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lunes, 11 de octubre de 2010

EL DIOS SIN CARA -- Robert Bloch





EL DIOS SIN CARA

Robert Bloch

El hombre que estaba extendido en el potro de tortura empezó a gemir. Y cuando la palanca es­trechó aun más el aparato, su gemido se convirtió en un penetrante alarido de dolor.
—¡Bueno! —exclamó el doctor Carnoti, en tono satisfe­cho—. Parece que vamos a persuadirle a hablar.
Luego se inclinó sobre el infeliz y le dijo:
—Muy bien, Hassan. Creo que no necesitarás más estímu­los, ¿eh? Dime, pues, dónde se encuentra ese ídolo.
Hassan emitió entonces una serie de sonidos guturales, y el doctor Carnoti se vio obligado a arrodillarse a su lado, para poder entender su embarullado murmullo. Aquel conjunto de frases incoherentes duró unos veinte minutos, y después el doctor se enderezó impresa en su semblante una expresión complacida, para dirigirse a la única puerta del penumbroso recinto, mas no sin dirigir antes una elocuente seña al negro que manejaba la máquina del tormento. Segui­damente salió, en tanto que el verdugo asentía en silencio, desenvainaba su afilado sable y lo alzaba sobre su cabeza, empuñado con ambas manos...


Motivos sobrados tenía el doctor Carnoti para sentirse contento. Durante varios años había sido lo que vulgarmente se denomina «un aventurero». Sus actividades comprendían diversos «negocios», entre los que contaban el contrabando de objetos antiguos, e incluso la trata de negros, nefando co­mercio que se vereficaba en algunos puertos del Mar Rojo. Carnoti había llegado a Egipto muchos años atrás, como miembro de un expedición arqueológica, de la que había sido expulsado por causas no muy bien conocidas, aunque se ru­moreaba que tenían relación con un intento de robo de va­liosas antigüedades. Después de su expulsión, nada se había sabido de él... hasta transcurridos varios años, en que apa­reció en El Cairo, al frente de su establecimiento del barrio indígena, donde había adquirido la turbia reputación de negociante sin escrúpulos que le acompañaba por dondequiera que fuese, así como cuantiosos beneficios financieros. Y la verdad era que Carnoti parecía hallarse muy satisfecho con las dos cosas.
En la época en que comienza este relato, tenía cuarenta y cinco años, y mucha experiencia en asuntos reñidos con las leyes. Pese a lo que pudiera sugerir su apariencia vulgar, pues era de mediana estatura y gruesa complexión, poseía conside­rable energía y tesón, cualidades que le procuraban el respeto o el temor de los que con él se relacionaban y que a veces le servían para encubrir su carácter solapado y ruin y su insaciable codicia.
Ese ambicioso natural fue lo que le incitó a emprender aquella nueva aventura. Por lo general, no era Carnotí de­masiado crédulo. Por eso no le impresionaban las noticias que oía acerca de pirámides perdidas en el desierto, tesoros enterrados o momias robadas. Prefería interesarse en cues­tiones más remuneradoras, como lo eran, por ejemplo, un alijo de alfombras, una partida de opio o un cargamento de mercancía humana, pero sus últimos informes habían vuelto a suscitar su anterior interés por los objetos antiguos. No en balde había aprendido a distinguir las simples fábulas dé las noticias fidedignas. Sabía que la mayor parte de los im­portantes descubrimientos realizados por los arqueólogos se habían originado de aquella forma: por un ligero comentario, captado al azar. Y la historia narrada por el desventurado Hassan tenía el sello inconfundible de la verosimilítud.
Ésta era la historia, referida brevemente: un grupo de nó­madas, portadores de mercancías prohibidas, iba recorriendo una ruta secreta del desierto, apartada de las que siguen nor­malmente las caravanas. Al pasar por cierto lugar, los ca­melleros advirtieron una roca de forma extraña, que aflo­raba a medias de la arena. Detuviéronse entonces, para examinarla de cerca, y realizaron un portentoso descubrimiento. Lo que sobresalía de la arena era la cabeza de una antigua estatua egipcia, adornada con la triple corona de una deidad. Ninguno de los nativos pudo reconocer aquella imagen tan bien conservada en las zonas del sur del desierto, y situada a más de trescientos kilómetros del más cercano poblado; ninguno había podido penetrar su insondable misterio, pero a todos resultó evidente su incalculable valor, como lo demostraron al señalar el sitio con dos grandes peñas, a fin de encontrarlo fácilmente, en caso de que volvieran por allí. A continuación, reanudaron la marcha, pues no tenían tiem­po para desenterrar la estatua. Y cuando llegaron al término de su viaje, refirieron la historia, que poco después era oída por el doctor Carnoti, lo mismo que sucedía con todos los relatos procedentes de viajeros.
Poco tardó Carnoti en apreciar el descubrimiento en su verdadero significado. Si se hubiera tratado de una historia relativa a algún tesoro, la habría considerado con más cau­tela y escepticismo, pero un ídolo... eso era diferente. Re­cordaba los vagos indicios que habían dirigido a los primeros exploradores, a aquellos hombres que en el fondo no eran más que rapaces buscadores de riquezas, y comprendía que detrás de la estatua negra podía hallarse una fabulosa for­tuna, mucho más valiosa para él que todos los tesoros de Egipto. Y si aquellos exploradores se habían enriquecido con sus descubrimientos, ¿por qué no podía enriquecerse él también? Suponiendo que el referido ídolo fuese totalmente desconocido como deidad, como parecía indicarlo el hecho de haber sido descubierto en tan apartadas regiones, su ex­hibición ocasionaría indescriptible interés y le abriría a él las puertas de la fama. Y además, tal vez pudiera convertirle en iniciador de un nuevo camino para las exploraciones ar­queológicas.
Dispuesto a realizar un intento, el doctor Carnoti decidió obrar con las máximas precauciones, a fin de no suscitar sospechas. Por eso se había abstenido de interrogar abiertamente a los camelleros árabes que habian efectuado el descubrimiento. En su lugar, dos de sus hombres habían secuestrado al viejo Hassan, a quien tuvo que someter a tortura para obtener el relato completo. Hassan había estado pre­sente en aquella ocasión, y aunque al principio se mostró renuente a contestar, los «persuasivos» métodos dc Carnoti habían quebrantado al fin su resistencia.
Dos días más tarde, y una vez situado en el mapa el punto en que se encontraba la estatua, el aventurero contrató a un reducido numero de nativos y explicó a sus amistades que iba a emprender un viaje por el sur. Luego se procuró un intérprete digno de su confianza, se aprovísionó de viveres y agua para seis días, pues tenía intención de regresar por vía fluvial, y a la siguiente mañana se puso en marcha, al frente de la expedición, en la que figuraban varios camellos ligeros y un tiro de asnos que arrastraban una enorme y vacía carreta.


La llegada al lugar indicado en el mapa se efectuó en la mañana del cuarto día de camino. Desde lo alto del camello en que iba montado, el doctor Carnotí avistó las dos enhies­tas peñas citadas por Hassan y ordenó que se instalara allí mismo el campamento. A continuación, sin tener en cuenta el intenso calor ni conceder el más mínimo descanso a sus hombres, los llevó hasta las piedras para obligarles a que las retirasen. Segundos después, una múltiple exclamación de asombro y pavor brotó de las gargantas de los nativos, al aparecer el remate de una negra y gigantesca corona, cada una de cuyas puntas mostraba complicados dibujos.
Presa de creciente excitación, Carnoti se inclinó y exami­nó aquellas imágenes, que representaban extraños monstruos sin cabeza, animales vestidos con túnicas y dioses egipcios enzarzados en combate con horribles demonios. Nada tenía de particular el hecho de que los nativos se sintieran cons­ternados. Habían comenzado a chacharear en tono bajo, mientras que se apartaban de la estatua y de la inclinada figura de su jefe. Pero a éste no le impresionaban las reaccio­nes de sus hombres ni sus comentarios, entre los que le pa­reció haber oído mencionar a «Nyarlathotep», así como al­gunas alusiones al «Emisario del Diablo». Por eso, tras haber examinado las imágenes, volvió a dirigirse a los nativos y les ordenó que dieran comienzo a la excavación, para repetir luego la orden en tono apremiador, mas sin ningún éxito, pues ninguno se mostró dispuesto a obedecer.
Por último, el intérprete dio un paso al frente y se en­caró con el «effendí», a fin de hacerle saber lo siguiente: que ni él ni los demás le habrían acompañado si hubiera sabido lo que iba a pedírseles que hicieran. Que ninguno de ellos tocaría la imagen de aquella deidad, y que al mismo tiempo le aconsejaban a él que no la tocase, para no incurrir en las iras del Viejo Dios, el Dios Secreto. Que tal vez no hubiese oído mencionar nunca el «effendí» a Nyarlathotep, era el dios de la resurrección, así como el Mensajero Negro de Karne­ter, y de acuerdo con cierta leyenda, un día habría de devol­ver la vida a los muertos, pero era necesario substraerse a su maldición, porque...
Conforme escuchaba aquella perorata, el doctor Carnoti iba sintiéndose cada vez más irritado. De pronto, interrum­pió al que hablaba y volvió a ordenar a los nativos que empezaran el trabajo inmediatamente. Y con objeto de dar énfasis a su orden, desenfundó sus dos revólveres, mientras gritaba a voz en cuello que asumía la responsabilidad por aquella profanación y que nadie tenía nada que temer de un vulgar ídolo de piedra. Ante tales argumentos, pero más presumible­mente por influencia de la vista de las armas, los nativos empezaron a cavar, aunque con la mirada apartada del ídolo.
Al cabo de unas cuantas horas de trabajo, toda la estatua quedó al descubierto. Y si la visión de su corona había im­presionado tanto a los indígenas, no fue éxtraño que quedaran luego casi paralizados de espanto. Imposible parecía que aquella masa de piedra esculpida hubiera permanecido tanto tiempo enterrada. Su aspecto general infundía terror, a causa de la sensación de misterio inescrutable que producía su pre­sencia en tan desolada inmensidad, así como por el increíble estado de perfecta conservación en que se encontraba. Su forma evocaba la de una esfinge de regular tamaño, una es­finge con alas de buitre y cuerpo de hiena. Sus miembros estaban provistos de aguzadas garras. Y sobre su cabeza antropomorfa descollaba la triple corona cuyos dibujos ha­bían provocado el espanto de los nativos. No obstante, lo que más impresionante resultaba era la carencia de rostro de aquella pavorosa imagen. Era un dios sin cara, el alado dios Nyarlathotep, el «Emisario Poderoso», «El que Camina en­tre las Estrellas», el «Señor del Desierto».
Ni que decir tiene que Carnoti no cabía en sí de puro gozo. Con sonrisa complacida miraba aquel amplio espacio vacío, correspondiente al lugar que debía haber ocupado el rostro del ídolo, y abstraído como estaba con su entusiasmo, no prestó atención al constante murmullo de voces ni a las miradas que los nativos le dirigían. No se enteró, por tanto, de lo que sus hombres estaban diciendo. Y más le habría valido interesarse en sus conversaciones, porque aquellos hombres sabían, como lo sabe todo Egipto, que Nyarlathotep es también el dios del mal. Por eso siglos atrás sus templos y sus imágenes habían sido destruidos y sus adoradores con­denados a muerte y ejecutados. Por eso se había prohibido su culto y se había borrado su nombre del «Libro de los Muertos». Aquel dios maligno era el protector de los hechi­ceros y de la magia negra. Y de acuerdo con la leyenda, había salido del desierto, y al desierto había vuelto. Luego, los hom­bres habían empezado a adorar a otras divinidades menos ominosas, para terminar adorando a los dioses benéficos, pero los que conocían la historia de Nyarlathotep afirmaban que al cabo de muchos años, y coincidiendo con extraños fe­nómenos, el terrible dios volvería a aparecer entre los hom­bres, procedente del desierto, sin que sus pasos dejaran hue­lías sobre la arena, como no fueran los cadáveres de los desdichados incrédulos que se atreviesen a mirarlo.
Aquella leyenda se había difundido por Europa en tiem­pos de las cruzadas, transmitida por los que regresaban de tierras sarracenas. Y en los relatos referentes a la misma se aludía a la terrible deidad con diversos nombres, entre los que figuraba el de «Emisario de Asmodeo» y «Hombre Ne­gro». También se refería a Nyarlathotep el Libro de Eibon, si bien en forma indirecta, porque en los tiempos en que fue escrito no se permitía su culto. Aquella leyenda había perdurado a lo largo de los siglos. Y los nativos que acompa­ñaban a Carnoti la conocían, aunque de modo impreciso e incompleto. En consecuencia, al advertir la corona de la es­tatua, se sintieron sobrecogidos y decidieron huir, alejarse de aquel lugar maldito... ¡ y cuanto antes!
Por su parte, Carnoti no hacía ningún caso de la excita­ción que dominaba a sus hombres, a los que consideraba estú­pidos por demás. No le interesaba en absoluto lo que pudie­sen comentar. Lo único que le importaba era lo que habría de hacer al día siguiente: colocar la estatua en el carro y volver a la orilla del Nilo, para embarcarla allí. Entonces empezaría su triunfo. Entonces reconocerían los funcionarios egipcios su indudable perspicacia en materia de investigacio­nes arqueológicas. Sabía que le llamaban charlatán, tram­poso, aventurero, impostor y otras cosas por el estilo. Y se regocijaba al pensar en el cambio que iba a operarse en los que hasta entonces habían sido sus detractores. ¡ Buena lección para todos aquellos imbéciles! En cuanto a la maldi­ción inherente a la leyenda... ¡pamplinas! ¿Qué era lo que estaba diciendo en aquel momento el idiota del intérprete, con melodramática entonación?
—Nyartlathotep es el Negro Mensajero de Karneter. Pro­cede del desierto. Camina sobre las ardientes arenas y sigue a su presa, inexorablemente, a través de todo el mundo, que es dominio suyo.
«Tonterías», pensó el doctor Carnoti. Como todas las le­yendas egipcias. Estatuas de personas con cabezas de aní­males... faraones que mandaban construir pirámides para conservar momias... Sí; él conocía bastantes historias re­lativas a maldiciones, a exploradores que habían muerto mis­teriosamente al entrar en una tumba que acababan de profa­nar. No le extrañaba, así, que aquellos pobres nativos se sin­tieran tan alarmados, pero a pesar de su alarma, tendrían que obedecerle y cargar el ídolo en el carro, aunque tuviera que dísparar sobre ellos.
Poco después, en el interior de su tienda, el aventurero se dispuso a comer con toda tranquilidad. Luego se acosta­ría, a fin de levantarse muy temprano. Porque a la mañana siguiente...


Carnoti se despertó sobresaltado, con la impresión de que sólo había dormido un par de horas. Aún era de noche. Y no se oía ni un solo rumor en el campamento. De la lejanía llegó a oídos de Carnoti el agorero aullido de un chacal, pero a continuación, completo silencio. Extrañado, el aventurero se levantó y fue hasta la abertura de la tienda... e inmediatamente empezó a desgranar una serie de airadas impreca­ciones.
El campamento había desaparecido. Apagados los fuegos, hombres, animales y carro fuera de la vista, sólo quedaba Carnoti, en medio de aquella desierta inmensidad. Y lo peor de todo era que lo habían dejado sin comida ni agua. Solo. Completamente abandonado, rodeado por mares de arena y rocas, sumido en un mundo de silencio. Silencio ominoso, como el de las tumbas, como el de los sarcófagos en que ya­cían las momias, condenadas a eterna inmovilidad...
De pronto, Carnoti notó una especie de escalofrío, al re­cordar las palabras de los nativos. ¡Nyarlathotep! ¡La ven­ganza del dios del Desierto! Pero en seguida desechó sus temores y se preparó para obrar de modo razonable. ¿Qué podía hacer un hombre en semejante situación? Intentar un único recurso: el de tratar de llegar a un punto habitado. Claro que para ello debería caminar sin descanso, día y no­che, quizá durante varios días ¡sin comer ni beber! ¡Y el tórrido sol del mediodía!
Con un esfuerzo, dominó su alterada imaginación y se aprestó a emprender inmediatamente la marcha. En direc­ción al norte, como era lógico. Y al recordar lo que había dicho el intérprete, en la tarde anterior, al indicar que la estatua miraba al norte, fue hasta la excavación, pero sólo para recibir allí otra sorpresa. Antes de marcharse, los na­tivos habían vuelto a cubrir con arena al ídolo, de modo que no podía averiguarse hacia qué punto estaba orientado. Para colmo de desdichas, unas nubes ocultaban por completo el firmamento, impidiendo también la orientación por medio de las estrellas.
Presa de intenso furor, Carnoti maldijo entre dientes a aquellos nativos y empezó a caminar sin rumbo, impresa en su mente una sola idea: la de no cejar en su empeño. Debía aprovechar las horas de la noche para recorrer la mayor distancia posible de incierto camino; para alejarse cada vez más de su solitaria tienda, que allí quedaba como mudo tes­tigo de la empresa, pero a pesar de que trató de olvidarse del dios perseguidor, no lo consiguió. No podía negar que había violado un lugar sagrado, y de acuerdo con la leyenda, la mal­dición de Nyarlathotep habría de alcanzarle, aunque fuera a refugiarse en el otro extremo del planeta.


Horas después, las arenas del desierto adquirieron un ma­tiz morado, que poco a poco fue transformándose en violeta, y luego en rosado, como anuncio del amanecer, pero Carnoti no se dio cuenta de tan bello fenómeno, porque estaba pro­fundamente dormido. Sus fuerzas le habían abandonado mu­cho antes de lo que había previsto, y allí se encontraba en aquel momento, junto al comienzo de una pequeña ondula­ción del terreno.
Se despertó al notar en su rostro la caricia de los prime­ros rayos solares. Y en su extraviada mirada se traslucía el horror de la pesadilla que acababa de conturbar su sueño... El dios sin cara avanzaba detrás suyo, sin apresurarse, como si estuviera seguro de que tarde o temprano le alcanzaría... Y él corría y corría, hasta que sus píes se negaban a sopor­tarle... mientras la espantosa deidad se le aproximaba...
Carnoti se puso de rodillas y exhaló un suspiro, antes de levantarse y mirar en todas direcciones. Luego reanudó la marcha, trabajosamente, hundiendo los pies en la arena, inclinada, la cabeza hacia abajo... A su pesar, volvían a tortu­rarle las imágenes de su pasado sueño. Veía otra vez al monstruoso ídolo negro, con su majestuoso porte, con su cabeza desprovista de rostro, siguiéndole sin descanso. Y ni el in­tenso calor del sol africano lograba distraerle de sus negros pensamientos. A eso del mediodía se decidió a volverse a me­dias, para mirar hacia atrás... y se quedó aterrado, al ver allí, en la cumbre de una colina, la amenazadora figura del ídolo... ¡pero esta vez con rostro, en el que lucían como brasas dos ojos que le miraban!
Aquello fue lo último que vio Carnoti, antes de caer sin sentido. Cuando se despertó el sol brillaba con todo su es­plendor, como si quisiera incendiar la bóveda celeste. Empa­pado en sudor, el aventurero abrió los ojos, al par que se sentía aliviado, al hallarse aún con vida. Luego se puso en pie y dio unos pasos vacilantes, mientras volvía a desazonarle el tormento de la sed. Y como le cegaba el resplandor solar, como los demonios de la locura empezaban a danzar en su aturdida mente, empezó a caminar de modo maquinal, apre­tados los párpados, sin más interés que el de seguir aleján­dose del último lugar en que había estado. Tal vez le son­riera la suerte, después de todo. Tal vez coincidiese en su camino con alguna caravana, a pesar de que se encontraba en una zona no frecuentada por los viajeros del desierto.
Horas después, una chispa de lucidez le obligó a pararse en seco. ¿Cómo era posible que se hubiese olvidado? ¡ El sol! Aquel sol radiante que estaba achicharrándole podía haberle indicado la ruta hacia el norte. Si no hubiera estado tan extenuado, en la tarde anterior... Pero esta vez no ocurriría lo mismo, esta vez, cuando llegara el momento del ocaso, el sol le indicaría dónde se encontraba el oeste. Y entonces, bien orientado, continuaría caminando hacía el norte, sin riesgo de extravío.
Aquel día no parecía que fuera a tener fin. Horas y horas de calor abrasador; horas y más horas de constante caminar sobre ardientes arenas, frente a un horizonte que nunca cam­biaba, y sin la distracción que podría proporcionarle un es­pejismo, pese a su engañosa apariencia de vergel. Porque ni una sola sombra se veía en muchos kilómetros a la redon­da, ni una sola sombra que alterase la montonía de aquella inmensa extensión arenosa. ¿Ni una sola sombra? Entonces, ¿qué era aquello que estaba allá, en la cima de una pequeña ondulación? «Aquello» que se movía sobre la sinuosa línea que habían dejado sus pies... ¿Alguna alucinación?
Carnoti tornó a estremecerse, enfrentado con la horrenda realidad. Una sombra que avanzaba sobre sus huellas, que le perseguiría hasta el fin... Todos se lo habían advertido; los nativos, el intérprete... y el desventurado Hassan, antes de morir en la sala de tortura. Y la leyenda le atormentaba en aquel momento; la leyenda de Nyarlathotep, el Señor del Desierto, cuya aterradora figura aparecía sobre aquella loma.
Maldiciendo su destino, Carnoti echó a correr. ¿Por qué habría tocado aquella estatua? ¿Por qué se habría mofado ante los nativos de modo tan irreverente? Propúsose enton­ces no volver nunca más al lugar en que se hallaba el ídolo, renunciar a sus dueños de riqueza y... y seguir corriendo, aunque sus pies estuvieran llagados, aunque fuese cortándosele el resuello. A pesar de que sus ojos iban quedándose sin vista, porque no podía explicarse de otra forma el extraño fenómeno que estaba sucediendo. Aquellas estatuas, aque­llas imágenes que de pronto habían surgido ante él, cual si trataran de cortarle el paso, ¿serían efecto de su turbulenta fantasía? Algunas estaban de pie, mirándole con aire impa­sible. Otras aparecían en diversas actitudes, amenazadoras, como si se dispusieran a arrojarse sobre él para despedazarle. Y todas carecían de rostro, todas mostraban un hueco vacío donde debían haber tenido la cara.
Fueron pasando así las horas de aquella tarde, y llegó la puesta del sol, y se encendieron en el cielo las estrellas, sin que Carnoti tuviera noción del tiempo que transcurría ni de su propio cansancio. La sombra de Nyarlathotep continuaba a su zaga, dirigiéndole, al parecer, en una determinada direc­ción. Hasta que de modo imprevisto, se detuvo bruscamente y exhaló un gemido. Había llegado a la cumbre de una loma, y allí, frente a él, podía ver la tienda y los restos del cam­pamento, tal como los había dejado en la noche anterior... o en la anterior a ésta... ¿qué importancia teñían veinti­cuatro horas, comparadas con la eternidad? Entonces no dudó más de lo que su sino le reservaba. Resignado, en me­dio de su locura, empezo a correr en dirección a las dos pe­ñas que marcaban el sitio en que estaba el ídolo.
Y entonces, también, sucedió lo que había estado temien­do: el espantoso acto final de su tragedia. Con una especie de trueno, las arenas que rodeaban a las peñas empezaron a a deslizarse hacia él, al tiempo que la enterrada estatua as­cendía sobre un alto pedestal, iluminado por la claridad de la luna; para quedar elevada, para que los brillantes ojos que lucían a través de la abertura de su rostro se clavasen en la figura del extenuado caminante. No le importaba ya a éste el final de su aventura; antes al contrarío, deseaba que se cumpliese el castigo, para dejar de sufrir. Alzó entonces la vista hacia la espantosa estauta, que desplegó sus alas... an­tes de volver a hundirse en las arenas con horrísono fragor.


Nada quedó sobre la superficie de aquel lugar del desier­to, a excepción de una cabeza humana que se movía débilmente, mientras el cuerpo unido a la misma pugnaba por librarse de la movediza arena que lo aprisionaba. Brotaban de sus labios airadas impreciones, que a poco se convirtieron en angustiosos lamentos, para acabar con una sola palabra, musitada en tono trémulo:
—Nyarlathotep...
Cuando llegó la mañana, Carnoti seguía con vida. Luego, los rayos del sol fueron calentándole el cerebro, cada vez más intensamente, acentuándole el horror de su agonía... pero no por mucho tiempo, porque poco después del mediodía, y como atraídos por una fuerza sobrenatural, los buitres que habían estado volando en circulo alrededor de aquel lugar empezaron a descender lentamente, para rematar la ven­ganza de Nyarlathotep, el dios sin cara, Señor del Desierto.


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