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jueves, 13 de enero de 2011

HACIA CERO -- AGATHA CHRISTIE

HACIA CERO

AGATHA CHRISTIE


PRÓLOGO
19 de noviembre

Casi todas las personas que se hallaban reunidas alrededor de la chimenea eran abogados o tenían interés
por la Ley. Estaban: Martindale, Rufus Lord, K. C., el joven Daniels, que se había hecho famoso con el caso
Castairs, varios abogados más, el Magistrado del Supremo Cleaver, Lewis, de la firma Lewis & Trench, y el
anciano señor Treves. El señor Treves andaba cerca de los ochenta, unos ochenta llenos de madurez y de
experiencia. Era el miembro más famoso de una famosa firma de abogados. Había resuelto fuera de los
tribunales innumerables casos delicados, se decía que sabía más secretos de familia que ningún otro hombre de
Inglaterra y estaba especializado en criminología.
Algunas personas irreflexivas opinaban que el señor Treves debía escribir sus memorias. El señor Treves,
con mejor juicio, opinaba que sabía demasiado para ello.
Aunque retirado del ejercicio de su profesión desde hacía mucho tiempo, no había en toda Inglaterra
opinión más respetada que la suya por sus propios colegas. Cuando hablaba, con su voz fina y precisa, siempre
se producía a su alrededor un silencio respetuoso.
En la ocasión a que nos referimos, la conversación giraba sobre un caso que había dado mucho que hablar y
que había concluido aquel día en Old Bailey1. Era un caso de asesinato y el acusado había sido absuelto. Los
presentes estaban analizando el caso una y otra vez, criticándolo desde el punto de vista profesional.
El ministerio fiscal había cometido el error de confiar en uno de sus testigos, el viejo Depleach, y debía
haberse dado cuenta de que con ello suministraba un arma a la defensa. El joven Arthur había sacado el
máximo partido de la declaración de la criada. Bentmore, al hacer el resumen del caso, había vuelto a poner las
cosas en su lugar, pero el mal ya estaba hecho y el jurado había creído a la chica. Los jurados eran muy raros,
nunca se sabía lo que eran capaces de creer y lo que no. Pero una vez que se les metía algo en la cabeza no
había nadie capaz de quitárselo. Habían creído que la chica decía la verdad en lo de la barra de hierro y no hubo
nada que hacer. El informe médico había resultado incomprensible para ellos. Todos aquellos términos tan
largos y aquella jerga científica... Esos científicos eran muy malos testigos, balbucían y titubeaban y eran
incapaces de contestar sí o no a la pregunta más clara, siempre con aquello de «si hubieran concurrido
determinadas circunstancias» y cosas por el estilo.
Poco a poco fueron agotando el tema y según las observaciones iban espaciándose, en la reunión iba
creciendo la sensación de que algo faltaba. Todas las cabezas se volvieron en dirección del señor Treves.
Porque hasta entonces el señor Treves no había contribuido en absoluto a la discusión. Paulatinamente, se hizo
evidente que la reunión esperaba la última palabra de su colega más respetado.
El señor Treves, recostado en su butaca, pulía sus gafas con expresión ausente. Algo en el silencio reinante
le hizo levantar la vista vivamente tras una larga pausa.
—¿Eh? —dijo—. ¿Qué hay? ¿Me han preguntado algo?
—Estábamos hablando del caso Lamorne, señor —dijo el joven Lewis.
Hizo una pausa, como esperando una respuesta.
—Sí, sí —dijo el señor Treves—. En eso estaba pensando.
Se oyó un murmullo respetuoso.
—Pero me temo —dijo el señor Treves, sin dejar de sacar brillo a sus gafas— que estaba dejándome llevar
de la fantasía. Supongo que será que estoy haciéndome viejo. A mi edad, nos creemos con derecho a ser
fantásticos, si se nos antoja.
—Por supuesto, señor —dijo el joven Lewis; pero parecía desconcertado.
—Estaba pensando —dijo el señor Treves— no tanto en las cuestiones legales que se suscitaron, aunque
son muy interesantes... Muy interesantes... Si el veredicto hubiera sido al contrario, creo que habría habido base
sobrada para una apelación... Pero no voy a empezar con eso ahora. Estaba pensando, como les decía, en las
cuestiones legales sino en... bueno, en las personas que intervinieron en el caso.
Todos se quedaron asombrados. Sólo habían considerado a las personas del caso desde el punto de vista de
su credulidad o en su categoría de testigos. Ninguno de ellos había llegado ni siquiera a hacerse la menor
consideración sobre si el acusado sería culpable o tan inocente como el tribunal lo había declarado.
—Seres humanos —dijo pensativo el señor Treves—. Seres humanos. De todas clases, especies, formas y
1 Tribunal central de lo criminal en Londres (N. del T.)
tamaños. Gentes de todas partes, de Lancashire, de Escocia, aquel propietario del restaurante de Italia, y aquella
maestra de escuela de no sé dónde en el Oeste Medio. Todos cogidos y atrapados en la red y, por último,
reunidos ante un tribunal de Londres, en un día gris del mes de noviembre, Cada uno de ellos contribuyendo
con su poquito. Y la cosa vino a tener su culminación en un juicio por asesinato.
Hizo una pausa y empezó a tamborilear suavemente en una de sus rodillas.
—A mí me gustan las buenas novelas policíacas —dijo—. Pero opino que empiezan donde no deben.
Empiezan con el asesinato. Pero el asesinato es el fin. La historia empieza mucho antes, con todas las causas y
acontecimientos que reúnen a determinadas personas en determinado lugar, a una hora determinada de un día
determinado. Fíjense en la declaración de aquella muchachita... Si la pinche no le hubiera quitado el novio, ella
no hubiera dejado la casa en un arranque de genio, no hubiera ido a parar a casa de los Lamorne y no hubiera
sido el principal testigo de la defensa. Y ese Giuseppe Antonelli, viniendo a ocupar el puesto de su hermano
durante un mes... El hermano es cegato como un topo... No hubiera visto lo que vieron los ojos agudos de
Giuseppe. Si al policía no le gustara la cocinera del 48, no hubiera llegado tarde a hacer su ronda...
El señor Treves confirmó sus palabras moviendo suavemente la cabeza.
—Todos convergiendo en un punto dado... Y luego, llega la hora... ¡La Hora Cero! Sí, todos encontrándose
en La Hora Cero...
Tras una breve pausa, repitió:
—La hora cero...
Se estremeció ligeramente.
—Tiene usted frío. Acérquese al fuego.
—No, no —dijo el señor Treves—No tengo frío. Alguien estará pisando mi tumba, según el dicho popular 2
—Bueno, bueno, tengo que irme hacia la casa.
Les dirigió con la cabeza un saludo afable y salió lentamente de la habitación.
Los presentes permanecieron durante unos instantes silenciosos y confusos. Luego, Rufus Lord, el K. C.,
observó que al pobre Treves se le notaban los años.
—Una cabeza muy aguda, muy aguda —dijo sir William Cleaver—. Pero no se puede con los años
—Además, padece del corazón —dijo Lord—. Me parece que no durará mucho.
—Se cuida bien —dijo el joven Lewis.
En aquel momento el señor Treves subía con cuidado a su coche un «Daimler» muy suave. El coche lo dejó
en una casa de una plaza tranquila. Un mayordomo solícito le ayudó a despojarse de su abrigo. El señor Treves
entró en la biblioteca, donde ardía un fuego de carbón. A continuación de la biblioteca estaba su dormitorio,
porque a causa de la debilidad de su corazón nunca subía al piso de arriba.
Se sentó enfrente del fuego y cogió el correo.
En su mente seguía dándole vueltas la idea que había esbozado en el club.
—Incluso en este momento —se dijo el señor Treves—, algún drama, algún crimen futuro, está en curso de
preparación. Si yo escribiera una de esas historias tan divertidas de sangre y de crimen, empezaría ahora, con
un caballero anciano sentado frente al fuego, abriendo sus cartas y dirigiéndose sin saberlo él mismo hacia la
hora cero...
Rasgó un sobre y pasó una mirada distraída por la hoja que extrajo de él.
—¡Vaya por Dios! — dijo el señor Treves— ¡Qué contratiempo! ¡Es realmente enojoso! ¡Después de tantos
años! Esto alterará todos mis planes.
2 Efectivamente, en Inglaterra, cuando alguien se estremece, dice que están pisando su tumba. (N. del T.)
CAPITULO PRIMERO
SE ABRE LA PUERTA, HE AQUÍ LOS PERSONAJES
El hombre que estaba en la cama del hospital cambió ligeramente de postura y sofocó un gruñido de dolor.
La enfermera que cuidaba de la sala se levantó de su puesto junto a la mesa y se acercó a él. Le movió las
almohadas y le colocó en una postura más cómoda. Andrew McWhirter se limitó a lanzar un gruñido, a modo
de gracias.
Se encontraba en un estado de extrema rebeldía y amargura.
Ya debía haberse terminado todo. Debía encontrarse fuera de todo. ¡Maldito aquel arbolito ridículo que
crecía en el acantilado! Malditos aquellos novios entrometidos que desafiaron el frío de una noche de invierno
para citarse en el borde del acantilado.
Si no hubiera sido por ellos, y por el árbol, ya se hubiera terminado todo. Una zambullida en el agua helada
y profunda, quizás una breve lucha y luego el olvido, el fin de una vida maltrecha sin valor y sin provecho.
Y ahora, ¿dónde estaba? En una situación ridícula echado en una cama del hospital con un hombro roto y
ante la perspectiva de ser llevado ante un tribunal policiaco por el delito de haber intentado quitarse la vida.
Pero, ¡maldición!, ¿no era su propia vida?
Y si su tentativa hubiera tenido éxito, lo hubieran enterrado piadosamente, alegando locura transitoria.
Sí, locura. ¡Nunca había estado más cuerdo! Y suicidarse era la cosa más lógica y cuerda que podía haber
hecho un hombre en su situación.
Era un hombre completamente acabado, de mala salud, y su mujer le había dejado por otro. Sin trabajo, sin
afecto, sin dinero, sin salud, ni esperanza, ¿no era el acabar de una vez la única solución?
Y ahora ahí estaba en una situación ridícula. Dentro de poco tiempo, un magistrado mojigato le amonestaría
por haber hecho lo que el sentido común le había aconsejado hacer con algo que era suyo y sólo suyo: su vida.
Lanzó un gruñido de rabia. La fiebre le subió un tanto.
La enfermera se acercó a él de nuevo.
Era joven, pelirroja, con un rostro bondadoso y vacío.
—¿Le duele mucho?
—No.
—Le daré algo para que duerma.
—No me dará usted nada.
—Pero...
—¿Cree usted que soy incapaz de soportar un poco de dolor o insomnio?
La enfermera sonrió de un modo agradable, con cierto aire de superioridad.
—El doctor ha dicho que podía tomar algo.
—No me importa lo que haya dicho el doctor,
La enfermera sin inmutarse lo más mínimo, le acercó el vaso de limonada.
—Siento haber estado grosero —dijo él ligeramente avergonzado.
—Bah, no se preocupe.
Le molestó el que su malhumor no la afectara en lo más mínimo. Ninguna de esas cosas podía penetrar la
armadura de indiferencia indulgente de la enfermera. Para ella, era un paciente, no un hombre.
—¡Condenados entrometidos! ¡Siempre igual!
—Vaya, vaya, no está bonito decir esas cosas —dijo ella en tono reprobatorio.
—¿Qué no está bonito? —preguntó—. ¿Bonito? ¡Dios mío!
La enfermera dijo tranquilamente:
—Se sentirá mejor por la mañana.
El enfermo tragó saliva.
—¡Ustedes las enfermeras! ¡Ustedes las enfermeras! Inhumanas, eso es lo que son.
—Sabemos lo que conviene al enfermo.
—¡Eso es lo que me da tanta rabia! De usted, del hospital, del mundo entero. Siempre entrometiéndose.
Todo el mundo sabe lo que conviene a los demás. He intentado matarme. ¿Lo sabía usted?
Ella asintió con un movimiento de cabeza.
—Si yo quería tirarme por aquel maldito acantilado, era cosa mía y sólo mía. No quería nada de la vida. Era
un hombre acabado.
La enfermera expresó una simpatía, abstracta con un chasquido de la lengua. Era un paciente, y dejaba que
se calmara desahogándose.
—¿Por qué no había de matarme, si quería hacerlo? —preguntó él.
A esto contestó ella con toda seriedad.
—Porque está mal.
—¿Y por qué está mal
Ella le miró con expresión dubitativa. No es que se hubieran alterado sus creencias, pero le faltaba facilidad
de palabra para expresar su reacción.
—Bueno... quiero decir que... es malo matarse. Tiene uno que seguir viviendo, si le gusta como si no le
gusta.
—¿Y por qué tiene uno que seguir viviendo?
—Bueno, tiene uno que tener en cuenta a los demás, ¿verdad?
—En mi caso no. Ni una sola persona en el mundo sentirá mi muerte.
—¿No tiene usted parientes ¿Ni madre, ni hermanos, ni nada?
—No. Tenía mujer, pero me dejó... ¡Y muy bien que hizo! Se dio cuenta de que no valgo para nada.
—Pero tendrá usted amigos.
—No, no tengo amigos. No soy hombre dado a hacer amistades. Le voy a decir una cosa, enfermera. Hubo
un tiempo en que yo era feliz. Tenía un buen empleo y una mujer guapa. Entonces hubo un accidente de coche.
Mi jefe iba conduciendo y yo iba con él. Quería que yo dijera que iba a menos de cuarenta kilómetros por hora
en el momento del accidente, pero no era verdad. Conducía a cerca de sesenta. No hubo muertos ni nada de
eso; sólo quería tener razón para lo del seguro. Pues bien, yo no podía decir lo que él quería. Era una mentira y
yo no digo mentiras.
La enfermera dijo:
—Creo que hizo usted muy bien. Muy bien,
•—¿Ah, sí? ¿Lo cree usted? Aquella cabezonería mía me costó el empleo. Mi jefe estaba resentido y tuvo
buen cuidado de que no consiguiera otra colocación. Mi mujer se cansó de verme dar vueltas, sin encontrar
trabajo. Se marchó con un hombre que había sido amigo mío. Le iban bien las cosas y seguía subiendo. Yo
anduve dando tumbos, hundiéndome cada vez más. Me aficioné algo a la bebida. Ella no me ayudó a conseguir
trabajo. Por último, llegué a hacer tareas muy duras, el esfuerzo me hizo daño y el médico me dijo que nunca
volvería a estar bien. Bueno, ya no me quedaba gran aliciente en la vida. Lo más fácil y seguro era acabar de
una vez. Mi vida no tenía valor ni para mí ni para nadie.
La pequeña enfermera murmuró:
—Eso usted no lo sabe.
Él se rió. Se había puesto de mejor humor. Su ingenua obstinación le hacía gracia.
—Pero, pequeña, ¿para qué le sirvo yo a nadie?
Ella dijo confusa:
—No se sabe. Puede que... algún... día...
—¿Algún día? No llegará ese día. La próxima vez me aseguraré bien.
Ella movió la cabeza con decisión.
—No, no —dijo—. Usted no volverá a hacerlo.
—¿Por qué no?
—Nunca lo hacen.
É1 se quedó mirando. «Nunca lo hacen.» Él pertenecía ya a la clase de suicidas frustrados. En el momento
en que abrió la boca para protestar enérgicamente, su sinceridad innata le detuvo de pronto.
¿Volvería él a hacerlo? ¿Tenía intención de hacerlo? Y súbitamente comprendió que no. Sin que ninguna
razón se lo impidiera.
Puede que la verdadera razón fuera la que la enfermera, en su experiencia, acababa de dar: Nadie intenta
suicidarse dos veces.
Con mayor motivo decidió obligarla a que le diera una razón ética.
—En cualquier caso tengo derecho a hacer lo que quiera con mi vida.
—No... no, no lo entiende usted.
—Pero, ¿por qué no, hijita, por qué no?
La enfermera enrojeció y dijo, jugando con la crucecita de oro que colgaba de una cadenilla pendiente de su
cuello.
—No lo entiende. Dios puede necesitarle a usted.
Él la miró fijamente, desconcertado. No quería ofenderla en su fe infantil.
—A lo mejor algún día —dijo en tono de burla— detengo un caballo desbocado y salvo de la muerte a una
niña rubia, ¿no es eso?
Ella negó con la cabeza y dijo con vehemencia, tratando de expresar lo que en su mente estaba tan claro y
en su palabra resultaba tan torpe:
—Puede que sea sólo el estar en algún sitio, sin hacer nada... sólo estar en cierto lugar, en un momento
determinado... ¡Ay, no puedo expresarlo! Pero puede que yendo un día por la calle... sólo por el hecho de ir por
esa calle, usted esté realizando algo enormemente importante... a lo mejor sin saber lo que es.
La enfermera pelirroja era de la costa oeste de Escocia y algunas personas de su familia habían tenido «visiones
».
Puede que, confusamente, viera la imagen de un hombre subiendo una carretera en una noche de septiembre
y salvando a un ser humano de una muerte horrible...
14 de febrero
Había una sola persona en la habitación y el único ruido que se oía era el rasgueo de la pluma de esa
persona, según iba escribiendo línea tras línea en el papel.
No había nadie que pudiera leer las palabras que iba escribiendo. Si alguien las hubiera leído, habría creído
que su vista le engañaba. Porque aquello era un proyecto de asesinato, claro y con todo detalle.
Hay momentos en que el cuerpo es consciente de que una mente fiscaliza y se inclina obediente ente ese
algo que gobierna sus actos. En otros momentos, la mente es consciente de poseer y dominar un cuerpo y de
cumplir su propósito a través del cuerpo.
La persona que escribía se encontraba en este último estado. Era una mente, una inteligencia fría y
controlada. Esta mente tenía una sola idea y un solo propósito: la destrucción de otro ser humano. Para llevar a
cabo este propósito iba trazando el plan meticulosamente en el papel. En este plan se tenía en cuenta cualquier
eventualidad, cualquier posibilidad. Tenía que resultar perfecto. El plan, como todos los planes bien trazados,
no era inflexible en todos sus puntos. En determinados momentos quedaba lugar para alternativas. Además,
como aquélla era una mente inteligente, se daba cuenta de que hay que dejar un margen para lo imprevisto.
Pero las líneas principales eran claras y habían sido examinadas con toda atención. La hora, el lugar, modo de
hacerlo, la víctima...
La persona que nos ocupa levantó la cabeza. Cogió con la mano las hojas de papel y las leyó con atención
del principio al fin. Sí; todo estaba claro como el agua.
Por aquel rostro serio pasó una sonrisa. Era una sonrisa un poco anormal. La persona suspiró
profundamente.
Así como el hombre fue hecho a imagen y semejanza de su Creador, nuestra persona sintió acuciadamente
como una horrible parodia de la alegría de crear.
Sí, todo está planeado, se había previsto la reacción de cada uno, convirtiendo el bien y el mal que cada uno
llevaba dentro, un juguete del mismo fin malvado.
Faltaba una cosa aún...
Sonriendo, el escritor escribió una fecha... un día del mes de septiembre.
Entonces, riéndose, hizo pedazos el papel y, cruzando el cuarto, los echó al fuego de la chimenea. No
cometió el menor descuido. Todos los trocitos de papel fueron destruidos y consumidos por el fuego. Desde
aquel momento el plan existía sólo en la mente de su creador.
8 de marzo
El superintendente Battle estaba desayunando. Avanzando la mandíbula en ademán de lucha, leía, despacio
y con todo cuidado, una carta que su mujer acababa de entregarle llorando. Su rostro como de costumbre, no
mostraba la menor expresión. Parecía tallado en madera. Era un rostro sólido, resistente y, en cierto modo,
impresionante. El superintendente Battle no había dado nunca la impresión de ser brillante. Decididamente, no
era un hombre brillante. Pero tenía otra cualidad, difícil de definir, pero poderosa.
—No puedo creerlo —dijo la señora Battle—, Sylvia.
Sylvia era la menor de los cinco hijos de los Battle. Tenía dieciséis años y estaba en un colegio cerca de
Maidstone.
La carta era de la señorita Amphrey, directora del colegio en cuestión. Era una carta clara, amable, escrita
con mucho tacto. Decía que las autoridades del colegio habían estado desconcertadas durante cierto tiempo
respecto a diversos robos que se habían cometido en el mismo, que al fin todo se había aclarado, que Sylvia
Battle había confesado su culpabilidad y que la señorita Amphrey desearía ver a los Battle cuanto antes «para
discutir la situación».
El superintendente Battle dobló la carta, la guardó en un bolsillo y dijo:
—Déjame esto a mí, Mary.
Se levantó, giró unas vueltas alrededor de la mesa, le dio unos golpecitos cariñosos en la mejilla y la
tranquilizó, diciéndole:
—No te preocupes, querida, que todo se arreglará.
Y salió de la habitación dejando tras de sí consuelo y tranquilidad.
Aquella noche, en el salón de la señorita Amphrey, moderno con acentuado sello personal, el
superintendente Battle estaba sentado muy derecho en una butaca frente por frente a la señorita Amphrey, sus
manazas descansando sobre las rodillas y con mucho más aspecto de policía que nunca.
La señorita Amphrey tenía grandes éxitos como directora. Tenía personalidad, mucha personalidad, era
moderna y culta y sabía combinar la disciplina con las modernas teorías sobre libre albedrío.
El salón era representativo del espíritu que reinaba en Meadway. Todo era de un color frío de harina de
avena. Había grandes jarrones con narcisos y floreros con tulipanes y jacintos, dos buenas copias de escultura
clásica griega, dos ejemplares de escultura moderna muy audaz y, en las paredes, dos primitivos italianos. En
medio de todo esto, se sentaba la señorita, vestida de azul oscuro con, expresión anhelante en su rostro de galgo
y mirando seriamente con sus ojos azul claro a través de los gruesos cristales de sus gafas.
—Lo que me importa —estaba diciendo con su voz clara y bien modulada— es que tratemos el asunto en la
debida forma. Es en la niña en quien tenemos que pensar, señor Battle, en Sylvia. Es de la máxima importancia,
de la máxima importancia, no dañar su vida en ninguna forma. Hay que evitar el que adquiera un complejo de
culpabilidad. Hay que reconvenirla con sumo cuidado o no reconvenirla en absoluto. Tenemos que dar con el
motivo que se oculta tras esas raterías sin importancia. ¿Tendrá un complejo de inferioridad? No descuella en
los deportes... ¿Sentiría un deseo confuso de brillar en una esfera distinta? ¿Desearía afirmar su ego? Tenemos
que tener mucho, mucho cuidado. Por eso he querido verle antes a usted a solas para inculcar en usted la idea
de que hay que tener mucho, mucho cuidado con Sylvia. Repito que es muy importante llegar a lo que hay
detrás de todo esto, puede ser decisivo.
—Para eso precisamente he venido, señorita Amphrey —dijo el superintendente Battle con voz tranquila.
Su rostro no expresaba la menor emoción y miraba a la directora con ojos inquisitivos.
—La he tratado con mucha suavidad —dijo la señorita Amphrey.
Battle dijo, lacónico:
—Muy loable.
—Es que de verdad quiero y comprendo a estas pequeñuelas.
Battle no contestó directamente, sino que de pronto dijo:
—Ahora quisiera ver a mi niña, si no le importa, señorita Amphrey.
Con renovado énfasis, la señorita Amphrey le advirtió que tuviera cuidado, que fuera despacio, que no
contrariara a aquel capullo de mujer a punto de florecer.
El superintendente Battle no mostró la menor señal de impaciencia. Su rostro seguía completamente
inexpresivo.
Finalmente, la directora le llevó a su despacho. En los pasillos se cruzaron con una o dos niñas. Las
pequeñas, cortésmente, adoptaron posición de firmes, pero les miraron llenas de curiosidad. Una vez hubo
introducido a Battle en una pequeña habitación, no tan personal como la del piso de abajo, la señorita Amphrey
se retiró, diciendo que le mandaría a Sylvia.
En el momento en que dejaba la habitación, Battle la detuvo.
—Un momento, señorita. ¿Cómo ha llegado usted a saber que era Sylvia la responsable de estas...
filtraciones?
—Empleé métodos psicológicos, señor Battle.
La señorita Amphrey habló con dignidad.
—¿Psicológicos? ¡Hum! ¿Y qué pruebas consiguió usted, señorita Amphrey?
—Comprendo, señor Battle, comprendo que reaccione usted así. Eso... es propio de su profesión. Pero la
psicología empieza a ser considerada en criminología. Le aseguro a usted que no hay error posible... Sylvia
reconoce espontáneamente el hecho.
Battle asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí, sí, ya lo sé. Lo único que quería saber es cómo ha pensado usted en ella al principio.
—Pues mire usted, señor Battle, cada vez iban desapareciendo más cosas de los roperos de las niñas. Las
reuní a todas y les expuse los hechos. Al mismo tiempo estudiaba sus caras con discreción. La expresión de
Sylvia me llamó inmediatamente la atención. Demostraba culpabilidad, confusión... En aquel momento supe
quién era el culpable. No quise enfrentarla con su delito, sin conseguir que lo reconociera por sí misma. Le hice
un pequeño test, un test de asociación de palabras.
Battle hizo con la cabeza señal de que comprendía.
—Y, finalmente, la niña lo confesó todo.
—Comprendo —dijo el padre.
La señorita Amphrey titubeó un momento, saliendo luego de la habitación.
Battle estaba de pie, mirando a través de la ventana, cuando la puerta se abrió de nuevo.
Se volvió lentamente y miró a su hija.
Sylvia permanecía junto a la puerta, que había cerrado al entrar. Era alta, morena y angulosa. En su rostro
sombrío había huellas de lágrimas.
—Bueno, aquí estoy —dijo, más tímida que desafiante.
Battle la contempló pensativo durante un minuto o dos y suspiró.
—Nunca debí haberte mandado a este lugar —dijo—. Esa mujer es tonta.
Sylvia se quedó tan sorprendida que olvidó sus propios problemas.
—¿La señorita Amphrey? ¡Pero si es maravillosa! Todas la encontramos maravillosa.
—¡Hum!... —dijo Battle—. Entonces no es tonta del todo, si es capaz de engañaros así a todas. En cualquier
caso, Meadway no era el lugar indicado para ti... aunque no sé, puede que esto hubiera ocurrido también en
cualquier parte.
Sylvia se retorcía las manos, mirando al suelo.
—Lo... lo siento mucho, papá. De veras.
—Y tienes motivos para sentirlo —dijo brevemente Battle—. Ven aquí.
La niña se acercó a él despacio y de mala gana. Su padre cogió su barbilla con su manaza y la miró
atentamente.
—Lo has pasado muy mal, ¿verdad? —dijo suavemente.
Las lágrimas asomaron a los ojos de la niña.
Batle dijo lentamente:
—¿Sabes, Sylvia? Siempre he sabido que a ti te ocurría algo. La mayoría de las personas tienen un defecto,
de una especie o de otra. Por regla general, este defecto es muy visible. Se ve fácilmente cuando el niño tiene
mal carácter, o es avaro, o es pendenciero. Tú eres una niña muy buena, muy tranquila... tenías muy buen
carácter, no dabas el menor disgusto... Y algunas veces esto me preocupaba. Los defectos ocultos son más
peligrosos. Si cogemos una taza de porcelana y no sabemos que tiene una resquebrajadura, es muy posible que
la rompamos.
—Lo que me pasó a mí —dijo Sylvia.
—Sí, lo que te pasó a ti. Bajo la presión saltaste a pedazos... y de un modo bien raro, por cierto. Nunca me
había tropezado con nada por el estilo, por extraño que parezca.
La niña dijo de pronto con desprecio:
—Pues yo diría que te habías encontrado con bastantes ladrones.
—Ah, sí... los ladrones no tienen secretos para mí. Y por eso, hijita... no porque sea tu padre, los padres no
saben gran cosa de sus hijos, sino porque soy policía, estoy completamente seguro de que tú no eres una
ladrona. Tú no has robado nada. Hay dos clases de ladrones, los que sucumben a una tentación repentina y más
fuerte que ellos, y esto ocurre rara vez; es extraordinaria la resistencia que tiene el hombre honrado normal ante
esa clase de tentaciones, y los que cogen lo que no les pertenece como la cosa más natural del mundo. Tú no
perteneces a ninguno de los dos tipos. Tú no eres una ladrona. Eres una mentirosa de una especie muy extraña.
—Pero... —empezó Sylvia.
—Lo has confesado todo, ¿verdad? — se apresuró a interrumpir su padre—. Sí, ya lo sé. Hubo una vez una
santa que salió de su casa con una cesta de pan para los pobres. A su marido no le gustaba esto. La encontró y
le preguntó qué llevaba en la cesto. Ella perdió el valor y dijo que llevaba unas rosas... Él abrió la cesta y dentro
había rosas. ¡Un milagro! Si tú hubieras sido Santa Isabel y llevaras una cesta de rosas y tu marido te
preguntara qué llevabas en ella, hubieras perdido el valor y hubieras dicho: «Pan.»
Hizo una pausa y luego dijo suavemente:
—Fue así como ocurrió, ¿verdad?
Se produjo una pausa más larga y la niña, de pronto, inclinó la cabeza.
—Dime, hija. ¿Qué es exactamente lo que ocurrió? —dijo Battle.
—Nos reunió a todas. Echó un discurso. Y yo vi que me miraba a mí y que pensaba que era yo. Me puse
muy colorada, vi que algunas niñas me miraban. Fue horrible. Y luego las demás empezaron a mirarme y a
hablarse al oído con disimulo. Comprendí que todas lo creían. Y entonces la señorita me llamó con algunas de
las otras una tarde y jugamos a una especie de juegos de palabras... Ella decía unas palabras y nosotras
contestábamos...
Battle lanzó un gruñido de desagrado imaginando la escena.
—Yo comprendí lo que intentaba... y... me quedé como paralizada. Trataba de no decir la palabra que no
debía decir... traté de pensar en cosas que no tuvieran nada que ver... como las ardillas o las flores... y la
señorita estaba allí mirándome con unos ojos... y luego... cada vez fui haciéndolo peor y un día la señorita me
habló amablemente y tan... tan compasiva que yo... me desconcerté y dije que lo había hecho... ¡Ay, papá, qué
alivio!
Battle se pasaba la mano por la barbilla.
—Ya veo.
—¿Lo comprendes?
—No, Sylvia, no lo comprendo, porque no estoy hecho de esa manera. Si alguien tratara de hacerme decir
que había hecho algo que no había hecho, lo que sentiría serían ganas de darle un mamporro. Pero veo cómo ha
podido ocurrir en tu caso. Y tu señorita de los ojos de lince se ha encontrado delante de las mismas narices con
el mejor y más inusitado ejemplo de psicología que pudiera desear una experta como ella, representante de
teorías tergiversadas. Ahora lo que hay que hacer es poner en claro este rollo. ¿Dónde está la señorita
Amphrey?
La señorita Amphrey rondaba discretamente, no muy lejos de allí. Su sonrisa comprensiva se heló cuando el
superintendente Battle dijo bruscamente:
—Para hacer justicia a mi hija, le pido a usted que llame a la policía local para que se ocupe de este caso.
—Pero, señor Battle, si la propia Sylvia...
—Sylvia no ha tocado nada que no le perteneciera.
—Comprendo que, como padre...
—No estoy hablando como padre, sino como policía. Llame a la policía para que le ayude en este asunto.
Serán discretos. Encontrará usted las cosas escondidas en alguna parte y supongo que con las huellas dactilares
de la autora del hecho, las raterillas no piensan en usar guantes. Me llevo conmigo a mi hija ahora. Si la policía
encuentra pruebas, pero pruebas de verdad, que la comprometan, estoy dispuesto por su bien a comparecer ante
los tribunales y aceptar lo que venga, pero no tengo miedo.
Cuando el coche cruzaba la verja, unos cinco minutos más tarde, preguntó:
—¿Quién es esa chica rubia, velluda, de cara colorada, con una mancha en la barbilla, y ojos azules muy
separados? Me crucé con ella en el pasillo al entrar hace algún rato.
—Debe de ser Olivia Parsons.
—Pues no me extrañaría nada que ésa fuera la que buscamos.
—¿Parecía asustada?
—No, parecía complacida. En el tribunal policiaco he visto cientos de veces esa mirada tranquila y
complacida. Apostaría cualquier cosa a que ella es la ladrona... Pero no creas que va a confesarlo.
Sylvia dijo, suspirando:
—Es como salir de una pesadilla. Papá, lo siento mucho. ¡Lo siento muchísimo! ¿Cómo he podido ser tan
tonta, tan terriblemente tonta? Me parece horrible lo que he hecho.
—Bueno, bueno —dijo el superintendente Battle, dándole palmaditas en el brazo con una mano que separó
del volante y lanzando una de sus favoritas y vulgares frases de consuelo—: No te preocupes. Estas cosas nos
las mandan para probarnos. Sí; nos las mandan para probarnos. Al menos eso me parece a mí. Si no, no veo por
qué iban a mandárnoslas...
19 de abril.
El sol derramaba generosamente sus rayos sobre la casa de Nevile Strange, en Hindhead.
Era uno de esos días de abril que suelen presentarse aunque sólo sea una vez en el mes, más caliente que los
de junio.
Nevile Strange bajaba las escaleras. Iba vestido de franela blanca y llevaba cuatro raquetas de tenis bajo el
brazo.
Si entre todos los ingleses hubiera que escoger un hombre, como ejemplo del afortunado mortal que no
apetece nada, el Comité de Selección podía haber escogido a Nevile Strange. Era muy conocido del público
británico, un jugador de tenis de primera clase y un deportista consumado. Aunque nunca había llegado a las
finales de Wimbledon, había pasado varias veces los partidos preliminares y en los dobles mixtos había llegado
a las semifinales en dos ocasiones. Puede que fuera un atleta demasiado completo para ser campeón de tenis.
Era un buen jugador de golf, buen nadador y había hecho varias buenas escaladas en los Alpes. Tenía treinta y
tres años, y una salud magnífica, un físico atractivo, mucho dinero y una mujer extraordinariamente guapa, con
la que se había casado recientemente, y, según todas las apariencias, carecía de preocupaciones.
Sin embargo, cuando Nevile Strange bajaba las escaleras aquella hermosa mañana, una sombra le seguía,
sombra quizá perceptible sólo para él. Pero él se daba cuenta de su presencia y esto le hacía fruncir el ceño y
parecer turbado e indeciso.
Cruzó el vestíbulo, cuadró los hombros, como si se despojara definitivamente de una carga pesada, pasó por
el salón y salió a una veranda de cristal donde su esposa, Kay, enroscada entre cojines, bebía zumo de naranja.
Kay Strange tenía veintitrés años y era extraordinariamente hermosa. Su figura era esbelta, pero de una
voluptuosidad delicada, su cabello color rojizo oscuro, su cutis tan perfecto que únicamente lo realzaba con un
ligerísimo maquillaje, y tenía ojos y cejas oscuros, cosa muy poco frecuente en un pelirrojo y que resulta de un
efecto irresistible.
Su marido dijo, en tono despreocupado:
—Hola, preciosa; ¿qué hay de desayuno?
Kay replicó:
—Para ti, unos riñones repugnantes, todos llenos de sangre, y champiñones y lonchas de tocino ahumado.
—Estupendo —dijo Nevile.
Se sirvió las mencionadas viandas y una taza de café. Durante unos minutos permanecieron en un agradable
silencio.
—¿Verdad que está estupendo el sol? —dijo Kay, meneando voluptuosamente sus pies desnudos, con las
uñas pintadas de rojo vivo—. Inglaterra no es tan horrible, después de todo.
Acababan de volver del sur de Francia.
Nevile, después de echar una ojeada rápida a los titulares del periódico, había pasado a la página deportiva.
—|Hum...! —dijo.
Después, echando mano a la mermelada y a las tostadas, dejó a un lado el periódico y se puso a abrir el
correo que tenía sobre la mesa.
Había muchas cartas, pero la mayoría de ellas, circulares, anuncios e impresos, las abrió y echó a un lado.
—No me gusta el colorido del salón —dijo Kay—. ¿Puedo cambiarlo, Nevile?
—Todo lo que quieras, preciosa.
—Azul pavo real —dijo Kay con expresión soñadora—, y cojines de raso color marfil.
—Sólo te faltará un mono —dijo Nevile.
—Tú puedes ser el mono —dijo Kay.
Nevile abrió otra carta.
—Ah, a propósito —dijo Kay—, Shirty nos ha invitado a ir a Noruega en el yate a fines de junio. Es un
fastidio que no podamos ir.
Miró con el rabillo del ojo a Nevile y añadió, ansiosamente:
—¡Me hubiera gustado tanto ir...!
Algo como una nube, como una vacilación, pareció asomar al rostro de Nevile.
Kay dijo con rebeldía:
—¿Es necesario que vayamos a aburrirnos a casa de Camilla?
Nevile frunció el ceño.
—Claro que tenemos que ir. Escucha, Kay, ya tenemos esto más que hablado. Sir Matthew era mi tutor y él
y Camilla se han ocupado mucho de mí. Gull's Point es mi hogar, en la medida en que yo puedo tener un hogar.
—¡Bueno, bueno! —dijo Kay—. Si hay que ir, iremos. De todos modos, cogeremos todo el dinero cuando
se muera, con que habrá que darle un poco de jabón.
Nevile dijo airadamente:
—No se trata de dar jabón. Ella no tiene dominio sobre el dinero. Sir Matthew se lo dejó solamente en
usufructo y dejó dispuesto que a su muerte viniera a parar a mí y a mi esposa. Es solamente cuestión de afecto.
¿Cómo no lo comprendes?
—En realidad, lo comprendo —dijo Kay después de una pausa momentánea—. Estoy fingiendo porque...
bueno, porque sé que mi presencia allí es tolerada y nada más. Me odian. ¡Sí, me odian! Lady Tressilian no me
considera en absoluto y Mary Aldin mira por encima de mi hombro cuando me habla. Para ti está todo muy
bien. Tú no te enteras de lo que pasa.
—Siempre han estado muy correctos contigo. Sabes muy bien que no hubiera consentido el que no lo
fueran.
Por debajo de unas oscuras pestañas, los ojos de Kay le miraron de un modo extraño.
—Sí, son muy correctos. Pero saben muy bien cómo fastidiarme. Soy la intrusa, eso es lo que soy para ellos.
—Bueno —dijo Nevile—, después de todo... es bastante natural que se sienta así, ¿verdad?
Su voz había experimentado un ligero cambio. Se levantó y se quedó contemplando el panorama, la espalda
vuelta hacia Kay.
—Sí, claro, muy natural. Querían mucho a Audrey, ¿verdad? —su voz tembló ligeramente—. ¡La querida
Audrey, tan bien educada, tan fría y anodina! Camilla no me ha perdonado el que haya ocupado su puesto.
Nevile siguió de espaldas y dijo con voz apagada:
—Hay que tener en cuenta que Camilla es vieja, tiene más de setenta años. Su generación no aprueba el
divorcio. En líneas generales, creo que ha aceptado la situación muy bien, si se piensa en lo mucho, en lo
muchísimo, que quería a... a Audrey.
Su voz sonó ligeramente distinta al pronunciar el nombre.
—Creen que te has portado muy mal con ella.
—Y tienen razón —dijo Nevile para sí, pero su mujer le oyó:
—Por favor, Nevile, no seas tonto. Todo fue porque ella se puso a hacer tantos aspavientos.
—Audrey no hizo aspavientos. Nunca los hace.
—Bueno, ya me entiendes. Se marchó y estuvo enferma y andaba por todas partes como si tuviera el
corazón destrozado. ¡Eso es lo que yo llamo hacer aspavientos! Audrey no sabe perder. Yo opino que si una
mujer no sabe retener a su marido debe dejarlo voluntariamente. Vosotros dos no teníais nada en común. En su
vida no practicó ningún deporte y era tan anémica y descolorida como... como un vestido viejo. ¡No tenía vida
ni entusiasmo! Si realmente te quisiera, debía haber pensado antes que nada en tu felicidad y alegrarse de que
pudieras ser feliz con alguien más adecuado para ti.
Nevile se volvió, sonriendo un poco sardónicamente.
—¡Qué poco deportista! ¡Cómo se va a ser tan generoso en cuestiones del amor!
Kay se rió, enrojeciendo.
—Bueno, puede que haya ido un poco más lejos. Pero de todos modos, si la cosa pasó, pasó. ¡Hay que
aceptar los hechos!
Nevile dijo con calma:
—Audrey los aceptó. Se divorció de mí, y así tú y yo pudimos casarnos.
—Sí, ya lo sé...
Kay titubeó.
Nevile dijo:
—Nunca has comprendido a Audrey.
—No, es verdad. En cierto modo, Audrey me pone piel de gallina. No sé lo que tiene. Nunca se sabe lo que
está pensando... Es un poco escalofriante.
—No digas tonterías, Kay.
—Bueno, a mí me da miedo. Puede que sea porque es inteligente.
—-¡Mi boba adorable!
—¡Siempre me llamas eso!
—Porque es lo que eres.
Los dos sonrieron. Nevile se acercó a ella e, inclinándose, la besó en la nuca.
—¡Mi adorable Kay! —murmuró.
—Tu bondadosa Kay —dijo Kay—, que se queda sin un estupendo viaje en yate para ser desairada por los
estirados y rancios parientes de su cariñoso marido.
Nevile se volvió y sentóse junto a la mesa.
—¿Sabes una cosa? No veo razón que nos impida ir a ese viaje con Shirty si realmente lo deseas tanto.
Kay se enderezó, llena de asombro.
—¿Y de Saltcreek y Gull's Point qué?
—No veo razón que nos impida ir a Gull's Point a principios de septiembre.
—Pero, Nevile, no es posible que... —se detuvo.
—No podemos ir ni en julio ni en agosto por los Campeonatos —dijo Nevile—. Pero la última semana de
agosto terminamos en St. Loo y podremos muy bien ir de allí a Saltcreek.
—Ah, sí, muy bien... estupendamente. Pero yo creí que... bueno, ella siempre va en septiembre, ¿verdad?
—¿Quieres decir Audrey?
—Sí. Me figuro que podrían desentenderse de ella, pero...
—¿Y por qué podrían desentenderse de ella?
Kay le miraba como si no pudiera creer lo que oía.
—¿Pretendes que estemos allí al mismo tiempo que ella? ¡Qué idea más extraordinaria!
Nevile dijo, irascible:
—No veo que tenga nada de extraordinaria. Montones de personas lo hacen en nuestros días. ¿Por qué no
hemos de ser todos amigos. Eso simplificaría mucho las cosas. Si lo has dicho tú misma el otro día...
—¿Yo lo he dicho?
—Sí, ¿no te acuerdas? Estábamos hablando de los Howes y dijiste que ése era el modo más inteligente y
civilizado de considerar las cosas y que la primera y la segunda mujer de Leonard eran las mejores amigas del
mundo.
—A mí no me importaría. Yo creo que ésa es una actitud inteligente. Pero... bueno, no creo que Audrey
piense lo mismo sobre el asunto.
—Tonterías.
—No, no son tonterías. La verdad es que Audrey estaba enamoradísima de ti... No creo que consintiera en
semejante cosa.
—Estás completamente equivocada, Kay. A Audrey le parece muy buena idea.
—A Audrey..., ¿qué quiere decir eso de que a Audrey le parece bien? ¿Cómo, pues, sabes tú lo que piensa
Audrey?
Nevile se aclaró la garganta con expresión ligeramente turbada y tímida.
—La verdad es que me encontré con ella ayer mismo en Londres.
—No me lo habías dicho.
—Te lo digo ahora —dijo Nevile, irritado—. Fue pura casualidad. Estaba cruzando el parque y ella venía en
dirección a mí. No querrías que me escapara de ella corriendo, ¿verdad?
—No, claro que no —dijo Kay sin dejar de mirarle—. Continúa.
—Yo... los dos... bueno, nos paramos, naturalmente, y luego yo la acompañé un rato. Me... pareció que era
lo menos que podía hacer.
—Continúa —dijo Kay.
—Y me preguntó cómo estabas...
—¡Qué amable!
—Y hablamos un poco de ti. La verdad es, Kay, que estuvo de lo más amable.
—¡Querida Audrey!
—Y entonces se me ocurrió, ¿sabes?, qué estupendo sería que... que las dos fuerais amigas... que nos
reuniéramos todos. Y pensé que a lo mejor podríamos arreglarlo para este verano, en Gull's Point. Resultaría
todo de lo más natural entre gente sociable.
—¿Se te ocurrió a ti?
—Sí... claro, a mí. Fue todo idea mía, y opino que muy afortunada.
—Nunca me habías dicho ni una palabra sobre semejante idea.
—Bueno, no había nada premeditado, es que se me ocurrió entonces.
—Ya. O sea que tú lo insinuaste y a Audrey le pareció una idea maravillosa, ¿verdad?
Por primera vez algo en la actitud de Kay pareció penetrar en el entendimiento de Nevile.
—¿Te ocurre algo, preciosa? —dijo.
—¡No, no, nada! ¡Nada en absoluto! ¿Y no se os ocurrió ni a ti ni a Audrey si a mí me parecería la idea tan
maravillosa como a vosotros?
Nevile se la quedó mirando.
—Pero, Kay, no te comprendo, ¿por qué iba a molestarte a ti?
Kay se mordió los labios.
Nevile continuó:
—Si aún el otro día dijiste que...
—¡Oh, no empieces con eso otra vez! Hablaba de otras personas, no de nosotros...
—Pues eso fue en parte lo que me dio la idea.
—Tonta que he sido. Pero no lo creo.
Nevile la miraba alarmado.
—Pero, Kay, ¿por qué te molesta? No tiene por qué molestarte.
—¿No?
—Quiero decir que... los celos y todo eso estarían de la otra parte.
Hizo una pausa y continuó con voz cambiada visiblemente:
—Mira, Kay, tú y yo no hemos tratado a Audrey de un modo caballeresco. No, no quiero decir eso. Tú no
has tenido nada que ver con esto. Yo fui el que hizo una canallada. Y no sirve de nada decir que pude evitarlo.
Tengo la sensación de que si esta idea resultara, me sentiría más tranquilo. Sería mucho más feliz.
Kay dijo lentamente:
—¿De modo que no has sido feliz?
—No seas tonta, mi vida, ¿qué quieres decir? Claro que he sido feliz, maravillosamente feliz. Pero...
Kay le interrumpió:
—¡Eso, eso: PERO! Siempre ha habido un «pero» en esta casa. Una maldita sombra rondaba por aquí. La
sombra de Audrey.
Nevile se la quedó mirando.
—¿Quieres decir que estás celosa de Audrey? —dijo de improviso.
—No estoy celosa de ella. Le tengo miedo... Nevile, tú no conoces a Audrey.
—¿Que no la conozco y he estado casado con ella más de ocho años?
—No conoces a Audrey —repitió Kay.
30 de abril
—¡Absurdo! —dijo lady Tressilian. Se enderezó en las almohadas y paseó su mirada enfurecida por la
habitación—. ¡Completamente absurdo! Nevile se ha vuelto loco.
—Sí que parece un poco raro —dijo Mary Aldin.
Lady Tressilian tenía un perfil sorprendente. Cuando se inclinaba como en aquel momento y miraba a lo
largo de su delgada nariz de caballete, el efecto era impresionante. Aunque pasaba de los setenta y su salud era
delicada, su poderosa inteligencia innata no había sufrido el menor menoscabo. Bien es cierto que pasaba
largos ratos retirada de la vida y sus emociones, descansando con los ojos medio cerrados, pero salía de estas
semicomas con las facultades agudizadas hasta el máximo y con una lengua cortante. Sostenida por almohadas
en una gran cama colocada en una esquina de su habitación, concedía audiencia como una reina de Francia.
Mary Aldin, prima lejana suya, vivía con ella y la cuidaba. Las dos mujeres se llevaban estupendamente. Mary
tenía treinta y seis años, pero era la suya una de esas caras suaves y sin edad que cambian poco con el correr del
tiempo. Lo mismo podía haber tenido treinta años que cuarenta y cinco. Tenía buena figura, aspecto distinguido
y cabello oscuro, con un mechón blanco que le daba personalidad. Hubo una época en que esos mechones
estuvieron de moda, pero el de Mary era natural, lo había tenido desde que era una chiquilla.
Con aire pensativo miró la extraña carta de Nevile, que acababa de entregarle lady Tressilian.
—Sí —dijo—, La verdad es que es un poco raro.
—¡No me digas que la idea es de Nevile! —dijo lady Tressilian—. Alguien se la metió en la cabeza.
Probablemente esa mujer que tiene ahora.
—¿Crees que fue idea de Kay?
—Sería muy propio de ella. ¡Una vulgar advenediza! Si los matrimonios no pueden evitar el ventilar en
público sus problemas y recurren al divorcio, al menos que se separen como es debido. Eso de que la primera y
la segunda mujer sean amigas, me parece del peor gusto. Ya no hay decencia en estos tiempos.
—Me figuro que esto será moderno —dijo Mary.
—Pues en mi casa no ocurrirá —dijo lady Tressilian—. Considero que he hecho cuanto se puede esperar de
mí al admitir aquí a esa mujer, con las uñas de los pies pintadas de escarlata.
—Es la mujer de Nevile.
—Exactamente. Y por lo tanto, creo que Matthew lo hubiera querido así. Quería mucho al chico y siempre
deseó que considerara esta casa como su hogar. Como negarse a recibir a su esposa hubiera supuesto una franca
ruptura de relaciones, cedí y la invité a venir. No me gusta..., es la mujer menos indicada para Nevile. ¡No tiene
clase ni solera!
—Es de buena familia —dijo Mary, conciliadora.
—¡Mala gente! —dijo lady Tressilian—. Su padre, como te he dicho, tuvo que abandonar todos sus clubs
después de aquel asunto de juego. Afortunadamente, murió poco después. Y su madre era famosa en la Riviera.
¡Vaya educación para la chica! ¡Siempre de hotel en hotel, y con aquella madre! Entonces conoce a Nevile en
la pista de tenis, se le mete en la cabeza conquistarle y no para hasta que consigue que deje a su mujer, a la que
quería muchísimo, y se vaya con ella. ¡Toda la culpa la tiene ella!
Mary sonrió débilmente. Lady Tressilian tenía la característica, muy de otros tiempos, de censurar siempre a
la mujer y ser indulgente con el hombre.
—Si hemos de ser exactos, yo creo que Nevile tuvo tanta culpa como ella —insinuó.
—Nevile tuvo mucha culpa —concedió lady Tressilian—. Tenía una mujer encantadora, que siempre le
había querido mucho... quizá demasiado. Sin embargo, si no hubiera sido por la insistencia de esa chica, estoy
convencida de que hubiera recuperado el juicio perdido. Pero ella estaba decidida a casarse con él. Sí, Audrey
tiene todas mis simpatías. Yo quiero mucho a Audrey.
Mary suspiró.
—Todo el asunto ha sido muy difícil —dijo.
—Sí, desde luego. Uno no sabe cómo portarse en semejantes circunstancias. Matthew quería mucho a
Audrey y yo también, y no puede negarse que ha sido una esposa muy buena para Nevile, aunque fue una pena
que no pudiera acompañarle en sus diversiones. Nunca fue una deportista. Todo este asunto ha sido de lo más
triste. Cuando yo era niña, esas cosas no ocurrían. Los hombres tenían sus asuntos, naturalmente, pero no se les
permitía romper con su vida matrimonial.
—Bueno, pues ahora ocurren —dijo Mary llanamente.
—Exacto. Querida, tienes tanto sentido común... No sirve de nada recordar tiempos pasados. Estas cosas
ocurren y chicas como Kay Mortimer les quitan a otras los maridos y nadie piensa mal de ellas.
—¡Excepto las personas como tú, Camilla!
—Yo no cuento. A esa Kay la tiene sin cuidado lo que yo piense de ella. Está demasiado entretenida con sus
diversiones. Nevile puede traerla aquí cuando venga e incluso estoy dispuesta a recibir a los amigos de ella,
aunque no me gusta mucho que digamos ese joven de aspecto tan teatral que anda siempre pegado a sus
faldas..., ¿cómo se llama?
—¿Ted Latimer?
—Eso. Un amigo de su época de la Riviera... Y me gustará mucho saber cómo se las arregla para vivir
como vive.
—Vivirá a costa de sus amistades —insinuó Mary.
—Eso todavía podría soportarse. Pero yo creo que más bien vive de su aspecto físico. No es un amigo
apropiado para la mujer de Nevile. Me desagradó el que viniera aquí el año pasado y se estuviera en el hotel
Easterhead Bay mientras ellos estaban en casa.
Mary miraba a través de la ventana abierta. La casa de lady Tressilian estaba situada sobre un acantilado
que dominaba el río Tern. En el otro lado del río se hallaba la moderna estación veraniega de Easterhead Bay,
consistente en una gran playa, un grupo de nuevos bungalows amplios y un hotel, en el promontorio que miraba
al mar. Saltcreek era un pintoresco pueblecito de pescadores que se extendía en la ladera de una colina.
Conservador y chapado a la antigua, despreciaba profundamente a Easterhead Bay y a sus veraneantes.
Mary, a través de la estrecha cinta de agua, contemplaba el hotel Easterhead Bay, situado exactamente
enfrente de la casa de lady Tressilian y de un aspecto moderno y llamativo.
—Me alegro —dijo lady Tressilian, cerrando los ojos— de que Matthew no haya llegado a ver ese edificio
tan vulgar. Cuando él vivía, el paisaje no estaba echado a perder como ahora.
Sir Matthew y lady Tressilian habían ido a Gull's Point treinta años antes. Hacía nueve que el bote de sir
Matthew, entusiasta de este deporte, había volcado, ahogándose su ocupante casi a la vista de su esposa.
Todo el mundo había supuesto que ella vendería Gull's Point y se marcharía de Saltcreek, pero lady
Tressilian no había obrado así. Había continuado viviendo en la casa y su única reacción visible había sido
deshacerse del embarcadero y de todos los botes. No había botes en Gull's Point a disposición de los invitados.
Tenían que andar hasta el ferryboat3 y alquilar un bote a cualquiera de los boteros que se hacían la competencia
en el negocio.
Mary dijo, titubeando un poco:
—¿Escribo a Nevile, entonces, y le digo que lo que propone no encaja en nuestros planes?
—No pienso ni por un momento en impedir la visita de Audrey. Siempre ha venido a esta casa en
septiembre y no le pediré que altere sus planes.
Mary dijo, mirando la carta:
—Has visto lo que dice Nevile, que Audrey... aprueba la idea, que tendrá mucho gusto en encontrarse con
Kay?
—¡No lo creo! —dijo, lady Tressilian—. Nevile, como todos los hombres, cree lo que le conviene.
Mary insistió:
—Dice que ha hablado con ella de eso.
—¡Qué cosa más rara! No... puede que, después de todo, no lo sea.
Mary la miró con expresión interrogante.
—Como Enrique VIII —dijo lady Tressilian.
Lady Tressilian continuó, expresándose con mucho cuidado:
—¡La conciencia! ¿Entiendes? Enrique estaba empeñado en conseguir que Catalina reconociera que el
divorcio era una cosa buena. Nevile sabe que ha obrado mal... Quiere engañarse a sí mismo. Es evidente que ha
tratado de obligar a Audrey a decir que le parece muy bien y que no le importa en absoluto encontrarse aquí
con su segunda esposa.
—Puede que... —dijo Mary lentamente.
Lady Tressilian le dirigió una mirada penetrante.
—¿Qué es lo que estás pensando, querida?
—Me preguntaba si... —hizo una pausa y continuó—: ¡Es tan... tan impropia de Nevile... esta carta! ¿No
crees que, por algún motivo, Audrey puede desear este... este encuentro?
—¿Y por qué había de desearlo? —dijo lady Tressilian vivamente—. Cuando Nevile la dejó, se fue a casa
de su tía, la señora Royde, a la Rectoría, y pasó una verdadera crisis. Era como el fantasma de sí misma. Es
evidente que todo esto la hirió muy profundamente. Es una de esas personas reconcentradas, que se dominan
3 Bote de pasaje o vapor de río (N. del T.)
mucho y sienten todo intensamente.
Mary se movió, inquieta.
—Sí, es intensa. Es una chica rara en muchos aspectos...
—Ha sufrido mucho... Luego pasó lo del divorcio, Nevile se casó con la chica y, poco a poco, Audrey
empezó a sobreponerse. Ahora es casi la que era antes. ¿No creerás que quiere volver a desenterrar viejos
recuerdos?
Mary dijo, suavemente, pero obstinada:
—Nevile dice que sí.
La anciana la miró con curiosidad.
—Estás mostrando en este asunto una obstinación extraordinaria, Mary. ¿Por qué? ¿Es que quieres tenerlos
aquí juntos?
Mary Aldin enrojeció.
—No, claro que no.
Lady Tressilian dijo vivamente:
—¿No habrás sido tú, después de todo, la que insinuó a Nevile todo esto?
—¡No seas absurda!
—Bueno, estoy convencida de que la idea no es suya. No es propio de él —hizo una pausa y luego su rostro
se iluminó—. Mañana es primero de mayo, ¿verdad? Bueno, el tres, Audrey va a casa de los Darlingtons, en
Esbank. De Esbank hasta aquí hay sólo veinte millas. Escríbele y dile que venga a comer con nosotras.
5 de mayo
—La señora Strange, milady.
Audrey Strange entró en el amplio dormitorio, se acercó al lecho, se inclinó para besar a la anciana y se
sentó en una silla, que estaba dispuesta para ella.
—Me alegro mucho de verte, querida —dijo lady Tressilian.
—Yo también me alegro mucho de verte —dijo Audrey.
Audrey Strange poseía una especie de intangibilidad. Su estatura era mediana y su cabello rubio ceniciento.
Tenía las mejillas y los ojos gris claro muy separados. Las facciones de su pálido rostro ovalado eran pequeñas
y regulares. A pesar de esta falta de color, con un rostro que era bonito, pero no hermoso, había algo en ella que
no podía negarse ni ignorarse y que hacía que las miradas se fijaran en ella una y otra vez. Era en cierto sentido
como un fantasma, pero al mismo tiempo daba la impresión de que un fantasma puede poseer la mayor realidad
que un ser vivo...
Tenía una voz encantadora, suave y clara como el sonido de una campana de plata.
Durante algunos minutos, ella y la anciana hablaron de amigos comunes y de acontecimientos generales.
A continuación, lady Tressilian dijo:
—Te he pedido que vengas, querida, no sólo por el placer de verte, sino también porque he recibido una
carta muy extraña de Nevile.
Audrey levantó la vista y la miró con ojos tranquilos.
—¿Sí? —dijo.
—Propone... una proposición completamente absurda, a mi modo de ver... que él y... Kay vengan aquí en
septiembre. Dice que quiere que tú y Kay seáis amigas y que a ti misma te parece una gran idea.
—¿Es realmente tan... absurdo...?
—Pero, querida..,, ¿de verdad lo deseas?
Audrey guardó silencio durante un minuto o dos. Luego dijo suavemente:
—Creo que quizá sea mejor.
—¿De verdad quieres encontrarte con su... encontrarte con Kay?
—Creo sinceramente, Camilla, que esto podría... simplificar las cosas.
—¡Simplificar las cosas!
Lady Tressilian repitió la frase con voz desmayada.
Audrey habló muy suavemente.
—¡Querida Camilla, has sido tan buena! Si Nevile lo quiere...
—¡Me importa un bledo lo que quiera Nevile! —dijo lady Tressilian con energía—. ¿Lo quieres tú, sí o no?
Las mejillas de Audrey se colorearon ligeramente. Era como el brillo suave de una concha marina.
—Sí —dijo—. Lo deseo.
—Bien —dijo lady Tressilian—. Bien...
Se detuvo.
—Claro que, naturalmente —dijo Audrey—, eso es cosa tuya. Es tu casa y...
Lady Tressilian cerró los ojos.
—Soy una vieja —dijo—. Ya nada tiene sentido para mí.
—Claro que... yo puedo venir en otra época. A mí, cualquier tiempo me viene bien.
—Tú vendrás en septiembre, como siempre —saltó lady Tressilian—. Y Nevile y Kay vendrán también. Yo
seré vieja, pero me figuro que podré adaptarme como cualquiera a los cambios de la vida moderna. Ni una
palabra más; está decidido.
Cerró de nuevo los ojos. Después de un minuto o dos, dijo, atisbando a través de sus párpados semicerrados
a la joven que se sentaba a su lado:
—Bien, ¿ya tienes lo que querías?
Audrey se sobresaltó.
—Sí, sí. Gracias.
—Querida —dijo lady Tressilian en voz baja y preocupada—. ¿Estás segura de que todo esto no te hará
daño? Recuerda lo mucho que querías a Nevile. Esto puede abrir de nuevo viejas heridas,
Audrey tenía la vista fija en sus pequeñas manos enguantadas. Una de ellas, observó lady Tressilian, se
agarraba con fuerza al borde de la cama.
Audrey levantó la cabeza. Sus ojos miraban tranquilos y transparentes.
—Todo esto pasó —dijo—. Pasó por completo.
Lady Tressilian se hundió más profundamente en las almohadas.
—Bueno —dijo—. Tú sabrás. Estoy cansada, déjame sola ahora, querida. Mary te está esperando abajo.
Dile que mande a Barrett.
Barret era la fiel doncella de edad madura de ladv Tressilian.
Cuando entró en la habitación encontró a lady Tressilian recostada y con los ojos cerrados.
—Cuanto antes me vaya de este mundo, mejor, Barrett —dijo lady Tressilian—. No entiendo a nadie ni
nada de lo que pasa en él.
—No diga eso, milady está cansada.
—Sí, estoy cansada. Quítame ese edredón de los pies y dame una dosis de mi tónico.
—Es la visita de la señora Strange la que le ha disgustado. Es una señora muy agradable, pero yo digo que
no le vendría mal un tónico. No tiene salud. Siempre parece que está viendo cosas que los demás no ven. Pero
tiene mucho carácter. Hace, como si dijéramos, sentir su presencia.
—Eso es mucha verdad, Barrett —dijo lady Tressilian—. Sí, mucha verdad.
—Y tampoco es de la clase de personas a las que se olvida fácilmente. Muchas veces me he preguntado si el
señorito Nevile no pensará en ella de cuando en cuando. La segunda señora Strange es muy guapa, muy guapa,
verdaderamente. Pero la señorita Audrey es de las personas a quienes se recuerda cuando no están presentes.
Lady Tressilian dijo, riendo entre dientes:
—Nevile es tonto en querer reunir estas dos mujeres. ¡Él será el que lo sienta!
29 de mayo
Thomas Royde, con la pipa en la boca, observaba a su criado malayo que, con manos hábiles estaba
haciendo su equipaje. De cuando en cuando, su vista se desviaba hacia la perspectiva de las plantaciones.
Durante unos seis meses no podría ver aquello que había sido tan familiar para él en los últimos siete años.
Iba a resultarle extraño el encontrarse de nuevo en Inglaterra.
Alien Drake, su socio, asomó la cabeza.
—Hola, Thomas, ¿qué tal va eso?
—Todo listo.
—Ven a tomar una copa, bandido. Me tienes muerto de envidia.
Thomas Royde salió lentamente de su dormitorio y se reunió con su amigo. No dijo nada, porque Thomas
Royde era hombre extraordinariamente parco en palabras. Sus amigos habían aprendido a interpretar
correctamente sus reacciones, por la calidad de sus silencios.
Era más bien bajo y fornido y tenía un rostro solemne, de facciones correctas, y unos ojos pensativos y
observadores. Andaba un poco de lado, como los cangrejos. Debido en parte a este hecho —resultado de haber
quedado aprisionado por una puerta durante un terremoto— se le conocía por el apodo de el Cangrejo
Ermitaño. El accidente había dejado su brazo y su hombro derecho parcialmente inútiles, lo que, unido a la
rigidez de su porte, llevaba a muchos a creer que se sentía torpe y tímido, cuando la realidad era que muy raras
veces le ocurría semejante cosa.
Alien Drake mezcló las bebidas.
—Bueno —dijo—. ¡Buena suerte!
Royde dijo algo que sonó como:
—¡Ajana!
Drake le contempló con curiosidad.
—Flemático como siempre —observó—. No sé cómo te las arreglas. ¿Cuándo hace que no vas a Inglaterra?
—Siete años... casi ocho.
—Mucho tiempo. Me extraña que no te hayas vuelto completamente indígena.
—Puede que me haya vuelto.
—Tú has pertenecido siempre, más que al género humano, al de nuestros hermanos irracionales, que no
pueden hablar. ¿Ya has hecho tus planes para el permiso?
El rostro impasible y bronceado adquirió de pronto un oscuro tinte rojo-ladrillo.
Alien Drake dijo, lleno de asombro:
—¡Caramba, si creo que hay una chica en todo esto! Te has puesto colorado.
Thomas Royde dijo secamente:
—¡No seas tonto!
Y aspiró con fuerza el humo de su vieja pipa. Rompiendo todas las marcas establecidas, continuó por sí
mismo la conversación.
—Creo —dijo— que encontraré todo un poco cambiado.
Alien Drake dijo con curiosidad:
—Siempre me he preguntado el motivo de que no hubieras ido a la casa la última vez. Cambiaste de idea en
el último minuto.
Royde se encogió de hombros.
—Me pareció que aquella expedición de caza sería interesante. Tuve malas noticias de casa por entonces.
—Ah, claro. Lo había olvidado. Tu hermano se mató... en aquel accidente de coche.
Thomas Royde asintió con un movimiento de cabeza. Drake se hizo la reflexión de que, de todos modos, era
una razón extraña para posponer un viaje a la patria. Le parecía que tenía madre y una hermana. Lo natural era
que en un caso así... Entonces recordó algo: Thomas había cancelado el pasaje antes de que llegara la noticia de
la muerte de su hermano.
Alien miró a su amigo con curiosidad. ¡Perro viejo, el tal Thomas!
Después de una pausa que pareció eterna, preguntó:
—¿Os llevabais muy bien tu hermano y tú?
—¿Adrián y yo? Lo corriente. Cada uno de nosotros siguió siempre su propio camino. É1 ejercía como
abogado.
«Sí —pensó Drake—, una vida muy distinta. Salas de justicia en Londres, reuniones... una vida ganada con
el uso sutil de la palabra.» Drake se hizo la reflexión de que Adrián Royde debía haber sido un tipo muy
distinto de Thomas el Silencioso.
—Tu madre vive, ¿verdad?
— ¿Mi madre? Sí.
—Y tienes también una hermana
Thomas negó con un movimiento de cabeza
—Ah, creí que sí. En aquella foto...
Royde farfulló:
—No es hermana. Una especie de prima lejana, o algo así. Criada con nosotros, porque es huérfana.
De nuevo un tinte rojizo cubrió lentamente la tez bronceada. Drake pensó: «¡Vaya!»
—¿Estaba casada? —dijo.
—Lo estaba. Con ese Nevile Strange.
—¿Ése que juega tenis, pala y todo eso?
—Sí. Se ha divorciado de él.
«Y tú vas a Inglaterra a probar suerte con ella», pensó Drake.
Piadosamente, cambió el tema de conversación.
—¿Piensas pescar y cazar?
—Primero iré a casa. Luego creo que iré a Saltcreek, a balandrear un poco.
—Conozco Saltcreek. Es un sitio muy bonito. Y hay un hotel antiguo muy aceptable.
—Sí, el Balmoral Court. Puede que vaya al hotel o me quede con unos amigos que tienen casa allí.
—Magnífico.
—¡Ajam! un lugar muy agradable Saltcreek. Nadie le atropella a uno.
—Lo sé —dijo Drake—. Es uno de esos lugares donde nunca ocurre nada.
29 de mayo
—¡Es lo más desagradable! —dijo el anciano señor Treves—. Desde hace veinticinco años he estado yendo
al Hotel Marina, en Leahead, y ahora, ¿quiere usted creer que están derribándolo? Van a ampliar la fachada o
no sé qué tonterías por el estilo. ¿Por qué no dejarán en paz a estos pueblos costeros? Leahead siempre tuvo un
encante especial, de tiempos de la Regencia.
Rufus Lord dijo, tratando de consolarlo:
—Pero habrá otros lugares a donde ir, ¿verdad?
—Me parece que no podré ir a Leahead. En el Marina, la señora Mackay comprendía perfectamente mis
necesidades. Todos los años tenía la misma habitación y era muy raro el que se produjera un cambio en el
servicio. Y una cocinera magnífica... magnífica.
—¿Y por qué no prueba usted de ir a Saltcreek? Hay allí un hotel a la antigua que está muy bien. El
Balmoral Court. ¿Sabe quién lo rige? Un matrimonio llamado Rogers. Ella fue cocinera del anciano lord
Mounthead, que daba las mejores comidas de Londres. Se casó con el mayordomo y ahora tienen este hotel. A
mí me parece exactamente lo que usted necesita. Tranquilo... nada de esas orquestas de jazz, y cocina y servicio
de primera clase.
—Es una idea... sí, realmente es una buena idea. ¿Hay terraza cubierta?
—Sí, hay una galería cubierta y a continuación una terraza. Puede usted estar al sol o a la sombra, según
prefiera. Puedo presentarle a usted algunas personas de la vecindad si lo desea. Casi puerta con puerta, vive la
anciana lady Tressilian. Tiene una casa preciosa y ella es encantadora a pesar de estar un poco inválida.
—¿Se refiere usted a la viuda del juez?
—La misma.
—Yo conocía a Matthew Tressilian y creo que a ella me la han presentado en alguna ocasión. Una mujer
encantadora, aunque, naturalmente, de todo esto hace mucho tiempo, Saltcreek está cerca de St. Loo, ¿verdad?
Tengo varios amigos por esa parte. ¿Sabe usted que creo que esto de Saltcreek es una gran idea? Escribiré y les
pediré información. Quiero ir a mediados de agosto... de mediados de agosto a mediados de septiembre.
¿Supongo que habrá garaje para el coche? ¿Y mi chofer?
—Oh, sí, está al día en todos esos detalles.
—Porque, como usted sabe, tengo que tener cuidado con las cuestas. Preferiría tener las habitaciones en el
piso bajo, aunque me figuro que habrá ascensor.
—Sí, sí, de todo.
—Me parece que va a solucionar mi problema perfectamente —dijo el señor Treves—. Y me alegraré
mucho de renovar mi amistad con lady Tressilian.
28 de julio
Kay Strange, llevando unos pantaloncitos cortos y una prenda de lana color amarillo canario, se inclinaba
hacia delante para observar a los jugadores. Se jugaba la semifinal de St. Loo, ingleses masculinos y Nevile
jugaba contra el joven Merrick, considerado como la futura estrella del firmamento del tenis. Su juego tenía
una brillantez innegable y algunos de sus saques eran completamente imposibles de devolver, pero en
ocasiones lanzaba golpes a voleo, mientras que la experiencia y veteranía de Nevile se imponían.
El score final fue de empate a tres.
Deslizándose a un asiento próximo a Kay, Ted Latimer observó, con voz perezosa e irónica:
—La fiel esposa, contemplando cómo su marido se abre paso hacia la victoria.
Kay se sobresaltó.
—¡Me has asustado! No sabía que estabas ahí.
—Siempre estoy ahí. Ya debías saberlo, a estas alturas.
Ted Latimer tenía veinticinco años y era extraordinariamente bien parecido, aunque los viejos coroneles
poco benévolos solían decir de él:
—¡Tiene algo de mestizo!
Tenía el pelo negro, lucía un tostado muy bonito y era un bailarín consumado.
Sus ojos oscuros podían ser muy elocuentes, y como un actor, sabía sacar un gran partido de su voz. Kay lo
conocía desde que tenía quince años. Se habían engrasado y tostado juntos en Jean les Pins, habían brillado
juntos y jugado juntos al tenis. Habían sido no sólo sinceros amigos, sino aliados.
En aquel momento el joven Merrick sacaba desde la cancha izquierda. Nevile contestó con un remate
soberbio, lanzado a la misma esquina del campo.
—Los reveses de Nevile son buenos —dijo Ted—. Mejor que los derechos. En cambio, los reveses de
Merrick son flojos, y Nevile lo sabe y se aprovecha de ello.
El juego terminó: cuatro-tres a favor de Strange.
Se reanudó el juego, sacando Nevile. El joven Merrick lanzaba la pelota a voleo.
—Cinco-tres.
—¡Bien por Nevile! —dijo Latimer.
Y entonces el chico se rehizo. Su juego se volvió cauteloso y disminuyó la velocidad de sus golpes.
—Tiene cabeza ese chico,— dijo Ted—. Y su preparación física es estupenda. Tendremos lucha.
Lentamente, el chico mejoró su tanteo, llegando a empate a cinco, luego a empate a siete, ganando
finalmente por nueve-siete.
Nevile se acercó a la red, sonriendo con expresión melancólica, para estrechar la mano del vencedor.
—La juventud manda —dijo Ted Latimer—. Son diecinueve años contra treinta y tres. Pero te voy a decir
por qué Nevile no ha tenido nunca auténtica clase de campeón: sabe perder demasiado bien.
—¡Qué tontería!
—No es una tontería. Nevile es siempre el perfecto deportista. Nunca le he visto perder la sangre fría por no
ganar un partido.
—Claro que no —dijo Kay—. Nadie lo hace.
—¡Sí, sí, lo hacen! Todos hemos visto campeones que se dejan llevar de los nervios y defienden su ventaja
como desesperados. Pero lo bueno de Nevile está dispuesto a dejarse vencer y a sonreír encima. Que gane el
mejor y todas esas cosas. ¡Dios mío, cómo odio el espíritu de los colegios aristocráticos! Gracias a Dios, yo
nunca he ido a ninguno.
Kay volvió la cabeza.
—Hablas como un despechado.
—¡Me siento completamente felino!
—Me gustaría que no hicieras tan evidente tu desagrado hacia Nevile.
—¿Y por qué había de gustarme? Me quitó la chica.
Sus ojos se detuvieron en ella.
—Yo no era tu chica. Las circunstancias lo impidieron a su tiempo.
—Eso es. Entre nosotros no hubo nunca nada.
—Cállate. Me enamoré de Nevile y me casé con él...
—Y él es un chico muy majo y todos contentos.
—Estás tratando de molestarme, ¿verdad?
Al hacer la pregunta, ella volvió la cabeza. Él sonrió y poco después ella le devolvió la sonrisa.
—¿Qué tal estás pasando el verano, Kay?
—Regular. Hemos hecho un viaje estupendo en yate. Pero ya me cansa tanto tenis.
—¿Cuánto os queda todavía? ¿Otro mes?
—Sí. Luego, en septiembre, vamos a pasar quince días a Gull's Point.
—Estaré en el Hotel Easterhead Bay —dijo Ted—. Tengo habitación reservada.
—¡Va a ser una reunión encantadora! —dijo Kay—. Nevile y yo, la ex mujer de Nevile y un plantador
malayo que ha venido de vacaciones.
—¡Qué divertido!
—Y la cursi de la prima, naturalmente. Trabajando como una esclava para esa vieja antipática y sin recibir
nada a cambio porque el dinero es para mí y para Nevile.
—A lo mejor ella no lo sabe... —dijo Ted.
—Eso sería divertidísimo —dijo Kay.
Pero lo dijo con expresión ausente. Bajó la vista hacia la raqueta con la que jugaba distraídamente y de
pronto contuvo el aliento.
—¡Ay, Ted!
—¿Qué pasa, cielo?
—No sé. Algunas veces... algunas veces se me pone piel de gallina. Me entra un miedo horrible y me siento
rara.
—Eso no es propio de ti, Kay.
—¿Verdad que no? De todos modos —dijo ella con sonrisa vacilante—, tú estarás en el Hotel Easterhead
Bay.
—De acuerdo con lo previsto.
Cuando Kay fue a buscar a Nevile a la salida de los vestuarios, dijo él:
—Ya veo que ha llegado el amiguito.
—¿Ted?
—Sí, el perro fiel o, mejor dicho, el lagarto fiel...
—No le tienes simpatía, ¿verdad?
—Me tiene sin cuidado. Si te divierte llevarlo por ahí, sujeto a una cuerda...
Se encogió de hombros.
Kay dijo:
—Me parece que estás celoso.
—¿De Latimer?
Su sorpresa era auténtica.
—Se le considera muy atractivo —dijo Kay con entusiasmo.
—Y lo es. Tiene ese encanto blando de los sudamericanos.
—Estás celoso.
Nevile le apretó cariñosamente el brazo.
—No, preciosa, no lo estoy. Puedes tener tus adoradores mansos..., toda una corte de ellos, si te apetece. Yo
soy el dueño y eso es lo que cuenta.
—Estás muy seguro de ti mismo —dijo Kay, haciendo un mohín.
—Claro. Tú y yo somos el Destino. El Destino permitió que nos conociéramos. El Destino nos unió.
¿Recuerdas cuando nos conocimos en Cannes, que yo seguía para Estoril y de pronto, al llegar allí, la primera
persona con que me encuentro es la encantadora Kay? Comprendí que era e1 Destino y que no había salvación
para mí.
—No fue precisamente el Destino —dijo Kay—. ¡Fui yo!
—¿Qué quieres decir con eso de que fuiste tú?
—¡Pues que fui yo! ¿Sabes? Te oí decir en Cannes que ibas a Estoril y me puse a trabajar a mamá hasta que
la convencí... Y por eso a la primera persona a quien viste al llegar allí fue a Kay.
Nevile la miró con una expresión extraña.
—No me lo habías dicho —dijo lentamente.
—No, porque no era conveniente para ti. A lo mejor te ponías tan vanidoso. Pero yo siempre he sabido
planear bien las cosas. Las cosas no ocurren a menos que uno las haga. Algunas veces me llamas boba, pero, a
mi modo, soy muy inteligente. Yo hago que las cosas ocurran. Algunas veces, para que me salgan bien las
cosas, tengo que planearlo todo con mucha anticipación.
—Debe suponer un gran esfuerzo mental.
—Sí, ríete todo lo que quieras.
Nevile dijo con una amargura súbita y extraña:
—¿Estaré empezando a conocer a la mujer con la que me he casado? Por destino, entiéndase Kay.
Kay dijo:
—No estarás enfadado, ¿verdad, Nevile?
—No, no, claro que no —dijo él distraídamente—. Estaba... pensando...
10 de agosto
Lord Cornelly, el rico y excéntrico Par del reino, estaba sentado ante un monumental escritorio, que
constituía su especial orgullo y satisfacción. Había sido diseñado para su dueño a un precio elevadísimo y todos
los demás muebles de la habitación estaban subordinados a él. En efecto, era imponente y sólo lo estropeaba un
poco el inevitable aditamento del propio lord Cornelly, hombrecillo insignificante y rechoncho, reducido a la
mínima expresión por la grandiosidad del escritorio.
En esta escena de esplendor del mundo financiero intervino una secretaria rubia, también en armonía con el
lujo de los muebles.
Deslizándose por la habitación, sin hacer ruido, colocó un papel delante del gran hombre.
Lord Cornelly miró el papel.
—¿McWhirter? ¿McWhirter? ¿Quién es? Nunca he oído hablar de él. ¿Está citado conmigo?
La secretaria rubia indicó que así era.
—McWhirter, ¿eh? ¡Ah! ¡McWhirter! ¡El hombre aquél! ¡Claro! ¡Hágale pasar! ¡Hágale pasar en seguida!
Lord Cornelly soltó una risita de gozo. Estaba de muy buen humor. Recostándose en su butaca, se quedó
mirando el rostro austero y serio del hombre a quien había hecho llamar.
—Conque usted es McWhirter, ¿eh? ¿Andrew McWhirter?
—Así me llamo.
McWhirter habló secamente, permaneciendo muy serio y muy derecho.
—Estaba usted con Herber Clay, ¿verdad?
—Sí.
Lord Cornelly soltó otra risita.
—Conozco todo lo que se refiere a usted. Clay estuvo a punto de perder su licencia de conducir porque
usted no quiso respaldarle y jurar que iba a veinte millas por hora. ¡Estaba lívido!
La risita subió de tono.
—Nos lo contó en la parrilla del Savoy. «Ese condenado escocés, con su cabezonería», dijo. No tenía para
cuándo acabar. ¿Y sabe usted lo que pensaba yo al oírle decir aquello?
—No tengo la menor idea.
McWhirter habló sin animación. Lord Cornelly no pareció darse cuenta de ello. Estaba disfrutando con el
recuerdo de sus reacciones ante lo que dijera Clay.
—Yo pensaba para mis adentros: «Un tipo así es lo que está haciendo falta. Un hombre a quien no puede
obligarse a decir mentiras.» Yo no le obligaré a decir mentiras. Yo no opero de ese modo. Ando por el mundo
en busca de hombres honrados... y le aseguro que hay poquísimos.
El pequeño aristócrata soltó una carcajada aguda, bailándole de alegría su astuta cara de mono. McWhirter,
permaneció inmutable, sin mostrar la menor señal de regocijo.
Lord Cornelly dejó de reírse. La expresión de su rostro se hizo aguda, alerta.
—Si quiere usted empleo, McWhirter, yo tengo uno para usted.
—No me vendría mal —dijo McWhirter.
—Es un empleo importante, que sólo puede confiársele a un hombre con aptitudes suficientes, y usted las
tiene, pues ya me he ocupado yo de enterarme, y en quien pueda confiar por completo.
Lord Cornelly esperó. McWhirter no dijo ni una palabra.
—Bien, amigo, ¿puedo confiar en usted por completo?
McWhirter dijo fríamente:
—Aunque le dijera que sí, usted no podría estar seguro.
Lord Cornelly se rió.
—Usted me sirve. Es usted el hombre que andaba buscando. ¿Conoce América del Sur?
Y entró en detalles. Media hora más tarde, McWhirter se encontraba en la calle, después de haber
conseguido un trabajo importante, extraordinariamente bien pagado y, además, de porvenir.
El Destino, después de haberle fruncido el ceño, había decidido sonreírle. Pero él no estaba de humor para
devolverle la sonrisa. No se sentía lleno de gozo, aunque el pensar en la entrevista despertaba su sentido del
humor. Había cierta justicia poética y severa en el hecho de ser precisamente las diatribas de su antiguo jefe
contra él las que le habían proporcionado su nueva situación de prosperidad.
Debía considerarse un hombre afortunado. No es que le importara. Estaba dispuesto a dedicarse a la tarea de
vivir, no con entusiasmo, ni siquiera con satisfacción, sino con un esfuerzo metódico y diario. Siete meses antes
había intentado quitarse la vida. La casualidad había intervenido, pero no se lo agradecía demasiado. Aquella
fase había sido superada para siempre. Reconocía que no podía uno quitarse la vida a sangre fría. Tendría que
sentir el aguijón de la desesperación, del dolor, el furor o la pasión. Uno no se suicida simplemente porque la
vida parezca una ronda monótona de acontecimientos sin interés.
En conjunto se alegraba de que su trabajo le llevara fuera de Inglaterra. Embarcaría para América del Sur a
fines de septiembre. Las próximas semanas iban a ser muy atareadas. Tenía que reunir el equipo preciso y
ponerse en contacto con las ramificaciones del negocio, bastante complicadas.
Pero antes de abandonar el país dispondría de una semana libre. ¿Qué podría hacer esa semana? ¿Se
quedaría en Londres? ¿Se iría fuera?
Una idea surgió, confusa, en su mente.
¿Saltcreek?
—Me están dando ganas de ir allá —se dijo McWhirter.
Sería, pensó, divertido y fúnebre al mismo tiempo.
19 de agosto
—¡Adiós vacaciones! —dijo con enfado el superintendente Battle.
La señora Battle se llevó una desilusión, pero después de ser durante muchos años la esposa de un jefe de
policía, estaba acostumbrada a tomar con filosofía las desilusiones.
—Bueno —dijo—. No tiene remedio. ¿Supongo que será un caso interesante?
—No lo parece —dijo el superintendente Battle—. El ministro de Asuntos Exteriores anda de cabeza...
Todos esos chicos altos y delgados corren de aquí para allá, diciendo chitón a cada dos por tres. Se arreglará
todo fácilmente y todos quedaremos bien. Pero no es uno de esos casos que incluiría en mis memorias,
suponiendo que se me ocurriera la tontería de escribirlas.
—Podríamos retrasar las vacaciones... —empezó la señora Battle, indecisa, pero su marido la interrumpió
categóricamente:
—¡Ni hablar! Tú y las niñas os vais a Britlington; las habitaciones están reservadas desde marzo y sería una
pena perderlas. Yo lo que haré será ir a pasar una semana con Jim, cuando esto se acabe.
Jim era el inspector James Leach, sobrino del superintendente Battle.
—Saltington está muy cerca de Easterhead Bay y de Saltcreek —continuó—. Puedo tomar un poco de aire
de mar y darme una zambullida.
La señora Battle dio un respingo.
—Más fácil será que Jim te arrastre a que le ayudes en algún caso.
—No se presentan casos en esta época del año, como no sea alguna mujer que cometa raterías sin
importancia en un comercio de baratijas. Además, Jim no necesita que le agudicen el ingenio.
—Bueno —dijo la señora Battle—. Puede que todo resulte bien, pero es una pena.
—Son cosas que nos manda Dios para probarnos —aseguró el superintendente Battle.
CAPITULO SEGUNDO
BLANCA NIEVES Y ROSA ROJA
Al bajar del tren en Saltington, Thomas Royde encontró a Mary Aldin esperándole en el andén. Recordaba a
Mary muy vagamente. Por eso le sorprendió el ver que demostraba alegría por verle en su modo animado y
eficiente de entenderse con las cosas.
—Me alegro mucho de volverte a ver, Thomas. ¡Después de tanto tiempo!
—Os agradezco mucho que me admitáis en vuestra casa. No quiero ser molesto.
—Nada de molestia. Al contrario. Vas a ser muy bien recibido. ¿Es éste tu maletero? Dile que traiga las
cosas por aquí. Tengo el coche ahí al final.
Las maletas fueron hacinadas en el «Ford». Mary cogió el volante y Royde se sentó a su lado. El coche
arrancó y Thomas pudo observar que Mary conducía muy bien, con habilidad y prudencia en medio del tránsito
y calculando bien las distancias y espacios.
Saltington estaba a siete millas de Saltcreek. Cuando se encontraron en la carretera, después de haber dejado
atrás la pequeña ciudad provinciana, Mary Aldin reanudó el tema.
—La verdad es Thomas, que tu llegada en estos momentos es una bendición. El ambiente en casa es
bastante difícil, y una persona de fuera, aunque sólo sea en parte, nos vendrá muy bien.
—¿Qué ocurre?
Su actitud, según su costumbre, no expresaba curiosidad; era casi indolente. Hizo la pregunta, al parecer,
más por cortesía que porque sintiera el menor deseo de ser informado. Esta actitud fue como un sedante para
Mary Aldin. Necesitaba hablar con alguien, pero prefería hablar con quien no estuviera demasiado interesado.
—Pues... nos encontramos en una situación muy difícil —dijo—. ¿Supongo que sabrás que Audrey está
aquí?
Hizo una pausa en espera de una confirmación a su pregunta, y Thomas Royde asintió.
—Y Nevile y su mujer también.
Thomas Royde levantó ÍES cejas.
—Embarazoso, ¿verdad? —dijo después de unos momentos.
—Sí que lo es. Fue todo idea de Nevile.
Calló en espera de un comentario. Royde no dijo ni una palabra, pero a Mary le pareció advertir en él cierta
incredulidad y repitió categóricamente:
—Fue idea de Nevile.
—¿Por qué lo hizo?
Mary levantó las manos del volante durante un momento.
—Una reacción muy moderna. Mucha comprensión y todos amigos. Es el plan. Pero a mí no me parece que
esté resultando muy bien que digamos.
—No será fácil —dijo Thomas, añadiendo a continuación—: ¿Cómo es la segunda mujer?
—¿Kay? Muy guapa, desde luego. Verdaderamente guapa. Y muy joven.
—¿Y Nevile la quiere?
—Ah, sí. Claro que sólo hace un año que se han casado.
Thomas Royde volvió lentamente la cabeza para mirarla, sonriendo ligeramente. Mary se apresuró a decir:
—No quise decir eso exactamente...
—Vamos, Mary. Yo creo que sí...
—Bueno, una no puede dejar de ver que tienen muy poco en común. Sus amistades, por ejemplo...
Se detuvo.
Royde preguntó:
—Se conocieron en la Riviera, ¿verdad? No estoy muy enterado. Sólo conozco los hechos escuetos, porque
me los describió mi madre.
—Sí, se conocieron en Carmes, Nevile se sintió atraído, pero supongo que le habría pasado lo mismo otras
veces, de un modo inofensivo. Yo sigo creyendo, que si hubiera dependido de él únicamente, no hubiera
resultado nada de ello. Quería mucho a Audrey, ¿sabes?
Thomas asintió.
—No creo que quisiera deshacer su matrimonio —continuó Mary—. Estoy segura. Pero la chica estaba
completamente decidida a pescarle y a no parar hasta que dejara a su mujer. ¿Qué va a hacer un hombre en esas
circunstancias? Naturalmente, se siente halagado.
—Está loca por él, ¿verdad?
—Sí, supongo...
Mary dijo estas palabras con tono inseguro. Su mirada se encontró con la inquisitiva de Thomas y enrojeció:
—¡Qué mala soy! La anda rondando un chico joven, guapo, con una belleza de gigoló. Es un antiguo amigo
suyo... Y algunas veces no puedo menos de pensar si no habrá influido en todo esto el hecho de que Nevile sea
muy rico, distinguido y demás. Tengo entendido que la chica no tenía un céntimo.
Se calló, avergonzada. Thomas Royde se limitó a decir «¡Hum!», con voz preocupada.
—Sin embargo —dijo Mary—, lo más probable es que todo esto sea malicia por mi parte. La chica es muy
atractiva, y probablemente eso despierta los instintos felinos de solteronas de mediana edad.
Royde la contempló, pensativo, pero su rostro impasible no reaccionó. Después de un par de minutos, dijo:
—Pero, ¿a qué se debe exactamente el que la situación se haya hecho tan difícil?
—La verdad es que no tengo la menor idea. Eso es lo raro. Naturalmente, consultamos primero a Audrey y
a ella no pareció importarle el encontrarse aquí con Kay... Estuvo encantadora. Y no ha dejado de estarlo.
Nadie podía haber estado más agradable. Naturalmente, Audrey sabe lo que debe hacer en cada momento. Su
comportamiento para con los dos es perfecto. Como saben es muy reservada, y nunca sabe uno lo que piensa o
siente en realidad. Pero, francamente, creo que no le importa nada esto.
—No tiene por qué importarle —dijo Thomas Royde. Y añadió después de una larga pausa—: Después de
todo, hace tres años.
—¿Serán capaces de olvidar las personas como Audrey? Quería mucho a Nevile.
Thomas Royde se movió en su asiento.
—Tiene sólo treinta y dos años. Tiene toda la vida por delante.
—Sí, ya lo sé. Pero le hizo mucho daño este asunto. Tuvo los nervios deshechos.
—Lo sé. Mi madre me lo dijo.
—En cierto modo —dijo Mary—, creo que le hizo bien a tu madre el tener que ocuparse de Audrey. Se
distrajo de su propia pena... de lo de la muerte de tu hermano. ¡Lo sentimos todos tanto...!
—Sí. Pobre Adrián. Siempre conducía demasiado de prisa.
Se produjo una pausa. Mary sacó la mano al tomar la vuelta que bajaba hasta Saltcreek.
Poco después, deslizándose por la estrecha carretera serpenteante dijo Mary:
—Thomas, ¿tú conoces bien a Audrey?
—Regular. La he visto muy pocas veces en los últimos diez años.
—No, pero la has conocido de niña. Era como una hermana para ti y para Adrián, ¿verdad?
Él asintió.
—¿Estaba... estaba desequilibrada en algún aspecto? Bueno, no quiero decir lo que me parece. Pero tengo la
sensación de que algo malo le ocurre ahora. Está tan despegada de todo, su equilibrio es tan
extraordinariamente perfecto... Me pregunto a veces qué habrá tras esa máscara. De cuando en cuando tengo la
sensación de que experimenta alguna emoción fuerte. Y no sé en qué consiste. Pero creo que no está normal.
Algo tiene. Me preocupa. En la casa se respira una atmósfera que nos está afectando a todos. Todos estamos
nerviosos y sobresaltados. Pero no sé lo que es. Y algunas veces, Thomas, me espanta.
—¿Te espanta?
El tono de sorpresa de su voz hizo que ella se rehiciera, soltando una risita nerviosa.
—Parece absurdo... Pero eso es lo que quería decir hace un momento... Tu llegada nos hará bien, nos
distraerá. Bueno, ya estamos.
Habían doblado suavemente el último recodo de la carretera, Gull's Point estaba construida en una
plataforma de roca que daba al río. En dos de los lados de la casa, el acantilado, cortado a pico, bajaba hasta el
agua. Los jardines y pistas de tenis estaban a la izquierda. El garaje, de construcción más moderna, estaba
situado más lejos, en el otro lado de la casa.
—Voy a dejar el coche y vuelvo. Hurstall te atenderá.
Hurstall, el anciano mayordomo, recibió a Thomas con la alegría con que se recibe a un viejo amigo.
—Me alegro mucho de verle, señor Royde, después de tantos años. La señora también se va a alegrar
muchísimo. Le hemos destinado la habitación del este, señor. Los encontrará usted a todos en el jardín, a no ser
que quiera ir primero a su cuarto.
Thomas negó con la cabeza. Atravesó el salón y se acercó a la puerta-ventana que daba a la terraza.
Permaneció allí durante un momento, observando sin ser visto.
Los dos únicos ocupantes de la terraza eran dos mujeres. Una de ellas estaba sentada en la esquina de la
balaustrada, contemplando el agua. La otra mujer la observaba.
La primera de las dos era Audrey. La otra, supuso sería Kay Strange. Kay no sabía que la observaban y no
se esforzaba en disimular la expresión de su rostro. Puede que Thomas Royde no fuera muy buen observador
en lo que se refiere a las mujeres, pero no pudo dejar de notar que Kay Strange odiaba a Audrey Strange.
En cuanto a Audrey, estaba mirando al río y parecía no notar o serle indiferente la presencia de la otra.
Hacía siete años que Thomas no había visto a Audrey. La estudió con mucha atención. ¿Había cambiado o
no? En caso afirmativo ¿en qué consistía el cambio?
Había cambiado, decidió. Estaba más delgada, más pálida, su aspecto era más etéreo... Pero había algo más,
algo que no podía definir. Era como si estuviera dominándose mediante un gran esfuerzo, vigilando cada uno
de sus movimientos y, al mismo tiempo, intensamente consciente de todo lo que ocurría a su alrededor. Era,
pensó, como una persona que oculta un secreto. Pero, ¿qué secreto? Sabía algo de lo que le había ocurrido
durante los últimos años. Esperaba hallar en ella huellas de su pena y de su fracaso, pero esto era otra cosa. Era
como una niña que, cerrando con fuerza la mano sobre su tesoro, llama la atención sobre lo que desea ocultar.
Entonces sus ojos se volvieron a la otra mujer, la actual esposa de Nevile Strange. Era hermosa, sí. Mary
Aldin tenía razón. También le pareció peligrosa. «No me gustaría —pensó— que estuviera cerca de Audrey
con un cuchillo en la mano...»
Y sin embargo, ¿qué motivos tenía para odiar a la primera esposa de Nevile? Todo eso estaba más que
terminado. Audrey no tenía ya la menor intervención en sus vidas. Se oyeron unos pasos y Nevile apareció,
dando la vuelta a la esquina de la casa. Parecía excitado y llevaba una revista ilustrada.
—Aquí está la Revista Ilustrada —dijo—. No conseguí la otra…
Y entonces dos cosas ocurrieron exactamente en el mismo segundo. Kay dijo: «Ah, bueno, dámela», y,
Audrey, sin volver la cabeza extendió la mano distraídamente.
Nevile se había parado a mitad de camino entre las dos mujeres. Se turbó ligeramente y antes de que
pudiera hablar, dijo Kay, alzando la voz histéricamente:
—Quiero verla. ¡Dámela! ¡Dámela, Nevile!
Audrey Strange se sobresaltó, volvió la cabeza, retiró la mano y murmuró, levísimamente confundida:
—¡Oh, perdón! Creí que hablabas conmigo, Nevile.
Thomas Royde vio cómo el color del cuello de Nevile Strange adquiría una tonalidad de ladrillo. Dio tres
pasos hacia Audrey y le tendió la revista.
La turbación de Audrey aumentó y dijo titubeando:
—Pero...
Kay retiró su silla con un movimiento brusco. Permaneció en pie unos instantes; luego, girando sobre sus
talones, se dirigió a la puerta-ventana del salón. Royde no tuvo tiempo de apartarse antes de que ella se
abalanzara ciegamente contra él.
El encontronazo la hizo retroceder. Se quedó mirándole, mientras él le ofrecía sus disculpas. Thomas pudo
ver entonces lo que no había visto antes: sus ojos estaban bordeados de lágrimas. Lágrimas de rabia, pensó.
—Hola —dijo ella—. ¿Quién es usted? Ah, sí, claro, el hombre de Malaya.
—Sí —dijo Thomas—. Soy el de Malaya, recién llegado.
—¡Cómo me gustaría estar en Malaya! —dijo Kay—. En cualquier sitio menos aquí. ¡Odio esta inmunda y
maldita casa! ¡Odio a todas las personas que están en ella!
Las escenas emocionales siempre habían alarmado a Thomas. Miró a Kay con cautela y dijo, nervioso:
—¡Ajam!
—Como no se anden con cuidado —dijo Kay— mataré a alguien. A Nevile o a esa gata descolorida.
Le dio un fuerte empujón y salió del salón, golpeando la puerta.
Thomas Royde se quedó paralizado. No sabía exactamente qué debía hacer, pero se alegró de que la joven
señora Strange se hubiera marchado. Se quedó mirando a la puerta que Kay había batido tan violentamente. La
segunda señora Strange tenía algo de tigresa.
La puerta vidriera se oscureció y apareció Nevile, respirando con cierta agitación.
Saludó vagamente a Thomas.
—Ah..., hola, Royde, no sabía que habías llegado. ¿Has visto a mi mujer?
—Pasó por aquí hace cosa de un minuto —dijo el otro.
Nevile, a su vez, salió por la puerta del salón. Parecía enfadado.
Thomas Royde salió despacio a través de la puerta vidriera. No pisaba fuerte y hasta que estuvo a unos dos
metros de distancia no volvió Audrey la cabeza.
—¡Ay, Thomas...! —dijo—. ¡Querido Thomas! ¡Cuánto me alegro de que hayas venido!
En el momento en que cogía entre las suyas las dos pequeñas manos blancas de Audrey y se inclinaba hacia
ella, Mary Aldin, a su vez llegó a la puerta-ventana. Viéndolos a los dos en la terraza se detuvo, los observó
unos segundos y luego lentamente dio la vuelta y entró de nuevo en la casa.
II
En el piso de arriba Nevile había encontrado a Kay en su dormitorio. La única habitación de la casa que
tenía dos camas era la de lady Tressilian. A los matrimonios se les destinaba siempre dos habitaciones con
puerta de comunicación y un pequeño baño al oeste de la casa. Era como una pequeña suite aislada.
Nevile cruzó su habitación y entró en la de su mujer. Kay se había echado en la cama. Alzando la cara llena
de lágrimas gritó airada:
—¡Conque has venido! ¡Ya era hora!
—¿A qué viene todo eso? ¿Te has vuelto loca, Kay?
Nevile habló con tranquilidad, pero las aletas de su nariz indicaban que estaba dominado por su ira.
—¿Por qué le diste a ella la Revista Ilustrada y no a mi?
—La verdad, Kay, es que eres una chiquilla. Todo este alboroto por un periodicucho sin importancia.
—Se lo diste a ella y no a mí —repitió Kay con obstinación.
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué importancia tiene eso?
—A mí me importa.
—No sé lo que te pasa. No puedes comportarte tan histéricamente en una casa que no es la tuya. ¿No sabes
cómo comportarte en público?
—¿Por qué se lo diste a ella?
—Porque lo quería.
—También lo quería yo, tu mujer.
—Mayor razón para dárselo a una mujer mayor que tú y que estrictamente hablando no es pariente.
—Quedó por encima de mí. Eso es lo que quería y lo consiguió. Tú estabas de su lado.
—Estás hablando como una chiquilla celosa y sin sentido. Por amor de Dios, domínate y trata de portarte en
público como es debido.
—Como ella, ¿verdad?
Nevile dijo fríamente:
—En cualquier caso, Audrey sabe comportarse como una señora. No hace escenas.
—Te estás volviendo contra mí. Me odia y se está vengando.
—Escucha, Kay: ¿vas a dejar de ponerte tan estúpidamente melodramática? Me tienes harto con estas
tonterías.
—¡Pues vámonos de aquí! Vámonos mañana. ¡Odio esta casa!
—Sólo llevamos aquí cuatro días.
—Son más que suficientes. Vámonos, Nevile.
—Mira, Kay, basta ya de este asunto. Hemos venido aquí a pasar quince días y me quedaré quince días.
—Si lo haces —dijo Kay—, te arrepentirás. Tú y tu Andrey. La encuentras maravillosa.
—Yo no creo que Audrey sea maravillosa. Creo que es una persona extraordinariamente agradable y
bondadosa a la que he tratado muy mal y que ha sido de lo más generosa e indulgente.
—En eso te equivocas —dijo Kay.
Se levantó del lecho. Su furia había desaparecido y habló seriamente, casi serenamente.
—Audrey no te ha perdonado, Nevile. Una o dos veces he visto cómo te miraba... No sé qué es lo que habrá
dentro de su cabeza, pero algo hay... Es de esas personas que no dejan ver a nadie lo que piensan.
—Es una pena —dijo Nevile— que no haya más personas así.
Kay se puso muy pálida.
—¿Lo dices por mí? —dijo con un tono peligrosamente cortante.
—Bueno... no has estado muy reservada que digamos, ¿verdad? Cada vez que sientes malhumor o antipatía
hacia alguien, tienes que soltarlo. Te pones y me pones en ridículo.
La voz de Kay era fría como el hielo.
—Sentiría haberte parecido injusto —dijo él en tono igualmente frío—. Pero es la pura verdad. No te
dominas mejor que una niña.
—Tú nunca te dejas llevar de los nervios, ¿verdad? ¡Eres siempre el caballero dueño de sí y de modales
encantadores! No creo que seas capaz de sentir nada en absoluto. Eres un témpano, un condenado témpano de
hielo. ¿Por qué no te da un arrebato de cuando en cuando? ¿Por qué no me gritas, no me dices palabrotas y me
mandas al infierno?
Nevile suspiró. Sus hombros se hundieron.
—¡Que Dios me valga! —exclamó.
Y, girando sobre sus talones, salió de la habitación.
III
—Estás exactamente igual que cuando tenías diecisiete años, Thomas Royde —dijo lady Tressilian—. Con
la misma mirada de lechuza y hablando tan poco como siempre. ¿Por qué?
Thomas dijo vagamente:
—No sé. Nunca he tenido el don de la palabra.
—No te pareces a Adrián. Él, en cambio, hablaba muy bien y con mucho genio.
—A lo mejor fue por eso. Siempre dejé que él lo dijera todo.
—¡Pobre Adrián!¡Prometía tanto!
Thomas asintió.
Lady Tressilian cambió de tema. Le había concedido audiencia a Thomas. Solía preferir el recibir a sus
visitantes de uno en uno. De este modo no se fatigaba y podía concentrar en ellos su atención.
—Llevas aquí veinticuatro horas —dijo—. ¿Qué opinas de nuestra situación?
—¿Situación?
—No te hagas el tonto. Lo haces a propósito. Sabes perfectamente a lo que me refiero, al eterno triángulo
que se ha formado bajo mi techo.
Thomas dijo con cautela:
—Parece que hay cierto roce.
Lady Tressilian sonrió con expresión diabólica.
—Te confieso, Thomas, que estoy divirtiéndome mucho. Yo no he deseado que esto ocurriera. Lo cierto es
que he hecho todo lo posible por impedirlo. Nevile se empeñó. Insistió en reunir a esas dos, y ahora está
recogiendo lo que sembró.
Thomas Royde se movió un poco en su silla.
—Es raro —dijo.
—Explícate —saltó lady Tressilian.
—No hubiera creído que Strange fuera un tipo de esa clase.
—Es interesante el que digas eso. Porque eso fue también lo que pensé yo. No era propio de Nevile. Nevile,
como la mayoría de los hombres, suele desear el evitar cualquier clase de situaciones difíciles o desagradables.
Tuve la sospecha entonces de que la idea no podía haber sido en un principio de Nevile, pero si no se le ha
ocurrido a él, no sé a quién puede habérsele ocurrido.
Hizo una pausa y añadió, alzando ligeramente la voz:
—¿No sería idea de Audrey?
Thomas se apresuró a contestar:
—No, de Audrey no.
—Pues no puedo creer que haya sido idea de esa desgraciada joven, de Kay. A menos que sea una actriz
estupenda. ¿Sabes?, en los últimos días casi me ha dado pena ver cómo se desenvolvía.
—No le es muy simpática, ¿verdad?
—No. Me parece que tiene la cabeza vacía y carece del menor equilibrio. Pero, como digo, empieza a darme
lástima. Anda por ahí tan atolondrada como una mariposa alrededor de la luz. Emplea unas armas equivocadas;
mal genio, malos modales, insolencias infantiles..., cosas que ejercen un efecto lamentable en un hombre como
Nevile.
Thomas dijo con calma:
—Yo creo que es Audrey la que se encuentra en situación difícil.
Lady Tressilian le dirigió una mirada aguda.
—Siempre has estado enamorado de Audrey, ¿no es cierto, Thomas?
—Creo que sí —fue la imperturbable respuesta.
—¿Prácticamente desde que erais niños?
Él asintió.
—Y entonces vino Nevile y se la llevó delante de tus narices, ¿verdad?
Thomas se movió en su silla, incómodo.
—Bueno... siempre he sabido que no tenía esperanzas.
—¡Derrotista! —dijo lady Tressilian.
—Siempre he sido aburrido como una ostra.
—¡Querido Thomas!
—¡El bueno de Thomas...! Ésa es la actitud de Audrey con respecto a mí.
—«El fiel Thomas» —dijo lady Tressilian—. Te llamaban así, ¿verdad?
Thomas sonrió al oír esas palabras, que le trajeron recuerdos de la infancia.
—¡Qué gracia! Hacía años que no oía esto.
—Puede que ahora te resulte muy conveniente —dijo lady Tressilian.
Buscó deliberadamente su mirada y continuó:
—La fidelidad es una cualidad que pueden apreciar los que han pasado por la experiencia de Audrey. La
fidelidad de toda una vida, Thomas, algunas veces obtiene su recompensa.
Thomas Royde bajó la vista y manoseó su pipa.
—En esa esperanza he vuelto —le dijo.
IV
—Aquí estamos todos —dijo Mary Aldin.
Hurstall, el viejo mayordomo, se enjugó la frente. AI entrar en la cocina, la señora Spicer, la cocinera, hizo
un comentario sobre su expresión.
—Lo cierto es que debo estar mal —dijo Hurstall—. No sé si me entenderá, pero todo lo que se dice o se
hace en esta casa en los últimos tiempos es como si tuviera para mí un significado distinto del que parece.
La señora Spicer no pareció comprender, por lo que Hurstall continuó:
—La señora Aldin, ahora, al sentarse para cenar, dijo: «Aquí estamos todos», y me dio un vuelco el
corazón. Me hizo pensar en un domador que tiene muchas fieras en una jaula y entonces la puerta de la jaula se
cierra. Sentí, de pronto, como si todos nosotros estuviésemos cogidos en una trampa,
—Me parece, señor Hurstall —dijo la señora Spicer—, que ha tomado usted algo que le ha sentado mal.
—No es la digestión. Es que todo el mundo está en tensión. La puerta de enfrente se batió hace un momento
y la señora Strange, nuestra señora Strange, la señorita Audrey, dio un salto como si la hubieran herido. Es
como si, de pronto, todo el mundo tuviera miedo de hablar. Y luego rompen a hablar todos a una, diciendo la
primera cosa que se les pasa por la cabeza.
—Hay motivo sobrado para que todo el mundo ande aturdido —dijo la señora Spicer—. Dos señoras
Strange en la casa... A mí no me parece decente...
En el comedor se había producido uno de aquellos silencios descritos por Hurstall.
Con gran esfuerzo, Mary Aldin se volvió hacia Kay y dijo:
—He invitado a tu amigo el señor Latimer a cenar con nosotros mañana.
—Ah, muy bien —dijo Kay.
Nevile dijo:
—¿Latimer? ¿Está aquí?
—Está en el Hotel Easterhead Bay —dijo Kay.
—Podíamos ir a cenar allí una noche —dijo Nevile—. ¿Hasta qué hora funciona el ferry?
—Hasta la una y media —dijo Mary.
—Supongo que se bailará por las noches.
—La mayoría de los huéspedes son centenarios —dijo Kay.
—No será muy divertido para tu amigo —dijo Nevile a Kay.
Mary dijo rápidamente:
—Podríamos ir a bañarnos un día a Easterhead Bay. Todavía hace calor y la playa es encantadora.
Thomas Royde dijo en voz baja a Audrey:
—Había pensado en salir en balandro mañana, ¿vienes?
—Me gustaría.
—Podíamos ir todos en balandros —dijo Nevile.
—Creí que habías dicho que ibas a jugar al golf —dijo Kay.
—Sí, lo había pensado. El otro día estuve fatal.
—¡Qué desgracia! —exclamó Kay.
Nevile dijo de buen humor:
—El golf es un juego trágico.
Mary preguntó a Kay si jugaba.
—Sí, no muy bien.
Nevile dijo:
—Kay sería muy buena si se molestara un poco. Es una jugadora innata.
Kay dijo a Audrey:
—Tú no practicas ningún deporte, ¿verdad?
—Puede decirse que no. Juego un poco al tenis..., pero soy un completo pato.
—¿Sigues tocando el piano, Audrey? —preguntó Thomas.
Ella negó con un movimiento de cabeza.
—Ya no.
—Tocabas muy bien —dijo Nevile.
—Creí que no te gustaba la música, Nevile —dijo Kay con extrañeza.
—No entiendo mucho —dijo Nevile vagamente—. Siempre me he preguntado cómo se las arreglaba
Audrey para alcanzar una octava con esas manos tan pequeñas.
Al decir esto, miraba las manos de Audrey, que colocaba sobre el plato los cubiertos de postre.
Audrey enrojeció un poco y dijo rápidamente:
—Mi dedo meñique es muy largo. Supongo que eso me ayudará.
—Entonces debes ser egoísta —dijo Kay—. Las personas generosas tienen el dedo meñique corto.
—¿Es cierto eso? — preguntó Mary Aldin—. Entonces yo debo ser muy generosa. Mirad, mis dedos
meñiques son muy pequeños.
—Yo creo que eres muy generosa —dijo Thomas Royde, contemplándola con expresión pensativa.
Ella enrojeció y continuó rápidamente:
—¿Quién es el más generoso de todos nosotros? Vamos a comparar los dedos meñiques. Los míos son más
cortos que los tuyos, Kay. Pero Thomas creo que me gana.
—Yo os gano a todos —dijo Nevile—. Mirad.
Y extendió una mano.
—Pero sólo en una mano —dijo Kay—. El meñique de tu mano izquierda es pequeño, pero el de la mano
derecha es mucho más largo. Y en la mano izquierda está lo que nace contigo y en la derecha lo que has
adquirido a lo largo de la vida. De modo que esto significa que has nacido generoso, pero te has ido haciendo
bastante egoísta al correr del tiempo.
—¿Sabes echar la buenaventura, Kay? —preguntó Mary Aldin, extendiendo la mano con la palma hacia
arriba—. Una adivina me dijo que tendría dos maridos y tres niños. Tendré que darme prisa.
—Esas crucecitas no son niños —dijo Kay—. Son viajes. Quieren decir que harás tres viajes sobre agua.
—Tampoco parece probable —dijo Mary Aldin.
Thomas Royde le preguntó:
—¿Has viajado mucho?
—No, apenas.
Él apreció una nota de pesar en su voz.
—¿Te hubiera gustado hacerlo?
—Más que nada en el mundo.
Thomas, a su modo lento y reflexivo, se puso a pensar en la vida de ella. Una persona tranquila,
comprensiva, siempre al cuidado de una anciana y llevando la casa de un modo perfecto. Preguntó con
curiosidad:
—¿Hace mucho que vives con lady Tressilian?
—Casi quince años. Vine a vivir con ella cuando se murió mi padre, que había estado inválido durante
varios años.
Y continuó, contestando a la pregunta que adivinó en la mente de él:
—Tengo treinta y seis años. Eso querías saber, ¿verdad?
—Sí, me preguntaba qué edad tendrías —admitió él—. Podías tener... cualquier edad.
—Eso puede tomarse de dos maneras.
—Sí, supongo que sí. No era mi intención molestarte lo más mínimo.
La mirada pensativa de él no se apartaba de la cara de Mary. A ella no le molestó, porque era una mirada
inconsciente, llena de un interés auténtico. Viendo que sus ojos se fijaban en su cabello, se llevó la mano al
mechón blanco.
—Lo tengo —dijo— desde muy joven.
—Me gusta —dijo Thomas sencillamente.
Continuó mirándola. Finalmente, dijo ella, con voz ligeramente divertida:
—Bien, ¿cuál es el veredicto?
El rostro curtido de Thomas enrojeció.
—Me figuro que hago mal en mirar de este modo. Estaba preguntándome... cómo serás en realidad.
—Por favor —dijo ella apresuradamente. Y se levantó de la mesa. Cuando salía del salón, del brazo de
Audrey, dijo—: El anciano señor Treves viene a cenar mañana también.
—¿Quién es? —preguntó Nevile.
—Trajo una carta de presentación de los Rufus Lord. Es un señor encantador. Está en el Balmoral Court.
Tiene el corazón débil y parece muy delicado, pero sus facultades mentales son perfectas y ha conocido a
mucha gente interesante. Era abogado o procurador... una de las dos cosas.
—Todo el mundo que viene aquí es terriblemente viejo —se quejó Kay.
Estaba de pie, junto a la lámpara. Thomas estaba mirando en aquella dirección y le concedió el mismo
interés lento que dedicaba a todo lo que estaba en su inmediata línea visual.
De pronto se sintió impresionado por su intensa y apasionada belleza. Una belleza de gran colorido, de
vitalidad exuberante y triunfante. De ella pasó su mirada a Audrey, pálida y delicada en su vestido gris
plateado.
Se sonrió para sí y murmuró:
—Rosa Roja y Blancanieves.
—¿Qué? —era Mary Aldin junto a su hombro.
Él repitió las palabras.
—Como en el cuento de hadas,
Mary Aldin dijo:
—Es una descripción muy buena...
V
El señor Treves tomaba su oporto a pequeños sorbitos, saboreándolo. Era un vino muy bueno. Y la cena
había estado preparada y servida de un modo perfecto. Era evidente que lady Tressilian no tenía dificultades en
el servicio.
La casa, además, estaba bien gobernada, a pesar de estar inválida la señora. Era una pena, quizá, que las
señoras no dejaran el comedor a la hora de servir el oporto. Prefería la antigua rutina. Pero estos jóvenes tenían
sus costumbres propias.
Sus ojos se fijaron pensativos en la brillante y hermosa joven esposa de Nevile Strange.
Aquélla era la noche de Kay. Su belleza vehemente resplandecía a la luz de las velas que iluminaban el
cuarto. A su lado, bailándole el agua, Ted Latimer inclinaba hacia ella su cabeza repeinada. Kay se sentía
triunfante y segura.
La visión de su vitalidad radiante encendía la sangre del anciano Treves.
¡Juventud! ¡No había nada como la juventud!
No era de extrañar que el marido hubiera perdido la cabeza y dejara a su primera mujer, Audrey estaba
sentada a su lado. Una criatura encantadora y una señora, pero era la clase de mujer que invariablemente acaba
por ser abandonada, según él sabía por experiencia.
La miró. Tenía la cabeza baja y contemplaba fijamente el plato. Algo en la completa inmovilidad de su
actitud sorprendió al señor Treves. La miró con mayor atención. ¿En qué estaba pensando? Era encantador su
nacimiento de pelo, junto a la oreja nacarina...
Volvió en sí, sobresaltándose ligeramente al ver que la gente se levantaba. Se puso en pie apresuradamente.
En el salón, Kay se dirigió directamente al gramófono y puso un disco bailable.
Mary Aldin se disculpó:
—Estoy segura de que odia usted el jazz.
—No, nada de eso —mintió cortésmente el señor Treves,
—Podríamos jugar al bridge más tarde —insinuó ella—. Pero no vale la pena empezar ahora una partida,
porque lady Tressilian me parece que está deseando charlar un rato con usted.
—Encantado. ¿Lady Tressilian no se reúne nunca con ustedes aquí abajo?
—No, antes solía bajar en una silla de ruedas. Por eso hemos puesto ascensor. Pero en la actualidad prefiere
su cuarto. Allí puede hablar con quien le plazca, citándonos por medio de una especie de Real Orden.
—Muy bien expresado, señorita Aldin. Siempre he podido apreciar en el porte de lady Tressilian una
majestad de reina.
En el centro de la habitación, Kay se movía al compás de un ritmo lento.
—Quita de en medio esa mesa, Nevile —dijo. Su voz era autoritaria, segura. Sus ojos brillaban y tenía los
labios separados.
Nevile, obediente, apartó la mesa. Entonces dio un paso hacia ella, pero Kay, intencionadamente, se dirigió
hacia Ted Latimer.
—Vamos a bailar, Ted.
Ted la rodeó inmediatamente con sus brazos. Bailaron, balanceándose, inclinándose, con movimientos
perfectamente adaptados. Era un movimiento singular y que encantaba a la vista.
El señor Treves murmuró:
—Hum... completamente profesional,
Mary Aldin retrocedió un poco al oír la palabra. Sin embargo, seguro que el señor Treves la había empleado
simplemente como señal de admiración. Observó su pequeño e inteligente rostro. Le pareció que miraba con
expresión distraída, como si estuviera pensando en sus cosas.
Nevile titubeó un momento, dirigiéndose luego a Audrey, que estaba de pie junto a la ventana.
—¿Bailas, Audrey?
Su tono era formal, casi frío. Podía decirse que su petición era hecha por pura cortesía. Audrey Strange
dudó un minuto antes de hacer con la cabeza una señal de aceptación y dar un paso hacia él.
Mary Aldin hizo algunas observaciones tópicas, a las que el señor Treves no contestó. Hasta aquel momento
no había dado muestras de sordera y su cortesía era exagerada por lo que Mary comprendió que algo le
interesaba profundamente y le mantenía apartado. No pudo descubrir si observaba a los bailarines o a Thomas
Royde, que estaba solo al otro extremo de la habitación.
Sobresaltándose ligeramente, dijo el señor Treves:
—Perdóneme, querida señorita, ¿decía usted...?
—Nada. Sólo que este mes de septiembre está siendo extraordinariamente bueno.
—Sí, es cierto... Hace falta lluvia en la localidad, según me han dicho en el hotel.
—Espero que estará usted cómodo.
—Sí, sí, aunque tengo que reconocer que me molestó cuando llegué y vi...
El señor Treves se interrumpió bruscamente.
Audrey se había desprendido de Nevile, diciendo con una risita de disculpa:
—Realmente, hace demasiado calor para bailar.
Se dirigió a la abierta puerta ventana y salió a la terraza.
—¡Idiota, vete detrás de ella! —murmuró Mary. Quería haber hablado en voz baja, pero lo dijo
suficientemente alto para que el señor Treves volviera la cabeza y la mirara asombrado.
Ella enrojeció y se rió, llena de perturbación.
—Estoy pensando en alto —dijo con expresión lastimera—. Pero es que realmente me irrita tanto... Es tan
lento.
—¿El señor Strange?
—No, Nevile no. Thomas Royde.
Thomas Royde se disponía a moverse, pero Nevile, después de una breve pausa, siguió a Audrey.
Durante un momento, la mirada interesada y pensativa del señor Treves se detuvo en la puerta ventana.
Luego su atención se centró en los bailarines.
—Baila muy bien ese joven.. ¿Latimer dijo usted que se llamaba?
—Sí, Eduardo Latimer.
—Ah, sí, Eduardo Latimer. ¿Supongo que será un antiguo amigo de la señora Strange?
—Sí.
—¿Y de qué vive este... decorativo caballero?
—Pues realmente no lo sé.
—¡Ah! —dijo el señor Treves, arreglándoselas de modo que puso una gran dosis de comprensión en una
palabra tan inocente.
Mary continuó:
—Está en el Hotel Easterhead Bay.
—Una situación muy agradable —dijo el señor Treves.
Y, después de una pausa, añadió como en sueños:
—Muy interesante la forma de la cabeza. Muy curioso el ángulo de la coronilla al cuello... no muy visible
por el corte de pelo, pero de lo más insólito.
Después de otra pausa continuó, con expresión aún más soñadora:
—Al último hombre a quien vi con una cabeza como ésa le condenaron a diez años de cárcel por un asalto
brutal a un anciano joyero.
—No querrá usted decir... —exclamó Mary.
—Nada de eso, nada de eso —dijo el señor Treves—. Se equivoca usted por completo. No estoy tratando de
desacreditar a un invitado suyo. Sólo hacía notar que un criminal brutal y cruel puede ser un joven guapo y
atractivo. Extraño, pero en realidad así es.
Le dirigió una suave sonrisa.
—¿Sabe usted, señor Treves, que me parece que le tengo un poco de miedo?
—Tonterías, querida señorita.
—Sí, sí, le tengo miedo. Es usted... un observador tan agudo...
—Mi vista —dijo el señor Treves, complacido— no ha perdido nada con los años.
Hizo una pausa y añadió:
—Lo que no sé es si esto es una ventaja.
—¿Cómo puede ser una desventaja?
—A veces se encuentra uno en una situación de gran responsabilidad. No siempre es fácil determinar la
línea de acción que debe seguirse.
Hurstall entró llevando la bandeja con el café.
Después de pasárselo a Mary y al anciano abogado, se dirigió a Thomas Royde. Luego, siguiendo las
indicaciones de Mary dejó la bandeja en una mesa baja y salió de la habitación.
Kay gritó por encima del hombro de Ted:
—Vamos a terminar esta pieza.
Mary dijo:
—Le llevaré el suyo a Audrey.
Se dirigió a la puerta ventana con la taza en la mano. El señor Treves la acompañó. Al detenerse ella en el
umbral, miró por encima de su hombro.
Audrey estaba sentada en la esquina de la balaustrada. A la luz de la luna su belleza cobraba vida, una
belleza de líneas más que de color. La exquisita línea de unión de la mandíbula con la oreja, el modelado suave
de la boca y la barbilla, la encantadora configuración de la cabeza y la pequeña nariz recta. Esa belleza
persistiría cuando Audrey fuera una anciana, no tenía nada que ver con la envoltura carnal, eran los huesos
mismos lo que eran hermosos. El vestido de lentejuelas que llevaba puesto acentuaba el efecto de la luz de la
luna. Estaba sentada muy rígida, y Nevile Strange, de pie, la miraba.
Nevile avanzó un paso hacia ella.
—Audrey —dijo—, tú...
Ella se movió un poco, luego se levantó con ligereza, llevándose la mano a la oreja.
—¡Oh! —dijo—. Mi pendiente. Debe habérseme caído.
—¿Dónde? Déjame ver...
Los dos se inclinaron a una, turbados, tropezando al hacerlo. Audrey se apartó entonces bruscamente y
Nevile exclamó:
—Espera un momento... mi gemelo… se te ha enganchado en el pelo. No te muevas.
Ella permaneció inmóvil mientras él revolvía en el pelo.
—¡Oh! ¡Me estás tirando del pelo! ¡Qué torpe eres, Nevile, date prisa!
—Perdona. ¡Qué manos tan torpes tengo!
La luz de la luna era lo bastante clara para que los dos espectadores pudieran ver lo que Audrey no veía: el
temblor de las manos de Nevile, mientras se esforzaba en dejar en libertad las hebras de cabello rubio plateado.
Pero la propia Audrey temblaba también, como si sintiera frío de pronto.
Mary Aldin dio un salto al oír una voz tranquila que decía a su lado:
—Perdona...
Thomas Royde pasó entre ellos y salió a la terraza.
—¿Me dejas que lo haga yo, Strange? —preguntó
Nevile se enderezó y él y Audrey se separaron.
—No es necesario. Ya está.
Nevile estaba muy pálido.
—Estás fría —dijo Thomas a Audrey—. Entra y toma un café.
—Te traía yo el café —dijo Mary—. Pero puede que sea mejor que entres.
Volvió con él hacia la casa y Nevile se quedó mirando el mar.
—Sí —dijo Audrey—. Creo que es mejor.
Todos volvieron al salón. Ted y Kay habían dejado de bailar.
La puerta se abrió y una mujer alta y flaca, vestida de negro, entró en la habitación.
—Su señoría les envía sus saludos y tendría mucho gusto en ver al señor Treves en su habitación —dijo
respetuosamente.
VI
Lady Tressilian recibió al señor Treves con evidente satisfacción.
Poco después los dos se hallaban sumidos en agradables recuerdos y evocando amistades comunes.
Al cabo de media hora, lady Tressilian exhaló un profundo suspiro de satisfacción.
—¡Ah! —dijo—. ¡Lo que he disfrutado! No hay nada como cotillear y recordar viejos escándalos.
—Un poco de malicia —concedió el señor Treves— da sabor a la vida.
—Por cierto —dijo lady Tressilian —, ¿qué opina usted de nuestra versión del eterno triángulo?
El señor Treves mostró un desconcierto lleno de discreción.
—¿Qué triángulo?
—¡No me diga que no se ha dado cuenta! Nevile y sus dos mujeres
—¡Ah, ése! La actual señora Strange es una joven extraordinariamente atractiva.
También lo es Audrey —dijo lady Tressilian.
El señor Treves concedió:
—Tiene encanto… sí
—¿Me va usted a decir —exclamó lady Tessilian— que comprende que un hombre abandone a Audrey, una
persona de… de su distinción, por… por una Kay cualquiera?
El señor Treves contestó con calma:
—Lo comprendo perfectamente. Ocurre con frecuencia.
—¡Es un asco! Si yo fuera hombre, me cansaría muy pronto de Kay y desearía no haber hecho el ridículo de
ese modo.
—Eso también ocurre con frecuencia. Esos apasionamientos repentinos —dijo el señor Treves con un aire
muy desapasionado y preciso — rara vez son de larga duración.
—¿Y qué ocurre entonces? — preguntó lady Tressilian.
—Generalmente —dijo el señor Treves— las… ¡hum!, partes se reajustan. Con frecuencia hay un segundo
divorcio. El hombre se casa con una tercera… alguien de naturaleza comprensiva.
—¡Tonterías! Nevile no es un mormón, aunque algunos de sus clientes lo sean.
—Algunas veces se produce un nuevo matrimonio de los primitivos cónyuges.
Lady Tressilian negó con la cabeza
—¡Eso no! Audrey tiene demasiado orgullo.
—¿Lo cree usted?
—Estoy segura. No mueva usted la cabeza de ese modo tan irritante.
—Sé por experiencia —dijo el señor Treves— que las mujeres tienen poco o ningún orgullo en lo que se
refiere a asuntos de amor. El orgullo es una cualidad de la que hablan con frecuencia, pero que rara vez aparece
en sus actos.
—Usted no comprende a Audrey. Estaba apasionadamente enamorada de Nevile. Demasiado quizá.
Después que él la dejó por esa chica, aunque no le culpa a él del todo, pues la chica lo persiguió a todas partes,
y ya sabe usted cómo son los hombres, no quiso verle nunca más.
El señor Treves soltó una tosecita suave.
—Y, sin embargo —dijo— está aquí.
—Ah, bueno —dijo lady Tressilian, irritada—. No pretendo comprender estas ideas modernas. Supongo que
Audrey está aquí para demostrar que no le importa, que no tiene importancia.
—Es muy probable —el señor Treves se acarició la mandíbula—. Puede que ella quiera creerlo así.
—¿Quiere usted decir —dijo lady Tressilian— que cree que todavía desea a Nevile y que...? ¡Ah, no! ¡No
puedo creer semejante cosa!
—Podría ser —dijo el señor Treves.
—No lo consentiré —dijo lady Tressilian—. No lo consentiré en mi casa.
—Está usted inquieta, ¿verdad? — preguntó el señor Treves con astucia—. Hay tensión en la atmósfera. La
he sentido.
—¿Conque también usted lo ha notado? —dijo lady Tressilian vivamente.
—Sí. Debo reconocer que estoy desconcertado. Los verdaderos sentimientos de las partes permanecen
oscuros, pero, en mi opinión, están ustedes sobre un volcán. La erupción puede sobrevenir de un momento a
otro.
—Déjese de erupciones y dígame qué puede hacerse —dijo lady Tressilian.
El señor Treves alzó los brazos en ademán de impotencia.
—La verdad es que no sé qué sugerir. Hay, estoy seguro, un punto donde se centra todo el problema. Si
pudiéramos aislarlo..., pero hay muchas zonas oscuras.
—No tengo intención de pedir a Audrey que se marche —dijo lady Tressilian—. Por lo que puedo observar,
está comportándose de un modo perfecto en esta situación tan difícil. Cortés, pero distante. Su conducta es
irreprochable.
—Por completo —dijo el señor Treves—. Por completo. Pero, de todos modos, está produciendo un efecto
notorio en el joven Nevile Strange.
—Nevile —dijo lady Tressilian— no está portándose bien. Tengo que hablarle de ello. Pero nunca podría
echarle de mi casa, Matthew lo consideraba completamente como un hijo.
—Lo sé.
—¿Sabía usted que Matthew se ahogó aquí? —dijo, bajando la voz.
—Sí.
—A mucha gente le ha extrañado el que continuara aquí. ¡Qué tontería! Aquí siempre he sentido a Matthew
cerca de mí. Toda la casa está llena de él. Me sentiría sola y extraña en cualquier otro lugar.
Hizo una pausa y continuó:
—Al principio tenía esperanzas de no tardar mucho en reunirme con él sobre todo cuando mi salud empezó
a flaquear. Pero, al parecer, soy una de esas puertas que chirrían, pero resisten, una de esas inválidas perpetuas
que no se mueren nunca.
Golpeó la almohada, irritada.
—No me agrada esto, la verdad. Siempre tuve la esperanza de que cuando llegara mi hora vendría
rápidamente..., que podría enfrentarme con la muerte cara a cara, no sentirla venir deslizándose detrás de mí,
siempre pegada mí, obligándome gradualmente a someterme a una afrenta tras otra. Cada vez más desvalida,
cada vez teniendo que depender más de los demás.
—Pero estoy seguro de que depende usted de gente que la quiere mucho. Tiene usted una doncella fiel,
¿verdad?
—Sí, Barrett, la que le trajo a usted aquí. Es mi consuelo. Un viejo caballo de batalla, consagrada a mí por
completo. Lleva años conmigo.
—Y también tiene usted suerte de contar con la señorita Aldin.
—Tiene usted razón. Es una suerte tener conmigo a Mary.
—¿Es pariente suya?
—Prima lejana. Es una de esas personas desinteresadas, que sacrifican su vida a los demás. Cuidó a su
padre, un hombre inteligente, pero muy exigente. Cuando murió, le pedí que viniera a vivir conmigo y bendigo
el día en que lo hizo. No tiene usted idea de lo horribles que son la mayoría de las señoritas de compañía. Unas
aburridas y unas nulidades, que la vuelven a una loca con sus estupideces. Se dedican a eso porque no sirven
para otra cosa. Tener a una mujer como Mary, inteligente y culta, es maravilloso. Tiene una cabeza
privilegiada, un cerebro masculino. Ha leído mucho y bien y puede hablar de todo. Y para las cosas de la casa
vale tanto como para lo intelectual. Dirige perfectamente la casa y tiene contentos a los criados, no hay peleas
ni envidias... No sé cómo se las arregla... Supongo que será cuestión de tacto.
—¿Hace mucho que está con usted?
—Doce años... no, más. Trece, catorce, algo así. Ha sido un gran consuelo para mí.
El señor Treves asintió con un movimiento de cabeza.
Lady Tressilian, observándolo a través de sus párpados semicerrados, dijo de pronto:
—¿Qué ocurre? ¿Le preocupa algo?
—Una tontería —dijo el señor Treves—. Es usted muy observadora.
—Me gusta estudiar a las personas —dijo lady Tressilian—. Siempre adivinaba en seguida lo que pensaba
Matthew.
Suspiró y se recostó en sus almohadones.
—Ahora tengo que darle las buenas noches —era la despedida de una reina y, por tanto, no había en ella
nada de descortés—. Estoy muy cansada. Pero ha sido para mí un placer muy grande el hablar con usted.
Vuelva pronto a verme.
—Puede usted tener la seguridad de que me aprovecharé de sus bondadosas palabras. Sólo temo haber
hablado demasiado.
—¡Nada de eso! Siempre me fatigo de pronto. Por favor, ¿quiere tocar la campanilla antes de salir de la
habitación?
El señor Treves tiró con cuidado de un anticuado cordón, rematado en una enorme bola.
—Una auténtica reliquia —observó.
—¿Mi campanilla? Sí. No quiero esos timbres eléctricos modernistas, la mitad del tiempo están estropeados
y está usted llama que llama. Esto no falla nunca. Suena arriba, en el cuarto de Barrett. La campana cuelga
encima de su cama, de modo que contesta en seguida. Y si no contesta, vuelvo a tirar del cordón.
Al salir de la habitación, el señor Treves oyó sonar la campanilla por encima de su cabeza. Levantó la vista
y vio los hilos que corrían a lo largo del techo. Barrett bajó precipitadamente un tramo de escalera y pasó a su
lado, acudiendo al lado de su señora.
El señor Treves bajó despacio las escaleras, no molestándose en tomar el pequeño ascensor para el
descenso. Una expresión de incertidumbre contrariaba su rostro.
Los encontró a todos reunidos en el salón, y Mary Aldin propuso en seguida una partida de bridge, pero el
señor Treves se negó cortésmente, alegando que pronto tendría que marcharse.
—Mi hotel —dijo— está a la antigua. Se sobreentiende que nadie está fuera después de las doce de la
noche.
—Falta mucho todavía; son las diez y media —dijo Nevile—. Supongo que no le cerrarán la puerta.
—¡Ah, no! Dudo incluso que cierren la puerta por la noche. La cierran a las nueve, pero todo lo que uno
tiene que hacer es girar el picaporte y entrar. La gente de aquí parece muy aventurada, pero me figuro que
tendrán razón en confiar en la honradez de sus convecinos.
—Desde luego aquí nadie cierra sus puertas durante el día —dijo Mary—. La nuestra está todo el día de par
en par, pero la cerramos por la noche.
—¿Como en el Balmoral Court? —preguntó Ted Latimer—. Por fuera es un edificio espantoso y extraño,
de tiempos de la reina Victoria.
—Hace honor a su nombre —dijo el señor Treves—. Y ofrece una comodidad sólida y victoriana. Buenas
camas, buena cocina, espaciosos armarios antiguos, bañeras inmensas con bordes de caoba...
—¿Decía usted que algo le había molestado al llegar? —preguntó Mary.
—Ah, sí. Había reservado por carta, con todo cuidado, dos habitaciones en el piso bajo. Padezco del
corazón y me han prohibido las escaleras. Cuando llegué, me molestó el ver que las habitaciones no estaban
disponibles. En su lugar me dieron dos habitaciones, muy agradables, tengo que admitirlo, en el piso de arriba.
Protesté, pero parece ser que un antiguo huésped que se marchaba a Escocia este mes se enfermó y no pudo
desocupar los cuartos.
—Supongo que será el señor Lucas —dijo Mary.
—Sí, creo que ese es su nombre. En semejantes circunstancias tuve qué conformarme. Afortunadamente,
hay un buen ascensor automático, aunque, en realidad, no he sufrido molestia alguna.
Kay dijo:
—Ted, ¿por qué no te mudas al Balmoral Court? Estarías mucho más a mano.
—No me parece sitio para mí.
—Muy cierto, señor Latimer —dijo el señor Treves—. Nada más lejos de su estilo.
Por alguna razón desconocida, Ted Latimer enrojeció.
—No sé lo que quiere decir con eso —dijo.
Mary Aldin, dándose cuenta de la tirantez, se apresuró a hacer un comentario sobre la sensación periodística
del momento.
—Han detenido a un hombre en el caso del baúl de la ciudad del condado de Kent —dijo.
—Es la segunda detención que hacen —dijo Nevile—. Espero que esta vez hayan acertado con el culpable.
—Puede que aunque sea culpable no puedan detenerlo —dijo el señor Treves.
—¿Por insuficiencia de pruebas? —inquirió Royde.
—Sí.
—Sin embargo —dijo Kay—, supongo que al final siempre obtendrán las pruebas.
—No siempre, señora Strange. Se sorprendería usted al saber cuantos criminales andan sueltos por el país,
sin que nadie los moleste.
—¿Por qué no han sido descubiertos?
—No sólo por eso. Hay un hombre —mencionó un caso famoso ocurrido dos años antes—. La policía sabe
que él ha asesinado a los niños, lo sabe sin sombra de duda, pero no puede hacer nada. Su coartada está
respaldada por dos testigos, y, aunque es falsa, no puede probarse que lo sea. Y el asesino anda suelto.
—¡Qué horrible! —dijo Mary.
Thomas Royde vació su pipa y dijo con voz tranquila y reflexiva:
—Eso confirma lo que yo siempre he pensado, que hay ocasiones en las que está uno autorizado a tomarse
la justicia por su mano.
—¿Qué quiere usted decir, señor Royde?
Thomas empezó a llenar su pipa. Contemplándose las manos, dijo con frases entrecortadas:
—Supongamos que supiera usted... un asunto sucio... que supiera que el hombre que lo hizo no es
responsable ante la Ley... que es inmune al castigo. Entonces, yo sostengo que... está uno autorizado para tomar
la justicia por su mano.
El señor Treves dijo con calor:
—Ésa es una doctrina de lo más perniciosa, señor Royde. Semejante acto no tendría justificación de
ninguna clase.
—No veo por qué. Estoy suponiendo que los hechos han sido probados, pero que la Ley es impotente.
—Ni siquiera en ese caso podría disculparse el actuar por cuenta propia.
Thomas sonrió con benevolencia.
—No estoy de acuerdo —dijo—. Si un hombre merece que le retuerzan el pescuezo, no tendría
inconveniente en cargar con la responsabilidad de retorcérselo yo mismo.
—Y a su vez se expondría a ser castigado por la Ley.
Sin dejar de sonreír, dijo Thomas:
—Tendría que tener cuidado, naturalmente... Habría que rastrear un poco.
—Te descubrirían, Thomas.
—Hubo un caso una vez... —empezó el señor Treves, y se detuvo—. Soy aficionado a la criminología —
añadió disculpándose.
—Continúe, por favor —dijo Kay.
—Tengo una experiencia bastante grande de casos criminales —dijo el señor Treves—. De todos ellos,
únicamente unos pocos han tenido verdadero interés. La mayoría de los asesinos han sido seres de una
lamentable vulgaridad y de muy poca vista. Sin embargo, podría citarles un caso interesante.
—Sí, por favor —dijo Kay—. Me gustan los asesinatos.
—Era un caso relacionado con un niño4. Aunque digo niño, no voy a especificar ni su edad ni su sexo. Los
hechos fueron los siguientes: Dos niños estaban jugando con unos arcos y unas flechas. Uno de ellos tiró una
flecha, le dio al otro en un órgano vital y lo mató. Hubo la encuesta consiguiente, el superintendente estaba
como loco, todo el mundo lamentó mucho el accidente y expresó su simpatía por el desgraciado autor del
hecho.
Hizo una pausa.
—¿Eso fue todo? —preguntó Latimer.
—Eso fue todo. Un accidente desgraciado. Pero la historia tenía dos caras. Con cierta anterioridad, un
granjero había acertado a pasar por cierto camino en un bosque cercano. Allí, en un pequeño claro, había visto
a un niño practicando con un arco y unas flechas.
Hizo una pausa para dejar que la idea penetrara en sus oyentes.
—¿Quiere usted decir —dijo Mary Aldin, incrédula— que no fue un accidente, que fue intencionado?
—No lo sé —dijo el señor Treves—. Nunca lo he sabido. Pero quedó establecido en la encuesta que los
niños no tenían práctica en el uso del arco y las flechas, y en consecuencia, había tirado sin conocimiento,
aturdidamente.
—¿Y no fue así?
—Desde luego, en lo que se refiere a uno de los niños, no fue así.
—¿Y qué hizo el granjero? —dijo Audrey.
—No hizo nada. Nunca he estado seguro de si obró bien o mal. El futuro de un niño estaba en juego. Pensó
que había que conceder al niño el beneficio de la duda.
Audrey dijo:
—¿Pero usted no tiene la menor duda de lo que realmente ocurrió?
—Mi opinión personal es que fue un asesinato extraordinariamente ingenioso, un asesinato cometido por un
niño y planeado de antemano hasta el menor detalle.
Ted Latimer preguntó:
—¿Tenía algún motivo?
—Ah, sí, había un motivo. Burlas de niños, palabras que molestan... lo suficiente para fomentar el odio. Los
niños odian con facilidad...
Mary exclamó:
—Pero esa premeditación...
El señor Treves hizo una señal de asentimiento.
—Sí, eso de la premeditación estuvo muy mal. Un niño que almacena en su interior la intención de matar,
practicando a escondidas, día tras día, y toda la comedia final: el tiro que falla, la catástrofe, el fingir pena y
desesperación... Todo fue increíble, tan increíble que, probablemente, no lo hubiera creído el tribunal.
—¿Qué le ocurrió al... al niño? —preguntó Kay con curiosidad.
—Creo que le cambiaron el nombre —dijo el señor Treves—. Se consideró aconsejable hacerlo, después de
4 El señor Treves emplea la palabra «child» que no especifica sexo (N. del T.)
la publicidad de la encuesta. Ese niño es hoy una persona mayor, que se encuentra en algún lugar del mundo.
La cuestión es si seguirá teniendo un corazón de asesino...
Y añadió pensativo:
—Hace ya mucho tiempo de esto, pero reconocería a mi pequeño asesino en cuanto lo viera.
—Muy poco probable —objetó Royde.
—Sí, sí, tenía cierta señal personal... Bueno, no quiero extenderme en este asunto. No es muy agradable que
digamos. De verdad, tengo que marcharme.
Se levantó.
—¿No toma antes una copa? —preguntó Mary.
Las bebidas estaban en una mesa, al otro extremo de la habitación. Thomas Royde, que estaba cerca de
ellas, se adelantó y sacó el tapón de la botella de whisky.
—¿Un whisky con seltz, señor Treves? ¿Y usted qué va a tomar, Latimer?
Nevile dijo a Audrey, en voz baja:
—Hace una noche preciosa. Vamos un rato fuera.
Ella había estado de pie junto a la puerta ventana, contemplando la terraza iluminada por la luna. El pasó a
su lado y se quedó fuera, esperando. Audrey entró en la habitación, apresurándose a negar con la cabeza.
—No, estoy bastante cansada. Creo... creo que voy a la cama.
Cruzó la habitación y salió. Kay bostezó.
—Yo también tengo sueño. ¿Y tú, Mary?
—Sí, yo también. Buenas noches, señor Treves. Thomas, ocúpate del señor Treves.
—Buenas noches, señorita Aldin.
—Iremos mañana a comer, Ted —dijo Kay—. Podemos bañarnos, si sigue como hoy.
—Bien. Os buscaré. Buenas noches, señorita Aldin.
Las dos mujeres salieron de la habitación.
Ted Latimer dijo agradablemente al señor Treves:
—Voy por el mismo camino que usted, señor, hasta el ferry, de modo que paso por el hotel.
—Gracias, señor Latimer. Me agrada mucho ir en su compañía.
El señor Treves, aunque había anunciado su intención de marcharse, no parecía tener prisa. Saboreó su
bebida lentamente y se dedicó a obtener información de Thomas Royde sobre las condiciones de vida en
Malaya.
Las respuestas de Royde se reducían a monosílabos. Se diría que los detalles de la vida diaria en Malaya
eran secretos de Estado, a juzgar por la dificultad con que eran extraídos de él. Parecía hallarse sumido en sus
pensamientos, de los que salía con la dificultad para contestar a las preguntas que se le hacían.
Ted Latimer se movió, impaciente. Parecía aburrido, impaciente y deseoso de marcharse.
Interrumpiendo de pronto, exclamó:
—Se me olvidaba: Le he traído a Kay unos discos que quería. Están en el vestíbulo. Voy a buscarlos.
¿Quiere usted decírselo mañana, Royde?
Royde asintió con la cabeza y Ted salió de la habitación.
—Ese joven es muy inquieto —murmuró el señor Treves.
Royde lanzó un gruñido por toda contestación.
—Tengo entendido que es amigo de la señora Strange, ¿verdad? —continuó el anciano abogado.
—De Kay Strange —dijo Thomas.
—Sí —dijo—. Eso quería decir. No sería fácil que fuera amigo de la primera señora Strange.
El señor Treves sonrió.
Royde dijo con énfasis:
—Desde luego.
Luego, sorprendiendo la mirada zumbona del señor Treves, dijo, enrojeciendo ligeramente:
—Quiero decir que...
—Sí, sí, comprendo muy bien lo que quiere decir, señor Royde. Usted, en cambio, es amigo de la señora
Audrey Strange, ¿verdad?
Thomas Royde se puso a llenar lentamente su pipa. Con la vista fija en su tarea, dijo, o más bien, farfulló:
—¡Hum! Sí. Casi nos criamos juntos.
—Ha debido ser una jovencita encantadora.
Thomas Royde dijo algo que sonó como «un... sssu».
—Resultará un poco embarazoso el tener a dos señoras Strange en la casa.
—Sí... sí, bastante.
—Una situación difícil para la primera señora Strange.
Thomas Royde enrojeció.
—De lo más difícil.
El señor Treves se inclinó hacia delante y espetó:
—¿Por qué vino, señor Royde?
—Bueno, me figuro que... —Thomas hablaba de un modo confuso— no le gustaría negarse seguramente.
—¿Negarse a quién?
Royde, molesto, cambió de postura.
—Bueno, la verdad es que creo que siempre viene aquí en esta época del año... a principios de septiembre.
—¿Y lady Tressilian invitó a Nevile Strange y a su nueva esposa al mismo tiempo?
En la voz del anciano había una nota de escepticismo.
—En cuanto a eso, creo que Nevile se invitó a sí mismo.
—¿Deseaba entonces esta... reunión?
Royde se removió, intranquilo, y replicó, evitando la mirada del otro:
—Supongo que sí.
—Es curioso —dijo el señor Treves.
—Fue una estupidez —dijo Thomas Royde, dejándose arrastrar a frases más largas.
—Algo embarazoso —dijo el señor Treves.
—Bueno, la gente moderna hace esas cosas —dijo Thomas Royde, vagamente.
—Me pregunto —dijo el señor Treves— si no habrá sido idea de otra persona.
Royde se le quedó mirando.
—¿De quién podía ser?
El señor Treves suspiró.
—Hay por el mundo tantos amigos bondadosos, deseando siempre arreglar las vidas ajenas proponiendo
líneas de conducta que no están de acuerdo con...
Se interrumpió, al entrar Nevile Strange en la habitación, a través de la puerta ventana. Al mismo tiempo,
Ted Latimer entraba por la puerta del vestíbulo.
—Hola, Ted, ¿qué tienes ahí? —preguntó Nevile.
—Unos discos para Kay. Me pidió que se los trajera.
—¿Sí? No me lo dijo.
Hubo entre los dos un segundo de tirantez. Luego Nevile se acercó despacio a la bandeja de las bebidas y se
sirvió un whisky con seltz. Parecía nervioso y disgustado y respiraba profundamente.
Alguien, al referirse a Nevile en presencia del señor Treves, le había llamado «ese bandido afortunado que
tiene cuanto se puede desear de esta vida». Sin embargo, en aquel momento, no parecía nada feliz.
Al entrar Nevile, pareció como si Thomas Royde considerara terminados los derechos de huésped. Salió de
la habitación sin decir buenas noches y su paso era algo más rápido que de costumbre. Fue casi como una
huida.
—Ha sido una velada encantadora —dijo el señor Treves cortésmente, al depositar la copa—. De lo más...
instructiva.
—¿Instructiva?
—Información relativa a los Estados Unidos —indicó Ted, con amplia sonrisa—. Es un trabajo duro el
arrancar respuestas a Thomas el Taciturno.
—Un tipo extraordinario, ese Royde —dijo Nevile—. Creo que ha sido siempre lo mismo. Parece sabio
como un búho y todo lo que hace es fumar esa vieja y horrible pipa, escuchar y decir «Hum» y «Ah» de cuando
en cuando.
—Si habla poco, puede que piense mucho —dijo el señor Treves—. Y ahora, realmente, debo marcharme.
—Vuelva pronto a ver a lady Tressilian —dijo Nevile al acompañar a los dos hombres hasta el vestíbulo—.
La anima usted de un modo extraordinario. ¡Tiene tan poco contacto con el mundo exterior! Es maravillosa,
¿verdad?
—Sí que lo es. Una conversadora estupenda.
El señor Treves se puso con cuidado su abrigo y su bufanda y después de dar de nuevo las buenas noches, él
y Ted salieron juntos.
El Balmoral Court estaba en realidad a varios cientos de metros de Gull's Point, en una vuelta de la
carretera. Surgía, repulido e imponente, como primera avanzada de la desparramada calle campesina.
El ferry, adonde se dirigía Ted Latimer, estaba a doscientos o trescientos metros más abajo, en la parte más
estrecha del río.
El señor Treves se detuvo a la puerta del Balmoral Court y extendió la mano.
—Buenas noches, señor Latimer. ¿Se queda usted muchos días por aquí?
Ted sonrió, mostrando su resplandeciente dentadura.
—Eso depende, señor Treves. No he tenido tiempo de aburrirme... todavía.
—No... no, me lo supongo. Me figuro que, como la mayoría de los jóvenes de hoy día, lo que más teme
usted en el mundo es el aburrimiento. Y, sin embargo, se lo aseguro, hay cosas peores.
—¿Por ejemplo?
La voz de Ted Latimer era suave y agradable, pero en el fondo había algo más, algo difícil de definir.
—Se lo dejo a su imaginación, señor Latimer. No pretendo aconsejarle a usted. Los consejos de los
vejestorios como yo son siempre recibidos con desprecio. Puede que con razón, ¿quién sabe? Pero a nosotros
los chapados a la antigua nos gusta pensar que la experiencia nos ha enseñado algo. Hemos observado muchas
cosas a través de toda una vida.
Una nube había ocultado la luna. La calle estaba muy oscura. De la oscuridad surgió una figura masculina
que subía la cuesta en dirección a ellos.
Era Thomas Royde.
—Voy hasta el ferry, a dar una vuelta —dijo de un modo casi ininteligible, a causa de la pipa, que apretaba
entre los dientes.
—¿Es esa su choza? — preguntó al señor Treves—. Parece que le han dejado fuera.
—No creo —dijo el señor Treves.
Hizo girar el tirador de bronce y la puerta se abrió.
—Le dejaremos dentro —dijo Royde.
Los tres entraron en el vestíbulo. Estaba escasamente iluminado con una sola luz eléctrica. No había nadie a
la vista y a su olfato llegó un olor a comida a la antigua, terciopelo polvoriento y barniz de muebles.
De pronto el señor Treves lanzó una exclamación de contrariedad.
En el ascensor, enfrente de ellos, había un letrero que decía:
NO FUNCIONA
— ¡Qué barbaridad! — dijo el señor Treves — Es realmente enojoso. Tendré que subir todas esas escaleras.
— Mala suerte — dijo Royde —. ¿No hay un ascensor de servicio, un montacargas, algo así?
— No. Por desgracia. Se utiliza ése para todos los usos. Bueno, tendré que tomármelo con calma, eso es
todo. Buenas noches, a los dos.
Empezó a subir lentamente las anchas escaleras. Royde y Latimer le desearon buenas noches, saliendo
luego a la oscura calle.
Se produjo un corto silencio, diciendo luego a Royde bruscamente:
— Bueno, buenas noches.
— Buenas noches. Hasta mañana.
—Sí.
Ted Latimer bajó a grandes pasos la colina, en dirección al ferry. Thomas Royde se le quedó mirando un
momento; luego, lentamente, tomó la dirección contraria, hacia Gull's Point.
La luna apareció por detrás de la nube que la había cubierto y Saltcreek se bañó en luz plateada.
VII
—Parece que estamos en verano —murmuró Mary Aldin.
Ella y Audrey estaban sentadas en la playa, junto al imponente edificio del Hotel Easterhead Bay. Audrey
llevaba un traje de baño blanco y parecía una delicada figura de marfil. Mary no se había bañado. Un poco más
lejos, Kay estaba echada boca abajo, exponiendo al sol su espalda y miembros bronceados.
—¡Brrr! ¡Está helada el agua! —exclamó en tono acusador, sentándose.
—Bueno, estamos en septiembre —dijo Mary.
—Siempre está fría en Inglaterra —dijo Kay con descontento—. ¡Cómo me gustaría estar en el Sur de
Francia! Allí sí que hace calor.
Ted Latimer, que estaba detrás de ella, murmuró:
—El sol de aquí no es sol de verdad.
—¿No se mete usted, señor Latimer? —preguntó Mary.
Kay se rió.
—Ted nunca se mete en el agua. Sólo toma el sol, como un lagarto.
Extendió un pie y le empujó con él. Ted se puso en pie de un salto.
—Vamos a andar, Kay. Tengo frío.
Se marcharon juntos a lo largo de la playa.
—Como un lagarto... Una comparación poco afortunada —murmuró Mary Aldin, siguiéndoles con la vista.
—¿Es así como lo ves tú, como un lagarto? —preguntó Audrey.
—No exactamente. El lagarto da la impresión de algo completamente manso. Y yo no creo que él sea
manso.
—No —dijo Audrey, pensativa—. Tampoco yo lo creo.
—¡Qué buena pareja hacen! —dijo Mary, observándolos—. Se parecen en cierto modo, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Les gustan las mismas cosas —continuó Mary—. Tienen las mismas opiniones y... emplean el mismo
lenguaje. Qué lástima que...
Se detuvo.
Audrey preguntó con rapidez.
—¿Qué?
Mary dijo lentamente:
—Iba a decir, supongo, que es una pena que Nevile y ella se hayan conocido.
Audrey se enderezó y se puso rígida. Lo que Mary llamaba «la mirada helada de Audrey» había aparecido
en su rostro.
—Lo siento, Audrey —se apresuró a decir Mary—. No debí haber dicho eso.
—Preferiría... no hablar de eso, si no te importa.
—Claro, claro. He sido una estúpida. Creí que... que se te habría pasado.
Audrey volvió lentamente la cabeza. Con rostro completamente tranquilo e inexpresivo dijo:
—Te aseguro que no me queda nada. No... no siento nada en absoluto en relación con ese asunto. Deseo...
deseo con todo mi corazón que Kay y Nevile sean ahora y siempre muy felices.
—Eres muy generosa, Audrey.
—No es generosidad. Es... es la verdad. Pero creo que... bueno, que no conduce a nada el darle vueltas al
pasado. «Qué pena que haya ocurrido esto» y todo esto. Este asunto se ha acabado; ¿por qué volver a empezar?
Tenemos que continuar viviendo nuestras propias vidas.
—Me figuro —dijo Mary sencillamente— que las personas como Kay y Ted me interesan tanto porque…
bueno, son tan diferentes de todo y todos los que he conocido en mi vida.
—Sí, lo creo.
—Incluso tú —dijo Mary con repentina amargura— has vivido y has tenido experiencia que probablemente
yo nunca tendré. Ya sé que has sido desgraciada, muy desgraciada, pero no puedo menos que pensar que
incluso eso es preferible a bueno, a nada. ¡Al vacío!
Dijo la última palabra con violento énfasis.
Los anchos ojos de Audrey la miraron con cierta sorpresa.
—Nunca supuse que te sintieras así.
—¿No? —Mary Aldin sonrió como disculpándose—. Esto es sólo un arranque pasajero de desconcierto,
querida. No era mi intención decir esas cosas.
—No debe ser muy alegre para ti esta vida —dijo Audrey lentamente—. Viviendo aquí con Camilla,
aunque sea un encanto. Leyéndole, manejando a los criados, sin salir nunca...
—Tengo buena casa y buena mesa —dijo Mary—. Miles de mujeres no tienen ni eso. Y de verdad, Audrey,
estoy satisfecha. Tengo —una sonrisa jugueteó por un momento en las comisuras de su boca— mis
distracciones privadas.
—¿Vicios secretos? —preguntó Audrey, sonriendo a su vez.
—Hago planes —dijo Mary vagamente—. Los tengo en mi cabeza. Y me gusta hacer experimentos algunas
veces... con las personas. Me gusta decirles algo y ver si puedo hacerlas reaccionar del modo que espero.
—Casi me estás resultando sádica, Mary. ¡Qué poco sé realmente de ti!
—Ah, eso es todo inofensivo, un juego de niños.
Audrey preguntó con curiosidad:
—¿Has hecho experimentos conmigo?
—No. Tú eres la única persona cuyas reacciones me han parecido siempre imposibles de prever. Nunca sé
lo que estás pensando.
—Puede que sea mejor así —dijo Audrey gravemente.
Se estremeció y Mary exclamó:
—Tienes frío.
—Sí. Voy a vestirme. Después de todo, estamos en septiembre.
Mary Aldin se quedó sola, contemplando la reverberación del sol en el agua. La marea estaba bajando. Se
estiró en la arena, cerrando los ojos.
Habían comido bien en el hotel. Todavía había mucha gente, aunque la estación estaba ya muy avanzada.
Una mezcla extraña de personas. Bueno, había pasado un día fuera de casa; algo había roto la monotonía diaria.
Y había sido un alivio, también, al salir de aquella tensión, aquella atmósfera de tirantez que se respiraba en
Gull's Point en los últimos tiempos. Audrey no había tenido la culpa, pero Nevile...
Sus pensamientos se interrumpieron bruscamente con la llegada de Latimer, que se tiró en la arena a su
lado.
—¿Dónde ha dejado usted a Kay? —preguntó Mary.
Ted contestó en tono cortante:
—La reclamó su dueño legal.
Algo advirtió en el tono de su voz que hizo que Mary Aldin se enderezara. Dirigió la vista a Nevile y Kay,
que se paseaban a la orilla del agua. Luego echó una rápida ojeada al hombre que estaba a su lado.
Siempre le había parecido un hombre sin arranque, extraño, peligroso incluso. Ahora, por primera vez, le
pareció vislumbrar a un ser joven y herido. Pensó:
«Estaba enamorado de Kay, muy enamorado, y vino Nevile y se la llevó...»
—Espero que se esté divirtiendo aquí —dijo.
Eran unas palabras convencionales. Mary Aldin usaba rara vez palabras que no fueran convencionales; éste
era su modo de hablar. Pero el tono con que las pronunció, por primera vez le ofrecía amistad. Ted Latimer
respondió en ese tono.
—Probablemente tanto como en cualquier otro sitio.
—Lo siento —dijo Mary.
—No le importa a usted un bledo, en realidad. Soy una extraña, y ¿qué importa lo que piensen o sientan los
extraños?
Ella giró la cabeza hacia aquel joven.
El devolvió la mirada, desafiante.
—Comprendo —dijo ella lentamente, como si hiciera un descubrimiento—. No nos tiene simpatía.
Él soltó una risita breve.
—¿Esperaba que la tuviera?
—Pues creo que sí lo esperaba —dijo ella, pensativa—. Por supuesto, uno da por sentadas muchas cosas.
Debíamos ser más humildes. Sí, estaba convencida de que le caíamos bien. Hemos tratado de recibirle bien...
como amigo de Kay.
—Sí... como amigo de Kay.
En la interrupción de él había rencor.
Mary dijo con encantadora sinceridad:
—Me gustaría que me dijera usted, de verdad, me gustaría mucho saber por qué nos odia. ¿Qué hemos
hecho? ¿Qué tenemos de malo?
Ted Latimer dijo con mucho énfasis en la palabra:
—¡Engreídos!
—¿Engreídos?
Mary Aldin hizo la pregunta sin rencor, examinando el cargo como lo haría un juez.
—Sí —concedió—. Comprendo que podamos parecerlo.
—Lo son. Aceptan con la mayor naturalidad todas las cosas buenas de la vida. Se sienten felices, superiores,
dentro del cercado, apartados del vulgar rebaño. A las personas como yo nos miran como si perteneciéramos al
grupo de animales que están fuera.
—Lo siento —dijo Mary.
—Es cierto lo que digo, ¿verdad?
—No, no del todo. Puede que seamos tontos, que nos falte imaginación, pero no tenemos mala intención.
Yo misma soy convencional y aparentemente, supongo, lo que usted llama engreída. Pero por dentro, en
realidad, soy humana. Me duele mucho, en este momento, el que usted se sienta desgraciado, y quisiera poder
hacer algo por usted.
—Bueno... si es cierto lo que dice... se lo agradezco.
Se produjo una pausa. Luego dijo suavemente:
—¿Ha estado usted siempre enamorado de Kay?
—Siempre, muy enamorado.
—¿Y ella?
—Yo creía que sí... hasta que llegó Strange.
Mary dijo suavemente:
—¿Y todavía la quiere usted?
—Yo creía que era evidente.
Después de un momento, dijo Mary con voz queda:
—¿No sería mejor que se marchara de aquí?
—¿Por qué había de hacerlo?
—Porque estando aquí sólo conseguirá sufrir más.
Él la miró y se rió.
—Es usted buena persona —dijo—. Pero sabe usted muy poco de los animales que rondan su cercado. En
un futuro próximo pueden ocurrir muchas cosas.
—¿Qué clase de cosas? —dijo Mary vivamente.
El se rió.
—Espere y lo verá.
VIII
Cuando Audrey se hubo vestido, se encaminó a lo largo de la playa hasta un saliente rocoso, donde encontró
a Thomas Royde, que fumaba en pipa, exactamente enfrente de Gull's Point, que se asentaba, blanca y serena,
al otro lado el río.
Thomas volvió la cabeza al acercarse Audrey, pero no se movió. Ella se sentó a su lado, sin hablar.
Permanecieron callados, en ese agradable silencio de las personas que se conocen muy bien.
—¡Qué cerca parece! —dijo Audrey al fin, rompiendo el silencio.
Thomas miró a Gull's Point.
—Sí; podríamos volver a casa a nado.
—Con esta marcha no. Camilla tuvo una vez una doncella que era entusiasta de la natación y solía cruzar el
río a nado y volver cuando la marea estaba en condiciones apropiadas. Tiene que estar alta o baja, pero cuando
está trabajando se lleva a uno derecho a la desembocadura del río. Un día le ocurrió eso a ella, pero
afortunadamente no perdió la serenidad y llegó a la orilla, en Easter Point... Claro que agotada.
—No dice nada que sea peligroso.
—No es en este lado. La corriente está en el otro lado. Hay mucha profundidad bajo los acantilados. El año
pasado, un hombre quiso suicidarse, se tiró en Stark Head, pero quedó enganchado en un árbol, a la mitad del
acantilado, y los guardacostas lo cogieron.
—Pobre diablo —dijo Thomas—. Seguro que no se lo agradeció. Debe ser horrible decidirse a acabar de
una vez y ser salvado. Le pone a uno en ridículo.
—Puede que ahora se alegre —indicó Audrey como en sueños.
Se preguntó vagamente dónde estaría el hombre y qué estaría haciendo.
Thomas aspiró el humo de su pipa. Volviendo un poco la cabeza, podía ver a Audrey. Observó su expresión
grave y absorta, contemplando el agua, las largas pestañas oscuras, que descansaban en la línea pura de la
mejilla, la pequeña oreja nacarina... Esto le recordó algo.
—A propósito, tengo ya tu pendiente, el que perdiste anoche.
Empezó a rebuscar en el bolsillo. Audrey extendió la mano.
—¡Qué bien! ¿Dónde lo has encontrado? ¿En la terraza?
—No. Estaba cerca de las escaleras. Debiste perderlo al bajar a cenar. Me di cuenta de que no lo tenías en la
mesa.
—Me alegro de haberlo recuperado.
Lo cogió. Thomas pensó que era un pendiente de aspecto salvaje y demasiado grande para una oreja tan
pequeña. Los que llevaba aquel día también eran demasiado grandes.
—No te quitas los pendientes ni para bañarte. ¿No tienes miedo a perderlos?
—Estos son muy baratos. No me gusta andar sin pendientes, por eso.
Se tocó la oreja izquierda. Thomas recordó.
—¡Ah, sí, cuando te mordió el viejo «Bouncer»!
Audrey asintió con un movimiento de cabeza.
Permanecieron en silencio, reviviendo aquel recuerdo de la infancia. Audrey Standist, así se llamaba
entonces, una chiquilla de piernas largas, había apoyado la cabeza sobre el perro que tenía una pata mala. La
había mordido muy fuerte y habían tenido que darle un punto. No es que se le notara mucho, ya sólo le quedaba
una cicatriz diminuta.
—Pero, niña —dijo él—, casi no se ve la señal. ¿Por qué te molesta?
Audrey contestó con evidente sinceridad:
—Es porque... porque no puedo soportar la imperfección.
Thomas asintió. Esto coincidía con lo que sabía de Audrey, con su instintivo deseo de perfección. ¡Ella
misma era un producto tan perfectamente acabado!
—Eres mucho más hermosa que Kay —dijo él de pronto.
Ella se volvió vivamente.
—No, no, Thomas. Kay... Kay es realmente preciosa.
—Por fuera. No interiormente.
Thomas vació la pipa.
—No —dijo—. Creo que me refiero a tus huesos.
Audrey se rió.
Thomas llenó de nuevo su pipa. Durante unos cinco minutos permanecieron en silencio, pero Thomas miró
más de una vez a Audrey, aunque lo hiciera tan discretamente que ella no se dio cuenta de ello.
Por último dijo en voz baja:
—¿Qué pasa, Audrey?
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres decir?
—¿Qué te pasa a ti? Algo te ocurre.
—No, nada. Nada en absoluto.
—Sí, algo hay.
Ella negó con la cabeza.
—¿No quieres decírmelo?
—No hay nada que decir.
—Puede que sea una estupidez, pero tengo que decirlo... —Hizo una pausa—. Audrey... ¿no puedes
olvidarlo todo? ¿No puedes desentenderte de todo? Haz un esfuerzo.
Ella clavó convulsivamente sus manos en la roca.
—No entiendes... no entiendes nada.
—Sí, querida Audrey, lo entiendo. Eso es precisamente lo que ocurre. Que lo sé todo.
Ella volvió hacia él su pequeño rostro, incrédula.
—Sé exactamente todo lo que has pasado. Y... y lo que debe haber sido para ti.
Audrey se puso pálida; sus labios estaban demacrados.
—Comprendo —dijo—. No creí que... nadie lo supiera.
—Pues yo lo sé. No... no voy a hablar de ello. Pero lo que quiero que se te grabe bien en la imaginación es
que todo ha pasado... todo está muerto y enterrado.
—Algunas cosas no pueden pasar —dijo ella en voz baja.
—Mira, Audrey, no conduce a nada el andar recordando y rumiando. Te concedo que has pasado por un
infierno. Pero no es bueno el darle vueltas y más vueltas a una cosa en nuestra imaginación. Mira hacia delante,
no hacia atrás. Eres muy joven. Tienes que vivir tu vida y la mayor parte de esta vida está delante de ti aún.
Piensa en mañana, no en ayer.
Ella le miró con unos ojos muy grandes y muy fijos que no dejaban traslucir sus verdaderos pensamientos.
—Supongamos —dijo— que no puedo hacerlo.
—Debes hacerlo.
Audrey dijo suavemente:
—Ya me parecía que no comprendías. Supongo que... que ya no soy completamente normal en... algunas
cosas.
El la interrumpió ásperamente.
—¡Tonterías! Tú... —se calló.
—¿Yo... qué?
—Estaba pensando en cómo eras de chiquilla... antes de casarte con Nevile. ¿Por qué te casaste con Nevile?
Explícamelo.
Audrey sonrió.
—Porque me enamoré de él.
—Sí, sí, ya lo sé. Pero, ¿por qué te enamoraste de él? ¿Qué es lo que te atrajo tanto de él?
Audrey arrugó los ojos, como si tratara de ver a la chiquilla que había sido, ahora muerta.
—Creo —dijo— que fue al verle tan «positivo». ¡Era tan opuesto a mí! Yo siempre me sentí como una
sombra, no bien real del todo. Nevile era muy real. Y tan contento, tan seguro de sí mismo, tan... todo lo que yo
no era.
Thomas Royde dijo con amargura:
—Sí, el inglés ideal, buen deportista, modesto. Bien parecido, el perfecto caballero... y consiguiendo toda su
vida todo lo que quiso.
Audrey se enderezó y se le quedó mirando fijamente.
—Le odias —dijo lentamente—. Le odias mucho, ¿verdad?
Él volvió su mirada volviéndose para proteger entre sus manos una cerilla y encender la pipa, que se había
apagado.
—No tendría nada de extraño que así fuera, ¿verdad? —dijo confusamente—. Tiene todo lo que a mí me
falta. Practica deportes, y nada, y baila, y habla. Yo, en cambio, soy un zoquete, torpe de lengua y tengo un
brazo inútil. Siempre ha sido brillante y ha tenido éxito en todo y yo he sido siempre aburrido como una ostra.
Y se casó con la única chica que he querido.
Ella dejó escapar un sonido ahogado.
—Lo has sabido siempre, ¿verdad? — dijo él con furia—. Sabías que te quiero desde que tenías quince años
y que todavía te quiero.
Ella le interrumpió.
—No. Ahora no.
—¿Qué quieres decir... ahora no?
Audrey se puso en pie, y dijo con voz tranquila y reflexiva:
—Porque ahora soy diferente.
—¿Diferente en qué sentido?
Audrey dijo rápidamente y como si le faltase el aliento:
—Si no lo sabes, no puedo decírtelo... Yo misma no estoy segura siempre. Lo único que sé...
Se interrumpió y volviéndose bruscamente se encaminó a paso rápido por las rocas, en dirección al hotel.
Al dar la vuelta en un recodo del acantilado se encontró con Nevile. Estaba tirado en el suelo cuan largo era
y atisbaba en un charco de la roca. Levantó la vista y sonrió.
—Hola, Audrey.
—Hola, Nevile.
—Estoy observando un cangrejo. Es un animalito de lo más activo. Mira, aquí está.
Ella se inclinó y miró donde él decía.
—¿Lo ves?
—Sí.
—¿Quieres un cigarrillo?
Ella aceptó y él se lo encendió. Después de unos segundos, durante los cuales ella no le miró, Nevile dijo,
nervioso:
—Oye, Audrey.
—Di.
—Todo va bien, ¿verdad? Quiero decir... entre nosotros.
—Sí, sí. Claro.
—Quiero decir... somos amigos, ¿verdad?
—Ah, sí. Claro que sí.
La miró, anhelante. Ella sonrió, nerviosa.
—Ha sido un día estupendo, ¿verdad? —dijo él con ganas de hablar—. Hizo tan buen tiempo y todo resultó
tan bien...
—Sí... sí...
—Ha hecho mucho calor para septiembre.
Se produjo una pausa.
—Audrey...
Ella se levantó.
—Tu mujer te llama. Te está haciendo señas.
—¿Quién? Ah, Kay...
—He dicho tu mujer.
Nevile se puso en pie, gateando, y se quedó mirando a Audrey.
—Tú eres mi mujer, Audrey...
Ella giró sobre sus talones. Nevile bajó corriendo a la playa para reunirse con Kay.
IX
Cuando llegaron a Gull's Point, Hurstall salió al vestíbulo y se dirigió a Mary.
—Señorita, haga el favor de subir inmediatamente junto a Su Señoría. Está muy disgustada y quería verla
tan pronto como llegase.
Mary subió corriendo las escaleras. Encontró a lady Tressilian muy pálida y conmocionada.
—Querida Mary, me alegro muchísimo de que hayas vuelto. Estoy disgustadísima. Se ha muerto el pobre
señor Treves.
—¿Que ha muerto?
—¡Sí, es horrible! ¡Tan de repente! ¡Al parecer, ni siquiera llegó a desnudarse anoche! Debe haberle dado el
colapso nada más llegar al hotel.
—¡Vaya, lo siento!
—Ya sabíamos que estaba delicado. Tenía el corazón débil. Supongo que no había ocurrido aquí nada que
le haya hecho daño. ¿No sería fuerte la cena?
—Creo que no... no, estoy segura de que no. Parecía encontrarse muy bien y de muy buen humor.
—Realmente, estoy disgustadísima. Quisiera, Mary, que fueras al Balmoral Court y le hicieras unas
preguntas a la señora Rogers, a ver si podemos hacer algo. Y el funeral. Por la memoria de Matthew me
gustaría hacer todo lo que se pueda. Estas cosas son tan fastidiosas en un hotel...
Mary habló con firmeza.
—Querida Camilla, no debes preocuparte así, de verdad. Esto ha sido un golpe para ti.
—Desde luego que lo ha sido.
—Iré a Balmoral Court y luego te contaré lo que haya.
—Gracias, querida Mary, eres tan práctica y tan comprensiva...
—Por favor, ahora trata de descansar. Son muy malos para ti estos golpes.
Mary Aldin salió de la habitación y bajó las escaleras. Al entrar en el salón, exclamó:
—Se ha muerto el pobre señor Treves. Murió anoche, al llegar a casa.
—¡Pobre hombre! —dijo Nevile—. ¿De qué ha muerto?
—Del corazón, al parecer. Le dio un colapso nada más llegar al hotel.
Thomas Royde dijo, pensativo:
—Estoy pensando si habrán sido las escaleras las que acabaron con él.
—¿Las escaleras? —Mary le miró interrogante.
—Sí. Cuando Latimer y yo lo dejamos empezaba a subirlas. Le dijimos que subiera despacio.
Mary exclamó:
—¡Pero qué tontería más grande no coger el ascensor!
—El ascensor estaba estropeado.
—Ah, ya. ¡Qué mala suerte! ¡Pobre señor!
Y añadió:
—Voy a acercarme allí ahora. Camilla quiere saber si podemos hacer algo.
Thomas dijo:
—Voy contigo.
Juntos bajaron la carretera hasta el Balmoral Court.
—Puede que tenga parientes a quienes notificar la noticia —observó Mary.
—No mencionó a ninguno.
—No, y la gente suele hacerlo. Dicen «mi sobrino» o «mi primo».
—¿Estaba casado?
—Creo que no.
Entraron en el Balmoral Court, cuya puerta estaba abierta.
La señorita Rogers, la propietaria, estaba hablando con un hombre alto, de mediana edad, que saludó
amistosamente a Mary, levantando la mano.
—Buenas tardes, señorita Aldin.
—Buenas tardes, doctor Lazenby. Éste es el señor Royde. Venimos de parte de lady Tressilian para ver si
podemos hacer algo.
—Muy amable por su parte, señorita Aldin —dijo la dueña del hotel—. Vengan a mi habitación, ¿quieren?
Entraron todos en la confortable salita y el doctor Lazenby dijo:
—El señor Treves cenó anoche con ustedes ¿no es así?
—Sí.
—¿Qué aspecto tenía? ¿Parecía disgustado por algo?
—No, parecía hallarse de muy buen humor y muy alegre.
El doctor hizo una señal de afirmación.
—Sí, esto es lo malo de estas dolencias de corazón. Casi siempre el fin es inesperado. He echado una ojeada
a las medicinas que tenía arriba y parecía evidente que su salud era muy precaria. Tendré que ponerme en
contacto con su médico de Londres, por supuesto.
—Se cuidaba mucho —dijo la señora Rogers—. Y pueden estar seguros de que le hemos atendido todo
cuanto hemos podido.
—Estoy completamente seguro de ello, señora Rogers —dijo el doctor diplomáticamente—. Habrá hecho
algún pequeño esfuerzo y eso fue suficiente para producirle la muerte.
—Como el subir las escaleras —apuntó Mary.
—Sí, eso podría haberle ocasionado su muerte. En realidad, es casi seguro que le hubiera matado; caso de
subir a pie los tres tramos. Pero no haría semejante cosa...
—Oh, no —dijo la señora Rogers—. Siempre utilizaba el ascensor. Siempre. Era muy puntilloso a este
respecto.
—Quiero decir —dijo Mary— que como el ascensor estaba estropeado anoche...
La señora Rogers se la quedó mirando, sorprendida y confusa.
—¡Pero si el ascensor no estaba estropeado anoche, señorita Aldin!
Thomas Royde tosió.
—Perdone —dijo—. Yo acompañé anoche hasta aquí al señor Treves. En el ascensor había un cartel que
decía: «No funciona».
La señora Rogers le miró de hito en hito.
—Eso sí que es raro. Hubiera jurado que el ascensor no estaba estropeado; a decir verdad, estoy segura de
que no lo estaba. Lo hubiera sabido. No le ha ocurrido nada al ascensor, déjeme tocar madera, desde... bueno,
desde hace más de año y medio. Es un ascensor muy seguro.
—Puede —insinuó el doctor— que el portero o el chico que se ocupa de él pusiera el cartel al dejar el
servicio.
—Es un ascensor automático, doctor; no hace falta nadie para manejarlo.
—Ah, sí, es cierto. Lo había olvidado.
—Le preguntaré a Joe—dijo la señora Rogers y salió apresuradamente de la habitación llamando—¡Joe Joe!
El doctor Lazenby miró a Thomas con curiosidad.
—Perdone, ¿está usted completamente seguro, señor... hum?
—Royde —intervino Mary.
—Completamente seguro —dijo Thomas.
La señora Rogers volvió con el portero. Joe aseguró con firmeza que nada le había ocurrido al ascensor la
noche anterior. Tenía un cartel como el que Thomas había descrito, pero estaba arrinconado debajo del
escritorio y no lo había usado desde hacía más de un año.
Todos se miraron unos a otros y estuvieron de acuerdo en que era muy misterioso todo aquello. El doctor
opinó que debía ser una broma de alguno de los huéspedes.
Contestando a las preguntas de Mary, el doctor Lazenby explicó que el chofer del señor Treves le había
dado la dirección de sus abogados, que iba a ponerse en comunicación con ellos y que iría a ver a lady
Tressilian para ver qué había de hacerse respecto al funeral.
Luego el activo y agradable doctor salió precipitadamente y Mary y Thomas volvieron despacio a Gull's
Point.
—¿Estás completamente seguro de haber visto el cartel, Thomas? —dijo Mary.
—Lo vimos los dos, Latimer y yo.
—¡Qué cosa más extraordinaria! —dijo Mary.
Era el día 12 de septiembre.
—Sólo faltan dos días —dijo Mary Aldin.
Luego se mordió los labios, sonrojándose.
Thomas Royde la miró, pensativo.
—¿Son ésos tus sentimientos?
—No sé lo que me ocurre —dijo Mary—. Nunca en mi vida había deseado tanto que se marchara una visita.
Generalmente lo pasamos muy bien con Nevile... Y con Audrey también.
Thomas asintió con un movimiento de cabeza.
—Pero esta vez —continuó Mary— se siente uno como si estuviera sentado encima de dinamita. En
cualquier momento puede explotar todo. Por eso, lo primero que me dije esta mañana fue: «Sólo faltan dos
días.» Audrey se marchará el miércoles, y Nevile y Kay, el jueves.
—Y yo el viernes —dijo Thomas.
—Ah, a ti no te cuento. Has sido un gran apoyo. No sé lo que hubiera hecho sin ti.
—He sido algo así como un parachoques viviente, ¿verdad?
—Más que eso. Has sido tan bueno, tan... tan tranquilo. Parece ridículo, pero es el mejor modo de expresar
lo que siento.
Thomas parecía sentirse complacido, aunque ligeramente turbado.
—No sé por qué nos hemos vigilado nosotros tanto —dijo Mary pensativa—. Después de todo, si hubiera
habido un... un estallido, habría resultado desagradable y embarazoso, pero nada más.
—Pero tú crees que ha habido algo más, ¿verdad?
—Ah, sí. Nos dominaba a todos un sentimiento de temor. Lo sentían incluso los criados. La pinche se echó
a llorar esta mañana y se despidió sin ninguna razón. La cocinera está sobresaltada. Hurstall anda de punta, y
hasta Barrett, que suele estar tan tranquila como un... como un acorazado, ha dado muestras de nerviosismo. Y
todo porque a Nevile se le ha ocurrido la ridícula idea de que su primera y segunda mujer se hicieran amigas,
para tranquilizar así su propia conciencia.
—Una ingeniosa idea que ha fallado por completo —observó Thomas.
—Por completo. Kay está casi fuera de sí. Y la verdad es, Thomas, que no puedo menos de comprenderla.
—Hizo una pausa—. ¿Te has fijado cómo miró Nevile a Audrey anoche, cuando ella subía las escaleras?
Todavía la quiere, Thomas. Todo este asunto ha sido un incomprensible error de lo más trágico.
Thomas empezó a llenar su pipa.
—Que lo hubiera pensado antes —dijo con aspereza.
—Sí, ya lo sé. Eso es lo que suele decirse. Pero no altera el hecho de que todo ha sido una tragedia. Me da
pena Nevile.
—Las personas como Nevile... —empezó Thomas, pero se detuvo.
—¿Qué?
—Las personas como Nevile se creen que pueden conseguirlo todo a su modo. No creo que Nevile haya
tenido en su vida el menor tropiezo hasta que se encontró con éste de Audrey. Bueno, pues ya tiene un tropiezo.
No puede conseguir a Audrey, está fuera de su alcance. No le sirve de nada el preocuparse. Tiene que
aguantarse, ya que la cosa no tiene remedio.
—Puede que tengas razón, pero es muy duro lo que dices. Audrey estaba tan enamorada de Nevile cuando
se casó con él... y se habían llevado siempre tan bien...
—Bueno, ya no está enamorada de él.
—No lo sé —murmuró Mary en voz baja.
Thomas continuó:
—Y te diré otra cosa: Nevile haría bien en vigilar a Kay. Es una joven peligrosa, muy peligrosa. Si se
encoleriza, no se detendría ante nada.
—¡Dios mío! — suspiró Mary, y luego, volviendo a su anterior observación, dijo llena de esperanza—:
Bueno, sólo faltan dos días.
Durante los últimos días la situación había sido muy difícil. La muerte del señor Treves había impresionado
mucho a lady Tressilian, repercutiendo en su salud. El funeral había tenido lugar en Londres, de lo que Mary se
alegró, ya que de este modo la anciana señora pudo dejar de pensar en el triste acontecimiento más pronto. Los
criados habían estado muy nerviosos y difíciles, y Mary se sentía aquella mañana en extremo cansada y
sumamente desanimada.
—También tiene la culpa el tiempo —dijo en alta voz—. No es normal.
Realmente, el tiempo había sido extraordinariamente cálido para septiembre. Durante varios días, el
termómetro había registrado 21 grados a la sombra. Entretanto, Nevile salió perezosamente de la casa y se unió
a ellos.
—¿Criticando el tiempo? —preguntó echando una ojeada al cielo— Es increíble. Hoy hace más calor que
nunca. Y ni pizca de viento. Le excita a uno. Pero creo que pronto tendremos lluvia. Hoy es demasiado tropical,
no puede durar.
Thomas Royde se había levantado silenciosamente, desapareciendo tras la esquina de la casa.
—El sombrío Thomas desaparece —dijo Nevile—. No puede decirse que encuentre el menor placer en mi
compañía.
—Es un sol —dijo Mary.
—No estoy de acuerdo. Es un tipo lleno de prejuicios y de una mentalidad muy estrecha.
—Creo que siempre tuvo la esperanza de casarse con Audrey. Y entonces llegaste tú y lo desbancaste.
—Él hubiera tardado siete años en decidirse a pedirle que se casara con él. ¿Es que pretendía que la pobre
chica le esperara mientras se decidía?
—Puede que todo se arregle ahora —dijo Mary, pensativa.
Nevile la miró y levantó una ceja
—La recompensa del verdadero amor, ¿verdad? ¿Casarse Audrey con ese tipo escurridizo? Vale demasiado
para eso. No, no puedo imaginarme a Audrey casada con el tétrico Thomas.
—Yo creo que ella le quiere mucho, Nevile.
—¡Qué casamenteras sois las mujeres! ¿No puedes dejar que Audrey disfrute un poco de su libertad?
—Desde luego que sí, si es que realmente disfruta de ella.
Nevile se apresuró a decir:
—¿Crees que no es feliz?
—No tengo la menor idea.
—Ni yo —dijo Nevile lentamente—. Nunca se sabe lo que Audrey está pensando.
Hizo una pausa y continuó:
—Pero Audrey es aristócrata de los pies a la cabeza. Es una gran persona.
Y añadió, más para sí mismo que para Mary:
—¡Dios mío, qué estúpido he sido!
Mary entró en la casa, un poco preocupada. Por tercera vez se repitió a sí misma las consoladoras palabras:
«Sólo faltan dos días.»
Nevile deambuló, inquieto, por las terrazas y el jardín.
Al final del jardín encontró a Audrey, sentada en el muro que miraba al río. La marea alta llenaba el río.
Ella se levantó en seguida y se dirigió a él.
—Iba a volver a casa ahora mismo. Debe ser casi la hora del té.
Habló de prisa y nerviosa, sin mirarle.
El empezó a andar a su lado, sin hablar. Sólo al llegar a la terraza dijo:
—¿Puedo hablar contigo, Audrey?
Ella se apresuró a contestar, asiéndose con fuerza al borde de la balaustrada:
—Creo que es mejor que no.
—Eso significa que sabes lo que quiero decir.
Ella no contestó.
—¿Por qué no, Audrey? ¿No podemos volver a empezar, olvidar todo lo que ha pasado?
—¿Incluso a Kay?
—Kay —dijo Nevile— comprenderá.
—¿Qué quieres decir?
—Eso, sencillamente. Iré a ella y le diré la verdad. Me entregaré a su generosidad. Le diré, y es cierto, que
tú eres la única mujer que he querido.
—Querías a Kay cuando te casaste con ella.
—Mi matrimonio con Kay fue el error más grande que he cometido en mi vida. Yo...
Se calló de pronto. Kay había salido del salón por la puerta-ventana. Se encaminó hacia ellos y ante la
cólera de su mirada, incluso Nevile retrocedió un poco.
—Siento interrumpir esta conmovedora escena —dijo Kay—. Pero creo que había llegado el momento de
hacerlo.
—Os dejo —dijo. Audrey se retiró.
Ni su voz ni su rostro mostraban la menor expresión.
—Muy bien —dijo Kay—. Ya has hecho todo el daño que querías hacer, ¿verdad? Más tarde me entenderé
contigo. Ahora quiero tratar el asunto de una vez con Nevile.
—Escucha, Kay, Audrey no tiene en absoluto nada que ver con esto. No es culpa suya. Repróchame a mí si
quieres...
—Claro que quiero —dijo Kay, mirando a Nevile con ojos llameantes de furia—. ¿Qué clase de hombre te
crees que eres?
—Un pobre desgraciado —dijo Nevile con amargura y desazón.
—Dejas a tu mujer, me persigues a mí como un loco, consigues que tu mujer te conceda el divorcio... En un
minuto pierdes la cabeza por mí, y en un minuto te cansas de mí. Ahora me figuro que querrás volver con esa
lechosa, llorona y falsa.
—¡Basta ya, Kay!
—Bueno, ¿qué es lo que quieres?
Nevile estaba muy pálido.
—Seré todo lo despreciable que quieras —dijo—, pero no hay nada que hacer, Kay. No puedo continuar.
Creo... realmente, que no he dejado de querer a Audrey. Mi amor por ti fue... fue una especie de locura. Pero
esto no tiene arreglo, querida... tú y yo no nos entendemos. Acabaría por hacerte desgraciada. Créeme, Kay, es
mejor terminar de una vez. Vamos a separarnos como amigos. Sé buena y generosa.
Kay dijo con tranquilidad engañadora:
—¿Qué es exactamente lo que estás insinuando?
Nevile no la miró, pero adelantó la barbilla con obstinación.
—Podemos divorciarnos. Puedes divorciarte de mí por abandono.
—Todavía no. Tendrás que esperar.
—Esperaré —dijo Nevile.
—Y luego, después de tres años o el tiempo que señale la Ley, pedirás a tu querida y monísima Audrey que
se case contigo otra vez, ¿verdad?
—Sí, si me quiere.
—¡Ya lo creo que te quiere! —dijo Kay con saña—. ¿Y se puede saber, al menos, yo qué pinto en todo
esto?
—Tendrás libertad para encontrar a un hombre mejor que yo. Naturalmente, me ocuparé de que no te falte
nada.
—¡No trates de sobornarme! —elevó la voz, perdiendo por completo el dominio de los nervios—.
Escúchame bien, Nevile. No puedes hacerme esto. No me divorciaré de ti. Me casé contigo porque te quería.
Ya sé cuándo empezaste a volverte contra mí. Fue cuando te dije que te había seguido a Estéril. Tú querías que
todo hubiera sido obra del Destino. Tu vanidad sufrió al saber que había sido yo. Bueno, no me avergüenzo de
lo que hice. Te enamoraste de mí y te casaste conmigo y no voy a consentir que vuelvas a esa gata taimada que
te ha echado el gancho otra vez. ¡Eso es lo que ella quería, pero no lo conseguirá! Antes te mato, ¿lo oyes? ¡Te
mato! Y a ella también. Os mataré a los dos. Os...
Nevile se acercó a ella y la cogió por un brazo.
—Cállate, Kay. Por amor de Dios. No puedes hacer aquí una escena así...
—¿Que no puedo? Lo vas a ver... Yo...
Hurstall salió a la terraza. Su rostro mostraba la impasibilidad más completa.
—El té está servido en el salón —anunció.
Kay y Nevile se dirigieron lentamente al salón.
En el cielo, las nubes se amontonaban.
XI
A las siete menos cuarto empezó a llover. Nevile contemplaba la lluvia desde la ventana de su cuarto. No
había continuado su conversación con Kay. Después del té, habían procurado evitarse.
La cena había resultado muy poco natural y difícil. Nevile estaba ensimismado; Kay iba mucho más
maquillada que de costumbre; Audrey parecía un fantasma helado. Mary Aldin hizo todo lo que pudo por
mantener un simulacro de conversación y se sintió ligeramente irritada contra Thomas Royde por no ayudarla
más.
Hurstall estaba nervioso y le temblaban las manos al pasar las verduras.
Cuando la comida tocaba a su fin, dijo Nevile con estudiada indiferencia:
—Creo que voy a acercarme a Easterhead después de cenar para ver a Latimer. Podemos jugar una partida
de billar.
—Llévate el llavín —dijo Mary— por si vienes tarde.
—Sí, gracias.
Se dirigieron al salón, donde estaba servido el café.
Las noticias de la radio fueron acogidas como una grata distracción.
Kay, que había estado bostezando aparatosamente desde la cena, dijo que se iba a la cama. Tenía dolor de
cabeza, se excusó.
—¿Quieres aspirinas? —preguntó Mary.
—Sí, gracias.
Kay salió de la habitación.
Nevile cogió en la radio un programa musical. Estuvo sentado en el sofá, silencioso, durante un rato. No
miró a Audrey ni una sola vez, sino que estuvo todo acurrucado, como un niño pequeño y desgraciado. En
contra de su deseo, Mary sintió pena por él,
—Bueno —dijo al fin, levantándose—. Será mejor que vaya, si he de ir.
—¿Llevas el coche o vas en el ferry?
—En el ferry. No vale la pena dar una vuelta de quince millas. Me apetece andar un poco.
—¿Sabes que está lloviendo?
—Sí. Tengo un impermeable —se encaminó hacia la puerta—. Buenas noches.
En el vestíbulo, Hurstall le abordó.
—Por favor, señor, ¿quiere usted subir a ver a lady Tressilian? Tiene gran interés en verle.
Nevile echó una ojeada al reloj. Eran ya las diez.
Se encogió de hombros y subió las escaleras, encaminándose por el pasillo al cuarto de lady Tressilian, cuya
puerta golpeó con los nudillos. Mientras esperaba a que le diera autorización para entrar, oyó las voces de los
demás en el vestíbulo. Al parecer, todos se iban a acostar temprano aquella noche.
—Adelante —dijo la voz de lady Tressilian.
Nevile entró, cerrando la puerta.
Lady Tressilian tenía todo dispuesto para la noche. Todas las luces estaban apagadas, con excepción de una
lamparita para leer, colocada junto a la cama. Había estado leyendo, pero en aquel momento dejó caer el libro y
miró a Nevile por encima de las gafas. Era una mirada impresionante.
—Quiero hablarte, Nevile —dijo. A su pesar, Nevile sonrió débilmente.
—Bien, señora maestra —dijo.
Lady Tressilian no sonrió.
—Hay ciertas cosas, Nevile, que no estoy dispuesta a tolerar en mi casa. No tengo el menor deseo de
escuchar las conversaciones privadas de los demás, pero si tú y tu mujer insistís en seguir gritándoos debajo de
las ventanas de mi cuarto, no puedo evitar el oír lo que decís. Creo que estabais trazando un plan, según el cual
Kay se divorciaría de ti y tú, a su debido tiempo, te volverías a casar con Audrey. Nevile, no puedes hacer
semejante cosa y no quiero volver a oír hablar de ello.
Nevile parecía esforzarse en dominar su ira.
—Te pido perdón por la escena —dijo, cortante—. En cuanto a lo demás, es asunto mío.
—No, no lo es. Has utilizado mi casa para ponerte en contacto con Audrey... o si no, Audrey la utilizó
para...
—Ella no ha hecho semejante cosa. Ella...
Lady Tressilian le detuvo, levantando una mano.
—Sea como fuere, no puedes hacerlo, Nevile. Kay es tu mujer. Tiene ciertos derechos, de los que no
puedes privarla. En este asunto, estoy por completo de su parte. Tienes que atenerte a las consecuencias de tus
actos. Ahora te debes a Kay y te digo francamente...
Nevile avanzó un paso.
—Esto no es cosa tuya... —dijo, alzando la voz.
—Y lo que es más —continuó lady Tressilan con dignidad, ignorando su propuesta—. Audrey se marchará
mañana...
—¡No puedes hacer eso! ¡No lo consentiré!
—¡No me grites, Nevile!
—¡Te digo que no lo consentiré!
En el pasillo, una puerta se cerró...
XII
Alice Bentham, la doncella de ojos claros, se acercó a la señora Spicer, la cocinera, ligeramente turbada.
—Ay, señora Spicer, que no sé qué hacer.
—¿Qué pasa, Alice?
—Es Barrett. Le llevé su taza de té hace más de una hora. Estaba dormida como un leño y no se despertó,
pero no quise hacer nada. Y entonces, hace cinco minutos, volví a la habitación, porque no había bajado y el té
de Su Señoría estaba ya preparado y esperando que se lo llevara. Conque volví a la habitación y está tan
dormida... No puedo despertarla.
—¿La has zarandeado?
—Sí, señora Spicer. La he sacudido con mucha fuerza... pero sigue igual, allí echada, y tiene un color tan
horrible...
—¡Jesús! No estará muerta, ¿verdad?
—No, no, señora Spicer, porque la he oído respirar, pero respira de un modo muy raro. Creo que debe
de estar enferma o algo así.
—Bueno, subiré y lo veré por mí misma. Llévale el té a Su Señoría. Será mejor que hagas uno nuevo. Debe
de estar preguntándose qué habrá ocurrido.
Alice obedeció y la señora Spicer subió al segundo piso. Alice se encaminó a lo largo del pasillo, llevando
la bandeja, y llamó a la puerta de lady Tressilian. Después de haber llamado dos veces sin obtener respuesta,
entró en la habitación. Segundo más tarde se oyó un estrépito de cacharros rotos y una serie de gritos de
excitación, y Alice salió atropelladamente del cuarto y bajó las escaleras, para encontrarse con Hurstall, que
cruzaba el vestíbulo en dirección al comedor.
—¡Ay, señor Hurstall! Han entrado ladrones y Su Señoría está muerta... asesinada... con un gran agujero en
la cabeza y sangre por todas partes...
CAPITULO TERCERO
UNA REFINADA MANO ITALIANA
I
El superintendente Battle había disfrutado mucho de sus vacaciones. Todavía le quedaban tres días y le
contrarió un poco el que el tiempo cambiara y empezase a llover. Pero después de todo, ¿qué va uno a esperar
en Inglaterra? Y hasta entonces, había sido extraordinariamente afortunado.
Estaba desayunando en compañía del inspector James Leach, su sobrino, cuando sonó el teléfono.
—Voy en seguida, señor —dijo Jim, colgando el teléfono.
—¿Algo grave? —preguntó el superintendente Battle al observar la expresión del rostro de su sobrino.
—Un asesinato. Lady Thessilian, una señora anciana, muy conocida. Estaba inválida. Vivía en aquella
casa de Saltcreek, al borde del acantilado.
Battle hizo una señal de afirmación.
—Voy a ver al viejo —de este modo tan poco respetuoso se refería Leach al Jefe Supremo de Policía—. Era
amigo de ella. Vamos a ir juntos.
Mientras se encaminaba hacia la puerta dijo, suplicante:
—Me echarás una mano en esto, ¿verdad, tío? Nunca he tenido un caso así.
—Lo haré mientras esté aquí. Robo con escalo, ¿verdad?
—Todavía no lo sé.
II
Media hora más tarde el comandante Robert Mitchell, Jefe Superior de Policía, hablaba con expresión grave
al tío y al sobrino.
—Todavía es muy pronto para decirlo —dijo— pero una cosa parece clara: Esto no ha sido obra de un
extraño. No falta nada, ni hay señales de que haya sido forzada ninguna entrada. Todas las puertas y ventanas
aparecieron cerradas esta mañana.
Miró directamente a Battle.
—Si pidiera ayuda a Scotland Yard, ¿cree usted que le encargarían a usted el caso? Es que estando usted en
el lugar del crimen... Y además su parentesco con Leach. Claro, suponiendo que a usted no le importe. Esto
significaría poner fin a sus vacaciones.
—No importa —dijo Battle—. En cuanto a Scotland Yard, señor, tendrá que proponérselo a sir Edgar
—sir Edgar Cotton era el comisario—; pero tengo entendido que es amigo suyo, ¿verdad?
Mitchell asintió.
—Sí, creo que no tendré problemas con Edgar. De acuerdo entonces. Llamaré ahora mismo.
Cogió el teléfono y dijo:
—Póngame con Scotland Yard.
—¿Cree usted que será un caso importante, señor? —preguntó Battle.
Mitchell dijo con expresión grave:
—Es un caso en el que no queremos que exista posibilidad de error. Tenemos que estar completamente
seguros de nuestro hombre... o de nuestra mujer, naturalmente.
Battle asintió. Comprendió que había algo tras aquellas palabras.
«Cree saber quién lo hizo —se dijo para sí—. Y la perspectiva no le hace muy feliz. Que me cuelguen si no
se trata de alguien muy conocido y respetado.»
III
Battle y Leach se quedaron en el umbral de la puerta del dormitorio de lady Tressilian, una habitación
hermosa y bien amueblada. En el suelo, un policía examinaba con cuidado un pesado palo de golf, en busca de
huellas dactilares. El pat del palo estaba manchado de sangre y pegados a él había uno o dos cabellos blancos.
Junto a la cama, el doctor Lazenby, médico de la policía del distrito, se inclinaba sobre el cadáver de lady
Tressilian.
Se enderezó suspirando.
—Está clarísimo. Ha sido golpeada por delante con una fuerza terrible. El primer golpe le destrozó el hueso
y la mató, pero el asesino la golpeó de nuevo para asegurarse. No voy a hablarles con términos raros, quiero
darles la interpretación vulgar del hecho.
—¿Cuánto tiempo lleva muerta? —preguntó Leach.
—Yo diría que murió entre las diez y medianoche.
—¿No puede usted aproximarse más?
—Prefiero no hacerlo. Hay que considerar una serie de factores. Ya no se cuelga a la gente sobre la base del
rigor mortis. No antes de las diez ni después de las doce.
—¿Y la golpearon con ese palo de golf?
El doctor echó una mirada al palo.
—Probablemente. Sin embargo ha sido una suerte el que el asesino lo dejara atrás. Por el aspecto de la
herida no hubiera deducido que se trataba de un bastón de golf. Casualmente, el borde agudo del palo no la
tocó..., debe haber sido la parte de atrás del palo la que la golpeó.
—¿No resultaría difícil hacerlo así? —preguntó Leach.
—Sí, si hubiera sido hecho intencionadamente —concedió el médico—. Me figuro que, por una de esas
casualidades, ocurrió de ese modo.
Leach estaba levantando las manos, tratando instintivamente de reconstruir el golpe.
—Muy difícil —comentó.
—Sí —dijo el doctor, pensativo—. Todo esto ha sido hecho de un modo muy difícil. La golpearon en la
sien derecha..., pero la persona que lo hizo tiene que haberse colocado en el lado derecho de la cama, de cara a
la cabecera..., no hay espacio en el lado izquierdo, entre la cama y la pared.
Leach aguzó el oído.
—¿Un zurdo? —preguntó.
—No quiero comprometerme en ese punto —dijo Lazenby—. Podrían presentarse muchos
inconvenientes. Si quieren, les diré que la explicación más sencilla es que el asesino era zurdo, pero hay otros
modos de explicarlo. Supongan, por ejemplo, que la anciana volviera la cabeza ligeramente hacia la izquierda
cuando el hombre asestaba el golpe. O puede que el asesino hubiera corrido previamente la cama, colocándose
en el lado izquierdo, y después volviera a ponerla en su sitio.
—No es muy probable... esa última solución.
—Quizá no, pero puede haber ocurrido así. Tengo alguna experiencia en estas cosas y puedo decirle, hijo,
que resulta muy arriesgado el sacar la consecuencia de que un golpe ha sido dado con la mano izquierda.
El sargento Jones, desde el suelo, observó:
—Este palo de golf es de los normales, para la mano derecha.
Leach asintió.
—Sin embargo, puede que no perteneciera al hombre que lo utilizó. Supongo que sería un hombre, ¿no,
doctor?
—No por necesidad. Si el arma empleada fuese ese palo tan pesado, una mujer pudo haber dado un buen
golpe con ella.
El superintendente Battle dijo con voz tranquila:
—Pero no podría usted jurar que ésa fue el arma empleada, ¿verdad, doctor?
Lazenby le dirigió una mirada rápida e interesada.
—No. Lo único que puedo jurar es que puede haber sido el arma y que probablemente lo ha sido. Analizaré
la sangre del palo para estar seguros de que pertenece al mismo grupo..., y los cabellos también.
—Sí —aprobó Battle— Siempre es mejor ser concienzudo.
Lazenby preguntó con curiosidad:
—¿Tiene usted alguna duda sobre el palo de golf, superintendente?
Battle negó con un movimiento de cabeza.
—¡Oh, no, no! Yo soy un hombre sencillo. Me gusta creer las cosas que veo con mis propios ojos. La
golpearon con algo pesado... esto es pesado. En el palo hay sangre y cabellos; por consiguiente, lo probable es
que sean su sangre y sus cabellos. Ergo: ésta fue el arma empleada.
Leach preguntó:
—¿Estaba dormida o despierta cuando la golpearon?
—En mi opinión, despierta. En su rostro aparece una expresión de asombro. Yo diría, y ésta es solamente
una opinión particular mía, que no esperaba el ataque. No hay señales de que haya intentado luchar, ni horror,
ni miedo. A mí me parece que, o bien acababa de despertarse, tenía la mente confusa y no comprendía bien las
cosas, o reconoció a su asaltante como una persona que no podía desearle el menor daño.
—La única luz que estaba encendida era la de la lamparita de la mesa de noche —dijo Leacb, pensativo.
—Sí, eso no ayuda nada. Pudo haberla encendido al ser despertada bruscamente por alguien que entró en la
habitación, o podía haber estado encendida antes.
El sargento Jones se puso en pie, sonriendo satisfecho.
—Hay una hermosa colección de huellas en ese palo —dijo—. Está claro como el agua.
Leach suspiró profundamente.
—Eso debía simplificar las cosas.
—¡Qué chico más servicial! — dijo el doctor Lazenby—. Deja el arma, deja sus huellas dactilares..., ¿no
habrá dejado una tarjeta de visita?
—Pudo ocurrir —dijo el superintendente Battle— que perdiera la cabeza. Algunos la pierden.
El doctor asintió.
—Muy cierto. Bueno, tengo que ir a atender a mi otra paciente.
—¿Qué paciente? —preguntó Battle, súbitamente interesado.
—El mayordomo me mandó llamar antes de que esto se descubriera. La doncella de lady Tressilian fue
encontrada esta mañana en estado comatoso.
—¿Qué tenía?
—Le administraron una fuerte dosis de barbitúricos. Está bastante mal, pero saldrá adelante.
—¿La doncella? —dijo Battle, fijando sus ojos bovinos en el tirador de la campanilla, cuya borla
descansaba en la almohada, cerca de la señal de la muerta.
Lazenby hizo una señal afirmativa.
—Exactamente. Eso hubiera sido lo primero que hubiese hecho lady Tressilian en caso de alarma: hacer
sonar la campanilla para llamar a la doncella. Podía haber estado llamando hasta el día del Juicio, que la
doncella no la hubiera oído.
—¿Fue premeditado todo eso? — dijo Battle— ¿Está usted seguro? ¿No acostumbraba a tomar somníferos?
—Estoy completamente seguro de que no. No hay indicios de semejante cosa en su habitación. Y he
descubierto cómo le fue suministrado. Tomaba todas las noches un cocimiento de vainas de sena y allí estaba la
sustancia que la durmió.
El superintendente Battle se rascó la barbilla.
—¡Hum! —dijo—. Era alguien que estaba enterado de todo lo de esta casa. ¿Sabe, doctor? Éste es un
asesinato muy extraño.
—Bueno —dijo Lazenby—, eso es asunto suyo por completo.
—Es una buena persona nuestro médico —dijo Leach cuando Lazenby hubo abandonado la habitación.
Se habían quedado los dos solos. Habían sido ya tomadas las fotografías y anotadas las dimensiones de la
habitación. Los dos policías sabían ya todo lo que había que saber sobre la habitación donde se había cometido
el crimen.
Battle respondió a la observación de su sobrino con un movimiento de cabeza. Parecía como si algo le
preocupara.
—¿Crees que alguien pudo haber cogido ese palo con guantes después de haber sido hechas esas huellas?
Leach negó con la cabeza.
—No lo sé, ni tú tampoco. Ese palo no podría ser agarrado, es decir, no podría ser utilizado, sin emborronar
las huellas. Y las huellas no están emborronadas, están claras como el cristal. Tú lo has visto.
Battle convino en ello.
—Y ahora les preguntaremos a todos, con la mayor cortesía y amabilidad, si nos dejan tomarles las huellas
dactilares... Naturalmente, no están obligados a acceder. Y todos dirán que sí, y entonces pueden ocurrir dos
cosas: o bien ninguna de las huellas coincide con las que tenemos, o...
—O habremos encontrado nuestro hombre, ¿verdad?
—Eso creo. O quizá nuestra mujer.
Leach negó con la cabeza.
—No, una mujer no. Las huellas del palo son de hombre. Demasiado grandes para pertenecer a una mujer.
Y, además, esto no es un crimen femenino.
—No —convino Battle—. Es un crimen masculino. Brutal, masculino, atlético y ligeramente estúpido.
¿Conoces a alguien en la casa que sea así?
—No conozco todavía a nadie en la casa. Están todos reunidos en el comedor.
Battle se encaminó a la puerta.
—Iremos a echarles una ojeada.
Miró por encima del hombro a la cama, movió la cabeza y observó:
—No me gusta eso del tirador de la campanilla.
—¿Por qué no?
—No encaja.
Y añadió mientras abría la puerta:
—Me preguntó quién podría desear su muerte. Hay por ahí un montón de ancianas pendencieras que están
pidiendo un golpe en la cabeza pero ésta no era de ésas. Me inclino a creer que era querida.
Hizo una pequeña pausa y preguntó:
—Era rica, ¿verdad? ¿Quién coge el dinero?
Leach contestó a la insinuación que encerraban sus palabras:
—¡Has dado en el clavo! Ahí está la contestación. Ésa es una de las primeras cosas que hay que averiguar.
Mientras bajaban juntos las escaleras, Battle echó una ojeada a la lista que llevaba en la mano.
—Señorita Aldin —leyó—, señor Royde, señor Strange, señora Strange, señora Audrey Strange. ¡Hum!
¡Parece que hay muchos de la familia Strange!
—Esas dos son sus esposas, creo.
Battle levantó las cejas y murmuró:
—Un Barba Azul, ¿eh?
La familia se hallaba reunida alrededor de la mesa del comedor, donde había tenido lugar un simulacro de
comida.
El superintendente Battle dirigió una mirada aguda a los rostros vueltos hacia él, analizándolos de acuerdo
con su propio sistema. El modo en que estaba considerándolos les hubiera sorprendido, caso de conocerlo. No
importa el que la Ley pretenda que las personas sean inocentes mientras no se demuestre su culpabilidad. Para
el superintendente Battle todas las personas relacionadas con un caso de asesinato eran criminales en potencia.
De Mary Aldin, sentada erguida y pálida a la cabecera de la mesa, pasó la vista a Thomas Royde, que se
encontraba a su lado, ocupado en llenar su pipa; a Audrey, con la silla un poco echada hacia atrás, una taza de
café en la mano derecha y un cigarrillo en la izquerda; a Nevile, ofuscado y aturdido, que trataba de encender
un cigarrillo sostenido con una mano que temblaba; a Kay, con los codos apoyados en la mesa y una palidez
que traspasaba sus mejillas.
El superintendente Battle pensaba:
«Supongamos que ésta es la señorita Aldin. Me parece una mujer fría, competente. No será fácil cogerla
desprevenida. El hombre que está a su lado es un perro viejo, de cara impasible, con un brazo medio inútil... Es
probable que tenga un complejo de inferioridad. Ésa, me figuro, es una de las mujeres. Está muerta de miedo...
sí, está asustadísima. ¡Qué raro, esa taza de café! Ése, es Strange. Lo he visto en alguna parte. Está
aterrorizado... tiene los nervios hechos trizas. La pelirroja tiene el genio vivo, un temperamento endiablado.
Pero tiene cabeza también.»
Mientras Battle los analizaba de este modo, el inspector Leach pronunciaba un discurso formal. Mary Aldin
los mencionó a todos y terminó:
—Naturalmente, ha sido para nosotros un golpe terrible, pero deseamos ayudarles en todo lo posible.
—Para empezar, ¿sabe alguno de ustedes algo de este palo de golf? —dijo Leach, mostrándolo.
Lanzando un pequeño grito, dijo Kay:
—¡Qué horrible! ¿Es con eso con lo que...? —y se detuvo.
Nevile Strange se levantó y dio la vuelta a la mesa.
—Parece uno de los míos. ¿Puedo mirarlo?
—Sí, ahora no importa —dijo el inspector Leach—. Puede usted cogerlo.
La significativa palabra «ahora» no pareció producir la menor reacción en los reunidos.
Nevile examinó el palo.
—Creo que es uno de los palos de mi saco —dijo—. Si quiere usted acompañarme se lo diré con seguridad
en seguida.
Le siguieron hasta un gran armario construido debajo de la escalera y cuya puerta abrió. Ante la confusa
mirada de Battle apareció el interior literalmente abarrotado de raquetas de tenis. Al mismo tiempo recordó
dónde había visto a Nevile Strange.
—Le he visto a usted jugar en Wimbledon, señor —dijo rápidamente.
Nevile volvió a medias la cabeza.
—¿Ah, sí?
Estaba poniendo a un lado algunas de las raquetas. Había dos sacos de golf en el armario, apoyados contra
un montón de avíos de pesca.
—Sólo mi mujer y yo jugamos al golf —explicó Nevile—. Y éste es un palo de hombre. Sí eso es... es mío.
Había cogido un saco, que contenía por lo menos catorce palos.
El inspector Leach pensó:
«Estos tipos deportistas se lo toman muy en serio. No me gustaría ser su caddie.»
Nevile estaba diciendo:
—Es un bastón de Walter Hudson, de St. Esbert.
—Gracias, señor Strange. Esto aclara uno de los puntos.
—Lo que me extraña es que no se haya llevado nada. ¿Y no parece que haya sido forzada la entrada de la
casa?...
Nevile habló de un modo aturdido, pero asustado.
Battle se dijo para sí:
«Han estado pensando en ello todos...»
—Los criados —dijo Nevile— son completamente de fiar.
—Hablaré con la señorita Aldin de los criados —dijo el inspector Leach suavemente—. Entretanto, ¿tiene
usted alguna idea de quiénes son los abogados de lady Tressilian?
—Askwith y Trelawny —contestó Nevile—. De St. Loo.
—Gracias, señor Strange. Tendremos que enterarnos por ellos de lo referente a las propiedades de lady
Tressilian.
—¿Quiere usted decir quién hereda su dinero? —preguntó Nevile.
—Eso es, señor. Su testamento y todo eso.
—No sé nada de su testamento —dijo Nevile—. Que yo sepa, no tenía gran fortuna propia. Puedo enterarles
del conjunto de sus propiedades.
—Diga, señor Strange.
—Vienen a parar a mí y a mi esposa, por testamento del difunto sir Matthew Tressilian. Lady Tressilian
sólo disponía del usufructo del capital.
—¿De veras?
El inspector Leach miró a Nevile con la atención y el interés del que vislumbra la posibilidad de añadir una
pieza de mérito a su colección favorita. Bajo su mirada, Nevile retrocedió, nervioso. El inspector Leach
continuó con voz extremadamente alegre:
—¿No tiene usted idea de la cantidad, señor Strange?
—No podría decírselo así, sin pensar. Creo que alrededor de unas cien mil libras.
—¡Vaya!... ¿Para cada uno de ustedes?
—No, a dividir entre los dos.
—Ya. Una suma considerable.
Nevile sonrió.
—Tengo medios de fortuna propios —dijo sin perder la calma—, sin necesidad de ansiar la muerte de
nadie.
El inspector Leach pareció escandalizarse ante el hecho de que se le atribuyeran semejantes ideas.
Volvieron al comedor y Leach pronunció su segundo discursito. Éste trataba sobre huellas dactilares -
cuestión de rutina, simplemente- para seleccionar a aquellas personas de la casa que habían estado en el
dormitorio de la muerta. Todos expresaron su buena disposición, casi con ansiedad, por lo que les tomaron las
huellas. Con este fin fueron al salón, donde el sargento les esperaba con un rodillo. Battle y Leach empezaron
con los criados. No pudo sacarse gran cosa de ellos. Hurstall explicó su sistema de cerrar la casa y juró que por
la mañana la había encontrado exactamente como la había dejado. No había la menor señal de que un intruso
hubiera penetrado en la casa. La puerta principal no había sido cerrada por dentro, sino que podía abrirse por la
parte de fuera con una llave. Había sido dejada así porque el señorito Nevile había ido a Easterhead Bay y
volvería tarde.
—¿Sabe usted a qué hora regresó?
—Sí, señor. Creo que fue a eso de las dos y media. Creo que venía alguien con él. Oí voces, luego un coche
que arrancaba, el ruido de la puerta al cerrarse y el señorito Nevile subiendo las escaleras.
—¿A qué hora salió anoche para Easterhead Bay?
—A eso de las diez y veinte. Oí cerrar la puerta.
Leach hizo una señal de afirmación. No parecía que pudiera sacarse mucho más de Hurstall por el
momento, por lo que se entrevistó con los otros. Todos parecían nerviosos y asustados, pero no más de lo
normal, teniendo en cuenta las circunstancias.
Leach dirigió una mirada interrogante a su tío cuando la puerta se cerró tras la pinche, la última de la
procesión, que había dado ligeras muestras de histerismo.
—Llama otra vez a la doncella —dijo Battle—, no la de ojos saltones, sino la otra, la alta y flaca de cara
avinagrada. Sabe algo.
Era evidente que Emma Wales no se sentía a gusto. La alarmó que fuera el hombre maduro, alto y cuadrado,
el encargado de interrogarla esta vez.
—Sólo voy a darle un pequeño consejo, señorita Wales —dijo Battle, de un modo agradable—. No es
conveniente ocultarle nada a la policía. Eso hace que se predisponga en contra suya, no sé si me entiende...
Emma Wales protestó, al parecer indignada, pero intranquila:
—Le aseguro que yo no...
—Vamos, vamos. —Battle alzó su mano grande y cuadrada—. Usted ha visto u oído algo... ¿Qué fue?
—No lo oí exactamente... es decir, no pude por menos de oírlo... También el señor Hurstall lo oyó. Y no
creo, no lo creo ni por un momento, que tenga nada que ver con el crimen.
—Probablemente, no. Díganos de qué se trata.
—Bueno, pues me iba a la cama, un poco después de las diez y, primero entré a poner en la cama de la
señorita Aldin la bolsa de agua caliente. Siempre la usa, lo mismo en invierno que en verano, y claro, tuve que
pasar por delante de la puerta de Su Señoría.
—Continúe —dijo Battle.
—Y le oí a ella y al señorito Nevile discutiendo muy violentamente, en voz muy alta. Él gritaba mucho.
¡Oh, menuda pelea!
—¿Recuerda exactamente lo que decían?
—Bueno, no estaba lo que se dice escuchando.
—No. Pero de todos modos ha tenido usted que oír algunas palabras.
—Su Señoría decía que no estaba dispuesta a consentir no sé qué cosa en su casa y el señorito Nevile decía:
«¡No te atrevas a decir nada en contra de ella!» Estaba todo excitado.
Battle, con el rostro completamente inexpresivo, trató de sacarle algo más, sin conseguirlo. Por último,
despidió a la mujer.
El y Jim se miraron. Leach dijo, después de un minuto o dos:
—Jones tendrá algo que decirnos sobre esas huellas.
Battle preguntó:
—¿Quién se ocupa de los cuartos?
—Williams es de confianza. No se le pasará nada por alto.
—¿Ha mantenido a todos fuera de sus habitaciones?
—Sí, hasta tanto no haya terminado Williams.
En aquel momento se abrió la puerta y el joven Williams asomó la cabeza.
—Me gustaría que vieran ustedes una cosa. En el cuarto del señor Nevile Strange.
Se levantaron y lo siguieron hasta la suite del ala izquierda de la casa.
Williams señaló un montón de ropa que había en el suelo: una chaqueta azul oscuro, unos pantalones y un
chaleco.
Leach dijo con voz aguda:
—¿Dónde ha encontrado usted esto?
—Hecho un lío en el fondo del armario. Por favor, mire esto, señor.
Cogió la chaqueta azul oscuro y mostró los bordes de los puños.
—¿Ve usted esas manchas oscuras? Como me llamo Williams que eso es sangre, señor. Y mire aquí, toda la
manga está salpicada.
—¡Hum...! —Battle evitó la mirada ansiosa del otro—. Parece que la cosa se pone fea para el joven Nevile.
¿Había más trajes en la habitación?
—Uno gris oscuro de rayas finas colocado en una silla. Había mucha agua en el suelo, formando grandes
charcos junto al lavabo.
—¿Como si se hubieran quitado las manchas de sangre con una prisa endiablada? Sí. Sin embargo, está
cerca de la ventana abierta y ha entrado mucha lluvia.
—No la suficiente para formar esos charcos en el suelo, señor. Todavía no se han secado.
Battle permanecía silencioso. Ante sus ojos iba formándose un cuadro: un hombre con las manos y las
mangas manchadas de sangre, quitándose rápidamente la ropa, metiéndola en el armario, echándose agua con
furia sobre las manos y los brazos desnudos...
Miró hacia una puerta en la pared opuesta de la habitación.
Williams contestó a la mirada.
—La habitación de la señora Strange, señor. La puerta está cerrada.
—¿Cerrada por este lado?
—No. Por el otro.
—Por el lado de ella, ¿eh?
Battle reflexionó durante un instante.
—Vamos a ver otra vez al viejo mayordomo —dijo al fin.
Hurstall estaba nervioso. Leach dijo vivamente:
—¿Por qué no nos dijo usted, Hurstall, que había oído una pelea entre el señor Strange y lady Tressilian
anoche?
—La verdad, señor, no volví a pensar en ello. No creo que fuera lo que se dice una pelea, sino una amistosa
diferencia de opiniones.
Resistiendo la tentación de decir: «¡Qué amistosa diferencia de opiniones ni qué narices!» Leach continuó:
—¿Qué traje llevaba puesto el señor Strange anoche para la cena?
Hurstall dudó. Battle dijo con voz tranquila:
—¿Un traje azul oscuro o de rayas finas? Es probable que alguien nos lo diga si usted no lo recuerda.
Hurstall rompió el silencio.
—Ahora recuerdo, señor. Era azul oscuro. La familia —añadió, deseoso de no perder prestigio— no tiene la
costumbre de vestirse para cenar durante los meses de verano. Salen con frecuencia después de cenar, unas
veces al jardín, otras al muelle.
Battle asintió. Hurstall salió de la habitación, cruzándose con Jones en el umbral. Jones parecía excitado.
—Está clarísimo, señor. Tengo las huellas de todos. Sólo hay una serie que coincida. Claro que no he
podido hacer una comparación en forma, pero apuesto a que son éstas.
—¿Y qué? —dijo Battle.
—Las huellas del puño del bastón, señor, fueron hechas por el señor Nevile Strange.
Battle se recostó en su butaca.
—Bien —dijo—. Esto parece el final del asunto, ¿verdad?
IV
Estaban en el despacho del Jefe Superior de Policía, los tres con rostros graves y preocupados.
El comandante Mitchell dijo, suspirando:
—Bien, supongo que no habrá más remedio que arrestarlo.
Leach dijo en voz baja:
—Eso parece, señor.
Mitchell miró al superintendente Battle.
—Alégrese, Battle —dijo amablemente—. Que no se le ha muerto su mejor amigo.
El superintendente Battle suspiró.
—No me gusta esto —dijo.
—No creo que le guste a ninguno de nosotros —dijo Mitchell—; pero creo que tenemos pruebas suficientes
para solicitar una orden de arresto.
—Más que suficientes —dijo Battle.
—Si no la solicitamos, todos se preguntarán por qué diablos no lo hacemos.
Battle asintió con expresión descontenta.
—Vamos a ver —dijo el Jefe Superior—. Tenemos el motivo: Strange y su esposa perciben una
considerable cantidad de dinero a la muerte de la anciana. Es la última persona que la ha visto viva, que
sepamos. Se le oyó disputar con ella. El traje que llevaba anoche tiene manchas de sangre y esto es lo más
condenatorio de todo, sus huellas fueron halladas en el arma homicida... y no hay huellas de nadie más.
—Y sin embargo, señor —dijo Battle—, tampoco a usted le gusta.
—¡Maldito si me gusta!
—¿Qué es con exactitud lo que a usted no le gusta de todo esto, señor?
El comandante Mitchell se frotó la nariz.
—¿Será porque el hombre queda como un verdadero tonto? —sugirió.
—Y sin embargo, señor, algunas veces se portan como verdaderos lentos.
—Ya lo sé, ya lo sé... ¿Dónde estaríamos nosotros si no lo hicieran?
Battle le dijo a Leach:
—¿Qué es lo que no te gusta a ti de esto, Jim?
Leach se removió en su asiento, con expresión descontenta.
—Siempre me ha gustado el señor Strange. Le he estado viendo por aquí desde hace años. Es un señor muy
agradable... y una gran deportista.
—No veo por qué un buen jugador de tenis no ha de ser un asesino al mismo tiempo —dijo Battle
lentamente—. No hay nada que lo impida.
Hizo una pausa y añadió:
—A mí lo que no me gusta es el bastón.
—¿El bastón? —preguntó Mitchell algo desconcertado.
—Sí, señor, o si no, la campanilla. La campanilla o el bastón, pero no los dos.
Battle continuó con voz lenta y cuidadosa:
—¿Qué es lo que creemos que ocurrió en realidad? El señor Strange subió a la habitación de ella, perdió la
calma y la golpeó en la cabeza con un palo de golf. Si ocurrió así, si fue sin premeditación, ¿por qué llevaba el
palo consigo? No es una cosa para llevar a cuestas por las noches.
—Podía haber estado practicando... algo por el estilo.
—Podía..., pero nadie lo ha mencionado. Nadie le vio hacerlo. La última vez que fue visto con un bastón de
golf en la mano fue hace una semana, que estuvo practicando sobre arena. Considerando la cuestión resulta que
una de dos: o hubo una pelea y él perdió la cabeza, pero fíjense en lo que les digo, yo lo he visto en las pistas de
tenis, y en esos partidos de campeonato los campeones son una masa de nervios, y son personas de las que
pierden la calma con facilidad, tiene que demostrarlo en esos momentos. Nunca he visto al señor Strange
enojado. Yo creo que se domina muy bien, mejor que la mayoría de la gente, y sin embargo, estamos
insinuando que pierde la cabeza hasta el extremo de golpear a una frágil anciana.
—Hay otra alternativa, Batle —dijo el Jefe Superior.
—Ya lo sé, señor. La teoría de que fue premeditado. Quería el dinero de la anciana. Eso encaja con el
asunto de la campanilla, que hizo necesario el dormir a la doncella, pero no encaja con el bastón ni con la pelea.
Si estaba decidido a acabar con ella hubiera tenido buen cuidado de no disputar con lady Tressilian. Pudo haber
dormido a la doncella y deslizarse en el cuarto de la anciana por la noche, golpearla y preparar una bonita
escena de robo, limpiando el bastón y volviéndolo a su lugar. Esto no está bien, señor, es una mezcla de fría
premeditación y de violencia impremeditada.
—Hay algo de razón en lo que dice Battle, pero..., ¿con cuál de las dos alternativas nos quedamos?
—Es el bastón el que llama la atención, señor.
—Nadie pudo haberla golpeado en la cabeza con el bastón sin emborronar las huellas de Nevile... eso es
seguro.
—Entonces —dijo el superintendente Battle— es que la golpearon con otra cosa.
El comandante Mitchell lanzó un profundo suspiro.
—Ésa es una suposición arriesgada, ¿verdad?
—Yo creo que es de sentido común, señor. O bien Strange la golpeó con ese bastón o bien nadie lo hizo.
Yo voto por lo último. En tal caso, el bastón fue puesto allí con toda intención, manchándolo con sangre y
poniendo cabello en él. Al doctor Lazenby no le gustó mucho el bastón... tuvo que aceptarlo porque era la
solución obvia.
El comandante Mitchell se recostó en su butaca.
—Continúe, Battle —dijo—. Le doy plenos poderes. ¿Qué viene después?
—Suprima el bastón —dijo Battle—, ¿y qué es lo que queda? Primero el motivo. ¿Tenía Nevile Strange un
motivo real para sacar de en medio a lady Tresilian? Hereda su dinero. Pero a mi modo de ver depende mucho
de si necesitaba o no el dinero. Él dice que no. Yo propondría que lo comprobáramos. Hay que averiguar cuál
es su situación económica. Si se encuentra en un apuro, si necesita dinero, entonces las cosas se ponen mucho
peor para él. Si, por el contrario, decía la verdad y su situación económica es buena, entonces...
—Bueno, ¿entonces qué?
—Entonces haríamos bien en mirar los motivos de los demás.
—¿Cree usted, entonces, que han querido complicar a Nevile Strange?
El superintendente Battle entornó los ojos.
—No recuerdo en qué libro leí una frase que me llamó la atención. Era sobre una «refinada mano italiana».
Esto es lo que veo en este asunto. Aparentemente es un crimen tosco, brutal, sencillo, pero me parece entrever
algo más... como si una refinada mano italiana actuara entre bastidores...
Siguió una larga pausa, durante la cual el Jefe Superior se quedó mirando a Battle.
—Puede que tenga usted razón —dijo fríamente—. ¡Maldita sea! Hay algo extraño en este asunto. ¿Qué
plan de campaña propone usted?
Battle acarició su mandíbula cuadrada.
—Bueno, señor —dijo—. Yo siempre he preferido considerar las cosas del modo más obvio. Todo ha sido
dispuesto de modo que sospechemos del señor Strange. Pues sigamos sospechando de él. No es necesario llegar
a arrestarle, pero sí insinuarlo, interrogarle, meterle miedo... y observar las reacciones de todos. Comprobar sus
declaraciones, analizar con lente sus movimientos de aquella noche. De hecho, mostrar nuestro juego todo lo
abiertamente que sea posible.
—¡Qué maquiavélico! —dijo el comandante Mitchell con ojos chispeantes—. Imitación del policía duro por
Battle, nuestra gran estrella de la escena.
El superintendente sonrió.
—Siempre me gusta hacer lo que se espera de mí, señor. Esta vez voy a ser un poco lento, me voy a tomar
mi tiempo. Quiero husmear un poco por ahí. Nuestras sospechas del señor Strange son una buena excusa para
andar husmeando. Tengo idea de que algo muy extraño ha estado ocurriendo hace días en esa casa.
—¿Busca usted el aspecto sexual del asunto?
—Si quiere usted expresarlo así...
—Lleve el caso a su modo, Battle. Continúen juntos usted y Leach.
—Gracias, señor —Battle se puso en pie—. ¿Nada interesante de los abogados?
—No. Les llamé por teléfono. Conozco bastante a Trelawny. Me va a mandar una copia del testamento de
sir Mathew y otra del de lady Tressilian. Ella tenía unas quinientas libras al año propias, invertidas en acciones
muy seguras. Le deja un legado a Barrett y otro pequeño a Hurstall. El resto, a Mary Aldin.
—Tenemos que vigilar a esos tres —dijo Battle.
Mitchell pareció divertido.
—Es usted desconfiado, ¿verdad?
—No conduce a nada dejarse hipnotizar por cincuenta mil libras —dijo Battle imperturbable—. Muchos
asesinatos han sido cometidos por menos de cincuenta libras. Depende de cuánto se desee el dinero. Barrett
recibe un legado... y puede que haya tomado la precaución de dormirse a sí misma para alejar sospechas.
—Por poco se muere. Lazenby no nos ha dejado interrogarla todavía.
—Pudo haber exagerado la dosis por ignorancia. Hurstall puede haber estado muy necesitado de dinero. Y
la señorita Aldin, si no tiene capital propio, puede haber deseado darse un poco de buena vida antes de que sea
demasiado vieja para disfrutar.
El Jefe Superior parecía lleno de dudas.
—Bueno —dijo—. Allá ustedes. Continúen con su tarea.
V
Al llegar a Gull's Point, los dos policías recibieron los informes de Williams y Jones.
—No se había encontrado nada sospechoso e interesante en ninguno de los dormitorios. Los criados pedían
que se les dejara proseguir con las faenas domésticas. ¿Les autorizará a hacerlo?
—Supongo que será mejor —dijo el superintendente Battle—. Pero primero me voy a dar una vuelta yo
mismo a los pisos superiores. Las habitaciones que no se hacen con mucha frecuencia nos dicen algunas veces
algo sobre sus ocupantes que es conveniente saber.
El sargento Jones puso encima de la mesa una pequeña caja de cartón.
—De la chaqueta azul oscuro del señor Nevile Strange —anunció—. Los cabellos rojos estaban en el puño,
los rubios en la parte interior del cuello y en el hombro derecho.
Battle sacó de la capa los dos largos cabellos rojos y la media docena de rubios y los miró.
—Muy conveniente —dijo con una chispita en los ojos—. Una rubia, una pelirroja y una morena en la casa.
De este modo sabemos en seguida por dónde andamos. Pero, ¿rojo en el puño y rubio en el cuello? El señor
Strange parece tener algo de Barba Azul. Rodeando a su esposa con un brazo y con la cabeza de la otra
apoyada en su hombro.
—La sangre de la manga ha sido enviada a analizar, señor. Nos llamarán tan pronto tengan el resultado.
Leach asintió.
—¿Qué hay de los criados?
—Seguí sus instrucciones, señor. Ninguno de ellos había anunciado su marcha ni parece probable que
alimentara un resentimiento contra la anciana. Era severa, pero la querían. Y en cualquier caso, era la señorita
Aldin la que se entendía con los criados. Parece ser que tiene muchas simpatías entre todos ellos.
—Desde el momento en que le puse los ojos encima comprendí que era una mujer eficiente —dijo Battle—.
Si ella es nuestra asesina, no será fácil colgarla.
Jones pareció sorprendido.
—Pero las huellas del bastón, señor, eran...
—Ya lo sé, ya lo sé... —dijo Battle—. Eran del muy servicial señor Strange. Existe una creencia general de
que a los atletas no les sobra cabeza (lo que, dicho sea de paso, no tiene nada de cierto), pero no puedo creer
que Nevile Strange sea un retrasado mental. ¿Qué hay de ese cocimiento de la doncella?
—Siempre estaba en el estante del baño de servicio, en el segundo piso. Solía poner las vainas en agua a
mediodía, y las tenía así hasta la noche, cuando iba a acostarse.
—De modo que cualquiera pudo acercarse al cocimiento. Es decir, cualquiera de la casa.
Leach dijo con convicción:
—No hay duda de que el asesino es uno de los de la casa.
—Sí, eso creo. No es que sea uno de esos asesinatos de círculo cerrado. Cualquiera que tuviera una llave
pudo haber abierto la puerta principal y entrar en la casa. Nevile Strange tenía la llave anoche, pero
probablemente hubiera sido sencillo hacerse una, o un entendido podría abrir la puerta con un poco de alambre.
Pero no me imagino a un extraño sabiendo lo de la campanilla y que Barrett tomaba sena por las noches. Toda
esta información sólo puede tenerla alguien de la casa. Vamos, Jim, hijo. Vamos arriba, a ver ese baño y todo
lo demás.
Empezaron por el último piso. Primero un cuarto trastero, lleno de muebles viejos y rotos y antiguallas de
todas clases.
—No he examinado nada de eso, señor —dijo Jones—. No sabía...
—¿No sabía usted lo que tenía que buscar? Tiene usted mucha razón. Sería perder el tiempo. A juzgar por el
polvo del suelo, nadie ha entrado en esta habitación desde hace por lo menos seis meses.
Todas las habitaciones de los criados estaban en aquel piso, así como dos dormitorios desocupados y un
cuarto de baño. Battle echó una ojeada a cada habitación observando que Alice, la doncella de los ojos saltones,
dormía con la ventana cerrada; que Emma, la delgada, tenía muchas fotografías de parientes amontonadas en su
cómoda, y que Hurstall tenía una o dos piezas de buena porcelana de Dresde y de Cown Derby, aunque rajadas.
El cuarto de la cocinera estaba escrupulosamente limpio y el de la pinche era un verdadero caos. Battle
continuó hasta el baño, que era el cuarto más próximo a la boca de la escalera. Williams señaló un estante largo
colocado sobre el lavabo, en el que había vasos y cepillos de dientes, varios ungüentos, botellas de sales y una
loción para el cabello. En un extremo del estante había un paquete abierto de vainas de sena.
—¿No había huellas en el vaso o en el paquete?
—Sólo las de la doncella. Tomé sus huellas en su habitación.
—No había necesidad de tocar el vaso —dijo Leach—. Todo lo que había que hacer era verter la sustancia
dentro.
Battle bajó las escaleras, seguido de Leach. Hacia la mitad de este primer tramo de la escalera había una
ventana colocada de un modo bastante difícil. Apoyado contra un rincón había un palo, terminado con un
gancho.
—Con eso se baja el marco de la ventana —explicó Leach—; pero no puede bajar más que así, en
evitación de robos. Es demasiado estrecho para que pueda entrar nadie.
—No estaba pensando en que se pudiera entrar —dijo Batle con mirada preocupada.
Entró en el primer dormitorio del siguiente piso, que era el de Audrey Strange. Estaba pulcro y fresco, en el
tocador había cepillos de marfil y no había ropas tiradas por la habitación. Battle miró dentro del armario: dos
trajes de chaqueta de color liso, un par de trajes de noche y uno o dos vestidos de verano. Los vestidos eran
baratos, los trajes sastre caros y de buen corte, pero no nuevos.
Battle movió la cabeza afirmativamente. Se quedó durante uno o dos minutos junto a la mesa de escribir,
jugando con la bandejita de las plumas, colocada a la izquierda del secante.
Williams dijo:
—No hay nada de interés en el secante ni en el cesto de los papeles.
—Con su palabra me basta —dijo Battle—. No hay nada que ver aquí.
Continuaron hacia los demás cuartos. El de Thomas Royde estaba muy revuelto. Había ropa sin recoger y
pipas y cenizas sobre las mesas y junto a la cama, donde yacía a medio abrir: «Kim», de Kipling.
—Está acostumbrado a que los criados nativos le ordenen las cosas —dijo Battle—. Le gusta leer a los
antiguos consagrados. Es un conservador.
El cuarto de Mary Aldin era pequeño, pero confortable. Battle miró los libros de viajes colocados en los
estantes y los antiguos cepillos de plata abollados. Los muebles y el colorido de la habitación eran más
modernos que los del resto de la casa.
—Esta no es tan conservadora —dijo Battle—. Tampoco hay fotografías. No es de las que viven en el
pasado.
Había tres o cuatro cuartos desocupados, todos limpios y dispuestos para ser utilizados, y dos baños. Luego
venía la gran habitación de matrimonio de lady Tressilian. A continuación, bajando tres pequeños escalones, se
llegaba a los dos dormitorios y al baño ocupado por los Strange.
Battle no perdió mucho tiempo en el cuarto de Nevile. Por la ventana abierta miró los acantilados que caían,
cortados a pico, sobre el mar. Estaba orientada al oeste, hacia Stark Head, que surgía del agua, solitario e
imponente.
—Por la tarde le da el sol —murmuró—. Pero por la mañana la vista es muy sombría. Con la marea baja,
además, viene un olor de algas muy desagradable. Y aquel promontorio tiene un aspecto muy tétrico. No me
extraña que atraiga a los suicidas.
Pasó al cuarto contiguo, mayor que el que acababa de dejar, cuyo cerrojo había sido descorrido.
Allí reinaba el mayor desorden. Había montones de ropa por todas partes, ropa interior propia de una artista
de cine, medias, jerseys que se había probado, rechazándolos después, un vestido estampado de verano tirado
de cualquier modo sobre el respaldo de una butaca... Battle miró dentro del armario. Estaba lleno de pieles,
trajes de noche, pantaloncitos de deporte, conjuntos de tenis y de playa.
Battle volvió a cerrar el armario, casi con reverencia ante tal abundancia.
—Tiene gustos caros —observó—. Debe de costarle mucho a su marido.
Leach dijo en tono misterioso:
—Puede que por eso... —No terminó la frase.
—¿Que por eso necesita cien mil o, mejor dicho, cincuenta mil libras? Puede. Creo que lo mejor será que
veamos lo que tiene él que decir sobre el asunto.
Bajaron a la biblioteca. A Williams se le encargó de decir a los criados que podían continuar con las faenas
domésticas. Los miembros de la familia podían, si lo deseaban, volver a sus habitaciones. Al mismo tiempo que
se les informaba de este hecho, se les comunicó que el inspector Leach desearía celebrar una entrevista con
cada uno de ellos por separado, empezando por el señor Nevile Strange.
Una vez que Williams hubo salido de la habitación, Battle y Leach se colocaron detrás de una maciza mesa
victoriana. En una esquina de la habitación se sentó un joven policía provisto de cuaderno y lápiz.
Battle dijo:
—Empieza tú, Jim. Ponte solemne.
El otro afirmó con un movimiento de cabeza y Battle se frotó la barbilla, con el ceño fruncido.
—Me gustaría saber por qué no se me quita de la cabeza Hércules Poirot.
—¿Te refieres a aquel viejo, el belga, un hombrecillo ridículo?
—¡Me río yo del hombrecillo ridículo! —dijo el superintendente Battle—. Cuando se pone a hacer el
charlatán, es más peligroso que la viuda negra o la hembra del leopardo. Me gustaría que estuviera aquí. Estos
casos son su especialidad.
—¿En qué sentido?
—Psicología —dijo Battle—. Pero psicología auténtica, no la que ejercen esos novatos que no saben nada
del asunto.
Su pensamiento se detuvo, con resentimiento, en la señorita Amphrey y su hija Sylvia.
—Psicología genuina —continuó—, la que explica todos los actos humanos. Hacer que el asesino hable, ése
es uno de sus principios. Dice que, más tarde o más temprano, todo el mundo tiene que decir la verdad, porque
a la larga es más fácil que decir mentiras. Y así cometen un pequeño desliz, porque no creen que la cosa tiene
importancia... y en ese momento están cogidos.
—¿De modo que vas a darle a Nevile Strange libertad de acción?
Battle asintió, distraído, añadiendo luego, entre perplejo e irritado:
—Pero lo que me preocupa de verdad es el no saber qué fue lo que me hizo pensar en Poirot. Fue arriba...
Pero ¿qué vi allí que me recordó a nuestro hombrecillo?
La llegada de Nevile Strange puso fin a la conversación.
Estaba pálido y parecía preocupado, pero mucho menos nervioso de lo que había estado a la hora de
desayunar. Battle le dirigió una mirada penetrante. Era increíble que un hombre que sabía como él tenía que
saber, a no ser que fuera incapaz del menor proceso mental, que había dejado sus huellas dactilares en el arma
homicida y a quien después habían tomado las huellas, no mostraba ni un intenso nerviosismo ni una estudiada
desfachatez.
Nevile Strange se mostraba completamente natural: impresionado, preocupado, disgustado y ligeramente
nervioso.
Jim Leach hablaba con su agradable acento del oeste.
—Nos gustaría que contestara usted a ciertas preguntas, señor Strange, relacionadas con sus movimientos
de anoche y con ciertos hechos. Al mismo tiempo, debo advertirle que no tiene usted por qué contestar a estas
preguntas si no lo desea y que, si lo prefiere, puede estar presente su abogado.
Se recostó para observar el efecto de estas frases.
Nevile Strange mostró claramente su confusión.
«O no tiene la menor idea de dónde queremos ir a para o es un actor imponente», pensó Leach, diciendo en
voz alta, al no recibir respuesta de Nevile:
—¿Y bien, señor Strange?
—Por supuesto —dijo Nevile—, pueden preguntarme lo que quieran.
—¿Se da usted cuenta —dijo Battle, en tono agradable— de que todo lo que diga será tomado por escrito y
podrá ser utilizado como prueba contra usted ante un tribunal?
Un relámpago de ira pasó por el rostro de Strange.
—¿Me está usted amenazando? —dijo con voz cortante.
—No, no, señor Strange. Le estoy advirtiendo.
Nevile se encogió de hombros.
—Supongo que todo eso formará parte de su rutina profesional. Continúe.
—¿Está usted dispuesto para hacer una declaración?
—Sí, así es como lo llaman ustedes.
—Entonces, díganos exactamente qué es lo que hizo anoche. Vamos a ver, partamos desde después de
la cena.
—Desde luego. Después de comer fuimos al salón. Tomamos café, escuchamos la radio, las noticias, etc.
Luego decidí ir al Hotel Easterhead Bay a ver a un muchacho que se aloja allí... un amigo mío.
—¿Cómo se llama ese amigo?
—Latimer. Edward Latimer.
—¿Es un amigo íntimo?
—Regular. Le hemos visto mucho desde que llegó. Ha venido a comer y a cenar aquí y nosotros íbamos
allá.
Battle dijo:
—¿No era un poco tarde para ir a Easterhead Bay?
—Bueno, es un lugar muy alegre. Lo tienen abierto hasta muy tarde.
—Pero en esta casa se acuestan temprano, ¿no?
—Sí, en general. Pero me llevé un llavín y nadie tuvo que quedarse levantado esperándome.
—¿Su esposa no fue con usted?
La actitud de Nevile sufrió un ligero cambio y su voz se endureció un poco al decir:
—No. Le dolía la cabeza. Se había acostado ya.
—Por favor, continúe, señor Strange.
—Iba a cambiarme de ropa...
Leach interrumpió:
—Perdone, señor Strange. ¿Iba a ponerse traje de etiqueta o a quitárselo?
—Ni lo uno ni lo otro. Llevaba un traje azul, el mejor que tengo, y como llovía un poco y tenía intención de
coger el ferry y andar por el otro lado, o sea alrededor de media milla, como usted sabe, me puse un traje más
viejo, uno gris de raya fina, si le interesa saber todos los detalles.
—Desde luego, queremos ver las cosas claras —dijo humildemente Leach—. Por favor, continúe.
—Como les decía, subía a cambiarme de ropa cuando Barrett vino a decir que lady Tressilian quería verme,
conque fui a su cuarto y... charlamos un poco.
Battle dijo suavemente:
—Creo que fue usted la última persona que la vio viva, ¿verdad?
—Sí, sí... supongo que sí. Entonces estaba muy bien.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted con ella?
—Alrededor de veinte minutos o media hora, supongo, luego me fui a mi habitación, me cambié de ropa y
salí corriendo. Me llevé el llavín.
—¿Qué hora era?
—Creo que serían alrededor de las diez y media. Bajé la cuesta corriendo, cogí el ferry en el momento que
arrancaba y fui a Easterhead. Encontré a Latimer en el hotel, tomamos una copa o dos y jugamos una partida de
billar. El tiempo pasó tan rápidamente que cuando vine a darme cuenta había perdido el último ferry, el que
sale a la una y media. Entonces Latimer tuvo la amabilidad de sacar su coche y traerme. Eso, como ustedes
saben, significa dar toda la vuelta, por Saltington; unas dieciséis millas. Salimos del hotel a las dos y llegamos
aquí a eso de las dos y media. Le di las gracias a Latimer, le invité a pasar a tomar una copa, pero me dijo que
prefería volver en seguida, de modo que entré y me fui a la cama derecho. No vi ni oí nada extraño. La casa
estaba muy tranquila, parecía que todo el mundo dormía. Y esta mañana oí chillar a esa chica y...
Leach le interrumpió.
—Sí, sí. Volvamos ahora un poco a su conversación con lady Tressilian. ¿Era su aspecto completamente
normal?
—Sí, completamente.
—¿De qué hablaron ustedes?
—Pues de unas cosas y otras.
—¿Amistosamente?
Nevile enrojeció.
—Por supuesto.
—¿No tendrían ustedes, por ejemplo —continuó Leach suavemente—, una violenta disputa?
Nevile no contestó en seguida. Leach dijo:
—Es mejor que diga la verdad. Le diré con franqueza que parte de su conversación fue oída claramente.
Nevile dijo bruscamente:
—Tuvimos un pequeño desacuerdo. Nada de importancia.
—¿Cuál fue el objeto de su desacuerdo?
Haciendo un esfuerzo, Nevile recobró la calma y sonrió.
—Francamente —dijo— me echó una reprimenda. Lo hacía con frecuencia. Si no encontraba bien lo que
alguien hacía se lo decía sin rodeos. Era chapada a la antigua y desaprobaba las costumbres e ideas modernas,
el divorcio, etcétera. Discutimos y puede que me haya acalorado algo, pero nos separamos en muy buenos
términos... sin habernos convencido uno al otro, claro.
Y añadió con cierto calor:
—Desde luego, no le partí la cabeza por haber perdido la calma en una discusión, aunque usted no lo crea.
Leach miró a Battle. Battle se inclinó hacia delante.
—Esta mañana —dijo— reconoció usted aquel bastón de golf como de su propiedad. ¿Cómo explica usted
el hecho de que sus huellas dactilares fueran encontradas en él?
Nevile se le quedó mirando, diciendo luego con viveza:
—Pero... claro que tenía que tener mis huellas... Es mío, lo he usado con mucha frecuencia.
—Quiero decir, ¿cómo explica usted el que sus huellas prueben que fue usted la última persona que lo tuvo
en sus manos?
Nevile permaneció completamente inmóvil. Su rostro se había quedado extraordinariamente pálido.
—Eso no es cierto —dijo por último—. No puede ser. Alguien pudo haberlo cogido después que yo, alguien
que llevaba guantes.
—No, señor Strange. Nadie pudo haberlo cogido tal como usted quiere dar a entender, levantándolo para
golpear, sin emborronar sus propias huellas con seguridad.
Se produjo una pausa, una pausa muy larga.
—¡Dios mío! —dijo Nevile, estremeciéndose.
Se cubrió los ojos con las manos y se enderezó.
—No es cierto —dijo con voz tranquila—, desde luego, no es cierto. Ustedes creen que yo la maté, pero les
aseguro que no lo hice.
—¿No puede usted dar ninguna explicación sobre las huellas?
—¿Cómo voy a poder? Estoy atónito.
—¿Puede usted explicarme por qué las mangas y los puños de su traje oscuro están manchados de sangre?
—¿De sangre? —La exclamación fue un murmullo de horror—. ¡No puede ser!
—¿No se habrá cortado usted, por ejemplo?
—No. No, desde luego que no.
Esperaron un momento.
Nevile Strange, con el ceño fruncido, parecía estar pensando. Por último levantó hacia ellos sus ojos
horrorizados.
—¡Es fantástico! —dijo—. ¡Sencillamente fantástico! Nada de eso es cierto.
—Los hechos son ciertos —dijo el superintendente.
—Pero, ¿por qué iba yo a hacer una cosa semejante? Es increíble, inconcebible. ¡Si conocía a Camilla de
toda la vida!
—Creo que usted mismo nos dijo, señor Strange, que a la muerte de lady Tressilian heredaba usted una gran
cantidad de dinero, ¿verdad?
—Y ustedes creen que éste fue el motivo. ¡Pero si yo no necesito dinero! ¡No lo necesito!
—Eso —dijo Leach con su tosecita— es lo que usted dice, señor Strange.
—Escuchen, hay algo que puedo probar. Puedo probar que no necesito dinero. Déjeme que telefonee a mi
banquero... puede usted mismo hablar con él.
Pidieron la comunicación. La línea estaba libre y a los pocos minutos estaban en comunicación con
Londres. Nevile habló.
—¿Es usted, Ronaldson? Habla Nevile Strange. Usted conoce mi voz. Escuche, ¿quiere darle a la policía,
están aquí ahora, toda la información que deseen sobre mis asuntos? Sí... sí, por favor.
Leach cogió el teléfono, hablando con voz tranquila. Hizo la pregunta, recibió la contestación y finalmente
colgó el microteléfono.
—¿Qué? —dijo Nevile con ansiedad.
Leach dijo impasible.
—Tiene usted un balance considerable a su favor y el Banco se hace cargo de todas sus inversiones e
informa que está en situación favorable.
—Ya ve usted que era cierto lo que dije.
—Eso parece, señor Strange, pero puede usted tener compromisos, deudas, ser víctima de un chantaje...
Puede tener razones que nosotros no conozcamos para necesitar dinero.
—¡Pero si no las tengo! Le aseguro que no las tengo. No podrán averiguar nada de este tipo.
El superintendente Battle movió sus pesados hombros y habló con voz bondadosa y paternal.
—Estoy seguro, señor Strange, de que reconocerá usted que tenemos pruebas suficientes para solicitar una
orden de detención contra usted. No lo hemos hecho así... todavía. Estamos concediéndole el beneficio de la
duda.
Nevile dijo con amargura:
—Quiere usted decir que ya han decidido que yo lo hice, ¿no es eso? pero que quieren encontrar el motivo
para que mi culpabilidad no tenga réplica.
Battle permaneció en silencio. Leach miró al techo.
Nevile dijo, desesperado.
—Es como un sueño espantoso. No puedo decir ni hacer nada. Es como... como estar en una trampa de la
que no se puede salir.
El superintendente Battle se removió en su asiento. Un relámpago de inteligencia brilló a través de sus
párpados semicerrados.
—Muy bien expresado —dijo—. Muy bien expresado, realmente. Me da una idea.
VI
El sargento Jones se desembarazó hábilmente de Nevile a través del vestíbulo y entonces hizo pasar a Kay
por la puerta ventana, de tal modo que marido y mujer no se encontraron.
—De todos modos, verá a todos los demás —observó Leach.
—Tanto mejor —dijo Battle—. Sólo me interesa tener a ésta en la ignorancia mientras la interrogo.
El día estaba nublado y soplaba un fuerte viento. Kay llevaba puesta una falda de tweed y un jersey morado,
sobre el cual su cabello parecía de cobre bruñido. Estaba entre asustada y excitada. Su belleza y vitalidad
resplandecían sobre el oscuro fondo victoriano de la habitación.
Leach la condujo con facilidad a través de su narración de los hechos de la noche anterior.
Le dolía la cabeza y se había acostado pronto, a eso de las nueve y cuarto, le parecía. Había dormido
profundamente y no había oído nada hasta la mañana siguiente, cuando la despertó un grito de alguien.
Battle se hizo cargo del interrogatorio.
—¿No pasó su marido a ver cómo estaba antes de salir?
—No.
—Usted no lo vio desde el momento en que salió del comedor hasta la mañana siguiente, ¿verdad?
Kay afirmó con un movimiento de cabeza.
Battle se acarició la barbilla.
—Señora Strange, la puerta de comunicación entre su cuarto y el de su esposo estaba cerrada, ¿quién la
cerró?
—Yo —contestó Kay rápidamente,
Battle no dijo nada, más esperó. Parecía un gato paternal y de edad madura, observando un agujero para ver
salir un ratón.
Su silencio consiguió lo que quizá no hubieran conseguido las preguntas.
Kay estalló impetuoamente:
—Bueno, me figuro que tendrán que enterarse ustedes de todo. Ese viejo decrépito Hurstall, debe habernos
oído antes del té y, aunque yo no se lo dijera a ustedes, él se lo diría. Probablemente ya se lo ha dicho. Nevile y
yo hemos tenido una pelea, ¡pero vaya pelea! Yo estaba furiosa contra él. Subí a mi habitación y cerré la
puerta, porque todavía estaba rabiosa.
—Comprendo, comprendo —dijo Battle con su tono más comprensivo— ¿Y cuál fue el motivo de la pelea?
—¿Importa eso? Bueno, no me importa decírselo. Nevile ha estado portándose como un perfecto idiota.
Claro que toda la culpa es de esa mujer.
—¿Qué mujer?
—Su primera mujer. Lo primero que hizo fue conseguir que viniera aquí.
—¿Quiere usted decir... para encontrarse de nuevo con usted?
—Sí. Nevile cree que todo fue idea suya... ¡Pobre inocente! Pero no fue así. No había pensado en semejante
cosa hasta que un día se encontró con ella en el Parque y le metió la idea en la cabeza y le hizo creer que se le
había ocurrido a él. Él cree sinceramente que fue idea suya, pero yo desde el primer momento he visto detrás de
todo esto la mano refinada de Audrey.
—¿Por qué quiso hacer semejante cosa? —preguntó Batle.
—Porque quería atraparlo de nuevo —dijo Kay. Hablaba rápidamente y su respiración se hizo aguda—.
Nunca le ha perdonado el que se haya ido conmigo. Ésa es su venganza. Consiguió que él lo arreglara todo para
que nos reuniéramos todos aquí y luego empezó a conquistarlo. Ha estado haciéndolo desde que llegamos. Es
inteligente ¿sabe? Sabe cómo parecer patética y esquiva... sí, y cómo utilizar a otro hombre para sus fines. Se
las arregló para que Thomas Royde, un perro fiel que la ha adorado siempre, viniera aquí al mismo tiempo y
volvió loco a Nevile, fingiendo que iba muy pronto a casarse con él.
Se detuvo, respirando con ira.
Battle dijo suavemente:
—Yo creía que se alegraría de que ella... bueno, encontrara la felicidad con un antiguo amigo.
—¿Alegrarse? ¡Está celoso como un demonio!
—Entonces debe quererla mucho.
—Sí, la quiere mucho —dijo Kay amargamente—. Ella se encargó de que sea así.
Battle seguía acariciándose la mandíbula con expresión incrédula.
—¿No podría usted haber puesto objeciones a la idea de venir aquí? —insinuó.
—¿Cómo iba a hacerlo? Hubiera parecido que estaba celosa.
—Bueno —dijo Batíle—, después de todo, lo estaba usted, ¿verdad?
Kay enrojeció.
—Siempre. Siempre he estado celosa de Audrey. Desde el principio... o casi desde el principio. Sentía su
presencia en la casa. Era como si fuera su casa, no la mía. Cambié el color de las habitaciones y lo transformé
todo, pero no sirvió de nada. Seguía sintiéndola allí, como un fantasma gris que se arrastraba por la casa. Sabía
que Nevile estaba preocupado porque creía haberla tratado mal. No podía olvidarla del todo, estaba siempre
allí, como un sentimiento de culpabilidad en el fondo de su mente. ¿Sabe? Hay personas así. Parecen anodinas
y no muy interesantes, pero se hacen sentir.
Battle asintió, pensativo.
—Bien, gracias, señora Strange —dijo—. Eso es todo por el momento. Tenemos que hacer muchas
preguntas, sobre todo con relación al dinero que hereda su marido de lady Tressilian... cincuenta mil libras.
—¿Tanto? Lo heredamos por el testamento de sir Matthew, ¿verdad?
—¿Lo sabía?
—Sí. A la muerte de lady Tressilian el dinero se dividiría a partes iguales entre Nevile y su mujer. No es
que me alegre de que la pobre señora haya muerto, no. Yo no la quería mucho, probablemente porque ella no
me quería a mí... pero es horrible pensar que haya entrado un ladrón y le haya partido la cabeza.
Tras estas palabras, salió de la habitación. Battle miró a Lech.
—¿Qué le ha parecido? No está mal, ¿verdad? Un hombre podría perder del todo la cabeza fácilmente por
ella.
Leach asintió.
—Sin embargo, no me parece una auténtica señora —dijo en tono dubitativo.
—No hay señoras hoy en día —dijo Battle—. ¿A quién vemos ahora, a la esposa número uno? No, creo que
la próxima será la señorita Aldin, y así tendremos una visión imparcial de este lío matrimonial.
Mary Aldin entró muy serena, pero a pesar de su aparente calma, sus ojos tenían una expresión preocupada.
Contestó con claridad a las preguntas de Leach, confirmando la declaración de Nevile en relación a los
hechos de la noche anterior. Ella se había ido a la cama a las diez.
—¿Estaba, pues, el señor Strange con lady Tressilian?
—Sí, les oí hablar.
—¿Hablar, señorita Aldin, o reñir?
Ella enrojeció, pero contestó con calma:
—A lady Tressilian le gustaba discutir. Algunas veces parecía estar enfadada, sin estarlo. Además, era
autoritaria y le gustaba dominar a los demás... y un hombre no acepta esto tan fácilmente como una mujer.
«Como tú, por ejemplo», pensó Battle.
Contempló su rostro inteligente. Fue ella la que rompió el silencio.
—No quiero parecer estúpida, pero realmente me parece increíble, completamente increíble, que sospeche
usted de alguien de la casa. ¿Por qué no ha podido ser uno de fuera?
—Por varias razones, señorita Aldín. Primero, no ha faltado nada y no se ha forzado ninguna entrada. No es
necesario que le recuerde la geografía de su propia casa y los terrenos que la rodean, pero téngala presente.
Al oeste hay un acantilado y un precipicio sobre el mar; al este, el jardín se extiende en pendiente casi hasta la
playa, pero está rodeado de una muralla muy alta. Las únicas salidas son una pequeña puerta que da a la
carretera y que esta mañana ha sido encontrada cerrada por dentro, como de costumbre, y la entrada principal
de la casa, también en la carretera. No digo que no haya podido alguien saltar el muro, o entrar por la puerta
principal, habiéndose provisto de una llave de la casa o abriendo la puerta con una llave maestra... lo que digo
es que, por lo que yo puedo ver, nadie lo ha hecho así. Quienquiera que sea el que cometió este asesinato sabía
que Barrett tomaba todas las noches un cocimiento de vainas de sena y echó la droga en el líquido... Para saber
todo eso, hace falta ser de la casa. El bastón de golf fue cogido del armario situado debajo de la escalera. No fue
un extraño, señorita Aldin.
—Pero tampoco fue Nevile. ¡Estoy segura de que no fue Nevile!
—¿Por qué está usted tan segura?
Ella alzó los brazos con ademán impotente.
—Por nada. Sencillamente porque no es propio de él. No hubiera matado a una anciana indefensa en su
cama... Nevile.
—No parece muy probable —dijo Battle en tono razonable—, pero se sorprendería usted de las cosas que
hace la gente cuando tiene una razón lo bastante poderosa, Puede que el señor Strange haya tenido una urgente
necesidad de dinero.
—Estoy segura de que no. No es un manirroto, nunca lo ha sido.
—No, pero su mujer lo es.
—¿Kay? Sí, puede que sí, pero... bah, todo esto es de lo más ridículo. Estoy segura de que el dinero ha sido
la última cosa en que Nevile ha pensado últimamente.
El superintendente Battle tosió.
—Ha tenido otras preocupaciones, al parecer, ¿no?
—Se lo ha dicho Kay, ¿verdad? Sí, en realidad ha sido una situación muy difícil. Pero no tiene nada que ver
con este horrible asunto.
—Es probable que no, pero de todos modos me gustaría oír su versión del asunto, Señorita Aldin.
Mary dijo lentamente.
—Bueno, pues como iba diciendo, se creó una situación... difícil. Partiera la idea de quien partiera.
Él la interrumpió con tacto.
—Tengo entendido que fue idea del señor Nevile.
—Eso dice él.
—Pero, ¿usted no lo cree?
—Yo... no, no me parece propio de Nevile, no sé por qué. Durante todo el tiempo he tenido la impresión de
que alguien le había metido la idea en la cabeza.
—Quizá la señorita Audrey Strange.
—Parece increíble que Audrey hiciera semejante cosa.
—Pero entonces, ¿quién puede haber sido?
Mary alzó los hombros en ademán impotente.
—No sé. Es... muy extraño.
—Extraño —dijo Battle, pensativo—. Eso es lo que me parece a mí este caso. Extraño.
—Todo ha sido extraño. Últimamente ha flotado algo en el aire... como un presentimiento. No puedo
describirlo. Una amenaza.
—¿Estaba todo el mundo excitado y en tensión?
—Sí, pero precisamente... Todos lo hemos sufrido. Incluso el señor Latimer... —Se calló de pronto, como
dolida.
—Ahora iba a llegar al señor Latimer. ¿Qué puede usted decirme del señor Latimer, señorita Aldin? ¿Quién
es el señor Latimer?
—Bueno, lo cierto es que no sé mucho de él. Es amigo de Kay.
—Amigo de la señora Strange. ¿Hace mucho que se conocen?
—Sí, lo conocía ya antes de casarse.
—¿Le gusta al señor Strange?
—Creo que sí.
—¿No hay ningún problema... a ese respecto?
Battle lo expresó de un modo delicado. Mary contestó en seguida, categóricamente:
—En absoluto.
—¿Le agradaba a lady Tressilian el señor Latimer?
—No mucho.
Battle advirtió el tono distanciante de su voz y cambió de tema.
—Veamos ahora, Jane Barrett, la doncella, ¿lleva mucho tiempo con lady Tressilian? ¿La considera usted
digna de confianza?
—Completamente. Le era muy adicta a lady Tressilian.
Battle se recostó en su butaca.
—¿Le parece a usted completamente imposible que Barrett golpeara en la cabeza a lady Tressilian y luego
ella misma se administrara la droga para evitar sospechas?
—Desde luego. ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?
—Recibe un legado.
—Y yo otro —dijo Mary Aldin.
—Sí —dijo Battle—. Y usted otro. ¿Sabe usted a cuánto asciende?
—El señor Trelawny acaba de llegar. Él me lo ha dicho.
—¿No lo sabía usted con anterioridad?
—No. Desde luego, por lo que en una ocasión me dijo lady Tressilian, suponía que me dejaba algo. Yo
tengo muy pocos medios, ¿sabe? No puedo vivir sin trabajar. Creía que lady Tressilian me dejaría por lo menos
cien libras al año, pero no estaba segura del modo en que pensaba disponer de su fortuna personal porque sé
que tiene varios primos. Naturalmente, sabía que el capital de sir Matthew iba a parar a Nevile y a Audrey.
—De modo que no sabía cuánto le dejaba lady Tressilian —dijo Leach, después de que Mary Aldin hubo
salido de la habitación—. Al menos, eso es lo que dice.
—Eso es lo que dice —convino Battle—. Y ahora vamos con la primera mujer de Barba Azul.
VII
Audrey llevaba un traje de chaqueta de franela gris claro. Con este traje parecía tan pálida y fantasmal que
Battle recordó las palabras de Kay: «Un fantasma gris que se arrastraba por la casa.»
Contestó a sus preguntas con sencillez y sin la menor sombra de emoción.
Sí, se había acostado a las diez, a la misma hora que la señorita Aldin. No había oído nada durante la noche.
—Perdone que me inmiscuya en sus asuntos privados —dijo Battle—, pero dígame, ¿cómo es que se
encuentra usted en esta casa?
—Siempre vengo en esta época del año. Este año mi... mi antiguo esposo quiso venir al mismo tiempo y me
preguntó si a mí me importaría.
—¿Fue él quien lo sugirió?
—Sí, desde luego.
—¿No fue usted?
—No, no.
—Pero, ¿usted consintió en ello?
—Sí, yo consentí... Me pareció que... no era fácil negarse.
—¿Por qué no, señora Strange?
Su respuesta fue vaga.
—No me gusta ser descortés.
—¿Fue usted la parte ofendida?
—¿Cómo dice?
—¿Fue usted quien pidió el divorcio de su marido?
—Sí.
—¿Siente usted y perdone, algún rencor contra él?
—No..., nada de eso.
—Es usted de una naturaleza muy indulgente, señora Strange.
Ella no contestó. Él trató de hacerla hablar, guardando silencio, pero Audrey no era Kay, y el sistema falló
con ella. Pudo permanecer callada, sin mostrar la menor señal de incomodidad. Battle se reconoció vencido y
siguió con el interrogatorio.
—¿Está usted segura de que este encuentro no fue idea de usted?
—Completamente segura.
—¿Está usted en buenas relaciones con la actual señora Strange?
—No creo que yo le guste mucho.
—¿Y le gusta a usted ella?
—Sí. La encuentro muy guapa.
—Bien..., gracias, creo que esto es todo.
Audrey se puso en pie y se dirigió a la puerta. Luego titubeó y volvió sobre sus pasos.
—Me gustaría decir... —habló nerviosa y rápidamente—. Creen ustedes que fue Nevile el que lo hizo... que
él la mató por dinero. Estoy segura de que no es cierto. A Nevile nunca le ha importado gran cosa el dinero. Lo
sé. He estado casada con él durante ocho años. No puedo imaginármelo matando a alguien así por dinero es...
eso no es propio de él. Ya sé que el que yo diga esto no tiene ningún valor como prueba..., pero desearía que al
menos lo creyeran.
—¿Qué opina usted de ella? —preguntó Leach—. Nunca he visto a nadie tan... tan desprovisto de emoción.
—No demostró ninguna emoción —dijo Battle—. Pero la lleva dentro. Una emoción muy fuerte. Me
gustaría saber qué es...
VIII
Thomas Royde fue el último en pasar. Se sentó solemne y rígido, pestañeando un poco como una lechuza.
Residía en Malaya desde hacía ocho años y era la primera vez que venía a Inglaterra. Acostumbraba a pasar
temporadas en Gull's Point desde que era un chiquillo. La señora Audrey Strange era prima lejana suya y había
sido criada por la familia de él desde que tenía nueve años. La noche anterior se había acostado al filo de las
once. Sí, había oído salir a Nevile Strange, pero no le había visto. Nevile se había marchado a eso de las diez y
veinte, quizás un poco más tarde. No había oído nada durante la noche. Se había levantado ya y estaba en el
jardín cuando fue descubierto el cadáver de lady Tressilian. Era madrugador.
Se produjo una pausa,
—La señorita Aldin nos ha dicho que en la casa había como una tensión. ¿Lo notó usted también?
—Me parece que no. No soy buen observador.
«Eso es mentira —pensó Battle—. Eres buen observador, mejor que muchos.»
—¿Supuso usted que el señor Strange tuviese dificultades económicas?
—No, no creía que Nevile Strange hubiera tenido la menor dificultad económica. Desde luego, no daba esa
impresión.
—¿Conoce usted mucho a la segunda señora Strange?
—Acabo de conocerla aquí ahora.
Battle jugó su última carta.
—Sabrá usted, señor Royde, que hemos encontrado las huellas del señor Strange en el arma homicida. Y
hemos encontrado sangre en la manga de la chaqueta que llevaba anoche.
Hizo una pausa. Royde afirmó con un movimiento de cabeza.
—Estaba diciéndonoslo —dijo entre dientes. —Voy a preguntárselo con toda franqueza: ¿Cree usted que lo
hizo él?
A Thomas Royde nunca le había gustado que le apresuraran. Esperó un minuto, lo cual es mucho tiempo
antes de responder:
—No sé por qué me lo pregunta a mí. No es asunto mío, sino suyo. Pero yo diría que... es muy improbable.
—¿Se le ocurre a usted alguien que le parezca más probable?
Thomas negó con un movimiento de cabeza.
—La única persona que me parece probable no puede haberlo hecho. Conque así estamos.
—¿Qué persona es ésa?
Pero Thomas negó con mayor decisión.
—No puedo decirlo. Es sólo una opinión personal.
—Es su deber ayudar a la policía.
—Mi deber es decirles todos los hechos. Esto no son hechos. Sólo una idea. Y, de todos modos, es
imposible.
—No hemos sacado mucho de él —dijo Leach cuando Royde se hubo marchado.
—No, no gran cosa. Algo tiene en la cabeza, algo concreto. Me gustaría saber qué es. Jim, hijo mío, éste es
un crimen muy particular —dijo Battle.
El teléfono sonó antes de que Leach pudiera contestar. Cogió el microteléfono y habló. Después de escuchar
durante un minuto o dos, dijo: «Bien», y colgó de golpe.
—La sangre de la manga de la chaqueta es humana —anunció—. Del mismo grupo que la de lady
Tressilian. Me parece que Nevile Strange está listo...
Battle se había acercado a la ventana y miraba hacia fuera con gran interés.
—Hay un joven muy guapo ahí fuera —observó—. Muy guapo y, a mi parecer un pinta. Es una pena que el
señor Latimer estuviera en Easterhead Bay anoche. Es el tipo de los que aplastarían la cabeza de su propia
abuela si creyeran que podían salir bien parados y sacar algo en limpio.
—Bueno, no ganaba nada con este asunto —dijo Leach—. La muerte de lady Tressilian no le beneficia en
absoluto.
El teléfono sonó de nuevo.
—¡Maldito teléfono! ¿Qué ocurre ahora?
Se dirigió al teléfono.
—¡Diga! Ah, ¿es usted, doctor? ¿Qué? Ha vuelto en sí, ¿verdad? ¿Qué? ¿Qué?
Volvió la cabeza.
—Tío, ven a oír esto.
Battle se acercó y cogió el teléfono. Escuchó con el rostro tan expresivo como de costumbre.
—Que venga Nevile Strange, Jim.
Cuando Nevile entró en la habitación Battle estaba colgando el teléfono.
Nevile, pálido y con aspecto extremadamente cansado, se quedó mirando con curiosidad al superintendente
de Scotland Yard, tratando de adivinar qué emoción se ocultaba tras aquella máscara inexpresiva.
—Señor Strange —dijo Battle—, ¿sabe usted de alguien que le tenga aversión?
Nevile siguió mirándole y negó con la cabeza.
—¿Seguro? —Battle estaba muy solemne—. Quiero decir, señor, alguien que le tenga más que aversión...
alguien que, francamente, le odie con toda su alma.
Nevile se enderezó.
—No. Desde luego que no. En absoluto.
—Piense, señor Strange. ¿No hay nadie a quien usted haya ofendido en alguna forma?
Nevile enrojeció.
—Sólo puedo decir que he injuriado a una persona y no es de las que alimentan rencor. Me refiero a mi
primera mujer, a la que abandoné por otra. Pero puedo asegurarle a usted que no me odia. Ha... ha sido un
ángel.
El superintendente se inclinó hacia delante.
—Permítame que le diga, señor Strange, que es usted un hombre con suerte. No es que me gustaran las
pruebas que teníamos contra usted, pero eran pruebas. La acusación contra usted hubiera podido mantenerse
sin dificultad y, a menos que al jurado le gustara su personalidad, hubiera sido usted ahorcado.
—Habla usted —dijo Nevile— como si todo perteneciera al pasado.
—Así es —dijo Battle—. Se ha salvado usted señor Strange por pura casualidad.
Nevile le miró con expresión interrogante.
—Después de dejar usted a lady Tressilian —dijo Battle—, la anciana llamó a su doncella.
—Después. Entonces Barrett la vio...
—Sí. La vio viva y con buena salud. Barrett también, antes de entrar en el cuarto de la señora, le vio a usted
salir de casa.
Nevile dijo:
—Pero el bastón... mis huellas.
—No la mataron con aquel bastón. Al doctor Lazenby no le gustaba mucho la idea según pudo observar. La
mataron con otra cosa. Aquel bastón fue puesto allí deliberadamente para hacer recaer las sospechas sobre
usted. Puede haberlo hecho alguien que oyó su disputa y le escogió a usted como víctima apropiada, o bien
puede que...
Hizo una pausa y luego repitió la pregunta:
—¿Qué persona de esta casa le odia a usted señor Strange?
IX
—Tengo que hacerle una pregunta doctor —dijo Battle.
Estaba en casa del doctor de regreso del sanatorio, donde habían celebrado una corta entrevista con Janet
Barrett.
Barrett estaba débil y exhausta, pero su declaración fue muy clara.
Estaba acostándose, después de haber tomado su cocimiento, cuando sonó la campanilla de lady Tressilian.
Había echado una mirada al reloj, que marcaba las diez y veinticinco.
Se había puesto la bata y había bajado. Había oído un ruido en el vestíbulo y había mirado hacia abajo desde
la escalera.
—Era el señor Nevile que salía. Estaba cogiendo su impermeable de la percha.
—¿Qué traje llevaba?
—El gris de rayitas finas. Tenía una expresión muy preocupada y disgustada. Metió los brazos en el
impermeable de cualquier modo, como si no le importara cómo se lo ponía. Luego salió y cerró la puerta de
golpe. Yo seguí al cuarto de Su Señoría. Estaba muy amodorrada la pobrecilla y no podía recordar para qué me
había llamado... Le ocurría algunas veces. Pero le mullí las almohadas, le llevé un vaso de agua fresca y la dejé
bien acomodada.
—¿No parecía disgustada o asustada por algo?
—Sólo cansada. Yo también lo estaba y bostezaba mucho. Subí y me acosté en seguida.
Eso fue lo que contó Barrett y parecía imposible sentir la menor duda sobre la sinceridad de su pena y su
horror al enterarse de la muerte de su señora.
Volvieron a casa de Lazenby y fue entonces cuando Battle anunció que tenía que hacer una pregunta.
—Pregunte lo que quiera —dijo Lazenby.
—¿A qué hora cree usted que murió lady Tressilian?
—Ya se lo he dicho. Entre las diez y medianoche.
—Ya sé que eso es lo que nos ha dicho. Pero no es eso lo que yo pregunto. Le pregunto lo que usted,
personalmente, cree.
—Extraoficialmente, ¿verdad?
—Si.
—Bien. Supongo que sería cerca de las once.
—Eso es lo que quería oírle decir —dijo Battle.
—Encantado de servirle. ¿Por qué?
—No me gustaba la idea de que hubiera sido asesinada antes de las diez y veinte. Fíjese en el somnífero
suministrado a Barrett... No había seguridad de que a esa hora hubiera hecho efecto. El somnífero prueba que el
asesinato estaba dispuesto para mucho más tarde... durante la noche. Yo preferiría medianoche.
—Puede ser. Lo de las once es sólo una suposición.
—Pero de ningún modo pudo cometerse el asesinato después de medianoche.
—No.
—¿No pudo haber sido después de las dos y media?
—¡No por Dios!
—Bueno, eso parece dejar definitivamente fuera del caso a Strange. Sólo tengo que comprobar sus
movimientos después que salió de la casa. Si dice la verdad, queda limpio de culpa y podemos continuar con
los otros sospechosos.
—¿Los otros que heredan dinero? —insinuó Leach.
—Quizá —admitió Battle—. Pero no sé por qué no lo creo. Ando buscando a alguien con una manía.
—¿Una manía?
—Sí. Una manía muy desagradable.
Cuando salieron de la casa del médico tomaron la dirección del ferry. El ferry consistía en un bote de remos
manejado por dos hermanos, Will y George Barnes. Los hermanos Barnes conocían de vista a todos los
habitantes de Saltcreeck y a la mayor parte de los de Easterhead Bay. George dijo inmediatamente que el señor
Strange de Gull's Point había cruzado el río la noche anterior a las diez y media. No, no había traído al señor
Strange de vuelta. El último ferry había salido de la orilla de Easterhead a la una y media y el señor Strange no
iba en él.
Battle le preguntó si conocía al señor Latimer.
—¿Latimer? ¿Latimer? ¿Un señor joven, alto y bien parecido? ¿Que está en el hotel y va mucho a Gull's
Point? Sí, lo conozco. Pero no lo vi anoche. Vino esta mañana y volvió en el último viaje.
Cruzaron en el ferry, se dirigieron al hotel Easterhead Bay.
Allí encontraron al señor Latimer, que acababa de llegar de la otra orilla. Había cruzado en el ferry anterior
al de ellos.
Latimer tenía grandes deseos de ayudarles en todo lo que le fuera posible.
—Sí, Nevile vino aquí anoche. Parecía muy disgustado por algo. Me dijo que había tenido una disputa con
la anciana. También había reñido con Kay, pero eso, naturalmente, no me lo dijo. En cualquier caso, estaba
bastante hecho polvo. Parecía, por una vez en la vida, muy contento de mi compañía.
—Tengo entendido que tardó en encontrarle a usted, ¿verdad?
Latimer dijo vivamente:
—No sé cómo fue eso. Estaba sentado en el salón. Strange dice que miró y no me vio, pero no estaba en
condiciones de concentrarse. O puede que hubiera salido yo al jardín durante unos cinco minutos. Siempre que
puedo salgo. Hay un olor horrible en ese hotel. Lo noté anoche en el bar. Deben de ser los desagües. Strange
también habló de ellos. Los dos lo notamos. Era un olor horrible a podrido. Debía haber una rata muerta debajo
del piso del salón de billar.
—Jugaron ustedes al billar, ¿y después?
—Ah, hablamos un poco, tomamos una copa o dos... Luego Nevile dijo: «¡Vaya, he perdido el ferryl» de
modo que yo dije que sacaría el coche y le llevaría a su casa y así lo hice. Llegamos allá a eso de las dos y
media.
—¿Y estuvo el señor Strange con usted toda la noche?
—Sí, sí. Pregunte a cualquiera. Todos pueden decírselo con seguridad.
—Gracias, señor Latimer. Tenemos que andar con mucho cuidado.
Leach dijo después de dejar al sonriente y seguro joven:
—¿Qué busca usted al comprobar con tanto cuidado los movimientos de Nevile Strange?
Battle sonrió. Leach comprendió de pronto.
—¡Dios santo! ¡Son los movimientos del otro los que está comprobando!
—Es demasiado pronto para tener ideas —dijo Battle— Lo único que quería era conocer con exactitud
dónde estaba el señor Ted Latimer anoche. Sabemos que desde las once y cuarto, digamos hasta después de
medianoche estuvo con Nevile Strange. Pero, ¿dónde estaba antes de eso, cuando Strange llegó al hotel, y
después de mucho buscar no pudo encontrarlo?
Continuaron tenazmente sus indagaciones, interrogando a los empleados del bar, los camareros, los chicos
del ascensor... Latimer había sido visto en el salón entre las nueve y las diez. Había estado en el bar hasta las
diez y cuarto. Pero entre esa hora y las once y veinte parecía haber estado extraordinariamente esquivo. Luego
apareció una doncella que declaró que el señor Latimer había estado «en uno de los pequeños salones de recibir
con la señora Beddoes, una señora gruesa del Norte».
Al apremiarla respecto a la hora, dijo que creía que sería a eso de las once.
—Eso lo aclara todo —dijo Baltle, sombrío-—. Está demostrado que estaba aquí. Sólo que no quería llamar
la atención sobre su gorda, y a no dudar rica, amiga. Esto nos lleva de nuevo hacia los demás, los criados, Kay
Strange, Audrey Strange, Mary Aldin, Thomas Royde. Uno de ellos mató a la anciana, pero, ¿cuál de ellos? Si
pudiéramos encontrar el arma...
Se detuvo, golpeándose la pierna.
—Ya lo tengo, Jim, hijo mío. Ya sé lo que me hizo pensar en Hércules Poirot. Vamos a tomar un bocado y a
volver a Gull's Point y te enseñaré algo.
X
Mary Aldin estaba inquieta. Entró en la casa, volvió a salir, arrancó aquí y allá una dalia marchita, volvió al
salón y se puso a cambiar de sitio los jarrones, sin darse cuenta de lo que hacía.
De la biblioteca llegaba un vago murmullo de voces. El señor Trelavvny estaba allí con Nevile. Kay y
Audrey no estaban a la vista.
Mary volvió a salir al jardín. A lo lejos, junto al muro, divisó a Thomas Royde que fumaba plácidamente y
se acercó a él.
—¡Dios mío! —exclamó, sentándose a su lado y suspirando profundamente.
—¿Pasa algo? —preguntó Thomas.
Mary se rió... En su risa había una nota de histeria.
—Nadie sino tú diría una cosa como ésa. ¿Con un asesinato en la casa y preguntas si ha pasado algo?
Ligeramente sorprendido, Thomas dijo:
—Sí, ya sé lo que querías decir. Es realmente maravilloso encontrar a alguien como tú, tal como todos los
días.
—Quería decir algo nuevo.
—No sirve de mucho el ponerse nervioso, ¿verdad?
—No, claro que no. Eres de lo más razonable. Lo que no comprendo es cómo te las arreglas para
conseguirlo.
—Bueno, supongo que será porque soy de fuera.
—Sí, eso es cierto. No puedes sentir el alivio que sentimos nosotros al quedar Nevile libre de toda sospecha.
—Yo me alegro mucho, desde luego —dijo Royde.
Mary se estremeció.
—Anduvo la cosa muy justa. Si a Camilla no se le hubiera pasado por la cabeza el llamar a Barrett después
que la dejó Nevile...
Dejó la frase sin terminar. Thomas la terminó por ella.
—Entonces a Nevile no le hubiera salvado nadie.
Habló con una especie de satisfacción sombría. Luego, al sorprender la mirada de ella llena de reproche
despreciativo movió la cabeza sonriendo ligeramente.
—No es que no tenga razón, pero ahora que Nevile está a salvo no puedo evitar el alegrarme de que se haya
llevado un susto. Está siempre tan satisfecho de sí mismo.
—No, Thomas, no lo está en realidad.
—Puede que no. Es su aire. En cualquier caso, esta mañana estaba muerto de miedo.
—¡Tienes una vena de crueldad!
—De todos modos, ahora ya ha pasado todo. ¿Sabes, Mary? Incluso en este asunto ha tenido Nevile su
endiablada suerte de siempre. Cualquier pobre diablo, con todas las pruebas que se habían acumulado contra él,
no hubiera salido tan bien parado.
Mary se estremeció de nuevo.
—No digas eso. Me gusta creer que los inocentes están protegidos.
—¿Sí, querida? —su voz era suave.
Mary estalló de pronto:
—Thomas, estoy preocupada. Estoy preocupadísima.
—¿Por qué?
—Por lo del señor Treves.
Thomas dejó su pipa.
—¿Qué pasa con el señor Treves? —dijo con voz cambiada al inclinarse a recogerla.
—La noche que estuvo aquí... aquella historia que contó... sobre un niño asesinado. He estado pensando en
ello, Thomas. ¿Sería solamente un cuento? ¿O lo diría con un propósito determinado? Por algo lo dijo.
—¿Quieres decir —dijo Royde despacio— que la historia iba dirigida a alguien que estaba en la habitación?
Mary dijo en un susurro:
—Sí.
Thomas dijo en voz baja:
—Yo también he pensado en ello. En realidad, era en eso en lo que pensaba hace un momento, cuando
llegaste.
Mary entornó los ojos.
—He estado tratando de recordar... Contó la historia con premeditación. Casi la metió a la fuerza en la
conversación. Y dijo que reconocería a la persona dondequiera que fuese. Hizo hincapié en esto. Como si la
hubiera reconocido ya.
—¡Hum! —dijo Thomas—. Ya he pensado en todo eso.
—Pero, ¿por qué lo hizo? ¿Qué fin perseguía?
—Supongo —dijo Royde— que sería una especie de aviso. Para que no intentara nada nuevo.
—¿Quieres decir que el señor Treves sabía que Camilla iba a ser asesinada?
—No. Creo que eso sería demasiado fantástico. Puede haber sido sólo una especie de advertencia general.
—Lo que también he estado preguntándome es si no deberíamos decírselo a la policía.
También a este punto Thomas le concedió toda su atención.
—Creo que no —dijo por último—. No creo que sea pertinente. No es como si Treves estuviera vivo y
pudiera decirles algo.
—No —dijo Mary—. ¡Está muerto!
Se estremeció.
—Es tan extraño, Thomas, el modo en que murió... Un ataque al corazón.
—Padecía del corazón.
—Quiero decir todo aquello tan extraño del ascensor estropeado. No me gusta.
—Tampoco a mí me gusta mucho —dijo Thomas Royde.
XI
El superintendente Battle paseó la mirada por el dormitorio. La cama había sido hecha, pero aparte de esto
nada había cambiado en la habitación. Estaba ordenada la primera vez que habían entrado allí. Ahora seguía
ordenada impecablemente.
—Eso es —dijo el superintendente Battle señalando el anticuado guardafuego de acero—. ¿Ves algo raro en
ese guardafuego?
—Debe costar mucho trabajo limpiarlo —dijo Jim Leach—. Está bien conservado. Yo no veo nada extraño,
a no ser... sí, el pomo de la izquierda está más brillante que el de la derecha.
—Eso es lo que me hizo pensar en Poirot —dijo Battle—. Ya conoces su manía de que todas las cosas estén
simétricas completamente. Se pone todo excitado. Debo haber pensado inconscientemente: «Esto le hubiera
molestado al bueno de Poirot» y luego empecé a hablar de él. Traiga su equipo de huellas, Jones; echaremos un
vistazo a esos dos pomos.
Jones informó poco más tarde:
—Hay huellas en el pomo de la derecha, señor, y no hay ninguna en el de la izquierda.
—Entonces el que nos interesa es el de la izquierda. Esas otras huellas son de la doncella cuando lo limpió
la última vez. El de la izquierda no ha sido limpiado desde entonces.
—Había un trozo de papel de lija arrugado en este cesto de papeles —dijo espontáneamente Jones—. No
creí que tuviera el menor significado.
—Porque entonces no sabía usted lo que andaba buscando. Con cuidado ahora apuesto algo a que ese pomo
se desenrosca... sí, ya me parecía.
Momentos más tarde, Jones sostenía el pomo en alto.
—Pesa bastante —dijo, sopesándolo.
Leach, inclinándose sobre él, dijo:
—Hay algo oscuro... en la rosca.
—Probablemente, sangre —dijo Battle—. Limpiaron el pomo, lo secaron, y esa manchita de la rosca pasó
inadvertida. Les apuesto lo que quieran a que ésta es el arma que aplastó el cráneo de la señora. Pero hay que
encontrar algo más. Queda usted encargado, Jones, de registrar de nuevo la casa. Esta vez sabe exactamente lo
que busca.
Le dio unas cuantas instrucciones rápidas y detalladas. Se acercó a la ventana y asomó la cabeza.
—Hay algo amarillo escondido entre la hierba. Puede que sea otra pieza del rompecabezas. Creo que lo es.
XII
Al cruzar el vestíbulo, el superintendente Battle fue abordado por Mary Aldin.
—¿Puedo hablar con usted un momento superintendente?
—Desde luego, señorita Aldin. ¿Pasamos aquí?
Battle abrió la puerta del comedor. La mesa de la comida había sido levantada por Hurstall.
—Quiero preguntarle algo, superintendente. Usted no cree, ¿verdad?, es imposible que siga creyendo que
este crimen espantoso ha sido cometido por uno de nosotros... ¡Tiene que haber sido por alguien de fuera!
¡Algún loco!
—Puede que no ande usted muy equivocada, señorita Aldin. Si no me engaño, la palabra loco le va muy
bien a ese crimen. Pero no es un extraño.
Mary abrió mucho los ojos.
—Usted está pensando —dijo el superintendente— en alguien que echa espuma por la boca y les da vueltas
a los ojos. La locura no es así. Algunos de los más peligrosos criminales lunáticos parecen tan cuerdos como
usted o como yo. Generalmente es que tienen una obsesión. Una idea oprime su mente y la va pervirtiendo
gradualmente. Hay personas razonables, patéticas, que acuden a uno y le explican que están siendo objeto de
una persecución y que todo el mundo las espía... y uno algunas veces piensa que todo puede ser verdad.
—Estoy segura de que no hay nadie aquí que se imagine que le persiguen.
—Sólo he puesto este caso como ejemplo. Hay otras formas de locura. Pero creo que el que ha cometido
este crimen es alguien dominado por una idea fija... una idea sobre la que ha rumiado mucho tiempo, hasta que
realmente ninguna otra cosa tuvo para él la menor importancia.
Mary se estremeció.
—Creo que hay algo que debe usted saber —dijo.
Hizo una relación clara y concisa de la visita del señor Treves y de la historia que había contado. El
superintendente Battle se mostró altamente interesado.
—¿Dijo que podía reconocer a la persona en cuestión? Por cierto, ¿no dijo si era hombre o mujer?
—Yo supuse que la historia se refería a un chico pero lo cierto es que el señor Treves no lo especificó...
Ahora recuerdo que dijo claramente que no iba a dar detalles respecto al sexo o la edad de la persona.
—¿Sí? Puede que eso sea muy significativo. ¿Y dijo que había una seña personal por la cual podría
reconocer al niño en cualquier sitio y con toda seguridad?
—Sí.
—Una cicatriz, a lo mejor. ¿Tiene alguno de ustedes una cicatriz?
Él observó la ligera vacilación de Mary Aldin antes de contestar:
—No, que yo sepa.
—Vamos, señorita Aldin. —Battle sonrió—. Usted ha observado algo. Y si es así, ¿no cree usted que yo
también lo observaré?
Ella negó con un movimiento de cabeza.
—No... no he observado nada.
Pero él vio que Mary estaba asustada y turbada. Era evidente que sus palabras habían conducido a sus
pensamientos por un cauce desagradable. Le gustaría saber en qué pensaba, pero sabía por experiencia que
presionarla en aquel momento no hubiera aportado ningún resultado positivo.
Mary le habló del fin trágico que había tenido aquella noche.
Volvió a llevar la conversación hacia el señor Treves.
Battle la interrogó con cierta extensión. Luego dijo en voz baja:
—Esto es nuevo para mí. Nunca tropecé con nada así.
—¿Qué quiere decir?
—Nunca tropecé con un asesinato cometido por el sencillo procedimiento de poner un cartel en un ascensor.
Ella se horrorizó.
—¿No creerá usted...?
—¿Que fue un asesinato? ¡Claro que lo fue! Un asesinato rápido, sin preparación. Pudo no haber resultado
desde luego..., pero resultó.
—Y todo porque el señor Treves sabía...
—Sí. Porque hubiera podido dirigir nuestra atención hacia una persona determinada de esta casa. De este
modo, hemos empezado a oscuras. Pero ahora vislumbramos un poco de luz y cada minuto que pasa el caso se
aclara. Le diré una cosa, señorita Aldin: este asesinato ha sido planeado previamente con todo cuidado y hasta
el último detalle. Y quiero grabarle una cosa en la imaginación: no le diga a nadie que me ha contado esto. Es
importante. Fíjese bien: a nadie.
Mary asintió. Todavía parecía aturdida.
El superintendente Battle salió de la habitación y se dispuso a realizar lo que iba a hacer cuando Mary Aldin
le interrumpió. Era un hombre metódico. Necesitaba obtener cierta información, y una pista nueva y
prometedora, por mucho que le tentara, no le apartaba de cumplir con su deber.
Llamó con los nudillos a la puerta de la biblioteca, y la voz de Nevile Strange exclamó:
—¡Adelante!
A Battle le presentaron al señor Trelawny, un hombre alto, de aspecto distinguido y de mirada astuta.
—Siento interrumpirles —dijo el superintendente Battle, disculpándose—. Pero hay algo que no veo claro.
Usted señor Strange, hereda la mitad de la fortuna del difunto sir Matthew, pero ¿quién hereda la otra mitad?
Nevile se mostró sorprendido.
—Se lo he dicho. Mi esposa.
—Sí, pero... —Battle tosió con desaprobación—. ¿Cuál de ellas, señor Strange?
—Ah, comprendo. Sí, me he expresado mal. El dinero va a parar a Audrey, que era mi esposa en la época en
que fue hecho el testamento. ¿No es así, señor Trelawny?
El abogado asintió.
—Está expresado con toda claridad. La fortuna se divide entre el pupilo de sir Matthew, Nevile Henry
Strange, y su esposa, Audrey Elizabeth Strange, de soltera Standish. El divorcio subsiguiente no altera en lo
más mínimo la cuestión.
—Está claro entonces —dijo Battle—. Supongo que la señora Audrey Strange está enterada de este hecho.
—Desde luego —dijo el señor Trelawny.
—¿Y la actual señora Strange?
—¿Kay? —Nevile pareció ligeramente sorprendido—. Supongo que sí. Claro que... nunca he hablado
mucho de esto con ella...
—Creo que se encontrará usted con que su esposa sufre un error —dijo Battle—. Ella cree que el dinero, a
la muerte de lady Tressilian, pasa a poder de usted y de su actual esposa. Al menos, eso es lo que me dio a
entender esta mañana. Por eso he venido a enterarme de cuál es la verdadera situación.
—¡Es extraordinario! —dijo Nevile—. Sin embargo, supongo que la cosa fue fácil. Ahora que pienso en
ello, dijo en una o dos ocasiones: «el dinero pasa a nuestro poder cuando Camilla muera». Pero me figuré,
supongo, que estaba asociándose conmigo en mi parte de la herencia.
—Es extraordinario —dijo Battle— cuánta incomprensión existe entre dos personas que discuten un asunto
con frecuencia... cada uno dando por sentado algo distinto y sin que ninguno descubra la discrepancia.
—Sí, supongo que sí —dijo Nevile, sin mostrar mucho interés—. De todos modos, en este caso no importa
mucho. No es como si estuviéramos necesitados de dinero. Yo me alegro mucho por Audrey. Ha andado
bastante apurada y eso supondrá mucho para ella.
Battle dijo rudamente:
—Pero cuando se divorciaron tendría derecho a una asignación por parte de usted, ¿verdad?
Nevile enrojeció.
—Hay cosas como... como el orgullo, superintendente. Audrey ha rehusado siempre con insistencia el tocar
un solo penique de la asignación que yo quería concederle.
—Una asignación muy generosa —intervino el señor Trelawny. —Pero la señora Audrey Strange ha
rehusado aceptarla y la ha devuelto siempre.
—Muy interesante —dijo Battle, y salió de la habitación antes de que nadie le pidiera que completara su
comentario.
Al salir se encontró con su sobrino.
—Al parecer —dijo— casi todos los que intervienen en este caso tienen un buen motivo monetario. Nevile
Strange y Audrey Strange cogen cada uno cincuenta mil libras. Mary Aldin percibe una renta que le permitirá
vivir sin trabajar. Thomas Royde tengo que reconocer que no gana nada. Pero podemos incluir a Hurtsall e
incluso a Barrett, si admitimos el hecho de que haya arriesgado su vida para evitar sospechas. Si, como digo, no
faltan los motivos de dinero. Y, sin embargo, o mucho me equivoco o el dinero no tiene nada que ver con todo
esto. Si existe el asesinato por puro odio, éste es uno de ellos. ¡Y como no me estropeen el juego, voy a coger a
quien lo hizo!
XIII
Andrew McWhirter estaba sentado en la terraza del Hotel Easterhead Bay y miraba, a través del río, el torvo
promontorio de Stark Head.
Estaba analizando con cuidado todos sus pensamientos y emociones.
No podría decir qué era lo que le había llevado a pasar sus últimos días de holganza en aquel lugar. Sin
embargo, algo le había llevado allí. Puede que fuera el deseo de hacer una prueba consigo mismo, de ver si
quedaba en su corazón algo de su antigua desesperación.
—¿Mona? ¡Qué poco le importaba ahora! Estaba casada con el otro. Se había cruzado con ella en la calle un
día sin sentir la menor emoción. Podía recordar su dolor y amargura cuando ella le dejó, pero todo estaba
muerto y enterrado.
Le hizo volver a la realidad el choque con un perro mojado y la llamada frenética de su nueva amiga, la
señorita Diana Brintom, de trece años.
—¡Ven, Don! ¡Que vengas! ¡Es horrible! Huele a muchos metros de distancia. Ha encontrado un pez o algo
parecido en la playa. ¡El pez debía llevar muerto un siglo!
El olfato de McWhirter confirmó esa suposición.
—Estaba en una especie de grieta, en las rocas —dijo la señorita Diana—. Llevé el perro al mar y traté de
quitarle el olor, pero no parece que haya hecho mucho efecto.
McWhirter asintió, Don, el fox terrier de pelo duro, sociable y encantador, parecía ofendido por la
insistencia de sus amigos en mantenerlo a cierta distancia.
—El agua del mar no sirve para eso —dijo McWhirter—. Agua caliente y jabón es lo único.
—Ya lo sé. Pero eso no es tan fácil en un hotel. No tenemos baño propio.
Finalmente, McWhirter y Diana entraron subrepticiamente por la puerta lateral, llevando sujeto a Don y,
metiéndolo con disimulo en el cuarto de baño de McWhirter, se pusieron a lavarlo a conciencia, y tanto
McWhirter como Diana se empaparon. Don estaba muy triste cuando el lavatorio terminó. Otra vez aquel
repugnante olor a jabón, justo cuando había encontrado un perfume realmente agradable, que cualquier otro
perro envidiaría. Bueno, siempre ocurría lo mismo con los humanos... no tenían sentido del olfato.
El pequeño incidente había puesto a McWhirter de mejor humor. Cogió el autobús de Saltington, donde
había dejado un traje a limpiar.
La chica encargada del establecimiento («limpieza en 24 horas») le miró con expresión vaga.
—¿Dice usted McWhirter? Creo que no está.
—Tiene que estar.
Le habían prometido el traje para el día anterior y, aun así, hubieran sido cuarenta y ocho horas, no las
veinticuatro. Una mujer hubiera dicho posiblemente todo esto. McWhirter se limitó a ponerle mal gesto.
—No ha habido tiempo de hacerlo todavía —dijo la chica, sonriendo con indiferencia.
—Tonterías.
La chica dejó de sonreír.
—Entonces me lo llevaré como esté —dijo McWhirter.
—No se le ha hecho nada —advirtió la chica.
—Me lo llevo.
—Es posible que podamos tenérselo para mañana, como un favor especial.
—No tengo por costumbre pedir favores especiales. Déme el traje, por favor.
Mirándole ceñuda, la chica se dirigió a la trastienda. Volvió con un paquete mal envuelto, que empujó a lo
largo del mostrador.
McWhirter lo cogió y salió de la tienda. Experimentaba la absurda sensación de haber ganado una
victoria. En realidad, el incidente sólo significaba que tendría que mandar a limpiar el traje en otro sitio.
Cuando llegó al hotel tiró el paquete encima de la cama y lo miró con irritación. Puede que pudiera
limpiarlo y plancharlo en el hotel. No estaba demasiado mal, realmente... a lo mejor ni siquiera le hacía falta
limpiarlo.
Deshizo el paquete y lanzó una exclamación de disgusto. La verdad es que no había palabras con qué
expresar la falta de eficiencia de aquel establecimiento. Aquel traje no era el suyo. Ni siquiera era del mismo
color. Él les había dejado un traje azul oscuro. ¡Impertinentes, ineficaces y embrollones!... ¡Qué gente!
Miró irritado a la etiqueta. Tenía el nombre de McWhirter. ¿Otro McWhirter? ¿O un estúpido cambio de
etiquetas?
Mirando enojado al arrugado montón, empezó a olfatear de pronto.
Estaba seguro de conocer aquel olor... un olor especialmente desagradable... relacionado en alguna forma
con un perro. Sí, eso era. Diana y su perro. Sin el menor género de duda, era olor a pescado podrido.
Se inclinó y examinó el traje. Allí estaba. En el hombro de la chaqueta había una mancha descolorida. En el
hombro...
«¡Qué cosa más curiosa!», pensó McWhirter.
En cualquier caso, al día siguiente le hablaría fuerte a la chica del establecimiento. ¡Vaya administración!
XIV
Después de cenar salió despacio del hotel y siguió por la carretera hasta el ferry. La noche estaba clara, pero
fría, y hacía presentir la próxima llegada del invierno. El verano había terminado.
McWhirter cruzó el ferry a la orilla de Saltcreek. Era la segunda vez que iba a Stark Head. El lugar le
fascinaba. Subió despacio la colina, pasando el Balmoral Court Hotel y a continuación una casa grande situada
sobre un acantilado. En la puerta pintada leyó el nombre: «Gull's Point». Claro, allí era donde la anciana señora
había sido asesinada. Se habían empeñado en contárselo todo y los periódicos habían destacado el caso de un
modo que molestaba a McWhirter, ya que prefería leer noticias internacionales y no le interesaba el crimen.
Continuó la marcha, bajando la colina y bordeando una pequeña playa y algunas viejas casitas de
pescadores, que habían sido modernizadas. Luego, la carretera volvía a subir y terminaba perdiéndose en el
camino que conducía a Stark Head.
En Stark Head el espectáculo era sombrío e impresionante. McWhirter permaneció en el borde del
acantilado, mirando al mar. Así había estallado aquella noche. Trató de revivir parte de sus sentimientos de
entonces: desesperación, rabia, cansancio, el deseo de terminar con todo. Pero no le fue posible. Todo había
muerto. En su lugar había una cólera fría. Cogido en aquel árbol, rescatado por los guardacostas, y después en
el hospital, tratado como niño malcriado. Toda una serie de indignidades y afrentas. ¿Por qué no lo habían
dejado en paz? Hubiera preferido mil veces terminar con todo. Seguía sintiendo lo mismo. Lo único que había
perdido era el ímpetu necesario. ¡Cuánto daño le hacía entonces pensar en Mona! Ahora podía pensar en ella
con toda tranquilidad. Siempre había sido bastante tonta. Se encaprichaba fácilmente por el primero que
halagaba su vanidad o fortalecía en la idea que tenía de sí misma. Era muy guapa. Sí, muy guapa, pero no tenía
inteligencia, no era la clase de mujer en la que había soñado.
Pero la belleza era así... una imagen vaga y soñada de una mujer flotando en la noche, las blancas vestiduras
ondeando tras ella... Algo así como el mascaron de proa de un buque..., pero no tan sólido, mucho menos sólido
y aprovechable.
Y entonces, con dramática precipitación, ocurrió lo increíble. De la noche surgió una figura flotante, una
figura blanca que corría hacia el borde del acantilado. Una figura hermosa y desesperada, empujada a la
destrucción por las furias que la perseguían. Corría con una desesperación terrible... Él conocía aquella
desesperación. Sabía lo que significaba...
McWhirter se precipitó fuera de las sombras y la cogió en el momento en que llegaba velozmente al borde
del acantilado.
—No, no lo haga —dijo con furia.
Fue como apresar un pájaro. Luchó en silencio, y luego, tal como un pájaro, se quedó completamente
inmóvil,
—¡No se tire por ahí! —dijo él—. Nada vale la pena de hacerlo. Nada. Aunque esté usted desesperada...
Ella lanzó un sonido. Fue como la sombra remota de una risa.
Ella contestó con una sola palabra, dicha en voz baja:
—¿Qué le pasa entonces?
—Miedo.
—¿Miedo?—Se quedó tan sorprendido que la soltó, echándose un paso atrás para verla mejor.
De pronto comprendió la veracidad de sus palabras. Era miedo lo que había dado aquella rapidez a sus
pasos. Era miedo lo que hacía que su pequeño rostro, pálido e inteligente, pareciera vacío y estúpido. Un miedo
que dilataba sus ojos, que contraía sus facciones.
—¿De qué tiene miedo? —dijo, incrédulo.
Ella contestó en voz tan baja que McWhirter apenas pudo oírla:
—Tengo miedo de ser ahorcada...
Sí, era eso lo que había dicho. Él se la quedó mirando largo rato. Luego, apartando la vista de ella, miró al
borde del acantilado.
—¿Conque es por eso?
—Sí. Una muerte rápida en vez de...
Cerró los ojos y se estremeció.
McWhirter iba, con lógica, atando cabos.
Por último dijo:
—¿Lady Tressilian? La anciana que fue asesinada.
Y añadió en tono acusatorio:
—Usted es la señora Strange... la primera señora Strange.
Sin dejar de temblar, ella bajó la cabeza, en señal de afirmación.
McWhirter continuó, con su voz lenta y cuidadosa, tratando de recordar todo lo que había oído. Los
rumores habían sido mezclados con los hechos.
—Detuvieron a su esposo, ¿verdad? Había muchas pruebas contra él... Y luego descubrieron que habían
sido falseadas por alguien...
Se calló y se la quedó mirando. Ella ya no temblaba. Estaba de pie, mirándole como una niña dócil. A él su
actitud le pareció conmovedora hasta un grado casi insoportable.
—Ya veo —continuó—. Sí veo cómo ocurrió... Él la dejó —dejó la frase sin terminar y dijo—: Comprendo.
Mi mujer me dejó por otro...
Ella se desprendió de sus brazos y empezó a tartamudear desesperadamente:
—No… no… no... no es eso. No… no... no, nada de eso...
Él la interrumpió bruscamente. Su voz era dura y autoritaria.
—Vayase a casa. Ya no tiene por qué tener miedo. ¿Me oye? Yo me ocuparé de que no la cuelguen.
XV
Mary Aldin estaba echada en el sofá del salón. Le dolía la cabeza y todo su cuerpo estaba agotado.
La encuesta había tenido lugar el día anterior y, después de la identificación del cadáver, había sido
aplazada para una semana más tarde.
El funeral de lady Tressilian tendría lugar el día siguiente. Audrey y Kay habían ido a Saltington en el coche
para comprar algunos trajes de luto y Ted Latimer las acompañaba. Nevile y Royde habían ido a dar una vuelta,
de tal modo, que, con excepción de los criados, Mary estaba sola en la casa.
El superintendente Battle y el inspector Leach tampoco habían aparecido aquel día y eso, también, era un
alivio. Le parecía a Mary que con su ausencia desaparecía una sombra. Habían estado correctos, muy
agradables, a decir verdad, pero las preguntas sin fin, la deliberada comprobación y la tergiversación de todos
los hechos excitaban los nervios. El superintendente de rostro impasible debía conocer ya todos los incidentes,
todas las palabras, incluso cada gesto de los últimos diez días.
Ahora que se habían marchado, había paz. Mary se dispuso a descansar. Lo olvidaría todo. Lo olvidaría
todo... todo. Sólo quería tumbarse y descansar.
—Perdone, señorita...
Hurstall apareció en la puerta con aire de disculpa.
—¿Qué pasa, Hurstall?
—Un caballero desea verle. Le he pasado al estudio.
Mary le miró asombrada y con cierta irritación.
—¿Quién es?
—Dio el nombre del señor McWhirter, señorita.
—Nunca he oído ese nombre.
—No, señorita.
—Debe de ser un periodista. No debía haberle dejado pasar, Hurstall.
Hurstall tosió.
—No creo que sea un periodista, señorita. Creo que es un amigo de la señorita Audrey.
—Ah, eso es otra cosa.
Alisándose el cabello, Mary cruzó el vestíbulo con andar cansado y entró en el pequeño estudio. Sin saber
por qué, se sorprendió un poco cuando el hombre alto que estaba de pie junto a la ventana se volvió. No tenía
aspecto de ser amigo de Audrey.
Sin embargo, Mary dijo amablemente:
—Siento que la señora Strange no esté. ¿Quería usted verla?
É1 la miró inquisitivo.
—Es usted la señorita Aldin, ¿verdad? —dijo.
—Sí.
—Supongo que podrá usted ayudarme lo mismo. Quiero encontrar una soga.
—¿Una soga? —dijo Mary, vivamente sorprendida.
—Sí, una soga. ¿Dónde sería probable que guardaran ustedes un trozo de soga?
Más tarde, Mary consideró que había actuado como si estuviera hipnotizada. Si aquel hombre extraño
hubiera ofrecido alguna explicación, puede que ella se hubiera resistido. Pero Andrew McWhirter, incapaz de
pensar en una explicación plausible, decidió, muy prudentemente, pasarse sin ella. Se limitó a expresar con
toda sencillez lo que quería. Ella, con la mente no muy clara, se vio conduciendo a McWhirter a buscar una
cuerda.
—¿Qué clase de cuerda? —había preguntado.
Y él había contestado:
—Cualquiera servirá.
Ella dijo, dudando:
—Puede que en el cobertizo del jardín...
—¿Vamos?
Ella dirigió la marcha. Hallaron un bramante y un trozo de cuerda fina, pero McWhirter negó con la cabeza.
Él quería soga, un rollo de soga de buen tamaño.
—También tenemos el cuarto trastero —dijo Mary, indecisa.
—Sí, puede que sea el sitio indicado.
Entraron en la casa y subieron las escaleras. Mary abrió la puerta del cuarto trastero. McWhirter se quedó en
el umbral, mirando al interior. De pronto lanzó un curioso suspiro de satisfacción.
—Ahí está —dijo.
Encima de una cómoda y en compañía de viejos aparejos de pesca y cojines comidos por la polilla había un
grueso rollo de cuerda. McWhirter puso una mano en el brazo de Mary y la empujó suavemente hacia dentro,
quedándose los dos mirando la cuerda.
—Quisiera que grabara usted esto en su memoria, señorita Aldin —dijo él tocando la cuerda—. Observará
usted que todo lo que hay aquí está lleno de polvo. Esta soga no tiene polvo. Tóquela.
—Está un poco húmeda —dijo ella en tono de sorpresa.
—Exacto.
Él se volvió para salir.
—Pero, ¿y la cuerda? Creía que la necesitaba usted —dijo Mary, sorprendida.
McWhirter sonrió.
—Sólo quería saber que estaba ahí. Eso es todo. ¿Le importaría a usted cerrar esta puerta, señorita Aldin, y
guardar la llave? Sí. Le quedaría muy reconocido si le entregara usted la llave al superintendente Battle o al
inspector Leach. Estaría mejor en sus manos.
Mientras bajaban las escaleras, Mary hizo un esfuerzo por recobrarse. Cuando llegaron al vestíbulo
principal protestó:
—Realmente, no comprendo...
McWhirter dijo con firmeza:
—No es necesario que comprenda.
Le cogió la mano y se la estrechó calurosamente.
—Le estoy muy agradecido por su colaboración.
Tras de lo cual salió por la puerta principal. Mary se preguntó si habría estado soñando.
Nevile y Thomas llegaron en seguida y el coche poco después. Mary Aldin sintió envidia de la alegría que
demostraban Kay y Ted, que reían y bromeaban juntos. Y, después de todo, ¿por qué no habían de hacerlo?,
pensó. Camilla Tressilian no había significado nada para Kay.
Toda aquella tragedia había sido muy dura para una criatura joven y brillante como ella.
Apenas terminado el almuerzo llegó la policía. Había una nota de miedo en la voz de Hurstall al anunciar
que el superintendente Battle y el inspector Leach estaban en el salón.
El superintendente Battle les saludó con expresión satisfecha.
— Espero no haberles molestado —se disculpó —. Pero me gustaría saber unas cosas. Por ejemplo, ¿a
quién pertenece este guante?
Y mostró un pequeño guante de gamuza amarilla,
—¿Es suyo, señora Strange? —dijo, dirigiéndose a Audrey.
Ella negó con un movimiento de cabeza.
— No..., no, no es mío.
— ¿Suyo, señorita Aldin?
— No creo. No tengo ninguno de ese color.
— ¿Me deja ver? — dijo Kay extendiendo una mano —. No.
— ¿Quiere hacer el favor de ponérselo?
Kay lo intentó, pero el guante era demasiado pequeño.
— ¿Usted, señorita Aldin?
Mary lo probó a su vez.
— También es demasiado pequeño para usted — dijo Battle. Se volvió hacia Audrey—: Creo que a usted le
vendrá a medida. Su mano es más pequeña que las de las otras.
Audrey cogió el guante y lo deslizó en su mano derecha. Nevile Strange dijo vivamente:
— Ya le ha dicho a usted, Battle que el guante no es suyo.
— Bueno — dijo Battle —; pero puede que se haya equivocado. O que no se haya equivocado.
Audrey dijo:
—Puede que sea mío... los guantes se parecen tanto unos a otros, ¿verdad?
— Por lo menos fue encontrado en la parte de fuera de su ventana, señora Strange, escondido en la hierba...,
con su compañero.
Se produjo una pausa, Audrey abrió la boca para hablar, pero la cerró de nuevo. Ante la mirada del
superintendente Battle, bajó los ojos.
Nevile se adelantó hacia el policía.
—Escuche, superintendente...
—¿Podríamos hablar unas palabras con usted, señor Strange, en privado? —dijo Battle con expresión
grave.
—Por supuesto superintendente. Venga a la biblioteca un momento.
Él tomó la delantera y los dos policías le siguieron.
Tan pronto como la puerta de la biblioteca se cerró tras ellos, Nevile dijo vivamente:
—¿Qué significa toda esa ridícula historia de los guantes encontrados junto a la ventana de mi esposa?
Battle dijo con calma:
—Señor Strange, hemos encontrado algunas cosas muy curiosas en esta casa.
Nevile frunció el ceño.
—¿Curiosas? ¿Qué quiere usted decir con eso?
—Se las mostraré.
Obedeciendo a una indicación de Battle, Leach salió de la habitación y volvió con un utensilio muy extraño.
Battle dijo:
—Como usted ver, señor, esto consiste en una bola de acero de un guardafuego antiguo... una bola de acero
muy pesada. Luego le aserraron la pala a una raqueta de tenis y atornillaron la bola al mango —hizo una
pausa—. Creo que no existe la menor duda de que éste es el instrumento utilizado para asesinar a lady
Tressilian.
—¡Qué espantoso! —dijo Nevile estremeciéndose—. Pero, ¿dónde ha encontrado usted esta... esta
pesadilla?
—La bola había sido limpiada y colocada de nuevo en el guardafuego. Sin embargo, el asesino no tuvo
cuidado de limpiar la rosca. Encontramos en ella huellas de sangre. Del mismo modo, el mango y la pala de la
raqueta fueron unidos de nuevo por medio de esparadrapo. Luego la colocaron otra vez despreocupadamente en
el armario que está debajo de la escalera, donde probablemente hubiera permanecido inadvertida por completo
entre todas las demás, si no hubiéramos estado buscando algo de este tipo.
—Muy inteligente por su parte, superintendente.
—Simple cuestión de rutina.
—Supongo que no había huellas.
—La raqueta en cuestión que, a juzgar por su peso, supongo debe pertenecer a la señora Kay Strange, ha
sido tocada por ella y por usted también, y tiene las huellas de los dos. Pero hay también señales inequívocas
de que alguien que llevaba guantes la ha cogido posteriormente. Sólo había otra huella, dejada
inadvertidamente, creo. Estaba en el esparadrapo utilizado para unir de nuevo la raqueta. Por el momento, no
voy a decirle a quién pertenece esa huella. Tengo que mencionar otros puntos.
Battle hizo una pausa y continuó:
—Quiero que se prepare usted a recibir una fuerte impresión, señor Strange. Pero antes quiero hacerle una
pregunta. ¿Está usted completamente seguro de que la idea de reunirse aquí fue suya y no se la insinuó a usted
la señora Audrey Strange?
—Audrey no hizo semejante cosa. Audrey...
La puerta se abrió y entró Thomas Royde.
—Siento interrumpirles —dijo—, pero me pareció que me gustaría estar presente en esto.
Nevile volvió hacia él su rostro fatigado.
—Perdona, Thomas, pero esto es privado...
—No me importa que sea privado. Desde fuera he oído un nombre —hizo una pausa—. El nombre de
Audrey.
—¿Y qué diablos tiene que ver contigo el nombre de Audrey? —preguntó Nevile encolerizándose.
—Bueno, si vamos a eso, ¿qué tiene que ver contigo? No le he dicho a Audrey nada concreto, pero he
venido aquí con la intención de pedirle que se case conmigo, y creo que ella lo sabe. Es más, estoy decidido a
casarme con ella.
El superintendente Battle tosió.
Nevile se volvió hacia él, sobresaltado.
—Perdone, superintendente. Esta interrupción...
Battle dijo:
—A mí no me importa, señor Strange. Tengo que hacerle otra pregunta. El traje azul oscuro que llevaba
usted puesto para la cena la noche del crimen tiene cabellos rubios en el interior del cuello y en los hombros.
¿Sabe usted cómo han llegado allí?
—Supongo que serán míos.
—Oh, no, no son suyos señor. Son cabellos femeninos, y en la manga hay uno rojo.
—Supongo que ése será de mi mujer... de Kay. Los otros, ¿está usted insinuando acaso que son de Audrey?
Es muy probable. Recuerdo que una noche en la terraza se me enganchó uno de los gemelos de la camisa en su
pelo.
—En tal caso —murmuró el inspector Leach— los cabellos rubios estarían en el puño.
—¿Qué diablos está usted insinuando? —gritó Nevile.
—Hay también huellas de polvos en el interior del cuello de la chaqueta —dijo Battle—. «Primavera
Natural N.° 1»... unos polvos de un perfume muy agradable y caros... pero no servirá de nada que me diga que
los usa usted, señor Strange, porque no lo creería. Y la señora Kay Strange usa «Beso de Orquídea». En
cambio, la señora Audrey Strange usa «Primavera Natural N.° 1».
—¿Qué está usted insinuando?— repitió Nevile.
Battle se inclinó hacia él.
—Estoy insinuando que... en cierta ocasión, la señora Audrey Strange se puso esa chaqueta. Sólo de ese
modo se explica el que el cabello y los polvos estén donde están. ¿Y ha visto usted el guante que les he
mostrado antes? Es suyo, sin ninguna duda. Aquél era el derecho, éste es el izquierdo.
Lo sacó de su bolsillo y lo puso sobre la mesa. Estaba arrugado y presentaba unas manchas oscuras.
Nevile dijo con voz en la que había una nota de miedo:
—¿De qué son esas manchas?
—De sangre, señor Strange —dijo Battle con firmeza—. Y observe que es el guante izquierdo. Ahora bien,
la señora Audrey Strange es zurda. Lo noté en seguida, cuando la vi con la taza de café en la mano derecha y el
cigarrillo en la izquierda. Y la bandejilla de las plumas de su escritorio estaba también en el lado izquierdo.
Todo encaja. La bola de su chimenea, los guantes arrojados por su ventana, el cabello y los polvos en la
chaqueta... lady Tressilian fue golpeada en la sien derecha..., pero la posición de la cama no hubiera permitido a
nadie el colocarse del otro lado. De aquí resulta que golpear a lady Tressilian con la mano derecha hubiera sido
muy difícil en esa postura... mas para una persona zurda hubiera sido el modo normal de hacerlo...
Nevile se rió con desprecio.
—¿Está usted insinuando que Audrey... Audrey, sería capaz de hacer todos esos complicados preparativos y
golpear a una anciana a quien conocía desde hacía años para coger el dinero?
Battle negó con la cabeza.
—No estoy insinuando nada de eso. Lo siento, señor Strange, pero tiene usted que comprender la situación.
Este crimen, del principio al fin, ha sido preparado contra usted. Desde que usted la dejó, Audrey Strange ha
estado rumiando sus posibilidades de revancha. Por último, ha llegado a padecer un desequilibrio mental.
Puede que su mente nunca haya sido muy fuerte. Pensó quizás en matarle a usted, pero eso no era suficiente.
Por último pensó en conseguir que fuera usted ahorcado por asesinato. Escogió una noche en que sabía que se
habían peleado usted y lady Tressilian. Cogió su chaqueta del dormitorio de usted y la llevó puesta para golpear
a la anciana, para que se manchara de sangre. Puso en el suelo su bastón de golf, sabiendo que habríamos de
encontrar en él las huellas de usted y manchó con sangre y cabellos el pat del bastón. Fue ella lo que le metió a
usted en la cabeza la idea de venir aquí al mismo tiempo que ella. Y lo que le salvó a usted fue la única cosa
con la que no pudo contar: el hecho de que lady Tressilian llamara a Barrett y Barrett le viera a usted salir de
casa.
Nevile había escondido el rostro entre las manos.
—No es cierto. ¡No es cierto! —dijo—. ¡Audrey no ha tenido nunca el menor resentimiento contra mí!
Están completamente equivocados. Es la criatura más recta, más leal... incapaz de un sentimiento mezquino...
Battle suspiró.
—No voy a discutir con usted, señor Strange. Sólo quería prepararle. Haré a la señora Strange las
recomendaciones de rigor y le pediré que me acompañe. Tengo la orden de arresto. Será mejor que se ocupe
usted de conseguirle abogado.
—Es ridículo. Completamente ridículo.
—El amor se convierte en odio mucho más fácilmente de lo que usted cree, señor Strange.
—Le digo que no es cierto... es ridículo.
Thomas Royde intervino entonces, con voz tranquila y agradable.
—Deja de repetir que es ridículo, Nevile. Serénate. ¿No comprendes que lo único que puede ayudar ahora a
Audrey es que abandones todas tus ideas sobre caballerosidad y digas la verdad?
—¿La verdad? ¿Quieres decir...?
—Quiero decir la verdad sobre Audrey y Adrián.
Royde se volvió a los policías.
—Mire, superintendente, los hechos que usted conoce no son ciertos. Nevile no dejó a Audrey. Fue ella la
que le dejó a él. Se escapó con mi hermano Adrián. Entonces Adrián se mató en un accidente de coche. Nevile
se portó como un verdadero caballero con Audrey. Arregló las cosas de modo que ella se divorciara de él,
cargando él con toda la culpa.
—No quería arrastrar su nombre por el fango —farfulló Nevile, sombrío—. No sabía que lo supiera nadie.
—Adrián me lo escribió todo, un poco antes de ocurrir —explicó Thomas, sucintamente. Y continuó—:
Como puede usted ver, superintendente, esto destruye su motivo. Audrey no tiene por qué odiar a Nevile. Al
contrario, sólo tiene motivos para estarle agradecida. Él trató de conseguir que aceptara una pensión, pero ella
no consintió en ello. Naturalmente, cuando él le pidió que viniera a conocer a Kay, le pareció que no podía
negarse.
—Y ya lo ve —intervino Nevile con ansiedad—. Esto demuestra que no tiene ningún motivo, Thomas tiene
razón.
El rostro de Battle estaba impasible.
—El motivo no lo es todo —dijo—. Puede que me haya equivocado en eso. Pero los hechos son otra cosa.
Y todos los hechos demuestran que ella es culpable.
Nevile dijo con intención:
—Hace dos días, todos los hechos demostraban que yo era el culpable.
Battle pareció un poco cogido por sorpresa ante la contradicción,
—Eso es cierto. Pero mire, señor Strange, lo que me pide usted que yo crea. Me pide usted que crea que hay
alguien que les odia a ustedes dos, alguien que, si fallaba la conspiración contra usted, tendría preparada otra
contra Audrey Strange. ¿Se le ocurre a usted alguien, señor Strange, que les odie a los dos, a usted y a su
primera esposa?
Nevile había escondido de nuevo la cabeza entre las manos.
—Lo ha dicho usted de un modo que parece completamente fantástico.
—Porque es fantástico. Yo tengo que guiarme por los hechos. Si la señora Strange puede dar alguna
explicación.
—¿Podía yo darles alguna explicación? —preguntó Nevile,
—No insista, señor Strange. Tengo que cumplir con mi deber.
Battle se levantó bruscamente. Él y Leach salieron primero de la habitación. Nevile y Royde salieron poco
después detrás de ellos.
Cruzaron el vestíbulo y entraron en el salón. Allí se detuvieron.
Audrey Strange se puso en pie, salieron a su encuentro. Miró directamente a Battle, los labios entreabiertos
en algo muy semejante a una sonrisa.
—Me buscan ustedes, ¿verdad? —dijo muy suave.
Battle adoptó un tono muy oficial.
—Señora Strange, tengo aquí una orden de arresto contra usted por el asesinato de Camilla Tressilian el
pasado lunes, doce de septiembre. Es mi deber advertirle que todo cuanto diga será tomado por escrito y podrá
servir de prueba contra usted en juicio.
Audrey suspiró. Su pequeño rostro de facciones regulares estaba sereno y puro como un blanco camafeo.
—Es casi un alivio. Me alegro de que... se haya acabado todo.
Nevile se precipitó hacia ella.
—Audrey... no digas nada... no hables.
Ella sonrió.
—Pero, ¿por qué no, Nevile? Todo es verdad… y estoy tan cansada...
Leach dejó escapar un profundo suspiro. Bueno, ya estaba. Desde luego, estaba loca de remate, pero evitaría
muchas preocupaciones. Se preguntó qué le ocurriría a su tío. El pobre tenía la expresión del que acaba de ver
un fantasma. Miraba a la pobre demente como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Bueno, había sido un
caso interesante, se dijo Leach, satisfecho.
Y entonces, como un anticlímax, casi grotesco, Hurtsall abrió la puerta del salón y murmuró:
—El señor McWhirter.
McWhirter entró con determinación, dirigiéndose directamente a Battle.
—¿Es usted el policía que se ocupa del caso Tressilian?
—Sí, soy yo.
—Entonces, tengo que hacerle una declaración importante. Siento no haberme presentado antes, pero hasta
ahora no he visto claramente la importancia de algo que vi por casualidad la noche del lunes pasado.
Echó una rápida ojeada alrededor de la habitación.
—¿ Puedo hablar con usted en algún sitio?
Battle se movió hacia Leach.
—Quédate aquí con la señora Strange.
Leach dijo en tono oficial:
—Sí, señor.
Luego se inclinó hacia su tío y murmuró algo a su oído.
Battle se volvió a McWhirter.
—Venga por aquí.
Le condujo a la biblioteca.
—Bueno, diga, ¿de qué se trata? Mi colega acaba de decirme que le ha visto a usted antes... el invierno
pasado...
—Muy cierto —dijo McWhirter—. Suicidio frustrado. Eso forma parte de mi historia.
—Continúe, señor McWhirter-
—En el pasado mes de enero intenté suicidarme arrojándome desde Stark Head. Este año se me ocurrió la
idea de volver al mismo sitio. El lunes por la noche subí allí y me quedé durante algún tiempo. Bajé la vista
hacia el mar luego hacia Easterhead y, por último, me volví a mirar a mi izquierda. Es decir, miré hacia esta
casa. Pude verla con toda claridad a la luz de la luna.
—Sí.
—Hasta hoy no caí en la cuenta de que aquélla fue la noche en que se cometió el asesinato.
McWhirter se inclinó hacia Battle.
—Voy a decirle lo que vi.
XVI
En realidad Battle estuvo ausente del salón rojo unos cinco minutos, pero a las personas allí reunidas les
pareció mucho más tiempo.
Kay había perdido de pronto todo dominio de sí misma...
—Sabía que habías sido tú —le había gritado a Audrey—. Lo supe desde el primer momento. Sabía que
tramabas algo...
Mary Aldin dijo rápidamente:
—¡Por favor Kay!
Nevile dijo rápidamente:
—¡Cállate Kay, por amor de Diosl
Ted Latimer se acercó a Kay, que empezó a llorar.
—Tranquilízate —dijo amablemente.
—Parece que no te das cuenta de que Kay ha tenido que soportar una tensión muy fuerte. ¿Por qué no te
ocupas un poco de ella, Strange?
—Estoy bien —dijo Kay.
—Te apartaré de todos ellos —dijo Ted.
El inspector Leach se aclaró la garganta. En momentos como ése, sabía por experiencia que se decían
muchas indiscreciones. Lo malo era que después solían recordarse.
Battle volvió a la habitación. Su rostro no mostraba la menor expresión.
—¿Quiere usted recoger un par de cosas, señora Strange? Lo siento, pero el inspector Leach tendrá que
acompañarle arriba.
Mary Aldin dijo:
—Yo voy también.
Cuando las dos mujeres salieron de la habitación en compañía del inspector, Nevile dijo con ansiedad:
—Bueno, ¿qué quería aquel tipo?
Battle dijo lentamente:
—El señor McWhirter cuenta una historia verdaderamente extraña.
—¿Favorece a Audrey? ¿Sigue usted decidido a arrestarla?
—Ya se lo he dicho, señor Strange. Tengo que cumplir con mi deber.
Nevile se volvió para marcharse. La expresión de ansiedad se borró de su rostro.
—Supongo que será mejor que telefonee a Trelawny —dijo.
—No es necesario apresurarse tanto, señor Strange. Primero quiero hacer cierto experimento, como
resultado de la declaración del señor McWhirter. Pero antes voy a ocuparme de que se marche la señora
Strange.
Audrey bajaba las escaleras con el inspector a su lado. Su rostro tenía todavía aquella serenidad lejana.
Nevile se acercó a ella con las manos extendidas.
—Audrey...
Su mirada inexpresiva resbaló sobre él.
—No te preocupes, Nevile. No me importa. Nada me importa.
Thomas Royde permanecía junto a la puerta principal, como si quisiera cerrar el paso.
Una sonrisa muy pálida asomó a los labios de Audrey.
—El fiel Thomas... —murmuró.
—Si puedo hacer algo por ti... —farfulló él.
—Nadie puede hacer nada —dijo Audrey.
Salió con la cabeza alta. Un coche de la policía, dentro del cual se hallaba el sargento Jones, esperaba fuera
Audrey y Leach subieron al coche.
Ted Latimer murmuró con admiración:
—Ha sido un mutis precioso.
Nevile se volvió hacia él, furioso. El superintendente Battle se interpuso hábilmente y alzó su voz
apaciguadora.
—Según he dicho, tengo que hacer un experimento. El señor McWhirter está esperando en el ferry. Nos
reuniremos con él dentro de diez minutos. Vamos a salir en una motora conque será mejor que las señoras se
abriguen. Por favor, tienen ustedes diez minutos.
Parecía un director teatral ordenando a sus actores salir a escena. No hizo el menor caso del asombro de
todos.
CAPITULO CUARTO
HORA CERO
I
En el agua hacía mucho frío y Kay apretó contra sí su chaqueta de piel. La lancha motora bajó por el río
delante de Gull's Point y luego giró hacia la pequeña bahía que dividía a Gull's Point del promontorio
sombrío de Stark Head.
Por una o dos veces estuvo alguien a punto de hacer alguna pregunta, pero en cada ocasión, el
superintendente Battle alzó su mano grande acartonada, anunciando que la hora no había llegado todavía. De
tal suerte que nada rompía el silencio, salvo el ruido del agua que iba dejando atrás. Kay y Ted estaban juntos,
mirando el agua. Nevile se dejó caer pesadamente, con las piernas fuera. Mary Aldin y Thomas Royde iban en
la proa. Y todos y cada uno miraba de cuando en cuando con curiosidad hacia la alta figura de McWhirter, que
iba junto al timón, en actitud distante. Él no los miraba, sino que permanecía con la espalda vuelta hacia ellos y
los hombros encorvados.
Hasta que se hallaron bajo la sombra ceñuda de Stark Head no paró Battle el motor, empezando su discurso.
Habló sin presunción y en un tono de voz más reflexivo que otra cosa.
—Éste ha sido un caso muy extraño, uno de los más extraños que he conocido, y me gustaría decir algo
sobre el tema del asesinato en general. Lo que voy a decir no es original..., en realidad le oí decir al joven
Daniels, el K.C., algo por el estilo y no me sorprendería que él se lo hubiera oído a otra persona... Tiene una
habilidad especial para eso.
»Se trata de lo siguiente: Cuando se lee la relación de un asesinato o una novela basada en un asesinato,
puede empezarse por el asesinato mismo. Pero no debe ser así. El asesinato comienza mucho antes. Un
asesinato es la culminación de una serie de circunstancias diversas, que convergen en un momento determinado
en determinado lugar. Las personas son llevadas allí desde diferentes partes del mundo y por razones
imprevistas. El señor Royde está aquí procedente de Malaya. El señor McWhirter está aquí porque quiso volver
al lugar donde una vez intentó suicidarse. El asesinato en sí es el final de la historia. Es la Hora Cero.
Hizo una pausa.
—Esta es la Hora Cero.
Cinco rostros se volvieron hacia él... sólo cinco, porque McWhirter no volvió la cabeza. Cinco rostros
desconcertados.
Mary Aldin dijo:
—¿Quiere usted decir que la muerte de lady Tressilian fue la culminación de una larga serie de
circunstancias?
—No señorita Aldin, no me refiero a la muerte de lady Tressilian. La muerte de lady Tressilian fue sólo un
incidente dentro del principal objeto del asesinato. Yo estoy hablando del asesinato de Audrey Strange.
Escuchó la profunda inhalación de aliento de los presentes. Se preguntó si no sentiría miedo alguno de
ellos...
—Este asesinato fue planeado hace mucho tiempo, probablemente el invierno pasado. Fue planeado hasta el
último detalle. Tenía un fin, un solo fin: que Audrey Strange muriera en la horca.
»Fue planeado con gran astucia, por alguien que se creyó muy hábil. Los asesinos suelen ser muy
vanidosos. Al principio nos encontramos con todas aquellas pruebas contra Nevile Strange, pruebas
superficiales y poco convincentes, que se suponía desecharíamos al poco tiempo. Pero, habiéndonos
obsequiado con un conjunto de pruebas falsas, no se consideró probable que creyéramos en una segunda
edición de la misma cosa. Y, sin embargo, si bien se mira, todas las pruebas contra Audrey Strange podían ser
falsificadas. El arma, cogida de su chimenea, sus guantes escondidos en la hiedra, junto a la ventana, el
izquierdo manchado de sangre, el cuello de la chaqueta manchado con polvos, unos cuantos cabellos suyos en
el mismo cuello, una huella dactilar suya, encontrada del modo más natural en un rollo de esparadrapo cogido
de su habitación... Incluso el hecho de que el golpe hubiera sido dado con la mano izquierda...
»Y por último, la prueba condenatoria de la propia señora Strange... No creo que ninguno de ustedes,
excepto el que sabe, pueda creer en su inocencia, después de haber visto su comportamiento cuando la
arrestamos. Prácticamente admitió su culpabilidad, ¿verdad? Yo mismo no habría podido creer en su inocencia
de no ser por una experiencia particular que yo he vivido... Fue para mí una impresión terrible el verla y oírla,
porque... he conocido otra chica que hizo exactamente lo mismo, que admitió su culpabilidad sin ser culpable...
Y Audrey Strange me miraba con los mismos ojos que aquella otra chica...
»Yo sabía que tenía que cumplir con mi deber. Nosotros los policías tenemos que actuar de acuerdo con los
hechos... no según lo que sentimos o creemos. Pero les digo que en aquel momento rogué que ocurriera un
milagro... porque comprendí que sólo un milagro podría salvar a aquella pobre señora.
«Pues bien, el milagro ha ocurrido. Ocurrió inmediatamente.
»El señor McWhirter, aquí, presente, apareció con su historia.
Hizo una pausa.
—Señor McWhirter, ¿quiere usted repetir lo que me dijo a mí en la casa?
McWhirter se volvió. Habló en frases cortas y claras, que resultaron convincentes precisamente por su
concisión.
Habló de cómo le habían rescatado del acantilado en el pasado mes de enero y de su deseo de volver a
visitar el lugar. Continuó:
—Subí allí la noche del lunes. Permanecí allí sumido en mis pensamientos. Supongo que serían alrededor
de las once. Dirigí la vista hacia la casa situada en el promontorio... Gull's Point, según ahora sé que se llama.
Hizo una pausa y luego continuó:
—Una cuerda colgaba de una ventana de aquella casa hasta el mar. Y vi a un hombre que subía por aquella
cuerda...
Sólo tardaron un minuto en comprender el significado de estas palabras. Mary Aldin exclamó:
—¿De modo que a fin de cuentas era un extraño? No tenía ninguna relación con nosotros. Era un ladrón
vulgar.
—No corra usted tanto —dijo Battle—. Era alguien que había venido del otro lado del río, en efecto, que lo
cruzó a nado. Pero alguien de la casa tenía que haber dispuesto la cuerda, por lo tanto, alguno de ustedes tenía
que estar complicado.
Y continuó lentamente:
—Y sabemos de alguien que estaba al otro lado del río aquella noche..., alguien a quien no se pudo ver entre
las diez y media y las once y cuarto, y que pudo haber realizado a nado el viaje de ida y el de vuelta. Alguien
que podía haber tenido un amigo en este lado del río.
Y añadió:
—¿Verdad, señor Latimer?
Ted retrocedió un paso.
—¡Pero yo no sé nadar! —gritó con voz aguda—. Todo el mundo sabe que yo no sé nadar. Kay, dile que no
se nadar.
—¡Claro que no sabe nadar! —exclamó Kay sorprendida.
—¿De veras? —preguntó Battle con voz agradable.
Avanzó a lo largo de la lancha, al mismo tiempo que Ted se movía en la otra dirección. Hizo un
movimiento torpe y se oyó un chapoteo.
—¡Caramba! —exclamó el superintendente, asustado—. El señor Latimer se ha caído por la borda.
Su mano se clavó con fuerza en el brazo de Nevile, mientras éste se disponía a saltar detrás de Latimer.
—No, no, señor Strange. No es necesario que se moje usted. Dos de mis hombres están ahí a mano,
pescando en aquel bote.
Atisbo la borda de la lancha.
—Es muy cierto —dijo, interesado—. No sabe nadar. Bueno, todo va bien. Ya lo han cogido. Le pediré mil
perdones, pero realmente sólo hay un medio de asegurarse de que una persona no sabe nadar, y es arrojarla al
agua y observar. Como usted ve, señor Strange, me gusta hacer las cosas a conciencia. He tenido que eliminar
primero al señor Latimer. El señor Royde tiene un brazo medio inútil y no podía subir por la cuerda.
La voz de Battle adquirió cierto parecido con el ronroneo de un gato.
—Conque, señor Strange, esto nos lleva a usted, ¿verdad? Buen atleta, montañero, nadador, etc. Usted
cogió en efecto, el ferry a las diez y media, pero nadie puede jurar que le haya visto en el Easterhead Hotel
antes de las once y cuarto, a pesar de su historia de que anduvo buscando al señor Latimer.
Nevile soltó su brazo, echó hacia atrás la cabeza y se rió.
—¿Insinúa usted que yo crucé el río a nado y subí por la cuerda...?
—Que había dejado usted colgando de su ventana —dijo Battle.
—¿Qué maté a lady Tressilian y nadé de nuevo hasta el otro lado? ¿Por qué iba yo hacer una cosa tan
fantástica? ¿Y quién preparó todas aquellas pistas contra mí? ¿Yo mismo, supongo?
—Exactamente —dijo Battle—. Y no fue mala la idea.
—¿Y por qué iba yo a desear la muerte de lady Tressilian?
—No la deseaba usted —dijo Battle—. Pero sí deseaba usted ver ahorcada a la mujer que le dejó por otro
hombre. Tiene usted la mente un poco desquiciada. Desde que era niño... por cierto, he hecho averiguaciones
sobre aquel antiguo caso del arco y las flechas. Todo el que le injuria a usted tiene que ser castigado... y la
muerte no le parece un castigo excesivo a usted. Pero incluso la muerte no era suficiente para Audrey... su
Audrey, a quien usted amaba... ah, sí la quería usted mucho, antes de que su amor se convirtiera en odio. Tenía
usted que pensar en una muerte especial, una muerte lenta y singular. Y cuando dio usted con esa clase de
muerte, el hecho de que entrañara el asesinato de una mujer que había sido para usted como una madre no le
preocupó lo más mínimo...
Nevile dijo con voz suave:
—¡Mentiras! ¡Todo eso son mentiras! Y no estoy loco. No estoy loco.
Battle dijo con desprecio:
—Le hirió donde más le dolía, ¿verdad?, cuando se marchó y le dejó por otro. Le hirió en su voluntad.
¡Pensar que ella le pisoteaba a usted! Salvó su orgullo fingiendo ante el mundo que usted la había dejado y se
casó con una chica que le quería, sólo para apoyar esa creencia. Pero en su interior planeaba usted lo que había
de hacer con Audrey. No pudo ocurrírsele nada más terrible que esto... que la ahorcaran. Fue una buena idea.
Lástima que no tuviera usted la inteligencia necesaria para llevarla a la práctica con éxito.
Los hombros de Nevile hicieron un movimiento extraño, serpenteante.
Battle continuó:
—Todo aquello del palo de golf fue de lo más infantil. ¡Eran tan toscas las pistas que conducían a usted!
Audrey debe haber comprendido lo que estaba usted tramando. ¡Lo que se habrá reído para sus adentros! ¡Y
pensar que yo no sospeché de usted! Ustedes los asesinos son divertidísimos. Hinchados como pavos. Se creen
que han sido tan inteligentes, que son tan fértiles en recursos, y en realidad son de una inocencia que da pena...
y quizá risa. A veces dan lástima.
Nevile lanzó un chillido extraño, su imperturbable semblante se iba descomponiendo.
—Era una idea inteligente. ¡Lo era! Nunca lo hubiera usted adivinado. ¡Nunca! De no ser por ese
mequetrefe entrometido, por ese escocés estúpido. Consideré todos los detalles, todos los detalles. No fue culpa
mía si salió mal. ¿Cómo iba a saber que Royde estaba enterado de lo de Audrey y Adrián? Audrey Adrián...
¡Maldita Audrey! Será ahorcada... ¡Tienen que ahorcarla! Quiero que muera, que tenga miedo... Que muera...
que muera... la odio. Les digo que quiero que muera...
La voz aguda de Nevile se extinguió. Se derrumbó y empezó a llorar en silencio.
—¡Dios mío! —dijo Mary Aldin. Estaba pálida hasta los mismos labios.
Battle dijo suavemente, en voz baja:
—Lo siento, pero tuve que forzarle... Es que, ¿sabe?, teníamos muy pocas pruebas contra él.
Nevile seguía sollozando. Su voz sonaba como la de un niño.
Mary Aldin se estremeció y se volvió hacia Thomas Royde.
Él cogió sus manos entre las suyas.
II
—He pasado mucho miedo —dijo Audrey.
Estaban sentados en la terraza, Audrey cerca del superintendente Battle. Battle había reanudado sus
vacaciones y estaba en Gull's Point como amigo.
—Mucho miedo... todo el tiempo —dijo Audrey.
Battle asintió.
—Desde el primer momento que la vi, supe que estaba muerta de miedo. Tenía usted esa actitud desvaída y
reservada de las personas que tratan de ocultar una emoción muy fuerte. Podía haber sido amor u odio pero era
miedo, ¿verdad?
Ella hizo una señal de afirmación.
—Empecé a tener miedo de Nevile —dijo— poco después de casarnos. Pero lo horrible del caso es que no
sabía por qué. Empecé a creer que estaba loca.
—No era usted la que estaba loca —dijo Battle.
—Nevile me parecía, cuando me casé con él, tan sumamente equilibrado y normal... siempre de tan buen
humor, tan agradable...
—Es interesante —dijo Battle— Estaba interpretando el papel de buen deportista. Por eso podía dominar
tan bien sus nervios jugando al tenis. Su papel de buen deportista que sabe perder, era para él más importante
que ganar los partidos. Pero, naturalmente, eso le hacía estar en tensión. Siempre se está en tensión cuando se
interpreta un papel. Y por dentro se fue poniendo peor.
—¡Por dentro! —susurró Audrey, estremeciéndose—, ¡Siempre por dentro! Nada concreto, sólo una
palabra, una mirada... y luego me parecía que eran imaginaciones mías... Era algo muy extraño. Y después,
como le digo, llegué a creer que era yo la extraña. Y cada vez tenía más miedo, ese miedo irrazonable que le
pone a uno enfermo... me dije a mí misma que estaba volviéndome loca..., pero no podía evitarlo. Hubiera
hecho cualquier cosa con tal de huir. Y entonces vino Adrián y me dijo que me quería. Creí que sería
maravilloso huir con él y él dijo...
Se detuvo.
—¿Sabe usted lo que ocurrió? Salí para encontrarme con Adrián..., pero él no salió a mi encuentro... se
mató... Me pareció como si Nevile lo hubiera preparado todo, de algún modo...
—Puede que lo haya hecho —dijo Battle.
Audrey volvió hacia él su rostro sobresaltado.
—¿Lo cree usted así?
—Nunca lo sabremos. Los accidentes de coches pueden ser preparados. Pero no se atormente con esa idea,
señora Strange. Lo más probable es que el accidente se produjera normalmente.
—Me... me quedé deshecha. Volví a la Rectoría, a casa de Adrián. Pensábamos haberle escrito a su madre,
pero puesto que no sabía nada de lo nuestro, preferí no decirle nada, para evitarle un disgusto. Y Nevile vino
casi inmediatamente. Estuvo muy amable, se portó muy bien... Y yo, muerta de miedo, durante todo el tiempo
que estuve hablando con él. Dijo que no tenía por qué saber nadie lo de Adrián..., que podría divorciarme de él
basándome en pruebas que él me enviaría y que, más tarde, él volvería a casarse. Me quedé tan agradecida. Yo
sabía que Kay le había parecido atractiva y confié en que todo saldría bien y que yo me libraría de aquella
extraña obsesión mía. Seguía creyendo que debía ser yo. Nunca me sentí realmente a salvo. Y entonces
encontré a Nevile en el Parque un día y me dijo que tenía tanto interés en que Kay y yo fuéramos amigas,
proponiendo que viniéramos aquí todos juntos en septiembre. No podía negarme, ¿cómo iba a hacerlo?
Después de lo bien que se había portado...
—Sí, la historia de la araña y la mosca —dijo Battle.
Audrey se estremeció.
—Sí, eso mismo...
—Obró con gran inteligencia a ese respecto —dijo Battle—. Protestó tan enérgicamente ante todo el
mundo, que la idea había sido suya, que todo el mundo, automáticamente, creyó que no lo era.
Audrey dijo;
—Y entonces vine aquí... y todo fue como una pesadilla. Sabía que algo horrible iba a ocurrir... sabía que
Nevile se había propuesto que ocurriera, y que iba a ocurrirme a mí. Pero no sabía lo que era. Creo que estuve a
punto de perder la razón de verdad. Estaba completamente paralizada por el terror... como en esos sueños en
que va a ocurrir algo y uno no puede moverse.
—Siempre creí —dijo el superintendente Battle— que me gustaría haber visto a una serpiente fascinar a un
pájaro, de tal modo que no pudiera volar..., pero ya no estoy tan seguro.
Audrey continuó:
—Incluso cuando lady Tressilian fue asesinada, no me di cuenta de lo que ello significaba. Estaba
desconcertada. Ni siquiera sospeché de Nevile. Sabía que no le daba importancia al dinero... Era absurdo el que
la hubiera matado para heredar cincuenta mil libras. Me puse a pensar una y otra vez en el señor Treves y en la
historia que había contado aquella noche. Ni siquiera entonces la relacioné con Nevile. Treves había
mencionado una particularidad física por la cual podría reconocer al niño de otros tiempos. Yo tengo una
cicatriz en una oreja, pero no creo que haya aquí otra persona con una señal visible.
Battle dijo:
—La señorita Aldin tiene un mechón de pelo blanco. Thomas Royde tiene rígido el brazo derecho, lo cual
podía no haber sido resultado de un temblor de tierra. El señor Latimer tiene la nuca de una forma bastante
extraña. Y Nevile Strange...
—¡No me diga que Nevile tiene una señal personal!
—Sí, sí, la tiene. El dedo meñique de su mano izquierda es más corto que el de la derecha. Eso es muy
extraño, señora Strange... verdaderamente extraño.
—Conque eso era?
—Eso era.
—¿Y fue Nevile el que colgó el letrero en el ascensor?
—Sí. Fue allá corriendo y volvió mientras Royde y Latimer le ofrecían unas copas al viejo. Una idea hábil y
sencilla... dudo que pudiéramos demostrar nunca que se trataba de un asesinato.
Audrey se estremeció de nuevo.
—Vamos, vamos —dijo Battle—. Ahora todo ha terminado, querida señora. Continúe hablando.
—Es usted muy hábil... Hacía años que no hablaba tanto.
—No, y eso ha sido lo malo. ¿Cuándo vislumbró usted por primera vez el juego de nuestro señorito Nevile?
—No lo sé con exactitud. Lo vi claro de pronto. Él había quedado libre de sospechas y quedábamos los
demás. Y entonces, de pronto, le vi mirándome... como regocijándose. Y comprendí la verdad. Fue entonces
cuando...
—¿Cuando qué...?
Audrey dijo lentamente:
—Cuando creí que un fin rápido sería... mejor.
El superintendente Battle movió la cabeza con desaprobación.
—No rendirse nunca. Ésa es mi divisa.
—Sí, tiene usted toda la razón. Pero no sabe usted lo que es estar aterrorizada durante tanto tiempo. Le
paraliza a una... no se puede pensar, no se puede hacer planes, se limita una a esperar que algo espantoso
ocurra. Y luego, cuando ocurre —se sonrió ligeramente—, no se imagina usted el alivio que supone. Se
acabaron la espera y el miedo, ya ha llegado lo que tenía que llegar. Me figuro que creerá usted que estoy
completamente loca si le digo que cuando vino usted a arrestarme por asesinato, no me importó en absoluto.
Nevile había hecho ya todo lo malo que podía hacer y todo se había acabado. Me sentí tan segura y tan relajada
cuando me marché con el inspector Leach...
—Ése fue uno de los motivos por los que la arrestamos a usted —dijo Battle—. Quería tenerla a usted lejos
del alcance de aquel loco. Y además, para conseguir que se descubriera, ya que contaba con la impresión de la
reacción. Vería cómo su plan se realizaba... y así la sacudida sería mucho mayor.
Audrey dijo en voz baja:
—Si no hubiera confesado, ¿habría habido pruebas contra él?
—No muchas. Teníamos la historia de McWhirter, sobre un hombre que subía por una cuerda a la luz de la
luna. Y teníamos la cuerda misma, confirmando la historia, enrollada en el desván y todavía un poco húmeda.
Aquella noche llovía.
Hizo una pausa y se quedó mirando fijamente a Audrey, como si esperara que dijera algo.
Como ella se limitó a mostrarse interesada, continuó:
—Y el traje a rayitas finas. Por ejemplo, se desnudó en las rocas del otro lado del río y arrojó el traje en una
cavidad. Dio la casualidad de que el traje cayó sobre un pez podrido, llevado allí por la marea. Se le manchó el
hombro de la chaqueta y olía mal. Según he sabido, hubo ciertas habladurías sobre las cañerías del hotel. El
mismo Nevile fue quien hizo circular la historia. Llevaba el impermeable sobre el traje, pero el olor era muy
penetrante. Entonces tuvo miedo, y en la primera oportunidad llevó el traje a la tintorería y, como un estúpido,
no dio su propio nombre. Escogió un nombre al azar, un nombre que había visto en el registro del hotel. Así fue
cómo su amigo se hizo con él, y como tiene una buena cabeza sobre los hombros, lo relacionó con el hombre
que subía por la cuerda. Uno puede pisar un pez podrido, pero no poner un hombro sobre él, a no ser que se
haya quitado la ropa para bañarse por la noche, y nadie hubiera tomado un baño de placer en una noche
lluviosa de septiembre. Reconstruyó toda la historia. Muy ingenioso ese señor McWhirter.
—Más que ingenioso —dijo Audrey.
—Hum... bueno, puede que tenga usted razón. ¿Quiere saber cosas de él? Puedo contarle parte de su
historia.
Audrey escuchó con gran atención.
Battle encontró en ella una buena oyente.
—Le debo mucho a él —dijo Audrey—. Y a usted.
—No, a mí no me debe gran cosa —dijo el superintendente Battle—. Si no hubiera sido tonto, hubiera visto
lo que significaba la campanilla.
—¿Campanilla? ¿Qué campanilla?
—La campanilla del cuarto de lady Tressilian. Siempre pensé que había algo en ella. Estuve muy cerca
de la verdad cuando bajaba las escaleras del último piso y vi uno de esos palos con los que se abren las
ventanas. Ahí estaba todo el quid de la cuestión de la campanilla: proporcionar a Nevile Strange una coartada.
¡Lady Tressilian no recordaba para qué había llamado, porque no había llamado!. Nevile hizo sonar la
campanilla desde el exterior, desde el pasillo, los hilos van a lo largo del techo. Y Barrett baja y ve al señor
Nevile Strange bajar las escaleras y salir y encuentra a lady Tressilian perfectamente. Todo este asunto de la
doncella era sospechoso. ¿A qué eso de dormirla para un asesinato que iba a cometerse antes de la
medianoche? Había diez posibilidades contra una de que para entonces no estuviera bien dormida. Pero fija
definitivamente el carácter doméstico del asesinato, y le deja a Nevile cierto tiempo para que pueda representar
su papel de primer sospechoso... Luego Barrett habla y Nevile se ve tan completamente libre de sospechas que
nadie va a investigar muy de cerca la hora exacta de su llegada al hotel, Sabemos que no volvió en el ferry y
ningún bote fue alquilado. Quedaba la posibilidad de nadar. Nada muy bien, pero aún así el tiempo debe de
haber andado muy justo. Subió a su cuarto por la cuerda que había dejado colgada, haciendo en su cuarto un
gran charco de agua, según pudimos observar, aunque por desgracia no comprendiéramos su significado. Se
puso su traje azul y se fue al cuarto de lady Tressilian. No entraremos en detalles sobre esto, lo que no le
llevaría más de un par de minutos, ya que había dejado dispuesta con anterioridad la bola de acero; luego se
quitó de nuevo el traje, bajó por la cuerda y volvió a Easterhead.
—¿Y si Kay hubiera entrado?
—Apuesto algo a que la había dormido ligeramente. Después de la cena bostezaba mucho, según me han
dicho. Además, había tenido buen cuidado de pelearse con ella, para que cerrara la puerta y se mantuviera
alejada de él.
—Estoy tratando de recordar si noté la falta de la bola del guardafuego. Creo que no. ¿Cuándo la volvió a su
sitio?
—A la mañana siguiente, cuando se armó todo el jaleo. Después de volver a casa en el coche de Ted
Latimer, tuvo toda la noche por delante para borrar sus huellas y disponer las cosas, arreglar la raqueta de tenis,
etc. Por cierto, golpeó a la anciana con un revés. Por eso parecía que el crimen había sido cometido con la
izquierda. El punto fuerte de Strange, recuerde, siempre habían sido los reveses.
—¡Por favor! ¡Por favor! —Audrey levantó las manos—. No puedo soportarlo más.
Él le dirigió una sonrisa.
—De todos modos, le ha hecho bien hablar de ello. Señora Strange, ¿puede permitirme la impertinencia de
darle un consejo?
—Sí, por favor.
—Usted ha vivido durante ocho años con un criminal lunático... eso es suficiente para mirar la salud mental
de cualquier mujer. Pero ahora tiene usted que librarse de ello, señora Strange. Ya no tiene que temer... tiene
usted que convencerse de esto.
Audrey le sonrió. La mirada helada había desaparecido de su rostro, que ahora tenía una expresión dulce,
tímida, pero confiada. Sus ojos estaban llenos de gratitud.
Dijo, titubeando un poco:
—Les dijo usted a los demás que conoció a una chica que se portó como yo...
Battle movió lentamente la cabeza en señal de afirmación.
—Mi propia hija —dijo— Conque ya lo ve usted, querida señora, el milagro tenía que ocurrir. Son cosas
que nos manda Dios para probarnos...
III
Andrew McWhirter estaba haciendo su equipaje.
Colocó con todo cuidado tres camisas en su maleta y luego el traje azul oscuro, que no había olvidado en el
tinte. Dos trajes a nombre de dos diferentes McWhirter habían sido demasiado para la encargada.
Llamaron a la puerta y gritó: «¡Adelante!»
Audrey Strange entró en la habitación.
—He venido a darle las gracias —dijo—. ¿Está haciendo el equipaje?
—Sí. Me voy esta noche. Y cojo el barco pasado mañana.
—¿Se va a Sudamérica?
—A Chile.
—Déjeme que le haga yo la maleta —dijo ella.
É1 protestó, pero ella le forzó a obedecer. Él la observaba mientras ella actuaba con habilidad y método.
—Ya está —dijo Audrey cuando hubo terminado.
—Lo hizo muy bien —dijo McWhirter.
A esto siguió una pausa. Luego Audrey dijo:
—Usted me salvó la vida. Si no hubiera visto usted lo que vio...
Se interrumpió.
Luego dijo:
—¿Se dio usted cuenta en seguida, aquella noche en el acantilado, cuando... cuando impidió que me tirara,
cuando dijo: «Vaya a casa, que yo me ocuparé de que no la cuelguen, se dio usted cuenta entonces de que
estaba en posesión de pruebas importantes?
—No exactamente —dijo McWhirter—. Tuve que pensar sobre ello.
—Entonces, ¿cómo pudo decir usted lo que dijo?
A McWhirter siempre le irritaba tener que explicar sus sencillos procesos mentales.
—Quería decir que... que tenía intención de evitar que la ahorcaran.
Las mejillas de Audrey se colorearon.
—Suponga usted que yo fuera culpable.
—Eso no hubiera alterado nada.
—Entonces, ¿creía usted que era culpable?
—No me paré en pensar mucho en el asunto. Me inclinaba a creer que era usted inocente, pero, en uno u
otro caso, hubiera obrado del mismo modo.
—¿Y entonces recordó usted al hombre de la cuerda?
McWhirter permaneció en silencio durante unos segundos. Luego se aclaró la garganta.
—Me figuro que será mejor que lo sepa usted. Yo no vi a ningún hombre subiendo por la cuerda... lo cierto
es que no podía haberlo visto, puesto que fui a Stark Head el domingo por la noche, no el lunes. Deduje lo que
tenía que haber ocurrido por el traje, y mis suposiciones se confirmaron al encontrar una cuerda mojada en el
desván.
El rostro de Audrey pasó del rojo al blanco. Dijo:
—¿Toda su historia era mentira?
—Las deducciones no hubieran tenido valor para la policía. Tenía que decir que había visto lo que ocurrió.
—Pero... podía haber tenido usted que jurarlo en el juicio contra mí...
—Sí.
—¿Lo hubiera hecho usted?
—Sí.
Audrey exclamó, incrédula:
—¿Y usted... usted es el hombre que perdió su empleo y llegó a tirarse por el acantilado por no falsear la
verdad?
—Tengo gran amor a la verdad. Pero he descubierto que hay cosas que importan más.
—¿Cómo por ejemplo...?
—Usted —dijo McWhirter.
Audrey bajó la vista.
McWhirter se aclaró la garganta, confuso.
—No hay necesidad de que se crea usted obligada hacia mí, ni nada por el estilo. No volverá usted a saber
de mí. La policía tiene la confesión de Strange y no necesita mi declaración. En cualquier caso, he sabido que
está tan mal que puede que no viva para el juicio.
—Me alegro —dijo Audrey.
—¿Le ha querido usted?
—He querido al hombre que creía que era.
McWhirter movió afirmativamente la cabeza.
—Sí, puede que todos hayamos sentido lo mismo alguna vez. —Hizo una pausa y continuó—: Todo ha
resultado bien. El superintendente Battle pudo hacer uso de mi historia y conseguir que el hombre confesara...
Audrey interrumpió:
—Se valió de su historia, es cierto, pero no creo que le haya engañado usted. Cerró los ojos o sabiendas.
—¿Por qué dice usted eso?
—Cuando estaba conmigo mencionó que había sido una suerte que usted viera lo que vio a la luz de la luna
y luego añadió algo sobre aquella noche lluviosa.
McWhirter se quedó desconcertado.
—Es cierto. No creo que el lunes por la noche hubiera podido ver nada en absoluto.
—No importa —dijo Audrey—. Battle comprendió que lo que usted pretendía haber visto era lo que
realmente había ocurrido. Pero eso explica por qué forzó a Nevile a confesar. Sospechó de Nevile desde que
Thomas le dijo lo de Adrián y yo. Vio entonces que si estaba en lo cierto respecto a la naturaleza del crimen,
aunque se hubiera equivocado respecto a la persona; lo que necesitaba era alguna prueba contra Nevile.
Necesitaba, según dijo, un milagro... Usted fue la respuesta a la plegaria de Battle.
—Es raro que dijera eso —dijo McWhirter secamente.
—Conque ya lo ve usted —dijo Audrey—, usted es un milagro. Mi milagro particular.
—No quiero que se sienta usted obligada a mí. Salgo de su vida...
—¿Tiene usted que hacerlo? —preguntó Audrey.
El se la quedó mirando. Una oleada de rubor enrojeció las orejas y las sienes de Audrey.
—¿No me lleva con usted? —inquirió.
—¡No sabe usted lo que dice!
—Sí, sí lo sé. Estoy haciendo algo muy difícil, pero que tiene para mí más importancia que la vida o la
muerte. Sé que hay muy poco tiempo. Por cierto, soy convencional, me gustaría casarme antes de marcharnos.
—Naturalmente —dijo McWhirter profundamente escandalizado—. No creería usted que propusiera otra
cosa.
—Estoy segura de que no —dijo Audrey.
McWhirter dijo:
—No soy de su clase. Yo creí que se casaría usted con aquel tipo que la quiere desde hace tiempo.
—¿Thomas? ¡Querido y fiel Thomas! Es demasiado leal. Permanece fiel a la imagen de una chica a quien
quiso hace años. Pero ni él mismo lo sabe todavía.
McWhirter se adelantó un paso hacia ella.
—¿Habla usted en serio? —preguntó con firmeza.
—Sí... Quiero estar siempre con usted, no separarme nunca de usted. Si usted se marcha, nunca encontraré
nadie como usted y me pasaré sola los días de mi vida.
McWhirter suspiró. Sacó su cartera y examinó con cuidado su contenido.
—Una licencia especial cuesta cara —murmuró—. Tendré que ir al Banco mañana a primera hora.
—Puedo prestarte algún dinero —ofreció Audrey.
—No harás semejante cosa. Si me caso, yo pago la licencia, ¿entendido?
—No es necesario —dijo Audrey suavemente— que te pongas tan serio.
El dijo dulcemente, acercándose a ella:
—La última vez que te tuve en mis brazos parecías un pájaro... luchando por escapar. Ahora ya no te
escaparás nunca...
Audrey dijo:
—Nunca querré escapar.
FIN

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