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lunes, 11 de octubre de 2010

Agatha Christie -- S. O. S.






Agatha Christie


S. O. S.


—¡Ah! —dijo el señor Dinsmead efusivamente mientras examinaba la mesa redonda con aprobación. La luz del hogar había resaltado el mantel blanco, los tenedores y cuchillos, así como todos los demás objetos.
—¿Está... todo a punto? —preguntó la señora Dinsmead con voz insegura. Era una mujercita insignificante, de rostro descolorido, cabellos ásperos, peinados hacia atrás, y una nerviosidad perpetua.
—Todo está a punto —replicó su esposo con una especie de satisfacción malsana.
Era un hombre corpulento, de hombros caídos y rostro rubicundo. Tenía los ojos pequeños y brillantes, las cejas muy pobladas y las mejillas desprovistas de vello.
—¿Limonada? —sugirió la señora Dinsmead, casi en un susurro.
Su esposo meneó la cabeza.
—Té. Es mucho mejor en todos los aspectos. Mira el tiempo que hace, llueve a cántaros y sopla fuerte viento. Una buena taza de té caliente es lo que hace falta para acompañar la cena de una noche como ésta.
Y parpadeando con vivacidad volvióse de nuevo para revisar la mesa.
—Un buen plato de huevos, ternera en lata y pan y queso. Esto es lo que he dispuesto para la cena. De manera que ve a prepararlo, mamá. Carlota está en la cocina esperando para ayudarte.
La señora Dinsmead se levantó, ovillando cuidadosamente la lana de su labor de punto.
—Es ya una muchacha muy atractiva —murmuró.
—¡Ah! —exclamó el señor Dinsmead—. ¡Es el viejo retrato de su madre! ¡Vamos, ve a la cocina de una vez y no perdamos más tiempo!
Y se puso a pasear por la habitación tarareando una cancioncilla por espacio de unos minutos. Una vez se acercó a la ventana para contemplar el exterior.
—Vaya tiempecito —murmuró para sí—. No es muy probable que tengamos visitas esta noche.
Y entonces salió de la habitación.
Unos diez minutos más tarde la señora Dinsmead volvía trayendo un plato de huevos fritos, seguida de sus dos hijas que traían el resto de las viandas. El señor Dinsmead y su hijo Johnnie cerraban la marcha. El primero sentóse a la cabecera de la mesa.
—¡Qué buena idea tuvo el primero a quien se le ocurrió conservar los alimentos en las latas! Me gustaría saber qué haríamos nosotros a tanta distancia de cualquier poblado si no pudiéramos echar mano de las conservas cada vez que el carnicero se olvida de venir.
Y se dispuso a atacar la ternera.
—Yo me pregunto a quién se le ocurriría construir una casa como ésta tan apartada de la civilización —replicó su hija Magdalena en tono quejoso—. Nunca vemos a un ser viviente.
—No —dijo su padre—. Nunca vemos a nadie.
—No sé por qué la alquilaste, papá —intervino Carlota.
—¿No, hija mía? Pues tenía mis razones..., sí, tuve mis razones.
Sus ojos buscaron los de su esposa, pero ella frunció el ceño.
—Y además está encantada —continuó Carlota—. No dormiría aquí sola por nada.
—Tonterías —replicó el padre—. Nunca viste nada, ¿no es cierto?
—Quizá no haya visto nada, pero...
—Pero, ¿qué...?
Carlota no contestó, mas un estremecimiento recorrió su cuerpo. Un fuerte ramalazo de lluvia azotó el postigo de la ventana y la señora Dinsmead dejó caer la cuchara, que tintineó contra la bandeja.
—¿Estás nerviosa, mamá? —dijo el señor Dinsmead—. Hace mala noche, eso es todo. No te preocupes, aquí estamos seguros junto al fuego, y no es probable que nadie venga a molestarnos. Vaya, sería un milagro que viniera alguien, y los milagros no ocurren a menudo. No —agregó como para sus adentros con extraña satisfacción—. Los milagros no ocurren a menudo.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando llamaron a la puerta, y el señor Dinsmead quedó como petrificado.
—¿Qué es eso? —murmuró boquiabierto.
La señora Dinsmead, exhalando un gemido, se arropó más en su chal. El color acudió a las mejillas de Magdalena cuando se inclinó hacia delante para decir a su padre:
—El milagro ha ocurrido. Será mejor que vayas a ver quién es.
Veinte minutos antes Mortimer Cleveland se hallaba examinando su automóvil bajo la lluvia y envuelto en la niebla. Aquello sí que era mala suerte. Dos pinchazos en menos de diez minutos, y allí estaba detenido a muchos kilómetros de distancia de cualquier parte, en mitad de las desnudas tierras de Wilstshire, con la noche echándose encima y sin la menor esperanza de encontrar dónde guarecerse. Le estaba bien empleado por querer tomar un atajo. ¡Si hubiera continuado por la carretera principal! Ahora se encontraba perdido en mitad de un camino de carros cerca de la ladera de una colina, sin posibilidad de hacer avanzar su coche, ni la menor idea de a qué distancia estaba el pueblo más próximo.
Miró perplejo a su alrededor y sus ojos percibieron el resplandor de una luz en la ladera de la colina. Un segundo más tarde la niebla la ocultó de nuevo, pero aguardando con paciencia logró verla otra vez. Tras un momento de vacilación se decidió a abandonar el automóvil, encaminándose hacia la colina.
Pronto pudo salir de la niebla, viendo que la luz salía de una ventana de una casita de campo. Allí por lo menos encontraría refugio. Mortimer Cleveland apresuró el paso, inclinando la cabeza para hacer frente a la lluvia y al fuerte viento que intentaba hacerle retroceder.
Cleveland era, a su manera, una celebridad, aunque la mayoría de la gente desconociera su nombre y actividades. Era una autoridad en ciencias mentales y había escrito dos libros de texto sobre el subconsciente. Era, además, miembro de la Sociedad de Investigaciones Físicas y un estudiante de las ciencias ocultas en cuanto afectaran sus propias conclusiones y línea de investigación.
Su naturaleza era muy susceptible al ambiente, y gracias a un adiestramiento deliberado había acrecentado este don natural. Cuando hubo llegado a la casa y llamado a la puerta, tuvo conciencia de una excitación, y de un interés especial, como si todas sus facultades se hubieran agudizado de pronto.
El murmullo de voces del interior llegaba perfectamente hasta sus oídos. Después de su llamada se hizo un silencio, y luego oyó correr una silla. Al minuto siguiente le abrió la puerta un muchacho de unos quince años. Cleveland pudo contemplar por encima de su hombro la escena del interior, que le recordó los cuadros de un pintor alemán.
Una mesa redonda preparada para la cena y una familia reunida a su alrededor; un par de velas encendidas y la luz del hogar iluminándolo todo. El padre, un hombre corpulento, sentado a la cabecera de la mesa, y frente a él una mujercita de cabellos grises y aspecto atemorizado. Frente a la puerta, mirando a Cleveland, una muchacha que había detenido su taza en el aire sin acabar de llevarla a sus labios.
Cleveland vio en seguida que su hermosura era poco corriente. Sus cabellos, rubios como el oro, enmarcaban su rostro como una aureola; sus ojos, muy separados, eran de un gris purísimo, y la boca y la barbilla dignas de una madonna italiana.
Hubo un minuto de silencio absoluto. Luego Cleveland penetró en la casa refiriendo lo que acababa de ocurrirle. Cuando hubo terminado su historia se hizo otra pausa difícil de explicar. Al fin, como si le costara un gran esfuerzo, se levantó el padre.
—Pase, señor... ¿señor Cleveland, dijo usted?
—Ése es mi nombre —repuso Mortimer sonriendo.
—Ah, sí. Pase, señor Cleveland. Hace noche de perros, ¿no es cierto? Acérquese al fuego. Cierra la puerta, ¿quieres, Johnnie? No te quedes ahí toda la noche.
Cleveland se acercó al fuego, tomando asiento en un taburete de madera, mientras Johnnie cerraba la puerta.
—Me llamo Dinsmead —le dijo el cabeza de familia con toda cordialidad—. Ésta es mi esposa, y éstas mis dos hijas, Carlota y Magdalena.
Por primera vez Cleveland vio el rostro de la otra joven sentada de espaldas a la puerta, y aunque totalmente distinta a la otra, era también una belleza. Muy morena, con el rostro pálido, una delicada nariz aguileña y boca perfecta. Al oír la presentación de su padre inclinó la cabeza mirándole como si quisiera adivinar su carácter..., como si le estuviera pesando en la balanza de su joven juicio.
—¿Quiere beber alguna cosa, señor Cleveland?
—Gracias —replicó Mortimer—. Una taza de té me sentaría admirablemente.
El señor Dinsmead vaciló un momento, y luego fue vaciando las cinco tazas, una tras otra, en la tetera.
—Este té está ya frío —dijo con brusquedad—. ¿Quieres hacer un poco más, mamá?
La señora Dinsmead levantóse rápidamente y recogió la tetera. Mortimer tuvo la impresión de que se alegraba de poder abandonar la habitación.
El té no tardó en llegar y el inesperado huésped participó en la cena.
El señor Dinsmead charlaba y charlaba..., estuvo comunicativo, genial y locuaz, contando al forastero toda su vida. Que se había retirado últimamente del negocio de la construcción..., sí, era un buen asunto. Él y su esposa habían creído que les convendría un poco de aire puro..., hasta entonces nunca habían vivido en el campo. Claro que era mala época, octubre y noviembre, pero no quisieron esperar.
—La vida es tan insegura, señor...
De modo que alquilaron aquella casita situada a ocho kilómetros del pueblo más cercano, y a diecinueve de lo que podríamos llamar la ciudad. No, no se quejaban. Las hijas lo encontraban un poco aburrido, pero él y su esposa disfrutaban con aquella tranquilidad.
Y así continuó largo rato, dejando a Mortimer casi hipnotizado con su facilidad de palabra. Estaba seguro de que allí no había otra cosa que vulgaridad doméstica, y no obstante al penetrar en la casa diagnosticó otra cosa..., cierta tensión..., cierta corriente que emanaba de una de aquellas cinco personas..., no sabía de cuál. ¡Simplezas, sus nervios estaban fuera de quicio! Les asustó al pronto su repentina aparición, seguramente..., nada más.
Insinuó la cuestión de buscar cobijo para pasar la noche, hallando pronta respuesta.
—Usted se queda con nosotros, señor Cleveland. No hay otra casa en varios kilómetros. Podemos darle habitación, y aunque mis pijamas son algo anchos, vaya, siempre serán mejor que nada, y sus ropas estarán ya secas por la mañana.
—Es usted muy amable.
—Nada de eso —-replicó el otro alegremente—. Como acabo de decirle, hace una nochecita de perros para andar por ahí. Magdalena, Carlota, id a preparar la habitación.
Las dos jóvenes salieron de la estancia y al poco rato Mortimer las oyó andar por arriba.
—Comprendo perfectamente que dos jovencitas tan atractivas como sus hijas se aburran aquí —dijo Cleveland.
—¿Bonitas, verdad? —repuso el señor Dinsmead con orgullo paternal—. Pero muy distintas de nosotros. Mi esposa y yo somos muy caseros y estamos muy unidos, se lo aseguro, señor Cleveland. ¿No es cierto, Maggie?
La señora Dinsmead sonrió y las agujas tintineaban afanosamente. Tejía muy de prisa.
Al fin la habitación estuvo preparada, y Mortimer, tras dar las gracias una vez más, anunció el deseo de retirarse a descansar.
—¿Habéis puesto una botella de agua caliente en la cama? —preguntó de pronto la señora Dinsmead acordándose de sus deberes de ama de casa.
—Sí, mamá, dos.
—Muy bien —replicó Dinsmead—. Subid con él, hijas mías, y ved que no falte nada.
Magdalena le precedió con un candelabro en alto para iluminar una escalera, y Carlota subió tras él.
El dormitorio era reducido, pero agradable, con el techo inclinado. La cama parecía cómoda y los pocos muebles un tanto polvorientos que la adornaban eran de caoba antigua. Sobre el lavabo había una gran jarra de agua caliente, y sobre una silla un pijama de enormes proporciones. La cama había sido abierta.
Magdalena fue hasta la ventana para asegurarse de que los postigos estaban cerrados. Carlota dirigió una ojeada final a los utensilios del lavabo y ambas se retiraron hacia la puerta.
—Buenas noches, señor Cleveland. ¿Está seguro de que no le falta nada?
—No, gracias, señorita Magdalena. Siento ocasionarles tantas molestias. Buenas noches.
Y salieron, cerrando la puerta tras ellas. Mortimer Cleveland quedó a solas y empezó a desnudarse con aire pensativo. Cuando se hubo puesto el enorme pijama del señor Dinsmead recogió sus ropas húmedas y las dejó fuera de la habitación, como le aconsejara su anfitrión, cuya voz se oía desde abajo.
¡Qué charlatán era aquel hombre! Era un tipo raro... y desde luego había oído algo extraño en aquella familia. ¿O eran cosas de su imaginación?
Volvió a entrar en el dormitorio y cerró la puerta, quedando sumido en sus pensamientos... y entonces tuvo un sobresalto.
La mesita de caoba que había al lado de la cama estaba cubierta de polvo y escritas en él se veían unas letras con toda claridad. S. O. S.
Mortimer no podía dar crédito a sus ojos. Aquello era una confirmación a sus vagas sospechas y presentimientos. Entonces estaba en lo cierto. En aquella casa ocurría algo raro.
S. O. S. Una llamada de auxilio. Pero, ¿quién la habría escrito en el polvo? ¿Magdalena o Carlota? Ambas estuvieron junto a la cama unos momentos antes de abandonar la habitación. ¿Qué mano habría trazado aquellas tres significativas letras?
Ante él aparecieron los rostros de las dos jóvenes. Magdalena, morena y fría, y Carlota, tal como la viera en el primer momento, con los ojos muy abiertos, sobresaltada, con un algo indefinible en su mirada.
Fue de nuevo hacia la puerta y la abrió. Ya no se oía la voz del señor Dinsmead. La casa estaba silenciosa.
Mortimer pensó para sus adentros:
«Esta noche nada puedo hacer. Y mañana ya veremos.»
Cleveland se despertó temprano, y luego de bajar a la planta baja salió al jardín. La mañana era hermosa y fresca después de la lluvia. Alguien más había madrugado. En el otro extremo del jardín Carlota estaba inclinada sobre la cerca contemplando las colinas, y el pulso se aceleró un poco al ir a su encuentro. En su interior estaba convencido de que fue Carlota quien escribiera el mensaje. Al llegar junto a ella la joven se volvió para darle los buenos días. Sus ojos eran francos e infantiles, sin la menor sombra de secreto.
—Hace una mañana espléndida —dijo Mortimer sonriendo—. Qué contraste con el tiempo que hacía anoche.
—Desde luego.
Mortimer arrancó una rama del árbol cercano, y con ella empezó a dibujar sobre la arena que había a sus pies. Trazó una S, luego una O y por último otra S, observando la reacción de la joven, pero tampoco ahora pudo ver la menor señal de comprensión.
—¿Sabe lo que representan estas letras? —le preguntó de pronto.
Carlota frunció el entrecejo.
—¿No son las que envían los barcos cuando están en peligro? —preguntó.
Mortimer hizo un gesto de asentimiento.
—Alguien las escribió anoche en mi mesita de noche —dijo tranquilamente—. Y pensé que tal vez hubiera sido usted.
Ella le miró con franco asombro.
—¿Yo? ¡Oh, no!
Entonces se había equivocado. Sintió una punzada de desaliento. Creía estar seguro..., tan seguro. Y sus presentimientos no solían engañarle.
—¿Está bien segura? —insistió.
—¡Oh, sí!
Echaron a andar hacia la casa. Carlota parecía preocupada por algo, y apenas contestaba a los comentarios de Mortimer. De pronto exclamó en voz baja y nerviosa:
—Es... es tan extraño que me haya usted preguntado por esas letras, S.O.S. Claro que yo no las escribí, pero... podría haberlo hecho.
Cleveland se detuvo para mirarla y ella continuó:
—Parece una tontería, lo sé, pero he estado tan asustada, tanto..., que cuando usted llegó anoche me parecía una... una respuesta a mis plegarias.
—¿De qué tenía miedo? —preguntó Mortimer.
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—Creo... que es la casa. Desde que vinimos aquí ha ido creciendo mi temor. Todos parecen distintos. Papá, mamá y Magdalena..., todos parecen haber cambiado.
Mortimer no replicó en seguida, y antes de que pudiera hacerlo, Carlota se apresuró a continuar:
—¿Sabe que esta casa dicen que está encantada?
—¿Qué? —preguntó él sintiendo renacer su interés.
—Sí, un hombre asesinó a su esposa aquí, hace ya algunos años. Nosotros lo supimos después de habitarla. Papá dice que eso de los fantasmas son tonterías, pero yo... no sé...
Mortimer pensaba a toda velocidad.
—Dígame —le preguntó en tono profesional—. ¿Ese crimen se cometió en la habitación donde yo he dormido?
—No lo sé —repuso Carlota.
—Quisiera saber —dijo Mortimer como para sus adentros—, si eso es posible.
Carlota le miraba sin comprender.
—Señorita Dinsmead —le dijo Cleveland amablemente—. ¿Ha tenido alguna vez motivos para creer que es usted una buena médium?
Ella le miró sorprendida.
—Creo que usted sabe que escribió S.O.S. anoche —dijo él tranquilamente—. Oh, inconsciente, desde luego. Un crimen flota en la atmósfera, por así decir. Una mentalidad sensible como la suya pudo ser influenciada en cierta manera. Usted ha estado reproduciendo las sensaciones e impresiones de la víctima. Muchos años atrás ella escribió S.O.S. en la mesa, y usted, inconsciente, reprodujo anoche su última acción.
El rostro de Carlota se iluminó.
—Ya entiendo —dijo—. ¿Usted cree que ésa es la explicación?
Una voz llamó desde la casa y la joven se marchó dejando a Mortimer en el sendero del jardín. ¿Estaba satisfecho con aquella explicación? ¿Cubría todos los hechos que él conocía? ¿Explicaba la tensión que percibiera al entrar en la casa la noche anterior?
Quizá, y no obstante aún tenía la extraña sensación de que su repentina presencia había producido algo muy semejante a la consternación, y pensó para sí: No debo dejarme llevar por la explicación física. Puede afectar a Carlota, pero no a los otros. Mi llegada les contrarió en gran manera... a todos, excepto a Johnnie. Sea lo que fuese lo que ocurre, Johnnie no tiene nada que ver.
Estaba seguro de esto: era extraño que demostrara tanta seguridad, pero era así.
En aquel momento el propio Johnnie salía de la casa y se aproximó al huésped.
—El desayuno espera —le anunció—. ¿Quiere usted entrar?
Mortimer observó que el muchacho tenía dos dedos muy manchados, y Johnnie, al ver su mirada, se echó a reír.
—Siempre ando trajinando con productos químicos, ¿sabe? —le dijo—. Papá a veces se pone furioso. Él quiere que me dedique a la construcción, pero a mí me encanta la química.
El señor Dinsmead apareció en una de las ventanas con una amplia sonrisa en los labios, y al verle, todo el recelo y desconfianza de Mortimer despertaron de nuevo. La señora Dinsmead estaba ya sentada a la mesa. Le dio los buenos días con su voz inexpresiva y otra vez tuvo la sensación de que por alguna oculta razón le temía.
Magdalena bajó al fin, y tras saludarle con una leve inclinación de cabeza se acercó y tomó asiento frente a él.
—¿Ha dormido usted bien? —le preguntó bruscamente—. ¿No ha extrañado la cama?
Le miraba con ansiedad, y cuando él le contestó que sí había dormido bien, le pareció ver en sus ojos una sombra de desilusión. ¿Qué es lo que había esperado que dijera?
Mortimer volvióse a su anfitrión.
—Creo que su hijo se interesa por la química —dijo complacido.
La señora Dinsmead dejó caer su taza con estrépito.
—Vamos, vamos, Maggie —le dijo su esposo.
A Mortimer le pareció que en su voz había una reconvención, una advertencia..., pero volviéndose hacia su huésped estuvo hablando tranquilamente de las ventajas del ramo de la construcción y de no dejar que los jóvenes siguieran sus impulsos.
Después del desayuno Cleveland salió solo al jardín para fumar un cigarrillo. Era evidente que había llegado la hora de abandonar aquella casa. Pasar la noche era una cosa, pero el prolongar su estancia allí resultaba difícil sin una excusa, y ¿qué excusa podía dar? Sin embargo sentíase reacio a partir.
Pensando y pensando, tomó un camino que llevaba al otro lado de la casa. Sus zapatos tenían las suelas de crepé y apenas hacían ruido. Al pasar ante la ventana de la cocina oyó la voz de Dinsmead y sus palabras atrajeron su atención.
—Es una buena suma de dinero, vaya si lo es.
Mortimer no tenía intención de escuchar lo que hablaban, pero volvió sobre sus pasos muy pensativo. Sea como fuere se trataba de sesenta mil libras, y aquello ponía la cosa más clara... y más fea.
Magdalena salía de la casa, pero la voz de su padre la llamó casi en el acto, y volvió a entrar. Al poco rato Dinsmead volvía a reunirse con su huésped.
—¡Qué hermosa mañana! —le dijo animadamente—. Espero que su automóvil no tenga nada de importancia.
Quiere saber cuándo me marcho, pensó Mortimer, y en voz alta agradeció una vez más su hospitalidad al señor Dinsmead.
—No faltaba más, no faltaba más —replicó el otro.
Magdalena y Carlota salieron juntas de la casa, y cogidas del brazo se dirigieron a un asiento rústico que había a corta distancia. Las dos cabezas, una morena y la otra rubia, contrastaban tanto que Mortimer exclamó impulsivamente:
—Qué distintas son sus hijas, señor Dinsmead.
El aludido, que estaba encendiendo su pipa, apagó la cerilla con violencia.
—¿Usted cree? —preguntó—. Sí; claro, supongo que lo son.
Mortimer tuvo una repentina inspiración.
—Claro que las dos muchachas no son hijas suyas —dijo con calma.
Vio que Dinsmead le miraba vacilando, y que al fin se decidía.
—Es usted muy inteligente —le dijo—. No, una de ellas la recogimos cuando era de pañales y la hemos criado como si fuera nuestra. Ella no tiene la menor idea de la verdad, pero tendrá que saberlo pronto —suspiró.
—¿Una cuestión de herencia? —insinuó Mortimer.
El otro le dirigió una mirada de recelo, y al fin decidió que la franqueza era lo mejor.
—Es extraño que usted diga eso, señor Cleveland.
—Un caso de telepatía, ¿eh? —dijo Mortimer con una sonrisa.
—Así es, señor. La recogimos por complacer a su madre..., entonces yo empezaba a dedicarme a la construcción. Hace pocos meses vi un anuncio en los periódicos, y me pareció que la niña en cuestión debía ser nuestra Magdalena. Fui a ver a los abogados y se ha hablado mucho en todos los sentidos. Ellos sospechan... es natural... es natural..., pero ahora está todo aclarado. Yo mismo voy a llevarla a Londres la semana que viene... Ella todavía no sabe nada. Parece ser que su padre fue un hombre muy rico, y sólo se enteró de la existencia de la niña pocos meses antes de su muerte. Contrató a varios agentes para que la encontraran y le dejó todo su dinero para cuando dieran con ella.
Mortimer le escuchaba con suma atención. No tenía motivos para dudar de la historia del señor Dinsmead, que explicaba la belleza morena de Magdalena, y quizá también su frialdad. Sin embargo, aunque la historia fuese cierta, algo se ocultaba tras ella.
Mas Cleveland no quiso despertar las sospechas del otro. Al contrario, debía procurar disiparlas.
—Una historia muy interesante, señor Dinsmead —le dijo—. Y felicito a la señorita Magdalena. Siendo tan hermosa y además heredera, tendrá un magnífico porvenir.
—Sí —convino el padre con calor—, y además es muy buena, señor Cleveland.
—Bien —dijo Mortimer—. Creo que debo marcharme ya. Tengo que darle las gracias una vez más, señor Dinsmead, por su hospitalidad tan estupenda y oportuna.
Acompañado de su anfitrión penetró en la casa para despedirse de la señora Dinsmead, que por hallarse de pie ante la ventana no les oyó entrar. Al oír decir a su esposo en tono jovial: «Aquí está el señor Cleveland, que quiere despedirse de ti», se sobresaltó de tal manera que le cayó algo que tenía en la mano y que Mortimer se apresuró a recoger. Era una miniatura de Carlota hecha al estilo de los veinte años atrás. Cleveland le repitió las gracias que ya diera a su esposo, volviendo a notar en ella las miradas furtivas y llenas de temor que le dirigían sus pestañas.
Las dos jóvenes no estaban a la vista, pero Mortimer no quería demostrar interés por ellas; también él tenía su idea, que no habría de tardar en comprobar.
Cuando se encontraba a medio kilómetro de distancia de la casa, camino del lugar donde dejara el automóvil la noche anterior, vio que se movían unos arbustos al lado del sendero y Magdalena apareció ante él.
—Tenía que verle —le dijo.
—La esperaba repitió Mortimer—. Fue usted quien escribió S.O.S. en mi mesilla de noche, ¿no es cierto?
Magdalena asintió.
—¿Por qué? —le preguntó Mortimer en tono amable.
La joven, dando media vuelta, comenzó a arrancar hojas de un arbusto.
—No lo sé —dijo—. Sinceramente, no lo sé.
—Cuéntame —le animó Cleveland.
Magdalena aspiró el aire con fuerza.
—Soy una persona práctica —dijo—; no de esas que imaginan o inventan cosas. Usted, según tengo entendido, cree en fantasmas y espíritus. Yo no, y le aseguro que en esta casa ocurre algo muy extraño —señaló la colina—. Quiero decir que hay algo tangible..., no es sólo un eco del pasado. Lo he estado notando desde que vinimos aquí. Cada día que pasa es peor. Papá está distinto, mamá es otra, y Carlota lo mismo.
Mortimer intervino.
—¿Y Johnnie no ha cambiado?
Magdalena le miró apreciativamente.
—No —dijo—, ahora que lo pienso, Johnnie no ha cambiado. Es el único que está igual que siempre. Incluso anoche a la hora del té.
—¿Y usted?
—Yo estaba asustada..., terriblemente asustada, como una niña..., sin saber por qué. Y papá estuvo tan... extraño, no hay otra palabra. Habló de milagros y entonces yo recé..., recé para que se realizara un milagro, y usted llamó a la puerta.
Se detuvo bruscamente, mirándola a los ojos.
—Supongo que no debo parecerle loca —le dijo con aire desafiante.
—No —replicó Mortimer—, al contrario, me parece usted una personita muy cuerda. Todas las personas sanas sienten el peligro cuando se hallan cerca de él.
—No comprende —dijo ella—. Yo no temía... por mí.
—¿Por quién entonces?
Pero Magdalena volvió a menear la cabeza con aire contrito.
—No lo sé. —Y continuó—: Escribí S.O.S. impulsivamente. Tuve la impresión... sin duda absurda... de que no iban a dejarme hablar con usted..., me refiero, a mi familia. No sé lo que pensaba pedirle que hiciera, ni tampoco lo sé ahora.
—No importa —replicó Mortimer—. Lo haré.
—¿Qué puede usted hacer ahora?
—Puedo pensar.
Ella le miró incrédula.
—Sí —dijo Mortimer—, así puede hacerse muchísimo más de lo que usted se imagina. Dígame, ¿hubo por casualidad alguna palabra o frase que atrajera su atención poco antes de la cena de anoche?
Magdalena frunció el entrecejo.
—No creo —dijo al fin—. Oí que papá decía a mamá que Carlota era su vivo retrato, y se rió de un modo muy extraño, pero... no hay nada raro en eso, ¿verdad?
—No —replicó Mortimer, despacio—, excepto que Carlota no se parece en nada a su madre.
Permaneció sumido en sus pensamientos unos instantes y, al levantar los ojos, comprendió que Magdalena le contemplaba indecisa.
—Vuelva a su casa, pequeña —le dijo—, y no se preocupe. Déjelo en mis manos.
Ella, obediente, emprendió el camino de regreso. Mortimer continuó andando un poco más, y luego se tumbó sobre la verde hierba y cerrando los ojos procuró no pensar en nada, para dejar que una serie de imágenes fueran subiendo a la superficie de su memoria.
¡Johnnie! Siempre volvía a pensar en Johnnie. Johnnie completamente inocente, y ajeno a las sospechas e intrigas, pero, sin embargo, el eje en torno al cual giraba todo. Recordó que la señora Dinsmead había dejado caer su taza aquella mañana durante el desayuno. ¿Qué fue lo que originó su agitación? ¿Un comentario casual que hizo él acerca de la afición del muchacho por la química? En aquel momento no había reparado en el señor Dinsmead, pero ahora recordaba que detuvo en el aire la taza que iba a llevarse a los labios.
Aquello le llevó de nuevo a Carlota cuando la vio por primera vez mirándole por encima de su taza de té. Y rápidamente a este pensamiento le sucedió otro: el recuerdo del Señor Dinsmead vaciando todas las tazas, una tras otra, y diciendo: «El té está frío».
Recordaba las tazas humeantes. Sin duda el té no estaría tan frío como él pretendía.
Algo empezó a bullir en su cerebro. Una noticia que leyera en los periódicos no hacía mucho..., todo lo más un mes. Una familia entera envenenada por el descuido de un muchacho. Un paquete de arsénico olvidado en la despensa, cuyo contenido había ido cayendo sobre el pan que estaba debajo. Probablemente el señor Dinsmead también lo habría leído.
Las cosas se fueron aclarando.
Y media hora más tarde, Mortimer Cleveland se puso en pie rápidamente.
Se hizo de noche una vez más en la casita. Esta vez los huevos eran escalfados y se abrió una lata de carne mollar. La señora Dinsmead salía de la cocina portando la enorme tetera, mientras la familia ocupaba sus sitios correspondientes alrededor de la mesa.
La madre fue llenando las tazas y repartiéndolas. Luego, al dejar la tetera sobre la mesa, lanzó un grito ahogado y se llevó la mano al corazón. El señor Dinsmead giró en redondo siguiendo la dirección de sus ojos aterrorizados. Mortimer Cleveland estaba en pie en la entrada, y se adelantó.
—Temo haberles asustado —dijo—. Tuve que volver por algo.
—¿Por algo? —exclamó el señor Dinsmead con el rostro amoratado y las venas a punto de estallar—. Me gustaría saber por qué.
—Por un poco de té —exclamó Mortimer.
Y con un gesto rápido extrajo un tubo de ensayo de su bolsillo, en el que vació el contenido de una de las tazas que había sobre la mesa.
—¿Qué... qué hace usted? —preguntó el señor
Dinsmead, con el rostro palidísimo, del que había desaparecido todo el acaloro anterior como por arte de magia.
La señora Dinsmead lanzó un gemido.
—¿Lee usted los periódicos, señor Dinsmead? Estoy seguro que sí. Algunas veces se lee la noticia de que toda una familia ha sido envenenada..., ciertos miembros de la misma se recobraron y otros no. En este caso uno hubiera muerto. La primera explicación sería la carne en lata que están comiendo, pero ¿y suponiendo que el médico fuese un hombre receloso y que no se dejase convencer fácilmente por esa teoría? En su despensa hay un paquete de arsénico, y en el estante de debajo un paquete de té. Nada más natural que suponer que el arsénico cayó en el té por accidente... Su hijo sería inculpado de descuido y nada más.
—Yo... yo no sé a qué se refiere —exclamó Dinsmead.
—Creo que sí lo sabe —Mortimer cogió otra taza de té y llenó otro tubo. Al primero le puso una etiqueta roja y al otro una azul.
—El de la etiqueta roja —dijo— contiene té de la taza de su hija Carlota, y el otro de la de Magdalena; y estoy dispuesto a jurar que en el primero se encontrará cuatro o cinco veces mayor cantidad de arsénico que en el segundo.
—¡Está loco! —exclamó Dinsmead.
—¡Oh, pobre de mí! Nada de eso. Usted me dijo hoy mismo, señor Dinsmead, que Magdalena no era hija suya. Y me mintió. Magdalena es su hija. CarIota es la niña que ustedes adoptaron y que es tan parecida a su madre, que cuando hoy tuve en mis manos una miniatura de su madre la tomé por la propia Carlota. Ustedes deseaban que su propia hija heredara la fortuna, y puesto que era imposible ocultar a Carlota, y alguien que hubiera conocido a su madre hubiese comprendido la verdad por su extraordinario parecido, decidieron..., bueno..., poner el arsénico blanco suficiente en el fondo de una taza de té.
La señora Dinsmead lanzó de pronto una risa histérica.
—Té —gritó—; eso es lo que dijo, té, y no limonada.
—¿Es que no puedes callarte? —rugió su esposo.
Mortimer vio que Carlota le miraba con los ojos muy abiertos. Luego sintió que le cogían de un brazo y Magdalena le llevó donde no pudieran oírles.
—Eso... —señaló los tubos de ensayo—. Papá... Usted no... Mortimer le puso una mano sobre el hombro.
—Pequeña —le dijo—, usted no cree en el pasado. Yo sí. Y creo en el ambiente que se respiraba en esta casa. Si su padre no hubiera venido a esta casa, precisamente, quizá... digo quizá..., no hubiera concebido este plan. Guardaré estos dos tubos de ensayo para salvaguardar a Carlota ahora, y en el futuro. Aparte de esto, no haré nada... en agradecimiento, si usted quiere, a la mano que escribió S.O.S.

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