bastaba que el amo de
la casa expusiese su deseo para...
—Exacto -concordó Imhotep—. No estoy obligado a dar explicaciones
sobre mis motivos. La casa es mía.
—Supongo —dijo Kait, volviéndose y mirando a Nofret de pies a
cabeza— que es esta mujer la que desea alejar a los niños.
—Nofret se ocupa de mi comodidad —respondió Imhotep—. Es la
única que lo hace, acaso con la excepción de la pobre Henet.
—¿De modo que los niños no pueden jugar aquí?
—Cuando yo esté descansando, no.
Kait se exasperó.
—¿Es posible que dejes a esta mujer indisponerte con los de tu propia
sangre? ¿Quién es ella para quebrantar nada de lo que siempre ha
sido respetada costumbre en la casa?
Imhotep, comprendiendo que debía vindicar su autoridad, vociferó:
—Yo soy quien tengo la autoridad para decir lo que aquí debe
hacerse; no tú. Todos vosotros os unís para ejecutar las cosas como
se os encaprichan. Y cuando yo, el dueño de la casa, estoy presente,
no se me complace en nada. Pero entérate de que el amo soy yo. Yo
me esfuerzo en asegurar vuestro bienestar, y ¿recibo alguna
gratitud? ¿Se respetan mis deseos? No. Sobek se muestra insolente y
jactancioso y ahora vienes tú a querer imponerte a mí. ¿Quién os
mantiene? Andad con ojo o dejaré de manteneros. Sobek me
amenazaba antes con marcharse. Puede hacerlo y llevarse de paso a
tus hijos y a ti.
Kait guardó silencio. Su rostro tosco se había vuelto inexpresivo como
una piedra. Dijo al fin, con una voz sin inflexiones:
—Bien; conduciré a los niños a la casa.
Y se alejó. Pero antes cuchicheó a Nofret:
—Esto te lo debo a ti. Y no he de perdonártelo.


CAPÍTULO CINCO
Cuarto mes de Inundación
Cuando terminó sus ritos sacerdotales, Imhotep exhaló un suspiro de
satisfacción. Había cumplido la tarea con entera satisfacción, según
su costumbre escanciando las libaciones, quemando el incienso y
haciendo las ofrendas acostumbradas de vituallas y bebida.
En la fría sombra de la cámara contigua, donde Hori lo esperaba,
Imhotep volvió a proceder como un hacendado y un hombre de
negocios. Él y su intendente discutieron sobre mercados, precios y
ganancias derivadas de las cosechas, el ganado y el maderamen.
Al final Imhotep hizo un ademán de satisfacción y le dijo a su
intendente:
—Eres inteligente para los negocios, Hori.
Hori sonrió.
—Es natural que lo sea, Imhotep. Llevo muchos años sirviendo como
intendente suyo.
—Sí; y además eres fiel. Quiero consultarte una cosa. Ipy se queja de
que ocupa una situación secundaria en la casa. ¿Qué crees?
—Es muy joven aún.
—Pero muy despejado. Parece que sus dos hermanos no le aprecian.
Sobek lo trata con aspereza, y la excesiva prudencia y cautela de
Yahmose molestan a Ipy, que es mozo de empuje. No le gusta ser
mandado y dice que sólo yo tengo derecho de dar órdenes aquí.
—Eso es cierto —convino Hori—. Y como consecuencia de todo
existen puntos flacos en la administración de las tierras. ¿Puedo
hablarte con franqueza?
—Sí. Tus palabras, buen Hori, son siempre sensatas y reflexivas.
—Pues entonces, Imhotep, has de saber que, cuando estás ausente,
debiera quedar aquí alguien dotado de autoridad.
—Yo os confío mis asuntos a ti y a Yahmose.
—No basta. ¿Por qué no nombrar a uno de tus hijos asociado tuyo
mediante la oportuna acta legal?
Imhotep empezó a pasear por la cámara.
—¿Cuál de mis hijos te parecería adecuado para ello? Sobek es
autoritario, pero insubordinado. Tiene malas disposiciones y yo no
confío en él.
—Pensaba en Yahmose. Es tu primogénito, posee un carácter afable y
te quiere mucho además.
—Pero es demasiado tímido y acomodaticio. Si Ipy fuese mayor...
—Es peligroso entregar una responsabilidad así a un muchacho de tan
pocos años.
—Cierto, Hori. Realmente Yahmose es un hijo bueno y obediente.
Meditaré tu palabra.
Hori murmuró con tono suave, pero insistente:
—Te conviene obrar con discreción, Imhotep.
—No te entiendo.
—Hace un momento te dije que no conviene dar demasiada
responsabilidad a un hombre prematuramente. Pero tampoco
conviene hacer las cosas demasiado tarde.
—¿Quieres indicar que si un hombre se acostumbra a obedecer
siempre, luego le resulta difícil mandar? Quizá no te falte razón, Hori.
Imhotep suspiró:
—¡Qué difícil es gobernar una familia! —exclamó—. Sobre todo las
mujeres resultan intratables. Satipy es indomable. Kait, adusta...
Claro que ya les he advertido que han de comportarse bien con
Nofret. Me asiste derecho para ello, porque... porque...
Se interrumpió. Llegaba, jadeante, un esclavo por el estrecho
sendero.
—Señor, ha venido de Memfis un escriba llamado Kameni, en una
barca.
Imhotep se levantó a toda prisa.
—¡Tan cierto como que Ra boga en los cielos es que vamos a tener
nuevas complicaciones! En cuanto no estoy encima de las cosas, todo
sale mal.
Echó a correr vereda abajo. Hori lo miró. Había en su rostro una
expresión turbada.
Renisenb paseaba por la ribera cuando notó cierta conmoción y oyó
voces en el embarcadero.
Corrió hacia aquel lugar. Un joven aparecía sobre una barca,
recortando su figura sobre la brillante luz. El corazón de Renisenb
pareció paralizarse por un momento.
«Es Khay —pensó, enloquecida—. Khay que vuelve del mundo de las
sombras.»
Pero en seguida se reprochó el tener tan supersticiosa ocurrencia.
Todo era debido a que siempre recordaba a Khay navegando por el
Nilo y a que el joven a quien miraba poseía una corpulencia
semejante a la del difunto. Por otra parte, el desconocido era más
joven que Khay y tenía en el rostro una expresión risueña.
El viajero declaró que se llamaba Kameni, que era escriba y que venía
de las fincas que Imhotep poseía en el norte.
Mientras se conducía a Kameni a la casa y se le obsequiaba con
comida y bebida, llegó Imhotep, en cuya busca marchaba un esclavo,
y hubo muchas pláticas y consultas.
Henet, como de costumbre, llevó a las mujeres noticias de lo que
pasaba. Renisenb se preguntó, como otras veces, de qué modo se
arreglaría la vieja para enterarse de todo.
Kameni, hijo de un primo de Imhotep, servía a éste como escriba.
Kameni había descubierto ciertos fraudes y falsificaciones que tenían
por autores a los mayordomos de la propiedad y había creído
conveniente, en vista de la importancia de lo desfalcado, acudir a
informar en persona.
Renisenb se interesó poco por el asunto, limitándose a pensar que
Kameni debía ser hombre listo cuando había desenmarañado tal
asunto. Imhotep le quedaría, sin duda, muy agradecido.
Todo se resolvió en que Imhotep comenzó a hacer presurosos
preparativos de marcha. No pensaba partir en un par de meses, pero
ahora urgía su presencia en el norte.
Se convocó a todos los de la casa y se les hicieron muchos exordios y
recomendaciones. Yahmose recibió instrucciones precisas de no
ejecutar determinadas cosas. Sobek había de proceder con suma
discreción en otras. Todo le pareció a Renisenb muy familiar.
Yahmose se mostraba atento, y Sobek, hosco. Hori, como de
costumbre, parecía sereno y eficiente. Las preguntas y las
importunidades de Ipy fueron rechazadas con mayor vigor que otras
veces.
—Eres demasiado joven para recibir una misión independiente —le
dijo su padre—. Obedece a Yahmose.
E Imhotep apoyó suavemente su mano en el hombro de su hijo.
—Confío en ti, Yahmose. Cuando regrese, volveremos a hablar de
aquello de la asociación.
Yahmose se ruborizó de placer. Se enderezó un tanto más.
Imhotep continuó:
—Procura vigilarlo todo en mi ausencia. Cuídate de que a mi
concubina se la respete y honre. Ella y todas las demás mujeres de la
casa quedan a tu cargo. Refrena la lengua de Satipy. Procura que
Sobek haga lo mismo con Kait. También Renisenb ha de tratar a
Nofret con cortesía. No toleraré tampoco rudezas con la buena Henet.
Ya sé que las mujeres la encuentran a veces pesada. Esta sirvienta
lleva en casa tanto tiempo que se cree autorizada para decir cosas
algo fuertes. No quiero que la molesten. No es hermosa ni inteligente,
pero es leal.
—Todo se hará como dices —declaró Yahmose—. Sin embargo,
Henet, a veces, promueve discordias con sus habladurías.
—Eso lo hacen todas las mujeres, no sólo Henet; Kameni se quedará
aquí para ayudar a Hori. En el norte utilizaré otro escriba. Y en cuanto
a la tierra que hemos arrendado a la Yaii...
Imhotep se entregó a otros meticulosos pormenores.
Cuando todo estaba dispuesto para la marcha, Imhotep tuvo una
corazonada súbita. Llevóse aparte a Nofret y le dijo:
—¿No valdría más que me acompañases?
Nofret, sonriendo, denegó con la cabeza.
—Puesto que vas a tardar poco...
—Acaso tres o cuatro meses. ¡Quién sabe!
—No será mucho, de todas maneras. Aquí me sentiré a gusto.
—He convencido a Yahmose y a todos mis hijos —manifestó
Imhotep— de que te traten con toda consideración. Si algún motivo
de queja te dan, recibirán su merecido.
—Estoy segura de que harán lo que mandes —respondió Nofret. Y
añadió, tras una pausa—: ¿Hay en la casa alguien que no sea de la
familia en que yo pueda confiar y que sólo piense en tus intereses?
—Hay uno: el buen Hori. Tiene mucho sentido común y es mi brazo
derecho en todo.
—Pero él y Yahmose se entienden como hermanos. Acaso no
convenga...
—Pues apela a Kameni, que también es escriba. Le diré que se ponga
en todo y para todo a tu servicio. Si alguna queja tienes, le mandas
que me la comunique.
Nofret asintió complacida.
—Esa idea es buena. Kameni procede del norte, conoce a mi padre y
no se dejará influir por razones de familia.
—También puedes contar con Henet.
—Sí —murmuró Nofret, reflexionando—, puedo contar con Henet.
¿Por qué no le hablas de todo esto... delante de mí?
—¡Bien pensado!
Henet compareció y empezó a lamentarse de la marcha de Imhotep,
quien la interrumpió:
—Ya, ya; pero estas cosas son inevitables. Rara vez se me ofrecen
oportunidades de reposo. He de trabajar incesantemente por los
míos, aunque no me lo agradezcan. Ahora voy a hablarte muy
seriamente. Sé que me quieres y que eres fiel. Deseo darte un
encargo de confianza: que guardes a Nofret, a quien amo mucho.
—Yo amo a todos los que ama mi señor —dijo enérgicamente Henet.
—¿Te consagrarías por completo a servir los intereses de Nofret?
Henet se volvió a Nofret, que la miraba con los párpados entornados.
—Eres muy bella, Nofret —declaró—, y eso es lo malo. Las demás te
tienen envidia. Pero yo te advertiré de todo lo que ellas digan o
hagan. Cuenta conmigo.
Los ojos de ambas mujeres se encontraron. Henet repitió:
—Cuenta conmigo.
Una singular sonrisa asomó a los labios de la concubina.
—Te comprendo, Henet —dijo.
Imhotep carraspeó con fuerza.
—Pues me parece que ya todo está arreglado. Siempre ha sido mi
especialidad el organizar bien las cosas.
Sonó una risita seca. Imhotep, volviéndose, vio a su madre en el
umbral de la estancia. La vieja se apoyaba en un bastón y parecía a
no dudar más consumida y malévola que nunca.
—¡Qué hijo tan admirable tengo! —comentó.
—No puedo perder tiempo. He de dar instrucciones a Hori...
Y con toda la dignidad que pudo, Imhotep salió de la habitación,
procurando no mirar a su madre.
Esa hizo un imperioso signo a Henet, que se apresuró a alejarse.
Nofret se levantó. La vieja y ella se contemplaron.
—Mi hijo hubiera hecho mejor llevándote consigo, Nofret —dijo Esa.
—Ha preferido dejarme.
La joven hablaba con voz dulce y sumisa. Esa rió.
—De poco hubiera servido su deseo si tú te hubieses empeñado en
irte. No comprendo por qué no lo has hecho. No sé qué encuentras
aquí, siendo una mujer que ha vivido en ciudades y acaso viajado
algo. ¿Por qué te conformas con la monotonía de una vida rutinaria
entre personas que, hablándote francamente, no simpatizan contigo y
hasta te miran mal?
—¿Me miras mal tú?
—Yo no. Soy vieja y, aunque apenas tengo vista ya, todavía me gusta
ver a mi alrededor personas hermosas. Tú lo eres y el contemplarte
me satisface. Por eso quiero darte un buen consejo: que te marches
al norte con mi hijo.
Nofret repitió:
—Imhotep desea que me quede.
En su voz vibraba ahora un tono descaradamente burlón. Esa dijo con
brusquedad:
—Te quedas con algún propósito definido, aunque no sé cuál. La
culpa de lo que pase será tuya.
-¿Sí?
—Sí. Obra con discreción, ándate con cuidado y no confíes en nadie.
La anciana giró sobre sus talones y se fue. Nofret permaneció inmóvil
en medio de la estancia. Lentamente sus labios se curvaron en una
ancha y felina sonrisa.


CAPÍTULO SEIS
Primer mes de Invierno
Renisenb había contraído el hábito de ir a la Tumba casi todos los
días. En ocasiones encontraba a Yahmose o a Hori, o bien a los dos;
pero aunque ninguno estuviera, siempre el llegar a aquel paraje daba
a Renisenb una extraña impresión de paz y de evasión de cuanto la
rodeaba.
Prefería encontrar a Hori solo. La gravedad del hombre, la callada
satisfacción con que veía acercarse a la joven, llenaban a ésta de
contento. Renisenb se sentaba a la sombra de la cámara excavada en
la roca, alzaba una rodilla, se pasaba las manos en torno a la pierna y
contemplaba la verde faja de cultivos que bajaba hacia el Nilo, cuyas
aguas tenían un pálido matiz azul. Más allá de la corriente se
mezclaban y difundían en el horizonte tonalidades rosadas y de
crema.
Había empezado Renisenb a ir allí como medio de escapar de un
ambiente pletórico de intensa femineidad. Quería paz y compañía y
las hallaba allí. Fuera de la Tumba experimentaba, no ya el ansia de
eludir las disputas y los roces de la vida doméstica, sino otro
sentimiento: el de que se cernía en el espacio un peligro definido,
alarmante...
Un día dijo a Hori:
—Estoy asustada.
—¿De qué?
Renisenb meditó unos instantes y replicó:
—¿No recuerdas haberme dicho una vez que no sólo hay males
exteriores, sino otros que salen de dentro?
—Sí.
—Tú afirmaste que te referías a ciertos daños que sufren las frutas y
otras cosechas, pero creo que ello es aplicable a las personas.
Hori asintió.
—Estás en lo justo, Renisenb.
—Pues ahora está incubándose un mal en nuestra casa. Ha venido de
fuera y lo ha traído Nofret.
Hori preguntó:
—¿Tienes la certeza de lo que dices?
Renisenb afirmó con energía.
—La completa certeza. Sé lo que me digo. Acertaba cuando te afirmé
que todo seguía igual aquí. Porque las disputas entre Satipy y Kait
por ejemplo, no eran disputas auténticas. Las dos gozan riñendo y
cuando pasa el tiempo no se guardan el más mínimo rencor y desde
luego todo sigue igual. Pero ahora la cuestión ha variado. Ya no se
dicen ofensas y groserías, sino cosas que duelen de verdad y que
siguen doliendo aunque transcurran días y días. ¡Es terrible, Hori!
—Sí.
—Ayer Satipy estaba tan furiosa que hundió un largo alfiler de oro en
el brazo de Kait, y hace unos días Kait vertió sobre los pies de Satipy
un caldero lleno de grasa hirviendo. Satipy se pasa las noches
increpando a Yahmose; así que Yahmose no descansa y está siempre
soñoliento y rendido. Sobek se va al pueblo, bebe, trata con
mujerzuelas y vuelve beodo y diciendo a gritos que es muy decidido y
muy inteligente.
Hori repuso con voz lenta:
—Sé que algunas de esas cosas son verdad. Pero, ¿qué culpa tiene
Nofret?
—Es que todo se debe a ciertas cosas menudas que ella dice de vez
en cuando, con el propósito de indisponernos. Es una mujer de un
carácter punzante como un aguijón de boyero. Además, sabe escoger
lo que más hiere. Creo a veces, que es Henet quien la tiene
informada de todo lo de la casa.
—Bien pudiera ser.
Renisenb se estremeció.
—No me agrada Henet. No me gusta su modo de deslizarse en todas
partes. No sé cómo mi madre la trajo aquí, ni comprendo por qué la
tenía en tanta estima.
—De que la tuviera en estima no hay más garantía que las palabras
de Henet —repuso Hori.
—Y ahora, ¿por qué Henet se habrá apegado tanto a Nofret? Siempre
anda detrás de ella, cuchicheando cosas y lisonjeándola. Estoy
espantada, Hori. Quisiera que Nofret se marchase. Es hermosa, es
cruel... ¡y es mala...!, ¡muy mala!
—No seas niña, Renisenb.
Y Hori agregó en seguida:
—Calla, que ahí viene Nofret.
La concubina, en efecto, subía al acantilado de piedra caliza. Sonreía
e iba tarareando para sí.
Cuando llegó frente a Hori y Renisenb sonrió con irónica curiosidad.
—¿Es aquí donde te ocultas todos los días Renisenb? —preguntó.
La joven, enojada como un niño cuyo escondrijo secreto se descubre,
no contestó.
—¿Es ésta la famosa Tumba?
Nofret miró en torno suyo.
—Sí —respondió Hori.
La boca felina de Nofret dibujó una sonrisa.
—Sin duda sacas de aquí muchos provechos, Hori. Tengo entendido
que eres un gran hombre de negocios.
La malicia de sus palabras no alteró la sonrisa grave y serena de
Hori.
—Este lugar es provechoso para todos. La muerte constituye un gran
negocio siempre.
Los ojos de Nofret se fijaron en el ara de las ofrendas a la entrada de
la cripta, en la puerta falsa. Estremecióse y exclamó:
—¡Aborrezco la muerte!
Hori repuso con sosiego:
—No deberías hacerlo. La muerte, en Egipto, es la principal fuente de
riqueza. Merced a la muerte se han comprado las joyas que te
adornan, Nofret. Y la muerte te viste y te alimenta.
—¿Qué quieres decir?
—Que Imhotep es un sacerdote encargado de esta tumba. Todas sus
tierras, ganados, maderas, lino y cebada proceden de las haciendas
destinadas a la conservación de este sepulcro.
Tras breve pausa, Hori prosiguió meditativo:
—Los egipcios somos un pueblo raro. Tanto amamos la vida, que
empezamos desde muy pronto a planear lo concerniente a la muerte.
Toda la riqueza de Egipto va a parar a pirámides, tumbas y
asignaciones para atender a las tumbas.
Nofret dijo con violencia:
—Déjate de hablar de muerte, Hori. No me gusta esa conversación.
—No te gusta porque como verdadera egipcia, amas la vida y sientes
muy próxima sobre ti la sombra de la muerte.
—¡Cállate!
Y volviéndose con arrebatada furia, Nofret, tras encogerse de
hombros, empezó a descender por el estrecho sendero.
Renisenb exhaló un suspiro de satisfacción y dijo con pueril alegría:
—Me alegro de que esa mujer se marche. Pero la has asustado, Hori.
—¿Sí? ¿Y a ti?
—A mí, no. Lo que dices es verdad, aunque nunca se me había
ocurrido pensar en ello en esta forma. Mi padre, en efecto, es un
sacerdote encargado de cuidar y atender una tumba.
Hori dijo con repentina amargura:
—Egipto vive bajo la obsesión de la muerte. Y eso se debe a que
tenemos ojos en el cuerpo, pero no en el alma. No somos capaces de
concebir otra vida que ésta, prolongada, después de morir. No
acertamos a pensar sino en lo que ya conocemos. Y eso se debe a
que realmente no creemos en Dios.
Renisenb le miró con pasmo.
—¡Pero, Hori! ¡Si tenemos tantos dioses que ni siquiera me acuerdo
de todos! Anoche estuvimos hablando de los que cada uno
preferimos. Sobek opta por Sakhemet, y Kait por Mehkent. Kameni,
como escriba que es, se atiene a Thoth. Satipy prefiere a Horus, el de
la cabeza de halcón, y a Maresger. Yahmose sostiene que ha de
adorarse a Ptah, porque es el hacedor de todas las cosas. Yo soy
devota de Isis. Henet se inclina a Amón, el dios local. Seguro que
entre los sacerdotes hay profecías de que llegarán tiempos en que
sea Amón el dios mayor de todo Egipto, por lo cual ella le hace
ofrendas para tenerle propicio ahora que es un dios pequeño.
También existe Ra, el dios sol, y Osiris, ante quienes se pesan los
corazones de los muertos.
Renisenb, fatigada por tanto hablar, calló. Hori sonreía
maliciosamente.
—¿Qué diferencia existe, Renisenb, entre un dios y un hombre?
—La de que los dioses poseen poderes mágicos.
—Según eso — adujo Hori—, para ti es un dios el ser capaz de hacer
lo que no puede un hombre común.
—¡Dices cosas tan raras que no entiendo!
Y la joven miró con perplejidad a Hori. Luego su atención fue atraída
por algo que sucedía en el valle.
—Mira: Nofret habla a Sobek. ¡Oh! ¡Oh! No, no es nada, pero creí que
Sobek iba a darle un golpe. Ahora ella se encamina a casa y Sobek
viene hacia aquí.
Sobek llegó echando chispas.
—¡Así devore un cocodrilo a esa mujer! Cuando mi padre la tomó por
concubina, sin duda estaba más loco de lo que suele...
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Hori.
—Me ha insultado, como acostumbra. Me preguntó si mi padre me
había encargado vender más madera. Me ha faltado poco para
estrangularla.
Sobek arrancó del suelo un pedrusco y lanzólo rodando cuesta abajo.
El ruido del pedregón al caer en el valle pareció complacerle. Asió una
piedra mayor y la levantó también. En el acto retrocedió al ver
alzarse la cabeza de una cobra que había estado oculta bajo la
piedra.
Empuñando un garrote, Sobek arremetió con furia a la serpiente. De
un bien dirigido golpe quebró el espinazo del animal, pero siguió
golpeando a éste con furia, murmurando entre sí palabras que
Renisenb apenas entendía.
—Basta ya, Sobek —dijo la joven—. La serpiente está muerta.
Sobek tiró el palo y rió.
—¡Un reptil venenoso menos en el mundo!
Volvió a reír. Había recobrado su buen humor. Descendió a buen paso
por el sendero.
Renisenb dijo en voz baja:
—A Sobek le gusta matar.
—Sí.
Hori hablaba sin extrañeza, como aceptando un hecho que le era bien
notorio. Renisenb se volvió a mirarle y murmuró:
—Las serpientes son dañinas, pero esta cobra era muy hermosa.
Y contemplando el destrozado cuerpo sintió, sin saber por qué, cierta
pena.
Hori dijo:
—Recuerdo que cuando todos éramos pequeños, Sobek acometió una
vez a Yahmose. Éste, aunque mayor, era menos corpulento y más
débil. Con una piedra Sobek empezó a machacar el cráneo de su
hermano. Tu madre llegó corriendo, rompió a llorar y dijo varias
veces a Sobek: «No hagas estas cosas, Sobek, que son peligrosas.»
Tu madre era muy bella, Renisenb. Tú te pareces a ella —concluyó
Hori.
—¿Sí?
Y la joven se sintió halagada. Preguntó luego:
—¿Sufrió Yahmose ese día mucho daño?
—No tanto como parecía. Al día siguiente Sobek se puso muy
enfermo. Pudo ser indigestión, pero tu madre afirmaba que todo se
debía a la rabia que cogió y al fuerte sol.
Renisenb murmuró pensativa.
—Sobek tiene un carácter terrible.
Miró otra vez a la serpiente muerta y se volvió, estremeciéndose.
Cuando Renisenb volvió a la casa vio a Kameni sentado en el porche.
Tenía en la mano un rollo de papiros y canturreaba:
«Cuando me vaya a Memfis, diré a Ptah, señor de la verdad: Dame
¡oh, Ptah, a mi amada esta noche! El río es de vino, Ptah en sus
cañas, Sakhmet sus lotos, Earit sus capullos, Nefertem su flor. Diré
sí, a Ptah: Dame mi amada esta noche. Alboreará la aurora sobre su
belleza y será Memfis en el amanecer, una bandeja de tomates
alzada por finos dedos ante una cara blanca...»
El escriba miró a la joven y sonrió.
—¿Te gusta mi canción, Renisenb?
—¿Qué es?
—Un canto de amor de Memfis.
Y sin apartar los ojos de la muchacha prosiguió:
—Están sus brazos enguirnaldados de flores y fino aceite hace brillar
sus cabellos. Y es como una princesa del señor de los Dos Egiptos.
Renisenb, sonrojándose, entró tan de prisa en la casa, que vino a
tropezar con Nofret.
—¿A dónde vas con tanta premura? —dijo la concubina.
Hablaba con una voz cortante. Renisenb la miró con sorpresa. Nofret
no sonreía. Tenía convulsa la faz y se apretaba las manos a las
caderas.
—Perdona, Nofret. No te había visto. Por comparación a la claridad de
fuera hay mucha penumbra aquí.
—Es verdad. Mejor se estará bajo el porche, oyendo cantar a Kameni.
Canta bien, ¿verdad?
—Eso creo.
—Pues le habrás desilusionado no quedándote a escucharle.
Otra vez se sonrojó Renisenb bajo la mirada fría de Nofret.
—¿No te gustan los cantos de amor, Renisenb?
—¿Te importa mucho saberlo, Nofret?
—¿También tú sacas las uñas, gatita?
—¿Qué pretendes dar a entender?
Nofret rió.
—No eres lo tonta que pareces, Renisenb. Encuentras guapo a
Kameni, ¿verdad? A él le complacerá saberlo.
—¡Eres una mujer odiosa! —exclamó furiosamente Renisenb.
Y, apartándose de la concubina, corrió hacia los aposentos
posteriores de la casa. Resonó a sus espaldas la risa burlona de
Nofret. Pero más allá de esa risa persistía el eco de la voz de Kameni
entonando las estrofas que cantara mientras fijaba en Renisenb la
vista.
Aquella noche Renisenb tuvo un sueño.
Se veía al lado de Khay, bogando en la nave de los muertos hacia el
mundo de las sombras. Khay iba a proa y ella sólo podía verle las
espaldas. Y de pronto, al aproximarse la aurora, Khay volvió la
cabeza y resultó que no era Khay, sino Kameni.
A la vez, la proa de la barca, que tenía la figura de la serpiente,
comenzó a agitarse, porque no era una figura, sino una serpiente
viva, una cobra... Renisenb pensó:
«Es la serpiente que surge en las tumbas para devorar las almas de
los muertos.»
El temor la paralizó. Y de pronto pudo advertir que la cobra tenía el
rostro de la concubina de su padre. Despertó gritando:
—¡Nofret! ¡Nofret!
Pero no gritó nada, porque todo, el grito inclusive, era un sueño.
Permaneció quieta, con el corazón palpitante, repitiéndose a sí misma
que todo había sido una pesadilla. Y de pronto recordó las palabras
que pronunciase Sobek mientras mataba a la cobra. Sobek había
dicho: «¡Nofret!»


CAPÍTULO SIETE
Primer mes de Invierno - Día
Renisenb no pudo volver a conciliar el sueño con tranquilidad. Sólo
durmió de una manera agitada e interrumpida sin cesar, y al
amanecer ya no pudo pegar los ojos. Tenía el presentimiento de que
un terrible mal se cernía sobre la casa.
Levantóse temprano y salió. Como hacía a menudo, se encaminó al
Nilo. Había ya pescadores en el agua y una enorme lancha se dirigía a
Tebas impulsada por sus remos. Otros barcos menores desplegaban
sus velas a favor del viento.
En el corazón de Renisenb se agitaba un deseo impreciso, que no
conseguía concretar. «Quiero algo —se dijo—, mas ignoro qué.»
¿Deseaba a Khay? Pero Khay había muerto y no retornaría. «No
volveré a pensar en él —decidió—. Es inútil por completo.»
De pronto reparó en otra mujer que fijaba sus ojos en la barca que
navegaba hacia Tebas. Había en aquella mujer una expresión
desolada que enterneció a Renisenb. Y su piedad no disminuyó
después de advertir que la otra mujer era Nofret.
Nofret mirando al río, Nofret sola, Nofret pensando..., ¿en qué?
No sin un estremecimiento, Renisenb pensó de pronto que en la casa
no sabían nada apenas acerca de Nofret. La habían aceptado como
una extraña, e incluso como una enemiga, y no se habían preocupado
de su vida ni del lugar de donde podía proceder.
Y Renisenb se dijo que debía ser triste para Nofret vivir sola y sin
amigos, rodeada por gente que la miraba con aversión.
Adelantóse levemente hasta llegar junto a la concubina. Nofret volvió
la cabeza un instante, pero en seguida tornó a su contemplación del
río. Tenía la faz inexpresiva.
Renisenb habló tímidamente:
—Hay muchas barcas en el Nilo.
—Sí.
Renisenb, siguiendo un oscuro estímulo que la impulsaba a mostrarse
amistosa, prosiguió:
—¿Es así la tierra de donde tú vienes?
Nofret rió, no sin amargura.
—No —dijo—. Soy hija de un mercader de Memfis. En Memfis todo es
alegre y divertido. De continuo se toca, se canta y se danza. Mi padre
viaja mucho. He estado con él en Siria, he cruzado el Desfiladero de
la Gacela, y también he ido en una nave grande por el mar.
Hablaba con orgullo y animación. Renisenb la oía con interés.
—Mucho debes hastiarte aquí —murmuró.
Nofret volvió a reír, esta vez con impaciencia no disimulada en


absoluto.
—Más de lo que te figuras. Aquí todo se vuelve plantar, recolectar,
hablar de cosechas, discutir el precio del lino... Es como vivir en una
tumba.
Renisenb miraba de soslayo a Nofret, y se debatía entre infinitos
pensamientos, insólitos en ella.
Y de repente pareció emanar, casi de un modo físico, una oleada de
ira de la muchacha que Renisenb tenía a su lado.
«Es muy joven —pensó Renisenb—, tan joven o más que yo, y, sin
embargo, ha de ser concubina de un viejo pomposo y un poco ridículo
como mi padre.»
¿Qué sabía ella acerca de Nofret? Nada. Cuando el día antes había
dicho a Hori que Nofret era bella, cruel y mala, Hori había
respondido:
«Eres una niña, Renisenb.»
Ahora comprendía la joven lo que Hori había querido significar. No se
podía juzgar tan a la ligera a un ser humano. ¡Cuántos dolores y
cuántas amarguras podían esconderse tras la sonrisa cruel de Nofret!
Ni Renisenb ni nadie de la familia habían hecho nada en pro de la
concubina de su padre.
Renisenb murmuraba, con trabada y presurosa lengua:
—No nos quieres, Nofret, porque no hemos sido buenos contigo, pero
no es tarde para reconciliarse. Tú vives apartada de nosotros, mas
podríamos tratarnos como hermanas. Si ello está en mi mano, yo...
Y se interrumpió. Nofret volvióse a ella. Por un momento la miró con
rostro inexpresivo, aunque Renisenb creyó notar en la concubina
cierta momentánea blandura.
Fue un instante singular, un instante que Renisenb no iba a olvidar
nunca...
Gradualmente la expresión de Nofret cambió. Un fuego diabólico
ardió en sus ojos. Tanta furia y tanta malicia había en las pupilas de
la concubina, que Renisenb, temerosa, retrocedió un paso.
Nofret dijo en voz airada y baja:
—¡Vete! Nada quiero de vosotros, necios.
Y se dirigió a la casa, andando a paso vivo.
Renisenb siguióla lentamente. No la habían ofendido las palabras de
Nofret. Pero sí habían abierto en su alma un negro abismo de odio y
miseria, un abismo de cosas desconocidas para ella y al contemplar
las cuales su mente se debatía en un caos.
Cuando Nofret cruzaba el jardín una de las niñas de Kait salió a la
carrera, detrás de una pelota.
Nofret rechazó a la chiquilla dándole un empujón que la hizo rodar
por el suelo. La pequeña lanzó un grito. Renisenb levantóla y dijo con
indignación:
—Eres una bruta, Nofret. La nena se ha hecho un corte en la barbilla.
—¿Y qué me importa que esos chiquillos mimados se lastimen o no?
¿Se cuidan sus madres de no herir mis sentimientos? ¿Acaso no me
ofenden?
Kait apareció corriendo. Vio la lesión de su hija y se volvió a Nofret,
iracunda y con los ojos desorbitados.
—¡Malvada! —gritó—. ¡Demonio! ¡Serpiente! Espera y verás lo que
hacemos contigo.
Y con todas sus fuerzas asestó un golpe a Nofret. Antes de que Kait
pudiera repetir el golpe, Renisenb, exhalando un grito, asió el brazo
de su cuñada pronto a golpear de nuevo.
—No hagas eso, Kait.
—¿Cómo que no? Ya se enterará esta mujer de lo que le aguarda. Es
una sola contra muchos.
Nofret permanecía quieta. Un brazalete que llevaba Kait había
alcanzado a la concubina debajo del ojo, haciéndole una heridita de la
que brotaba un hilo de sangre que se deslizó por la mejilla.
La expresión de Nofret impresionó a Renisenb. La concubina no
parecía furiosa. Por él contrario, una expresión de placer había
asomado a sus ojos y sus labios se curvaron en una felina sonrisa.
—Gracias, Kait —murmuró.
Y penetró en la casa.
Nofret llamó a Henet.
Henet empezó a desolarse al ver ensangrentada a la joven. Nofret la
interrumpió.
—Haz llamar a Kameni. Dile que traiga pluma, tinta y papiro. Hay que
escribir al amo.
Henet, fijando los ojos en la mejilla de la concubina, murmuró:
—Comprendo.
Y agregó en seguida:
—¿Quién te ha maltratado?
Nofret sonrió.
—Kait.
Henet produjo un sonido con la lengua y movió la cabeza.
—Todo es deplorable, mucho... Sí, habrá que informar al amo.
Y miró de soslayo a Nofret.
—Tú y yo pensamos lo mismo, Henet —dijo Nofret con voz dulce.
Desprendió de su túnica de lino una amatista engarzada en oro y la
puso en la mano de la mujer.
—Tú y yo —agregó— nos preocupamos realmente del bien de
Imhotep.
—Esta joya es espléndida, Nofret. Eres demasiado generosa.
—Imhotep y yo apreciamos la fidelidad.
Y Nofret seguía sonriendo, con una expresión felina en sus ojos
entornados.
—Trae a Kameni —repitió—. Él y tú seréis testigos de lo sucedido.
Kameni llegó. Su rostro denotaba contrariedad y su entrecejo estaba
fruncido.
Nofret habló imperiosamente.
—¿Recuerdas las instrucciones que te dio Imhotep antes de marchar?
—Sí —dijo Kameni.
—Pues ha llegado el momento de cumplirlas —manifestó Nofret—.
Siéntate, toma pluma y papiro y escribe lo que te diga yo.
Kameni continuaba vacilando. La concubina agregó, impaciente:
—No vas a escribir sino lo que vean tus ojos y oigan tus oídos. Y
Henet será testigo de todo.
—Ya.
—La carta —añadió Nofret— ha de expedirse a toda prisa y con el
mayor secreto.
—No me agrada nada... —empezó Kameni.
Nofret le atajó:
—No tengo quejas que formular contra Renisenb. Renisenb es buena,
suave y tonta y no me ha hecho mal alguno.
El bronceado color de Kameni se acentuó.
—No pensaba en eso...
—Creí que sí —repuso Nofret—. Ea, escribe.
Henet intervino:
—Sí, escribe. Yo estoy disgustadísima por lo que pasa. Es menester
que Imhotep lo sepa. Muy desagradable es advertirle, pero cuando se
trata de una cosa que es deber de uno, no hay más remedio que...
Nofret rió quedamente.
—Tenía la certeza de que hablarías así, Henet. Yo haré mi gusto y
Kameni hará su oficio.
Kameni vacilaba todavía. Había en su rostro una clara expresión de
enojo.
—No me gusta el encargo —afirmó—. Mejor harías en pensar esto
más maduramente, Nofret.
—¿Cómo osas hablarme así? —exclamó Nofret.
Kameni se sonrojó, pero no varió su expresión adusta. Limitóse a
apartar la vista.
—Anda con cuidado, Kameni —advirtió Nofret—. Yo tengo mucha
influencia con Imhotep. Me atiende en todo... y hasta ahora te ha
mirado con simpatía.
Marcó una pausa significativa. Kameni inquirió:
—¿Me amenazas?
—Acaso.
El escriba la contempló airadamente durante unos instantes. Luego
inclinó la cabeza.
—Haré lo que mandes, Nofret, pero creo que te arrepentirás de ello.
—¿Me amenazas ahora tú, Kameni?
—No. Te hago una advertencia.


CAPÍTULO OCHO
Segundo mes de Invierno - Día 10
Los días seguían a los días. En ocasiones a Renisenb le parecía vivir
en un sueño.
Ya no había hecho más intentos de reconciliarse con Nofret. Había en
la concubina una expresión enigmática que asustaba a la joven.
A partir del altercado con Kait, Nofret estaba transformada. Existía en
ella una satisfacción, casi un entusiasmo, que Renisenb no lograba
comprender. A veces decíase que había sido una necia pensando que
Nofret podía sentirse disgustada de vivir. Nofret se mostraba
complacidísima de la existencia, de sí misma y de lo que la rodeaba.
No obstante, todo en ella había cambiado definitivamente en mal
sentido. Era claro que Nofret se esforzaba en sembrar la discordia
entre la familia del ausente Imhotep. Pero la familia había cerrado
sus filas contra la intrusa.
Ya no surgían disensiones entre los diversos miembros de la casa.
Satipy no reñía con Kait. Tampoco zahería al infortunado Yahmose.
Sobek estaba más tranquilo y menos jactancioso que de costumbre.
Ipy procedía con algo menos de descaro respecto a sus hermanos.
Reinaba en la familia una armonía excepcional.
No por ello se sentía tranquila Renisenb. Porque, a la par que tal
armonía, imperaba en la casa un intenso ambiente de mala voluntad
contra Nofret.
En vez de disputar con ella, Satipy y Kait rehuían su trato. No le
hablaban jamás. Si ella aparecía, las dos cuñadas salían con sus
hijos.
Empezaron a ocurrir ciertos incidentes menudos, pero significativos.
Un vestido de Nofret fue echado a perder al alisarlo con una plancha
demasiado caliente. Sobre otro cayó una caldera de tinte. En las
ropas de Nofret se hallaban a veces agudos espinos. Un día se
descubrió un escorpión junto a su lecho. Los alimentos que le servían
estaban sazonados hasta la exageración o bien carecían de todo
adobo. En su pan apareció en una ocasión un ratón muerto.
Era una persecución continua e implacable. Nada concreto, nada a
que Nofret se pudiera asir para protestar. Una campaña
esencialmente femenina.
Un día la anciana Esa mandó llamar a Satipy, Kait y Renisenb.
Cuando éstas entraron vieron a Henet en el fondo de la estancia.
La criada movía la cabeza y se frotaba las manos. Esa dirigió a las
mujeres una mirada irónica.
—Hola, inteligentísimas nietas. ¿Qué estáis haciendo? Sé que servís a
Nofret platos incomibles y que le estropeáis las ropas.
Satipy y Kait sonrieron torvamente. La primera preguntó:
—¿Se ha quejado Nofret?
—No —dijo Esa.
Y se ladeó un tanto la peluca que solía usar incluso dentro de casa.
—No —agregó—, y eso es lo que me inquieta.
Satipy echó su hermosa cabeza hacia atrás.
—Pues a mí no me inquieta nada —dijo.
—Porque eres una imbécil —respondió Esa—. Nofret tiene doble
inteligencia que vosotras tres juntas.
—Ya lo veremos —replicó Satipy con un talante complacido y casi
jovial.
—¿A qué creéis que conduce esto? —dijo la anciana.
El rostro de Satipy se endureció.
—Eres una vieja, Esa. No es que al decirlo quiera faltarte al respeto,
sino que deseo hacerte entender que las cosas para ti no son como
para nosotras, que tenemos hijos y esposos. Hemos resuelto acabar
con esta situación y, como mujeres, conocemos recursos para
vengarnos de una persona a la que no queremos aceptar.
—¡Lindas palabras! —dijo Esa—. Dignas de unas esclavas
chachareando en el molino.
—Bien has hablado —declaró Henet a la anciana.
Esa se volvió hacia la sirvienta.
—Tú que andas siempre con Nofret, sabrás lo que ésta dice de cuanto
le pasa.
—La atiendo —respondió la mujer—, porque así me lo manda el amo,
mas lo hago a pesar mío. Sin duda vosotras no pensáis...
Esa interrumpió.
—Ya sabemos, Henet, lo adicta que nos eres y lo poco que se te
agradece. Pero te he preguntado otra cosa: ¿Qué piensa Nofret de lo
que le pasa?
Henet movió la cabeza.
—No hace más que sonreír.
—Exacto.
De una bandeja que tenía al lado, Esa tomó una azufaifa que se llevó
a la boca. Dijo luego, con una repentina y amarga malignidad:
—Todas sois unas necias. La poderosa aquí es Nofret, no vosotras. Os
prestáis al juego que más le conviene. Debe estar encantada de lo
que hacéis.
Satipy respondió:
— ¡Boberías! Ella es una sola contra muchas y no tiene poder alguno.
Esa rebatió con acritud.
—Tiene el poder de una mujer joven y bonita que vive con un hombre
viejo. Sé lo que me traigo entre manos, y Henet conoce que estoy en
lo justo.
Henet, algo sobresaltada, empezó a retorcerse las manos.
—El amo la quiere mucho —dijo—. Sí, mucho...
—Bien —ordenó Esa—, vete a la cocina, Henet, y tráeme unos dátiles,
vino de Siria y miel.
Cuando la criada salió, Esa expuso:
—Estáis buscándoos graves complicaciones. Lo veo venir. Tú que
llevas en esto la voz cantante, Satipy, ten cuidado de no servir las
conveniencias de Nofret.
Recostóse hacia atrás y cerró los ojos.
—Idos ya. Os he advertido lo oportuno.
Cuando las mujeres llegaron al borde del estanque, Satipy exclamó :
—¡Decir que estamos en poder de Nofret! Esa, por lo vieja, piensa
cosas rarísimas. Nosotras somos quienes tenemos a Nofret en
nuestro poder. Nada haremos de que pueda con razón quejarse, pero
se me figura que pronto lamentará la hora en que vino a vivir aquí.
—¡Eres cruel! —protestó Renisenb.
—No creo que tú aprecies a Nofret, Renisenb.
Satipy miró con ironía a su cuñada.
La joven replicó:
—No, no. Pero tampoco le tengo tanto rencor.
—Yo pienso en mis hijos... y en Yahmose. No soy de miel,
¿comprendes?, ni tolero los insultos. Además, tengo ambiciones. Con
gusto retorcería a esa mujer el cuello. Por desgracia no se pueden
arreglar las cosas con tanta sencillez. No nos conviene exasperar a
Imhotep. Pero ya encontraremos un medio de...
La carta cayó en la casa tan abrumadoramente como un arpón sobre
un pez.
Yahmose, Sobek e Ipy miraron mudos a Hori, mientras éste leía:
«¿No advertí a Yahmose que le haría responsable de lo que le
ocurriese a mi concubina? Por mi vida que, pues todos estáis contra
mí, yo estoy contra todos vosotros. No viviré más con vosotros en mi
casa, ya que no habéis respetado a Nofret. Tú, Yahmose, has dejado
de ser mi hijo. Y Sobek e Ipy también. Todos habéis dañado a mi
concubina, como lo testimonian Henet y Kameni. Por lo tanto, os
expulso a todos de mi casa. Os he mantenido hasta ahora, pero
ahora dejo de manteneros.»
Hori hizo una pausa antes de continuar:
«El sacerdote Imhotep se dirige a Hori. Tú, que me has sido fiel,
¿vives en paz y gozas de salud? Saluda en mi nombre a mi madre,
Esa, y a mi hija Renisenb y da recuerdos a Henet. Atiende con
cuidado a mis asuntos en tanto que yo llego, y ocúpate de redactar
un documento por el cual mi concubina Nofret entrará a participar de
mis bienes como esposa mía. Ni Yahmose ni Sobek serán asociados a
mí, y desde ahora los desheredo, puesto que han dañado a mi
concubina. Atiende a todas las cosas hasta que yo regrese. ¡Malditas
sean las gentes de una casa cuando hostigan a la concubina del
dueño! Advierte a Ipy que, si causa el menor mal a mi concubina,
será también arrojado de casa.»
Hubo un intenso silencio. Luego Sobek se incorporó airado.
—¿Qué es esto? ¿Quién ha mandado falsas nuevas a nuestro, padre?
¿Vamos a soportar tal situación? ¡Nuestro padre no puede
desheredarnos para dar sus bienes a una concubina!
Hori dijo con calma:
—Nadie mirará bien que Imhotep haga esto, pero tiene derecho legal
a efectuarlo. Está en su mano extender un documento de cesión de
sus bienes en la forma que guste y a quien guste.
—¡Esa serpiente ha hechizado a nuestro padre!
Yahmose, atónito, murmuró:
—Es increíble...
—¡Mi padre está loco! —exclamó Ipy—. ¡Volverse contra mí por una
concubina!
Hori repuso con gravedad:
—Imhotep dice que volverá pronto. Acaso entonces haya cedido su
rabia. Quizá sólo os amenace para asustaros y no pasará nada.
Sonó una risa desagradable. Era Satipy quien había reído. Miraba a
los hombres desde la puerta de las habitaciones de las mujeres.
—¿Qué debemos, pues, hacer, buen Hori? ¿Esperar sentados?
Yahmose murmuró:
—No veo que podamos ejecutar otra cosa.
—¿No? —gritó Satipy—. Entonces, ¿qué tenéis en las venas en vez de
sangre? ¿Agua? Ya sé yo que mi marido no es un hombre. Pero tú,
Sobek, ¿no das con un remedio a nuestros males? Una cuchillada en
el corazón, y esa moza habrá dejado de perjudicarnos.
—¡Satipy! —protestó Yahmose—. Nuestro padre no nos perdonaría
jamás.
—Eso imaginas tú. Pero yo te contesto que una concubina muerta no
es igual que una concubina viva. Cuando ella no exista, el corazón de
Imhotep se volverá a sus hijos y nietos. Además, ¿Cómo sabría él en
qué forma había muerto Nofret? Podríamos decir que le había picado
un escorpión. Si estamos todos de acuerdo...
—Henet le contaría la verdad —respondió Yahmose.
Satipy soltó una carcajada histérica.
—¡Oh, prudente y bondadoso Yahmose! Deberías, en verdad, cuidarte
de los niños y hacer las faenas que realizamos las mujeres. ¡Sakmet
me ayude! Me he casado con un hombre que no es un hombre. Y tú,
Sobek, que canto alardeas, ¿dónde están tu valor y tu arrojo? Por Ra
os digo que yo soy más hombre que vosotros.
Y se alejó. Kait dio un paso adelante.
—Satipy ha dicho la verdad —afirmó con voz profunda y temblorosa—
Ninguno de los tres valéis para nada. ¿No piensas en tus hijos,
Sobek? ¿Quieres que se mueran de hambre? Pues os digo que seré
yo la que obre. No sois hombre ninguno de los tres.
Marchóse. Sobek se alzó de un salto.
—¡Por los dioses declaro que Kait tiene razón! Éstas son cosas de
hombres, y aquí estamos todos hablando y sin hacer nada.
Avanzó a zancadas hacia la puerta. Hori le llamó.
—¡Sobek! ¿Qué vas a hacer?
Desde el umbral, Sobek habló con arrogancia:
—¡Algo! ¡Y con el mayor gusto!


CAPÍTULO NUEVE
Segundo mes de Invierno - Día 10
Renisenb salió al porche y permaneció inmóvil un momento,
amparándose los ojos con la mano contra el intenso resol. Se sentía
llena de un temor indecible. Una y otra vez dijo...
—Tengo que advertir a Nofret, tengo que advertirla...
Sonaban en la casa voces masculinas. Las de Hori y Yahmose eran
serenas, y la de Ipy, aguda y pueril:
—Satipy y Kait están en lo justo. No hay hombres en la familia. Pero
yo soy un hombre. Si no en años, lo soy por el corazón. Nofret se
burla de mí, me trata como a un niño, mas yo le probaré que no lo
soy. No temo a mi padre. Mi padre que le embelesa, él volverá a mí.
Él me quiere más que a ninguno. Me tenéis por un chiquillo, pero ya
veréis si yo...
Salió corriendo de la casa y tropezó con Renisenb con tal ímpetu, que
estuvo a punto de derribarla. Ella le cogió por la manga:
—¿Adonde vas, Ipy?
—A buscar a Nofret. Ahora sabrá si puede burlarse de mí o no.
—Cálmate. Ninguno debemos hacer un disparate.
El muchacho rió con desprecio.
—¿Un disparate? Eres como Yahmose. No pensáis más que en la
prudencia, en proceder con calma. Yahmose es un viejo indecente. Y
Sobek también, a pesar de sus jactancias. Suéltame, Renisenb.
Y se soltó de ella, preguntando:
—¿Dónde está Nofret?
Apareció Henet.
—Éste es muy mal asunto, hijos. ¿Qué será de nosotros? ¿Qué diría
mi difunta señora?
—¿Dónde está Nofret, Henet?
—¡No se lo digas! —exclamó Renisenb.
Pero Henet estaba ya hablando:
—La vi marchar hacia los campos de lino. Salió por la puerta trasera.
Ipy entró de nuevo en la casa. Renisenb reprochó a Henet:
—¿Por qué se lo has dicho?
La mujer respondió, acentuando la quejumbrosidad de su voz:
—Aquí nadie confía en mí. Pero yo sé lo que me hago. Al muchacho le
conviene algún tiempo para serenarse. No encontrará a Nofret donde
le indiqué, porque ella está en el pabelloncito con Kameni.
E hizo un signo hacia el estanque. Luego repitió, subrayando las
palabras:
—Con Kameni...
Renisenb adelantó por el jardín. Teti, con su león de madera, vino
corriendo desde la orilla del estanque. Renisenb la recibió entre sus
brazos. Al oprimirla entre ellos comprendió el impulso que movía a
sus cuñadas. Ambas luchaban por sus hijos.
—No me aprietes tanto, madre, que me lastimas.
Renisenb, soltando a la niña, avanzó lentamente. Nofret y Kameni se
hallaban en el extremo más apartado del pabellón. Al aproximarse
Renisenb, se volvieron a ella.
Renisenb habló con voz rápida y jadeante:
—He venido a avisarte, Nofret. Ten mucho cuidado. Peligras.
Nofret miró a la joven con un talante despectivo.
—Ladran los perros, ¿verdad?
—Temo que te causen algún mal.
Nofret denegó con la cabeza.
—Ningún mal pueden causarme —respondió con soberbia confianza—
Si lo hacen, lo contaré a tu padre y éste me vengará. En cuanto lo
piensen con calma todos lo comprenderán. Son unos necios. ¡Hay que
ver cuánto me han convenido sus injurias y persecuciones!
Y rió.
Renisenb, con voz pausada, dijo:
—¿De manera que tú misma has planeado esto? ¡Y yo que te
compadecía, creyendo que nos portábamos mal contigo! Ya no te
compadezco, Nofret. Eres una mujer mala. Cuando en la hora del
juicio te pregunten si cometiste algunos de los cuarenta y dos
pecados, no podrás responder: «No cometí mal.» Ni tampoco: «No fui
codiciosa.» Y tu corazón se pesará en la balanza contra la pluma de la
verdad, que ocupará el otro platillo, y el peso se volverá contra ti.
Nofret murmuró, adusta:
—¡Muy piadosa te has vuelto de repente! Yo a ti no te he perjudicado,
Renisenb. Pregunta a Kameni si algo he dicho contra ti.
Y, apartándose, se dirigió a la casa y subió los peldaños de acceso.
Henet acudió a recibirla y las dos pasaron al interior.
Renisenb se volvió a Kameni.
—¿La has ayudado a delatarnos a nuestro padre, Kameni?
—No te enojes contra mí —respondió el escriba—. No me cabía hacer
otra cosa. Tu padre me mandó que le escribiese siempre que me lo
pidiera Nofret. ¿Qué quieres que hiciera, Renisenb?
—No te recrimino. Presumo que has tenido que cumplir lo mandado
por mi padre.
—Lo hice contra mi deseo, Renisenb. Y es verdad que no puse ni una
palabra contra ti.
—Eso me es igual.
—A mí, no. Aunque Nofret me lo hubiera ordenado, nada contra ti
hubiera escrito yo.
Renisenb, perpleja, movió la cabeza. La insistencia de Kameni en
aquel pormenor le parecía poco trascendental. Sentía tal enojo como
si Kameni, en algún sentido, le hubiese sido infiel. No obstante, era
un extraño, al fin y al cabo. Les unía cierto parentesco remoto, mas
fuera de ello, era un simple desconocido al que su padre había
llevado allí desde una comarca distante. Se trataba de un escriba
joven que se limitaba a ejecutar las órdenes de su señor.
Kameni insistió:
—Sólo escribí la verdad. Te juro que no conté una sola mentira.
—Lo creo —dijo Renisenb—, porque Nofret es harto inteligente para
mandarte poner embustes.
Esa había acertado. El hostigar a Nofret había conducido a servir sus
fines. Así se explicaba la felina sonrisa de la concubina cuando fue
golpeada por Kait.
—Mala cuestión es ésta —murmuró Renisenb, medio para sí.
Kameni asintió:
—Sí. Nofret es aviesa.
Renisenb le miró con curiosidad.
—¿La conociste en Memfis?
Kameni se ruborizó y movióse con desasosiego.
—Mucho no. Pero he oído decir a algunos que era orgullosa, dura y
vengativa...
Renisenb, impaciente, echó la cabeza hacia atrás.
—No creo —dijo— que mi padre cumpla sus amenazas. Las ha
proferido porque estaba enojado, pero cuando vuelva nos perdonará
a todos.
Kameni replicó:
—Nofret se encargará de impedirle que cambie de parecer. No
conoces a Nofret. Es muy lista, muy decidida... y muy bella.
—Sí; es bella —admitió Renisenb.
Se levantó. Sin motivo razonable le dolía pensar en la hermosura de
Nofret.
Renisenb pasó la tarde jugando con los niños. El vago presentimiento
que experimentó se disipó.
Poco antes de ponerse el sol se incorporó. Alisóse el cabello y los
pliegues de la ropa, que se le habían desordenado en el juego, y se
preguntó por qué Satipy y Kait no habrían salido de la casa, como
acostumbraban.
Kameni había marchado largo rato atrás. Renisenb entró en el
edificio. No halló a nadie en la sala y siguió hasta las habitaciones de
las mujeres. En un rincón de su cuarto, Esa cabeceaba, mientras una
muchachita negra ponía prendas de vestir en montones. En la cocina
se cocían triangulares hogazas. No se veía a nadie más por allí.
Renisenb se sintió perpleja. ¿Dónde estaba la familia?
Hori debía haber ido a la Tumba. Yahmose podía estar con él o en los
campos. Sobek e Ipy en los campos también, o con el ganado. Mas,
¿y Satipy y Kait? Sobre todo, ¿dónde estaba Nofret?
El aposento de la concubina se hallaba vacío y olía con intensidad a
los ungüentos aromáticos que Nofret usaba. Desde el umbral,
Renisenb miró la almohada de la concubina, su joyero, un montón de
pulseras de cuentas y un anillo que tenía incrustado un escarabajo
azul. Los perfumes, los óleos, las telas, la ropa interior, las sandalias
parecían recordar la presencia de aquella Nofret que ocupaba la
alcoba y era la enemiga de todos.
Renisenb se dirigió a la puerta de la casa y encontró a Henet.
—¿Adonde se han ido mis cuñadas?
—¡Qué sé yo! —repuso la sirvienta—. He estado ayudando a tejer y a
otras mil cosas. No tengo tiempo para dar paseos.
Renisenb dedujo de esto que alguien había salido a pasear. Quizá
Satipy hubiera seguido a Yahmose a la tumba para zaherirle. ¿Y Kait?
No era corriente que Kait pasase tan largo rato apartada de sus hijos.
El pensamiento de antes volvió a su mente: ¿Dónde estaba Nofret?
Como si Henet leyera en la mente de la joven, manifestó:
—Nofret se ha ido a la Tumba hace un buen rato. Suele hablar allí con
Hori que tiene talento también.
Acercóse a Renisenb un tanto más.
—Quisiera explicarte, Renisenb, lo mucho que me disgusta todo lo
ocurrido. El día que Kameni escribió a tu padre, Nofret vino a mi
llevando todavía en la cara las señales del golpe de Kait. Obligó a
Kameni a escribir y me puso a mí por testigo. Yo no podía negar la
verdad. Pero sufrí mucho pensando en tu querida madre.
Renisenb la apartó, empujándola, y salió. Bajo el áureo sol del
crepúsculo los acantilados proyectaban sobre el valle fantásticas
sombras.
Renisenb, a buen paso, se encaminó a la Tumba. Quería hablar con
Hori. De niña cuando se le rompía un juguete o se sentía asustada,
buscaba a Hori. Porque Hori era inmutable y sólido como los
acantilados mismos.
«En cuanto le encuentre —pensaba confusamente la joven— no
temeré nada.»
Apresuró la marcha. Y de pronto vio acercarse a su cuñada Satipy.
—¿Qué hay, Satipy? ¿No te sientes bien?
Satipy miraba a ambos lados con desconfianza. Respondió con áspera
voz:
—No me pasa nada.
—Pues parece que te hallas mal. Tienes la cara muy asustada. ¿Qué
ha pasado?
—Nada. ¡No sé qué iba a pasar!
—¿Dónde estabas?
—En la Tumba. Había ido en busca de Yahmose, pero ni él ni nadie
estaban allí.
Renisenb miró a su cuñada. A Satipy parecían haberle abandonado
toda su resolución y sus fuerzas.
—Anda —dijo Satipy—, vamos a casa.
Y apoyó la mano en los hombros de la joven. Ésta notó que los dedos
de la mujer temblaban un tanto. Se separó con enojo.
—No. Voy a la Tumba.
—Te digo que no hay nadie allí.
—Pero me sentaré un rato y miraré al río.
—Ya es tarde y está poniéndose el sol.
Los dedos de Satipy se clavaron como garras en el brazo de
Renisenb. Ésta se soltó.
—Déjame, Satipy.
—No. ¡Ven conmigo!
Renisenb, sin atenderla, corrió hacia la escarpadura. Su instinto le
anunciaba que había sucedido algo.
No le causó sorpresa lo que vio. Lo esperaba.
Nofret yacía al pie de la altura, con el rostro vuelto hacia el cielo, el
cuerpo retorcido y quebrado, los ojos abiertos, mas ya sin vista...
Renisenb tocó la fría mejilla de Nofret. Luego se incorporó, Satipy se
acercaba, diciendo:
—Nofret debe haberse caído desde arriba.
Sí, eso debía ser. La concubina pudo resbalar en el empinado sendero
y rebotar de piedra en piedra.
Satipy añadió:
—Quizá viese una serpiente y se asustara. En esta vereda suele
haber serpientes tomando el sol.
Serpiente. Renisenb recordó la lucha de Sobek con la cobra. Una
serpiente muerta bajo el cielo. Sobek con los ojos encendidos...
«Señor, Nofret...», pensó Renisenb.
Sintió un repentino alivio al oír la voz de Hori, que dijo:
—¿Qué ha sucedido?
Hori y Yahmose llegaban juntos. Satipy, con voz presurosa, empezó a
explicar que Nofret debía haberse caído desde lo alto de la escarpada.
Yahmose repuso:
—Quizá viniera a buscarnos. Nosotros habíamos ido a dar una ojeada
a las acequias. Llevábamos en ellas más de una hora. Al volver os
hemos visto. Por eso nos acercamos.
Renisenb con un acento que la sorprendió a ella misma, inquirió:
—¿Dónde está Sobek?
Hori, en el acto, volvió la cabeza. Yahmose, perplejo repuso:
—No le he visto en toda la tarde, desde que entró furioso en casa. No
sé donde está.
Hori miró a Renisenb. Luego se fijó en la muerta y Renisenb creyó
adivinar con toda exactitud lo que meditaba el hombre.
—¿Acaso Sobek...? —murmuró Hori.
—¡No, no! —exclamó Renisenb sin saber por qué hablaba.
—Nofret se ha despeñado —insistió Satipy—. El sendero es estrecho y
peligroso.
Renisenb evocó lo que Hori le contara. Una vez, de niño, Sobek había
atacado a su hermano mayor y su madre le había reprendido,
diciéndole:
—No hagas eso, Sobek. Es peligroso.
A Sobek le gustaba matar. Lo había dicho él mismo más de una vez.
Y Sobek había matado una serpiente.
Y Sobek podía haberse encontrado con Nofret en aquel angosto
camino...
Con quebrada voz, Renisenb murmuró:
—No sabemos lo que ha pasado.
La voz de Hori sonó, prestando autoridad y fuerza a la opinión de
Satipy.
—Nofret ha debido caer desde la parte más alta del acantilado.
Y sus ojos se fijaron en los de Renisenb, que pensó, consolada: «Él y
yo sabemos lo que ha ocurrido».
En voz alta y tenebrosa, añadió:
—Sí, Nofret ha caído desde el acantilado.
Como un eco final la voz suave de Yahmose agregó:
—Ha debido caerse desde el acantilado.


CAPÍTULO DIEZ
Cuarto mes de Invierno - Día 6
Imhotep miró a Esa.
—Todos cuentan la misma historia —afirmó hosco.
—La cual, cuando menos, es conveniente —replicó la anciana, con
tono seguro.
—¿Conveniente? No entiendo.
Esa soltó una risa cascada.
—Sé lo que me digo, hijo.
Imhotep respondió, solemne:
—Lo que he de averiguar es si dicen la verdad.
—Tú no eres la diosa Maat, ni puedes, como Anubis, pesar los
corazones.
Imhotep movió la cabeza con gravedad.
—¿Se habrá tratado de un accidente? Debo tener en cuenta que el
anuncio de mis intenciones respecto a mi desgraciada familia pudo
producir ciertos sentimientos malévolos.
—En efecto —repuso Esa—. Todos gritaban de tal modo que yo les oía
desde mi cuarto. ¿Te proponías, en efecto, desheredar a tus hijos?
Imhotep se agitó, desazonado.
—Cuando hice escribir estaba furioso. Quería dar una lección a mis
hijos.
—O sea que querías asustarlos, ¿verdad?
—¿Hace eso al caso ahora, madre?
—Ya veo que ni siquiera sabías lo que pensabas hacer. Estabas en
una confusión tan grande como siempre. Siempre serás igual.
Imhotep, con un esfuerzo, dominó su irritación.
—He querido, y nada más, significarte que ese aspecto particular de
la situación ya no tiene interés. Lo que ahora importa es esclarecer lo
concerniente a la muerte de Nofret. Si me convenciese de que hay en
mi familia alguien tan desequilibrado en su enojo, tan cruel como
para haber matado a la muchacha... ¡No sé lo que haría!
—Pues en ese caso es una suerte —declaró Esa— que todos coincidan
en lo que dicen. Creo que nadie ha apuntado otra posibilidad.
—No.
—Pues entonces, da el incidente por concluido. Yo ya te aconsejé que
te llevases a la muchacha.
—¿Acaso crees...?
—Creo siempre lo que me dicen, salvo que esté en contradicción con
lo que veo (y veo muy poco ahora) o lo que oigo —dijo la anciana con
énfasis—. Presumo que habrás interrogado a Henet. ¿Qué cuenta?
—Está muy disgustada. Me quiere tanto que...
Esa enarcó las cejas.
—¡Ah! ¿Sí?
—Es una mujer de mucho corazón.
—Sí. Y de más lengua de la que convendría. Si es como dices, lo
mejor será olvidar lo sucedido. Tú tienes otras cosas en qué pensar.
—En efecto —respondió Imhotep, recobrando sus aires pomposos de
costumbre—. Yahmose me espera en la sala y hay muchos asuntos
urgentes. Como dices, los disgustos privados no deben paralizar los
asuntos más importantes.
Y salió a toda prisa.
Esa sonrió sarcásticamente. Luego su rostro recobró la gravedad
habitual. Movió la cabeza y exhaló un suspiro.
Yahmose y Kameni esperaban a Imhotep. Hori se ocupaba, según
dijo Yahmose, en vigilar a los embalsamadores y otras gentes que
atendían a los detalles del sepelio.
Habían transcurrido varias semanas antes de que Imhotep conociera
la muerte de su concubina y regresara. En el intermedio se habían
consumado todos los preparativos fúnebres. El cadáver había recibido
el largo baño en salmuera, había sido devuelto, en lo posible, a su
aspecto normal, había sido ungido y frotado con sales y ya estaba
envuelto en sus vendajes y depositado en el ataúd.
Yahmose explicó que había designado para contener el cuerpo de
Nofret una cámara funeraria contigua a la que con el tiempo debía
acoger los restos del propio Imhotep. Éste aprobó todos los
pormenores que le daba su hijo.
—Has hecho bien, Yahmose —dijo con amabilidad—. Veo que has
atendido a todo y no has perdido la cabeza.
Yahmose se sonrojó ante tan inesperada alabanza. Imhotep
prosiguió:
—Claro que Ipy y Montu son embalsamadores muy caros. Esos
jarrones que han usado me parecen costosísimos. Por ciertas cosas
han puesto precios desaforados. Siempre pasa lo mismo con los
embalsamadores que trabajan para la familia del gobernador. Se
imaginan que pueden cobrar lo que quieran. Más barato es usar otros
operarios menos conocidos.
Yahmose respondió:
—No estando tú aquí, me incumbía a mí resolver esas cuestiones, y
todos los honores me parecieron pocos para una concubina a quien
tanto apreciabas.
Imhotep dio una palmada en el hombro de Yahmose.
—Si has pecado ha sido en tu afán de complacerme, hijo. Sabes que
suelo ser prudente en cuestión de gastos y por eso te agradezco que
para complacerme, hayas incurrido en innecesarias prodigalidades.
Claro que no nado en oro y que una concubina, al fin, sólo es una
concubina. Creo que podremos anular el encargo de ciertos amuletos
muy costosos, y acaso haya medios de disminuir otros capítulos de
las facturas. ¿Quieres leerme las cuentas, Kameni?
El escriba echó mano a un rollo de papiro. Yahmose suspiró contento.
Kait, a pasos lentos, salió de la casa y se detuvo junto al estanque,
donde estaban las otras dos mujeres, con sus hijos.
—Razón tenías, Satipy —declaró Kait—. Una concubina muerta no es
igual que una concubina viva.
Satipy le dirigió una mirada vaga. Renisenb preguntó:
—¿A que te refieres?
—A que para Nofret, mientras vivió, nada era excesivo; ni joyas, ni
ropas, ni la misma herencia de los hijos de Imhotep. En cambio
Imhotep, ahora, procura disminuir todo lo posible los gastos del
sepelio. Realmente, ¿a qué gastar dinero en una muerta? Acertabas,
Satipy.
—No me acuerdo de lo que dije —murmuró Satipy.
—Más vale así —respondió Kait—. Yo también lo he olvidado todo, a
Renisenb le sucede lo mismo.
Renisenb, en silencio, miró a Kait. En las últimas palabras de la mujer
vibraba un acento levemente amenazador. Renisenb estaba
habituada a considerar a Kait como una mujer suave y sumisa, pero
casi necia. Ahora, en cambio, Satipy y Kait parecían haber cambiado.
La dominante y agresiva Satipy se mostraba casi tímida, y la
tranquila Kait parecía sobreponerse a su cuñada.
Renisenb se sintió confusa. ¿Cambiarían, en efecto, de carácter las
gentes? ¿Habíanse transformado sus cuñadas en las postreras
semanas, o bien la transformación de una producía la de la otra?
¿Había Kait adquirido agresividad, o sólo lo parecía a causa de la
aminoración de los arranques de Satipy?
Ésta, desde luego, sí había cambiado. Su voz no se elevaba como
solía. Andaba por la casa y el jardín con pasos nerviosos totalmente
distintos a su actitud acostumbrada, arrogante y segura. Al principio
Renisenb había atribuido aquello a la impresión causada por la
muerte de Nofret, pero, transcurrido tanto tiempo, no era verosímil
que la impresión persistiera. Hubiera sido más propio de Satipy
acoger con entusiasmo la muerte de la concubina.
Pero bastaba mencionar a ésta para que Satipy se estremeciera. Y
Yahmose, al ver menguar los arrestos de su mujer, asumía un talante
más recio. En general, el cambio surgido en Satipy había sido
conveniente para todos. Sin embargo, Renisenb sentía cierta vaga
inquietud.
De repente, Renisenb advirtió que Kait la miraba, frunciendo el ceño.
Sin duda Kait esperaba el asenso de su cuñada a algo que había
dicho.
—Renisenb —advirtió Kait— olvidará lo ocurrido también.
La joven sintió un impulso de rebeldía. Sus cuñadas no tenían
autoridad para dictar su conducta. Se volvió a Kait con expresión
retadora.
—En una casa —dijo Kait— las mujeres deben marchar unidas.
Renisenb repuso con voz clara y desafiadora:
—¿Por qué?
—Porque tienen intereses comunes.
Renisenb movió la cabeza. Pensaba: «Antes que mujer, soy una
persona.»
En voz alta declaró:
—No todo es tan sencillo de hacer como de decir.
—¿Quieres buscar perturbaciones?
—¿A qué te refieres?
—A que lo que acerca de Nofret se dijo aquel día en la sala ha de ser
olvidado.
Renisenb rió.
—Eres una estúpida, Kait. Todos os oyeron: mi abuela, los criados,
los esclavos... Es absurdo pretender que las cosas que se sabe que
acontecieron no han acontecido.
—Estábamos irritadas —dijo Satipy— y hablábamos lo que no
sentíamos.
Y añadió con febril enojo:
—No insistas, Kait. Si Renisenb quiere enredos, que los busque.
—Yo no deseo enredo alguno —protestó Renisenb, incomodada—.
Digo que es absurdo fingir ciertas cosas no sucedidas.
—No es absurdo, sino prudente —rebatió Kait—. Tú tienes que pensar
en tu hija.
—A ninguno nos pasa nada ahora que Nofret ha muerto — contestó
Kait.
Y sonrió con una placidez que indignó a Renisenb.
No obstante, Kait estaba en lo cierto. La muerte de Nofret lo había
resuelto todo. Las mujeres, sus maridos y los hijos vivían en paz, sin
inquietudes para el porvenir. La intrusa había desaparecido para
siempre.
Sin embargo, Renisenb sentía ciertos extraños impulsos de salir en
defensa de aquella mujer con la que en vida no había simpatizado. Ya
que Nofret había perecido mejor era dejarla en paz. Empero, una
cierta piedad, rayana en comprensión, agitaba a Renisenb.
Las otras dos mujeres se fueron. Renisenb, perpleja, miraba el
estanque, sin poder desenmarañar las ideas que se agolpaban a su
mente.
Poníase el sol; Hori, que atravesaba el patio, vio a la joven y se
acercó a su lado.
—¿No entras, Renisenb? Es tarde ya.
Como siempre, la voz dulce y grave del hombre la serenó.
—¿Crees tú que las mujeres de una casa deben mantenerse unidas?
—preguntó la muchacha.
—¿Quién te ha hablado de eso?
—Mis cuñadas.
—¿Y tú prefieres mantenerte independiente, Renisenb?
—No sé qué pensar, Hori. Tengo una gran confusión en la cabeza.
Todos los de la casa se muestran distintos a como yo los creía.
Satipy, antes tan resuelta y dominante, ahora parece acobardada y
tímida. No sé cómo puede cambiar la gente así... y en un día.
—En un día, no.
—Kait, antes tan sumisa, ahora nos tiraniza a todos. Hasta Sobek
parece temerla. El mismo Yahmose ha variado. Da órdenes y lo hace
con toda confianza, totalmente otro.
—¿Y esas cosas te asombran, Renisenb?
—Sí, porque no las comprendo. A veces pienso que la misma Henet
puede ser distinta a lo que parece.
Y la joven rió, como si hubiese proferido una extravagancia. Hori se
mostraba pensativo.
—¿Verdad, Renisenb —dijo—, que no has solido pensar mucho en lo
que es la gente? Pero óyeme: ¿sabes que en todas las tumbas hay
una puerta falsa?
—Sí, claro.
—Pues a las gentes les sucede lo mismo. Todos nos creamos una
puerta falsa para engañar a los demás. Si nos sentimos débiles e
inútiles, fingimos autoridad, jactancia, poder. Y, al cabo de algún
tiempo de fingir, creemos en ello. Imaginamos que somos lo que
parecemos. Y los demás lo imaginan también. Pero tras esa puerta
inexistente sólo se encuentra la roca desnuda. Y en cuanto llega la
hora de la verdad, el ser auténtico de cada uno sale a la superficie. A
Kait su suavidad y su sumisión le dieron cuanto deseaba: esposo e
hijos. Fingir estupidez le facilitaba la vida. Mas al surgir la realidad,
en forma de un peligro, su verdadero carácter apareció. Kait no ha
cambiado, porque su energía y su inexorabilidad existieron siempre
latentes en ella.
Renisenb murmuró:
—Eso me asusta, Hori. ¿Es posible que nadie sea lo que parece? Yo,
en cambio, soy la misma.
—¿Lo crees así? Pues entonces, ¿por qué pasas horas enteras
meditando? Antes de casarte no te pasaba eso.
—No era necesario... —empezó la joven.
—Tú lo has dicho. Las cosas reales son las cosas necesarias. Ya no
eres la niña atolondrada que juzgaba la vida por lo que parecía. Ni
eres una mujer más en la casa, sino que tienes una personalidad
independiente y ansiosa de pensar y de comprender al prójimo.
Renisenb dijo con voz lenta:
—He estado reflexionando en Nofret. No consigo olvidarla. Ya sé que
era mala y cruel y quiso dañarnos; no sé por qué me ocupo de ella
todavía.
—Inténtalo.
—No lo consigo. A veces me parece conocer lo que Nofret sentía.
Y se pasó las manos por los ojos, visiblemente desconcertada.
—No me puedo explicar mejor. Pero a veces me parece tenerla a mi
lado, y hasta casi identificarme con ella. Nofret fue muy desgraciada,
aunque no lo he reconocido hasta ahora, y por eso intentó
perjudicarnos.
—Eso no se sabe, Renisenb.
—Por lo menos así lo creo, Hori. Antes no comprendí su odio, su dolor
y su amargura, a pesar de que una vez se los vi pintados en la cara.
Bien puede ser que ella hubiese amado a otra persona y sufrido un
desengaño, que puso en su alma un gran rencor y un gran deseo de
vengarse en los demás, digas lo que quieras, me consta que acierto.
Nofret se hizo concubina de un viejo como mi padre, vino, vio el
desagrado con que la acogimos y decidió causarnos el mal que
pudiera. Eso fue.
Hori miró a la joven con curiosidad.
—¡Hablas con mucha certeza, Renisenb! Y, sin embargo, no conocías
bien a Nofret.
Sobrevino un silencio. Había oscurecido casi del todo.
Hori, al fin, preguntó con voz queda:
—¿Crees que Nofret murió víctima de un accidente casual? ¿U opinas
que la despeñaron de la roca abajo?
Renisenb, al oír expresar lo que en el fondo pensaba, sintió
verdaderas náuseas.
—¡No digas eso!
—Si lo crees, debes confesarlo. ¿Lo crees?
—Sí.
Hori inclinó ligeramente la cabeza, reflexionando. Luego preguntó:
—¿Y tienes a Sobek por culpable?
—¿Quién otro podría haber sido? Acuérdate de lo que hizo con la
serpiente. Acuérdate también de lo que dijo aquel día, cuando salió
furioso de la sala.
—Lo recuerdo. Pero los que más dicen no son siempre los que más
hacen.
—¿No crees que a Nofret la asesinaron, Hori?
—Sí, lo creo. Pero no hay pruebas de lo contrario. Por eso he
procurado persuadir a Imhotep de que fue un accidente. Mas Nofret
fue arrojada abajo por alguien cuyo nombre no conoceremos nunca.
—¿Juzgas que ese alguien no fue Sobek?
—Tal pienso. Pero, puesto que nada sabemos, más vale no ocuparnos
del asunto.
—Si no fue Sobek, ¿quién pudo ser?
Hori movió la cabeza.
—Si alguna idea tengo, puede ser equivocada. De suerte que es
mejor dejarlo.
—¿Y no sabremos nunca lo que pasó? —dijo Renisenb—. ¡No lo
sabremos nunca!
—Acaso sea eso preferible para todos.
—¿El qué? ¿No saber nada?
—Sí; no saberlo.
Renisenb se estremeció.
—Tengo miedo, Hori —dijo—. ¡Tengo mucho miedo!

CAPÍTULO ONCE
Primer mes de Verano - Día 11
Las ceremonias finales se habían completado y los conjuros
oportunos se habían proferido. Montu, sacerdote del templo de Athor,
empuñó la escoba de hierbas y barrió cuidadosamente la cámara
fúnebre, mientras recitaba el ensalmo que debía eliminar del suelo las
pisadas de los espíritus malignos antes de cerrar la entrada para
siempre.
Una vez sellada la tumba, se tomaron los jarros de natrón, la sal y las
vendas que habían estado en contacto con el cadáver, y con todo lo
demás usado por los embalsamadores se depositaron en otra cámara
contigua, que fue sellada también.
Imhotep, abandonó la expresión devota, Nofret había sido enterrada
con las ceremonias del caso. No se había ahorrado nada, antes bien,
a juicio de Imhotep, se habían efectuado algunos gastos superfluos.
Los sacerdotes, una vez terminada su tarea, platicaban con Imhotep,
asumiendo de nuevo su expresión de hombre de mundo. Todos se
encaminaron a la casa, donde les esperaba el adecuado refrigerio.
Imhotep discutió con el sacerdote principal los recientes cambios
políticos. Tebas, rápidamente, se convertía en una ciudad poderosa.
Acaso antes de mucho, volviera Egipto a unirse bajo el cetro de un
solo monarca. Quizá volviera la edad dorada de los constructores de
pirámides.
Montu hablaba con respeto y aprobación del rey Nebhepet-Ra, que
era hombre religioso y excelente guerrero. Difícilmente podría
resistirle el cobarde y corrompido norte. Urgía unificar Egipto. Y en
ello habría gran honor para Tebas.
Los hombres, discutiendo el futuro, paseaban por el jardín.
Renisenb dirigió la vista a las rocas y a la tumba cerrada.
«Esto ha concluido», se dijo.
Y se sintió tranquilizada. Había hasta entonces temido varios males.
Acaso una acusación en el último momento. Pero todo había
transcurrido normalmente. Nofret había sido enterrada con todos los
ritos religiosos.
Aquello era el fin.
—Esto ha concluido —repitió en voz alta.
—Deseémoslo así, Renisenb.
La joven se volvió. Henet estaba a su lado.
—¿Qué dices, Henet?
—Que deseo que esto haya concluido. En ocasiones lo que parece el
fin es el principio de las cosas.
—¿Qué extravagancias rezongas? —exclamó Renisenb, enojada.
—Nada rezongo. Nofret ha sido sepultada y los de la familia están
satisfechos. Todo marcha a pedir de boca.
Renisenb preguntó:
—¿Te ha interrogado mi padre sobre lo que pensabas acerca de la
muerte de Nofret?
—Sí, e insistió mucho en que le diera mi opinión.
—¿Qué le dijiste?
—Que había sido un accidente. ¿Qué otra cosa podía ser? Nadie de la
familia hubiera osado poner la mano encima a la muchacha por
respeto a Imhotep. Gruñir, podrían; otra cosa, no. Añadí que, a mi
juicio, no había existido un crimen.
Y Henet reprimió una risa.
—¿Te creyó mi padre?
Henet volvió a reír.
—Tu padre sabe lo adicta que le soy; y siempre cree en mis palabras.
Él aprecia mi adhesión, aunque vosotros no lo hagáis.
—También eras muy adicta a Nofret.
—Me limitaba a obedecer las órdenes de tu padre, Renisenb.
—Pues ella te creía muy fiel a sus intereses.
Por tercera vez Henet rió.
—Nofret no era lo lista que se imaginaba. Tenía mucho orgullo y se
creía dueña de la tierra. Pero ahora habrá comparecido ante los
jueces del otro mundo, a quienes no conmoverá su linda cara. Hemos
quedado libres de ella. Al menos, así lo espero —añadió, tocando uno
de sus amuletos.
—Quiero hablarte de Satipy, Renisenb.
—Dime, Yahmose.
Y la joven contempló el rostro afable y preocupado de su hermano.
—A Satipy —declaró Yahmose— le pasa algo que no acierto a
comprender.
Renisenb movió tristemente la cabeza. No sabía qué contestar.
—Hace tiempo que he notado ese cambio en ella —prosiguió
Yahmose—. Cualquier ruido repentino le estremece. No tiene apetito.
Se asusta hasta de su propia sombra. ¿No lo has notado, Renisenb?
—Lo hemos notado todos.
—Le he preguntado si se siente mal y le he propuesto llamar al
médico, pero afirma que no le ocurre cosa alguna.
—¿La has interrogado tú? ¿No te ha dicho nada?
Renisenb compadecía a su hermano, mas en nada podía ayudarle.
—Nada, salvo que se encuentra bien.
—Pues no puede conciliar el sueño —continuó Yahmose—. A veces se
despierta gritando. ¿Tendría algún disgusto que no sepamos
nosotros?
Renisenb movió la cabeza.
—No veo cómo podría ser eso. Los niños están sin novedad. Nada ha
sucedido en la casa, fuera de la muerte de Nofret, y esto a Satipy no
puede apenarla.
Yahmose sonrió.
—Más bien lo contrario. Además, creo que el cambio en Satipy
empezó antes de morir Nofret.
Hablaba con tono incierto. Renisenb miró a su hermano.
—Sí —repitió éste—, antes de la muerte de Nofret. ¿No lo crees así?
—Hasta después de morir Nofret no advertí ningún cambio en tu
mujer —dijo Renisenb.
—¿Y no te ha dicho nada en absoluto?
Renisenb movió la cabeza.
—Mira, Yahmose, no creo que tu mujer esté enferma. Creo que
está... temerosa.
—¿Temerosa? —exclamó Yahmose, asombrado—. ¿Por qué ha de
estar temerosa? Siempre ha sido valiente como una leona.
—Eso creíamos, pero la gente cambia.
—¿Sabrá Kait algo? ¿Le habrá confiado Satipy alguna cosa?
—Más fácil es que le confíe a ella que a mí. Pero tengo la certeza de
que no.
—¿Qué piensa Kait, Renisenb?
—Kait no suele pensar nada.
Y la joven reflexionaba que Kait se había limitado a una cosa:
aprovecharse de la insólita suavidad de Satipy para apropiarse de las
mejores ropas con destino a ella y a sus hijos, cosa que no se hubiera
atrevido a intentar de ser Satipy la de siempre. De pretenderlo, ¡qué
disputas hubieran conmovido la casa! Pero que Satipy se hubiese
avenido a aquel atropello sin protestar, indicaba su decaimiento más
que nada.
—¿Has hablado con la abuela? —interrogó Renisenb—. Ella sabe
entender bien a las mujeres.
Yahmose, algo incómodo, repuso:
—La abuela no ha hecho más que felicitarme por el cambio de mi
mujer. Añade que es de desear que siga tan razonable como ahora.
—¿Y has preguntado a Henet? —inquirió Renisenb, tras breve titubeo.
Y Yahmose arrugó el entrecejo.
—No. Sería concederle excesiva importancia. Demasiado la lisonjea
mi padre ya.
—Lo sé. No obstante, Henet suele enterarse de todo.
Yahmose respondió:
—¿Por qué no le haces tú esa pregunta?
—Si quieres, se la haré, hermano.
Y Renisenb, en efecto, interrogó a Henet en la primera ocasión que se
le presentó, que fue cuando se dirigían las dos a tejer.
Con gran sorpresa de la joven, Henet exteriorizó cierta inquietud muy
diversa a su acostumbrado amor a la comadrería. Tocó un amuleto y
miró a su alrededor.
—Eso no tiene que ver conmigo, Renisenb. Yo no me meto en
asuntos ajenos. Si algo pasa, no quiero mezclarme en ello para nada.
—¿Algo? ¿Qué «algo» puede pasar?
Henet miró de soslayo a su interlocutora.
—Espero que nada. En todo caso, nada que nos afecte a ti ni a mí.
Nada tenemos de reprocharnos. Esto es para mí un gran consuelo.
—¿Quieres dar a entender que Satipy...?
—No quiero dar a entender nada. No me preguntes, Renisenb. Aquí
se me considera poco más que como una criada común y no quiero
opinar sobre lo que no me concierne. Si Satipy ha cambiado, ha
cambiado en buen sentido y mejor es que siga de ese modo. Ahora,
Renisenb, déjame, que tengo que ir a vigilar a las tejedoras. Si no
estoy delante, esas mujeres no hacen más que charlar y reír.
Renisenb, perpleja, vio entrar a Henet en el cobertizo de las
tejedoras. Lentamente la joven se volvió a la casa. Se acercó a su
cuñada, la tocó un hombro, Satipy sobresaltóse y lanzó un grito.
—Me has asustado. Creí...
—Satipy —dijo Renisenb—, a ti te pasa algo. El mismo Yahmose está
preocupado.
Satipy se llevó los dedos a los labios, dilató los ojos y preguntó
nerviosamente:
—¿Qué dice Yahmose?
—Está muy inquieto por ti. Asegura que te despiertas chillando por
las noches...
Satipy asió el brazo de Renisenb.
—¡Oh! ¿Y qué digo cuando grito?
El terror dilataba sus ojos.
—No sé.
—¿Y qué dice Yahmose? —insistió Satipy.
—Los dos creemos que estás enferma o te sientes desgraciada.
—¿Desgraciada? —murmuró Satipy con una singular entonación.
—Sí. ¿No lo eres?
—No sé. Pero no es eso, no.
—¿Tienes miedo?
Satipy miró a la joven con repentina hostilidad.
—¿Miedo de qué? ¿Qué podría causarme miedo a mí? ¿Qué podría
ser?
—No lo sé, Satipy. Pero, ¿verdad que lo tienes?
Con un esfuerzo, la esposa de Yahmose recobró su antigua actitud
altanera y echó la cabeza hacia atrás.
—No tengo miedo a nada. No sé cómo osas decirme eso, Renisenb.
Tampoco me agrada que hables de mí con Yahmose. Mi marido y yo
nos entendemos bien, sin precisar mediadores.
Se detuvo un instante y agregó:
—Otra cosa. El que Nofret haya muerto me parece un gran descanso
para todos. Puedes decirle a quien quieras que lo creo así.
—¿Nofret?
Satipy prorrumpió en un estallido de ira que recordaba su anterior
modo de ser.
—Sí. ¡Nofret, Nofret, Nofret! Estoy harta de oír ese nombre, ¿sabes?
Pero no hay por qué volver a oírlo en esta casa, y de ello doy gracias
a los dioses.
Su voz se había elevado a un tono muy fuerte, pero bajó en seguida
de diapasón. Entraba Yahmose, quien dijo con insólita brusquedad:
—¡Cállate, Satipy! Si mi padre te oyera tendríamos nuevas
complicaciones. ¿Cómo eres tan necia?
A lo desacostumbrado del tono de Yahmose siguió un no menos
anómalo desplome de la brusquedad de su mujer, que murmuró:
—Perdona, Yahmose, pero no pensaba.
—Pues ándate con más precauciones en lo sucesivo. Ya antes fuisteis
tú y Kait las que armasteis el lío. Las mujeres carecéis de sentido
común. Es preciso recapacitar.
—Perdona —repitió Satipy.
Yahmose salió con un paso más enérgico que el de costumbre, como
si el hecho de haber asentado su autoridad le hiciera sentirse más
dueño de sí.
Renisenb se encaminó al cuarto de su abuela. Esperaba obtener de la
anciana algún buen consejo.
Pero Esa, que comía con fruición un racimo de uvas, se negó a tomar
en serio el asunto.
—¡Cuánto oí hablar de Satipy! ¿Tanto os gustaba veros dominados
por ella que os inquieta el que por una vez se conduzca como debe?
Escupió dos piñones de las uvas y añadió:
—De todos modos, eso es harto bueno para que dure... salvo si
Yahmose lo hace durar.
—¿Yahmose?
—Claro. Supongo que Yahmose habrá recobrado el sentido común y
dado a su mujer una buena paliza. Eso es lo que necesita Satipy.
Probablemente es de las que gustan de ser golpeadas. La blandura de
Yahmose le ha sido insoportable siempre.
Renisenb protestó:
—Yahmose es muy bueno. Es amable con todos y dulce como una
mujer... ¡si es que las mujeres son dulces! —concluyó dudosa.
Esa rió.
—¡Buena ocurrencia la última, nieta! No, las mujeres no son dulces. Y
a las que lo son, ¡Isis las ayude! Hay pocas mujeres a quienes les
agrade un marido bueno y suave. Prefieren un bárbaro guapote,
como Sobek. O un muchacho fino y elegante como Kameni, ¿eh,
nieta? Sabe muy bonitas canciones de amor. ¡Je, je, je!
Renisenb se ruborizó.
—No entiendo nada de lo que dices —repuso digna y grave.
—Si crees que la abuela no sabe lo que ocurre, te engañas. Puede
que supiera eso a que me refiero antes que tú. No te molestes. La
vida es así. Khay fue para ti un buen hermano, mas ahora boga ya en
la nave del otro mundo. Y la hermana hallará un nuevo hermano que
sepa arponear sus peces en nuestro río. Aunque no por eso creo que
Kameni valga gran cosa. No piensa más que en su pluma y su papiro.
Reconozco que es mozo de buen porte y que canta bien. Pero no me
siento segura de que te convenga. Le conocemos poco y es del Norte.
Imhotep simpatiza con él, mas Imhotep me ha parecido siempre un
tonto. Cualquiera que lo adule, hace con él lo que quiere. Y, si no,
mira Henet.
—Te engañas —replicó Renisenb con altivez.
—¡Ah! ¿No es tu padre un tonto?
—No hablo de eso, sino...
—Ya sé de qué hablas, hija. Pero tú —y Esa sonrió— no sabes lo que
es permanecer, como yo, tranquilamente sentada en mi alcoba,
asistiendo a los asuntos entre hermanos, y a los odios y los amores
de los demás, atenta siempre.
—Pero...
—Aquí me tienes. Nada tengo que hacer más que comer alguna
buena codorniz o algún pájaro acuático, más una ensalada de apio y
puerros, regado todo con vino de Siria. Ningún otro cuidado pesa
sobre mí. ¡Repito que no sabes lo que es esto! Entretanto, miro
agitarse a los demás, y sufrir, y me regocijo pensando que nada de
ello me afecta.
—¡Vamos, abuela!
—Digo la verdad. Es delicioso ver a un hijo entontecerse por una
mozuela y observar cómo ella revuelve toda la casa. ¡Es graciosísimo!
Hasta cierto punto yo apreciaba a aquella muchacha. Tenía el diablo
en el cuerpo, es verdad, y sabía picar a todos donde les escocía. A
Sobek lo deshinchaba como a una vejiga hueca, a Ipy le hacía
sentirse un chiquillo, y Yahmose quedaba corrido ante ella, como
todos los maridos dominados por su mujer quedan ante otra. Lo que
me extraña, Renisenb, es esto: ¿por qué te odiaba Nofret a ti?
—¿A mí? Sí, una vez quise reconciliarme con ella.
—¿Y te rechazó? Sí, porque te odiaba.
Esa calló un instante y agregó:
—¿No te odiaba por culpa de Kameni?
Renisenb se ruborizó una vez más, y tras un corto silencio declaró
disgustada:
—No te entiendo, abuela.
—Kameni y Nofret —dijo Esa, pensativa— procedían del Norte, mas a
quién miraba era a ti.
—Hasta luego —despidióse Renisenb con brusquedad—. No sé por
dónde anda Teti.
Y salió presurosa. Le latía con fuerza el corazón y se sentía indignada.
Esa rió.
En el jardín Kameni se acercó a la joven.
—He compuesto un nuevo cantar, Renisenb.
Ella, confusa e irritada, siguió su camino. Kameni, Nofret. ¿Por qué la
maliciosa anciana le habría sugerido aquellas ideas? Además, ¿qué le
importaba Kameni? ¿ Quién era él más que un joven impertinente y
risueño, con unos hombros fuertes que recordaban los de Khay?
—Khay, Khay... —murmuró Renisenb.
Pero no logró evocar la figura de aquel difunto que navegaba ahora
en la nave del mundo inferior.
Kameni, en el porche, comenzó a cantar:
«Diré a Ptah. "Dame a mi hermana esta noche"...»
—Renisenb...
Dos veces hubo Hori de repetir el nombre de la muchacha antes de
que ésta se volviese. Había estado absorta contemplando el Nilo.
—Muy distraída estabas, Renisenb. ¿En qué pensabas?
—En Khay —repuso ella, retadora.
Hori la miró y sonrió.
—Ya —dijo.
Renisenb tuvo la molesta impresión de que él adivinaba sus
pensamientos. Exclamó de pronto:
—¿Qué les pasa a los muertos, Hori? ¿Lo sabe alguien de verdad? Lo
que dicen las inscripciones de los ataúdes son cosas tan oscuras que
apenas se entienden. Ya sabemos que mataron a Osiris y que los
fragmentos de su cuerpo volvieron a juntarse de nuevo, y que
ostenta la corona blanca, y que merced a él no perecemos, pero a
veces nada de eso me parece real y me siento muy confundida.
Hori hizo un gesto de comprensión.
—Dime lo que les sucede a los muertos —insistió ella.
—No lo sé, Renisenb. Más te vale preguntarlo a un sacerdote.
—Me darían las respuestas usuales, y yo quiero saber la verdad.
Hori dijo dulcemente:
—La verdad no podemos saberla hasta que muramos nosotros
mismos.
Renisenb se estremeció.
—¡No digas eso!
—¿Te ocurre algo, Renisenb?
—He hablado con Esa y sus palabras me han trastornado. Dime:
¿crees tú que Nofret y Kameni se conocían antes de venir aquí?
Hori calló. Los dos comenzaron a caminar y el hombre dijo:
—Ahora lo entiendo.
—¿El qué entiendes? No te he hecho más que una pregunta.
—A la que no puedo contestar. Que Nofret y Kameni se conocieron en
el Norte parece cierto, pero hasta dónde llegó ese conocimiento, lo
ignoro. ¿Te importa mucho saberlo?
—No me importa nada —respondió la joven.
—Nofret ha muerto.
—Sí; ha muerto y está embalsamada en su tumba.
Hori continuó con calma:
—Lo cual no parece haber dolido mucho a Kameni.
Renisenb, sorprendida por esta faceta del asunto, respondió:
—Es verdad, ¡Oh, Hori! —añadió, en un impulso—. ¡Cuánto me
consuela hablar contigo!
Él sonrió.
—En tiempos te recomponía tu leoncito. Ahora juegas con otras
cosas.
Llegaban a la casa. Renisenb pasó de largo ante la puerta.
—No quiero entrar aún —explicó—. Aborrezco a todas esas mujeres.
No tomes mis palabras en mal sentido. Pero me siento impaciente,
molesta... ¡Son tan raras las cosas! ¿Por qué no vamos a la Tumba?
Allí parece uno evadirse de todo lo que le rodea.
—Lo mismo me pasa a mí, Renisenb. La casa, los cultivos, las tierras
de labor parecen, desde la Tumba, volverse insignificantes. Allí arriba
se domina todo: el valle, el río, Egipto entero. Y se piensa de pronto
que Egipto volverá a ser grande, como en el pasado lo fue.
—¿Qué importa que lo sea o no? —murmuró Renisenb.
Hori sonrió.
—Nada, hija. A una Renisenb pequeñita sólo una cosa le importa: su
león.
—¿Te burlas de mí? ¿A ti te preocupa que Egipto sea grande?
Hori murmuró:
—¿Por qué me había de preocupar? No soy más que el intendente de
un sacerdote. ¿Por qué ha de parecerme importante la grandeza de
Egipto?
Renisenb señaló el acantilado.
—Mira: Satipy y Yahmose han estado en la Tumba y bajan ahora.
—Es cierto —repuso Hori—, había que quitar de allí algunos objetos
dejados por los embalsamadores. Unas piezas de lino, ¿sabes?
Yahmose dijo que llamaría a su mujer para preguntarle qué podría
hacerse con esa tela.
Y Hori y Renisenb contemplaron las dos figuras que descendían de las
rocas.
De repente, Renisenb se estremeció. Yahmose y Satipy estaban
llegando al lugar desde donde se había desplomado Nofret.
Satipy iba delante. Yahmose la seguía a muy corta distancia.
De pronto, la mujer se volvió para hablar a su esposo.
«Acaso —pensó Renisenb— estuviera su cuñada diciendo a su marido
que allí debía haber ocurrido el accidente.»
Repentinamente, Satipy pareció quedar rígida. Miraba, con los ojos
fijos, más allá de los hombros de Yahmose. Alzó los brazos, como
pasmada por algo, o como para protegerse contra un golpe. Gritó,
movióse, tropezó, se balanceó y, mientras Yahmose se adelantaba
hacia ella, lanzó un grito de terror y se desplomó hacia el abismo.
Renisenb, llevándose las manos a la garganta, miraba sin dar crédito
a lo que veía.
En el lugar donde Nofret cayera yacía ahora, como una masa inerte,
el cuerpo de Satipy. y Renisenb se precipitó hacia ella. Yahmose
bajaba a la carrera el sendero.
Los ojos de Satipy estaban abiertos y sus párpados temblaban. Movía
los labios, tratando de hablar. En sus pupilas se pintaba un terror
infinito.
Al fin la voz de la moribunda murmuró roncamente:
—Nofret...
La cabeza de Satipy quedó inmóvil y sus labios se abrieron. Hori y
Yahmose llegaban ya.
Renisenb se volvió a su hermano.
—¿Qué estaba haciendo tu mujer antes de caer?
—Miraba detrás de mí, como si viese venir a alguien por el sendero.
Pero no había nadie.
Hori confirmó:
—No, nadie había.
Yahmose murmuró, en un aterrado cuchicheo:
—Además dijo...
—¿Qué dijo? —exclamó Renisenb, impaciente.
—Dijo... —su voz temblaba—. Dijo: «Nofret».


CAPÍTULO DOCE
Primer mes de Verano - Día 1
—¿De modo que eso crees?
Renisenb hablaba a Hori pronunciando las palabras más como
afirmación que como una pregunta. Y añadió entre dientes,
horrorizada y muy alarmada:
—¡Así que fue Satipy quien mató a Nofret!
Se sentaba, con la barbilla apoyada en la mano, en la entrada de la
cámara auxiliar de la Tumba, y miraba al valle.
Reflexionaba, pensativa, en que eran muy ciertas las palabras que el
día antes había pronunciado a propósito de sus impresiones desde lo
alto de las rocas. Porque desde allí la casa y las atareadas figuras que
en ella se movían no tenían más importancia aparente que unas
hormigas en torno a un hormiguero.
Sólo el majestuoso sol que arriba brillaba, sólo la cinta de plata del
Nilo en la mañana luminosa eran cosas duraderas y eternas. Khay,
Nofret y Satipy habían muerto y ella y Hori morirían también alguna
vez. Pero Ra seguiría gobernando los cielos y bogando por las noches,
en su barca, por el mundo inferior, hasta el amanecer siguiente. Y el
Nilo seguiría fluyendo, y pasaría Elefantina, y pasaría Tebas, y pasaría
ante los lugares donde Nofret viviera su despreocupada juventud, y al
fin, dejando Egipto atrás, se mezclaría al mar enorme.
Satipy, Nofret...
Hori no había respondido a las palabras de la joven. Ésta agregó:
—¡Y yo que me sentía tan cierta de que había sido Sobek el matador!
—¿Cómo tenías ese prejuicio?
—Pues fue una estupidez en mí el pensarlo. Ahora recuerdo que
Satipy había venido hacia este lado y Nofret también. Debí
comprender que Satipy siguió a Nofret, que la alcanzó en el sendero
y que la tiró desde arriba. Poco antes había asegurado que era más
varonil ella que mis hermanos.
Renisenb, tras interrumpirse un momento, prosiguió:
—No sé cómo no me di cuenta de la verdad. Al encontrarme con
Satipy la vi asustadísima. No quiso dejarme que me acercara. ¿Cómo
sería yo tan ciega? Pero, empeñada en que Sobek...
—Sí. Recordabas su expresión cuando mató aquella serpiente.
—Eso es —concordó Renisenb-. Además, tuve un sueño... ¡Qué mal
he juzgado al pobre Sobek! Como bien dices tú, amenazar no es
nada. Sobek ha sido siempre muy jactancioso. Pero Satipy era audaz
y no temía obrar.
Luego, la forma en que andaba últimamente por la casa nos tenía
perplejos a todos. ¿Cómo no se nos ocurriría la verdadera
explicación?
Y añadió en seguida:
—Claro que a ti se te ocurrió.
Hori repuso:
—Yo llevaba ya cierto tiempo convencido de que la clave de la verdad
sobre la muerte de Nofret estaba en el raro cambio de Satipy. Por lo
notable, había que tenerlo en cuenta.
—No dijiste nada.
—No tenía pruebas, Renisenb. Y las pruebas en estos casos han de
ser contundentes.
—¿Qué vería Satipy detrás de su marido? -murmuró la joven.
—No sé.
—Nosotros no vimos nada. ¡No había absolutamente nada!
—Para nosotros, no.
—Satipy habló de Nofret, como si Nofret hubiera venido a vengarse
de ella. Mas Nofret está muerta y sepultada. ¿Qué vio Satipy?
—Una imagen creada en su mente.
—¿Estás seguro? Porque si no...
—Si no, ¿qué?
—Nada. Quiero creer que con la muerte de mi cuñada ha terminado
todo.
Hori la cogió de la mano con cariño.
—Seguramente, Renisenb. Además, tú no tienes por qué inquietarte
de nada.
Renisenb murmuró:
—Esa dice que Nofret me odiaba.
—¿Nofret?
—Eso asegura.
—Desde luego, Nofret parecía odiar a toda la familia —repuso Hori—.
Pero tú nunca le hiciste mal alguno, ¿no es verdad?
—Es verdad.
—Por otra parte, Renisenb, no tienes graves culpas sobre la
conciencia.
—O sea, Hori, que si camino por ese sendero y llego al lugar desde
donde despeñaron a Nofret, y eso ocurre a la misma hora que ella
murió, ¿crees que nada me pasará, aunque vuelva la cabeza?
—No, Renisenb. Yo te acompañaré y nada te sucederá.
Renisenb, frunciendo el entrecejo, meneó la cabeza.
—Quiero probarlo, Hori. Pero sola.
—¿Por qué, Renisenb? Piensa que puedes asustarte.
—Me asustaré, de seguro. No obstante, quiero ir. En casa todos están
horrorizados y temerosos. Andan de templo en templo comprando
amuletos y diciendo que es peligroso andar por ese sendero a esta
hora.
—Sí.
—Pero no fue nada mágico —siguió la joven— lo que hizo caer a
Satipy desde el acantilado. Fue el remordimiento del crimen que
había cometido. Porque es criminal quitar la vida a un ser joven que
ama la existencia. Por suerte, yo no he hecho nada malo, y Nofret,
aunque quiera, no podrá despeñarme. No quiero tener temor, porque
para vivir asustada, vale más morir.
—¡Valerosas palabras, Renisenb!
La joven sonrió.
—En el fondo tengo más miedo del que parece —dijo levantándose—.
Pero me ha tranquilizado hablar así.
Hori se incorporó a su vez.
—Me ha agradado oírte expresar, y no olvidaré nunca cómo lo has
hecho, dejando traslucir el valor y la sinceridad que, como siempre he
supuesto, esconde tu corazón.
Y Hori tomó la mano de la muchacha.
—Mira, Renisenb —dijo—. Mira el valle, el río y las tierras que se
extienden más allá. Éste es Egipto, nuestra patria. La guerra lo ha
dividido en reinos minúsculos durante muchos años, mas ahora está
en vísperas de tornar a unirse y engrandecerse. Cuando el Alto y Bajo
Egipto vuelvan a formar un Egipto solo, recobrarán su anterior
grandeza. Entonces nuestro país necesitará hombres y mujeres de
ánimo esforzado como tú, Renisenb. No hombres como Imhotep, sólo
ocupados en las mezquindades de la ganancia; ni como Sobek,
jactancioso e inútil; ni como Ipy, que únicamente piensa en su
egoísmo; ni siquiera como Yahmose, concienzudo y honrado. Otra
cosa requiere ahora Egipto. Sentado aquí, literalmente entre los
muertos, computando pérdidas y ganancias, haciendo cuentas, he
llegado a pensar en beneficios de los que no pueden medirse en
términos de riqueza y en pérdidas más trágicas que la de una
cosecha. He contemplado el río y me ha parecido su corriente la
sangre de Egipto, sangre que ya corría con anterioridad a nuestras
vidas y que seguirá existiendo cuando nosotros desaparezcamos. La
vida y la muerte, Renisenb, importan poco. Yo no soy más que un
intendente de Imhotep, pero cuando pienso en la grandeza de Egipto
experimento una felicidad que no quisiera ceder ni a cambio de ser
gobernador de la provincia. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Renisenb contestó:
—Acaso lo comprenda en parte, Hori. Hace algún tiempo que he
advertido lo muy diferente que eres de los demás. Estando a tu lado
siento a veces lo que sientes tú, sólo que muy vagamente.
—¿Sí?
—Sí, no con claridad. No obstante, entiendo lo que quieres
explicarme.
Señaló el valle y el río.
—Contemplando todo eso, dejo de dar importancia a las luchas y a
los odios menudos, Hori.
Frunció el ceño y siguió:
—Me parece haber logrado evadirme de ese mundo minúsculo y, sin
embargo, a veces anhelo volver a él.
Hori soltó la mano de la muchacha y dio un paso atrás.
—Comprendo. Anhelas volver a oír a Kameni cantando en el jardín.
—No pensaba en Kameni.
—Acaso no. Pero aunque no lo sepas, de continuo resuenan sus
cantos en lo más hondo de tu ánimo.
Renisenb miró al hombre y su ceño se acentuó.
—¡Qué cosas tan extraordinarias dices! Estamos demasiado lejos para
oír las canciones de Kameni.
Hori, suspirando levemente, movió la cabeza. Había en sus ojos una
expresión vagamente irónica. Y Renisenb, no pudiendo desentrañar lo
que Hori pensaba, sintió desconcierto e irritación.


CAPÍTULO TRECE
Primer mes de Verano
—¿Puedo hablarte un momento, Esa?
La anciana miró a Henet, que se hallaba en el umbral, sonriendo.
—¿Qué quieres? -preguntó bruscamente y de mal humor a la fámula.
—Nada importante, en realidad, pero me pareció que te convenía...
—Entra y habla.
Volvióse a una esclava negra que ensartaba cuentas en un hilo y la
tocó en el hombro con su bastón.
—Tú vete a la cocina. Tráeme aceitunas y un vaso de jugo de
granada.
La muchacha salió a toda prisa y Esa se volvió a Henet.
—¿Qué hay?
—Esto.
Y la mujer enseñó a Esa un joyero de tapa sujeto por dos broches.
—Es el joyero de Nofret. Lo he hallado en su cuarto.
—¿En el de Satipy?
—No, Esa. En el de la otra.
—¿En el de Nofret? ¿Y qué?
—Que todas sus joyas, cajas y ungüentos y ánforas de perfumes
fueron enterrados con ella.
Esa abrió el estuche. Dentro había un collar de ágata rojiza y la mitad
de un amuleto verde, que había sido partido en dos.
—No hay gran cosa aquí —dijo la vieja—. Los embalsamadores lo
habrán olvidado.
—Los embalsamadores se lo llevaron todo.
—Pues se dejaron esto. No se puede confiar en ellos más que en los
otros hombres.
—No, Esa. La última vez que estuve en el cuarto de Nofret no vi este
joyero.
Esa miró con enojo a Henet.
—¿Qué pretendes decir? ¿Que ha venido Nofret del otro mundo y está
en la casa? No, Henet. No eres una necia, aunque te agrade fingirlo a
veces. ¿Qué ganas con andar esparciendo estas habladurías?
—¿Por qué le ha ocurrido a Satipy lo que le ha ocurrido? Todos
sabemos a qué me refiero.
—Todos —dijo Esa, impaciente—, y acaso algunos lo supieron de
antemano. ¿No te parece, Henet? Se me figura que de la muerte de
Nofret tú sabes más que otros.
—No te imaginarás ni por un momento...
Esa atajó:
—Puedo pensar lo que me parezca. Dos meses ha pasado Satipy
andando por la casa más asustada que cuanto se pueda decir. Yo
siempre he pensado que acaso haya vivido amedrentada por alguien
que la amenazaba con decir la verdad a Yahmose o quizás al mismo
Imhotep.
Henet rompió en un torrente de protestas. Esa, cerrando los ojos, se
recostó en su asiento.
—No espero —dijo al fin la anciana— que confieses que has
amenazado a mi difunta nieta.
—No lo he hecho. ¿Por qué lo había de hacer?
—No tengo la menor idea. Pero tú, Henet, haces muchas cosas de las
que nunca he encontrado alguna explicación.
—Veo que crees que hice pagar mi silencio a Satipy. Pero juro por los
nueve dioses de...
—Deja en paz a los dioses. Prefiero creer en tu sinceridad sin
juramentos; y admito que quizá no supieses nada sobre la forma en
que murió Nofret. Pero apenas se te escapa nada de lo que en esta
casa acontece. Y puestas a jurar, yo juraría que has sido tú quien
metió este estuche en la alcoba de Nofret, aunque ignoro con qué
fines. Alguna razón tendrás, eso sí.
—Te aseguro...
—Mira: podrás engañar a Imhotep con tus ardides, mas a mí no. No
empieces a gimotear. Soy muy vieja para esas boberías, ¿entiendes?
Vete a quejarte a Imhotep, que gusta de tus lloriqueos, aunque sólo
Ra sabe por qué.
—Llevaré a Imhotep el estuche y le diré...
—Se lo llevaré yo misma. Márchate, Henet, y procura no difundir
cuentos supersticiosos. Ahora que Satipy ha muerto, aquí se goza de
más paz. Nofret muerta nos ha hecho más beneficios que Nofret viva.
Pero la deuda está pagada y no hay que pensar sino en las cosas
usuales.
Imhotep entró precipitadamente en el cuarto de Esa a los pocos
instantes.
—¿Qué pasa? Henet ha ido a verme llorando. ¡Parece mentira que
nadie de la casa sea más atento con una mujer tan adicta!
Esa soltó una risilla seca.
Imhotep prosiguió:
—La has acusado de robar un joyero...
—Nada de eso. Ahí lo tienes. Parece que se lo ha encontrado en el
cuarto de Nofret.
Imhotep lo cogió.
—¡Ah, sí! —dijo, abriéndolo—. Yo mismo se lo regalé. Poca cosa hay
dentro. Descuidados anduvieron así los embalsamadores no
incluyendo esto entre los demás efectos de la muchacha. Dado lo que
cobran Ipy y Montu, bien podían ser más meticulosos. En fin, veo que
se ha hecho una montaña de lo que no merece la pena ni de hablar.
Eso son chismorrees y sandeces.
—Justo.
—Regalaré el joyero a Kait. O mejor a Renisenb, que siempre se
portó bien con Nofret. —Y añadió, suspirando—: ¡Qué trabajo cuesta
mantener la paz en una casa! Las mujeres no hacen más que llorar,
protestar, discutir...
—Ahora tenemos una mujer menos, Imhotep.
—Sí. ¡Pobre Yahmose! De todos modos se me figura que... ¡que casi
vale más lo ocurrido! Satipy criaba niños muy robustos, pero en otros
aspectos no era una buena esposa. Yahmose tenía la culpa, claro.
Mas ahora que ha pasado todo, he de decir que me ha satisfecho
mucho la conducta de mi hijo mayor en los últimos tiempos. Parece
más dueño de sí, menos tímido. Y su juicio en diversos asuntos ha
sido muy acertado.
—Siempre ha sido bueno y obediente, Imhotep.
—Pero poco inclinado a asumir responsabilidades.
—Porque nunca se lo consentiste —replicó Esa.
—Todo cambiará ahora. Vamos a extender un contrato de asociación.
Dentro de pocos días lo firmaremos. Voy a tomar por asociados a
todos mis hijos.
—¿A Ipy también?
—Le ofendería que le dejase fuera. Además, es muy cariñoso e
inteligente.
—Despejado sí lo es —concedió Esa.
—Exacto. Respecto a Sobek, antes me ha dado disgustos, pero ahora
ha cambiado mucho. Ya no se entrega tanto al ocio y respeta más mi
opinión y la de Yahmose.
—Estás entonando un himno de alabanzas, hijo —declaró Esa—. Y
ahora te manifiesto que me parece que vas a obrar con buen sentido.
Era mal asunto tener a tus hijos descontentos. No obstante, Ipy me
parece muy joven para asociarle a ti. Es ridículo conceder tal posición
a un mozo de su edad. No podrás tener autoridad sobre él.
—Eso acaso sea cierto —dijo.
Y se levantó, añadiendo:
—He de irme. Hay no sé cuántas cosas que hacer. Han venido los
embalsamadores y tenemos que ocuparnos del sepelio de Satipy.
Estos asuntos cuestan muy caros. ¡Y dos muertes tan seguidas!
—Esperemos —dijo Esa, por vía de consuelo— que no haya otras...
hasta que me llegue la vez.
—Te deseo largos años de vida, querida madre.
Esa sonrió.
—Seguramente es cierto. Porque conmigo te prohíbo que hagas
economías. Deseo un buen equipo para pasarlo bien en el otro
mundo.
—Madre...
—Sí. Mucha comida y bebida, numerosas figuras de esclavos, un
tablero de ajedrez ricamente ornamentado, surtido de cosméticos y
perfumes, y ánforas de las más caras, es decir, de alabastro.
Imhotep se agitó, nervioso.
—Sí, sí, por supuesto. Cuando llegue ese día de tristeza se te harán
todos los honores. Confieso que respecto a Satipy no creo que deba
hacerse igual. No es que desee un escándalo, pero dadas las
circunstancias...
Y sin concluir la frase, Imhotep salió presuroso.
Esa sonrió sarcásticamente. Imhotep no pasaría de decir «dadas las
circunstancias» en punto a reconocer que su preciada concubina no
había muerto de un mero accidente.


CAPÍTULO CATORCE
Primer mes de Verano - Día
Los miembros de la familia retornaron de legalizar en las oficinas del
monarca el contrato de asociación. Reinaba una jovialidad general.
Sólo Ipy no se asociaba a ella. El muchacho había sido excluido del
documento, a causa de su extrema mocedad. En consecuencia, se
ausentó de casa, con la faz muy hosca.
Imhotep, muy animado, mandó sacar un cántaro de vino al porche.
Cuando el recipiente fue puesto sobre un soporte, Imhotep dio una
suave palmada en el hombro de Yahmose.
—Bebe, hijo —le aconsejó—. Olvida por unos instantes tu disgusto.
Pensemos solamente en los buenos días que nos esperan.
Imhotep, Yahmose, Sobek y Hori se unieron al brindis. En aquel
momento llegó la noticia de que había sido robado un buey y los
cuatro hombres corrieron a informarse.
Una hora después regresó Yahmose. Venía acalorado y rendido.
Hundió una copa de bronce en la vasija y bebió pausadamente el
vino.
Llegó a poco Sobek a grandes zancadas y exclamó satisfecho:
—¡Bebamos más! ¡Al fin podemos mirar el porvenir sin inquietud!
Este día es alegre para nosotros, hermano.
Yahmose asintió.
—En efecto. Ello nos facilitará en todos sentidos la vida.
—Siempre has sido moderado en la expresión de tus sentimientos,
Yahmose.
Y Sobek, riendo, metió su copa en el cántaro, la apuró y chasqueó la
lengua.
—Ahora —agregó— veremos si nuestro padre sigue tan anticuado
como siempre o si se aviene a introducir en la finca las necesarias
innovaciones.
—Yo en tu lugar andaría con cautela —opinó Yahmose—. ¡Eres tan
atolondrado!
Sobek, lleno de buen humor, sonrió a su hermano con afecto.
—¡Y tú tan cauto como un viejo hombre!
Yahmose sonrió también.
—Todo ha salido bien al final. Nuestro padre ha sido muy bueno con
nosotros y hemos de procurar no contrariarle.
Sobek miró a su hermano con curiosidad.
—¿Quieres realmente así a nuestro padre? ¡Muy sentimental eres,
Yahmose! Yo no quiero a nadie, salvo a Sobek, por cuya salud voy a
beber.
Y echóse al coleto otro trago.
—No bebas con exceso —exhortóle Yahmose—. Hoy has comido poco,
y cuando uno...
Se interrumpió. Sus labios se convulsionaron de repente.
—¿Qué te pasa? —exclamó Sobek.
—Nada. Un dolorcillo que me ha acometido de pronto. Nada.
Y se llevó la mano a la frente, perlada de sudor.
—Pues tienes mala cara, Yahmose.
—Hace un momento me sentía muy bien.
—¡Con tal de que no hayan envenenado el vino!
Y Sobek, riendo de sus propias palabras, alargó el brazo hacia el
cántaro. En el mismo momento sintió un dolor lacerante.
—Yahmose —gimió—, yo también.
Yahmose se retorcía de dolores. Clamó:
—¡Socorro! ¡Llamad a un médico!
Henet acudió corriendo.
—¿Qué os pasa? ¿Qué decís?
Sus voces atrajeron a otros de la casa. Los dos hermanos gemían.
Yahmose murmuró con voz apagada:
—El vino... envenenado... un médico...
—¡En verdad que esta casa está maldita! —exclamó Henet—.
¡Pronto...! Id al templo y traed al sacerdote Mersu, que es médico de
gran experiencia.
Imhotep paseaba por la sala central de la casa. Su ropa, de fino lino,
estaba sucia y arrugada. No se había bañado ni mudado. El disgusto
contraía su rostro.
De la parte posterior del edificio llegaba el coro de llantos con que las
mujeres deploraban la repentina catástrofe que se había abatido
sobre la familia. La voz de Henet se sobreponía a las demás.
En un cuarto contiguo se oía a Mersu, el sacerdote y médico, que a la
sazón se inclinaba sobre el cuerpo inerte de Yahmose.
Renisenb salió de las habitaciones de las mujeres y dirigióse a la sala
general. Escuchó. Las palabras del sacerdote calmaban hasta cierto
punto el dolor de su alma.
—¡Oh, Isis, maga grandiosa, líbranos de todo mal, del flagelo de los
dioses, del de las diosas, del de los hombres o las mujeres muertos,
de los enemigos que se nos puedan oponer...!
De los labios de Yahmose se escapó un débil suspiro. Renisenb unióse
mentalmente a la plegaria.
«¡Oh, Isis! —pensó—. Salva a mi hermano, tú que eres grande en la
magia, ¡oh, Isis!»
Y decíase a la par:
«Yahmose no te dañó en nada, Nofret. Él no es responsable de los
actos de su mujer. Nunca pudo dominarla, ni la dominó nadie. Y
Satipy, la que te mató, ha muerto también. ¿No te basta con ésa,
Nofret? Sobek también ha muerto, y Sobek no hizo más que hablar
mal de ti, pero nunca te perjudicó. ¡Oh, Isis! ¡Salva a Yahmose y
defiéndele contra la venganza de Nofret!»
Imhotep, que paseaba de un lado a otro del cuarto, miró con afecto a
su hija.
—Ven, Renisenb.
La joven echó los brazos al cuello de su padre.
—¿Qué dicen los médicos?
—Dicen que en el caso de Yahmose hay esperanza. Pero Sobek...
—Ya sé que ha muerto.
—Al amanecer murió —confirmó Imhotep—. El vigoroso y arrogante
Sobek...
Se le quebró la voz.
—¿No se hubiese podido hacer algo? -murmuró Renisenb.
—Se hizo todo lo posible. Se le dieron vomitivos. Se le aplicaron
jugos de potentes hierbas. Se pusieron sobre él amuletos y se
pronunciaron conjuros. Y todo fue inútil. Mersu es un médico hábil, y
pues, no ha salvado a mi hijo, sin duda la voluntad de los dioses era
que no se salvase.
El sacerdote elevó su voz en un clamor final. Luego salió del cuarto,
secándose el sudor que le bañaba la piel.
Imhotep se le acercó.
—¿Qué hay, Mersu?
—Con el favor de Isis —dijo el médico gravemente— tu hijo vivirá.
Está muy débil, pero la crisis del envenenamiento ha pasado. Los
malos influjos tienden a disiparse.
Y dijo después en tono menos solemne:
—Fue una fortuna que Yahmose bebiera poca cantidad de vino
emponzoñado... Lo sorbió a tragos cortos, mientras Sobek lo apuraba
en grandes cantidades.
—En eso —rezongó Imhotep— se ve la diferencia entre los dos.
Yahmose era cauto, tímido, prudente. Sobek tendía siempre a los
excesos. Pero —añadió—, ¿es positivo que el vino estuviera
envenenado?
—No hay duda, Imhotep. Mis auxiliares lo han hecho beber a algunos
cachorrillos y todos han muerto.
—Pero yo probé el mismo vino una hora antes, y no siento efecto
nocivo alguno.
—El vino fue envenenado algo después, sin duda.
Imhotep crispó uno de sus puños y descargó un golpe en la palma de
su otra mano.
—Ningún ser viviente osaría envenenar a mi hijo bajo mi mismo
techo. ¡Ningún ser viviente!
—De eso nadie es mejor juez que tú, Imhotep —repuso el sacerdote.
Imhotep, con nerviosa mano, se frotó la cabeza.
—Quisiera explicarte una cosa, Mersu —murmuró.
Dio una palmada y dijo al sirviente que acudió:
—Traed al boyero, que aguarda ahí fuera.
Volvióse a Mersu, y manifestó:
—Ese muchacho tiene una mentalidad un poco deficiente. No
comprende las cosas más que con trabajo y no posee plenamente sus
facultades. Pero no le faltan ojos ni oídos y quiere mucho a Yahmose,
que siempre ha sido amable con él.
Volvió el sirviente, llevando de la mano a un muchacho delgado, casi
negro del todo, que vestía sólo un taparrabos y tenía el rostro
asustado e inexpresivo y los ojos huidizos.
Imhotep le ordenó:
—Repite lo que dijiste hace poco.
El joven inclinó la cabeza y empezó a hurgarse con los dedos el
taparrabos.
—¡Habla! —repitió Imhotep.
Apareció Esa, apoyada en su bastón, y miró a los presentes con sus
ojos semiapagados.
—Estás asustando al muchacho, hijo. Dale esta azufaifa, Renisenb.
Escucha, muchacho: dinos lo que sepas.
El jovenzuelo dirigió la vista sucesivamente a todos sus interpelantes.
—Habla —volvió a decir Esa—. Ayer, cuando pasabas ante la verja del
jardín divisaste algo. Dinos lo que fue.
El muchacho movió la cabeza.
—¿Dónde está mi señor Yahmose?
El sacerdote repuso con voz autoritaria:
—Tu señor Yahmose desea que hables. No temas que te causemos
mal alguno.
La cara del boyero se iluminó.
—Siendo así, haré lo que Yahmose quiera. Ha sido muy bueno
conmigo.
Y calló. Imhotep estuvo a punto de prorrumpir en un arranque de
cólera, mas una mirada del médico le contuvo.
El muchacho habló con voz nerviosa. Miraba de continuo a ambos
lados, como si temiese sentir acercarse una presencia invisible.
—Ayer —dijo— el jumento pequeño hizo, como de costumbre,
muchas travesuras. Perseguíle con mi cayado, y entonces huyó y
pasó ante la puerta del jardín. Nadie había en el porche, y en éste se
hallaba un soporte con un cántaro de vino. Una mujer de la casa
salió, puso las manos sobre el cántaro y tras esto volvió a entrar. O
así me lo pareció, mas no lo sé bien, porque entonces oí pasos cerca
y, volviéndome, vi al señor Yahmose, que volvía de los campos. Seguí
al borrico y Yahmose entró al jardín.
Imhotep exclamó, airado:
—¡Bien pudiste advertirle!
—No sabía que pasase nada —replicó el boyero—. Sólo vi a la mujer
sonriendo y poniendo las manos sobre el cántaro de vino.
—¿Quién era la mujer? —inquirió el sacerdote.
—No lo sé —dijo el muchacho—. No conozco a las señoras de la casa.
Yo suelo atender el ganado que se halla en el extremo de la finca. La
mujer llevaba un vestido de lino de color.
Renisenb se estremeció.
—¿Sería —preguntó el sacerdote— una criada?
El muchacho denegó con la cabeza.
—No. Llevaba joyas y peluca.
—¿Qué clase de joyas? —preguntó Imhotep.
El joven parecía haber vencido sus temores. Respondió con
seguridad.
—Tres collares con leones de oro colgando de ellos.
Esa soltó su bastón. Imhotep lanzó una exclamación sofocada.
—Mira, mozo, que si mientes... —empezó Mersu.
—¡Juro que es la verdad! —exclamó el muchacho.
En la cámara contigua sonó la débil voz de Yahmose, diciendo:
—¿Qué pasa?
El boyero atravesó el umbral y se arrodilló junto al lecho donde
Yahmose yacía.
—Señor —murmuró—, creo que quieren torturarme.
Yahmose, volviendo trabajosamente la cabeza, que apoyaba sobre un
cojín de madera, dijo:
—No maltratéis al muchacho. Es algo simple, pero muy sincero.
Prometedme que no le trataréis mal.
—No —repuso Imhotep—. Es claro que el rapaz cuenta lo que sabe y
no inventa nada. Vete, hijo, mas no te alejes mucho, porque quizá
volvamos a llamarte.
El mozo de vacas se incorporó y miró a Yahmose.
—¿Estás malo, señor?
Yahmose esbozó una débil sonrisa.
—No temas: viviré. Ahora vete y obedece lo que te han mandado.
El muchacho sonrió, satisfecho, y se fue. El sacerdote miró los ojos
de Yahmose y le tomó el pulso. Luego le aconsejó que procurase
dormir y salió a la sala central con los demás.
—¿Quién podía ser esa mujer que hizo lo del vino —preguntó a
Imhotep, cuyas mejillas bronceadas habían palidecido.
—Únicamente Nofret —dijo Renisenb— llevaba un vestido de color,
según parece que es moda en el Norte. Pero todas sus ropas fueron
enterradas con ella.
Imhotep añadió:
—Yo mismo le regalé tres collares con un león de oro pendiendo de
cada sarta. En la casa no hay otro adorno parecido, que es, por
cierto, costoso y excepcional. Y todas las joyas de Nofret, excepto un
collar de ágatas rojizas, fueron metidas en la tumba de mi concubina,
que yo mismo he visto cerrar.
Alzó los brazos exasperado.
—¿Cómo puede perseguirnos así mi concubina, a quien yo trataba
bien y con todo honor? Todos pueden atestiguar lo que digo. Ningún
motivo tuvo de queja por parte mía. Incluso hice en su favor más de
lo razonable, al punto de que incluso pensé legarle lo que debiera ser
para mis hijos. ¿Por qué, pues, vuelve del otro mundo para
atormentarnos a mi familia y a mí?
Mersu respondió con gravedad:
—No parece que sea a ti a quien desea mal la difunta. El vino que tú
bebiste no estaba emponzoñado. ¿Quién hubo en tu familia que
hiciera algún daño a tu concubina?
—Una mujer que ha muerto ya.
—¿La esposa de Yahmose?
—Sí —dijo Imhotep—. Pero aconséjame, ¡oh reverendo padre! ¿Qué
podemos hacer contra esos maleficios? ¡Malhaya el día en que traje a
Nofret a mi casa!
—Mal día fue en verdad —dijo una voz profunda.
Era Kait, que llegaba de los aposentos de las mujeres. Tenía el rostro
cubierto de lágrimas y una expresión resuelta se pintaba en sus
facciones. Su voz sonaba ronca y enfurecida.
—Mal día fue, Imhotep, en efecto, aquel en que trajiste a la mujer
que ha acabado con el mejor de tus hijos. Nofret ha causado la
muerte de Satipy y la de mi Sobek, y a duras penas se ha librado
Yahmose. Ahora, ¿a quién le tocará la vez? Ni en los niños se
detendrá Nofret. ¡Bien recuerdo el día que pegó a mi pobre Ank!
¡Algo hay que hacer, Imhotep!
—Algo, sí —repuso Imhotep, mirando a Mersu con una expresión
implorante.
El sacerdote movió la cabeza.
—Espero que haya medios de hacer alguna cosa —dijo—. Recuerdo
que Ashayet, tu difunta esposa, pertenecía a una familia muy
influyente. Puede invocar en la tierra de los muertos poderosos
intereses contra los que nada le cabrá hacer a Nofret. Hemos de
celebrar consejo.
Kait soltó una risa breve.
—No esperéis demasiado tiempo. Los hombres siempre lo toman todo
con calma. De ello no se libran ni los sacerdotes. Pero hay que obrar
con diligencia, si no queremos tener más muertos en esta casa —y
salió a continuación de la estancia.
—Kait —dijo Imhotep— es una mujer excelente, una buena madre y
una buena esposa, pero sus modales conmigo, jefe de la familia,
dejan algo que desear. No obstante, la perdono, porque en este
momento todos estamos conturbados. Ninguno sabemos lo que
hacemos.
—Hay entre nosotros —apuntó Esa— quienes no saben nunca lo que
hacen.
Imhotep la miró con enojo. El médico se dispuso a irse e Imhotep le
acompañó, anotando mentalmente las últimas instrucciones que
respecto al cuidado del enfermo le daba Mersu.
Renisenb quedó a solas con su abuela y la miró interrogativa.
—¿Qué piensas abuela? —dijo.
—No sé. Tan extrañas son las cosas que están ocurriendo aquí, que
es menester reflexionar mucho.
—No son extrañas, sino terribles —repuso Renisenb,
estremeciéndose—. Estoy asustadísima.
—Yo también —manifestó la vieja—. Pero tal vez por razones
diferentes.
Y como solía en los momentos de excitación, se ladeó la peluca.
—Por lo menos, Yahmose no morirá —murmuró Renisenb.
Esa asintió.
—Hemos tenido la suerte de que un médico experto le trate a tiempo.
Pero en otra ocasión puede no ser tan afortunado.
—¿Piensas, abuela, que se repetirán estas cosas?
—Creo que tú, y Yahmose, y acaso Kait, debéis andar muy cautos con
cuantas vituallas y bebidas os llevéis a la boca. Procura que un
esclavo lo pruebe todo primero.
—¿Y tú, abuela?
Esa sonrió con sarcasmo.
—Yo soy una vieja y gozo de cada instante de la vida intensamente.
Entre todos los de la familia soy quien más probabilidades tengo de
salvarme, porque nadie tendría más cuidado que yo.
—No deseará Nofret ningún mal a mi padre, ¿verdad?
—No lo sé. De momento, no veo claras las cosas. Hoy meditaré y
mañana volveré a hablar con el boyero. En su relato hay algo que...
Se interrumpió, frunció el ceño, exhaló un suspiro, apoyóse en su
bastón y salió cojeando.
Renisenb entró en el cuarto de Yahmose y advirtió que el joven
dormía. Volvió a salir sin hacer ruido. Tras un momento de vacilación
pasó al aposento de Kait. Desde el umbral vio a su cuñada meciendo
a un niño. Tan serena estaba la cara de la mujer que por un
momento Renisenb pensó que lo ocurrido en las últimas veinticuatro
horas había sido un sueño.
Lentamente se dirigió a su estancia. Sobre una mesa, estaba el
joyero que perteneciera a Nofret.
Cogiólo y lo miró. Nofret había tenido aquel objeto en la mano, lo
había usado infinitas veces. Una oleada de piedad por la muerta
acometió de nuevo a Renisenb. Nofret había sido desgraciada y su
desgracia la había hecho rencorosa y vengativa. Seguía siéndolo
incluso después de morir... ¡se vengaba bien!
Maquinalmente, Renisenb abrió el estuche. Y su corazón latió con
fuerza. Además del collar de ágata y del amuleto roto había algo
más: ¡un triple collar de cuentas de oro, con unos leoncitos
pendientes de él!


CAPÍTULO QUINCE
Primer mes de Verano - Día 0
Aquel hallazgo dejó espantada a Renisenb.
Siguiendo su primer impulso guardó otra vez el collar y cerró el
joyero. Por instinto pensó que le convenía ocultar lo descubierto.
Incluso miró con temor a sus espaldas para cerciorarse de que nadie
la había visto abrir la caja.
No durmió en toda la noche. Y por la mañana había llegado a una
resolución: tenía que confiarse a alguien.
Parecíale imposible soportar sola el peso de aquel terrible
descubrimiento. Dos veces había creído ver a Nofret al lado de su
lecho. Mas todo era pura fantasía.
Sacó del joyero el collar de los leones y lo ocultó en los pliegues de su
túnica de lino. Apenas acababa de hacerlo, entró Henet. Sus ojos
brillaban. Notábase a primera vista que tenía novedades que
comunicar.
—¡Es terrible, Renisenb! —exclamó—. El muchacho de ayer...
—¿Qué muchacho?
—El boyero. Ha dormido cerca de la casa y no ha despertado más.
Parece haber bebido una mortífera cantidad de jugo de
adormideras... ¡y acaso sea así! Pero ¿quién se lo pudo dar? Nadie de
la familia, sin duda. Y él mismo no es natural que lo haya tomado.
Henet apoyó las manos en los amuletos que llevaba.
—¡Amón nos proteja contra los espíritus malignos de los muertos! El
muchacho dijo lo que vio. Y «ella» ha venido y le ha dado jugo de
adormideras a fin de cerrar sus ojos para siempre. ¡Muy poderosa es
esa Nofret! Ha viajado mucho, ha estado fuera de Egipto y conoce
probablemente toda clase de magias. Nadie está seguro ahora en
esta casa. Tu padre debiera sacrificar algunos toros a Amón, y aun
una manada entera, si necesario fuese, porque éste no es tiempo de
economías. Necesitamos protegernos. Tenemos que apelar también a
tu madre, cosa que ya ha resuelto hacer Imhotep. Se lo he oído decir
al sacerdote Mersu. Van a escribir a los muertos una carta solemne,
que ya está redactando Hori. Tu padre la dirige a Nofret. El escrito
empieza así: «¡Oh, excelentísima Nofret! ¿Qué mal te he hecho yo?»
Pero, como Mersu dice, se requieren otras medidas más enérgicas
que ésa. Ashayet, tu madre, era una gran dama, Renisenb. Un tío
suyo fue monarca, y su hermano sirvió como mayordomo al visir de
Tebas. Cuando Ashayet sepa lo que ocurre, no permitirá que una
vulgar concubina destruya a sus hijos. Obtendremos, pues, justicia.
Como te digo, ya está Hori preparando la carta que va a mandar.
Renisenb había pensado participar a Hori el descubrimiento del collar
de los leones de oro. Pero si Hori estaba ocupado con los sacerdotes
del templo de Isis, era inútil pensar en hallarle solo.
Renisenb pensó: «Contaré a mi padre lo de mi hallazgo.» En el acto
movió la cabeza. Ya había perdido su creencia infantil en la
omnipotencia de su padre. Veía claramente que en los momentos
dramáticos la moral del viejo se derrumbaba y tenía que sustituir con
una pomposidad absurda la fuerza que le faltaba en realidad. De no
estar enfermo Yahmose, Renisenb le hubiese hablado. Aunque, por
otra parte, difícil sería sacar de él consejo práctico alguno. Se
limitaría a decir que convenía someter el asunto a Imhotep.
Lo cual, a juicio de Renisenb, era improcedente. Imhotep se
apresuraría, sin duda, a manifestar a todos lo del descubrimiento. Y
el instinto decía a la joven que más valía callarlo.
El consejo que necesitaría era el de Hori. Él tomaría el collar, él
meditaría, él miraría la joya con sus ojos graves y él diría las palabras
apropiadas y justas.
Por un instante tuvo Renisenb el impulso de hablar a Kait. Pero Kait
no sabía escuchar como es debido. Quizás interpelándola en un
momento en que no estuviese con los niños...
No, resolvió Renisenb. Kait, aunque buena, era estúpida.
De pronto Renisenb se acordó de otras dos personas a quienes en
aquellas circunstancias le cabía confiarse: Kameni y su abuela.
La joven imaginó la reacción de Kameni. Los ojos risueños del escriba
se tornarían atentos e interesados. Estudiaría el asunto con ahínco
seguramente en bien de Renisenb.
Una vez más acudió al ánimo de la muchacha la idea de que Nofret y
Kameni habían sido amigos más íntimos de lo que parecía. ¿ Por qué
había Kameni ayudado a Nofret en su propósito de indisponer a
Imhotep con su familia? El escriba había dicho que era imposible
evitar el escribir a su patrón, mas, ¿hasta qué punto era ello cierto?
Desde luego, cuanto decía Kameni parecía siempre razonable y justo.
Incluso reía de un modo tan alegre que contagiaba su hilaridad a los
demás. Andaba con gracia, y su mirada...
Sin saber por qué, Renisenb comparó los ojos de Kameni con los de
Hori. Los de Hori eran bondadosos, amables, mas los de Kameni
retaban y exigían...
Renisenb se ruborizó al observar lo que estaba pensando. Y decidió
no contar a Kameni el hallazgo del collar de Nofret. Iría a hablar con
Esa. Esa tenía una comprensión y un sentido práctico de las cosas
que no compartía nadie de la familia.
«Esa es vieja —se dijo Renisenb—, pero sabe entender la vida.»
Cuando oyó mencionar lo del collar, Esa miró a su alrededor, se llevó
un dedo a los labios y alargó la mano para recibir la sarta que le
tendía Renisenb. Guardó la joya en los pliegues de su vestido y dijo
con voz alta e imperiosa:
—No hablemos más de esto por ahora. Cada palabra que en esta casa
se pronuncia la escuchan un centenar de oídos. Esta noche he estado
reflexionando y creo que hay mucho que hacer.
Renisenb murmuró:
—Mi padre y Hori han ido al templo de Isis a fin de escribir a mi
madre una carta pidiendo su intervención.
—Ya lo sé. Dejemos a tu padre discutir con los muertos. A mí sólo me
interesan las cosas de este mundo. Cuando venga Hori, dile que
quiero hablarle. Es un hombre de confianza.
—Sí —repuso Renisenb con animación—. Hori sabrá lo que conviene
realizar.
Esa miró con curiosidad a su nieta.
—Tú vas mucho a la Tumba a ver a Hori. ¿De qué platicáis los dos?
Renisenb movió la cabeza.
—Del río, de Egipto, de los cambios de luz y de los colores de la arena
de las rocas... A veces no hablamos de nada. Es muy grato estar allí
en silencio, sin oír disputas ni gritos de niños. Yo me entrego a mis
pensamientos y Hori no me interrumpe. En ocasiones alzo la vista y
hallo que él me mira y los dos sonreímos. Y yo me siento muy
contenta allí.
Esa dijo:
—Eres muy afortunada, Renisenb. Has hallado la dicha que se
encierra dentro de nuestro propio corazón. La mayoría de las mujeres
creen que la felicidad consiste en moverse mucho, en afanarse por
menudencias, en atender a los niños, en reír y disfrutar con otras
mujeres, en sentir alternativamente amor y odio por un solo
hombre...
—¿Ha sido así tu vida, abuela?
—Generalmente, sí. Pero ahora que soy vieja, coja y medio ciega,
comprendo que hay una vida interior, como para aprender el sentido
de esa vida interna, prefiero atenerme a las cosas prácticas como
comer buenos platos calientes, saborear las muchas clases de pan
que comemos y tomar uvas maduras y jugo de granadas. Estas cosas
siguen siendo positivas cuando las demás dejan de serlo. Los hijos a
quienes más amé han muerto. Tu padre, a quien Ra ayude, ha sido
un necio siempre. De niño yo le quería, pero ahora sus aires de
importancia me incomodan. Entre mis nietos, a ti te quiero más que a
nadie, Renisenb. Y a propósito de nietos, ¿dónde está Ipy ? Ni ayer ni
hoy le he visto.
—Anda muy preocupado en dirigir el almacenamiento del grano. Mi
padre le encargó esa tarea.
—Mucho le agradará el encargo al mozo. Se sentirá muy importante.
Cuando venga a comer dile que deseo hablarle.
—Sí.
—Y sobre lo demás no digas nada, Renisenb.
—¿Me llamabas, abuela?
Ipy estaba en pie, sonriendo y arrogante, y ladeaba un tanto la
cabeza. Tenía entre los blancos dientes una flor. Parecía muy
satisfecho de sí mismo y de la vida en general.
—¿Puedes dedicarme unos instantes de tu valioso tiempo? —preguntó
Esa, guiñando los ojos para ver mejor.
El tono de la anciana no impresionó a Ipy.
—Es cierto que ando muy ocupado. Como mi padre ha ido al templo,
yo tengo que dirigir todas las cosas.
—Siempre los perros pequeños ladran mucho —murmuró Esa.
Ipy no se alteró.
—Algo más que eso debes tener que decirme, abuela.
—Sí. Y por lo pronto, te diré que, mientras tu hermano Sobek está en
manos de los embalsamadores, tú tienes la cara muy jovial y festiva.
Ipy sonrió.
—Tú no eres hipócrita, abuela. Bien sabes que yo no quería a Sobek.
Él me humillaba, me trataba como a un niño y me mandaba hacer los
trabajos peores. Se burlaba de mí continuamente. Cuando nuestro
padre quiso asociarnos con él, Sobek le persuadió de que no me
incluyese en la asociación a mí.
—¿Quién te ha dicho tal cosa? —exclamó Esa.
—Kameni.
La anciana enarcó las cejas, se puso la peluca de lado y se rascó la
cabeza.
—¿Kameni? Eso es interesante.
—Kameni dijo que se lo había oído a Henet, y Henet está siempre
enterada de todo.
—Pues esta vez —repuso Esa con sequedad— Henet se engaña.
Desde luego, Sobek y Yahmose te juzgaban demasiado joven para
asociarte a tu padre, pero quien disuadió a Imhotep de incluirte en el
contrato de asociación fui solamente yo.
—¿Tú, abuela?
En el rostro del muchacho se leía una extraordinaria sorpresa. La flor
que llevaba entre los dientes cayó al suelo.
—¿Tú? —repitió—. ¿Y a ti qué te importaba eso?
—Cuanto incumbe a cualquier miembro de mi familia me importa.
—¿Y te hizo caso mi padre?
—De momento, no, nieto. Y quiero darte una lección. La cual es que
las mujeres aprovechamos las debilidades de los hombres. Unas
nacen sabiendo hacerlo, y otras lo aprenden de la vida. ¿Recuerdas el
día que mandé a Henet que os llevara el tablero de juego a tu padre
y a ti?
—Sí.
—Pues como tú juegas mucho mejor, ganaste a tu padre tres
partidas. Como todos los malos jugadores, a él no le gusta ser
derrotado. De manera que entonces le vino mi consejo a la memoria
y llegó a la conclusión de que eras demasiado joven para que él te
asociase a sus negocios.
Ipy, asombrado, miró a su abuela. Luego emitió una risa
desagradable.
—Eres vieja —dijo—, pero eres lista. Tú y yo somos los dos únicos
inteligentes de la familia. Con esa ocurrencia del tablero, me ganaste
la primera partida. Pero ten cuidado, que yo ganaré la segunda.
—Ya tendré el cuidado que me dices —respondió la anciana—, y te
voy a pagar el consejo con otro. Y es que tengas cuidado tú mismo.
Uno de tus hermanos ha muerto y al otro le ha faltado poco. Hijo eres
de tu padre también ¡y pudiera ocurrirte algo igual!
Ipy rió, despectivo.
—Poco me preocupa eso.
—Pues tú amenazaste e insultaste a Nofret.
—¡Nofret! —exclamó el muchacho con desdén.
—¿Qué quieres decir?
—Yo tengo mis ideas propias, abuela. Y te aseguro que el espíritu de
Nofret no me asusta. Que haga lo más trágico que quiera.
Sonó un chillido y apareció Henet.
—¡Chiquillo desvergonzado! ¡Muchacho imprudente! ¡Desafiar a los
muertos! ¡Después de lo que aquí se ha visto! ¡Y eso lo habla un
insensato que no lleva encima ni un mal amuleto!
—No los necesito, Henet. Y quítate de en medio, que voy a hacer ver
a esos labriegos perezosos lo que es estar vigilados por un dueño que
sabe lo que tiene entre manos.
Y, dando un empujón a la sirvienta, Ipy salió.
Henet estalló en quejas y lamentaciones. Esa le interrumpió.
—Déjate de boberías, Henet, y responde a lo que te pregunto. Ya veo
que Ipy hace cosas muy raras, cuyo motivo puedes saber o no. Pero
lo que yo te interrogo es esto: ¿dijiste tú a Kameni que Sobek había
convencido a su padre de que no incluyera a Ipy en el contrato de
asociación?
Henet repuso, con su quejumbrosa voz habitual y no siempre
comprensible:
—Ando siempre demasiado ocupada para irle a la gente con
chismorrerías. Y a Kameni menos aún. Jamás le hablo si él no me
habla antes. Desde luego, es un mozo muy atrayente, como tú
misma sabes. Y tú y yo no somos las únicas que lo pensamos. Claro
que si una viuda joven desea volver a casarse es natural que busque
un hombre guapo. Verdad es que ignoro lo que Imhotep diría,
porque, a fin de cuentas, Kameni no es más que un escriba modesto.
—No hace el caso lo que Kameni sea o no sea. ¿Le dijiste tú que
Sobek se oponía a que Ipy entrara en sociedad con su padre?
—No recuerdo lo que dije, Esa. Sólo que no anduve llevando cuentos.
Pero una palabra, cualquiera la dice, y tú sabes que Sobek (y
Yahmose también, aunque con menos veces) asegura que Ipy era
demasiado joven para asociarse a ellos. Kameni puede haber oído al
propio Sobek aparte de que para algo tiene uno lengua. Yo no soy
sordomuda.
—Eso no —convino Esa—; pero has de saber, Henet, que una lengua
puede ser un arma, y puede causar una muerte. Por tu bien deseo
que no haya la tuya causado ninguna.
—¡Qué cosas dices, Esa! Lo que yo diga, todo el mundo puede oírlo.
Bien sabes lo adicta que soy a la familia, aunque nadie me lo aprecie.
Moriría por cualquiera de vosotros. Yo prometí a la esposa de
Imhotep...
—Ahí me traen —interrumpió Esa— un pato asado con apio y puerro.
Huele deliciosamente. Ya que eres tan adicta, Henet, bien puedes
probar un bocado de ave, por si estuviera envenenada. ¡Anda, hazlo,
mujer!
—¡Esa! —exclamó Henet—. ¡Envenenada! ¡Habiéndose preparado por
nuestra propia cocina!
—Por sí o por no -repuso Esa-, alguien lo ha de probar. Y nadie mejor
que tú, que estás dispuesta a morir, según dices, por cualquiera de
nosotros. No debe ser muerte muy dolorosa ésta. Anímate, Henet.
¡Mira qué jugoso y gordo está el pato!
—Puede probarlo tu esclava. Ordénaselo a ella.
—No, gracias. Es muy joven y muy agradable. Tú, en cambio, ya has
dejado atrás tus buenos tiempos y no debe importarte perder la vida.
Ea, abre la boca. ¡Toma! ¡Hola! ¡Te has puesto lívida! No te gusta mi
broma, ¿eh? ¡Ja, ja!
Y Esa, rompiendo en carcajadas, se aplicó a despachar su plato
favorito.


CAPÍTULO DIECISÉIS
Segundo mes de Verano - Día 1
En el templo concluyó la consulta. Se había redactado y corregido la
petición acordada. Hori y dos escribas del templo habían estado
ocupadísimos.
Al fin se llegó a la terminación. Quedaba dado el primer paso. El
sacerdote propuso leer la petición, que decía:
«Al muy excelente espíritu de Ashayet:
«Esta carta te manda tu hermano y marido. ¿Ha olvidado la hermana
a su hermano? ¿Ha olvidado la madre a los hijos a quienes dio el ser?
¿Sabe, Ashayet, que un espíritu maligno amenaza a sus hijos? Ya su
hijo Sobek ha sido enviado con Osiris mediante un veneno.
»Yo te traté con todo honor mientras viviste. Te di joyas, vestidos,
ungüentos, aceites y perfumes. Comimos buenos manjares y nos
sentamos en buena paz y compañía a la mesa. Cuando enfermaste,
no escatimé gastos y busqué para ti un médico experto. Te
enterramos con todo honor y con las debidas ceremonias y se te
proveyó de cuanto es necesario para la otra vida, como criados,
bueyes, bebidas, vituallas, joyas y ropas. Muchos años te lloré y
muchos pasaron antes de que tomara concubina, como conviene que
la tome un hombre que no es viejo aún.
»Esa concubina, ahora, está causando mal a tus hijos. ¿Lo sabes?
Quizá lo ignoras. Porque si lo supieras pronto acudirías en socorro de
tu progenie.
»¿Sabes, Ashayet, que estos males se causan porque la concubina
Nofret es potente en las artes mágicas? Seguramente ello va contra
tu voluntad. ¡Oh, muy excelente Ashayet! Recuerda que en el campo
de los ofertorios tienes grandes parientes y poderosos valedores.
Invoca la ayuda del noble y grande Ipy, mayordomo del visir. Invoca
al grande y poderoso Meripath, que fue hermano de tu madre y
monarca de la provincia. Infórmalo de la bochornosa verdad.
Sométela a su juicio y decrétese que no traiga más mal a esta casa.
»Y si tú, Ashayet excelente, estás airada con tu hermano por haber
escuchado las persuasiones de Nofret, piensa que no sólo él, sino
también tus hijos sufren. Perdona a tu hermano Imhotep en atención
a lo que por tus hijos ha hecho.»
El escriba mayor suspendió la lectura. Mersu dijo, aprobatorio:
—Bien está y creo que nada importante se ha omitido.
Imhotep se levantó.
—Gracias, reverendo padre. Mañana, antes de ponerse el sol, te


enviaré mi ofrenda de ganado, aceite y lino. Podríamos poner la carta
pasado mañana en la cámara de ofrendas de la Tumba.
—Mejor será dentro de tres días. Ha de colocarse la carta en la vasija
correspondiente y son menester algunos preparativos.
—Como quieras, mas no desearía que sobreviniese algún mal.
—Comprendo tu ansiedad, Imhotep. Pero no temas. Seguramente
Ashayet responderá a tu petición. Sus parientes poseen autoridad y
poder y harán la merecida justicia.
—¡Isis lo quiera! Gracias por esto, Mersu, y por los cuidados que a
Yahmose prodigas. Vamos, Hori, que hay mucho que hacer. Esta
petición me quita un gran peso de encima. No dejará la buena
Ashayet de socorrer a su hermano.
Hori entró en el jardín. Iba cargado con varios rollos de papiros.
Renisenb, que lo esperaba junto al estanque, corrió hacia él.
—¡Hori!
—Hola, Renisenb.
—Esa desea verte.
—Voy. Veamos primero si Imhotep quiere algo de mí.
Pero a Imhotep lo había monopolizado Ipy, y padre e hijo mantenían
una animada conversación.
Esa mostró satisfacción cuando vio entrar a su nieta y a Hori.
—Aquí tiene a Hori, abuela.
—Ya. ¿Hace buen tiempo fuera?
—Creo que sí —dijo Renisenb, sorprendida.
—Pues entonces dame el bastón, que voy a pasear por el jardín.
Era algo insólito. La extrañada joven puso la mano bajo el codo de
Esa y la ayudó a salir. Atravesaron la sala central.
—¿Quiere sentarse en el porche, abuela?
—No. Me llegaré hasta el estanque.
Esa avanzaba despacio y cojeando, pero por lo demás su paso era
incansable. Escogió para sentarse la sombra de un sicómoro, junto a
un lecho de flores.
Sonriendo con satisfacción, la anciana dijo:
—Hablemos. Aquí nadie nos oirá.
—Eres prudente —respondió Hori.
—Las cosas que se han de tratar sólo a los tres nos deben ser
conocidas. Tú, Hori, has estado con nosotros desde que eras
pequeño, y siempre te has mostrado fiel. Renisenb es la más querida
de todos mis nietos. Hemos de evitar que le ocurra mal alguno.
—Ningún daño le ocurrirá.
Hori había hablado en voz baja, pero Esa, mirando el aspecto del
intendente se sintió satisfecha.
—Bien dicho, Hori. Y ahora dime: ¿qué se ha acordado hoy?
Hori explicó lo que se había escrito. Esa le tendió el collar de leones,
diciendo:
—Cuéntale, Renisenb, dónde has encontrado esto.
Renisenb obedeció. Esa preguntó a Hori:
—¿Qué te parece?
Hori, tras un instante de silencio, repuso:
—Tú eres vieja y experta, Esa. ¿Qué opinas tú?
—Tú, Hori —dijo Esa—, eres de los que no gustan de decir cosas
fuertes si no las acompañan hechos. ¿Supiste desde el principio cómo
había muerto Nofret? ¿Qué opinaste entonces?
—Sospeché la verdad y nada más.
—Sólo sospechas tenemos también ahora. Pero entre nosotros se
puede hablar de lo que sospechamos. Creo que hay tres explicaciones
de las tragedias que han acontecido. La primera es que el boyero dijo
la verdad, y el espíritu de Nofret quiso vengarse causando daño a la
familia. Los sacerdotes dicen que los espíritus vuelven a veces y
producen males. Pero yo soy vieja y no creo todo lo que aseguran los
sacerdotes. Hay otras posibilidades.
—¿Cuáles son?
—Supongamos que Satipy mató a Nofret y que, creyendo ver a su
víctima, cayó del acantilado y se mató. Todo eso es claro. Pero ahora
imaginemos que alguien deseó causar la muerte a dos de los hijos de
Imhotep. Ese alguien pensaba que la muerte se atribuiría al espíritu
de Nofret, suposición muy cómoda para él.
—¿Quién podría querer matar a mis hermanos? -dijo Renisenb.
—Un sirviente, no, porque no se atrevería. Quedan, pues, pocas
personas de quienes sospechar.
—Uno de nosotros no puede ser, abuela.
—Advierte, hija —dijo Esa—, que Hori no protesta como tú.
Renisenb se volvió al hombre.
—¿Verdad, Hori que...?
Hori movió la cabeza.
—Tú, Renisenb, eres joven aún y confiada. Piensas que aquellos a
quienes amas son lo que parecen. Desconoces el corazón humano y
el mal que en él se encierra. Pecas de excesiva candidez.
—Pero ¿quién...?
—Volvamos a la historia del mozo de vacas — atajó Esa—. Si a quien
vio no fue a Nofret, vio a una mujer que procuraba parecer como la
muerta. Pudo ser Kait, pudo ser Henet y pudiste ser tú, Renisenb. A
distancia, cabía confundir a cualquiera. Existe también la posibilidad
de que mintiera el muchacho. Pudiera encargársele que contase lo
que contó. Es verosímil que le pagasen para que narrara una cosa de
cuya trascendencia no se dio cuenta. El que haya muerto me
confirma que se quiso impedir que revelase la verdad, como hubiera
sucedido hoy si se le interrogase a fondo.
—¿Crees que hay entre nosotros un envenenador? —preguntó Hori.
—Sí. ¿Y tú?
—Lo mismo creo.
Renisenb, abatida, miró a sus interlocutores.
—El móvil, empero, me parece muy oscuro —declaró Hori.
—¡Exacto! —repuso Esa—. Y eso me inquieta más de la cuenta,
porque no sabemos quién es el próximo que puede correr peligro.
—Pero es increíble que uno de nosotros... —dijo la asombrada
Renisenb.
Esa sonrió.
—Pues ha de ser uno de nosotros.
—Cierto —convino Hori—. Uno de nosotros es el culpable.
Renisenb, horrorizada, exclamó:
—¿Y por qué obra así?
—Si supiéramos el porqué, lo sabríamos ya casi todo —dijo Esa—.
Recordemos que Sobek se reunió a Yahmose cuando éste había
empezado a beber ya. Por consecuencia, es cierto que esa persona
deseaba matar a Yahmose y no tan cierto que deseara matar a
Sobek.
—¿Quién podía querer matar a Yahmose? —exclamó Renisenb—. Es
un hombre bueno, sencillo y sin enemigos.
—El motivo no debió ser personal —dijo Hori—, puesto que Yahmose,
en efecto, no es el tipo de hombre que se crea enemigos.
—El motivo —concordó Esa— es más oscuro de lo que parece. O se
trata de una enemistad contra toda la familia, o de un caso de negra
codicia. Las máximas de Ptahotep nos dicen que los codiciosos son
depósito de todos los vicios y costal que contiene todos los males.
—Comprendo lo que indicas —declaró Hori—. Pero el llegar a
conclusiones concretas nos exigiría saber predecir el futuro.
Esa asintió con un movimiento de cabeza que ladeó grotescamente su
peluca. Nadie sintió deseo alguno de reír.
—Procura predecirlo, Hori —mandó.
El intendente guardó un breve y meditativo silencio. Al fin dijo:
—De morir Yahmose, los principales beneficiados serían Sobek e Ipy.
Si bien parte de los bienes irían a poder de los hijos de Yahmose, la
administración quedaría en poder de los dos hermanos
supervivientes, sobre todo en el de Sobek, quien hubiese ganado más
que ninguno. Hubiera ejercido el oficio sacerdotal de Imhotep durante
las ausencias de éste y heredado el cargo con el tiempo. Pero Sobek
no pudo ser el envenenador, puesto que bebió el vino, y tal cantidad
que murió. Sólo nos queda Ipy como presunto asesino.
—Eres sagaz, Hori —manifestó Esa—. Veamos el caso de Ipy. Es
caprichoso, antojadizo, díscolo, y está en la edad en que la
satisfacción de los deseos propios parece más importante que nada
en el mundo. Además, se halla enojado por verse, injustamente en su
sentir, excluido de la asociación con su padre. Kameni le dijo algunas
cosas imprudentes...
—¿Kameni?
Renisenb se avergonzó en el acto de su interrupción. Sus mejillas se
encendieron. Hori dirigió a la joven una mirada grave que pareció
penetrar hasta el fondo del ánimo de la muchacha. Esa, ladeando el
cuello, miró a su nieta, también.
—Sí, Kameni —repuso—. Ignoro si fue Henet quien se lo aconsejó.
Sigue aún en pie el hecho de que Ipy es ambicioso, arrogante y
celoso de la autoridad de sus hermanos. Se cree, además, según me
ha declarado, el más inteligente de la familia.
—¿Eso te ha dicho? —preguntó Hori.
—Sí, y aún tuvo la amabilidad de condescender en admitir que yo
poseo alguna inteligencia también.
—¿Piensas —dijo Renisenb incrédula— que Ipy ha envenenado a mis
hermanos?
—No hago más que tomar en consideración una posibilidad. Por ahora
hablamos de sospechas, no de pruebas. Desde el principio de los
tiempos ha habido casos de fratricidio, porque la codicia puede
mucho. Si Ipy ha cometido ese crimen, será difícil probárselo, puesto
que, en efecto, es listo.
Hori asintió.
—Prescindiendo de los criados corrientes (porque no es verosímil que
osaran cometer semejante delito), tenemos ahora dentro del campo
de nuestras sospechas a nuestra sirvienta Henet.
—Henet —contestó Renisenb— nos es muy adicta, ella misma está
diciéndolo siempre.
—Tan fácil es decir mentiras como verdades. Conozco a Henet desde
su juventud. Era pariente lejana de tu madre. Una pariente pobre y
desgraciada. Su marido no la quería, puesto que Henet era fea y
antipática, y la repudió. El único hijo que tuvieron murió en la
infancia. Henet vino aquí con tu madre y en sus ojos nunca vi la
devoción de que ella hablaba, sino una envidia malévola. No creo en
sus aserciones.
—¿Y tú, Renisenb? —preguntó Hori—, ¿no sientes afecto hacia Henet?
—No. Confieso que hago mal, pero no puedo evitarlo.
—Acaso ello sea así porque por instinto adivinas que sus palabras son
falsas. ¿Ha probado Henet alguna vez su supuesta adhesión con un
servicio auténtico? No hace otra cosa que ir y venir con chismes que
producen discordias y perturbaciones.
—Eso es verdad.
La anciana emitió una risilla seca.
—Veo, excelente Hori, que sabes usar tus ojos y tus oídos.
—Mi padre —adujo Renisenb— cree en el cariño de Henet y
corresponde a su estima.
—Pero tu padre es un tonto y lo ha sido siempre —arguyó Esa—. A
los hombres les gusta la adulación y Henet le adula en abundancia.
Puede ser que quiera a tu padre, mas en todo caso no quiere a nadie
más de la casa.
—¿Qué sacaría Henet —dijo Renisenb— de envenenarnos?
—Nada. Pero a veces se me figura que en su cabeza se agitan
móviles incomprensibles para nosotros.
—Existe en los seres —dijo Hori— cierta podredumbre que no procede
de fuera, sino de dentro, como un día le expliqué a Renisenb.
—Desde que vino Nofret —murmuró la joven— todo cambió. Yo
empecé a ver a los demás de modo distinto a como los viera antes. Y
eso me asustó. Ahora —e hizo un ademán desolado con los brazos—
todo es temor en torno nuestro.
—El temor no es más que el conocimiento incompleto —manifestó
Hori—. Cuando se saben las cosas, desaparece el temor.
—Nada hemos dicho de Kait —apuntó Esa.
—Es increíble que Kait matara a Sobek, abuela.
—En mi vida he aprendido esto: que no hay nada increíble —afirmó la
abuela—. Kait es una mujer estúpida por completo, y yo siempre he
mirado con prevención a las hembras estúpidas. Son peligrosas,
porque viven en un mundo minúsculo: el de las cosas inmediatas que
las rodean. Todo el mundo de Kait se reducía a Sobek y a sus hijos.
Acaso ella pensara que, eliminando a Yahmose, sus hijos se
enriquecían. Imhotep no había confiado nunca en Sobek por lo
impaciente e ingobernable que Sobek era. Mas al desaparecer
Yahmose, tu padre, tendría, por fuerza, que confiar en Sobek.
Renisenb se estremeció. Había que reconocer, aparte de todo, que
para Kait nada existía en la tierra, fuera de su marido y sus hijos. El
resto de las cosas no despertaban su curiosidad ni su interés.
La joven habló con voz lenta:
—Kait comprendería que Sobek podía llegar a beber el vino
envenenado.
—No, porque su estupidez se lo impediría, Renisenb. Los estúpidos
nunca ven más que lo que quieren, y Kait si fue la criminal, sólo una
cosa pudo pensar: que todo se atribuiría a la mágica intervención de
Nofret. Repito que nunca se ve más que un aspecto de las cosas, y no
otras posibilidades inherentes a la cuestión. Por eso, no deseando que
Sobek muriese, no se le ocurrió que pudiera morir.
—Terrible debe ser su situación en ese caso, viendo a Sobek muerto y
a Yahmose vivo.
—Cuando uno es un necio —dijo Esa— las cosas ocurren de modo
distinto al esperado.
Y tras un silencio, la anciana añadió:
—Pasemos a Kameni.
—¡Kameni! —exclamó Renisenb.
—Sí, no podemos excluir a Kameni. No sé qué podría ganar él con
perjudicarnos, pero no le conocemos. Procede del norte, como Nofret.
Contra su voluntad o no, pues no lo sabemos, ayudó a Nofret a
indisponer a Imhotep con sus hijos. Yo he solido fijarme en ese
muchacho y no acabo de formar juicio de él. En principio me parece
un mozo corriente, aunque despejado y con cierto atractivo para las
mujeres.
—Pero...
—Sí, Kameni es de los que agradan a las mujeres, aunque creo que
no figura entre aquellos que saben conquistar permanentemente sus
corazones. Es ligero y despreocupado. Cuando murió Nofret no
mostró dolor alguno. Mas todo esto está al margen de la cuestión.
¿Quién es capaz de sondear un corazón humano? Un hombre resuelto
puede fácilmente fingir. Si Kameni amó con pasión a Nofret pudo
haber resuelto vengarse de todos. Ya que Satipy mató a Nofret,
acaso Kameni resolviera matar a Yahmose, esposo de la criminal. Y
también a Sobek, que hablaba mal de la concubina, y a Ipy, que la
odiaba, y acaso a Kait, que la hostigaba de mil maneras minúsculas.
La cosa parece fantástica, mas ¿quién sabe?
Esa, callando, miró a Hori. Éste remedó:
—Sí; ¿quién sabe?
—Tal vez tú lo conozcas todo, Hori.
Hori frunció el ceño y meditó.
—Tengo, en efecto, una idea respecto a quien envenenó el vino y por
qué, pero no me atrevo a decir nada, ya que carezco de toda
demostración.
—Habla, Hori. Aquí sólo se discuten nuestras sospechas.
Hori denegó con la cabeza.
—No, Esa. No es más que un pensamiento muy vago el que se me
ocurre. De tener alguna base de realidad, sería peligroso para ti, y
también para Renisenb, el que os explicase mi hipótesis.
—Y para ti, ¿no hay riesgo?
—Lo hay para todos, acaso con la excepción de Renisenb.
Esa miró largo rato al intendente.
—Daría cualquier cosa —dijo al fin— por saber lo que piensas.
Hori no respondió directamente. Murmuró sólo:
—La única manera de entender a la gente es fijarse en su conducta.
Si un hombre se comporta de un modo raro...
—¿Sospechas de Kameni? —interrogó Renisenb.
—No. Quiero decir que si un hombre alberga malas intenciones
procura, para disimularlas, no apartarse de su comportamiento
habitual.
—¿Un hombre? —preguntó Esa.
—O una mujer. Lo mismo da.
—Ya —repuso la vieja, contemplando escrutadoramente a Hori—.
Pero de nosotros mismos no hemos hablado por ahora.
—Es verdad —contestó Hori—. Por mi parte, gozo de mucha confianza
en la casa. A mi cargo está el redactar contratos y disponer de las
cosechas. Como escriba que soy, yo llevo las ventas. Me habría sido
fácil falsificarlas, según Kameni descubrió que sucedía en las fincas
del norte. Pudo Yahmose empezar a sospechar y querer yo hacerle
enmudecer.
Y sonrió. Renisenb se apresuró a exclamar:
—¿Cómo puedes decir tales cosas, Hori? Ya sabes que ninguno
creeríamos eso en ti.
—Nadie —alegó Hori— conoce nunca el corazón de su prójimo.
—En lo que me atañe —añadió Esa—, ¿qué móviles podrían ser los
míos? No obstante, cabe que existan. Cuando se envejece, el carácter
cambia y donde hubo amor nace el odio. Podría yo aborrecer a mis
nietos y desear aniquilarlos. A veces estas perversidades de ánimo
afligen a la gente muy vieja.
—Y yo —dijo Renisenb—, ¿qué causas tendría para matar a unos
hermanos tan amados?
Hori replicó:
—Si todos tus hermanos murieran, tú serías la única hija que le
quedaría a Imhotep. Éste te buscaría marido, la hacienda pasaría
entera a tus manos, y tu esposo y tú seríais los tutores legítimos de
vuestros sobrinos.
Después sonrió al agregar:
—Mas has de saber, Renisenb, que ninguno sospechamos aquí de ti.
—Ni aquí ni en sitio alguno —acrecentó Esa—, porque todos te
amamos.


CAPÍTULO DIECISIETE
Segundo mes de Verano - Día 1
Cuando Esa, renqueando, entraba en su aposento, Henet le preguntó:
—¿Habías salido? Mas de un año hace que no abandonabas la casa.
—Los viejos —dijo la interpelada— tenemos a veces caprichos raros.
Henet miró a Esa inquisitivamente.
—Te vi junto al estanque con Hori y con Renisenb.
—Pocas cosas hay que tú no veas, Henet.
—No te entiendo, Esa. Todo el mundo pudo verte sentada allí.
—Por fortuna no todo el mundo pudo oírme.
Y Esa sonrió. Henet sonrojóse.
—No sé por qué eres tan poco amable conmigo —protestó—. Ando
siempre harto atareada para dedicarme a escuchar las
conversaciones ajenas. Además a todos les tiene sin cuidado lo que
yo pueda decir. No siendo Imhotep...
—Sí —repuso la vieja—. Es en él en quien confías y de quien
dependes. ¿Qué sería de ti si faltase Imhotep?
—No faltará —contestó Henet.
—¿Tú que sabes? Esta casa parece muy peligrosa. Ya ves lo que les
ha sucedido a Yahmose y a Sobek.
—Es verdad. Uno ha muerto y el otro está moribundo en la
actualidad.
Esa se inclinó hacia la mujer.
—¿Por qué has sonreído al decir eso?
—¿Sonreír yo al hablar de una cosa tan horrible? -exclamó Henet
desconcertada.
—Aunque estoy medio ciega —repuso Esa— no he perdido la vista del
todo. En ocasiones veo las cosas con toda claridad. Por regla general
los que hablan con personas conocidas no suelen preocuparse mucho
de vigilar su propia expresión. Vuelvo, pues, a preguntarte: ¿por qué
has sonreído con tanto contento al hablar de lo sucedido a mis
nietos?
—Es indignante lo que dices.
—Ya veo que tienes temor.
—¿Quién no lo tiene con las cosas que acontecen en esta casa, donde
han venido espíritus malignos de ultratumba para acosarnos? Y Dime:
¿qué te contaba Hori respecto de mí?
—¿Qué sabe Hori acerca de ti?
—Nada. Mejor harías en preguntarme qué es lo que yo sé de él.
Henet meneó la cabeza.
—¡Todos me despreciáis! Me tenéis por odiosa y estúpida. Pero yo sé
todo lo que ocurre en esta casa. Podré ser una necia, mas no se m
escapa nada. Hori, cuando me encuentra, finge no reparar en mí y
mira a mis espaldas como buscando algo inexistente. Más le valiera lo
contrario: mirarme a mí. A veces los más inteligentes son los que
salen peor librados de las cosas. Satipy se creía muy lista y ¿qué ha
sido de ella?
Y Henet suspendió sus palabras, pronunciadas con una expresión de
triunfo. Luego se estremeció y miró a hurtadillas a Esa.
Pero Esa se hallaba entregada a sus propios pensamientos. Y ahora
se leía en su rostro una expresión de pasmo y casi de miedo.
—Satipy... —empezó la anciana.
Henet recobró su usual tono quejumbroso.
—Siento haberme dejado llevar de mi ira, Esa. No sé qué locuras he
estado diciendo.
Esa respondió:
—Vete, Henet. Sólo una cosa quiero advertirte: que no deseamos
más muertes en esta casa. Has pronunciado unas palabras que me
han abierto nuevos horizontes.
«Todo es temor en torno nuestro.»
Recordando lo que hablaran los tres juntos en el estanque, aquellas
palabras acudían maquinalmente, una vez y otra, a los labios de
Renisenb. Pero sólo después reparó en la verdad que contenían.
Dirigióse en busca de Kait y de los niños, que se hallaban junto al
pabellón. De pronto se detuvo. Temía mirar el rostro vulgar y plácido
de Kait y leer en él la verdad de que aquella mujer era una
envenenadora.
Vio salir a Henet de la casa y la repulsión que la mujer le inspiraba se
acrecentó. Volvióse hacia la salida del jardín. Ipy llegaba. Traía
erguida la cabeza y sonreía con descaro.
Renisenb le miró. Éste era el mimado de la familia, el niño caprichoso
y guapo que sólo tenía ocho años cuando ella se casó con Khay...
—¿Por qué me miras de ese modo, Renisenb? —preguntó el joven.
—¿De qué modo?
—Con una cara tal como si estuvieses tan loca como Henet.
E Ipy rió.
—Henet no es una loca, sino una mujer muy astuta —dijo la joven
moviendo la cabeza.
—Sí, y además es un estorbo. Pienso desembarazarme de ella.
Renisenb, atónita, abrió la boca.
—¿Desembarazarte de...?
—¿Qué te pasa, hermana? ¿Acaso has estado viendo visiones como
ese pobre loco del boyero?
—Para ti todos son locos.
—El mozo lo era. Yo no puedo con la gente estúpida. Te aseguro que
no es nada divertido tener que tratar con dos hermanos que tienen la
mente dura como una piedra. Sin embargo, ahora que ya no se
interponen en mi camino mi padre hará lo que yo le diga.
Renisenb escudriñó la faz de su hermano. Ipy estaba más gallardo y
arrogante que nunca. Parecía emanar de él una vitalidad anómala,
una euforia inusitada.
Renisenb dijo con acritud:
—Yahmose no ha muerto.
—Pero, ¿crees que se repondrá del todo? —dijo Ipy con despectiva
mofa.
—¿Por qué no?
Ipy rió.
—No te diré sino que estoy en desacuerdo contigo. Yahmose es
hombre acabado. Ha vencido los primeros efectos del veneno, mas no
volverá a ser lo que era en lo que le quede de vida.
Renisenb contestó:
—Pues el médico dice que dentro de poco nuestro hermano estará
completamente restablecido.
Ipy se encogió de hombros.
—Los médicos no son infalibles. Hablan con solemnidad y usan
palabras muy prolijas, y nada más. Maldice, si quieres, a la perversa
Nofret, mas yo te aseguro que Yahmose no sanará.
—¿Y tú no temes seguir su camino?
Ipy, echando la cabeza hacia atrás, volvió a reír.
—¿Temer yo?
—Nofret no te quería con locura.
—A mí nada puede dañarme. Soy de los que han nacido para vencer.
Y tú, Renisenb, harías bien en ponerte de mi parte. Me sueles tratar
como a un chiquillo sin juicio, pero soy algo muy diferente. De mes
en mes irás notándolo más. Pronto no habrá en la casa más voluntad
que la mía.
Dio un par de pasos, volvióse y dijo bajando la voz:
—¡Ten mucho cuidado, Renisenb, y procura no contrariarme!
Renisenb quedó inmóvil en el jardín. Kait se aproximó.
—¿Qué te decía tu hermano, Renisenb?
—Que pronto será el dueño de la casa.
—Yo opino de otro modo.
Ipy entró en la casa a la carrera. El ver a Yahmose tendido en su
lecho pareció complacerle. Díjole, en tono bonachón:
—¿Cómo va eso, hermano? ¿No vuelves a trabajar a los campos? ¡No
sé cómo no se arruina todo ahora que nos faltas tú!
Yahmose respondió con voz débil:
—No comprendo esto. Si ya he expulsado el veneno, ¿por qué no
recobro mis fuerzas? Esta mañana intenté andar, y las piernas no me
sostienen. Estoy debilísimo y cada día me debilito más.
Ipy movió la cabeza.
—¡Mala cosa! ¿No hacen, pues, nada los médicos?
—El ayudante de Mersu viene a diario y se siente desconcertado. Me
ha hecho beber infusiones de hierbas muy enérgicas. A diario se
pronuncian aquí conjuros. Se me sirven comidas especialmente
tonificadas. No hay razón, según el médico, para que yo no me
reponga y, sin embargo, voy de mal en peor.
—Es una lástima —murmuró Ipy.
Y se alejó, tarareando una tonada. Imhotep y Hori se ocupaban de
comprobar unas cuentas. La preocupada faz de Imhotep iluminóse al
ver a su amado hijo menor.
—Hola, Ipy. ¿Has inspeccionado las tierras?
—Sí, padre. Hemos segado la cebada ya. Hay una buena cosecha.
—Sí. Gracias a Ra, todo exteriormente marcha bien. ¡Así marchase lo
mismo por dentro! Tengo mucha confianza en Ashayet, pero esa
incomprensible debilidad de Yahmose me conturba.
Ipy sonrió despectivo.
—Yahmose no fue nunca muy fuerte.
Hori dijo con voz suave:
—Te engañas. Ha gozado siempre de excelente salud.
Ipy contestó tajante:
—La salud de un hombre depende de sus ánimos y Yahmose no los
ha tenido nunca. Incluso vacilaba antes de dar una orden a cualquier
esclavo.
—Últimamente no era tal el caso —replicó Imhotep—. Yahmose
mostraba unas energías que me sorprendían y agradaban mucho. Lo
que me preocupa es esa debilidad que siente en las piernas. Según
Mersu, una vez eliminado el veneno, Yahmose debiera haber
recobrado el vigor.
Hori, jugueteando con las hojas de papiro, murmuró:
—Hay otros venenos...
—¿Qué quieres decir?
—Que existen venenos que obran sin violencia. Una dosis pequeña,
aplicada a diario, va acumulándose en el organismo hasta que viene
la muerte por consunción. En esto son expertas las mujeres, que
aplican ese veneno cuando quieren quitar de en medio a un marido,
haciendo creer que fallece de muerte natural.
Imhotep palideció.
—¿Sugieres que ése es el caso de Yahmose?
—No hago más que indicar una posibilidad. Aunque la comida de tu
hijo es probada previamente por un esclavo, ya te digo que una
porción diaria de tóxico no causa efecto inmediato.
—En mi vida he oído hablar nunca de semejantes venenos —protestó
Ipy.
Hori alzó la vista.
—Eres muy joven y aún ignoras muchas cosas.
—No sé qué podemos hacer —exclamó Imhotep—. Ya hemos apelado
a Ashayet. Hemos enviado ofrendas a los templos. No es que yo
confíe mucho en los templos, puesto que sólo las mujeres tienen fe
en esas cosas. ¿Qué más nos cabe probar?
Hori repuso:
—Hagamos que pruebe los alimentos de Yahmose un esclavo de
confianza y observemos lo que al esclavo le sucede en un término
dado de tiempo...
—Pero eso significaría que existe en esta casa...
—Todo eso son necedades —dijo Ipy.
Hori enarcó las cejas.
—Hagamos el ensayo y luego hablaremos —repuso.
Ipy, enojado, se alejó. Hori, con el ceño fruncido, le miró marchar.
Tan furioso iba Ipy, que tropezó con Henet y le faltó poco para
derribarla.
—¡Quítate de en medio, Henet! —increpó—. Siempre andas
atravesada estorbando en todas partes.
—Eres muy torpe, Ipy; me has hecho daño en el brazo.
—Me alegro. Estoy harto de ti y deseo verte fuera de esta casa
cuanto antes.
Los ojos de la vieja Henet relampaguearon malignos.
—De manera que cuentas con echarme, ¿eh? ¡Después de la
adhesión que os he demostrado a todos! Bien lo sabe tu padre.
—Estoy cansado de oírte siempre lo mismo. Y entérate de que, a mi
juicio, eres una intrigante perniciosa. Tú ayudaste a Nofret en sus
maquinaciones. Luego, cuando murió, empezaste a contar fantasías
sobre su espíritu. Pero no tardaré en convencer a mi padre de que no
preste oídos a tus asquerosas mentiras.
—Muy rabioso estás, Ipy. ¿Por qué?
—No te importa saberlo.
—¿Es que no temes a nada? Ya sabes que aquí pasan cosas muy
curiosas.
—No pretendas asustarme, vejancona.
Y se apartó presuroso.
Henet volvió al interior del edificio. Un gemido atrajo su atención.
Yahmose se había levantado y trataba de andar. Pero le fallaron las
piernas y de no haberle sostenido Henet, hubiese dado en el suelo.
—Vamos, Yahmose, acuéstate —exhortóle la mujer.
—Eres muy fuerte, Henet, aunque no lo pareces —murmuró
Yahmose, tendiéndose en el lecho-. Gracias por tu ayuda. ¿Qué será
lo que pasa? ¿Por qué sufriré esta impresión de que mis piernas se
han vuelto como agua, y no son de carne y hueso? No lo comprendo.
—La casa —murmuró Henet— está hechizada. Un demonio en forma
de mujer tuvo la culpa. Vino del norte y del norte nunca viene nada
bueno.
Yahmose murmuró, abatido:
—Estoy muriéndome.
—Otros morirán antes que tú.
Yahmose, apoyándose en un codo, miró a la mujer.
—¿Qué quieres decir?
—Que no serás el primero en morir. Ya lo verás.
—¿Por qué me rehuyes, Renisenb?
Y Kameni se plantó ante la joven. Ésta se sonrojó, sin saber qué
contestar. Había, en efecto, tratado de apartarse cuando vio al
escriba.
—Explícame eso, Renisenb.
Ella se limitó a mover la cabeza. Luego alzó la vista y miró a su
interlocutor. Por un momento tuvo la impresión de que iba a hallar
cambiado el rostro de aquel hombre. Mas no era así. Los ojos del
joven la contemplaban y por una vez sus labios no sonreían.
El corazón de Renisenb latió con redoblada fuerza. La proximidad de
Kameni le causaba siempre dicho efecto.
—Sé por qué me huyes, Renisenb.
—No te huía. Es que no te vi venir.
—Mientes, hermosa Renisenb.
Y ahora Kameni sonrió y oprimió con su mano cálida el brazo de la
muchacha.
Ella se soltó en el acto.
—Déjame. No me agrada que me toquen.
—No me resistas, Renisenb. Eres joven y bella y no vas a pasarte la
vida llorando a un marido que no existe ya. Ya sabes lo que siento
por ti. Yo te sacaré de esta casa llena de malos espíritus y de
hechizos.
—Eso sería si yo quisiese ir contigo —repuso Renisenb con ímpetu.
Kameni sonrió y sus blancos dientes relampaguearon.
—Tú deseas venir, aunque lo niegues. La vida, Renisenb, es grata
cuando el hombre y la mujer viven juntos. Yo te amaré y te haré feliz
y tú serás la deleitosa heredad que yo labraré. Yo no diré a Ptah:
«Dame a mi hermana esta noche.» No, diré a Imhotep: «Dame a mi
hermana Renisenb.» Y como creo que aquí no estarás segura, te
llevaré a otro lugar. Soy un buen escriba y puedo emplearme en la
mansión de algún magnate de Tebas. Verdad es que me gusta la vida
del campo y ver arar, y segar, y oír cantar a los labriegos y
contemplar los botecillos de placer que surcan el río. Me placería
bogar contigo por el río, Renisenb. Nos llevaremos con nosotros a
Teti, que es una niña hermosa y sana, y yo seré para ella un padre.
¿Qué me respondes, Renisenb?
Renisenb callaba. Seguía el corazón latiéndole con fuerza y una
singular languidez señoreaba sus sentidos. Pero a la par que aquello,
experimentaba respecto a Kameni cierta rara sensación de claro
antagonismo.
«El contacto de su mano en mi brazo disuelve mi vigor —pensaba—.
No puedo resistir sin emocionarme el ver su reciedumbre, sus
hombros cuadrados, su boca risueña... Pero nada sé de su alma, de
sus pensamientos, ni de su corazón. No hay entre nosotros placidez
ni dulzura. Deseo algo, no sé qué... Pero esto no...»
Murmuró con voz apagada:
—No quiero otro marido. Deseo vivir sola.
—Te engañas, Renisenb. El temblor de tus manos entre las mías me
lo dice.
Con un esfuerzo, Renisenb libró su mano de las del joven, que la
oprimían.
—No te amo, Kameni. Hasta creo que te odio.
Él sonrió.
—No me importa. Tu odio es muy parecido al amor. No lo dudes.
—Bien; ya volveremos a hablar de esto.
Y se alejó con el paso ligero de una gacela joven.
Renisenb, lentamente, se acercó a Kait y los niños, que estaban junto
al estanque. Kait la interpeló y Renisenb respondió sin saber lo que
decía.
Kait no pareció notarlo. Acaso, como de costumbre, estuviese absorta
en pensar en los niños y no acertara a ocuparse de otras cosas.
De repente, Renisenb preguntó:
—¿Crees, Kait, que me convendría volver a casarme?
Kait replicó con plácida indiferencia:
—Quizá sí. Eres joven y puedes tener muchos hijos.
—¿Y a eso se reduce la vida de una mujer? ¿A tener hijos y a jugar
con ellos en el jardín de la casa?
—Para una mujer no hay otra cosa. No hables como una esclava. En
Egipto, las mujeres tienen autoridad. Las herencias, a través de ellas,
pasan a sus hijos. Las mujeres son la vida de Egipto.
Renisenb, pensativa, miró a Teti, que se ocupaba en hacer una
guirnalda de flores para su muñeca. En la concentración de su tarea,
Teti fruncía el entrecejo.
Tiempo atrás la niña se parecía muchísimo a su padre. Como él, solía
adelantar a menudo el labio inferior y ladear mucho la cabeza. Ello
hacía que Renisenb recordara con dolor al difunto. Mas ahora la
memoria de Khay iba disipándose en la mente de Renisenb y hasta la
niña había perdido aquellos gestos que tanto la asemejaban a su
progenitor.
Teti, viendo a su madre, sonrió de una manera grave, cordial,
confiada y placentera.
Renisenb volvióse a Kait y dijo:
—No se ve bien el río desde aquí.
—¿Y para qué es menester ver el río? —repuso Kait.
—No sé —contestó Renisenb con voz lenta—. Soy una tonta.
Ante sus ojos se extendía un panorama de campos verdes y ricos, y
mucho más allá, una encantadora lejanía de pálidos tonos rosados y
de amatistas que se desvanecían en el horizonte.
—Si vuelvo la cabeza —murmuró entre dientes— seguramente veré a
Hori. Él alzará los ojos que fija en sus papiros y me sonreirá. Y luego
se pondrá el sol y me dormiré. Y eso será la muerte... tan dulce... tan
callada...
—¿Qué dices, Renisenb?
La joven se sobresaltó. Había hablado en voz alta sin darse cuenta.
Kait la contemplaba con curiosidad.
—¿En qué pensabas? —preguntó—. Has hablado de muerte.
Renisenb movió la cabeza.
—No sé lo que he dicho.
Miró a su alrededor. Era grato hallarse en un lugar tan familiar, ver
jugar a los niños, oírles chapotear en el agua.
—¡Qué paz tan grande reina aquí! —comentó—. Es horrible pensar
que en un sitio como éste ocurran cosas tan espantosas.
A la mañana siguiente, Ipy fue hallado de bruces dentro del
estanque. Alguien le había sostenido la cabeza hundida en el agua
hasta que pereció ahogado.


CAPÍTULO DIECIOCHO
Segundo mes de Verano - Día 10
Imhotep se sentía aniquilado. Su cuerpo parecía encogido de pronto.
Se hallaba mucho más viejo y estaba quebrantadísimo. Una
lamentable expresión de apenado asombro le contraía la faz. Henet
llegó con vituallas y le animó a comer.
—Tienes que conservar las fuerzas, Imhotep.
—¿De qué sirven las fuerzas? Fuerte y sano estaba Ipy, y ahora su
cadáver yace en un baño de agua salobre. Mi queridísimo hijo, el
último de los que me quedaban...
—Te queda tu buen Yahmose.
—¿Por cuánto tiempo? Está condenado también. Lo estamos todos.
¿Qué mal es éste que sobre nosotros ha descendido? ¿ Cómo iba yo a
pensar que todo esto debía ocurrir por traer a casa una concubina?
Tomar concubina es cosa lícita y justa ante la ley de los hombres y la
de los cielos. ¿Por qué, pues, me acontecen estas cosas? ¿Será que
Ashayet quiere tomar venganza de mí? No ha respondido a mi
petición y las muertes continúan.
—No digas eso, Imhotep —repuso Henet—. Ha pasado poco tiempo
desde que pusiste la vasija con la carta en la cámara de las ofrendas.
Si tan lenta tramitación tienen los asuntos de este mundo ante el
monarca (y más aún ante el visir), ha de suponerse que lo mismo
pasa en el mundo del Más Allá. La justicia siempre opera con lentitud,
pero al cabo resuelve.
Imhotep, dudoso, movió la cabeza. Henet prosiguió:
—Además, Imhotep, Ipy no era hijo de Ashayet. Es natural que
Ashayet no se interesase mucho por él. Pero ya verás cómo por
Yahmose sí se preocupa.
—Confieso, Henet, que tus palabras me consuelan. Además, es cierto
que Yahmose va reponiéndose. Es un hijo bueno y leal, aunque no
tiene los ánimos ni la gallardía de Ipy.
Imhotep gimió. Henet hizo coro a sus lamentos.
—¡Ojalá no hubiese yo puesto nunca los ojos en aquella condenada
muchacha!
—Cierto, Imhotep. Nofret era un aborto de Set1. No hay duda de que
estaba versada en magias y hechizos.
Sonó en el suelo el golpecito de un bastón. Esa penetró en la
estancia, diciendo con indignado tono:
—¿No queda sentido común en esta casa? ¿No sabéis hacer mejor
cosa que hablar de una pobre moza que te sorbió el seso y cuyo
1 Set, dios del mal, en la mitología egipcia.


único delito fue entregarse a estúpidos manejillos femeniles
provocados por la estúpida conducta de las estúpidas mujeres de tus
estúpidos hijos?
—¿Cómo puedes decir eso, madre, cuando dos de mis hijos vástagos
han muerto y otro está moribundo?
—Alguien ha de decir la verdad, ya que tú no conoces los hechos tal
como son. Quítate de la cabeza la idea supersticiosa de que una
muchacha difunta está causando males. Una mano viva fue la que
sujetó la cabeza de Ipy debajo del agua y vivo estaba quien vertió
veneno en el vino de Yahmose y Sobek. Tú tienes un enemigo,
Imhotep, y ese enemigo vive en esta casa. La prueba es que, desde
que se aplicó el consejo de Hori y Renisenb ella misma prepara la
comida de su hermano, o vigila la preparación, el enfermo va
recobrándose de día en día. Déjate de sandeces, de darte puñetazos
en la cabeza, y de las demás imbecilidades en que tanto te auxilia
Henet.
—¡Oh, Esa, que mal me tratas! —dijo la aludida gimoteando.
—Repito que Henet te ayuda en la actitud que tomas, por necesidad o
por otra razón.
—Ra te perdone, Esa, tu dureza con una pobre y desvalida mujer
sola.
Esa agitó su bastón con impaciencia.
—Escucha, hijo: tu esposa Ashayet quizá pueda servirte de algo en el
otro mundo, pero es insensato pensar que va a ocuparse de pensar
por ti en éste. Si no actúas pronto habrá más muertes.
—¿Crees realmente, madre, que tengo un enemigo vivo y en esta
casa?
—Lo creo porque es lo único que razonablemente se puede creer.
—Entonces todos estamos en peligro.
—¡Claro que lo estamos! No en peligro de conjuros, no de males
causados por espíritus, sino en peligro de morir por obra de dedos
humanos que envenenan el vino y hacen cosas análogas. ¡En peligro
de ser víctimas de alguien que espera la hora tardía en que vuelve
del pueblo un muchacho atolondrado y lo empuja, sujetándolo hasta
que muere!
—Para eso —dijo Imhotep, pensativo— se requiere fuerza.
—En apariencia, sí. Pero, Ipy, de seguro habría bebido en el pueblo
mucha cerveza. Vendría fanfarrón y jactancioso. Pudo acercársele
alguien de quien no desconfiara. Quizás inclinó la cabeza él mismo
para refrescarse el rostro en el agua. Y, en este caso, poca fuerza se
necesitó para no dejarle alzarse.
—¿Qué dices, Esa? ¿Cómo puede una mujer hacer eso? Todo ello es
imposible. Ningún enemigo tenemos aquí, porque lo sabríamos.
—La maldad del corazón, Imhotep, no se refleja en el rostro.
—¿Crees que algún esclavo o sirviente...?
—Ninguna de ambas cosas.
—¿Pues quién? ¡Como no sean Hori o Kameni! Pero Hori lleva con
nosotros largo tiempo y siempre se ha mostrado digno de confianza.
Kameni, aunque es de fuera, pertenece a nuestra familia y ha
acreditado su celo en mi servicio. Además, esta mañana vino a
pedirme que le consintiera casarse con Renisenb.
Esa pareció interesarse.
—¿Sí? ¿Y qué le dijiste?
—Que ésta no era ocasión oportuna para hablar de matrimonios.
—Y él, ¿qué respondió?
—Que la ocasión oportuna era precisamente ésta, ya que Renisenb, a
su entender, no está segura en la casa.
—No sé —murmuró Esa—. Hori y yo pensábamos lo contrario, pero
ahora...
Imhotep interrumpió:
—No se pueden simultanear unas ceremonias fúnebres con otras
nupciales. Todo el mundo nos criticaría si lo hiciésemos.
—Esta situación no permite andar con convencionalismos —contestó
Esa-. Y ello con tanta razón cuanto que, al parecer, los
embalsamadores van a instalarse definitivamente en la casa. ¡Buen
negocio deben estar haciendo Ipy y Montu!
—Ya han elevado sus precios en un diez por ciento —indicó Imhotep,
olvidando de momento su pena—. ¡Es inicuo! Dicen que ha subido la
mano de obra.
—¡Bien podían hacernos una rebaja en vista de que trabajan para
nosotros al por mayor!
Y Esa rió de su lúgubre chanza.
Imhotep la miró horrorizado.
—No me parece de buen gusto tu broma, madre.
—Toda la vida es una broma, hijo, y quien al final se ríe es la muerte.
¿Acaso no se dice en todos los festines que conviene comer, beber y
alegrarse, puesto que mañana vamos a morir? Pues esto para los de
esta familia es harto cierto. La única duda es una: ¿quién morirá
mañana?
—Es terrible lo que dices, madre. ¿Qué podríamos hacer nosotros?
—Lo primero y esencial es no confiar en nadie.
Y repitió con énfasis sus palabras.
Henet comenzó a sollozar.
—¿Por qué me miras así, Esa? Si en alguien se puede confiar aquí es
en mí. Bien lo he demostrado durante años y años. No atiendas a tu
madre, Imhotep.
—Vamos, Henet, calma. Conozco tu devoción, tu fidelidad.
—Tú no conoces nada, ni los demás tampoco —dijo Esa—. Y en tal
ignorancia está el mal.
—¡Me acusas! —clamó Henet.
—No puedo acusar sin pruebas. Me limito a sospechar.
Imhotep miró fijamente a su madre.
—¿Y de quién sospechas?
Esa repuso con voz pausada:
—He sospechado de varios. Seré sincera. Primero sospeché de Ipy,
pero como ha muerto, mi sospecha era falsa. Luego sospeché de otra
persona, mas el día de la muerte de Ipy se me ocurrió una tercera
idea.
Se detuvo un instante y agregó:
—Haz llamar a Hori y Kameni. Y a Renisenb, que está en la cocina. Y
a Kait y Yahmose. Tengo que decir ciertas cosas que deseo que oiga
la familia.
Esa miró a los reunidos. Advirtió la expresión grave y natural de
Kameni, la descuidada palidez de Kait, la pensativa inescrutabilidad
de Hori, el temor de Imhotep y la ávida curiosidad y aun la
satisfacción que se pintaba en el semblante de Henet.
Esa pensó: «Es imposible sacar nada en limpio de estos rostros. Pero
sé que uno al menos de los presentes es un criminal.»
Y en voz alta agregó:
—Tengo que hablaros de una cosa. Mas antes deseo interpelar a
Henet en vuestra presencia.
El rostro de Henet se demudó. El terror asomó a sus ojos. Lanzó un
agudo grito de sorpresa.
—¡Ya sabía yo que sospechabas de mí, Esa! Vas a acusarme y, como
soy una pobre mujer sola y sin inteligencia, se me condenará sin
oírme.
—Sin oírte, no —respondió Esa con ironía sutil.
Hori sonrió.
La voz de Henet se elevó en un clamor cada vez más histérico.
—¡Yo no he hecho nada! ¡Soy inocente! Sálvame, Imhotep, señor y
dueño mío.
Y cayó de rodillas ante él. Imhotep le pasó la mano por la cabeza.
—¡Vamos, madre! —dijo—. Esto es demasiado.
Esa contestó:
—No he acusado a nadie. No lo haré sin pruebas. Sólo quiero que
Henet nos explique el significado de ciertas cosas que ha dicho.
—¡No he dicho nada!
—Sí, y en mi presencia. Tengo mala vista, pero buen oído. Veamos:
¿qué es lo que dijiste que sabías acerca de Hori?
El mencionado pareció un tanto sorprendido.
—Di lo que sepas sobre mí, Henet —pidió el mayordomo.
Henet se sentó en el suelo y se secó los ojos. Su semblante se había
tornado hosco y retador.
—No sé nada. ¿Qué voy a saber?
—Eso es lo que esperamos que nos aclares —contestó Hori.
Henet se encogió de hombros.
—Habré hablado por hablar. No sé nada.
Esa intervino:
—Voy a repetir tus propias palabras. Dijiste que todos te
despreciábamos, pero que estabas al corriente de cuanto en la casa
ocurría y que veías más cosas que las que ven otros de mayor
inteligencia. Añadiste que Hori fingía no reparar en ti cuando te
encontraba y que dirigía la vista a espaldas tuyas como si viera algo
inexistente.
—Siempre hace lo mismo —declaró, torva, Henet— Hori me mira
como si yo fuese un insecto.
—Ahora recuerdo —insistió Esa— que también dijiste que más le
valiera mirarte a ti. Y luego hablaste de Satipy, y de que ella se creía
muy inteligente, y de cuál había sido su fin.
Esa dirigió una mirada en torno.
—¿Significa esto algo para alguno de vosotros? Pensad que Satipy ha
muerto. Pensad también en el consejo de Henet: que vale más mirar
a las personas vivas que no a una cosa inexistente.
Hubo un momento de intenso silencio, roto en seguida por un aullido
estridente de Henet.
—¡Sálvame, Imhotep! ¡No he dicho nada!
Imhotep estalló:
—¡Esto es vergonzoso! No consentiré que se acuse y se aterrorice a
esta pobre mujer de tal modo. Hasta ahora no veo que haya contra
ella más que meras palabras.
Yahmose habló sin mostrar su timidez usual.
—Mi padre tiene razón. Si hay alguna acusación definitiva contra
Henet, exponla, abuela.
—No la acuso de nada.
Y se apoyó en su bastón. Repentinamente su figura parecía haberse
encogido. Hablaba con voz un tanto dificultosa.
Yahmose se dirigió con autoridad a Henet:
—Ya lo oyes. Mi abuela no te acusa, pero parece que sabes ciertas
cosas, y éste es el momento de explicarlas. Cuenta lo que conozcas.
—No conozco nada.
—Ten cuidado con lo que dices, Henet. Hay ciertos conocimientos
muy peligrosos.
—Juro que nada sé —repuso la mujer moviendo la cabeza—. Lo juro
por la diosa Maat, por Ra y por los nueve dioses de...
La voz de Henet sonaba temblorosa. Había perdido su acento
plañidero y tenía la expresión de la verdad.
Esa lanzó un profundo suspiro. Su figura inclinóse hacia delante.
Murmuró:
—Ayudadme a volver a mi cuarto.
Hori y Renisenb corrieron hacia ella. Esa dijo:
—Tú no, Renisenb. Que me acompañe Hori nada más.
Cuando llegaron al aposento de la anciana, ésta observó que la faz
del hombre experimentaba desagrado y severidad. Murmuró:
—¿Qué piensas, Hori?
—Que has sido muy inteligente.
—Quería cerciorarme de la verdad.
—Pues has corrido un riesgo terrible.
—Lo sé. ¿No coincides con mi criterio?
—Hace tiempo que vengo pensando igual que tú. Pero no tienes la
menor prueba de lo que sospechas, Esa. Todo hasta ahora, es cosa
de tu imaginación.
—Me basta saber que lo sé.
—Puede ser que sepas demasiado.
—Lo sé.
—Ten cuidado, Esa. Desde ahora estás en peligro.
—Hemos de actuar rápidamente.
—¿Y cómo? Necesitaríamos pruebas.
—Es verdad.
No hablaron más. Llegó la doncella de Esa y se aplicó a atender a su
señora. Hori salió. Una expresión grave y perpleja se pintaba en su
rostro.
Esa, mientras la muchachita la servía, reflexionaba. Sentíase mal, la
acometían escalofríos... Creía ver a su alrededor el circulo de rostros
tan conocidos.
Por un momento la acometió un terror infinito. Todo lo comprendía.
¿Habría hecho mal en...? ¿Tenía la certeza de lo que había visto? Sus
ojos estaban tan débiles...
Sí, sentía la certeza absoluta. No había sido precisamente una
expresión concreta, sino cierta repentina tensión de todo un cuerpo,
un endurecimiento, una extraña rigidez. Sólo para una persona entre
las presentes habían tenido un sentido las palabras de la anciana.


CAPÍTULO DIECINUEVE
Segundo mes de Verano. — Día 1
—¿Qué opinas sobre el particular, Renisenb?
La muchacha miró a su padre y a Yahmose. Sentía la cabeza
embotada; estaba como aturdida.
—No sé —dijo con una voz sin inflexiones.
—En condiciones ordinarias —siguió Imhotep— sobraría tiempo para
discutir. Tengo otros parientes y podríamos elegir el que más
adecuado fuese para esposo tuyo. Pero la vida es incierta. La muerte
nos amenaza hoy a los tres. ¿A quién de nosotros le corresponderá
primero la vez? Es preciso dejar ordenados mis asuntos. Si algo le
sucede a Yahmose, necesitamos que tengas un marido que comparta
tu herencia y dedique a la hacienda las atenciones que no son propias
de una mujer. Ignoramos en qué momento puedo ser arrebatado por
la muerte. Ya he confiado la tutela de los hijos de Sobek a Hori si
Yahmose falta. Y la de los de Yahmose también. Así lo has querido tú,
¿verdad, Yahmose?
Éste asintió.
—Sí. Siempre he apreciado a Hori. Le considero como un hermano.
—Cierto, cierto. Pero no pertenece a la familia —dijo Imhotep—. Y
Kameni, sí. Y, en las presentes circunstancias, es el esposo más
conveniente para Renisenb. ¿Qué te parece, hija?
—No sé — volvió a decir Renisenb, que se sentía muy fatigada.
—¿No lo encuentras agradable?
—Sí.
—Pero no quieres casarte con él, ¿verdad? —inquirió Yahmose
suavemente.
Renisenb dirigió a su hermano una mirada de gratitud. Yahmose
estaba empeñado en no permitir que hicieran tomar a la joven una
decisión precipitada.
—Realmente no sé qué contestar —dijo Renisenb—. No sé a punto
fijo lo que deseo. Me siento ofuscada. Debe ser cosa de la tensión en
que vivimos.
—Con Kameni a tu lado te sentirás protegida —dijo Imhotep.
Yahmose preguntó a su padre:
—¿No has considerado la posibilidad de que Hori pudiera casarse con
mi hermana?
—Posibilidad sí la hay.
—Hori quedó viudo muy joven. Renisenb le conoce y le aprecia.
Los dos hombres discutían el posible matrimonio de la muchacha. Y
ésta experimentaba un vacío mental tan grande como si en vez de
ser su cabeza la de una mujer fuese la de la muñeca de Teti.
Sin oír siquiera lo que decían, interrumpió bruscamente:
—Si creéis que eso es conveniente, me casaré con Kameni.
Imhotep lanzó una exclamación de contento y salió. Yahmose se
acercó a su hermana y le apoyó la mano en el hombro.
—¿Serás feliz casándote con Kameni, Renisenb?
—¿Por qué no? Es guapo, afable y alegre.
La faz de Yahmose expresaba satisfacción y duda.
—Tu felicidad es cosa importante, Renisenb. No dejes que nuestro
padre te imponga una cosa que no te agrada. Ya sabes el carácter
que tiene.
—Sí. Cuando se le mete una idea en la cabeza se obstina en que
todos se sometan a ella.
Yahmose dijo con firmeza:
—Pues, salvo que quieras tú, esta vez no cederé.
—No podrás oponerte a nuestro padre.
—En este caso concreto, sí. No podrá forzarme a obedecer.
Renisenb miró a su hermano. Su rostro, usualmente indeciso,
aparecía animado por una inmensa resolución.
—Eres muy bueno, Yahmose —dijo la muchacha—. Pero te aseguro
que no me caso porque me obliguen. La antigua vida casera que
tanto me gustaba ya no existe. Kameni y yo emprenderemos otra
nueva y viviremos como buenos hermanos.
—Si tan segura estás...
—Lo estoy —afirmó Renisenb.
Y, dirigiendo a Yahmose una sonrisa de afecto, salió al porche.
Cruzó el jardín. Junto al estanque Kameni jugaba con Teti. Kameni
parecía divertirse tanto como la pequeña. La joven se dijo: «Este
hombre será un buen padre para Teti.»
Kameni volvió la cabeza en aquel instante y se incorporó, riendo.
—Jugábamos —refirió— a que la muñeca de Teti es sacerdote y
presenta ofrendas en la Tumba.
—La muñeca ahora se llama Meriptha —añadió Teti, muy grave—, y
tiene dos hijos y un escriba llamado Hori.
Kameni rió de nuevo.
—Teti es muy inteligente. Y, además, muy robusta y muy mona.
Sus ojos se fijaron en Renisenb. Y en la mirada acariciadora del
hombre la joven leyó que él pensaba en los hijos que Renisenb podría
darle algún día.
Sintió un estremecimiento mezclado de cierto disgusto. En aquel
instante hubiera deseado que Kameni sólo pensase en ella. Pero
pronto tal sentimiento se desvaneció. Sus labios sonrieron al escriba.
—Mi padre me ha hablado —dijo.
—¿Y consientes...?
La muchacha vaciló un momento antes de responder:
—Sí.
Todo había quedado, pues, decidido. Se había pronunciado la palabra
final.
«¡Qué lástima —se dijo Renisenb— que en una ocasión como ésta me
sienta tan fatigada y tan sin ánimo!»
—Renisenb —dijo el joven—, me gustaría pasear contigo en barca por
el Nilo. Es una cosa que he deseado siempre.
Era curioso que él tuviera aquella ocurrencia. Porque ella, desde que
le conociera, le había asociado con la idea de una vela cuadrada
sobre el Nilo y con el rostro risueño de Khay. Y ahora Khay estaba
olvidado; y en el Nilo, recortando su perfil sobre el fondo de la vela
cuadrada, se sentaría Kameni.
Tales eran los efectos de la muerte. Los muertos son sepultados y el
recuerdo se disipa...
Pero quedaba Teti. Teti era la renovación y la vida. La sucesión de las
generaciones equivalía a las inundaciones periódicas que cada año
barrían las aguas estancadas y las tierras secas y preparaban los
campos para nuevas cosechas.
Recordó las palabras de Kait acerca de que las mujeres de una casa
deben mantenerse unidas. Al fin y al cabo, Renisenb no era sino eso:
una más entre las mujeres de una casa...
La faz perpleja de Kameni la sacó de sus meditaciones.
—¿En qué piensas, Renisenb? ¿No quieres pasear en bote por el río?
—Sí.
—Nos llevaremos también a Teti.
A Renisenb le parecía un sueño cuanto le rodeaba: el bote, Teti,
Kameni, ella misma... Habían escapado de la muerte y del temor de
la muerte y comenzaba una nueva vida.
Kameni le hablaba. Ella respondía maquinalmente como en un trance.
«Ésta es la vida a la que estoy destinada —pensó—. No puedo
evadirme de ella.»
Y en seguida añadió para sí: «¿Por qué habló de evadirme? ¿Acaso
deseo huir a algún otro lugar?»
Y recordó la cámara auxiliar de la Tumba, donde ella solía sentarse
reflexionando, con una rodilla alzada y las manos en torno a la
pierna.
«Hay algo además de la vida —pensó—. Sólo que la vida es esto y
sólo con la muerte cabe librarse de vivir.»
Kameni hizo aproar el bote a la orilla. Renisenb saltó a tierra. Kameni
alzó en brazos a Teti. Ésta se asió con fuerza al hombre y su mano
rompió el hilo de un amuleto que él llevaba. El amuleto cayó a los
pies de Renisenb, que lo recogió. Era un objeto de oro.
—Lo siento, Kameni —dijo—. Se ha doblado y temo que vaya a
romperse.
Los dedos fuertes del hombre quebraron el amuleto en dos. Tendió
uno de los fragmentos a Renisenb.
—¿Qué has hecho?
—Cada uno nos guardaremos la mitad del amuleto. Ello será un
símbolo de que los dos constituiremos una parte de un solo conjunto.
Repentinamente una idea brotó en el cerebro de Renisenb, que aspiró
con fuerza.
—¿Qué te pasa, Renisenb?
—¡Nofret!
—¿Qué quieres decir con eso?
Renisenb habló con veloces y convencidas palabras.
—Este amuleto es la mitad que falta al que estaba roto en el joyero
de Nofret. De manera que ella y tú... ¡Tú se lo diste! Ahora
comprendo por qué ella era tan desgraciada. También sé quién puso
el joyero en mi cuarto, lo sé todo, Kameni. ¡No me mientas!
Kameni no protestó. Habló con voz serena. La sonrisa había huido de
su rostro, sustituida por una expresión grave.
—No te mentiré, Renisenb.
Y calló, frunciendo el ceño. Parecía estar coordinando sus
pensamientos.
—Hasta cierto punto, Renisenb, me alegro de que lo sepas todo,
aunque no sea precisamente nada de lo que piensas.
—Sí. Tú le diste a Nofret, la mitad de este amuleto como ahora me lo
das a mí, es decir, como un símbolo de unión.
—No te incomodes, Renisenb. Me agrada que te pongas así porque
eso prueba que me amas. Yo no di el amuleto a Nofret. Me lo dio ella
a mí.
Calló por un instante antes de añadir:
—Quizá no me creas, pero te juro que es verdad.
—No niego que puede serlo —contestó Renisenb con despaciosa voz.
Y creía ver alzarse ante ella el rostro moreno y triste de Nofret.
—Has de comprender las cosas —insistió Kameni con súplica casi
pueril—. Nofret era bella. A mí me halagó que... Pero en realidad no
la amaba.
Renisenb sintió piedad. No, Kameni no había amado a Nofret, mas
ella le había amado a él de modo desesperado y amargo. Y en aquel
mismo lugar de la ribera del Nilo, Renisenb había hablado una
mañana con la concubina, ofreciéndole su cariño y su amistad.
Recordaba bien la expresión de sufrimiento y odio que emanaba de
Nofret aquel día. Porque Nofret, concubina de un hombre viejo y
ridículo, se moría de amor por un joven apuesto y alegre a quien ella
le tenía sin cuidado.
Kameni seguía:
—¿No sabes, Renisenb, que me enamoré de ti desde que vine? Desde
aquel momento no pensé en otra cosa. Nofret lo comprendió muy
bien.
Sí. Nofret lo había comprendido y por eso la había odiado. Renisenb
disculpaba ese odio.
—Yo no quería escribir a tu padre la carta que ella me encargó. No
deseaba intervenir en las maquinaciones de Nofret. Pero debes
reconocer que mi posición era muy delicada.
—Ya, ya —repuso Renisenb con impaciencia—, mas todo eso no hace
al caso. Lo que importa es lo desgraciada que fue Nofret, que amaba
de tal modo.
—¡Pues yo a ella no! —exclamó Kameni.
—Eres cruel —dijo Renisenb.
—Soy un hombre y nada más. Si una mujer quiere sufrir por mí, ello
me disgusta, pero no puedo remediarlo. Yo no deseaba a Nofret, sino
a ti.
A su despecho, la joven sonrió.
—No debemos permitir —siguió Kameni— que una muerte se
interponga en el amor de dos seres vivos. Yo te amo, Renisenb, tu
me amas, y lo demás no importa.
Renisenb pensó que era cierto. Lo demás no importaba. Miró a
Kameni, que había ladeado un tanto la cabeza. En su rostro alegre se
pintaba una expresión suplicante. Tenía un aspecto muy juvenil.
«Tiene razón —se dijo Renisenb—. Nofret está muerta y nosotros
vivos. Comprendo que ella me aborreciese, pero estas cosas pasan a
menudo. Yo no tengo la culpa de que Kameni me quisiese a mí y a
Nofret no.» Teti, que había estado en la orilla, se acercó y tomó la
mano de Renisenb.
—¿Vamos a casa, mamá?
Renisenb exhaló un hondo suspiro.
—Sí —dijo—, vamos a casa.
Se dirigieron hacia el edificio. Teti les precedía a pocos pasos de
distancia. Kameni se dirigió a Renisenb.
—Eres generosa. ¿Sigue siendo todo, entre nosotros, lo mismo que
ha sido?
—Lo mismo, Kameni.
Él bajó la voz.
—Cuando estábamos en el río me sentí muy feliz. ¿Y tú?
—Yo también.
—Eso me pareció. Pero parecióme, a la par, que pensabas en algo
muy remoto. Yo hubiese preferido que sólo pensases en mí.
—En ti pensaba.
Kameni tomó la mano de la muchacha. Ella no la retiró. Y él
canturreó en voz baja:
—Diré a Ptah: «Dame a mi hermana esta noche...»
La mano de la joven tembló y los latidos de su corazón se aceleraron.
Kameni se sintió satisfecho al fin.
Renisenb hizo llamar a Henet a su cuarto.
Henet entró, presurosa. Se detuvo en seco al ver a la joven junto al
abierto joyero de Nofret, empuñando el amuleto roto.
—¿Verdad —dijo— que fuiste tú, Henet, quien puso este joyero aquí,
para que viese el amuleto partido y descubriera dónde estaba la otra
mitad?
Henet rió con desdén.
—Ya veo que lo has encontrado.
—Sí.
—Convendrás conmigo en que vale más saber las cosas que vivir
entre incertidumbres.
La ira de Renisenb creció.
—Lo que tú querías era herirme. Te gusta lastimar a la gente. Nos
odias a todos y esperas el momento oportuno para dañarnos.
—Estoy segura de que no hablas de corazón, Renisenb.
Pero en la voz de Henet no vibraba su tono quejoso usual, sino una
expresión de malévolo triunfo.
—Tú querías —dijo Renisenb— ponernos a mal a Kameni y a mí.
¡Pues no lo has conseguido!
—Lo que demuestra que eres una buena hija. No hubiera Nofret
perdonado a Kameni.
—No hablemos de Nofret.
—Quizá valga más no hablar. Kameni tiene una suerte, además: la de
poseer buena apariencia. Gran fortuna fue para él que Nofret muriera
como murió. De lo contrario, ella hubiese hallado el modo de
persuadir a tu padre de que no dejara casarte con ese escriba.
—Tienes una lengua viperina, Henet. Punza como un escorpión. Pero
no me enojaré por ello.
Renisenb miró a la mujer con frío desagrado.
—De todos modos, muy enamorada debes estar de Kameni. Es, lo
reconozco, guapo y sabe cantar bellas canciones de amor. Él
conseguirá en la vida todo lo que quiera. Realmente le admiro. Tiene
la habilidad de parecer sencillo y recto.
—¿Qué intentas sugerir, Henet?
—No intento sino decirte que admiro a Kameni. Además tengo la
certeza de que esa sencillez y esa rectitud que aparenta son reales. Y
cuando se case contigo habrá ocurrido una cosa tan bella como las
historias que entonan los recitadores de cuentos en los mercados: el
escriba, joven y pobre, que se casa con la hija de un patrón rico y
que comparte las riquezas con ella y vive feliz. ¡Qué suerte el ser un
hombre de buen aspecto!
—Yo acertaba —murmuró Renisenb—. Nos odias a él y a mí.
—¿Cómo puedes decir eso cuando sabes que desde la muerte de tu
madre he sido esclava de todos vosotros?
En la voz de Henet seguía palpitando el tono triunfal. Renisenb miró
el estuche de joyas y de pronto se le ocurrió otro pensamiento.
—Tú fuiste también quien puso en mi estuche el collar de los leones
de oro. No lo niegues, Henet. Me consta en absoluto.
Henet se espantó.
—¡Oh! No pude evitarlo, Renisenb. Estaba asustada.
—¿Asustada?
—Nofret me regaló ese collar, y alguna otra cosa, poco antes de
morir. Era muy generosa.
—Presumo que debió pagarte bien.
—Eso es un modo avieso de desvirtuar las cosas, Renisenb. Nofret,
como te digo, me regaló un collar, más un broche de amatistas y
otras menudencias. Y cuando el mozo de vacas vino con el relato de
que había visto a una mujer con el collar de leones de oro
inclinándose sobre el vino emponzoñado, temí que se supusiera que
era yo la envenenadora. Por eso guardé el collar en el joyero.
—¿Es ésa la verdad, Henet?
—Te juro que sí. Tenía miedo...
La joven miró a Henet con curiosidad.
—Me parece que cuando lo tienes es ahora. Estás temblando.
—Sí, y no me faltan razones.
—¿Por qué?
Henet se pasó la lengua por los labios. Dirigió a su alrededor una
mirada que recordaba la de un animal acosado.
—Dímelo —insistió Renisenb.
Henet movió la cabeza y respondió con voz insegura:
—No hay nada que decir.
—Tú sabes demasiadas cosas, Henet, y las has sabido desde el
primer momento. Pero es peligroso seguir ocultándolas ya, ¿lo
entiendes?
Henet, moviendo la cabeza otra vez, rió maliciosamente.
—Algún día, Renisenb, seré yo quien tenga poder en esta casa y
entonces sabré utilizarlo. Espera y verás.
Renisenb se irguió.
—A mí no podrás hacerme nada. Me protegerá mi madre.
Un cambio se produjo en la faz de Henet. Sus ojos chispearon.
—Yo he aborrecido siempre a tu madre —dijo—. Y a ti, que tienes sus
ojos, y su voz, y su belleza, ¡te odio también!
Renisenb rió.
—Al fin he logrado hacértelo confesar —repuso.


CAPÍTULO VEINTE
Segundo mes de Verano - Día 16
Esa entró cojeando en su habitación.
Se sentía perpleja y muy fatigada. Dábase cuenta de que la edad
empezaba, al fin, a abrumarla.
Hasta entonces había sentido flaqueza corporal, pero no de ánimo. Y
he aquí que el esfuerzo de permanecer en una tensión mental
continua principiaba a gravitar sobre su organismo.
Creía conocer de qué lado amenazaba el peligro. El saberlo le impedía
cejar ni un solo instante en su vigilancia. Al dar a entender a
«alguien» que poseía un secreto había atraído, a sabiendas, la
atención sobre ella. Necesitaba pruebas. Pero, ¿cómo conseguirlas?
La edad le impedía ejecutar el esfuerzo mental preciso para
concentrarse y resolver. No se le ocurría más que una cosa:
precaverse y defenderse.
Porque no le cabía duda de una cosa: que el asesino seguía dispuesto
a matar.
Esa no tenía deseo alguno de servir de próxima víctima. Con toda
certeza se emplearía como arma el veneno. No era presumible que se
utilizara la violencia, pues de continuo la anciana se hallaba rodeada
de servidores.
Contra el veneno había un recurso: que Renisenb le cocinara sus
alimentos y se los llevara en persona. Esa mandó, además, que
colocasen en su cuarto un cántaro de vino, hizo que un esclavo lo
probara y esperó durante veinticuatro horas el resultado. Obligó a
Renisenb a que compartiera su comida y bebida, aunque no pensaba
que hubiese, por el momento, peligro para la joven. Quizá no llegase
a saberlo nunca. Pero de ello no tenía entera certeza.
Por lo pronto se sentaba inmóvil, vigilando a sus criadas, que
repasaban la ropa, planchándola y almidonándola.
Estaba muy cansada. Había discutido con Imhotep la cuestión del
casamiento de Renisenb antes de que él mencionara a su hija.
Imhotep era una sombra de lo que había sido. A ojos vista le
abandonaban su pomposidad y su confianza en sí mismo. Buscaba
apoyo en la férrea voluntad de su madre.
Esa tenía un grave temor: el de hablar a destiempo. Varias vidas
estaban en juego.
—La idea de casar a Renisenb era —dijo— prudente. No había tiempo
para andar buscando un esposo en otro lugar. Lo más esencial era
garantizar la continuidad de la línea femenina de la familia, ya que el
marido de Renisenb no iba a ser, en realidad, más que el
administrador de la herencia que correspondiese a Renisenb y a los
hijos de ésta.
Se planteaba, pues, un dilema: optar por Hori, hombre íntegro,
amigo antiguo y probado, e hijo de un pequeño propietario cuyo
predio se había unido al de Imhotep, o escoger a Kameni, que tenía
ciertos derechos en su calidad de primo.
Esa había ponderado cuidadosamente sus palabras antes de hablar.
Una frase en falso, y el desastre podía abatirse una vez más sobre la
casa.
Al fin decidió, poniendo en la respuesta todo el ímpetu de su
indomable personalidad. El marido apropiado, manifestó, era sin duda
Kameni. Las ceremonias —que habrían de ser muy abreviadas en
vista del luto de la familia— podían verificarse en el término de una
semana. Eso, en el supuesto de que Renisenb accediera. Kameni era
un mozo gallardo, y la pareja podía tener hijos muy hermosos.
Además, los dos jóvenes se amaban.
Esa reflexionaba que había jugado una partida peligrosa. Pero no le
asustaban los riesgos. Había hecho lo que creía oportuno. En un caso
así, para salvar la vida había que exponerla.
Miró con desconfianza todos los rincones de su cuarto. El recipiente
de vino estaba sellado, tal como ella lo dejara. El aparato para abrirlo
pendía de una cinta que llevaba al cuello.
Rió con maliciosa satisfacción. Había resuelto defenderse contra toda
imprudencia. No era —reflexionó— muy fácil matar a una vieja. Las
viejas conocen el valor de la vida y saben cuáles son los medios
idóneos para defenderla.
Al día siguiente sería otra cosa. Llamó a su esclava negra.
—¿Sabes dónde está Hori? —le preguntó.
La esclava contestó que creía que el intendente se hallaba en la
cámara de piedra contigua a la Tumba.
—Pues vete y di a Hori que mañana, mientras Imhotep y Yahmose
estén en los campos, adonde sé que se llevarán a Kameni para
ajustar unas cuentas, y mientras Kait se halle con los niños junto al
estanque, deseo que él pase a verme. Repite mis palabras.
La muchacha lo hizo y Esa la mandó marchar.
El plan era satisfactorio. Despediría a Henet con un encargo para las
tejedoras y ella podría hablar con Hori de los planes que debían
convenir. La negrita volvió diciendo que Hori cumpliría lo mandado.
Vencida la tensión de aquellos momentos, el cansancio, olvidado por
un instante, volvía a dominarla. Ordenó a la muchacha que le llevase
un tarro de ungüento aromático y le ungiese los hombros.
La operación le sentó bien. El masaje calmó su excitación y el
ungüento los dolores de sus huesos.
Tendióse al fin en el lecho, apoyó la cabeza en el cojín de madera y
se adormeció, libre de temores por el instante.
Despertó sintiendo una extraña frialdad. Tenía entumecidos los pies y
las manos. Una especie de hechizo parecía inmovilizar su cuerpo,
debilitando su cerebro, anulando su voluntad, disminuyendo el latir
de su corazón.
«Esto es la muerte», se dijo.
Una muerte extraña, súbita, que llegaba sin advertencia... «Sin duda
—pensó—, los viejos morimos así.»
Y de pronto experimentó una convicción intensa. No moría de muerte
natural, sino víctima del enemigo que acechaba en la sombra.
Estaba envenenada.
Pero, ¿cómo y cuándo la habían envenenado? Había tomado con la
comida y la bebida todas las precauciones posibles, sin dejar suelto
cabo alguno que favoreciera al criminal.
Con los últimos restos de su inteligencia, Esa se esforzó en penetrar
el misterio. Quería averiguarlo antes de sucumbir.
La extraña frialdad que la invadía iba señoreándose de ella cada vez
más, amenguando el batir rítmico de su corazón.
¿Cómo había procedido el asesino?
De pronto acudió a su mente un recuerdo. El de un experimento de
su padre, quien había demostrado, usando el cuero rapado de un
cordero, que ciertos venenos podían absorberse por la piel, siempre
que se disolvieran en grasas aromáticas.
El enemigo había sabido elegir el modo de herirla. El veneno había
sido depositado en el tarro de ungüento que consideraban
imprescindible las mujeres egipcias.
Y al día siguiente Hori no sabría nada. Ella no podría advertirle que...
Sería demasiado tarde para ello...
Por la mañana, una asustada esclava corrió toda la casa gritando que
su señora había muerto mientras dormía.
Imhotep contemplaba el cadáver de Esa. Tenía en su rostro una
expresión de disgusto, pero no desconfiaba. Su madre —afirmó—
había muerto de vieja.
—Sí —repetía—, era muy anciana. Le ha llegado la hora de marchar
con Osiris y tantas catástrofes y preocupaciones han acelerado su fin.
Pero parece haber muerto con mucha calma. Merced a la bondad de
Ra, en esta muerte no han intervenido hombres ni espíritus malignos.
No ha existido violencia alguna. Ved qué cara tan plácida tiene mi
madre.
Renisenb lloró, mientras Yahmose la confortaba. Henet suspiraba y
decía que la muerte de Esa constituía una pérdida enorme para
quien, como la propia Henet, había sido tan devota de la anciana.
Kameni dejó de cantar y puso cara de duelo.
Hori miró el cadáver. Era la hora a que Esa le citara. ¿Qué le habría
querido decir?
Porque ella tenía que transmitirle alguna indicación concreta. Una
indicación que ya no le transmitiría nunca. No obstante, él creía
adivinar cuál era.


CAPÍTULO VEINTIUNO
Segundo mes de Verano - Día 16
—¿Ha sido envenenada la abuela, Hori?
—Eso creo, Renisenb.
—¿Cómo?
—No lo sé.
—¡Con lo precavida que era! —gimió la dolorida y desconcertada
muchacha—. Todo lo que comía y bebía lo hacía probar. ¡Era la más
inteligente de todos nosotros! Permanecía alerta de continuo y se
sentía segura de que no iba a pasarle nada. Aquí deben de andar de
por medio espíritus malignos y operaciones mágicas, Hori.
—Lo juzgas así porque es lo más fácil de creer. Mas Esa no hubiese
creído tal cosa. Si murió dándose cuenta de que moría, de cierto
atribuyó el crimen a seres vivos.
—Pero, ¿sabía a quién culpar?
—Sí. Había expuesto sus sospechas con harta frecuencia, y el
enemigo la ha quitado de en medio, lo que demuestra que Esa no se
engañaba.
—¿Y no te dijo mi abuela quién era aquel al que consideraba causante
de tantos horrores?
—No; aunque se me figura que su criterio y el mío coincidían.
—Pues dime de quién sospechas, Hori, para que pueda ponerme en
guardia.
—No lo diré porque no quiero hacer peligrar tu vida. Aprecio mucho
tu seguridad.
—¿Y crees que estoy segura, Hori?
El rostro de Hori se ensombreció.
—No lo creo. Pero lo estarías mucho menos si conocieses la verdad,
porque constituirías una amenaza que no se vacilaría en eliminar.
—¡Tú conoces la verdad, Hori!
El hombre rectificó:
—Creo conocerla. Mas no te he dicho ni dado a entender nada. Esa
cometió la torpeza de hablar claro. Mostró la dirección en que
caminaban sus pensamientos. Fue una imprudencia, como le dije
aquel mismo día que nos congregó a todos.
—Pero si algo te sucediese a ti, Hori...
Calló. Los ojos del hombre, graves y penetrantes, se clavaban en los
suyos como queriendo escudriñar su alma y su corazón.
—No temas, Renisenb. Todo se arreglará.
Y ella pensó que así sería si Hori lo pensaba. Resultaba curiosa
aquella sensación de paz y contento que le producía el departir con
Hori. Era una sensación de ausencia y lejanía semejante a la que
experimentaba cuando, desde la tumba, miraba los horizontes
remotos.
De repente, casi de un modo involuntario, Renisenb dijo:
—Voy a casarme con Kameni.
Hori soltó la mano de la muchacha.
—Lo sé.
—Mi padre cree que eso es conveniente para mí.
—Ya.
Y el intendente se alejó.
Renisenb, desolada, llamóle, no sin cierta timidez:
—¿Adonde te marchas?
—A los campos con Yahmose. Hay mucho quehacer. Está
concluyendo la siega.
—Lo sé.
—¿Y Kameni?
—Kameni nos acompaña.
—¡Tengo miedo...! —gritó Renisenb—. Tengo miedo incluso en pleno
día, mientras todo está lleno de criados y Ra navega en los cielos.
Hori se detuvo.
—Tranquilízate, Renisenb. Hoy, hoy al menos, no tienes nada que
temer.
—Pero, ¿y mañana?
—Mañana será otro día. Hoy no corres peligro. ¡Te lo juro!
Renisenb arrugó el entrecejo.
—Quieres decir que el peligro se cierne sobre la familia y que no he
de ser yo la primera en morir, ¿verdad?
—No pienses en ello, Renisenb. Yo hago todo lo que puedo, aunque
tú creas que estoy inactivo.
Renisenb, pensativa, miró a su interlocutor.
—Creo comprenderte. El primero amenazado de muerte será
Yahmose. Ya se ha ensayado el veneno dos veces contra él. Por eso
quieres estar a su lado para protegerle. Luego le llegará la vez a mi
padre y al fin a mí. ¿ Quién puede odiar a mi familia de ese modo?
—Más vale que no pienses en tales cosas y que procures confiar en
mí, Renisenb. No temas.
Renisenb echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos brillaban.
—Confío en ti, Hori. Sé que no me dejarás perder la vida. No quiero
morir.
—No morirás, Renisenb.
—¡Ni tú tampoco, Hori!
—Ni yo.
Sonrieron los dos y Hori fue en busca de Yahmose.
Renisenb, sentada en el suelo, miraba a Kait.
Kait estaba ayudando a los niños a modelar muñecos de barro
previamente humedecidos en el agua del lago. Sus dedos trabajaban
activamente y su voz estimulaba a los dos niños —unos varoncitos
serios y reposados— a perseverar en su tarea. El rostro de Kait
conservaba su expresión usual, rutinaria y afectuosa. El ambiente de
violencia y temor constante que rodeaba a toda la familia no parecía
afectarla en nada.
Hori había aconsejado a Renisenb que no pensase en las tragedias
que sobre ellos se cernían, pero la joven, aun poniendo todos sus
esfuerzos a contribución, no conseguía obedecer al intendente. Ya
que Esa había conocido al enemigo, ya que Hori lo conocía también,
¿por qué había ella de ignorar quién era? Podría estar más segura
ignorándolo, pero ningún ser humano hubiese aceptado tan precaria
seguridad.
Por otra parte, la averiguación no podía ser difícil; Imhotep no podía
desear la muerte de sus propios hijos. De manera que sólo quedaban
dos personas que pudieran verosímilmente desear la destrucción de
la familia: Kait y Henet.
Las dos eran mujeres.
Ninguna de las dos tenía razón alguna para querer matar a nadie.
Henet, empero, los odiaba a todos. Lo había reconocido por lo que
afectaba a Renisenb. Podía, pues, muy bien extender al resto de la
familia su aversión.
La joven trató de penetrar mentalmente en las profundidades del
cerebro de Henet. Ésta llevaba largos años viviendo allí, trabajando,
buscando discordias... Mucho tiempo atrás había llegado como
pariente pobre de una dama importante y bella. Había visto a aquella
dama casada y con hijos. Por su parte, ella había sido repudiada por
su esposo y su único hijo había muerto...
Sí; eso podía ser. Renisenb recordó haber visto el brazo de un
hombre herido de una lanzada. Superficialmente la herida había
curado, pero debajo habíase creado materia purulenta y el brazo se
había hinchado, poniéndose duro como un pedrusco. Al fin vino el
cirujano, pronunció unos conjuros y hundió el cuchillo en la carne
inflamada. Dijérase que se rompía el dique de un canal. Un torrente
de materia putrefacta brotó de la abertura.
Así acaso estuviera el alma de Henet. Curada superficialmente de sus
dolores, pero por dentro infectada, llena de veneno y odio.
No obstante, la adhesión de Henet a Imhotep no debía ser fingida,
sino verdadera, al menos en parte. Bastaba pensar en los años que la
mujer llevaba girando alrededor de él, adulándolo de continuo,
haciéndole confiar implícitamente en ella. Y, siendo así, ¿querría
Henet infringirle tan terribles aflicciones?
Pero podía aborrecerle también, con un odio peor, puesto que se
ocultaba bajo apariencias de lisonja. Y entonces cabía que gozara
torturándole lentamente, causándole un dolor tras otro.
Sonó la voz de Kait.
—¿Qué te pasa, Renisenb? Tienes un aspecto extraño.
Renisenb se incorporó.
—Siento ganas de vomitar —dijo.
Y ello era verdad hasta cierto punto. Lo que había imaginado le
revolvía el estómago. Pero Kait tomó las palabras en su sentido
literal.
—Habrás comido demasiados dátiles verdes, o quizás el pescado
picase un poco.
—No, no es eso. Me refiero al horror que vivimos.
—¡Ah, ya!
Kait había hablado con tanta indiferencia, que Renisenb la miró
sorprendida.
—¿Tú no tienes miedo, Kait?
—No. Si algo le pasa a Imhotep, Hori protegerá a mis niños y
defenderá su participación en la herencia. Es un hombre honrado.
—¡Ah! También puede hacer lo mismo Yahmose, tan honrado como
Hori.
—No, porque Yahmose morirá.
—¡Con qué calma dices eso, Kait! ¿No te importa que mueran mi
padre y Yahmose?
Kait meditó unos instantes. Después se encogió de hombros.
—Seamos francas, cuñada —respondió—. Imhotep es injusto y
despótico. Por culpa de una concubina estuvo a punto de desheredar
a sus hijos. Nunca me ha simpatizado tu padre. En cuanto a Yahmose
es una nulidad. Antes Satipy le dirigía en todo. Últimamente, desde
que ella falta, parece haber adquirido autoridad e incluso se permite
dar algunas órdenes. Siempre preferirá sus hijos a los míos, lo que es
natural. De manera que a mis hijos les conviene que tu hermano
muera. Hori, en cambio, no tiene hijos y es hombre justo. Lo
sucedido ha sido muy conturbador, pero últimamente, reflexionando,
me he convencido de que vale más que todo haya sido así.
—¿Y puedes expresarte en esa forma cuando tu propio marido fue el
primero en morir?
Una expresión indefinible se dibujó en el rostro de Kait. Miró a
Renisenb con cierto desdén irónico.
—En algunas cosas, Renisenb —dijo—, no tienes más seso que tu hija
Teti. No pareces una mujer hecha y derecha.
Renisenb respondió, recalcando las palabras:
—Ya he notado que no te apena la muerte de tu marido.
—He cumplido todos los deberes de una viuda.
—Ya, ya... ¿De manera que no amabas a Sobek?
Kait volvió a encogerse de hombros.
—¿Por qué había de amarle?
—Porque era tu esposo y el padre de tus hijos.
La expresión de Kait se suavizó. Miró a los dos niños ocupados en
modelar monigotes y a la pequeña Ankin, que agitaba sus piernecillas
y tarareaba para sí.
—Es verdad que me dio hijos, y eso se lo agradezco. Pero, por lo
demás, ¿quién era Sobek? Un fanfarrón que siempre andaba tratando
con otras mujeres. No tomó una mujer fija trayéndola a casa como
debía ser, para que al menos hiciese algún trabajo útil. No; iba a
sitios de mala nota; gastaba en ellos mucho cobre y oro, y mandaba
que sacasen a su presencia las más costosas bailarinas. Fue una
suerte que Imhotep le tuviese bien frenado y le exigiera estrechas
cuentas de las ventas que hacía. ¿Qué amor y qué estima puedo
haber tenido por un hombre así? Y en resumen, ¿qué son los
hombres? Son necesarios para engendrar hijos, y nada más. La
fuerza de la vida está en las mujeres. Nosotras, Renisenb, somos
quienes entregamos a los hijos cuanto tenemos y cuanto somos. Pero
los hombres, después de engendrar hijos, cuanto antes mueran es
mucho mejor.
Un desprecio agudo se traslucía en la voz de Kait. Su rostro feo y
anguloso se había transfigurado.
Renisenb pensó, abatidísima:
«Kait es fuerte. Podrá ser estúpida, pero con una estupidez en que se
complace a sabiendas. Aborrece a los nombres. Ya debí haberlo
notado antes. Ha habido en Kait, respecto a ellos, algo amenazador.
Sí: Kait es muy fuerte.»
Los ojos de la joven se fijaron en las manos de Kait, manos recias,
musculosas, grandes. ¡Como las que debieron sostener el rostro de
Ipy hundido en el agua! Sí: ella debía haber hecho aquello...
Ank tropezó y se pinchó en unos espinos, prorrumpiendo en un grito
penetrante. Kait se precipitó hacia ella, la tomó en brazos, la estrechó
contra su pecho, empezó a proferir palabras de ternura. Un intenso
amor resplandecía en su rostro.
Henet acudió corriendo. Empezó a decir algo, pero calló
decepcionada. En su rostro se leía la desilusión de no haber asistido a
otra catástrofe. Renisenb miró a las dos mujeres.
El rostro de una expresaba el odio y el de la otra el amor. ¿Cuál de
ambos sentimientos sería más terrible?
—Yahmose, ten cuidado con Kait.
—¿Por qué, querida Renisenb? -preguntó Yahmose sorprendido.
—Porque es una mujer peligrosa.
—¿Kait? Una persona tan calmosa, tan plácida, tan sumisa...
Renisenb le interrumpió.
—No es plácida ni sumisa. Tengo miedo de ella. Anda con cuidado,
Yahmose.
Yahmose seguía manifestando incredulidad:
—¿Cuidado con Kait? Es inconcebible imaginar que sea capaz de
matar ni a una mosca. No tiene cabeza para ello.
—No creo que esto sea cuestión de inteligencia. Basta entender un
poco de venenos. Y ese conocimiento es común en ciertas familias.
Los secretos pasan de madres a hijas. Se transmiten unas a otras la
manera de preparar cocimientos y pócimas. Precisamente ésa es la
especialidad de Kait. Cuando tiene a los niños enfermos, en seguida
comienza a prepararles tisanas y...
—Eso es verdad —murmuró Yahmose pensativo.
Renisenb prosiguió:
—También Henet es una mala mujer.
—Acaso... Ninguno simpatizamos con ella, y, de no ser por la
protección de mi padre...
—Nuestro padre la juzga muy distinta a lo que es.
—Bien puede ocurrir —respondió Yahmose con toda naturalidad—.
¡Como ella le adula tanto...!
Renisenb extrañada, miró a su hermano. Era la primera vez en su
vida que le oía criticar abiertamente a su padre.
En realidad, Yahmose comenzaba a tomar las riendas de la heredad
de sus hermanos. En las últimas semanas Imhotep parecía haber
envejecido años enteros. No acertaba a dar órdenes, ni a acordar
decisiones. Hasta su actividad física estaba menguada. Pasaba horas
enteras mirando al vacío, fijos y turbios los ojos. En ocasiones no
daba signos de entender lo que le hablaban.
—¿Así crees que es Henet quien...? —empezó Renisenb.
Interrumpióse, miró a su alrededor y siguió en voz baja:
—¿... quien ha cometido?
Yahmose la sujetó por el brazo.
—Calla, hermana. Cosas de ésas no deben decirse ni al oído siquiera.
—Pero, ¿crees...?
La voz de Yahmose sonó suave y tajante a la vez:
—Calla, Renisenb. Tengo ciertos planes a realizar.


CAPÍTULO VEINTIDÓS
Segundo mes de Verano - Día 17
Al día siguiente era la fiesta de la luna nueva. Imhotep tenía que ir a
la Tumba para hacer ofrendas. Yahmose pidióle que le dejase
sustituirle, pero Imhotep se obstinó en lo contrario. Con una
terquedad que parecía una parodia de sus pomposos ademanes de
otras veces, declaró:
—Si no asisto personalmente a las cosas, no puedo tener la certeza
de que se hagan en forma debida. ¿He faltado alguna vez a mis
obligaciones? ¿No os he atendido a todos, no os he mantenido a
todos y...?
Se interrumpió.
—¡Ah! —agregó—. Olvidaba que mis dos hijos, el gallardo Sobek y el
inteligente Ipy, tan amado por mí, ya no existen. Vosotros, Yahmose
y Renisenb, seguís a mi lado, ¿por cuánto tiempo?
—Espero que por largos años —dijo Yahmose, hablando con voz
fuerte, como a un sordo.
—¿Cómo? —respondió Imhotep.
Y pareció caer en éxtasis. De repente añadió:
—Todo depende de Henet, ¿verdad?
Los dos hermanos cambiaron una mirada, Renisenb, con suave tono,
dijo:
—No te entendemos, padre.
Imhotep articuló unos sonidos ininteligibles. Después alzó un tanto
más la voz y repuso:
—Ella sabe las grandes responsabilidades que yo tengo contraídas. Sí,
lo sabe. Y sólo para encontrar ingratitud. Esto merece castigo. La ley
de la retribución es justa. La soberbia ha de ser humillada. Henet,
que es humilde, recibirá su recompensa.
Y alzándose, añadió con pomposa gravedad:
—Ya lo sabes, hijo: Henet ha de tener todo lo que pida y sus
mandatos han de obedecerse.
—¿Por qué, padre?
—Porque yo lo digo. Y porque, si se hace lo que ella mande, no habrá
más muertes en esta casa.
Y con un solemne movimiento de cabeza se alejó. Yahmose y
Renisenb se miraron, alarmados.
—¿Qué significa esto, Yahmose?
—No lo sé, Renisenb. A veces me parece que nuestro padre ya no
sabe lo que hace ni lo que dice.
—Acaso tengas razón. En cambio, Henet conoce bien lo que dice y lo
que hace. Pocos días ha me declaró que antes de poco tiempo ella
tendría poder en esta casa.
Yahmose apoyó la mano en el brazo de Renisenb.
—Procura no irritarla. Tú sueles expresar tus sentimientos demasiado
abiertamente. ¿Oíste lo que dijo nuestro padre? Si Henet quiere, no
habrá más muertes ya.

En un cuarto ropero, Henet, sentada en cuclillas, se ocupaba de
contar montones de sábanas. Eran sábanas viejas, que colocaba de
modo que las marcas de sus ángulos coincidiesen.
—Son las sábanas de Ashayet —murmuraba—. ¡Cuánto tiempo hace
que ella y yo vinimos aquí! ¡Si supieras para lo que se usan tus
sábanas ahora, Ashayet!
Soltó una risilla reprimida. Pero se interrumpió. Había sonado un paso
a sus espaldas.
Se volvió. Era Yahmose.
—¿Qué haces, Henet? —preguntó.
—Los embalsamadores necesitan más sábanas. Están usándolas en
cantidades enormes. Estos embalsamadores exigen tanta tela... Así
que hemos echado mano a estas sábanas viejas, que son de buena
calidad y apenas están gastadas. Eran de tu madre. Yahmose.
—¿Y quién te mandó usar éstas precisamente?
Henet rió.
—Imhotep me ha puesto a cargo de toda la casa. No tengo que pedir
permiso a nadie. Tu padre confía en la pobre Henet. Sabe que yo
hago las cosas con acierto. Durante largo tiempo he estado
presenciando todo lo que ocurría en esta familia y ahora voy a recibir
mi recompensa.
Yahmose repuso con sosiego:
—Así parece, Henet. Según mi padre, ahora todo depende de ti.
—Bueno es oírtelo, Yahmose. ¿Y qué te parece de ello?
—Todavía no lo sé a punto fijo —respondió Yahmose con placidez,
pero mirando a la mujer de hito en hito.
—Mejor es que concuerdes con tu padre, Yahmose, ¿Verdad que no
querrás más... complicaciones?
—Con esas «complicaciones», ¿qué quieres indicar? ¿Muertes?
—Desde luego, habrá más muertes, Yahmose.
—¿Y quién será el primero en morir?
—¿Por qué había yo de saberlo?
—Porque creo que sabes muchas cosas. El otro día, por ejemplo,
supiste que iba a morir Ipy. Tú eres muy inteligente, Henet.
—¡Menos mal que te enteras al fin! Ya no soy la pobre y estúpida
Henet, sino la que está enterada de todo.
—¿Y de qué estás enterada?
La voz de la mujer cambió.
—Por lo pronto, de una cosa: de que en lo sucesivo se hará siempre
en esta casa mi voluntad. Nadie me lo impedirá. Imhotep me ha dado
ya su confianza y tú harás seguramente lo mismo, ¿verdad?
—¿Y Renisenb?
Henet soltó una carcajada maliciosa.
—Renisenb ya no estará aquí.
—¿Crees acaso que ha de ser la primera en morir?
—¿Qué piensas tú?
—Primero me gustaría conocer tu opinión.
—Puedo referirme únicamente a que Renisenb se haya casado y
marchado.
—Pero, ¿a qué te refieres en realidad?
Henet reprimió una risa.
—Esa dijo una vez que mi lengua era peligrosa. Acaso lo sea en
efecto.
Y rió agudamente, balanceándose sobre sus caderas.
—Ea, Yahmose —añadió—, ¿qué dices? ¿Voy a hacer en la casa lo que
se me antoje o no?
Yahmose la contempló por un momento.
—Sí, Henet —dijo al fin—. Eres tan inteligente que puedes hacer lo
que quieras.
Hori llegaba de la sala. Saludó a Yahmose diciendo:
—Imhotep te espera para ir a la Tumba.
—Ya voy —dijo Yahmose. Y agregó, bajando la voz—: Creo, Hori, que
Henet está loca de remate. Comienzo a pensar que es la culpable de
todo lo ocurrido. Es una mujer rara... y loca, además.
Y en un murmullo, añadió:
—Me parece que Renisenb está en peligro, Hori.
—¿En peligro, por parte de Henet?
—Sí. Acaba de decirme que Renisenb puede ser la próxima en... irse.
Sonó la voz de Imhotep.
—¿Qué es esto? ¿Hasta cuándo os voy a esperar? Nadie me hace
caso. Nadie sabe lo que sufro. ¿Dónde está Henet, que es la única
que me comprende?
Desde el cuarto ropero se oyó clamar a Henet:
—¿Oyes, Yahmose? ¡Henet es la única que le comprende!
En la voz de la mujer sonaba un tono de victoria y desafío.
Yahmose respondió:
—Sí, Henet. Entiendo. Tú eres la única que tienes poder en esta casa.
Tú, mi padre y yo... Los tres unidos...
Hori salió en busca de Imhotep. En tanto, Yahmose habló unas
palabras en voz baja a Henet, la cual asintió. Una expresión de
maligno triunfo iluminaba su rostro. Yahmose se reunió a su padre y
a Hori, excusándose por su tardanza. Y los tres se encaminaron a la
Tumba.
Renisenb tuvo la impresión de que el día transcurría muy despacio.
Sentíase inquieta. Paseaba del pórtico al estanque, y volvía del
estanque al pórtico y después a la casa vez tras vez.
A mediodía, Imhotep retornó. Hízose servir la comida y salió al
porche. Renisenb se unió a él.
La joven, con las manos enlazadas en torno a las rodillas, miraba de
vez en cuando el rostro de su padre, sobre el que persistía la
expresión desconcertada y ausente que sus hijos le notaron antes.
Imhotep hablaba poco. Un par de veces exhaló profundos suspiros.
Al fin se levantó y preguntó por Henet. Pero Henet estaba ocupada en
llevar lino a los embalsamadores.
—¿Dónde se hallan Yahmose y Hori, padre? —inquirió Renisenb.
—Hori —repuso el viejo— ha ido al extremo de los campos de lino,
donde hay que hacer unos cómputos. Yahmose está en las tierras de
labrantío. Todo el trabajo recae sobre él desde que mis pobres hijos
Sobek e Ipy nos faltan.
Renisenb trató de distraerle.
—¿Por qué no va Kameni a vigilar a los peones?
—Ningún hijo mío se llama Kameni.
—Kameni es mi futuro esposo.
—No. Tu esposo se llama Khay.
La joven suspiró mas no dijo nada. Habría sido una crueldad querer
hacer recordar a su padre el presente.
De repente el anciano se incorporó.
—¡Es verdad! Había olvidado a Kameni. Precisamente tiene que dar
instrucciones al capataz del lagar. Voy a buscarle.
Y salió murmurando entre sí. Había recobrado parte de su gravedad
anterior y Renisenb se sentía ahora más animada. Acaso el cerebro
de su padre sólo se hallaba temporalmente oscurecido.
La joven miró a su alrededor. Reinaba aquel día en la casa y en el
jardín un silencio ominoso, casi siniestro. Los niños jugaban al otro
lado del estanque. Kait no se hallaba con ellos.
—¿Dónde estará? —se preguntó Renisenb.
Henet salió de la casa. Dirigió una mirada en torno y se acercó a la
joven. Había recuperado su aspecto humilde de otras veces.
—Llevaba rato esperando verte a solas, Renisenb —dijo.
—¿Por qué?
—Porque Hori me ha dado un encargo para ti —repuso la mujer en
voz baja.
—¿Cuál?
—Que te aguarda en la Tumba.
—¿Quiere que vaya ahora?
—No, sino una hora antes de ponerse el sol. Tal me ha dicho. Si él no
está, debes esperar a que llegue. Asegura que es cosa de
importancia.
Y tras una pausa, Henet añadió:
—He esperado que quedases sola porque no quería que nadie me
oyera.
Y se alejó. Renisenb sintióse satisfecha ante la perspectiva de
disfrutar de la paz y el sosiego que se gozaría en la cámara exterior
de la Tumba. Sería grato hablar a solas con Hori. Sólo la sorprendía
un tanto el que Hori hubiera confiado su mensaje a Henet.
Henet, sin embargo, podría ser maliciosa, pero había transmitido el
encargo con fidelidad.
—No sé por qué he de temer a esa mujer —díjose Renisenb, medio
para sí—. Yo soy más fuerte que ella.
Se irguió con orgullo. Era joven, poseía vitalidad y la confianza volvía
a su espíritu.
Después de dar el recado a la joven, Henet retornó al ropero. Reía
para sí.
—Pronto necesitaremos más sábanas —dijo, dirigiéndose en
apariencia a las piezas de lino—, ¿Oyes, Ashayet? Yo soy ahora la
dueña y te hago saber que pronto habrá que fajar otro cadáver. ¿Y
cuál? Ya lo verás. No has podido efectuar muchas cosas en pro de los
tuyos, ¿eh? Ni tú, ni tu tío el monarca. ¿Qué justicia podéis hacer
vosotros, los difuntos, en el mundo de abajo?
Tras los altos montones de tela Henet sintió un movimiento. Volvióse
a medias.
Una pieza de lino cayó sobre su cabeza, tapándole boca y nariz. Y una
mano inexorable fue pasando la tela en torno al cuello de la mujer,
como en torno a un cadáver, hasta que los forcejeos de Henet
cesaron.


CAPÍTULO VEINTITRÉS
Segundo mes de Verano - Día 17
Sentada en la entrada de la cámara de piedra, Renisenb miraba al
Nilo y se entregaba a sus fantasías.
Parecíale que había transcurrido ya muy largo tiempo desde el día
que, recién llegada de regreso a la casa de su padre, se había
acomodado en aquel lugar por segunda vez. Aquel día había dicho
jovialmente que nada había cambiado y que todo seguía lo mismo
que cuando ella, ocho años atrás, partió de allí.
Hori había respondido que ella no era la misma Renisenb de ocho
años atrás, a lo que la joven adujo que pronto lo sería.
Y entonces Hori le habló de cambios internos, de un mal que,
brotando dentro de uno mismo, consumía al individuo
paulatinamente.
A la sazón la joven creía comprender a qué se refería el intendente
cuando hablaba de tales cosas. Había procurado prepararla, modificar
su ingenua aceptación de los valores externos de las gentes de su
familia.
La llegada de Nofret había abierto los ojos de Renisenb. Todo lo
ocurrido, en rigor, giraba sobre la llegada de Nofret.
Porque con Nofret había venido la muerte. Podría Nofret ser mala o
no, mas con ella entró en la casa el mal. Un mal que seguía entre
ellos.
De nuevo Renisenb pensó en la posibilidad de que lo sucedido fuese
achacable al espíritu de Nofret.
A una Nofret muerta pero malévola aún.
O bien a Henet. Una Henet viva, aviesa, quejumbrosa y aduladora.
Renisenb se estremeció y se puso en pie.
No pensaba seguir esperando a Hori. El sol estaba a punto de
ponerse. ¿Por qué el intendente no acudía?
Dirigió una mirada a su alrededor y comenzó a descender el sendero
hacia el valle.
Reinaba, en la hora tardía, una gran quietud. Y una gran belleza
también, se dijo la joven. Era lástima que Hori no hubiese ido.
Hubieran podido pasar una hora platicando.
En el futuro ello variaría, Renisenb iba a convertirse en la esposa de
Kameni.
Con un estremecimiento, Renisenb se sintió bruscamente libre del
estado de estupor en que pasara los últimos días. Bajo aquel raro
estado de ánimo había una dócil aquiescencia a la propuesta de
matrimonio, como la hubiese dado a cualquier otra cosa que le
sugiriesen.
Le pareció despertar de una pesadilla.
Ahora volvería a ser la Renisenb de siempre. Si se casaba con
Kameni, sería porque le amaba, no por un arreglo de sus parientes...
En la plácida hora crepuscular Renisenb tornaba a ser la que siempre
fuera: una mujer serena, sin temores.
Recordó que había hablado a Hori, tiempo atrás, de su propósito de
descender sola al sendero de la Tumba a la misma hora en que
muriera Nofret.
Y estaba haciéndolo. Debía ser la misma hora, en efecto, que aquella
otra en que ella y Satipy se inclinaron sobre el caído cuerpo de
Nofret. Y también la misma hora en que Satipy, volviéndose de
espaldas, pareció divisar algo horrendo que avanzaba hacia ella.
Llegó al lugar aproximado donde Satipy se volviera. «¿Por qué —se
preguntó otra vez Renisenb— se habría vuelto su cuñada?»
«¿Habría oído pisadas?»
Renisenb sintió un escalofrío. Se le había ocurrido esa idea porque a
sus espaldas se percibían unas pisadas que la seguían sendero abajo.
Su corazón dio un vuelco. ¡Era verdad! Nofret la seguía...
El terror la poseyó. Pero la joven no amenguó ni aceleró su marcha.
Había de vencer aquel temor, ya que ninguna culpa tenía sobre la
conciencia.
Reunió todo su valor y, sin pararse, volvió la cabeza.
En el acto sintió un inmenso alivio. Era Yahmose el que la seguía. No
un espíritu descarnado, sino su hermano en persona...
Era obvio que Yahmose podía haber estado ocupado en la cámara de
ofrendas de la Tumba y salió de ella momentos después de pasar su
hermana.
La joven se detuvo.
—¡Oh, Yahmose! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que seas tú!
Yahmose avanzó hacia su hermana rápidamente. Y cuando Renisenb
se preparaba a explicarle sus locos temores, las palabras se helaron
en sus labios.
Aquél no era el Yahmose amable y bondadoso que ella conocía. Le
relumbraban los ojos y la lengua humedecía sus labios resecos.
Adelantaba las manos, curvando los dedos como garras.
Yahmose miraba a la joven con una expresión inequívoca: la del
hombre que ha matado ya y se dispone a matar otra vez. Un júbilo
maligno, una crueldad espantosa se pintaba en su rostro.
¡El misterioso criminal era Yahmose! ¡Eso era lo que ocultaba su
rostro afable y sereno!
Renisenb lanzó un grito. Un grito débil y desesperanzado.
Sabía que iba a morir. No podía medir sus fuerzas con las de
Yahmose. Donde Nofret cayera desde lo alto del angosto camino ella
iba a desplomarse también.
—¡Yahmose! —exclamó en una apelación postrera al hermano amado.
En vano. Yahmose lanzó una risilla inhumana y cruel.
Y se lanzó adelante, engarfiados los dedos que iban a asir, como
zarpas, la garganta de la infeliz.
Renisenb se apoyó en la pared de la escarpadura, adelantando las
manos en un estéril esfuerzo para contener al criminal.
Y entonces percibió un chasquido. Un silbido perforó el aire.
Yahmose se tambaleó y después, lanzando un grito, cayó a los pies
de su hermana. En su espalda oscilaba el mango de una flecha.
Renisenb miró hacia arriba. En el borde del acantilado, Hori, en pie,
apoyaba todavía un arco en su hombro.
—Yahmose, Yahmose...
Aterrada y pasmada, Renisenb repetía aquel nombre una vez y otra.
Parecíale inverosímil lo sucedido.
Estaban ante la entrada de la cámara auxiliar del sepulcro, y el brazo
de Hori ceñía aún el talle de la muchacha. Ésta no recordaba el
momento en que el intendente la había hecho volver a subir el
sendero. Sólo sabía que había persistido en pronunciar una vez y otra
el nombre de su hermano, con una mezcla de horror y de
incredulidad.
La voz de Hori dijo, suavemente:
—Sí. Yahmose. Yahmose ha sido el culpable de todo.
—¿Por qué y cómo? ¿Acaso no estuvo a punto de morir envenenado
él mismo?
—No corrió peligro de muerte. Bebió el vino imprescindible para
producir los síntomas de intoxicación, y exageró los dolores. Sólo así
podía disipar toda sospecha.
—Cuando murió Ipy, Yahmose no podía ni tenerse en pie.
—También lo fingió. ¿No recuerdas que Mersu dijo que, una vez
eliminado el veneno, tu hermano se restablecería rápidamente? Y en
realidad así fue.
—Pero, ¿por qué obró de ese modo?
—Recuerda lo que una vez te dije sobre la podredumbre interna que
a veces nos consume.
—Lo recuerdo. He pensado en ello esta noche misma. Y he pensado
también que Nofret trajo el mal consigo.
—Eso no. El mal ya se ocultaba en la casa. Pero la llegada de Nofret
lo puso de manifiesto. Todo disimulo se desvaneció. El amor materno
de Kait se convirtió en egoísta defensa de ella y de sus retoños.
—No obstante...
—Te digo la verdad. Sobek dejó de ser un joven alegre y simpático
para trocarse en un libertino sin carácter. De niño atractivo y
mimado, Ipy se convirtió en intrigante y egoísta, Satipy se acreditó


de despótica y malvada. La falsa adhesión de Henet y sus chismes
sirvieron para propagar el veneno. Imhotep mismo degeneró en un
tiranuelo pomposo y absurdo.
Renisenb se llevó las manos a los ojos.
—Lo sé, lo sé... Todo eso he ido averiguándolo yo misma. Pero ¿por
qué nacería todo eso, y por qué se desarrollaría en todos tal
podredumbre interior?
Hori se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Puede que sea una cosa que crece sin cesar y que, si
uno no se hace mejor, más discreto y más magnánimo, va
progresando y estimulando todos los malos instintos. O acaso la vida
que la familia llevaba en la casa fuera demasiado mezquina y sin
horizontes. Puede también suceder que estas cosas se contagien,
como los males de las plantas.
—Pero Yahmose no parecía cambiado —objetó la joven.
—Que no cambiara fue lo primero que me hizo sospechar de él. Los
demás, gracias a sus caracteres, tenían cierto desahogo. Yahmose,
no. Había sido siempre tímido y dócil y carecía de arranque para
rebelarse. Tu padre le creía bien intencionado, pero estúpido. Satipy
le despreciaba. Poco a poco los resentimientos de Yahmose,
comprimiéndose y creciendo, se hicieron insoportables.
—Comprendo.
—Una cosa le consolaba: que su laboriosidad iba a verse
recompensada. Su padre pensaba asociarle en la posesión de sus
bienes. Y en esto llegó Nofret y lo echó todo a perder. Su belleza
excitó la masculinidad de los tres hermanos y ella supo humillarlos a
todos. Hirió a Sobek en lo vivo haciéndole comprender lo vano que
era. Hizo ver a Ipy que no pasaba de ser un chicuelo turbulento. Y
mostró a Yahmose que no le tenía por hombre. Satipy zahirió a
Yahmose después de venir Nofret, hasta extremos insoportables.
Entonces, un día que tu hermano mayor oyó poner en duda su
hombría, esperó a Nofret en este sendero y la arrojó al
valle.
—¿No fue Satipy quien...?
—No. Satipy presenció el crimen desde abajo.
—Pero, ¿no estaba Yahmose contigo en los campos?
—Desde hacía una hora, sí; pero antes no. ¿No te diste cuenta,
Renisenb, de que cuando tocaste el cadáver de Nofret ya estaba frío?
Creíste que había caído momentos antes, pero eso no podía ser.
Llevaba muerta lo menos dos horas, pues si no, dado el calor del sol,
no habría estado fría ni mucho menos. Satipy no osaba alejarse de
estos contornos. Se sentía temerosa y desconcertada, y cuando te vio
trató de alejarte.
—¿Cómo lo supiste todo, Hori?
—Fijándome en la rara conducta de Satipy. Estaba claramente
temerosa de alguien o de algo, y no me costó mucho trabajo deducir
que a quien temía era a Yahmose. Cesó de tiranizarle y se mostró
sumisa como un cordero ante él. La impresión de ver a Yahmose, a
quien creía un infeliz, matar a Nofret, fue muy fuerte para ella. Como
casi todas las mujeres dominantes, era cobarde en el fondo.
—Tal vez.
—En su terror, empezó a tener pesadillas y gritar en sueños.
Yahmose comprendió que ella significaba un peligro para él. El día
que tú y yo divisamos a Satipy volverse en este mismo sendero, lo
que la asustó no fue un espíritu, sino ver la cara de su marido tal
como tú la has visto hoy. Horrorizada, retrocedió y se estrelló en el
valle. Cuando articuló la palabra «Nofret» quería indicar que su
marido era el que había matado a la concubina.
Hori marcó una pausa y continuó:
—Una expresión de Henet hizo comprender a Esa la verdad. Hablando
de mí, Henet dijo que yo solía mirar a espaldas de ella como si viese
algo inexistente, cuando lo lógico era que la mirase a la cara. Y Esa
dio entonces con la clave: Satipy no se había horrorizado mirando
algo inexistente detrás de Yahmose, sino mirando al propio Yahmose.
—Sí.
—Para comprobar su idea, Esa, en la reunión a que nos convocó,
pronunció al azar las palabras dichas por Henet, a fin de ver la
reacción que causaban en Yahmose. Y la vio. Yahmose comprendió
que la verdad estaba descubierta y que todos los elementos de lo
ocurrido iban a encajar unos en otros, confirmándose mutuamente.
Todo concuerda, sí, hasta lo del muchacho boyero, tan adicto a
Yahmose que incluso no vaciló en beber la pócima que había de
procurarle un sueño eterno.
—Parece imposible que Yahmose hiciera esas cosas, Hori. Comprendo
lo de Nofret, pero lo demás...
—Cuando un corazón da acceso al mal, Renisenb... el mal medra
como las amapolas en los trigales. Acaso Yahmose hubiera ansiado
toda su vida ejecutar violencias que nunca tuvo en su mano
perpetrar. Creo que el matar a Nofret le dio una gran impresión de
poderío. Y la actitud de Satipy, que tanto le había tiranizado y tanto
empezó a temerle, se lo confirmó. Los agravios rumiados tanto
tiempo afloraron a la superficie. Se sentía rebajado ante Sobek, que
era más apuesto, y ante Ipy, que era más despejado. Él sería el único
sostén y consuelo de su padre.
—¡Es horrible!
—Ya lo sé... El acabar con Satipy acreció el placer que en el crimen
empezaba a encontrar Yahmose. El mal, a partir de entonces, le
poseyó por entero. Tú no eras, desde luego, una rival propiamente
dicha. Hasta cierto punto, Yahmose te quería. Pero no le agradaba la
idea de que tu esposo tuviese su parte en los bienes de Imhotep. Si
Esa accedió a aceptar a Kameni, creo que lo hizo por dos motivos. El
primero, la convicción de que Yahmose, al actuar, empezaría por
Kameni y no por ti. El segundo, el propósito de tu abuela de llevar las
cosas a una crisis que las esclareciese. Esa me había dado el encargo
de velar por ti y, si yo vigilaba a Yahmose en virtud de mis
sospechas, podía sorprenderle así con las manos en la masa.
—Como ha sucedido, Hori. ¡Si supieras qué susto me llevé cuando al
volverme, vi la cara que ponía mi hermano!
—Lo supongo. Pero era inevitable. Yo presumí que, si él tenía
oportunidad de encontrarte en este mismo lugar del sendero, no
desaprovecharía la ocasión de despeñarte para confirmar las
explicaciones supersticiosas que de las muertes se venían dando.
—¿Y el recado que de tu parte me llevó Henet?
—Yo no di a Henet recado alguno.
—Pues entonces...
La joven se detuvo y movió la cabeza.
—No comprendo qué intervención ha tenido Henet en todo esto.
—Henet debía conocer la verdad —dijo Hori, pensativo—. Incluso se
lo insinuó a Yahmose esta mañana, lo que era, por cierto, cosa
peligrosa. Él la habrá usado como señuelo para traerte aquí. No me
extraña que Henet accediese, porque te odia.
—Lo sé.
—Henet debía creer que el estar enterada de estos secretos le daría
autoridad en la casa. Pero no creo que Yahmose la hubiera dejado
vivir mucho tiempo. Incluso temo que ya ahora...
Renisenb se estremeció.
—Yahmose estaba poseído por los malos espíritus —murmuró—.
Antes no era así.
—No, y, sin embargo... ¿Recuerdas lo que te dije del día que Sobek le
golpeó la cabeza con una piedra? Tu madre llegó temblando y advirtió
a Sobek que lo que hacía era peligroso. Acaso ella supiese ya que era
peligroso obrar así con Yahmose. Al día siguiente Sobek estuvo muy
malo, y se creyó que ello se debía a una indigestión... Pero quizá tu
madre, Renisenb, hubiese comprendido lo que se ocultaba en el alma
de su afable y sosegado hijo mayor.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la muchacha.
—¿Es posible que nadie sea lo que parece?
Hori sonrió.
—Acaso algunos seamos como te parecemos. Por ejemplo, Kameni y
yo.
Subrayó las últimas palabras. Renisenb tuvo la sensación de hallarse
en un momento decisivo de su vida.
—Los dos te amamos, Renisenb —añadió Hori.
—Y sin embargo, nada me dijiste contra mi matrimonio con Kameni
—apuntó Renisenb.
—Porque era una manera de protegerte. Esa opinaba que yo debía
mantenerme imparcial y aislado, para no despenar la animosidad de
Yahmose. Has de comprender —añadió Hori, emocionado— que
durante muchos años he sido amigo de Yahmose. Le quería. Aconsejé
a tu padre que le diese la posibilidad que deseaba. Todo llegó
demasiado tarde. Tuve siempre la convicción íntima de que Yahmose
había matado a Nofret, pero me negaba a creerlo; incluso hallaba
motivos justificantes de su acción. Mas lo de sus hermanos, lo de
Esa... Comprendí que el mal se había adueñado de él en definitiva. Y
hoy ha recibido a mis manos una muerte rápida y casi sin dolor.
—Muerte, siempre muerte...
—Pues ahora se trata de la vida, Renisenb. ¿Con quién quieres
compartirla? ¿Con Kameni o conmigo?
Renisenb dirigió la vista al valle que se extendía a sus pies y a la
argentina corriente del Nilo.
En su ánimo se perfiló la sonriente imagen de Kameni, tal como la
viera cuando navegaban en bote por el río.
Era fuerte, jovial, apuesto. Los latidos del corazón de Renisenb se
aceleraron. Había amado a Kameni en aquel momento y le amaba
ahora. Kameni debía ocupar el puesto que Khay había tenido en la
vida de Renisenb.
Y pensó:
«Los dos viviremos juntos, criaremos hijos robustos y seremos
felices. Habrá días de trabajo y días de placer... y a veces
navegaremos los dos por el Nilo... Y la vida será entonces como la
que llevé con Khay. ¿Qué más puedo pedir ni desear?»
Lenta, muy lentamente, la muchacha volvió la cara y miró a Hori.
Dijérase que le formulaba una pregunta.
El pareció comprender. Dijo:
—Siendo tú una niña, te amaba ya. Amaba tu rostro grave y la
confianza con que acudías a mí, pidiéndome que recompusiera tus
juguetes rotos. Cuando volviste al cabo de ocho años y empezaste a
venir aquí, pude comprender los pensamientos que contiene tu
mente. Tu ánimo, Renisenb, no es como los de los demás de tu
familia. No gira sobre sí mismo, encajonado entre muros angostos.
Como yo, tú vuelves más allá del río, divisando un mundo donde
todas las cosas son posibles a quienes poseen valor y previsión.
—Lo sé, Hori. Comparto esas ideas contigo. Pero no siempre. Habría
momentos en que no podría comprenderte, en que me sentiría muy
sola...
Se interrumpió. No acertaba a expresar en palabras sus
pensamientos. Ignoraba lo que podría ser su vida con Hori. A pesar
de la afabilidad de Hori, a pesar de su amor por ella, sobrevendrían
ocasiones en que él se mantendría incomprensible y como lejano. Los
dos vivirían momentos de gran intensidad y belleza, pero, ¿qué sería
su existencia cotidiana?
—Decide tú por mí, Hori.
Él sonrió, pensando que acaso aquélla fuera la última vez que
hablaba con Renisenb, la niña que él había conocido. Pero no cogió
las manos que la muchacha le alargaba.
—Has de resolver tú —repuso—. Se trata de tu vida y a ti te
corresponde la decisión.
Y ella adivinó entonces que nunca Hori excitaría sus sentidos como
los excitaba Kameni. Si al menos Hori la hubiese acariciado... pero no
la acarició.
La opción se le presentó de pronto en términos muy sencillos:
escoger entre la existencia fácil o la difícil. Sintió una fuerte tentación
de bajar el sendero hacia la vida sencilla y cotidiana que ya conocía
por haberla compartido con Khay. Había en ella paz, dolores y
alegrías comunes y ningún temor, salvo el de la indispensable vejez y
la inevitable muerte.
La muerte... Pensaba plenamente en la vida, volvía otra vez a pensar
en la muerte. Khay había muerto. Kameni acaso moriría antes que
ella, y entonces el rostro de Kameni iría, como el de Khay,
borrándose poco a poco de la memoria de su viuda.
Miró a Hori, inmóvil a su lado. Pensó, con extrañeza, que ni siquiera
se había fijado nunca en cómo era Hori. No había necesitado
saberlo...
De pronto Renisenb habló y lo hizo con el mismo tono que usara,
mucho tiempo atrás, para anunciar su propósito de bajar sola el
sendero fatídico.
—He escogido, Hori —murmuró—. Compartiré la vida contigo, en bien
o en mal, hasta que la muerte nos separe...
Los brazos del hombre la enlazaron, y su rostro, uniéndose al de
Renisenb, la colmó de una desconocida dulzura. Una poderosa
impresión de lo espléndida que era la vida poseyó a la joven.
Y se dijo:
«Si Hori muriera, yo nunca le olvidaría. Su recuerdo perduraría en mi
corazón para siempre. Y eso significa... ¡Significa que la muerte no
existe!»
FIN

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