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lunes, 24 de enero de 2011

SEGUNDO -- UNA HIJA ES UNA HIJA -- AGATHA CHRISTIE


UNA HIJA ES UNA HIJA
AGATHA CHRISTIE


LIBRO SEGUNDO


1


Laura Whitstable miraba con afecto las familiares ca­lles de Londres a través de las ventanillas del autobús del aeropuerto. Había estado largo tiempo ausente de Inglaterra, prestando servicio con una comisión real que había emprendido un apretado, interesante y prolongado periplo alrededor del mundo. Las sesiones finales en los Estados Unidos habían resultado agotadoras. Dame Laura había presidido y dado conferencias, participado en almuerzos y cenas y hallado dificultad para ver a sus amistades personales.
Bueno; todo había terminado ya. Estaba de nuevo en casa, con una maleta llena de notas, estadísticas y papeles de importancia, y con el proyecto de un trabajo mucho más cansado aún, para darlo a publicar.
Era una mujer de gran vitalidad y enorme fortaleza Física. Las perspectivas de trabajo le atraían siempre mucho más que las de ocio, pero, al revés de mucha gente, no se vanagloriaba de tal hecho, admitiendo a veces sencillamente que tal preferencia podría interpretarse más como una debilidad que como una virtud. Porque, según ella, el trabajo es una de las principales aventuras mediante las cuales uno escapa de sí mismo.
Y el vivir con uno mismo, sin subterfugios, con humil­dad y contento, es alcanzar la verdadera armonía en la vida.
Laura Whitstable era una mujer que se concentraba en una cosa cada vez. Nunca le había gustado escribir a sus amigos cartas largas, llenas de noticias. Cuando se hallaba ausente, se hallaba ausente... tanto en pensa­miento como físicamente.
Conscientemente, enviaba postales de brillantes co­lorines a los miembros de su servicio doméstico, que se habrían sentido ofendidos de no haberlas recibido. Pero sus amigos y conocidos sabían que la primera noticia que tendrían de Laura sería una áspera voz en el teléfo­no que anunciaba que estaba de vuelta.
Un poco más tarde, mientras contemplaba su cómodo salón un tanto masculino y escuchaba a medias el melancólico y desapasionado catálogo de pequeños desastres domésticos ocurridos durante su ausencia, por boca de Basset, Laura pensaba que era agradable estar en casa otra vez.
Despidió a Basset con un «Ha hecho muy bien en decírmelo» y se hundió en el sillón amplio y un tanto desvencijado, forrado de cuero. En una mesita auxiliar se hallaban apilados cartas y periódicos, pero no se mo­lestó en mirarlos. Todo lo de mayor urgencia había reci­bido ya la atención de su eficaz secretaria.
Encendió un puro y se reclinó en el respaldo, medio cerrados los ojos.
Éste era el fin de un período, el principio de otro...
Se distendió, permitiendo que el motor de su cere­bro aflojara un poco el paso y fuera adaptándose al nuevo ritmo. Sus compañeros en la comisión... los pro­blemas que habían surgido... especulaciones... puntos de vista... personalidades americanas... sus amigos ame­ricanos... poco a poco, inexorablemente, todos iban retrocediendo, convirtiéndose en sombras...
Londres, las gentes a las que vería, las personas im­portantes a las que trataría con dureza, los ministerios en los que tenía intención de convertirse en una plaga, las medidas prácticas que intentaba tomar, los informes que debía escribir... todo le volvía con claridad. La cam­paña futura, las pesadas tareas diarias...
Pero antes de todo ello habría un interregno, un volver a adaptarse. Relaciones personales y placeres. Visitar a sus amistades... revivir el interés en sus problemas y alegrías. Volver a ver todos sus rincones favoritos... los ciento y un placeres de su vida privada. Regalos que había traído para distribuir... Su rostro curtido se suavizó en una sonrisa. Los nombres flotaban en su mente. Charlotte... el pequeño David... Geraldine y sus hijos... el anciano Walter Emlyn... Ann y Sarah Prentice... el pro­fesor Parkes...
¿Qué habría sido de todos ellos desde que se fue?
Iría a ver a Geraldine a Sussex... al cabo de dos días, si es que era conveniente. Tomó el teléfono, habló, convino día y hora. Luego llamó al viejo profesor Par­kes. Ciego y sordo como una tapia, parecía, sin embar­go, estar lleno de salud y ánimo y ansioso de tener una controversia realmente feroz con su vieja amiga Laura.
El siguiente número al que llamó fue el de Ann Prentice.
Contestó Edith.
-Vaya, es una sorpresa, señora. Ha pasado mucho tiempo. Leí algo sobre usted en el periódico, sí, no hace más de un mes o dos. No, lo siento, la señora ha salido. Ahora casi siempre pasa las tardes fuera. Sí, la señorita Sarah también está fuera. Sí, señora, le diré a la señora Prentice que ha llamado y que ha vuelto usted.
Dominando su deseo de comentar que le hubiera costado más llamar de no haber estado de vuelta, Laura Whitstable colgó y procedió a marcar otro número.
Durante las siguientes conversaciones y las citas que iba concertando, Laura relegó al fondo de su memoria un pequeño punto que se había prometido a sí misma examinar más tarde.
No fue hasta hallarse en la cama cuando su mente analítica se interrogó sobre algo que Edith mencionara y que le había sorprendido. Tardó unos segundos en recordar, pero al fin lo hizo. Edith había dicho que Ann no estaba y que salía casi todas las tardes, en la actualidad.
Laura frunció el entrecejo, pues le parecía que Ann debía haber cambiado mucho en sus hábitos. Era lógico suponer a Sarah por ahí, todas las tardes de su vida. Era cosa de muchachas. Pero Ann era de un temperamento tranquilo... alguna cena... una película de vez en cuando... una obra de teatro... pero no como rutina de cada noche.
En su cama, Laura Whitstable pensó en Ann Prentice durante cierto tiempo...


Quince días más tarde dame Laura pulsaba el timbre del piso de Ann Prentice.
Edith abrió la puerta y su agria expresión se alteró li­geramente para indicar agrado.
Se hizo a un lado para dejar entrar a dame Laura.
-La señora Prentice se está vistiendo para salir, pero sé que querrá verla.
Le hizo pasar a la salita y sus pasos sonaron fuertes hacia el dormitorio de Ann.
Laura miró a su alrededor con cierta sorpresa. El cuarto estaba totalmente transformado; apenas si lo hubiese reconocido. Por un momento pensó que se habla confundido.
Quedaban algunas piezas del mobiliario original, pero en un rincón se veía un gran bar. El nuevo decorado era una versión modernizada del Imperio francés, con cortinas de raso a rayas, muy elegantes y numerosos dorados y bronces. Los pocos cuadros de las paredes eran modernos. Parecía más un «escenario» para una obra teatral que una habitación en una casa.
- La señora Prentice estará con usted en un instante, señora -dijo Edith asomando la cabeza.
- Esto está totalmente transformado.
- Y buen dinero que costó -desaprobó Edith-. Vinie­ron un par de señoritos raros a cuidar de todo. No se lo creería usted.
- Oh, sí. Parece que han hecho un buen trabajo.
-Cosas raras -replicó la mujer con displicencia.
- Hay que ponerse a tono con los tiempos, Edith. Supongo que a la señorita Sarah le gustará mucho.
-Oh, no es del gusto de la señorita. A la señorita Sarah nunca le han gustado los cambios. Nunca. ¡Re­cuérdelo, señora, ni siquiera le gustaba que pusiéramos el sofá del otro lado! No, es la señora Prentice la que está entusiasmada con todo esto.
Dame Laura alzó ligeramente las cejas. De nuevo le parecía que Ann tenía que haber cambiado mucho. En aquel instante oyó pisadas presurosas por el pasillo y Ann irrumpió con las manos extendidas.
-Laura, querida, ¡qué estupendo! Estaba deseando verte.
Dio a Laura un beso rápido y despegado. La anciana la estudió con sorpresa.
Sí, Ann Prentice había cambiado. Su cabello de color de hoja seca, con algunos hilos grises, parecía oscureci­do y cortado a la última y más atrevida moda. Tenía las cejas depiladas y el rostro costosamente maquillado. Iba vestida con un corto vestido de fiesta, adornado con un broche grande y extraño de bisutería fina. Sus movi­mientos eran inquietos y artificiales, lo cual, para Laura Whitstable, resultó el cambio más significativo de todos, ya que el rasgo más característico de la Ann Prentice que conociera dos años atrás era un reposo suave, tranquilo.
Ahora se movía por la habitación hablando, preocu­pándose por pequeñeces y sin esperar respuesta a sus frases.
- Hace tanto tiempo... muchísimo, la verdad... claro que de vez en cuando he leído acerca de ti en los perió­dicos. ¿Qué tal la India? Parece que en Estados Unidos te han tratado como a una gran personalidad. Supongo que la comida sería deliciosa... ¿chuletas y demás? ¡Y las prendas de nailon! ¿Cuándo has vuelto?
- Hace quince días. Te llamé. Habías salido. Supongo que a Edith se le olvidaría darte el recado.
-Pobre Edith. Su memoria ya no es como era. No, creo que sí que me lo dio, y pensaba llamarte... pero ya sabes cómo son las cosas. -Rió brevemente.- Una vive con tanta prisa.
- Antes no solías vivir con prisa, Ann.
- ¿No? -Ann parecía divagar.- Parece imposible evi­tarlo. Toma un trago, Laura. ¿Ginebra con tónica?
-No, gracias. Jamás pruebo combinados.
- Naturalmente. Coñac con soda es tu bebida. Aquí tienes.
Preparó la bebida, se la entregó y luego se volvió a preparar otra para sí.
- ¿Cómo está Sarah?
- Oh, muy bien y contenta -repuso, siempre con vaguedad-. Apenas si la veo. ¿Dónde está la ginebra? ¡Edith! ¡Edith!
Entró Edith.
- ¿Por qué no hay ginebra?
- No ha llegado.
- Te he dicho que siempre ha de haber una botella de reserva. ¡Es para ponerse mala! Tienes que preocu­parte de que siempre haya suficientes bebidas en la casa.
-Entra mucho y sale mucho. Demasiado, pienso yo.
- Basta, Edith -exclamó Ann, enfadada-. Sal a com­prar una botella.
- ¿Cómo, ahora?
-Sí, ahora.
Al tiempo que Edith se retiraba, con aire adusto, Ann espetó furiosa:
-Todo se le olvida. ¡Se está convirtiendo en una inutilidad!
- Bueno, no te alteres, querida. Siéntate y háblame de ti.
-No hay mucho que contar -rió Ann.
- ¿Vas a salir? ¿Te estoy entreteniendo?
- Oh, no, no. Mi amigo viene a buscarme.
-¿El coronel Grant? -sonrió dame Laura.
-¿El pobre y viejo James? Oh, no. Apenas si le veo.
- ¿Cómo así?
-Esos hombres de edad madura son terriblemente aburridos. James es un encanto, lo sé, pero esas larguísi­mas anécdotas suyas... no puedo resistirlas. -Ann se encogió de hombros-. Sé que está muy mal por mi parte, pero ¡qué quieres!
-No me has dicho nada de Sarah. ¿Tiene novio?
- Oh, sale con muchos. Es muy popular, afortunadamente..., no podría soportar tener una hija aburrida.
-Entonces, ¿ningún joven en particular?
-Bueno, es difícil asegurarlo. Las chicas de hoy no cuentan nada a sus madres.
. -¿Qué hay del joven Gerald Lloyd... el que tanto te preocupaba?
-Oh, se fue a alguna parte de Suráfrica. Todo se acabó, gracias a Dios. ¡Mira que acordarte de aquello!
-Recuerdo cosas de Sarah. La quiero mucho.
- Eres muy amable, Laura. Sarah está bien. Muy egoísta y pesada en muchas cosas... pero supongo que tiene que ser así a su edad. Pronto llegará y entonces... Sonó el teléfono y Ann se interrumpió para tomarlo.
- ¿Dígame?... Oh, eres tú, cariño... Pues claro... me encantaría... Sí, pero tendré que verificarlo en mi agenda... Oh, qué lata, no sé dónde está... Sí, estoy segura de que está bien... así que el jueves... en el Petit Chat... Sí, ¿verdad? Qué divertido, cómo se emborrachó Johnnie...
Bueno, claro, todos estábamos un poco alegres. Sí, estoy de acuerdo.
Colgó el aparato, comentando a Laura, con una nota de satisfacción en su voz que desmentía sus palabras:
- ¡Este teléfono! Así todo el día.
-Tienen esa costumbre -la respuesta fue seca-. Pareces llevar una vida divertida Ann.
-Sí. No se puede vegetar, cariño... oh, ésa parece Sarah.
En el vestíbulo se oyó la voz de Sarah:
-¿Quién? ¿Dame Laura? ¡Oh, espléndido!
Abrió de golpe la puerta de la sala y entró. Laura Whitstable se sorprendió ante su belleza. Había desapa­recido el aire un tanto torpe de adolescente, y ahora veía ante sí una joven extraordinariamente atractiva, con un rostro y una figura de encanto poco frecuentes.
Parecía radiante de contento al ver a su madrina, a la que besó con calor.
-Laura, cariño, qué estupendo. Estás maravillosa con ese sombrero. Casi real, con cierto toque de tirolés mili­tante.
- Chiquilla impertinente -le sonrió Laura.
-No, lo digo de veras. Porque eres en verdad un per­sonaje, ¿verdad, encanto?
- ¡Y tú una joven muy guapa!
-Oh, sólo es un maquillaje muy caro.
Volvió a sonar el teléfono y esta vez fue Sarah quien contestó.
-¿Dígame? ¿Quién habla? Sí, aquí está. Es para ti, mamá, como siempre.
Mientras Ann atendía la llamada, Sarah se sentó en el brazo del sillón de Laura.
-El teléfono suena todo el día para mamá -comentó.
-Calla, Sarah -cortó Ann con brusquedad-, no puedo oír. Sí... bueno, creo que sí... pero la semana que viene estoy llena de compromisos... voy a consultar mi agen­da. -Se volvió para decir-: Sarah, búscame la agenda... debe, estar en mi alcoba... -Sarah salió de la habitación mientras Ann seguía hablando por teléfono-: Sí, claro que sé lo que quieres decir... sí, esa clase de cosas re­sultan terriblemente comprometedoras. ¿Sí, cariño...? Bueno, por lo que a mí respecta, he contado con Ed­ward... yo... oh, aquí tengo la agenda. Sí... No, el viernes no puedo... Sí, podría ir después... Entonces, muy bien, nos encontraremos en casa de los Lumley Smith... sí, de acuerdo contigo. Es aburridísima.
Colgó el auricular, exclamando:
-¡Qué teléfono! Va a volverme loca...
-Lo adoras, madre. Y adoras charlar, y lo sabes. -Sa­rah se volvió a dame Laura, preguntando-: ¿No crees que mamá está elegantísima con su nuevo peinado? Parece años más joven.
- Sarah no me deja hundirme graciosamente en la edad madura -dijo Ann con una risa que sonó artificial.
-Vamos, madre, sabes muy bien que te gusta resultar alegre. Tiene muchos más amigos que yo, Laura, y casi nunca vuelve a casa antes del amanecer.
-No seas absurda, Sarah -replicó Ann.
- ¿Quién es esta noche, mamá? ¿Johnnie?
-No, Basil.
- Oh, para ti todo. Yo pienso que Basil es el colmo.
- Tonterías -el tono de Ann volvía a ser brusco-. Es muy divertido. ¿Y tú, Sarah? Supongo que saldrás.
- Sí, Lawrence viene a buscarme. Tengo que darme prisa para cambiarme.
-Hala, pues. Y Sarah... Sarah, no dejes tus cosas tiradas por todas partes. Tus pieles... y los guantes. Y reco­ge ese vaso. Va a romperse.
- Oh, mamá, está bien, no armes jaleo.
- Alguien tiene que hacerlo. Nunca recoges nada. La verdad, ¡a veces no sé cómo lo aguanto! ¡No, llévatelos contigo!
Al salir Sarah, su madre suspiró, exasperada.
- La verdad es que las chicas jóvenes le vuelven loca a cualquiera. ¡No tienes idea de lo pesada que es Sarah! Laura miró rápidamente y de reojo a su amiga.
En la voz de Ann había habido una nota de verdadero mal humor e irritación.
- ¿No te cansas de tanto correr por ahí, Ann?
-Claro que sí... estoy muerta. Pero hay que hacer algo para divertirse.
- Nunca solías tener dificultad para divertirte.
-¿Quedarme sentada en casa con un buen libro y la cena en bandeja? Ya he pasado ese aburrido período.
Pero ahora me ha dado la segunda ventolera. Por cierto, Laura, tú me enseñaste esa expresión. ¿No te alegra de ver que me ha venido?
- No me refería exactamente a hacer vida de socie­dad.
-Ya sé que no, cariño. Tú te referías a que me dedi­cara a alguna cosa útil. Pero todos no podemos ser per­sonajes públicos, como tú, enormemente científicos y serios. A mí me gusta ser alegre.
- ¿Qué le gusta a Sarah? ¿Le gusta también ser alegre? ¿Cómo está la niña? ¿Feliz?
- Pues claro, se divierte horrores.
Ann hablaba ligera y despreocupadamente, pero Laura Whitstable frunció el ceño. En el momento de salir Sarah del cuarto, Laura se había conmovido ante una momentánea expresión de desaliento en el rostro de la muchacha. Había sido como si, por un momento, hubiera caído la máscara sonriente... y debajo Laura había creído entrever incertidumbre y algo semejante al dolor.
¿Sería feliz Sarah? Evidentemente, Ann así lo creía. Y Ann debería saberlo.
«No te imagines cosas, mujer», se dijo Laura Whitsta­ble con firmeza.
Mas, pese a sí misma, se sentía intranquila y alterada. Algo no andaba bien en la atmósfera de la casa. Ann, Sarah, incluso Edith... todas se daban cuenta. Todas, pensaba, tenían algo que ocultar. El adusto aire desaprobador de Edith, la agitación y los modales ner­viosos y artificiales de Ann, la actuación vivaz de Sarah... En efecto, algo andaba mal.
Sonó el timbre de la puerta y Edith, más enfurruñada que nunca, anunció al señor Mowbray.
El señor Mowbray entró como una flecha. No habría forma de explicar su entrada. Era el movimiento rápido de un insecto alegre. Dame Laura pensó que haría bien el papel de Osric. Era joven y de modales afectados.
- ¡Ann! -exclamó-. ¡Lo llevas puesto! Querida, es un éxito enorme.
Se mantenía a distancia, la cabeza inclinada a un lado, estudiando el vestido de Ann, mientras ésta le pre­sentaba a dame Laura.
Se aproximó, exclamando excitado:
- Un camafeo. ¡Qué absolutamente adorable! Adoro los camafeos. ¡Tengo debilidad por ellos!
-Basil tiene debilidad por todo lo victoriano en joye­ría -explicó Ann.
- Querida, tenían imaginación. Aquellos colgantes verdaderamente celestiales. Cabello de dos personas enlazado en un rizo y luego un sauce o una urna. Hoy nadie sabe trabajar con pelo. Es un arte perdido. Y flores de cera... las flores de cera me enloquecen... y mesitas de papier maché. Ann, tienes que permitirme que te lleve a ver una mesa verdaderamente divina. Toda trabajada de modo que dentro quepa el juego de té original. Cara de horror, pero lo vale.
-Debo irme -dijo Laura Whitstable-. No debo entre­teneros.
-Quédate a charlar con Sarah. Apenas si la has visto. Y Lawrence Steene todavía tardará un rato.
- ¿Steene? ¿Lawrence Steene? -preguntó dame Laura, con brusquedad.
- Sí, el hijo de sir Harry Steene. Muy atractivo.
-Oh, ¿te lo parece, cariño? -preguntó Basil-. A mí siempre me da la impresión de bastante melodramáti­co... un poco como el malo de una película. Pero las mujeres parecen volverse locas por él.
- Es asquerosamente rico.
-Sí, eso sí. La mayoría de los ricos son tan carentes de atractivo... Es que no parece justo que uno tenga al mismo tiempo dinero y atractivo.
-Bueno, creo que es mejor que nos vayamos -dijo Ann-. Te llamaré, Laura, y quedaremos para charlar lar­gamente un rato.
Besó a Laura de modo algo artificioso y salió con Basil Mowbray.
Dame Laura oyó que Basil comentaba:
-Es como una maravillosa pieza de época... tan di­vinamente seria. ¿Cómo es que jamás la he conocido antes?
Unos minutos después entraba Sarah, presurosa.
- ¿Verdad que soy rápida? Por correr apenas si me he retocado la cara.
- Llevas un vestido precioso, Sarah.
Sarah dio ' unas vueltas. Vestía un traje pálido, color verde nilo, de raso, que se ceñía a las encantadoras lí­neas de su cuerpo.
-¿Te gusta? Era enormemente caro. ¿Dónde está madre? ¿Ya se ha ido con Basil? Es bastante terrible ese hombre, ¿verdad?, pero resulta divertido; tiene una es­pecie de culto por las mujeres mayores que él.
- Seguramente le resultará rentable -fue la agria respuesta.
-Valiente cínica eres... ¡pero tienes toda la razón! Aunque, después de todo, mamá tiene que divertirse. Se lo está pasando de locura, la pobrecita. Y lo cierto es que es enormemente atractiva, ¿no te parece? ¡Oh, Señor, tiene que ser terrible envejecer!
- Es muy cómodo, te lo aseguro.
-Estará muy bien para ti... ¡pero no todos podemos ser personajes! ¿Qué has hecho estos años en que no te hemos visto?
- Imponerme por ahí de forma general. Meterme en vidas ajenas para decir a otros lo fáciles y agradables que serían y lo bien y felices que estarían si hicieran exactamente lo que les digo. En resumen, dando la lata, según mi abrumadora costumbre.
Sarah rió con cariño.
- ¿Querrás decirme cómo dirigir mi vida?
-¿Necesitas que te lo digan?
-Bueno, no estoy muy segura de que me porto con inteligencia.
- ¿Sucede algo?
- No realmente... Me divierto mucho y todo eso. Supongo que debería hacer algo de verdad.
- ¿Como qué?
- Oh, no sé. Empezar algo. Prepararme para alguna cosa. Arqueología, o mecanografía y taquigrafía, o masa­jes, o arquitectura.
-¡Vaya surtido! ¿Sientes alguna inclinación especial?
- No... no, creo que no... Este trabajo de las flores está bien, pero ya estoy harta. La verdad es que no sé lo que quiero...
Sarah daba vueltas sin sentido por la estancia.
- ¿No piensas en casarte?
- ¡Oh, el matrimonio! -La mueca de Sarah fue expre­siva.- Los matrimonios parecen fracasar siempre.
- No invariablemente.
- Bueno, pues la mayoría de los de mis amistades parecen haberse deshecho. Todo marcha bien un par de años y luego, adiós. Claro que si te casas con alguien con mucho dinero, supongo que resultará.
-¿Ése es tu punto de vista?
-Bueno, es el único práctico. Eso del amor está muy bien en cierto modo, pero después de todo, sólo se basa en una atracción sexual, y eso no puede durar.
-Pareces tan informada como un libro de texto -dijo dame Laura con sequedad.
- Pero es cierto, ¿no?
-Perfectamente cierto -asintió al punto.
Sarah pareció levemente decepcionada.
- Por eso, lo único práctico parece ser casarse con al­guien muy rico.
Una leve sonrisa suavizó los labios de Laura Whits­table.
- Puede que tampoco eso durara.
- Sí, supongo que el dinero anda un poco inseguro en estos tiempos.
- No quería decir eso. Me refería a que el placer de tener dinero para gastarlo es como la atracción sexual. Uno se acostumbra. La novedad pasa, como con todo.
-Conmigo no pasaría -repuso Sarah, con mucha seguridad-. Vestidos realmente hermosos... pieles... joyas... y un yate...
- Qué niña eres aún, Sarah.
-Oh, pero no lo soy, Laura. Me siento muy vieja y desilusionada, a veces.
-¿De veras?
Laura no pudo evitar volver a sonreír un poco al contemplar el rostro bello y lleno de vida de Sarah.
- Lo que pienso de verdad es que debería marcharme de aquí -dijo Sarah inesperadamente-. Buscar un em­pleo, casarme, o algo. A mamá le ataco los nervios. Intento portarme bien, pero no parece servir de nada. Claro, supongo que soy difícil. La vida es rara, ¿verdad, Laura? Un momento todo es divertido y una se lo pasa bien, y de pronto todo parece salir mal y una no sabe dónde está ni lo que quiere. Y no hay nadie con quien poder hablar. Y a veces siento una extraña sensación de miedo. No sé por qué ni de qué... Pero es miedo. Tal vez deberían psicoanalizarme, o algo así. ¿No crees? Sonó el timbre de la puerta. Sarah dio un salto.
-¡Supongo que ése será Lawrence!
-¿Lawrence Steene?
La voz de Laura era dura.
-Sí. ¿Le conoces?
- He oído hablar de él.
-Nada bueno, seguro -rió Sarah, al tiempo que Edith abría la puerta para anunciar:
-El señor Steene.
Lawrence Steene era alto y moreno. Tendría unos cuarenta años y los representaba. Sus ojos eran bastante extraños, casi velados por los párpados, y sus movimien­tos eran felinos, con la gracia de estos animales. Era la clase de hombre en el que las mujeres se fijan inmedia­tamente.
-Hola, Lawrence. Éste es Lawrence Steene. Mi ma­drina, dame Laura Whitstable.
Lawrence Steene se aproximó y tomó la mano de madame Laura. Se inclinó sobre ella de forma ligeramente teatral y que pudiera haber resultado casi impertinente.
- Es ciertamente un honor.
-¿Lo ves, cariño? -dijo Sarah-. ¡Eres verdaderamente de la realeza! Debe de ser muy divertido ser dame. ¿Crees que llegaré a serlo alguna vez?
- Creo que es muy poco probable -repuso irónico Lawrence.
-Oh, ¿por qué?
-Tus talentos van en otra dirección. -Se volvió a dame Laura-. Tan sólo ayer leía un artículo suyo. En el Comentador.
- Oh, sí. Sobre la estabilidad del matrimonio.
- Parece usted dar por descontado que la estabilidad en el matrimonio es deseable -murmuró Lawrence-. Mas para mí, es la falta de permanencia del matrimonio actual lo que constituye su mayor encanto.
- Lawrence se ha casado muchas veces -intervino Sarah, maliciosa.
-Sólo tres, Sarah.
-Cielos -dijo dame Laura-. ¿No será otro caso de esposas ahogadas?
-Las abandona en el tribunal de divorcios. Mucho más sencillo que matarlas.
-Pero lamentablemente más caro -replicó él.
-Creo que conocí a su segunda esposa antes de casarse -dijo Laura-. Moira Denham, ¿me equivoco?
- Ella era.
- Una muchacha encantadora.
- Estoy de acuerdo. Era deliciosa. Tan natural...
- Una cualidad que a veces se paga muy cara. Laura Whitstable se puso en pie.
-Tengo que irme.
-Podemos dejarte en algún sitio.
- No, gracias. Siento ganas de dar un paseo. Buenas noches, querida mía.
La puerta se cerró tras ella.
-La desaprobación estaba clara -observó Lawrence-. Soy una mala influencia en tu vida, Sarah. El dragón Edith echa fuego de verdad por su nariz cada vez que me deja entrar.
-Chist... te oirá.
-Eso es lo peor de los pisos. No hay intimidad...
Se había aproximado mucho a la joven. Sarah se alejó un poco, diciendo con tono ligero:
-No, nada es privado en un piso, ni siquiera las ca­ñerías.
- ¿Dónde estará tu madre esta noche?
-Ha salido a cenar.
-Tu madre es una de las mujeres más inteligentes que conozco.
-¿En qué sentido?
- Nunca se mete en nada, ¿verdad?
- No... oh, no.
-Como decía... una mujer inteligente... Bueno, vá­monos. -La miró un instante-. Estás mejor que nunca, Sarah, esta noche. Así es como siempre debería ser.
-¿Por qué es tan importante esta noche? ¿Se celebra algo especial?
- Sí. Más tarde te diré lo que se celebra.



2


Unas horas más tarde Sarah repetía la pregunta.
Se hallaban sentados en la cargada atmósfera de una de las salas de fiesta más caras de Londres. Abarrotada, con ventilación insuficiente y, hasta donde era posible apreciar, sin nada que la distinguiera de cualquier otra de su género, era, sin embargo, por el momento, el lugar de moda.
Sarah había intentado abordar el tema de la celebra­ción un par de veces, pero Steene había esquivado sus intentos con éxito. Era un experto en producir un elevado grado de interés por las cosas.
Mientras fumaba, mirando a su alrededor, Sarah comentó:
- Muchas de las anticuadas amistades de mamá creen que es terrible que me permita acudir a estos sitios.
- ¿Y peor aún que te deje venir conmigo?
- ¿Por qué se supone que eres tan peligroso, Larry? -rió Sarah-. ¿Te dedicas a seducir a chicas ingenuas?
- Nada tan crudo -repuso él encogiéndose de hom­bros.
- Entonces ¿qué?
- Se supone que tomo parte muy activa en lo que los periódicos llaman orgías incalificables -aclaró.
-Sí, he oído que das unas fiestas bastante especiales -dijo Sarah con franqueza.
-Algunos las llamarían así. La verdad sencilla es que no soy convencional. Hay tanto que poder hacer con la vida tan sólo si se tiene el valor de experimentar...
- Eso pienso yo también -asintió Sarah con energía.
- Las chicas jóvenes no me interesan mucho -prosi­guió Steene-. Son algo tonto, tosco y blando. Pero tú eres distinta, Sarah. Tienes valor y fuego... hay fuego de verdad en ti. -Sus ojos la recorrieron insinuantes, en una lenta caricia.- Además, tienes un cuerpo hermoso. Un cuerpo capaz de disfrutar de sensaciones... de sabo­res... de sentidos... Apenas si conoces aún tus mismas posibilidades.
Esforzándose en ocultar su reacción interna, Sarah comentó con ligereza:
- Ese párrafo tuyo es muy bueno, Larry. Seguro que siempre te da resultados.
-Querida... la mayoría de las chicas me aburren a morir. Tú... no. Por eso -alzó su copa hacia ella- cele­bramos...
-Sí, pero ¿qué? ¿Por qué todo este misterio? Le sonrió.
-Ningún misterio. Es muy sencillo. Hoy se ha decla­rado finalmente mi divorcio.
- Oh...
Sarah pareció sobresaltarse. Steene la vigilaba.
-Sí, el camino queda expedito. Bueno... ¿qué te parece, Sarah?
- Qué me parece qué?
- No juegues a hacerte la inocente conmigo, Sarah -el tono de Steene era salvaje de pronto-. Lo sabes muy bien. Te... deseo. Hace tiempo que lo sabes.
Sarah apartó su mirada. El corazón le latía con pla­cer. Había algo muy excitante en Larry.
- Tú encuentras atractivas a la mayoría de las muje­res, ¿no? -siguió hablando con ligereza.
-Ahora ya sólo unas pocas. En este momento... sólo a ti. -Se detuvo para decir en voz baja, como sin darle importancia-: Vas a casarte conmigo, Sarah.
-No quiero casarme. Además, cualquiera pensaría que deberías estar contento de hallarte libre de nuevo, sin atarte a nada inmediatamente.
-La libertad es una ilusión.
-No resultas un anuncio matrimonial muy eficaz. Tu última esposa fue muy desgraciada, ¿verdad?
-Lloraba casi sin cesar durante los dos últimos meses que pasamos juntos -respondió con calma.
-Supongo que porque le importabas.
- Eso parecía. Siempre fue una mujer increíblemente estúpida.
- ¿Por qué te casaste con ella?
-Era exactamente como una Virgen de los primitivos italianos. Mi período favorito en arte. Pero una vez en casa ese tipo de cosas le abruman a uno.
-Eres un diablo cruel, ¿verdad, Larry?
Sarah estaba medio asqueada y medio fascinada.
-Eso es lo que realmente te atrae en mí. Si fuera el tipo de hombre que se convertiría en un marido bueno, fiel y constante, no pensarías en mí dos veces.
-Por lo menos eres franco.
- Cómo deseas vivir, Sarah, ¿domesticada o peligrosamente?
Sarah no contestó. Con una miga de pan trazó una línea en el plato. Al fin dijo:
-Tu segunda esposa... Moira Denham... la que conocía dame Laura... ¿qué... qué pasó con ella?
- Será mejor que se lo preguntes a dame Laura -sonrió-. Te citará capítulo y versículo. Era una muchacha dulce y poco sofisticada... y yo le destrocé el corazón, para ponerlo en lengua vernácula romántica.
-Debo confesar que pareces una amenaza para las esposas.
- Puedo asegurarte que no destrocé el corazón de mi primera esposa. Su razón para dejarme fue desaproba­ción moral. Era una mujer de elevados ideales. La verdad es, Sarah, que las mujeres jamás se contentan con casarse con uno como es. Desean que sea distinto. Pero al menos admitirás que no te oculto mi verdadero carác­ter. Me gusta vivir peligrosamente. Me agrada probar placeres prohibidos. No tengo una gran moral y no pre­tendo ser lo que no soy.
Bajó el tono de voz.
-Puedo darte mucho, Sarah. No me refiero sólo a lo que puede comprarse con dinero... pieles con que envolver tu cuerpo adorable, joyas que poner junto a tu blanca piel. Quiero decir que soy capaz de brindarte toda una gama de gratas sensaciones. Puedo hacerte vivir, Sarah... hacerte sentir. Toda la vida es experiencia, recuérdalo.
- Sí... supongo que sí.
Le miraba con repulsión, pero también un tanto fas­cinada. Él se le aproximó más.
- ¿Qué sabes de verdad de la vida, Sarah? ¡Menos que nada! Puedo llevarte a sitios, sitios sórdidos, donde verás la vida que corre salvaje y oscura, donde podrás sentir... sentir... ¡hasta que notes que estar vivo es un oscuro éxtasis!
Sus ojos, estrechos como una línea, observaban el efecto de sus palabras. Entonces, deliberadamente, rom­pió el encanto.
-Bueno -su voz sonaba alegre-. Vámonos de aquí.
A continuación hizo una seña al camarero para que le trajera la cuenta.
Después sonrió con simpatía a Sarah.
- Ahora te llevaré a casa.
En la lujosa oscuridad del coche, Sarah se mantenía tensa y a la defensiva, pero Lawrence no intentó tocarla siquiera. Por dentro conocía que la muchacha estaba desilusionada. Sonriendo para sí, se daba cuenta de su de­silusión. Técnicamente conocía muy bien a las mujeres.
Subió con ella al piso. Sarah abrió la puerta con su llave. Se dirigió a la sala, encendiendo la luz.
-¿Una bebida, Larry?
- No, gracias. Buenas noches, Sarah.
Sintió el impulso de llamarle. Él había contado con ello.
- Larry.
-¿Qué?
Estaba en el umbral, y sólo volvió la cabeza.
Sus ojos la recorrieron con la aprobación de un ex­perto. Perfecta... totalmente perfecta. Sí, tenía que conseguirla. Sintió que se le aceleraba un tanto el pulso, pero su rostro nada denotó.
- Sabes... creo...
- ¿Sí?
Se aproximó a la joven. Ambos hablaban en voz baja, sabiendo que la madre de Sarah y Edith dormían cerca.
-Mira -Sarah susurró precipitadamente-, yo no estoy enamorada de ti, Larry.
-¿No?
Algo en el tono de su voz hizo que continuara de prisa, casi tartamudeando.
-No... no, de veras. Quiero decir que no como se debe. Por ejemplo, si perdieras todo tu dinero y... te dedicaras a cuidar de un naranjal, o algo así en alguna parte, no pensaría en ti dos veces.
-Lo cual sería muy lógico.
-Pero ello demuestra que no te amo.
-Nada podría aburrirme más que una devoción ro­mántica. No es eso lo que deseo de ti, Sarah.
-Entonces... ¿qué?
Era una pregunta imprudente, pero deseaba hacerla. Quería seguir. Quería saber qué...
Él se hallaba ya muy cerca. De pronto se inclinó y la besó en la curva del cuello. Sus manos la recorrieron, apoyándose en sus pechos.
Ella empezó a apartarse... luego se sometió. Su alien­to se había acelerado.
Un momento después, él la soltó.
-Cuando dices que no sientes nada por mí, Sarah -dijo suavemente-, estás mintiendo.
Y con dichas palabras, salió.



3



Ann había vuelto a casa como tres cuartos de hora antes que Sarah. Al entrar, abriendo con su llave, se sin­tió molesta al ver la cabeza de Edith, erizada de rizadores anticuados, y que asomaba por la puerta de su dor­mitorio.
Últimamente Edith le resultaba más y más irritante.
-La señorita Sarah no ha vuelto aún -dijo Edith.
El tácito reproche en la observación de Edith fastidió
Ann, que respondió con brusquedad:
-¿Por qué iba a hacerlo?
-Por ahí, correteando a estas horas... sólo es una chiquilla.
-No seas absurda, Edith. Las cosas no son como cuando yo era joven. Hoy las chicas han aprendido a cuidar de sí mismas.
-Es una pena. Y terminan sufriendo, como resultado. Es lo más seguro.
-También en mis tiempos. Eran ingenuas e ignorantes, y todas las carabinas del mundo no conseguían evi­tar que hicieran el tonto, si eran ese tipo de chicas. Hoy las jóvenes leen de todo, hacen de todo y van a todas partes.
-Ah -replicó Edith misteriosamente-. Una onza de experiencia vale más que libras de sabiduría. Bueno, si usted está tranquila, no es asunto mío... pero hay caba­lleros y caballeros, si es que me entiende, y no me gusta mucho ese con el que ha salido esta noche. Es del tipo que metió en apuros a la segunda hija de mi hermana Nora... y de nada vale llorar hasta quemarse las pestañas una vez hecho el mal.
Ann no pudo evitar sonreír pese a su irritación. ¡Edith y sus parientes! Además, la imagen de Sarah, tan segura de sí, como una joven pueblerina traicionada, excitó su sentido del humor.
-Bueno, deja de inquietarte y acuéstate. ¿Me has traí­do la medicina para dormir que te encargué?
-La tiene junto a la cama -gruñó Edith-. Pero no le va a hacer ningún bien el empezar a tomar cosas para dormir... Luego no podrá dormir sin ellas. Además, se pondrá aún más nerviosa de lo que ya está.
-¿Nerviosa? -el tono era enfadado-. No estoy nada nerviosa.
Edith no replicó. Se limitó a bajar las comisuras de sus labios y se retiró a su dormitorio, respirando entre dientes, casi como un silbido.
Ann entró furiosa en su cuarto.
La verdad es que Edith se volvía cada día más impo­sible. No comprendía por qué la aguantaba.
¿Nerviosa? Claro que no lo estaba. Últimamente se había acostumbrado a yacer despierta... eso era todo. Todo el mundo sufría de insomnio alguna vez. Era mucho más razonable tomar algo y descansar bien que yacer despierta, oyendo el reloj dar las horas, mientras los pensamientos daban vueltas y más vueltas... como ar­dillas en una jaula. El doctor McQueen lo había com­prendido así y le había dado una receta (algo suave e inofensivo), bromuro, creía. Algo para tranquilizarle y evitar sus pensamientos...
Oh, qué pesadas eran todas. Edith y Sarah... hasta la vieja y querida Laura. Se sentía un poco culpable con respecto a Laura. Claro que debía haberle telefoneado hacía una semana. Laura era una de sus mejores y más antiguas amistades. Sólo que, por alguna razón, no que-ría pensar en Laura... aún no... Laura resultaba a veces bastante difícil...
¿Sarah y Lawrence Steene? ¿Podría haber algo entre ellos? A las chicas jóvenes les gusta salir con un hombre de mala reputación... Seguramente no sería nada serio. Y aunque lo fuese...
Tranquilizada por el bromuro, Ann se durmió, pero incluso en sueños daba vueltas, agitada, entre las almohadas.
Mientras tomaba café, sentada en la cama a la mañana siguiente, sonó el teléfono. Al alzar el auricular se molestó al oír la voz áspera de Laura Whitstable.
-Ann, ¿sale mucho Sarah con Lawrence Steene? -le preguntó a bocajarro.
- Por Dios, Laura, ¿tienes que llamar a estas horas de la mañana para hacerme semejante pregunta? ¿Cómo voy a saberlo?
- Bueno, eres la madre de la chica, ¿no?
-Sí, pero no se puede andar catequizando todo el tiempo a los hijos, preguntándoles a dónde van y con quién. Para empezar, no te lo aguantarían.
-Vamos, Ann, no riñas conmigo. Anda detrás de ella, ¿verdad?
- Oh, no creo. Supongo que aún no le han concedi­do el divorcio.
- Ayer se declaró en firme. Lo leí en el periódico. ¿Qué sabes de él?
-Es el hijo único del anciano sir Harry Steene. Mu­chísimo dinero.
-Y notoria reputación.
-¡Ah, eso! Las chicas siempre se sienten atraídas por una mala reputación... siempre ha sido así, desde los tiempos de lord Byron. Pero no quiere decir nada.
- Me gustaría charlar contigo, Ann. ¿Estarás en casa esta tarde?
- No, voy a salir -fue la rápida respuesta.
-Entonces a las seis.
-Lo siento, Laura, tengo un cóctel...
-Bien, entonces iré hacia las cinco... ¿o preferirías... -la voz de Laura era decidida- que fuera ahora mismo?
-A las cinco -capituló Ann, amablemente-. Será es­tupendo.
Colgó con un suspiro exasperado. ¡Laura era imposi­ble! Tantas comisiones, Unesco, Onu... alteraban el seso de las mujeres.
«No tengo ganas de que a Laura le dé por venir en cualquier momento», se dijo Ann, irritada.
Pese a todo recibió a su amiga con aire de estar muy complacida. Charlaba con alegría y nerviosismo cuando Edith les sirvió el té. Laura Whitstable parecía extraña-mente silenciosa. Escuchaba, respondía, pero aquello era todo.
Al fin, cuando la conversación decayó, dame Laura dejó su taza y dijo con su franqueza habitual:
-Lamento preocuparte, Ann, pero ocurrió que al volver de América oí a dos hombres que hablaban de Larry
Steene... y lo que decían no era muy agradable de oír.
-Oh, las cosas que se dicen...
Ann se encogió de hombros.
-Son a menudo muy interesantes. Eran hombres de­centes... y su opinión sobre Steent', era condenatoria.
Está además Moira Denham, que fue su segunda esposa. La conocía antes de que se casara con él y la he visto luego. Estaba totalmente destrozada de los nervios.
-Insinúas que Sarah...
-No insinúo que Sarah acabaría con los nervios deshechos si se casara con Lawrence Steene. Es de naturale­za más resistente. No tiene nada de mariposa, Sarah.
-Bueno, entonces...
-Pero creo que sería muy desdichada. Hay otra tercera cuestión. ¿Leíste en el periódico acerca de una joven llamada Sheila Vaugham Wright?
-¿Tenía algo que ver con ser adicta a drogas?
-Sí. Es la segunda vez que comparece ante un tribu­nal. En tiempos fue amiga de Lawrence Steene. Sólo quiero decirte, Ann, que Steene es un tipo particularmente dañino (por si no lo sabías), aunque supongo que sí.
-Claro que sé que se habla de él -asintió Ann de mala gana-. Pero ¿qué quieres que haga yo? No puedo prohibirle a Sarah que salga con él. Si lo hiciera, proba­blemente la empujaría más hacia él. Las muchachas no soportan que se las dirija, como bien sabes. Lo único que conseguiría es darle más importancia al problema. Tal y como están las cosas, no creo, ni por un instante, que se trate de nada serio. Él la admira, y ella se siente halagada porque se dice que él es perverso. Pero tú pareces insinuar que desea casarse con ella.,.
-Sí, creo que quiere casarse con ella. Es lo que yo llamaría un coleccionista.
-No te comprendo.
-Es un tipo... y no de lo mejor. Suponte que ella quiera casarse con él. ¿Qué te parecería?
-¿De qué serviría mi parecer? De nada, seguramente -repuso Ann con amargura-. Las jóvenes hacen exactamente lo que quieren y se casan con quien desean.
- Pero Sarah está muy influida por ti.
-Oh, no, Laura, te equivocas en ese punto. Sarah sigue enteramente su propio camino. Yo no me meto.
- ¿Sabes, Ann? -Laura se la quedó mirando-. No consigo entenderte. ¿No te preocuparías si se casara con ese hombre?
Ann encendió un cigarrillo y aspiró con impaciencia.
- Es todo tan difícil... Muchos hombres de mala repu­tación han resultado ser excelentes maridos, una vez que han sembrado raíces. Mirándolo desde un punto de vista totalmente mundano, Lawrence Steene es una proposición excelente.
- Pero eso no te influiría a ti, Ann. Lo que tú quieres es la felicidad de Sarah, no su propiedad material.
-Oh, claro. Pero Sarah, por si no te has dado cuenta, adora las cosas bellas. Le gusta vivir con lujo... mucho más que a mí.
-¿Pero se casaría sólo por eso?
- No lo creo -Ann parecía dudar-. La verdad es que creo que se siente realmente atraída por Lawrence.
-¿Y piensas que el dinero decidiría la balanza?
-No lo sé, ¡te lo repito! Creo que Sarah... bueno… va­cilaría antes de casarse con un hombre pobre. Pongá­moslo de esa forma.
-¿Tú crees? -repuso dame Laura, pensativa.
-Hoy día las chicas sólo parecen pensar y hablar de dinero.
-¡Bah, hablar! He oído hablar a Sarah, bendita sea. Muy razonable, dura y poco sentimental. Pero el lenguaje se nos ha dado para ocultar nuestros pensamientos, igual que para expresarlos. Sea cual fuere la generación, las jóvenes hablan según los modelos establecidos. La cuestión es ¿qué quiere Sarah en verdad?
-No tengo ni idea. Me imagino que... divertirse.
-¿Crees que es feliz?
Dame Laura la contemplaba.
-Oh, sí. La verdad, Laura, es que se divierte horrores.
- No me pareció a mí muy feliz -replicó, pensativa.
-Todas las chicas parecen descontentas -afirmó Ann con aspereza-. Es una postura.
-Tal vez. Entonces, ¿crees que no puedes hacer nada en el asunto de Steene?
-No veo qué. ¿Por qué no le hablas tú?
- No lo haré. Sólo soy su madrina. Conozco mi lugar.
- Así que supongo que crees que el mío es hablarle. Ann se picó.
-En absoluto. Como decías bien, hablar no sirve de mucho.
-Pero piensas que debería hacer algo.
-No, no necesariamente.
-¿Qué quieres decir entonces?
Laura Whitstable contempló despacio la habitación.
- Sólo me preguntaba lo que pasaba por tu mente.
-¿Mi mente?
-Sí.
-Nada pasa por mi mente. Nada en absoluto.
Laura apartó su mirada del extremo del cuarto para lanzar un rápido vistazo, como de pájaro, a Ann.
- No. Eso es lo que me temía.
- No te comprendo en absoluto.
-Lo que pasa no está en tu mente, sino más profundo.
-¡Bah, si vas a decir tonterías sobre el subconsciente!
La verdad, Laura, parece que me acusas de algo.
-No te estoy acusando.
Ann se puso en pie y empezó a pasear nerviosa por la estancia.
-Sencillamente, no sé a quién te refieres... Quiero a
Sarah... Sabes muy bien lo que siempre ha significado para mí. Si... ¡si hasta lo he sacrificado todo por ella!
-Sé que hace dos años hiciste un gran sacrificio por ella -repuso dame Laura con gravedad.
-Bien, ¿y eso no lo demuestra?
-Demostrar ¿qué?
-Cuánto quiero a Sarah.
-¡Querida mía, yo no he insinuado que no la quie­ras! Estás defendiéndote... pero no contra ninguna acu­sación mía. -Se puso en pie.- Tengo que irme. Puede que no haya hecho bien en venir...
Ann la siguió a la puerta.
-Comprende, todo es tan vago... nadie puede fre­nar...
-Sí, sí.
Laura se detuvo. Habló con una repentina y sorpren­dente energía:
-¡Lo malo de los sacrificios es que no se acaban una vez hechos! Continúan...
-¿Qué quieres decir, Laura?
Ann la miró, sorprendida.
-Nada. Que Dios te bendiga, querida, y sigue mi consejo... en el campo profesional. No vivas con tal pre­mura que no tengas tiempo de pensar.
Ann rió, de nuevo con buen humor.
-Me sentaré a pensar cuando sea demasiado vieja para hacer otra cosa -repuso alegremente.
Entró Edith a recoger las cosas y Ann, mirando el reloj, lanzó una exclamación y fue a su habitación.
Se maquilló con cuidado especial, observándose de­tenidamente en el espejo. Pensó que el nuevo corte de pelo era todo un éxito. Verdaderamente la hacía parecer mucho más joven. Al oír la puerta, llamó a Edith:
-¿Hay correo?
Una pausa mientras Edith examinaba las cartas; luego ésta dijo:
-Nada más que facturas, señora... y una para la seño­rita Sarah... de Suráfrica.
Edith subrayó ligeramente las dos últimas palabras, pero Ann no se dio cuenta. Volvió al salón al tiempo que entraba Sarah.
-Lo que detesto de los crisantemos es su olor tan malo -gruñía-. Voy a dejar el trabajo con Noreen y con­vertirme en modelo. Sandra se muere por emplearme. Y además está mejor pagado. Hola, ¿has invitado a alguien a tomar el té? -preguntó al ver a Edith que entraba a re-coger una taza perdida.
-Laura ha estado aquí.
-¿Laura? ¿Otra vez? Vino ayer.
-Lo sé. -Ann vaciló un instante, luego dijo-: Ha venido a decirme que no debería dejarte salir con Lawren­ce Steene.
-¿Laura? Qué protectora. ¿Tiene miedo de que me coma el lobo feroz?
-Por lo visto -Ann dijo con deliberación.- Al pare­cer, su reputación es poco agradable.
-¡Bueno, todo el mundo lo sabe! ¿He visto cartas en el vestíbulo?
Sarah salió y regresó con la carta con sellos de África del Sur.
-Laura parece creer que debería yo ponerle punto final a la situación -dijo Ann.
Sarah contemplaba la carta. Preguntó distraída: -¿Qué?
-Laura piensa que yo debería impedir que tú y Law­rence saliérais juntos.
-Cariño, y ¿qué podrías hacer? -preguntó Sarah ale­gremente.
-Eso es lo que le he dicho -repuso Ann con triun­fo-. Las madres no pueden nada, hoy día.
Sarah se sentó en el brazo de un sillón y abrió la carta. Sacó dos páginas y empezó a leer.
-¡A una se le olvida la verdadera edad de Laura! -seguía Ann-. Se está volviendo tan vieja que está totalmen­te fuera de las ideas modernas. Claro que, para ser fran­ca, me preocupaba bastante que salieras tanto con Larry Steene... pero había decidido que si te decía algo no haría sino empeorar las cosas. Sé que puedo confiar en que no harás ningún disparate...
Se detuvo. Sarah, embebida en su carta, murmuró: -Pues claro, cariño.
- Pero debes sentirte libre de elegir tus amistades. Pienso que a veces hay muchos roces porque... Sonó el teléfono.
-¡Ay, el teléfono! -exclamó Ann.
Se dirigió a él con alegría y tomó el auricular, expec­tante.
- Dígame... Sí, aquí la señora Prentice... Sí. ¿Quién? No consigo entender el nombre... Oiga ¿Cornford, dice usted?... Oh, C-A-U-L-D... ¡Oh!... ¡Oh!... ¡pero qué tonta!... ¿Eres tú, Richard?... Sí, tanto tiempo... Bueno, qué amable eres... No, claro que no... No, me encanta... Sí, lo digo de veras... Muchas veces me he preguntado... ¿Qué ha sido de tu vida?... ¿Qué?... ¿De verdad?... Me alegro mucho. Te felicito de corazón... Estoy segura que será encantadora... Eres muy amable... me gustaría mucho conocerla...
Sarah se levantó del brazo del sillón, dirigiéndose despacio a la puerta, con ojos tristes, sin ver. La carta que había estado leyendo estaba arrugada en su mano.
-No, mañana no puedo -proseguía Ann-, no, pero espera. Buscaré mi agenda... -Llamó-: ¡Sarah!
Sarah se volvió en la puerta:
- ¿Qué?
-¿Dónde está mi agenda?
- ¿Tu agenda? Ni idea.
Sarah se hallaba a kilómetros de distancia. Ann le dijo, irritada:
-Bueno, búscala. En algún sitio estará. Tal vez junto a mi cama. Cariño, date prisa.
Sarah salió para regresar con el cuadernito de Ann.
-Aquí tienes, madre.
Ann volvió las páginas.
-¿Sigues ahí, Richard? No, la comida no puede ser. ¿Podríais vosotros venir a tomar unas copas el jue­ves?... Oh, ya veo. Lo siento. ¿Tampoco a comer?... Bueno, ¿tenéis que tomar el tren de mañana a las ocho?... ¿Dónde estáis?... Ah, pero si está aquí a la vuelta. Ya sé, ¿no podrías venir ahora mismo y tomar algo?... No, iba a salir, pero tengo mucho tiempo... Será magnífico. Venid en seguida.
Colgó el auricular y se quedó mirando distraída al espacio.
-¿Quién era? -preguntó Sarah sin mucho interés, añadiendo luego con esfuerzo-: Madre, tengo noticias de Gerry...
Ann se espabiló de pronto.
-Dile a Edith que traiga las copas mejores y un poco de hielo. De prisa. Vienen a tomar un trago.
-¿Quiénes? -preguntó Sarah, siempre sin interés, pero moviéndose obedientemente.
-Richard... ¡Richard Cauldfield!
-¿Quién es?
Ann le miró adusta, pero el pálido rostro de Sarah parecía inmutable. Salió a llamar a Edith. Al volver, Ann repitió con énfasis:
-Era Richard Cauldfield.
-¿Quién es Richard Cauldfield?
Sarah parecía extrañada.
Ann apretó las manos. Su ira era tan intensa que tuvo que esperar un instante para componer la voz.
-Así que... ¿ni siguieras recuerdas su nombre?
Los ojos de Sarah se habían posado una vez más en la carta que tenía en la mano.
Dijo con naturalidad:
-¿Le conocía? Dime algo de él.
La voz de Ann sonó ronca al repetir, esta vez con un deje mordiente que no era posible pasar por alto: -Richard Cauldfield.
Sarah alzó la vista, sorprendida. Comprendió de pronto.
-¡Cómo! ¡No será Coliflor!
-Sí.
Para Sarah era una broma.
-Mira que aparecer de nuevo -dijo, animada-. ¿To­davía anda detrás de ti, madre?
-No, se ha casado.
-Bien hecho. Me pregunto cómo será ella.
-Va a traerla a tomar unas copas. Llegarán casi en se­guida. Están en el Langport. Arregla esos libros, Sarah. Pon tus cosas en el vestíbulo. Y tus guantes.
Abriendo el bolso, Ann se miró ansiosa en el espeji­to. Al retirarse Sarah, preguntó:
-¿Estoy bien?
-Sí, preciosa.
Sarah fruncía el ceño. Ann cerró el bolso y se movió inquieta por el cuarto, cambiando la posición de una silla, ahuecando un almohadón.
-Mamá, son noticias de Gerry.
-¿Sí?
El florero con crisantemos estaría mejor en la mesita del rincón.
-Ha tenido muy mala suerte.
- ¿Sí?
Aquí la caja de cigarrillos, ahí las cerillas.
-Sí, alguna enfermedad o algo parecido atacó a las naranjas y él y su socio se metieron en deudas... y han tenido que vender. Todo ha sido un fracaso.
-Qué lástima, lo siento. Pero no puedo decir que me sorprenda.
-¿Por qué?
- A Gerry siempre parecen pasarle cosas así -repuso con vaguedad.
-Sí... es verdad -Sarah estaba triste. La generosa indignación por defender a Gerry no era tan espontánea como en otros tiempos. Dijo de mala gana-: No es culpa suya...
Pero no parecía tan convencida como lo estuviera antes.
-Tal vez no -Ann estaba ausente-. Pero me temo que siempre meterá la pata con las cosas.
-¿Tú crees? -Sarah volvió a sentarse en el brazo del sillón. Preguntó anhelante-: Madre, ¿crees tú... de ver-dad... que Gerry nunca llegará a ninguna parte?
-No lo parece.
-Sin embargo, yo sé... estoy segura... que hay algo positivo en él.
-Es un chico encantador. Pero me temo que es uno de los desplazados de este mundo.
- Tal vez -suspiró Sarah.
-¿Dónde está el jerez? Richard siempre prefería jerez a la ginebra. Oh, aquí está.
- Gerry dice que se va a Kenia -prosiguió Sarah-. Se va con un amigo. Van a vender coches... y regentar un garaje.
-Es extraordinario cuántos ineficientes acaban por regentar un garaje.
-Pero Gerry fue siempre un mago con los coches. Aquel que compró por diez libras lo arregló para que marchara de maravilla. Además, mamá, no es que Gerry sea perezoso o no le guste trabajar. Trabaja... a veces muchísimo. Es, me parece a mí, que no tiene un juicio muy acertado.
Se quedó pensativa.
Por vez primera Ann prestó plena atención a su hija. Habló con amabilidad, pero con decisión.
-Sabes, Sarah, si yo fuera tú... bueno, creo que inten­taría olvidar a Gerry.
Sarah se estremeció. Sus labios temblaron.
-¿Lo harías?
El timbre llamó, un sonido sin alma, insistente.
-Aquí están -dijo Ann.
Se dirigió a la chimenea y se apoyó en la repisa, en una postura bastante artificial.



4


Richard entró en la habitación con aquel aire de excesiva confianza en sí mismo que asumía cuando se encontraba cohibido. No estaría haciendo lo que hacía de no haber sido por Doris. Pero Doris tenía curiosi­dad. Le había dado la lata, insistiendo, hecho gestos, se había enfurruñado. Era muy joven y bonita y, como se había casado con un hombre mucho mayor que ella, intentaba salirse por completo con la suya.
Ann les salió al encuentro, sonriendo encantadora. Se sentía como una actriz representando su papel en escena.
-¡Richard... qué agradable verte! ¿Es tu esposa?
Tras la máscara de saludos corteses y comentarios sin importancia, corrían los pensamientos.
Richard pensaba para sí: «Cuánto ha cambiado... ape­nas si la hubiese reconocido...»
Y sentía una especie de alivio al proseguir: «No hu­biera sido la mujer adecuada para mí... no, realmente. Demasiado elegante... A la moda. Un tanto alegre. No es mi tipo».
Sentía renovarse su afecto hacia su mujer, Doris. Estaba un poco atontado con su esposa... era tan joven:
Pero a veces se daba cuenta con inquietud que su cuida­doso acento le atacaba los nervios y que su aire un tanto estirado cansaba. No quería admitir que se había casado fuera de su clase... la había conocido en un hotel de la costa sur; la familia de la muchacha era de dinero, su padre era un contratista retirado... pero a veces sus pa­dres también le crispaban. Aunque ahora menos que un año antes. Y estaba empezando a aceptar a los amigos de Doris como la clase de amistades que él haría con fa­cilidad. Sabía bien que no era lo que en tiempos hubie­se deseado... Doris nunca ocuparía el puesto de su Aline, muerta hacía tanto tiempo. Pero le había propor­cionado una segunda primavera para sus sentidos y, por el momento, aquello le bastaba.
Doris, que había sentido desconfianza hacia la seño­ra Prentice y cierta tendencia a los celos, se sorprendió favorablemente ante el aspecto de Ann.
«Qué mayor es», pensó para sí con la cruel intoleran­cia de la juventud.
Estaba impresionada ante la habitación y los mue­bles. También la hija era elegantísima y parecía una mo­delo salida de Vogue. Se sintió un tanto impresionada al pensar que su Richard había estado antes prometido a una mujer tan moderna. Su marido creció en su estima­ción.
Ver a Richard fue para Ann un golpe. El hombre que con tanta confianza hablaba con ella le resultaba un ex­traño. No solo él era extraño para ella, sino ella para él. Ambos se habían movido en direcciones opuestas y ahora ya no había entre los dos un punto de apoyo común. Siempre había notado en Richard dos tenden­cias diversas. Siempre había habido en él un deje pom­poso, cierta estrechez de pensamientos. Había sido un hombre sencillo con posibilidades interesantes. La puerta se había cerrado sobre dichas posibilidades. El Ri­chard que Ann amara había quedado aprisionado dentro de aquel marido británico corriente, de buen temperamento, ligeramente pedante.
Había conocido y se había casado con aquella chiquilla vulgar, predadora, sin cualidades internas ni ce­rebro, pero con cierta belleza rosada y blanca y un atractivo sexual juvenil y basto.
Se había casado con aquella chica porque ella, Ann, le había rechazado. Ardiendo de ira y resentimiento, había resultado presa fácil para la primera mujer que se propuso atraparle. Bien, tal vez todo fuera mejor así. Suponía que sería feliz...
Sarah sirvió las bebidas y habló con cortesía. Sus pensamientos no eran nada complicados, y se resumían por completo en la frase «¡Qué par de rollos son estos dos!». No se daba cuenta de las contracorrientes. En el fondo de su pensamiento había un dolor sordo relacio­nado con la palabra «Gerry».
-Ya veo que habéis cambiado todo esto.
Richard recorría la habitación con la vista.
-Es precioso, señora Prentice -decía Doris-. Este estilo regencia es lo último, ¿verdad? ¿Cómo era antes?
-Cosas rosadas y anticuadas -repuso Richard vagamente. Recordaba la suave luz del fuego y a Ann senta­da en el viejo sofá que había desaparecido para dejar lugar al diván imperio-. Me gustaban más que éstas.
-Los hombres se apegan tanto a las cosas corrientes, ¿verdad, señora Prentice?
-Mi mujer está decidida a ponerme al día.
-Pues claro que sí, cariño. No pienso dejar que te conviertas en un viejo despistado antes de tiempo -dijo Doris con cariño-. ¿No le parece que está mucho más joven que cuando usted le conoció, señora Prentice?
- Efectivamente, tiene un aspecto espléndido -repu­so Ann, evitando la mirada de Richard.
- Me dedico a jugar al golf.
-Hemos encontrado una casa cerca de Basing Heath. ¿Verdad que es una suerte? Hay un buen servicio de tre­nes para que Richard pueda ir y venir todos los días. Y el campo de golf es magnífico. Muy concurrido los fines de semana, como es natural.
-Hoy día es una suerte enorme hallar la casa que uno busca -dijo Ann.
-Sí. Tiene una cocina Aga, una magnífica conduc­ción eléctrica y está construida según las líneas más mo­dernas. Richard andaba tras una de esas terribles casas antiguas, de época, que se caen a pedazos. ¡Pero yo im­puse mi voluntad! Las mujeres tenemos más sentido práctico, ¿no le parece?
-Estoy segura de que las casas modernas ahorran muchas preocupaciones domésticas -contestó Ann con cortesía-. ¿Tienen jardín?
-No, realmente -dijo Richard, al mismo tiempo que Doris exclamaba:
- Oh, sí.
La mujer miró a Richard con reproche.
-¿Cómo puedes decir que no, cariño, después de los bulbos que hemos plantado?
- Como diez metros cuadrados, en torno a la casa -explicó Richard.
Por un momento sus ojos se encontraron con los de Ann. Juntos habían hablado a veces del jardín que ten­drían, si iban a vivir al campo. Un jardín vallado para fru­tales... un césped con árboles...
- Bueno, joven -se volvió Richard precipitadamente hacia Sarah-, ¿qué hay de ti? Supongo que muchas fies­tas locas, ¿eh?
El antiguo nerviosismo que sentía frente a ella revivía, haciéndole parecer especialmente pesado. Sarah rió animosamente, pensando para sí: «Había olvidado lo odioso que era Coliflor. Fue una suerte para mamá que yo arreglara la cuestión».
-Oh, sí -respondió-. Pero me he trazado la regla de no emborracharme más de dos veces por semana.
-Las chicas de hoy beben demasiado. Se estropean la piel... aunque debo confesar que la tuya está muy bien.
-Recuerdo que siempre se interesaba mucho por la cosmética -el tono de Sarah era muy dulce.
Se dirigió a Doris, que hablaba con Ann.
-Permítame servirle otra bebida.
- Oh, no, gracias, señorita Prentice... no podría. Hasta ésta se me ha subido a la cabeza. Qué precioso mueble bar tienen. Es elegantísimo, ¿verdad?
- Resulta muy conveniente -contestó Ann.
- ¿Aún no te has casado, Sarah? -preguntó Richard.
-Oh, no, pero aún tengo esperanzas.
- Supongo que irá usted a Ascot y todos esos sitios -comentó Doris con envidia.
- Este año la lluvia me estropeó mi mejor vestido -repuso Sarah.
-¿Sabe, señora Prentice? No se parece usted en nada a como me la había imaginado.
-¿Cómo me había imaginado?
-Es que los hombres son tan estúpidos con las des­cripciones, ¿verdad?
-¿Cómo me había descrito Richard?
-Oh, no sé. No era exactamente lo que dijo. Era la impresión que yo obtuve. Me la imaginaba algo así como una de esas mujeres un tanto ratoniles -rió con tono agudo.
-¿Una mujer tranquila y ratonil? ¡Suena horrible!
-Oh, no, Richard la admiraba enormemente. De verdad. A veces, ¿sabe?, me he sentido francamente celosa.
-Suena muy absurdo.
-Bueno, ya sabe usted cómo son las cosas. A veces, cuando Richard está muy callado -por la noche y no quiere hablar, le tomo el pelo diciéndole que está pen­sando en usted.
(«¿Piensas en mí, Richard? ¿Piensas? No creo que lo hagas. Intentas no pensar en mí... igual que yo intento no pensar en ti jamás.»)
-Si va usted alguna vez a Basing Heath, tiene que venir a vernos, señora Prentice.
-Es usted muy amable. Me encantaría.
-Naturalmente, como le pasa a todo el mundo, tene­mos el gran problema del servicio doméstico. Sólo consigo asistentas... y a veces no son nada de fiar.
Richard, apartándose de su tirante conversación con Sarah, dijo:
-¿Tienes aún a tu vieja Edith, Ann?
-Sí, desde luego. Estaríamos perdidas sin ella.
-Qué buena cocinera era. Nos preparaba unas cenas magníficas.
Hubo una pausa embarazosa.
Una de las cenas de Edith... la lumbre en el hogar... las cortinas transparentes estampadas con capullos de rosa... Ann, con su voz dulce y el cabello castaño como una hoja seca... Hablando... haciendo planes... un futuro dichoso... Una hija que volvía de Suiza... pero él nunca había soñado que aquello fuera a importar...
Ann le observaba. Por un instante vio al verdadero Richard... su Richard... que la miraba con ojos tristes, llenos de recuerdos.
¿El verdadero Richard? ¿No era el Richard de Doris tan verdadero como el de Ann?
Pero su Richard había vuelto a marcharse. Era el Ri­chard de Doris el que se despedía. Más palabras, más frases hospitalarias... ¿no iban a irse nunca? Aquella de­sagradable y codiciosa chiquilla de voz aguda y afectada. Pobre Richard... ¡Oh, pobre Richard!... y todo por culpa de ella. Ella que le había enviado a aquel hotel donde Doris le esperaba.
Pero, ¿era en verdad el pobre Richard? Tenía una esposa joven y bonita. Seguramente sería muy feliz.
¡Por fin! ¡Se habían ido! Sarah, que los acompañó hasta la puerta, volvió lanzando un exagerado «¡Uf!»
-¡Gracias a Dios, eso es asunto concluido! ¿Sabes, mamá? De buena escapaste.
-Supongo que sí.
Ann respondió como en sueños.
-Bueno, permite que te pregunte, ¿te casarías con él ahora?
-No, no me gustaría casarme con él ahora.
(«Nos hemos alejado de aquel lugar común que había en nuestras vidas. Tú por un lado, Richard, yo por otro. Ya no soy la mujer que paseara contigo por el parque de St. James, ni tú el hombre con quien pensaba envejecer... Somos dos seres distintos... extraños. Hoy no te he gustado mucho... y yo te he encontrado aburri­do y pedante...»)
-Te aburrirías de muerte, y lo sabes -decía la voz joven y segura de Sarah.
-Sí. Es cierto -respondió Ann con lentitud-. Me abu­rriría de muerte.
(«Ahora no podría sentarme tranquila e ir enveje­ciendo. Tengo que salir cada noche... divertirme... que pasen cosas.»)
Sarah puso una mano acariciadora en el hombro de su madre.
-No hay duda, cariño, lo que a ti te gusta de verdad es andar por ahí. Te aburrirías de muerte, metida en un barrio extremo con un jardincito, sin nada más que hacer que esperar que Richard viniera en el tren de las 6,15, y te contara que dio en el cuarto hoyo con tres golpes. Ésa no es en absoluto tu idea de la vida.
-En un tiempo me hubiese gustado.
(«Un viejo jardín vallado, un césped con árboles, una casita estilo reina Ana, de ladrillos rojizos. Y Ri­chard no se hubiese dedicado al golf, sino que hubie­se cuidado de los rosales, plantando campánulas bajo los árboles. ¡O si se hubiese dedicado al golf, estaría encantada de que hubiese dado en el cuarto hoyo en tres golpes!»)
Sarah besó con cariño la mejilla de su madre.
-Deberías estarme agradecida, cariño, por librarte de todo ello. De no haber sido por mí, ahora, estarías casada con él.
Ann se apartó un tanto. Sus ojos, dilatadas las pupi­las, miraron con fijeza a Sarah.
-De no haber sido por ti, me hubiese casado con él. Y ahora... no lo deseo. No significa ya nada para mí.
Se dirigió a la repisa, pasando un dedo por ella, en­sombrecidos los ojos de sorpresa y dolor. Repitió para sí, muy bajó:
-Nada de nada... nada... ¡qué broma tan pesada es la vida!
Sarah fue al bar y se sirvió otro trago. Se quedó allí, enredando un poco, y por fin, sin volverse, habló en un tono como de no dar importancia.
-Madre... supongo que es mejor que te lo diga. Larry quiere que me case con él.
-¿Lawrence Steene?
-Sí.
Hubo una pausa. Ann no dijo nada durante unos ins­tantes. Al final preguntó:
- ¿Qué piensas hacer?
Sarah se volvió. Miró a Ann suplicante, pero Ann no la miraba.
- No sé...
Su voz tenía un acento perdido, asustado, como el de una criatura. Miró a su madre esperanzada, pero el rostro de Ann parecía duro y remoto. Al final, ésta dijo:
-Bueno, tú tienes que decidir.
- Lo sé.
De la mesita que tenía cerca, Sarah tomó la carta de Gerry. La enrolló despacio entre los dedos, contemplándola. Al fin dijo con aspereza, casi exclamando: -¡No sé qué hacer!
-No veo cómo puedo ayudarte.
- Pero ¿qué piensas tú, mamá? Oh, di algo.
-Ya te he dicho que no tiene buena reputación.
- ¡Bah, eso! Eso no importa. Me aburriría a morir con un modelo de todas las virtudes.
-Claro que nada en dinero. Te podrías divertir mucho. Pero si no le quieres no debes casarte.
- Le quiero, en cierto modo -repuso lentamente. Ann se puso en pie, mirando al reloj.
-Bueno, entonces no veo la dificultad. ¡Cielos, había olvidado que debo ir con los Eliot! Llegaré tardísimo.
-Al mismo tiempo, no estoy segura... -Sarah se detuvo-. Es que...
-No hay ningún otro, ¿verdad?
- No realmente.
Sarah volvió a mirar la carta de Gerry arrugada en su mano.
-Si estás pensando en Gerry -replicó Ann rápidamente-, debes borrártelo de la cabeza, Sarah. Gerry- no vale mucho y cuanto antes te decidas, mejor.
-Supongo que tienes razón.
-Estoy bien segura de que la tengo. Olvídate de Gerry. Si no quieres a Lawrence Steene, no te cases con él. Aún eres muy joven. Hay mucho tiempo.
Sarah se acercó acongojada a la chimenea.
-Supongo que tanto da que me case con Lawren­ce... Después de todo es locamente atractivo. ¡Oh madre! -exclamó de pronto-. ¿Qué voy a hacer?
-La verdad, Sarah -Ann estaba enfadada-, te portas exactamente como una criatura de dos años. ¿Cómo voy a decidir tu vida por ti? La responsabilidad está en ti y solamente en ti.
-Oh, ya lo sé.
-Pues entonces...
-Creí que tal vez tú... podrías ayudarme de algún modo -repuso infantilmente.
-Ya te he dicho que no tienes por qué casarte con nadie, a menos que lo desees.
Siempre con expresión infantil en su rostro, Sarah dijo de repente:
-Pero te gustaría librarte de mí, ¿verdad?
-Sarah, ¿cómo puedes decir tal cosa? -preguntó Ann con aspereza-. Claro que no quiero librarme de ti. ¡Qué idea!
-Lo siento, madre, no sentía lo que decía. Sólo que ahora todo es distinto, ¿no es verdad? Quiero decir que lo pasábamos tan bien juntas. Pero ahora parece que siempre te ataco los nervios.
-Me temo que sí estoy a veces nerviosa -repuso la madre con frialdad-. Pero después de todo, tú también eres bastante temperamental, ¿no, Sarah?
- Oh, imagino que todo es culpa mía -siguió refle­xionando Sarah-. Casi todas mis amigas se han casado.
Pam, Betty y Susan. Joan no, pero ahora se dedica sólo a la política. -Se detuvo otra vez, antes de proseguir-: La verdad es que sería bastante distraído casarse con Law­rence. Maravilloso tener toda la ropa y pieles y todo lo que una deseara.
-Ciertamente, pienso que es mejor que te cases con alguien con dinero, Sarah -repuso Ann secamente-. Tus gustos son decididamente caros. Tu asignación siempre te queda corta.
-Odiaría ser pobre.
Ann respiró hondamente. Se sentía insincera, artifi­cial, y no sabía qué decir.
-Cariño, no sé en verdad qué aconsejarte. Comprende, siento que este asunto es totalmente tuyo. Estaría muy mal por mi parte empujarte hacia él o aconsejarte en su contra. Tienes que decidir por ti misma. Lo com­prendes, ¿verdad, Sarah?
-Pues claro, cielo -repuso con rapidez-. ¿Te estoy aburriendo? No quiero preocuparte en lo más mínimo. Dime sólo una cosa. ¿Qué te parece a ti Lawrence?
-La verdad es que no siento ni pienso nada de él, en ningún sentido.
-A veces... siento un poco de miedo... de él.
-Querida mía -Ann parecía divertida-, ¿no crees que eso es un poco tonto?
-Sí... supongo que sí...
Despacio, Sarah empezó a rasgar la carta de Gerry, primero en tiras, luego en trozos y más trozos. Lanzó los trocitos al aire, mirándolos caer como una tormenta de nieve.
-Pobre Gerry.
Luego, con una rápida mirada de reojo, preguntó: -A ti te importa lo que me pasa, ¿verdad, mamá?
-¡Sarah! ¡La verdad...!
-Oh, lo siento... insistir una y otra vez así. Es que no sé por qué me siento tan rara. Es como estar en medio de una ventisca y no saber por dónde se va a casa... Es una sensación tan rara que da miedo. Todo y todos re­sultan distintos... Tú eres distinta, madre.
-Pero qué tonterías dices, chiquilla. Y ahora tengo que irme.
-Supongo que sí. ¿Es importante la fiesta?
-Bueno, tengo mucho interés por ver los nuevos murales de Kit Eliot.
-Ya, comprendo. -Tras una pausa, Sarah dijo-: Sabes, madre, creo que Lawrence me interesa mucho más de lo que yo misma me doy cuenta.
-No me sorprendería -dijo Ann con ligereza-. Pero no te apresures. Adiós, queridita. Me voy volando. La puerta de la calle se cerró tras Ann.
Edith vino de la cocina a la sala, con una bandeja para llevarse las copas.
Sarah había puesto un disco, escuchando con melan­cólico agrado a Paul Robeson que cantaba A veces me siento como un niño sin madre.
-¡Qué cosas le gustan! Eso me pone carne de gallina -dijo Edith.
- Es precioso.
- Con gustos... -gruñó enfadada Edith, prosiguien­do-: ¿Por qué las personas no podrán echar las cenizas en los ceniceros y no por todo el suelo?
- Es bueno para las alfombras.
- Eso se ha dicho siempre y nunca ha sido verdad. ¿Y por qué tendrá usted que echar papelitos por el suelo cuando tiene una papelera junto a la pared...?
-Lo siento, Edith. No me había fijado. Rasgaba mi pasado y quería hacer un ademán.
-¡Conque su pasado! -se burló Edith. Luego preguntó con dulzura, fijándose en la cara de Sarah-: ¿Pasa algo malo, linda mía?
-Nada. Estoy pensando en casarme, Edith.
-No tenga prisa. Espere a que llegue el adecuado.
- No creo que importe con quién se casa una. De todos modos saldrá mal.
- ¡Vamos, no diga disparates, señorita Sarah! ¿Qué es todo eso, vamos a ver?
-Quiero marcharme de aquí -exclamó Sarah con pa­sión.
- ¿Y qué tiene de malo su casa, si puede saberse?
-No lo sé. Todo parece distinto. ¿Por qué ha cambiado, Edith?
-Está creciendo, pequeña mía, ¿se da cuenta? -dijo Edith dulcemente.
-¿Es eso lo que me pasa?
- Puede ser.
Edith, con su bandeja de copas, fue a la puerta. De pronto, inesperadamente, dejó su carga y volvió. Acari­ció la oscura cabeza de Sarah como lo hiciera años atrás, cuando era una niña.
-Vamos, vamos, preciosa mía. Hala, hala.
Cambiando bruscamente de humor, Sarah se puso en pie de un salto y rodeando la cintura de Edith empezó a valsar locamente por la habitación con ella.
-Me voy a casar, Edith, ¿no es divertido? Me casaré con el señor Steene. Nada en dinero y es guapísimo. ¿Verdad que soy una chica con suerte?
-Primero una cosa y luego otra -gruñó Edith liberán­dose-. ¿Qué le pasa, señorita Sarah?
-Creo que estoy un poco loca. Vendrás a la boda, Edith, y te compraré un vestido precioso... si quieres, de terciopelo carmesí.
-Qué se cree que es una boda... ¿una coronación?
Sarah puso la bandeja en las manos de Edith y la em­pujó hacia la puerta.
-Vete, viejita querida, y no refunfuñes.
Al salir, Edith meneaba la cabeza, dudosa.
Sarah cruzó despacio la sala. De pronto se dejó caer en el sillón, llorando, llorando.
El disco acababa... la voz profunda y melancólica cantaba una vez más:
A veces me siento como un niño sin madre... lejos de mi casa...


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