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viernes, 24 de septiembre de 2010

Casi Humanos -- Ruth Rendell


Casi Humanos

(Ruth Rendell)

Jefe estaba tumbado sobre el sofá, medio dormido. Monty estaba sentado frente a él, tieso en su silla. Ninguno de los dos se movió cuando Dick se sirvió una ginebra con agua. No les gustaban las bebidas fuertes, y a Jefe ni siquiera su olor, aunque no tenía costumbre de expresar sus opiniones. De vez en cuando Monty bebía cerveza en George Tavern con Dick. Lo que le molestaba era el humo del tabaco; cuando le llegó una bocanada del Capstan de Dick, estornudó.
-Jesús -dijo este.
Seria mejor que se fumase el resto en la cocina mientras les preparaba la cena. No sería justo que Monty comenzase a toser a su edad por su culpa. Podía hasta contagiarle su bronquitis. No había nada que Dick no estuviera dispuesto a hacer por el bienestar de Monty. Sin embargo, cuando hubo sacado el filete de la nevera y volvió al salón a coger su bebida, fue a Jefe a quien se dirigió. Monty era su amigo y el mejor compañero del mundo. A Jefe no se le podía considerar como tal, sino más bien como una autoridad a la que respetar y obedecer.
-¿Tienes hambre, Jefe?
Jefe se levantó del sofá y entró en la cocina. Dick lo siguió. Había anochecido casi del todo, aunque todavía había luz suficiente para ver el jersey de Monty, el viejo jersey de cuadros que todavía colgaba del tendedero. Lo rriejor sería recogerlo, no fuera a llover por la noche. Dick salió al patio con la vana esperanza de que el viejo Tom, el vecino de la casa de al lado, no viera la luz de la cocina y saliera. Pero ya podía tener las esperanzas que quisiera, porque era inútil. En cuanto quitó la primera pinza, oyó que abría la puerta y le decía con su cascada y quejumbrosa voz:
-Va a hacer frío esta noche.
-Mmm -gruñó Dick.
-No me extrañaría que helase.
¿Y qué más daba? Dick vio aparecer la sombra de Jefe, grande y angulosa, en el rectángulo de luz. De pie, tal como estaba ahora apoyado contra la cerca, Jefe le sacaba más de una cabeza al viejo Tom, quien retrocedió, sonriendo nerviosamente.
-Vamos, Jefe -dijo Dick-. Es hora de cenar.
-Son como niños, ¿verdad? --dijo el viejo Tom con su quejumbrosa voz-. Casi humanos. Es extraordinario. Mire, mire, entiende todo lo que usted dice.
Dick no respondió. Siguiendo a Jefe, entró en la cocina y cerró la puerta bruscamente. Si algo le molestaba era que la gente pensara que al comparar a los animales con los seres humanos les estaban haciendo un cumplido. Como si Jefe y Monty no estuvieran en todos los sentidos, tanto mental y físico como moral, cien veces mejor que cualquier ser humano que él hubiera conocido jamás. Como niños... Qué idiotez. Cuando los niños querían cenar, lloraban, se ponían pesadísimos y no hacían más que estorbar. Sus perros, en cambio, pacientes, estoicos y resueltos, aguardaban sentados, quietos y en silencio, mirando cómo les llenaba los cuencos de barro con carne, harina y complementos vitamínicos. Y cuando dejaba los cuencos en el suelo el uno al lado del otro, se acercaban a ellos con plácida dignidad.
Dick observó cómo comían. A sus catorce años, Monty tenía el mismo buen apetito de siempre, aunque tardaba más en comer que Jefe. Sus colmillos ya no eran los de antaño. Cuando hubo rebañado el plato, el viejo perro hizo lo que ya hacía cuando solo era un cachorro: acercarse a Dick y apoyar su gris hocico sobre la palma de su mano extendida. Dick le acarició las orejas.
-Buen perro -dijo. Le parecía ridícula la costumbre que tenía la gente de llamar a los perros «chico». Los perros no eran chicos. Los chicos eran sucios, y ruidosos, olían mal y eran unos incontrolados-. Eres una monada. Sí, eso es lo que eres, un buen perro...
Jefe tenía un porte más distinguido. Semejantes muestras de cariño y agradecimiento habrían resultado incongruentes con su pedigrí y su prestancia. Como sabían guardar las distancias, Dick y Monty se apartaron para dejar que Jefe atravesara majestuosamente la puerta y se echase de nuevo en el sofá. Dick acercó la silla de Monty al radiador. Las seis y media. Acabó su ginebra.
-Ahora tengo que salir -dijo-, pero volveré antes de las diez como muy tarde, así que os podéis echar un sueñecito y cuando vuelva saldremos a dar un buen paseo. ¿De acuerdo?
Monty lo acompañó hasta la puerta. Siempre lo había hecho y siempre lo haría, a pesar de que tenía las patas entumecidas por el reumatismo. Todos nos hacemos viejos -pensó Dick-, tengo que hacerme a la idea. Voy a perderlo este año o el siguiente... Se arrodilló al lado de la puerta e hizo lo que nunca le había hecho a hombre, mujer o niño, esa asquerosidad que tanto le repugnaba cuando veía a un ser humano hacérsela a otro. Cogiendo la cabeza de Monty con las manos, apretó los labios sobre su arrugada cabeza. Monty meneó la cola y emitió unos gruñidos de felicidad. Dick cerró la puerta y sacó el coche del garaje.
Avanzó por la calle y, tras recorrer trescientos metros, se detuvo al lado de la cabina. Para los negocios nunca utilizaba su propio teléfono, sino una de las cabinas que había entre su casa y George Tavern. Cinco minutos más y sonaría. A menos que algo volviera a salir mal, por supuesto. Mejor dicho, a menos que, una vez más, las cosas no estuvieran saliendo tal como ella las había planeado. Era una estúpida... ¿Una estúpida qué? Dick detestaba la costumbre de utilizar nombres femeninos de animales (perra, vaca, zorra...) para insultar a las mujeres. Cuando quería expresar la aversión que tenía hacia el sexo, empleaba una de las sucintas palabrotas que había para ello o la peor que se le podía ocurrir: mujer. Y esta fue la que utilizó en aquel momento, pronunciándola con énfasis: ¡No era más que una estúpida, puñetera, codiciosa y maldita mujer!
Cuando vio que su reloj estaba a punto de marcar las siete menos cuarto, entró en la cabina. Solo tuvo que esperar sesenta segundos. El teléfono sonó justo a
menos cuarto. Dick cogió el auricular y dijo la contraseña con la que indicaba que era él quien había respondido y no algún entrometido metomentodo que respondía al teléfono porque le venía en gana.
Era la primera vez que oía su voz, una voz nerviosa, de clase alta, que estaba a miles de kilómetros de cualquier mundo en que él se hubiera movido jamás.
-Esta noche va a salir bien.
-Ya era hora. -Las operaciones previas habían sido organizadas en su conjunto mediante el contacto que él empleaba y, sin embargo, todos y cada uno de los planes habían fracasado por culpa de un retraso sufrido por la otra parte. Hacía mes y medio que le habían dado el soplo y la primera entrega-. A ver, ¿de qué se trata?
Ella se aclaró la garganta.
-Escucha. No quiero que sepas nada sobre nosotros... Es decir, quiénes somos. ¿De acuerdo?
Como si a él le importara quiénes eran o qué bajas pasiones habían llevado a esa mujer a llamar a ese teléfono y meterse en esa conspiración. Aun así, dijo desdeñosamente:
-Saldrá en los periódicos, ¿no?
La mujer habló con un hilo de voz a causa del miedo.
-¡No pretenderás hacerme chantaje!
-También podríais vosotros hacerme chantaje a mí. Es un riesgo que tenemos que correr. Ahora cuéntame de qué se trata, venga.
-De acuerdo. No ha estado bien, aunque ahora ya se encuentra mejor y ha empezado a dar su paseo como de costumbre. Saldrá de esta casa a las ocho y media y tomará el camino de West Heath en dirección a Finchley Road. No es necesario que sepas a dónde va o por qué motivo. No es asunto tuyo.
-Me trae sin cuidado -dijo Dick.
-Lo mejor será que esperes en una de las partes más solitarias del camino, lo más lejos de las casas.
-De eso me ocupo yo. Conozco la zona. ¿Cómo sabré que es él?
-Es fornido, tiene cincuenta años, altura media, pelo plateado y bigotillo. No llevará sombrero. Vestirá un abrigo negro con cuello de piel negra sobre un traje de tweed gris. Seguramente llegue a la mitad del camino de West Heath para las nueve menos diez. -La voz le tembló un poco-. No será muy aparatoso, ¿verdad? ¿Cómo vas a hacerlo?
-¿Esperas que te lo diga por teléfono?
-No, será mejor que no. ¿Has recibido los primeros mil?
-Hace mes y medio -dijo Dick.
-No pude evitar el retraso. No fue culpa mía. Recibirás el resto en el plazo de una semana, del mismo modo que recibiste los primeros...
-Por la vía de costumbre. ¿Eso es todo? ¿Es todo lo que he de saber?
-Creo que sí -dijo ella-. Hay algo más... No, da igual. -Vaciló-. No me fallarás, ¿verdad? Esta noche es la última oportunidad. Si no sucede esta noche, ya
no tendrá sentido que suceda. Toda la situación cambiará mañana y yo voy a...
-Adiós -dijo Dick, colgando el auricular de golpe para no oír más aquella voz que ya empezaba a ponerse histérica.
No quería conocer las circunstancias ni enterarse de sus enfermizos sentimientos. Puñetera mujer... Y eso que él no tenía ningún tipo de escrúpulos. Habría matado a cien hombres por lo que ella le estaba pagando por matar a uno y solo estaba interesado en el dinero. ¿Qué le importaba quién era él o ella o por qué quería eliminarlo? Podría ser su esposa o su amante. ¿Qué más daba? Ese tipo de relaciones le eran extrañas y la idea de lo que implicaban le asqueaba: besos, abrazos y eso que hacían como... no, como animales no. Los animales eran decentes, decorosos. Lo hacían como personas. Escupió en la esquina de la cabina y salió al frío aire de la noche.
Mientras se dirigía a Hampstead pensó en el dinero. Entre esa suma y los ahorros que había reunido tendría suficiente para el objetivo que se había propuesto. Llevaba años, desde que había sacado a Monty de la tienda de animales, trabajando para este fin. Estafas, un par de asesinatos por venganza, alguna que otra paliza, estudiar lugares para cometer robos... Todo lo que había hecho había sido lucrativo y, como vivía modestamente (la comida de perros era su mayor gasto), había conseguido casi lo suficiente para comprarse una casa a la que había echado el ojo. Era una pequeña granja situada en Escocia, en la costa noroccidental y a kilómetros de distancia del pueblo más cercano, y tenía el suficiente terreno alrededor para que Monty y Jefe pudieran correr libremente durante todo el día. Le gustaba imaginarse cómo iban a reaccionar cuando vieran su parcela de brezales y los conejos que tendrían para perseguir. Le sobraría bastante dinero para vivir sin trabajar durante el resto de su vida, y tal vez pudiera comprarse más animales, un caballo quizá, y un par de cabras... Eso sí, no tendría más perros mientras Monty siguiera vivo. No sería justo, y le parecía mal, el colmo de la traición, hacer planes para cuando muriera...
Lo que no habría en ningún lugar cercano a su casa sería gente. Con suerte no tendría que oír una voz humana desde el final de cada mes hasta el siguiente. La raza humana, y su repugnante rostro, quedaría excluida para siempre. En aquellas colinas, con la compañía de Monty y Jefe, se olvidaría de los cuarenta años que había tenido que soportar la crueldad y vileza de la gente; de su borracho y cruel padre; y de su madre, que solo se había preocupado de los hombres y de pasárselo bien. Luego había tenido que soportar a la familia adoptiva, el reformatorio, a las chicas de la fábrica, que se habían reído de su timidez y su cara llena de granos, y a los patrones, que no lo habían aceptado por tener antecedentes en lugar de un título. Por fin iba a estar tranquilo.
¿Que tenía que matar a un hombre para conseguirlo? No sería la primera vez que lo hiciera. Lo mataría sin emoción ni interés, con la misma facilidad con que el matarife acaba con un cordero y con la misma poca compasión. En primer lugar le daría un leve golpe en la cabeza, lo justo para atontarle (a Dick no le preocupaba hacer daño, sino mancharse la ropa de sangre), y luego el apretón decisivo justo ahí, en el hioides...
Tocándose el cuello para localizar el punto, Dick aparcó y entró en un bar para beber otra ginebra con agua y tomar un sándwich. El gato del dueño se le acercó y se sentó sobre su rodilla. Dick atraía a los animales como si fuera un imán. Ellos sabían quiénes eran sus amigos. Era realmente una lástima que Jefe tuviera tanto odio a los gatos, porque de lo contrario tal vez se hubiera planteado incluir un par en su casa de fieras escocesa. Las siete y media. Dick siempre hacía los trabajos con tiempo de sobra. Las cosas había que hacerlas con tranquilidad. Depositó al gato suavemente en el suelo.
A las ocho ya había atravesado Hampstead, conduciendo por Branch Hill a lo largo del lago de Whitestone, y había aparcado el coche en West Heath Road. Hacía una bonita noche estrellada, aunque gélida, tal como había pronosticado aquel viejo idiota. Se quedó unos minutos sentado en el coche, cavilando si había alguna cosa, por lejana que fuera, por la que se le pudiera relacionar con la mujer con que había hablado. No, no había nada. Su contacto era tan digno de confianza como cualquier ser humano pudiera serlo y el método de entrega del dinero seguro. En cuanto a que se le pudiera asociar con el hombre al que iba a matar, Dick sabía que el único asesinato seguro era el de un completo desconocido. Por suerte para él y para sus clientes, él era un desconocido para todo el mundo de los hombres.
Lo mejor sería subir y ver el camino ahora. Dejó el coche en Templewood Avenue lo más cerca posible del lugar en que el camino se separaba de esta para atravesar West Heath. No presentaba verdaderos peligros, aunque siempre convenía asegurarse de que se disponía de una vía de escape rápido. Entró en el camino. Se trataba de una empinada callejuela de aproximadamente metro y medio de ancho flanqueada por cercas de jardines y provista de escalones en aquellos lugares en que la inclinación era demasiado pronunciada. En lo alto había una farola y otra unos cincuenta metros más lejos, donde el camino estaba tapiado. Entre las luces había un tramo arenoso de mayor extensión, salpicado de árboles y arbustos. Lo haría allí, decidió. Aguardaría entre los árboles hasta que el hombre apareciese por la parte tapiada y se alejara del primer círculo de luz. Antes de que llegase al segundo, cuando se hallara en la parte más oscura, iría por él. No había tejados a la vista, solo las traseras de unos extensos jardines, selváticos y oscuros, y aunque las estrellas brillaban, la luna era solo una tenue curva blanca que arrojaba poca luz.
Por suerte, la mayoría de la gente se había quedado en casa a causa del penetrante frío. Cuando estaba pensando en esto, oyó unos pasos a lo lejos y su mano apretó la almohadillada barra de metal que llevaba en el bolsillo. No podía ser. Era demasiado pronto, ¿no? No podía venir a las ocho y veinticinco. ¿O acaso esa mujer había cometido otra de sus equivocaciones? No; era una muchacha. Lo supo por el taconeo que se oía. Entonces la vio aparecer en el círculo de luz. Con una especie de curiosidad malsana, observó cómo se acercaba. Se trataba de una muchacha alta y esbelta con una de esas repugnantes protuberancias bajo el abrigo. Caminaba rápida y nerviosamente por el solitario lugar, lanzando vistazos como el pajarillo a derecha e izquierda. Todo su cuerpo estaba deformado a causa de la espantosa ropa ajustada que llevaba y la rígida postura que le obligaban a adoptar los tacones. No tenía ni el aplomo ni la elegancia de los animales. A Dick le habría encantado darle un buen susto, perseguirla escalones abajo o abalanzarse sobre ella y hacerle castañetear los dientes de miedo. Pero la idea de un contacto innecesario con el género humano le asqueaba. Además, le había visto la cara y lo reconocería cuando encontraran el cadáver y cundiera la voz de alarma. ¿Qué les ocurriría a Monty y Jefe si lo atrapaban y encerraban? La idea le hizo estremecer.
Dejó pasar a la muchacha y se puso de nuevo a esperar. Una nubecilla pasó por delante de las estrellas. Mucho mejor si oscurecía un poco... Las nueve menos veinte. Ya había salido y estaría acercándose por el lago de Whitestone.
Le habría gustado fumarse un cigarrillo, pero decidió que no merecía la pena arriesgarse. Cabía la posibilidad de que el olor tardara en irse y pusiera al hombre sobre aviso. Una vez más tocó la barra de metal y el delgado rollo de cuerda. En un cuarto de hora, con suerte, todo habría acabado. Entonces podría volver a casa y sacar a Jefe y Monty a dar el paseo de la noche; al día siguiente iría a la agencia inmobiliaria cuyo anuncio había visto en el periódico del domingo. La casa estaba completamente aislada, había leído. Tenía que estar completamente aislada y tener un terreno extenso, y tal vez estar situada cerca del mar. Jefe disfrutaría nadando, aunque era probable que no hubiera nadado en su vida, pues esta la había pasado en un sucio barrio bajo de la ciudad. Pero los perros sabían nadar por naturaleza. No como los seres humanos, a los que había que enseñarles de la misma manera que había que enseñarles cualquier estupidez que se propusieran hacer...
Pasos. Sí, ya era la hora. Las nueve menos diez; evidentemente era una persona que acostumbraba ser puntual. Peor para él. Dick se quedó totalmente inmóvil, mirando con fijeza al espacio oscuro que flanqueaban las tapias, hasta que la indefinida forma de su víctima surgió de la boca del callejón. Al ver que el hombre se acercaba al círculo de luz, Dick se puso tenso y apretó la mano en torno a la barra. La descripción que le había dado la mujer era exacta. Un hombre bastante corpulento apareció a la luz de la farola, la cual iluminó directamente su abundante pelo plateado y la lustrosa piel negra del cuello de su abrigo. Si Dick hubiera tenido la menor duda acerca de la moralidad de lo que se disponía a hacer, el aspecto de aquel hombre se la habría disipado. ¿Se habría parado a pensar ese bruto en la agonía que pasaba un animal cuando caía en una trampa y se le dejaba morir en ella solo para que su piel fuera a adornar el abrigo de algún rico malnacido? Dick acumuló saliva en la boca y escupió en silencio pero con virulencia entre los matorrales. El hombre avanzaba con naturalidad y confianza. La oscuridad lo acogió. Dick salió de entre los árboles y le golpeó con la barra. El hombre profirió un gemido, no más alto que un hipido, y cayó pesadamente al suelo. Armándose de valor para soportar el asco que le producía el contacto con un cuerpo cálido y carnoso, Dick metió los brazos bajo sus axilas y lo arrastró al círculo de luz. Estaba inconsciente y lo estaría durante cinco minutos más, si no fuera porque en cinco minutos estaría muerto.
Dick no perdió el tiempo fijándose en la cara. No tenía interés en verla. Se metió la cachiporra en el bolsillo y sacó la cuerda. Se hace el nudo corredizo, se desliza alrededor del cuello y luego se da un rápido apretón en el hioides...
Un leve ruido le detuvo cuando la cuerda todavía estaba floja entre sus manos. No eran pasos lo que había oído, sino unos golpes amortiguados. Con la cola erecta, el hocico cercano al suelo, del callejón salió un perro de caza, un basset negro, blanco y canela. Era uno de los perros más bonitos que Dick hubiera visto jamás. Pero ahora no quería verlo. Dios, pensó, seguro que se le acercaba. Siempre se le acercaban.
En efecto, el perro salió de la oscuridad y entró en el círculo de luz en que se encontraba Dick. Tras un momento de vacilación, levantó la cabeza y se acercó a él meneando la cola. Dick maldijo su suerte, no al perro, y extendió una mano.
-Buen perro -musitó-. Eres una monada. Sí, buen perro... Pero ahora tienes que irte de aquí. Márchate a casa. -El perro evitó la mano manteniendo una prudente distancia y acercó el hocico a la cara del hombre inconsciente. A Dick no le hizo mucha gracia aquello. El tipo podría recuperar el conocimiento.
-Vamos dijo agarrando firmemente su pelaje de tres colores-. No deberías estar aquí. Sigue con tu caza o con lo que sea.
Pero el basset no quería irse. Le temblaba la cola. Tras soltar un gañido, miró primero a Dick y luego al hombre, y a continuación empezó a hacer esos suaves sonidos de perro a medio camino entre un lloriqueo y un silbido. Dick apartó las manos de su espeso y cálido pelaje. Le había invadido una sensación espantosa, una mezcla de miedo y repugnancia. Metió la mano en el bolsillo del abrigo del cuello de piel y sacó lo que se temía encontrar: una correa de cuero trenzado para perro.
¡Esa maldita mujer! ¿Era esto lo que había estado a punto de decirle pero al final se había guardado porque no tenía importancia? ¿Que ese tipo pasaría por allí porque sacaba a su perro a pasear? ¡Pero cómo que no tenía importancia! ¡Por Dios! ¿Cómo no iba a tener importancia que el pobre animal viera cómo asesinaban a su dueño y luego tuviese que volver a casa a solas por una de las calles más transitadas de Londres? Tal vez ella había pensado que de paso también iba a matar al perro. Le hirvió la sangre al pensar en la flagrante muestra de inhumanidad que aquello suponía. Tenía ganas de darle una patada a aquel hombre en la cara, tumbado como estaba, pero por alguna razón no quería o no podía hacerlo con el perro delante.
Sin embargo, no podía echarse atrás. Aquella casa en Escocia le estaba aguardando. Tenía que comprarla. Se lo debía a Monty y a Jefe. No iba a renunciar a todo ese dinero solo porque aquella mujer hubiera hecho las cosas mal una vez más. Había maneras de hacerlo. Por ejemplo, sujetar al perro con la correa, cruzar la calle y llevarlo al Whitestone. De ese modo estaría a salvo. Y para entonces, pensó Dick, también lo estaría su dueño, quien ya había empezado a moverse y gemir. También podía ponerlo en el coche. Solo Dios sabía lo dócil y confiado que era aquel perro; ni siquiera sospechaba lo que él había hecho, ni lo que se disponía a hacer... ¿Y luego qué iba a hacer? ¿Matar al hombre y llevarse al perro a casa? ¿Arriesgarse a que le vieran con el perro en el coche? Qué disparate. ¿Atarlo a una farola? jamás había atado a un perro y no iba a hacerlo ahora.
Le embargó una fría desesperación. No estaba enfadado con el perro, ni sentía ningún rencor hacia él, sino solo la impotencia y resignación de un padre cuyo hijo ha entrado en el dormitorio y le ha interrumpido cuando está haciendo el amor. El hijo, es inevitablemente, lo más importante.
Escondió la cuerda lentamente. Levantó con brusquedad la cabeza de cabellos plateados. El hombre gimió. Al coger la correa había notado que en el bolsillo también había un objeto duro y de metal, una petaca de brandy. Dick la abrió y vertió parte de su contenido en la garganta del hombre. El perro lo observaba, meneando la cola.
-¿Dónde...? ¿Dónde estoy? ¿Qué ha ocurrido?
Dick no se molestó en contestar.
-Me han dado un golpe en la cabeza. Dios, cómo me duele. Me han robado, ¿verdad? -Se metió la mano en el bolsillo y, con gesto impaciente, sacó una cartera-. Aún está aquí, gracias a Dios. A ver... a ver si puedo sentarme. Dios, así está mejor. ¿Dónde está Bruce? Ah, ahí está. Buen chico, Bruce. Me alegro de que estés bien.
-Es un buen perro -dijo Dick como ausente, tras lo cual añadió-: Venga, será mejor que se agarre a mí. Tengo coche.
-Es usted muy amable, señor. Ha sido una bendición que haya pasado por aquí precisamente ahora.
Dick no dijo nada. Cuando el hombre lo agarró del brazo y se apoyó en él, estuvo a punto de sentir náuseas. Sujetando a Bruce con la correa, bajaron por los escalones en dirección al coche. Con el alivio de dejar de sentir ese roce, ese peso muerto que olía a sudor causado por el miedo, Dick puso a Bruce en el asiento trasero del coche y lo acarició, musitando unas palabras para tranquilizarlo.
La casa a la que el hombre le dijo que fuera estaba en East Heath y era grande, casi del tamaño de una mansión. Las luces brillaban en las ventanas. Dick sacó al hombre y lo empujó hasta la puerta, dejando que Bruce los siguiera. Llamó al timbre y una criada uniformada salió a la puerta. Detrás de ella, en el vestíbulo, había una mujer joven y alta vestida con un traje de noche.
Pronunció una única palabra: ««¡Padre!», con la voz destemplada por la consternación. Pero era la misma voz. Dick la reconoció como ella reconoció la suya cuando, tras echar un vistazo y ver lo lujoso que era el vestíbulo, él dijo:
-Tengo que irme.
Sus miradas se encontraron. Ella tenía el semblante pálido y crispado, la viva imagen de la destrucción de sus esperanzas. Dejó que su padre le cogiera del brazo y dijo bruscamente:
-¿Qué ha sucedido?
-Me han robado, cariño, pero ya estoy bien. Afortunadamente este amable caballero pasaba por ahí en el momento oportuno. Aún no le he dado las gracias como se merece. -Tendió la mano a Dick-. Pase, por favor. Tiene que decirnos su nombre. No, insisto. Probablemente me ha salvado la vida. Podría haber muerto de frío en ese sitio.
-No lo creo -dijo Dick-, teniendo a su lado a su perro.
-¡Ya ve de lo que me ha servido! No tienes mucho de guardaespaldas, que digamos, ¿eh, Bruce?
Dick se agachó y dio unas palmaditas al perro. Luego se volvió y dijo:
-No se puede imaginar de cuánto le ha servido.
Subió al coche sin mirar atrás. Antes de alejarse, vio en el espejo que la mujer volvía a la casa mientras su padre se quedaba aturdido en el camino de entrada haciendo unos grotescos gestos de agradecimiento a su salvador.
Dick llegó a casa a las diez menos cuarto. Monty lo estaba esperando en el vestíbulo; Jefe, en cambio, seguía en el salón tumbado en el sofá. Dick puso a Monty su mejor jersey, les ató a ambos las correas y abrió la puerta principal.
-Primero vamos a tomar una cerveza antes de que cierren el bar y luego iremos al parque, ¿de acuerdo, Monty? -Tanto él como los perros olieron el aire cargado de polución. Monty estornudó-. Jesús -dijo Dick-. Qué asco de sitio es este, ¿verdad? Es una verdadera pena que tengamos que esperar un poco más para irnos a Escocia.
Lentamente, pues Monty ya no podía correr, los tres se dirigieron hacia George Tavern.




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