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sábado, 10 de julio de 2010

Arthur Conan Doyle --- El mundo perdido - (1ª parte)


Arthur Conan Doyle
El mundo perdido

1ªparte
--


He forjado mi simple plan
si doy una hora de alegría
al muchacho que es a medias un hombre
o al hombre que es un muchacho a medias.

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Índice
Advertencia
Capítulo 1. Los heroísmos nos rodean por todas partes
Capítulo 2. Pruebe fortuna con el profesor Challenger
Capítulo 3. Es un hombre totalmente insoportable
Capítulo 4. Es la cosa más grandiosa del mundo
Capítulo 5. ¡Disiento!
Capítulo 6. Fui el mayal del Señor
Capítulo 7. Mañana nos perderemos en lo desconocido
Capítulo 8. Los guardianes exteriores del nuevo mundo
Capítulo 9. ¿Quién podía haberlo previsto?
Capítulo 10. Han ocurrido las cosas más extraordinarias
Capítulo 11. Por una vez fui el héroe
Capítulo 12. Todo era espanto en el bosque
Capítulo 13. Una escena que no olvidaré jamás
Capítulo 14. Éstas fueron las verdaderas conquistas
Capítulo 15. Nuestros ojos han visto grandes maravillas
Capítulo 16. ¡En manifestación! ¡En manifestación!

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Advertencia

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E. D. Malone desea aclarar que tanto el mandato de prohibición como la acción por calumnias han sido
revocados sin reservas por el profesor G. E. Challenger, que, habiendo quedado satisfecho al constatar que
ninguna crítica o comentario de este libro contiene ánimo de ofensa, ha garantizado que no pondrá ningún
obstáculo a su publicación y circulación. E. D. Malone desea también expresar su gratitud a Patrick L.
Forbes, de Rosslyn Hill, Hampstead, por la destreza y simpatía con que ha preparado los dibujos que
trajimos de Sudamérica, y también a W Ransford, de Elm Row, Hampstead, por su valiosa ayuda de
experto en lo referente a las fotografías.

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I. Los heroísmos nos rodean por todas partes
-
Su padre, el señor Hungerton, era verdaderamente la persona menos dotada de tacto que pudiese hallarse
en el mundo; una especie de cacatúa pomposa y desaliñada, de excelente carácter pero absolutamente
encerrado en su propio y estúpido yo. Si algo podía haberme alejado de Gladys, era el imaginar un suegro
como aquél. Estoy convencido de que creía, de todo corazón, que mis tres visitas semanales a Los Nogales
se debían al placer que yo hallaba en su compañía y, muy especialmente, al deseo de escuchar sus
opiniones sobre el bimetalismo1, materia en la que iba camino de convertirse en una autoridad.
1. Sistema monetario basado en la utilización de los patrones oro y plata.
Durante una hora o más tuve que oír aquella noche su monótono parloteo acerca de cómo la moneda sin
respaldo disipa la seguridad del ahorro, sobre el valor simbólico de la plata, la devaluación de la rupia y los
verdaderos patrones de cambio.
––Supóngase ––exclamaba con enfermiza exaltación–– que se reclamasen en forma simultánea todas las
deudas del mundo y se insistiese en su pago inmediato. ¿Qué ocurriría entonces, dadas las actuales
circunstancias?
Le contesté que eso me convertiría, evidentemente, en un hombre arruinado, ante lo cual saltó de su silla
reprochando mi habitual ligereza, que le impedía discutir en mi presencia cualquier tema razonable. Tras
decir esto, salió disparado de la habitación para vestirse, porque iba a una reunión de masones.
¡Por fin estaba a solas con Gladys, y había llegado la hora que decidiría mi suerte! Durante toda la velada
me había sentido como el soldado que espera la señal que le ha de lanzar a una empresa desesperada,
alternándose en su ánimo la esperanza de la victoria y el temor al fracaso.
Ella estaba sentada, y su perfil orgulloso y delicado se recortaba sobre el fondo rojo de la cortina que
había detrás de ella. ¡Qué bella era! Y, sin embargo, ¡qué distante! Éramos amigos, muy buenos amigos,
pero nunca había podido pasar con ella de una camaradería similar a la que podía unirme a cualquiera de
mis colegas periodistas de la Gazette: una camaradería perfectamente franca, afectuosa y asexual.
Todos mis instintos rechazan a la mujer que se muestra demasiado franca y desenvuelta conmigo. Esto
no es ningún cumplido para el hombre. Allí donde surgen los verdaderos sentimientos sexuales, la timidez
y el recelo son sus compañeros, como herencia de aquellos viejos y crueles días en los que el amor y la
violencia iban con frecuencia de la mano. La cabeza inclinada, los ojos bajos, la voz trémula, el estremecido
retroceso ante la proximidad de los cuerpos; éstas, y no la mirada atrevida y la respuesta franca, son las
auténticas señales de la pasión. Me había alcanzado la corta experiencia de mi vida para aprender todo
eso..., o lo había heredado de esa memoria de la raza humana que llamamos instinto.
Gladys poseía todas las cualidades de la feminidad. Algunos la juzgaban fría y dura, pero semejante
pensamiento era una traición. Esa piel delicadamente bronceada, casi oriental en su pigmentación, esos
cabellos negros como ala de cuervo, los grandes ojos húmedos, los labios gruesos pero exquisitos..., todos
los estigmas de la pasión estaban presentes en ella. Pero yo era dolorosamente consciente de que hasta
ahora no había descubierto el secreto que haría surgir esa pasión a la superficie. Sin embargo, fuera como
fuese, estaba decidido a terminar con la duda y hacer que las cosas se aclarasen definitivamente aquella noche.
Lo más que ella podía hacer era rechazarme, y era mejor ser rechazado como amante que aceptado
como hermano.
Hasta ahí me habían llevado mis pensamientos y estaba ya a punto de romper aquel largo y molesto
silencio cuando dos ojos negros se posaron en mí con expresión de censura, mientras la orgullosa cabeza se
sacudía en un gesto de sonriente reproche.
––Tengo el presentimiento de que te vas a declarar, Ned. Preferiría que no lo hicieses, porque las cosas
son mucho más agradables tal y como están.
Acerqué un poco más mi silla.
––Pero, ¿cómo has sabido que iba a declararme? ––le pregunté verdaderamente asombrado.
––¿Acaso no lo saben siempre las mujeres? ¿Supones que hubo alguna vez en el mundo mujer a la que
una declaración haya cogido de sorpresa? ¡Oh, Ned, nuestra amistad era tan buena y tan placentera! ¡Sería
una lástima echarla a perder! ¿No comprendes cuán espléndido resulta que un joven y una muchacha sean
capaces de hablar cara a cara, como nosotros lo hacíamos?
––No lo sé, Gladys... Verás, yo puedo hablar cara a cara con... con el jefe de estación.
No puedo imaginar cómo se introdujo este funcionario en la conversación, pero el caso es que apareció,
haciéndonos reír a ambos.
––No. Eso no me satisface lo más mínimo. Quiero rodearte con mis brazos, apoyar tu cabeza en mi
pecho, y, oh, Gladys, quiero...
Al ver que yo me proponía poner en práctica algunos de mis deseos, ella saltó de su silla.
––Lo has echado todo a perder, Ned ––dijo––. Todo es tan bello y natural hasta que estas cosas ocurren...
¡Qué pena! ¿Por qué no puedes dominarte?
––No he sido yo quien lo ha inventado ––me defendí––. Es la naturaleza. ¡Es el amor!
––Bien, quizá sería diferente si amásemos los dos. Pero yo nunca he sentido amor.
––Pero tú tienes que sentirlo... ¡Tú, con tu belleza, con tu alma! ¡Oh, Gladys, tú has sido hecha para
amar! ¡Debes amar!
––Hay que esperar a que el amor llegue.
––¿Y por qué no puedes amarme a mí, Gladys? ¿Es por mi aspecto, o qué?
Ella pareció ablandarse un poco. Extendió la mano ––¡con qué gracia y condescendencia!–– y empujó mi
cabeza hacia atrás. Luego contempló mi rostro levantado hacia ella y sonrió pensativamente.
––No, no es eso ––dijo al fin––. Como no eres uno de esos muchachos engreídos por naturaleza, puedo
decirte confiadamente que no es por eso. Es por algo más profundo.
––¿Mi carácter?
Asintió severamente.
––¿Qué puedo hacer para enmendarme? Siéntate y discutámoslo. ¡No, no haré nada si te sientas, de
verdad!
Me miró con recelo e incertidumbre, algo que me impresionó mucho más en su favor que su habitual y
confiada franqueza. ¡Qué bestial y primitivo parece todo esto cuando uno lo pone por escrito! Y quizá,
después de todo, sea tan sólo un sentimiento propio de mi naturaleza. De todos modos, ella volvió a
sentarse.
––Y ahora, dime que hay de malo en mí.
––Es que estoy enamorada de otro ––dijo ella. Esta vez me tocó a mí saltar de la silla.
––No se trata de nadie en particular ––explicó riéndose ante la expresión de mi rostro––. Sólo es un ideal.
Nunca he hallado la clase de hombre a que me refiero.
––Háblame de ese hombre. ¿Cómo es? ¿A quién se parece?
––Oh, podría parecerse mucho a ti.
––¡Bendita seas por decir eso! Bueno. ¿Qué es lo que él hace y yo no pueda hacer? Di una sola palabra:
que es abstemio, vegetariano, aeronauta, teósofo, superhombre..., y trataré de serlo yo también. Gladys, si
sólo me dieras alguna idea de lo que te agradaría que fuese...
Ella rompió a reír ante la flexibilidad de mi carácter.
––Bien ––dijo––. Ante todo no creo que mi hombre ideal hablase de este modo. Él sería más duro, más
severo y no estaría dispuesto a adaptarse tan fácilmente a los caprichos de una muchacha tonta. Pero, por
encima de todo, tendría que ser un hombre capaz de hacer cosas, de actuar, de mirar a la muerte cara a cara
sin temerla... Un hombre capaz de grandes hazañas y extraordinarias experiencias. No sería al hombre al
que yo amaría, sino a las glorias por él ganadas, que se reflejarían en mí. ¡Piensa en Richard Burton2!
Cuando leo el libro que su esposa escribió acerca de su vida, comprendo el amor que sentía por él. ¡Y el de
lady Stanley3! ¿Has leído alguna vez ese maravilloso capítulo final del libro que escribió acerca de su
marido? Ésa es la clase de hombres que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma, engrandeciéndose,
en lugar de sentirse más pequeña a causa de su amor, porque todo el mundo la honraría como la
inspiradora de nobles hazañas.
2. Richard Burton, explorador inglés (1827––1890) que descubrió el lago Tanganyka, junto con Speke.
3. John Roland Stanley (llamado Henry Morton). Explorador y periodista que fue en rescate de
Livingstone (1814––1904).

Estaba tan bella, exaltada por el entusiasmo, que mis sentidos estuvieron a punto de quebrar el elevado
nivel que hasta entonces había mantenido la conversación. Me reprimí con un gran esfuerzo y continué con
mis argumentaciones.
––No todos podemos ser Stanleys o Burtons ––dije––. Además, tampoco se nos presentan tales
oportunidades; por lo menos, yo nunca las tuve. Si se me presentasen, trataría de aprovecharlas.
––Las ocasiones están a nuestro alrededor, sin embargo. El rasgo característico de esa clase de hombre a
que me refiero es que son ellos quienes forjan sus propias oportunidades. No es posible retenerlos. Nunca
me encontré con uno de ellos, y, sin embargo, me parece que los conozco perfectamente. Estamos rodeados
de heroísmos que esperan que nosotros los concretemos. Son los hombres quienes deben hacerlo y a las
mujeres les está reservado darles su amor como recompensa. Fíjate en ese joven francés que ascendió en
globo la semana pasada. Soplaba un viento fortísimo, pero, como estaba anunciada su partida, insistió en
remontarse. El viento lo arrastró a mil quinientas millas de distancia en veinticuatro horas y cayó en el
centro de Rusia. Ésta es la clase de hombre a que me refiero. ¡Piensa en la mujer amada por él, en cómo la
habrán envidiado las otras mujeres! Esto es lo que me gustaría: que me envidiasen por mi hombre.
––Yo habría hecho lo mismo para complacerte.
––Pero no deberías hacerlo simplemente para agradarme. Deberías hacerlo porque no puedes evitarlo,
porque surge de un impulso interior, inherente a ti mismo; porque el hombre que llevas dentro clama por
expresarse de una manera heroica. Por ejemplo, tú me describiste, el mes pasado, la explosión en la mina
de carbón de Wigan. ¿Por qué no descendiste para ayudar a esa gente, a pesar de la atmósfera deletérea?
––Lo hice.
––Nunca me lo dijiste.
––No valía la pena alardear de ello.
––No lo sabía.
Ella me miró con mayor interés.
––Fue valeroso de tu parte.
––Tuve que hacerlo. Si uno quiere escribir un buen reportaje, tiene que estar donde las cosas suceden.
––¡Qué móvil tan prosaico! Eso parece quitarle todo romanticismo. Sin embargo, cualquiera que fuese el
motivo, me alegro de que bajases a la mina.
Gladys me tendió la mano, pero con tanta gentileza y dignidad que no pude menos de inclinarme y
besársela. Luego me dijo:
––Me atrevo a decir que no soy más que una mujer tonta con caprichos de muchacha. Pero es algo tan
real para mí, algo que forma parte de mi ser de manera tan completa, que no tengo más remedio que seguir
este impulso y obrar así. Si me caso, me casaré con un hombre famoso.
––¿Por qué no? ––exclamé––. Son las mujeres como tú las que impulsan a los hombres. ¡Dame una
oportunidad y verás si la aprovecho! Además, como tú has dicho, son los hombres quienes deben crear sus
propias oportunidades sin esperar a que les sean dadas. Fíjate en Clive4, que no era más que un amanuense
y conquistó la India. ¡Por Dios! ¡Aún tengo algo que hacer en el mundo!
4. Robert Clive de Plassey (1725––1774), soldado y administrador británico, empezó siendo un
empleado de la Compañía de las Indias Orientales en 1743 y acabó como gobernador y comandante en jefe
de Bengala. En 1767 abandonó la India después de haber creado un imperio.

Ella rió ante mi súbita efervescencia irlandesa.
––¿Por qué no? ––dijo––. Posees todo lo que un hombre pueda desear: juventud, salud, vigor físico,
instrucción, energía. Al principio sentí que hablases de ese modo. Pero ahora me alegro, me alegro mucho,
de que con ello hayan despertado en ti esos sentimientos.
––¿Y si llego a...?
Su mano se posó como tibio terciopelo sobre mis labios.
––Ni una palabra más, señor. Ya hace media hora que deberías haber llegado a la redacción para tus
tareas de la noche; pero no tuve valor para recordártelo. Algún día, quizá, cuando hayas ganado tu lugar en
el mundo, hablaremos de todo esto otra vez.
Y así fue como aquella brumosa noche de noviembre me encontré persiguiendo el tranvía de
Camberwell, con el corazón que parecía estallar en mi pecho y con la vehemente determinación de no dejar
pasar ni un día más sin procurar alguna hazaña que fuese digna de mi dama. Pero nadie en este ancho
mundo habría sido capaz de imaginar la envergadura increíble que iba a adquirir esta hazaña, ni los
extraños pasos que habrían de llevarme a su concreción.
Después de todo, el lector podría pensar que este capítulo inicial no tiene nada que ver con mi narración;
pero ésta no habría existido sin aquél, porque únicamente cuando el hombre se arroja al mundo pensando
que el heroísmo lo rodea por todas partes, y con el deseo siempre vivo en su corazón de salir a conquistar el
primero que pueda avizorar, es cuando rompe, como yo lo hice, con la vida acostumbrada y se aventura en
el crepúsculo místico de la maravillosa tierra que encierra las grandes aventuras y las grandes recompensas.
¡Heme aquí, pues, en la redacción de la Daily Gazette, de cuyo personal era yo un insignificante número,
con la firme determinación de hallar aquella misma noche, si era posible, una empresa digna de mi Gladys!
¿Era crueldad rigurosa de su parte, era egoísmo que ella me pidiese que arriesgara mi vida para su propia
glorificación? Tales pensamientos pueden asaltar a un hombre de edad madura, pero nunca a un ardoroso
joven de veintitrés años en la fiebre de su primer amor.
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2. Pruebe fortuna con el profesor Challenger
-
Siempre me inspiró simpatía McArdle, el viejo gruñón, pelirrojo y cargado de espaldas, director de la
sección informativa; y estaba casi seguro de que él también me estimaba. Claro está que Beaumont era el
verdadero jefe; pero éste vivía en la atmósfera enrarecida de alguna cima olímpica, desde donde no podía
distinguir ningún hecho de menor talla que una crisis internacional o un cisma en el Consejo de Ministros.
A veces lo veíamos pasar majestuosamente solitario hacia el sanctum privado de su despacho, con sus ojos
perdidos en el vacío y el pensamiento sobrevolando los Balcanes o el Golfo Pérsico. Estaba por encima y
más allá de nosotros. Pero McArdle era su lugarteniente y nosotros tratábamos directamente con él. El viejo
me saludó con una inclinación de cabeza cuando entré en la habitación y se subió los espejuelos de sus
gafas bien arriba de su calva frente.
––Bueno, señor Malone; según todo lo que he oído, parece que lo está haciendo usted muy bien ––dijo
con su afectuoso acento escocés.
Le di las gracias.
––Lo de la mina de carbón estuvo excelente. Y también lo del incendio en Southwark. Tiene usted estilo
para la descripción realista. ¿Y para qué quería verme ahora?
––Para pedirle un favor.
Esto pareció alarmarle y apartó sus ojos de los míos.
––¡Vaya, vaya! ¿Y de qué se trata?
––¿Cree usted, señor, que tendría alguna posibilidad de enviarme en alguna misión para el periódico?
Pondría lo mejor de mí mismo para llevarla a cabo con éxito y traerle buenos artículos.
––¿En qué clase de misión está pensando usted, señor Malone?
––Bueno, señor, cualquiera que contenga aventura y peligros. De verdad que pondría en ella lo mejor de
mí mismo. Cuanto más difícil sea, mejor me sentiré en ella.
––Parece usted muy deseoso de perder su vida.
––De justificar mi vida, señor.
––Válgame Dios, señor Malone, esto resulta muy... muy enaltecedor. Pero me temo que ya han pasado
los tiempos de tales proezas. Los gastos que cuesta el aparato de una «misión especial» rara vez justifican
los resultados. En todo caso, como es natural, esa clase de misiones se encargan a hombres experimentados
con un renombre que garantiza la confianza del público. Esos grandes espacios en blanco que llenaban los
mapas están siendo ocupados rápidamente y ya no queda lugar en ninguna parte para las aventuras románticas.
Sin embargo, ¡espere un poco! ––añadió, mientras una repentina sonrisa aparecía en su rostro––. Eso
que le decía de los espacios en blanco de los mapas me ha dado una idea. ¿Qué le parecería la idea de poner
en descubierto a un farsante ––una especie de moderno Münchhausen5–– y ponerle en ridículo? ¡Usted
podría demostrar la clase de individuo que realmente es, un embustero! ¡Hombre, esto estaría muy bien! ¿Y
bien, le atrae la idea?
5. Münchhausen (barón Karl Hieronymus). Este militar alemán (17201797) se hizo famoso por las
historias fantásticas que relataba y que le hicieron paradigma de embustero.

––Me atrae cualquier cosa, y en cualquier lugar. Me da igual.
McArdle se sumió por algunos minutos en sus meditaciones.
––Espero que pueda usted entablar un contacto amistoso; o por lo menos dialogar con ese individuo ––
dijo por finPosee usted, por lo que puedo apreciar, el don de entablar relaciones con la gente. Supongo que
es cuestión de simpatía, de magnetismo animal, de vitalidad juvenil o de algo por el estilo. Yo mismo lo he
sentido.
––Es usted muy amable, señor.
––Entonces, ¿por qué no prueba su suerte con el profesor Challenger, de Enmore Park?
Debo reconocer que esto debió producirme un leve sobresalto, porque exclamé:
––¿Challenger? ¡El profesor Challenger, el famoso zoólogo! ¿No fue ése el hombre que le rompió la
crisma a Blundell, el cronista del Telegraph?
El redactor jefe de noticias se sonrió ásperamente.
––Qué, ¿le afecta eso? ¿No me dijo que buscaba aventuras?
––En este oficio hay que hacer frente a todo, señor ––le contesté.
––Exacto. Y presumo que no siempre estará en tal ánimo violento. Pienso que Blundell se encontró con
él en un mal momento o lo encaró de manera equivocada. Puede que usted tenga mejor suerte o que se
maneje con él con mayor tacto. Estoy seguro de que este asunto se ajusta a sus recursos, está en su línea de
trabajo. Y a la Gazette le convendría explotarlo.
––La verdad es que no sé nada de ese hombre ––dije. Sólo recuerdo su nombre porque lo relaciono con la
vista de la causa ante el tribunal de policía, donde constaba que había golpeado a Blundell.
––Tengo aquí algunas pocas notas que le servirán de guía, señor Malone. Tengo en observación al
profesor desde hace tiempo.
Sacó un papel del cajón de su mesa.
––Aquí hay un resumen de sus antecedentes. Voy a leérselo: «Challenger, George Edward. Nació: Largs,
N. B., 1863. Estudios: Academia de Largs; Universidad de Edimburgo. Ayudante en el British Museum,
1892. Ayudante––conservador del Departamento de Antropología Comparada, 1893. Dimitió el mismo año
después de intercambiar una mordaz correspondencia. Premiado con la Medalla de Crayston por
investigaciones zoológicas. Miembro extranjero correspondiente de ...» (bueno, aquí una verdadera ristra de
nombres, que ocupa cerca de dos pulgadas en tipografía menuda), aSociété Belge, American Academy of
Sciences, La Plata, etc., etc. Expresidente de la Sociedad Paleontológica, Sección H, British Association
(¡etc., etc.!). Publicaciones: Algunas observaciones sobre una serie de cráneos de calmucos: esbozos de la
evolución vertebrada; y numerosos escritos, entre los cuales se incluye La falacia básica del
Weissmannismo, que ocasionó una acalorada discusión en el Congreso Zoológico de Viena. Distracciones:
caminatas, alpinismo. Dirección: Enmore Park, Kensington, W.». Aquí tiene. Llévese esto. No tengo nada
más para usted esta noche.
Me metí la hoja de papel en el bolsillo.
––Un momento, señor ––le dije, al ver que ya no tenía ante mí una faz rubicunda sino una calva rosada––
. Todavía no tengo muy claro acerca de qué vamos a hablar en la entrevista con este caballero. ¿Qué es lo
que ha hecho?
La cara apareció otra vez.
––Hace dos años fue a Sudamérica en una expedición solitaria. Regresó el año pasado. Indudablemente
estuvo en Sudamérica, pero se negó a revelar el punto exacto. Comenzó a relatar sus aventuras de un modo
vago, pero alguien comenzó a señalar contradicciones y entonces cerró la boca como una ostra. Algo
extraordinario debió de ocurrirle, a menos que el hombre sea un campeón del embuste, lo cual sería la
suposición más probable. Poseía algunas fotografías deterioradas, que fueron juzgadas como fraudulentas.
Se tornó tan susceptible que agrede a cuantos le dirigen preguntas y arroja a los periodistas por las
escaleras. En mi opinión, se trata simplemente de un megalómano homicida con inclinación por la ciencia.
Éste es su hombre, señor Malone. Y ahora lárguese y vea lo que pueda hacer con él. Ya es usted lo bastante
grandecito como para cuidar de sí mismo. De todos modos, todos ustedes están asegurados por la Ley de
Responsabilidades de los Empresarios, como usted sabe.
Otra vez la sonriente cara rojiza se convirtió en óvalo rosado de calva ornada por una pelusa pelirroja. La
entrevista había terminado.
Fui caminando hasta el Savage Club, pero en lugar de entrar me recosté en la barandilla de la Adelphi
Terrace y contemplé durante un largo rato, pensativamente, la oscura y aceitosa superficie del río. Siempre
pienso con más cordura y claridad al aire libre. Saqué la lista de las proezas del profesor Challenger y la
releí a la luz de la bombilla eléctrica. Entonces tuve lo que sólo puedo juzgar como una ráfaga de inspiración.
Por todo lo que se me había dicho, estaba seguro de que en calidad de periodista jamás lograría
ponerme en contacto con el pendenciero profesor. Pero esas recriminaciones, por dos veces mencionadas
en aquel esqueleto de biografía, sólo podían significar que se trataba de un fanático de la ciencia. ¿No era
aquélla una brecha abierta, a través de la cual podía hacerse accesible? Lo probaría.
Entré en el club. Acababan de dar las once y ya el gran salón estaba bastante lleno, aunque todavía no
había llegado a su máxima concurrencia. Advertí que junto a la chimenea, sentado en un sillón, estaba un
hombre alto, enjuto y anguloso. Se volvió al acercar yo mi silla a donde él se hallaba. Entre todos los
hombres que hubiera deseado encontrar, era precisamente aquél a quien habría elegido: Tarp Henry, del
equipo de redacción de Nature; un ser delgado, seco, correoso, pero lleno de bondad para cuantos le
conocían. Entré de inmediato en materia.
––¿Qué sabe usted del profesor Challenger?
––¿Challenger? ––frunció el ceño con un gesto de científica desaprobación––. Challenger es ese hombre
que vino de América del Sur contando algunas historias increíbles.
––¿Qué historias?
––Oh, una serie de desatinos sobre que había descubierto unos animales estrafalarios. Creo que después
se ha retractado. O, en todo caso, ha suprimido todo comentario sobre ello. Concedió una entrevista a los de
la agencia Reuter y se levantó tal clamor que el individuo comprendió que aquello no pasaba. Fue algo
oprobioso. Hubo uno o dos que se inclinaron a creerle, pero él se encargó de disuadirlos enseguida.
––¿De qué modo?
––Bien, con su insoportable rudeza y con su conducta abusiva. El pobre Wadley, por ejemplo, del
Zoological Institute; Wadley le había enviado el siguiente mensaje: «El presidente del Zoological Institute
presenta sus respetos al profesor Challenger y recibiría como un favor personal que le hiciese el honor de
asistir a la próxima sesión». La respuesta fue de las que no pueden imprimirse.
––¡Qué me dice!
––Bueno, una versión expurgada de la contestación podría ser como sigue: «El profesor Challenger
presenta sus respetos al presidente del Zoological Institute y recibiría como un favor personal que se fuese
al demonio».
––¡Santo Dios!
––Sí, creo que eso fue lo que dijo el viejo Wadley. Recuerdo su lamentación durante la reunión, que
comenzaba: «En cincuenta años que llevo de experiencia en el intercambio científico...». El pobre viejo
quedó destrozado.
––¿Sabe algo más sobre Challenger?
––Bien, usted sabe que yo soybacteriólogo. Vivo en un microscopio de novecientos diámetros. Apenas
puedo dar testimonio fehaciente de lo que veo con mis ojos desnudos. Soy un guardián de las fronteras del
límite extremo de lo cognoscible y me siento completamente fuera de lugar cuando salgo de mi laboratorio
y me pongo en contacto con ustedes, seres de gran tamaño, rudos y pesados. Estoy demasiado apartado de
las habladurías, pero con todo he oído algo acerca de Challenger durante conversaciones científicas, porque
éste es uno de esos hombres a los que nadie puede ignorar. Es todo lo inteligente que se pueda ser... una
batería de energía y vitalidad a plena carga. Pero es también un pendenciero, un chiflado enfermizo y
además sin escrúpulos. En ese asunto de Sudamérica llegó hasta falsificar algunas fotografías.
––Dice usted que es un chiflado. ¿Cuál es su chifladura preferida?
––Tiene un millar, pero la más reciente es algo acerca de Weissmann y la evolución. Creo que en Viena
armó una trifulca terrible al respecto.
––¿Podría explicarme de qué se trata?
––En este momento no, pero existe una traducción de las actas y la tenemos archivada en la oficina. Si no
tiene inconveniente en venir...
––Es precisamente lo que me hace falta. Tengo que hacerle un reportaje a ese individuo y ando buscando
algo que me guíe hasta él. Es verdaderamente formidable de su parte que me proporcione una pista. Voy
con usted, si no es ya demasiado tarde.
Media hora más tarde me hallaba sentado en la redacción del periódico con un grueso volumen ante mí,
abierto en el artículo «Weissmann versus Darwin», que llevaba como subtítulo «Vivas protestas en Viena.
Bulliciosas sesiones». Como mi educación científica había sido algo descuidada, no fui capaz de seguir la
argumentación en su totalidad, pero era evidente que el profesor inglés había tratado su tema de manera
muy agresiva, fastidiando sobremanera a sus colegas continentales. «Protestas», «alboroto» y «llamamiento
conjunto a la Presidencia» fueron tres de las primeras frases entrecomilladas que cautivaron mi atención.
Pero la mayor parte del texto era para mí como escritura china y carecía de significado preciso para mi
inteligencia.
––¿Podría pedirle que me tradujese esto al inglés? ––rogué patéticamente a mi colaborador.
––Bueno, ya es una traducción al inglés.
––Entonces quizá sería mejor que probase suerte con el original.
––Sí, desde luego es demasiado profundo para un lego.
––Si pudiera hallar un solo párrafo, sencillo y sustancioso, que pudiese comunicar alguna clase de idea
humana concreta, bastaría para mis propósitos. Ah, sí, ésta puede servir. Casi me parece comprenderla,
aunque de manera difusa. La voy a copiar. Éste será mi enganche con el terrible profesor.
––¿Puedo hacer algo más por usted?
––Pues sí; me propongo escribirle. Si pudiera redactar la carta aquí y usar su dirección, le daría un aire
más convincente.
––Y ese fulano irrumpirá aquí, para dar un escándalo y romper el mobiliario.
––No, no; ya leerá la carta. Le aseguro que no será irritante.
––Bien, aquí tiene mi sillón y mi mesa. Allí encontrará papel. Me gustaría censurar el contenido antes de
que envíe la carta.
Me llevó bastante trabajo redactarla, pero me envanezco de que una vez terminada no resultaba nada mal.
Se la leí en voz alta al bacteriólogo censor, con cierto orgullo ante mi labor.
«Querido profesor Challenger (decía la carta). Como humilde estudioso de la Naturaleza, siempre he tenido
el más profundo interés en sus especulaciones sobre las diferencias entre Darwin y Weissmann.
Recientemente he tenido ocasión de refrescar mis conocimientos al releer...»
––¡Infernal embustero! ––murmuró Tarp Henry.
«... al releer su magistral alocución de Viena. Esta lúcida y admirable exposición parece constituir la última
palabra en la materia. Hay un párrafo en la misma, no obstante, que dice: "Protesto enérgicamente contra la
aseveración insoportable y completamente dogmática de que cada id aislado es un microcosmos que lleva
en sí una arquitectura histórica elaborada lentamente a lo largo de la sucesión de las generaciones". ¿No
desea usted, en vista de las investigaciones posteriores, modificar esta aserción? ¿No cree que está demasiado
subrayada? Como tengo algunas opiniones muy firmes sobre el tema, me permito solicitar de usted el
favor de una entrevista, porque tengo algunas sugerencias que proponerle que sólo podría elaborar a través
de una conversación personal. Si usted lo permite, tendré el honor de visitarle pasado mañana (miércoles) a
las once de la mañana.
»Asegurándole mi más profundo respeto, quedo de usted, muy atentamente,
Edward D. Malone.»
––¿Qué tal? ––pregunté triunfalmente.
––Bien, si su conciencia lo soporta...
––Hasta ahora nunca me ha fallado.
––Pero, ¿qué se propone hacer?
––Entrar. Una vez que me encuentre en su despacho, tal vez se presente alguna ocasión. Puedo hasta
llegar a una confesión amplia. Si tiene alma de deportista, la cosa le hará cosquillas.
––¿Cosquillas, dice usted? Algo más que cosquillas le hará a usted. Una cota de mallas, o un equipo
completo de futbolista americano es lo que va a necesitar. Bien, adiós. Si él se digna contestar, tendré la
respuesta aquí el miércoles próximo por la mañana y usted podrá pasar a buscarla. Es un carácter violento,
peligroso y pendenciero, odiado por todos los que se tropiezan con él; blanco de los estudiantes, hasta
donde se atreven a tomarse libertades con él. Quizá sería mucho mejor para usted que no hubiese oído
hablar jamás de ese fulano.
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3. Es un hombre totalmente insoportable
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El temor o el deseo de mi amigo no estaban destinados a cumplirse. Cuando el miércoles fui a su
despacho, había allí una carta con el matasellos de West Kensington en el sobre y mi nombre garrapateado
sobre él con una letra que se asemejaba a una cerca de alambre espinoso. El contenido era el siguiente:
«Enmore Park, W
Señor: he recibido puntualmente su carta, en la que pretende respaldar mis puntos de vista, aunque no sabía
yo que necesiten del respaldo de usted ni de nadie. Se ha arriesgado usted a emplear la palabra
«especulación» refiriéndose a mis declaraciones sobre el tema del darwinismo, y me permito llamar su
atención acerca de lo altamente ofensiva que resulta esa palabra aplicada a ese contexto. Sin embargo,
deduzco del mismo que usted ha pecado más bien por ignorancia y falta de tacto que por malicia, de modo
que paso por alto el asunto. Cita usted un párrafo aislado de mi disertación y parece tener alguna dificultad
para comprenderlo. Hubiese creído que sólo una inteligencia infrahumana podría ser incapaz de
comprender ese punto, pero si realmente necesita una explicación, consentiré en recibirlo a la hora que me
señala, a pesar de todo lo desagradable que me resultan las visitas y los visitantes, de cualquier clase que
sean. En cuanto a su sugerencia sobre la posibilidad de que modifique mi opinión, quiero que sepa usted
que no tengo por costumbre hacerlo después de haber expresado de manera deliberada mis meditadas opiniones.
Tenga la amabilidad de mostrar el sobre de esta carta a mi hombre de confianza, Austin, cuando
llegue aquí, ya que éste se ve obligado a tomar toda clase de precauciones para protegerme de esa gentuza
entrometida que se autotitulan periodistas.
Atentamente,
George Edward Challenger».
Tal era la carta que leí en voz alta a Tarp Henry, que había llegado temprano para enterarse del resultado
de mi aventura. Su único comentario fue: «Creo que hay una nueva sustancia, cuticura, o algo así, que es
mejor que el árnica». Algunas personas tienen este peculiar sentido del humor.
Eran casi las diez y media cuando recibí el mensaje, pero un taxi-cab6 me llevó al lugar de mi cita con
puntualidad. Se detuvo frente a una casa de imponente pórtico y ventanas veladas por pesadas cortinas, que
parecían corroborar que el formidable profesor era persona opulenta. Abrió la puerta un extraño individuo
de edad incierta; moreno, extremadamente enjuto y vestido con una chaqueta oscura de piloto y polainas de
cuero castaño. Más adelante supe que era el chófer, que ocupaba el puesto de mayordomo cuando éste quedaba
vacante por las sucesivas huidas de sus servidores. Me miró de arriba abajo con inquisitivos ojos
celestes.
6. Los típicos coches de punto de Londres afines del siglo XIX.
––¿Lo esperan?––preguntó.
––Estoy citado.
––¿Ha traído su carta?
Exhibí el sobre.
––¡Está bien!
Parecía hombre de pocas palabras. Cuando lo seguía por el pasillo, me detuvo súbitamente una mujer
pequeña que salió de una habitación que luego resultó ser el comedor. Era una dama despejada, vivaz, de
ojos negros,.que por su tipo parecía más bien francesa que inglesa.
––Un momento ––dijo––. Puede esperar, Austin. Pase aquí dentró, señor. ¿Puedo preguntarle si se ha
encontrado antes de ahora con mi esposo?
––No, señora. No he tenido ese honor.
––Pues entonces le pido disculpas por adelantado. Debo decirle que es una persona totalmente
insoportable... absolutamente insoportable. Estando usted advertido, le será más fácil hacerse cargo.
––Es usted sumamente atenta, señora.
––Si observa usted que se siente inclinado a la violencia, salga enseguida del cuarto y no se detenga a
discutir con él. Ya son varias las personas que han resultado lesionadas por intentarlo. Luego viene el
escándalo público y repercute en mí y en todos nosotros. Presumo que usted quería verlo a propósito de
Sudamérica.
Yo no podía mentir a una dama.
––¡Dios mío! Precisamente es ése el tema más peligroso. Usted no creerá una sola palabra de cuanto él
diga... y créame que no me extraña. Pero no se lo diga, porque eso le pone furioso. Finja que lo cree y así
saldrá del paso sin problemas. Recuerde que él cree que eso es verdad. De esto puede estar seguro. No hubo
nunca un hombre más honrado que él. No espere más porque eso podría hacerlo desconfiar. Si ve que se
pone peligroso, realmente peligroso, toque el timbre y manténgale a distancia hasta que yo llegue. Yo suelo
controlarlo hasta en sus peores momentos.
Tras estas frases tan estimulantes, la dama me puso en manos del taciturno Austin, que durante nuestra
breve entrevista había estado esperando como la estatua de bronce de la discreción, y fui conducido hasta el
final del pasillo. Un golpecito en la puerta, un mugido de toro en el interior, y me vi cara a cara con el
profesor.
Estaba sentado en un sillón giratorio detrás de una ancha mesa cubierta de libros, mapas y diagramas.
Cuando entré, hizo girar su asiento para quedar frente a mí. Su aspecto me dejó boquiabierto. Iba preparado
para hallar algo extraño, pero no con una personalidad tan abrumadora como aquélla. Lo que dejaba a uno
sin aliento era su tamaño... su tamaño y su imponente presencia. Su cabeza era enorme, la más grande que
he visto sobre los hombros de ningún ser humano. Estoy seguro de que si me hubiese atrevido a probarme
su sombrero de copa, se habría deslizado enteramente hasta descansar en mis propios hombros. Tenía una
cara y una barba que yo podía asociar con un toro asirio; la primera de un rojo encarnado, y la segunda, tan
negra que arriesgaba convertirse en azul, en forma de azada y cayendo deshilachada sobre su pecho.
También su cabello era peculiar, pues tenía pegado sobre su frente maciza una especie de mechón ondulado
y largo. Los ojos eran de un azul grisáceo bajo sus cejas tupidas y largas, y miraban en forma directa,
rigurosa y dominadora. Unos hombros anchísimos y un pecho como un tonel eran las otras partes de su
cuerpo que sobresalían de la mesa, además de unas manos enormes cubiertas de vello largo y negro. Todo
esto y una voz retumbante, con ecos de bramido y rugido, constituyeron mis primeras impresiones acerca
del renombrado profesor Challenger.
––Bien ––dijo clavándome la mirada con la mayor insolencia––. ¿Y ahora qué?
Yo debía mantener mi impostura al menos durante un breve espacio de tiempo más, pues de lo contrario
evidentemente allí habría terminado la entrevista.
––Tuvo usted la gentileza, señor, de concederme una cita ––dije humildemente, sacando el sobre de su
carta.
Buscó mi propia carta, que estaba sobre su escritorio y la extendió ante sí.
––Oh, usted es el joven que no puede entender lo que está escrito en inglés sencillo, ¿no es cierto? Según
creo, usted se digna conceder su aprobación a mis conclusiones.
––¡Por completo, señor, por completo! ––afirmé con énfasis.
––¡Dios mío! Eso refuerza mucho mi posición, ¿verdad? Su edad y su aspecto hacen su apoyo
doblemente valioso. Bien, por lo menos es mejor que esa piara de cerdos de Viena, cuyo gregario gruñido,
sin embargo, no resulta más ofensivo que el esfuerzo aislado del puerco británico.
Me miró fijamente, como si yo fuese un ejemplar representativo de dicha bestia.
––Por lo visto se han portado abominablemente ––le dije. ––Le aseguro que me basto solo para entablar
mis propias batallas, y que no tengo necesidad de su simpatía, para nada. Déjeme solo, señor, entre la
espada y la pared. G. E. C. nunca es tan feliz como en una situación semejante. Bien, señor, abreviemos
todo lo posible esta visita, que difícilmente podrá resultar agradable a usted y que es indescriptiblemente
fastidiosa para mí. Si no entendí mal, usted tenía algunos comentarios que hacer a la proposición que yo
adelantaba en mi tesis.
Sus métodos dialécticos eran de una franqueza tan brutal que se hacía difícil eludirlos. Pero yo tenía que
seguir el juego, en espera de una mejor baza. Visto desde lejos, parecía algo sencillo. Oh, ¿será posible que
mi imaginación irlandesa no pueda ayudarme ahora, cuando la necesito con tanta urgencia? Me traspasó
con sus ojos acerados y penetrantes.
––¡Vamos! ¡Vamos! ––urgió con su voz retumbante.
––Yo, naturalmente, no soy más que un simple estudioso ––dije con fatua sonrisa––, apenas algo más,
quiero decir, que un investigador aplicado. Al mismo tiempo, me pareció que usted procedía algo
severamente con Weissmann en este asunto. ¿Acaso las pruebas generales aportadas desde aquella fecha no
revelan una tendencia, eso es, una tendencia a reforzar su posición?
––¿Qué pruebas?
Hablaba con una calma amenazadora.
––Bueno, claro, sé muy bien que no hay ninguna prueba que pueda llamarse definitiva. Aludía
simplemente a las tendencias del pensamiento moderno y al punto de vista científico general, si me permite
expresarlo de ese modo.
Se echó hacia adelante con gran seriedad.
––Supongo que usted sabrá ––dijo, mientras contaba las preguntas con sus dedos–– que el índice
craneano es un factor constante.
––Naturalmente ––dije yo.
––Y que la telefonía se halla aún sub indice.
––Sin duda.
––Y que el plasma del germen es diferente del huevo partenogenético.
––¡Desde luego! ––exclamé, deleitado ante mi propia audacia.
––Pero, ¿qué prueba todo esto? ––preguntó con voz suave y persuasiva.
––Ahí está ––murmuré––. ¿Qué prueba?
––¿Quiere que se lo diga? ––dijo con voz arrulladora.
––Se lo ruego.
––¡Prueba ––rugió con súbita explosión de furia–– que es usted el más redomado impostor de Londres,
un villano y rastrero periodista, que lleva dentro tan poca ciencia como decoro!
Se había puesto en pie de un salto, con sus ojos llenos de un loco furor. Incluso en aquel momento de
tensión, tuve tiempo para asombrarme al descubrir que Challenger era un hombre más bien pequeño, y que
su cabeza no sobrepasaba mis hombros; o sea, que era un Hércules desmedrado, cuya tremenda vitalidad se
había concentrado totalmente en anchura, fondo y cerebro.
––¡Galimatías! ––gritó echado hacia adelante, con los dedos apoyados en la mesa y el rostro proyectado
hacia mí––. Eso es lo que le he estado diciendo a usted, caballero... ¡Un galimatías científico! ¿Creyó usted
que podía competir en astucia conmigo, usted, con su cerebro del tamaño de una nuez? ¿Es que os creéis
omnipotentes, condenados escritorzuelos? ¿Pensáis que vuestros elogios pueden encumbrar a un hombre y
vuestras censuras destruirlo? De modo que todos nosotros debemos inclinarnos ante vosotros para intentar
obtener una frase amable, ¿no es así? ¡A éste hay que ponerlo por las nubes y a ese otro hay que echarlo
abajo! ¡Gusanos reptadores, os conozco bien! Os creéis tan influyentes que os habéis olvidado de cuando os
cortaban las orejas. Habéis perdido el sentido de la proporción. ¡Globos hinchados de gas! Yo os pondré en
el lugar que os corresponde. Sí, señor. Con G. E. C. no habéis podido. Aún queda un hombre que puede
dominaros. Os advertí las consecuencias, pero puesto que insistís en venir, vive Dios que será a vuestro
propio riesgo. Pague la deuda, mi querido señor Malone, exijo que pague la deuda. Se ha puesto usted a
jugar un juego peligroso y tengo la impresión de que ha perdido la partida.
––Escuche, señor ––dije retrocediendo hasta la puerta y abriéndola––. Usted puede ofenderme si lo
desea, pero todo tiene un límite. No permitiré agresiones.
––No, ¿eh? ––avanzó despacio, de una manera curiosamente amenazadora; pero se detuvo de pronto y
puso sus manazas en los bolsillos laterales de la corta chaqueta, bastante juvenil, que usaba––. Ya he
arrojado de esta casa a varios de ustedes. Usted será el cuarto o el quinto. Cada uno me costó, por término
medio, tres libras y quince chelines. Caro, pero muy necesario. Y ahora, señor, ¿por qué no va a seguir el
camino de sus cofrades? Yo creo que no tiene más remedio.
Reanudó su avance furtivo y desagradable, apoyándose en la punta de los pies, como haría un profesor de
baile.
Yo podría haber escapado por la puerta del vestíbulo, pero habría sido demasiado ignominioso. Además,
empezaba a brotar dentro de mí un pequeño ardor de ira justiciera. Hasta entonces era yo quien
desafortunadamente carecía de razón, pero las amenazas de este hombre me estaban justificando.
––Le advierto que no me ponga las manos encima, señor. No se lo permitiré.
––Ah, conque no me lo permitirá, ¿eh?
Se alzaron sus negros bigotazos y su mueca de burla puso al descubierto un reluciente colmillo blanco.
––¡No haga el tonto, profesor! ––le grité––. ¿Qué espera obtener? Peso doscientas diez libras, soy tan
duro como un clavo y juego de centro tres––cuartos en el London Irish. No soy hombre para...
En ese momento se arrojó sobre mí. Fue una suerte que yo hubiese abierto la puerta, porque si no la
hubiésemos perforado. Rodamos por el pasillo como una rueda catalina, hechos un ovillo. Debimos
enredarnos, no sé cómo, en una silla que encontramos por el camino y nos la llevamos arrastrando hasta la
calle. Mi boca estaba llena de pelos de su barba, nuestros brazos estaban trabados entre sí, nuestros cuerpos
anudados y la condenada silla irradiaba sus patas por todas partes. Austin, siempre vigilante, había abierto
de par en par la puerta del vestíbulo. Y allí fuimos a parar, dando un salto mortal de espaldas, por la
escalinata de entrada. He visto a los dos Macs intentar algo por el estilo en un espectáculo; pero, según
parece, hace falta cierta práctica para no hacerse daño. La silla se hizo astillas al pie de la escalera y
nosotros rodamos hasta la cuneta de la calle. El profesor se levantó de un salto, agitando los puños y
resollando como un asmático.
––¿Recibió lo suficiente? ––jadeó.
––¡Condenado fanfarrón! ––grité, mientras volvía a ponerme en guardia.
Allí mismo habríamos zanjado la cuestión, porque él estaba desbordante de ganas de pelear, pero por
fortuna fui rescatado de tan abominable situación: un policía estaba a nuestro lado, con su libreta de notas
en la mano.
––¿Qué significa todo esto? Vergüenza debería darles ––dijo.
Eran las observaciones más razonables que había escuchado desde que había llegado a Enmore Park. El
policía insistió, volviéndose hacia mí:
––Vamos a ver, ¿qué ha pasado?
––Este hombre me ha atacado ––contesté.
––¿Ha atacado usted a este hombre? ––preguntó el policía. El profesor respiró con fuerza y no dijo nada.
––Tampoco es la primera vez ––añadió severamente el policía, sacudiendo la cabeza––. El mes pasado
tuvo usted un problema por el estilo. Le ha puesto usted un ojo negro al joven. ¿Mantiene usted la
acusación, señor?
Me aplaqué.
––No ––dije––, no la mantengo.
––¿Qué significa eso? ––preguntó el policía.
––La culpa fue mía. Me metí en su casa. Me lo advirtió.
El policía cerró de golpe su libro de notas y dijo:
––Es mejor que no vuelva a suceder una cosa así. Y ustedes circulen, vamos, circulen.
Esto último iba dirigido al muchacho de la carnicería, a una joven y a uno o dos holgazanes que habían
formado un corrillo a nuestro alrededor. Se alejó pisando fuerte, calle abajo, llevándose delante de él a
aquel pequeño rebaño. El profesor me miró y en el fondo de sus ojos brillaba una chispa de humor.
––¡Venga adentro! ––me dijo––. No he acabado con usted. Las palabras tenían un retintín siniestro, pero
a pesar de ello le seguí al interior de la casa. El criado Austin, que parecía una estatua de madera, cerró la
puerta detrás de nosotros.
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4. Es la cosa más grandiosa del mundo
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Apenas cerrada la puerta de la calle, la señora Challenger salió del comedor como una flecha. La
mujercita estaba de un humor terrible. Le cerró el paso a su marido como una gallina enfurecida que hiciera
frente a un bulldog. Era evidente que me había visto salir, pero no había advertido mi retorno.
––¡Eres una bestia, George! ––gritó––. Has lastimado a ese joven tan amable.
Él señaló hacia atrás con su dedo pulgar.
––Ahí está, sano y salvo detrás de mí.
Ella se quedó confusa, y no sin motivo.
––Perdone. No le había visto.
––Le aseguro, señora, que todo está bien.
––¡Ha dejado marcas en su cara, pobrecillo! ¡Oh, George, qué bruto eres! Semana tras semana no hemos
tenido más que escándalos. Todos te empiezan a aborrecer y se burlan de ti. Has acabado con mi paciencia.
No soporto más.
––La ropa sucia... ––tronó él.
––No es ningún secreto ––exclamó ella––. ¿No sabes que toda la calle, para el caso todo Londres...?
Austin, retírese, no lo necesitamos aquí. ¿No sabes que todos hablan de ti? ¿Dónde está tu dignidad? Tú,
que deberías estar como regius professor en una gran universidad, con mil alumnos reverenciándote...
¿Dónde está tu dignidad, George?
––¿Y qué me dices de la tuya, querida?
––Estás acabando con mi paciencia. Un matón, un matón pendenciero y vulgar: eso es lo que te has
vuelto.
––Sé buena, Jessie.
––¡Un matón escandaloso y lleno de furia!
––¡Esto ya es demasiado! ¡Al banquillo de penitencia! ––dijo él.
Para mi asombro, le vi inclinarse, levantar en vilo a su esposa y sentarla en un alto pedestal de mármol
negro que había en un ángulo del vestíbulo. Tendría al menos siete pies de altura y era tan estrecho que sólo
con dificultad conseguía ella mantener el equilibrio. Me resultaba dificil imaginar un espectáculo más
absurdo que el que ella presentaba, allí encaramada, con su rostro convulso de ira, los pies balanceándose
en el aire y su cuerpo rígido por el temor de una caída.
––¡Déjame bajar! ––gemía.
––Di «por favor».
––¡Eres un bruto, George! ¡Bájame enseguida!
––Venga a mi despacho, señor Malone.
––La verdad, señor... ––dije, mirando a la dama.
––Aquí está el señor Malone que aboga en tu defensa, Jessie. Di «por favor» y te bajo enseguida.
––¡Oh, qué bestia eres! ¡Por favor! ¡Por favor!
La bajó al suelo como si hubiese sido un canario.
––Es preciso que te comportes bien, querida. El señor Malone es un periodista. Mañana lo publicará todo
en su periodicucho y se venderá una docena extra de ejemplares entre nuestros vecinos. «Curiosa historia
en el mundo de la clase alta» (estabas bastante alta sobre ese pedestal, ¿no es cierto?). Y luego un subtítulo:
«Ojeada a un extraño matrimonio». Este señor Malone es un devorador de carroña, que se alimenta de
inmundicia, como todos los de su especie ––por cus ex grege diaboli––, un cerdo de la piara del diablo.
¿Qué le sucede, Malone?
––Es usted realmente intolerable ––le dije acaloradamente. El profesor soltó la risa en forma de mugido.
––Ya tenemos aquí una coalición ––gritó con su voz atronadora, mirando a su mujer y luego a mí,
mientras ahuecaba su enorme pecho.
Pero de pronto alteró su tono, diciendo:
––Disculpe estas frívolas chanzas familiares, señor Malone. Le pedí que volviese con un propósito
mucho más serio que el de mezclarlo en nuestras pequeñas bromas domésticas. Largo de aquí, mujercita, y
no te enojes.
Puso una manaza en cada uno de sus hombros:
––Todo lo que dices es la pura verdad. Si yo hiciese caso de tus consejos sería un hombre mucho mejor
de lo que soy. Pero ya no sería del todo George Edward Challenger. Hay muchísimos hombres mejores,
querida, pero sólo un G. E. C. De modo que debes sacar de mí lo mejor que puedas.
Súbitamente le dio un sonoro beso, que me desconcertó aún más que su anterior violencia.
––Y ahora, señor Malone ––prosiguió con un gran acceso de dignidad––, sígame, por favor.
Volvimos a entrar en la habitación que habíamos dejado tan tumultuosamente diez minutos antes. El
profesor cerró cuidadosamente la puerta una vez adentro, me condujo hasta un sillón y puso una caja de
cigarros bajo mi nariz.
––Auténticos San Juan Colorado ––dijo––. Las personas excitables como usted mejoran con los
narcóticos. ¡Cielos! ¡No muerda la punta! ¡Corte, córtela con reverencia! Y ahora reclínese allí y escuche
atentamente cuanto me dispongo a decirle. Si llega a ocurrírsele alguna observación, resérvela para una
ocasión más oportuna.
»Ante todo, lo que se refiere a su retorno a mi casa después de su más que justificada expulsión ––
adelantó su barba y me miró fijamente, como desafiándome a que lo contradijese––, después, como decía,
de su bien merecida expulsión. La razón ha sido su respuesta a ese policía entrometido, en la cual me
pareció distinguir un tenue resplandor de buenos sentimientos por parte suya. Por lo menos, una mayor proporción
de la que estoy acostumbrado a asociar con los de su profesión. Al admitir que era usted quien
tenía la culpa del incidente, demostró poseer cierta amplitud mental y una altura de miras que me
predispusieron en su favor. La subespecie de la raza humana a la cual usted pertenece, por desgracia,
siempre ha estado por debajo de mi horizonte mental. Sus palabras lo elevaron de pronto por encima de
aquélla, e hicieron que me fijase en usted seriamente. Por esa razón le pedí que regresara conmigo, cuando
me sentí dispuesto a conocerlo más a fondo. Tenga la amabilidad de depositar la ceniza en la bandejita
japonesa que está sobre la mesa de bambú que tiene junto a su codo izquierdo.
Todo esto fue dicho estentóreamente, como cuando un profesor se dirige en clase al conjunto de todos
sus alumnos. Había empujado su sillón giratorio para quedar frente a mí, y allí sentado parecía inflarse
como una enorme rana toro 7, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos medio ocultos bajo sus ceñudos
párpados. De pronto se volvió de costado con su sillón giratorio y todo lo que pude ver de él fueron sus
cabellos enmarañados y una oreja roja y protuberante. Estaba escarbando entre un montón de papeles en
desorden que tenía sobre su escritorio. Al fin se volvió hacia mí con algo que parecía un estropeadísimo
cuaderno de dibujo entre sus manos.
7. Rana estadounidense de gran tamaño que puede alcanzar hasta 20 centímetros de largo y cuya voz
potentísima se parece al mugido del toro.

––Voy a hablarle a usted acerca de Sudamérica ––dijo––. Sin comentarios, por favor. Para comenzar,
quiero que sepa que nada de lo que voy a decirle ahora debe ser repetido en público, de cualquier clase que
sea, hasta que tenga usted mi autorización expresa. De acuerdo a toda humana probabilidad, esa
autorización no la tendrá jamás. ¿Está claro?
––Es muy duro eso ––comenté––. Seguramente un relato juicioso...
Volvió a colocar el libro de apuntes sobre la mesa.
––Hemos terminado. Le deseo muy buenos días.
––¡No, no! ––exclamé––. Me someto a todas las condiciones. Por lo que alcanzo a ver, no tengo ninguna
opción.
––Ni la más mínima ––respondió.
––Bueno, entonces acepto.
––¿Palabra de honor?
––Palabra de honor.
Me miró con expresión de duda en sus ojos insolentes.
––Después de todo, ¿qué sé yo de su honor?
––¡Palabra, señor ––exclamé agriamente––, que se está tomando usted libertades muy grandes! Nadie me
ha insultado así en toda mi vida.
Mi explosión pareció interesarle, en lugar de fastidiarlo.
––Cabeza redonda, braquicéfalo, ojos grises, pelo negro, con sugerencias negroides. ¿Un celta, verdad?
––Soy irlandés, señor.
––¿Irlandés, irlandés?
––Sí, señor.
––Naturalmente, eso lo explica todo. Veamos: me ha prometido usted que mis confidencias serán
respetadas, ¿no es cierto? Le advierto que estas confidencias no serán completas ni mucho menos. Pero
estoy dispuesto a darle unas pocas indicaciones que pueden ser de interés. En primer lugar, probablemente
ya estará usted enterado de que hace dos años hice un viaje a Sudamérica: una expedición que llegará a ser
clásica en la historia científica del mundo. El objeto de mi viaje era verificar algunas conclusiones
obtenidas por Wallace y Bates, algo que sólo era posible observando los hechos referidos en condiciones
idénticas a las que ellos habían registrado. Si mi expedición no hubiese conseguido otros resultados,
igualmente habría sido notable; pero mientras estaba allí presencié un curioso incidente que abrió ante mí
líneas de investigación completamente inéditas.
»Sabrá usted ––aunque probablemente no lo sepa, viviendo como vive en esta época educada a medias––
que las comarcas que rodean el Amazonas están sólo parcialmente exploradas, y que gran número de
afluentes, muchos de los cuales ni figuran en los mapas, desembocan en el río principal. Me había
propuesto visitar esa región poco conocida y apartada para examinar su fauna, que me proporcionó materiales
para varios capítulos de esa grande y monumental obra sobre zoología que se convertirá en la
justificación de mi vida. Regresaba ya, cumplida mi labor, cuando tuve ocasión de pasar una noche en una
pequeña aldea india que se hallaba en el punto en que cierto afluente ––cuyo nombre y posición me
reservo–– desemboca en el Amazonas. Los indígenas eran indios cucamas, raza afable pero degradada,
cuya capacidad mental es apenas superior a la del londinense medio. Había yo efectuado algunas
curaciones entre ellos, durante mi viaje río arriba, y los había impresionado considerablemente con mi
personalidad. Por eso no me sorprendió que esperasen ansiosamente mi regreso. Por las señas que me
hacían, supuse que alguien necesitaba con urgencia mis servicios médicos y seguí al jefe a una de sus
chozas. Al entrar descubrí que el enfermo que deseaban que auxiliase acababa de expirar. Para mi sorpresa,
no era un indio sino un hombre blanco. En verdad, debo decir era un hombre blanquísimo, porque tenía el
pelo color de lino y algunas características de un albino. Vestía ropas harapientas, estaba muy demacrado y
mostraba todas las señales de haber sufrido prolongadas penurias. Por lo que pude entender de los relatos
de los indígenas, les era completamente desconocido y había llegado hasta su aldea a través de los bosques
solo y en el último grado del agotamiento.
»La mochila del hombre estaba junto a su camastro y examiné su contenido. Su nombre estaba escrito en
una tablilla que había dentro: "Maple White, Lake Avenue, Detroit, Michigan". He aquí un nombre ante el
cual siempre estaré dispuesto a quitarme el sombrero. Creo que no exagero si digo que su nombre figurará
al mismo nivel que el mío cuando llegue el momento de repartir el crédito de este asunto.
»El contenido de la mochila mostraba de manera evidente que ese hombre había sido un artista y un
poeta en busca de impresiones. Encontré algunos versos garrapateados. No me juzgo árbitro en estas
materias, pero me parecieron bastante faltos de mérito. También hallé algunas pinturas más bien vulgares
de paisajes ribereños, una caja de pinturas, otra de tizas de colores, algunos pinceles, ese hueso curvo que
ahora descansa sobre mi tintero, un tomo del libro de Baxter, Polillas y mariposas, un revólver barato y
unos pocos cartuchos. En cuanto a objetos de equipaje personal, o nunca los tuvo o los había perdido
durante su viaje. Éstos eran todos los bienes que había dejado aquel extraño bohemio americano.
»Iba ya a alejarme del muerto cuando observé que algo sobresalía de la parte delantera de su harapienta
chaqueta. Era este álbum de dibujos, que ya entonces estaba tan deteriorado como lo ve usted ahora. Porque
de veras puedo asegurarle que jamás una primera edición de las obras de Shakespeare fue tratada con tanta
reverencia como la que he reservado a esta reliquia desde el momento en que llegó a mi poder. Aquí se la
entrego a usted, y le pido que la examine página por página y estudie su contenido.
Se sirvió uno de sus cigarros y se recostó en su sillón mientras me observaba con sus ojos agresivamente
críticos, para tomar nota del efecto que este documento iba a producirme.
Yo había abierto el volumen con la expectativa de quien va a hallar alguna revelación, pero cuya
naturaleza no puede imaginar. No obstante, la primera página era decepcionante, pues sólo contenía el
retrato de un hombre muy gordo con una chaqueta verde claro y el epígrafe «Jimmy Colver en el vapor
correo». Seguían algunas páginas llenas de pequeños esbozos de indios y sus costumbres. Luego apareció
el dibujo de un eclesiástico simpático y corpulento, con sombrero de teja, sentado frente a un europeo muy
delgado; la inscripción rezaba: «Almuerzo con Fra Cristofero en Rosario». Estudios de mujeres y niños
ocupaban varias páginas más, hasta que de pronto comenzaba una serie ininterrumpida de dibujos de
animales con explicaciones como éstas: «Manatí en un banco de arena», «Tortugas y sus huevos», «Agutí
negro bajo una palmera mirití» (este último exhibía un animal parecido a un cerdo). Venía por último una
doble página con estudios de saurios muy desagradables, de largos hocicos. No saqué nada en limpio de
todo aquello y así se lo dije al profesor.
––Seguramente son cocodrilos, ¿no?
––¡Caimanes, caimanes! En América del Sur no hay nada parecido a un auténtico cocodrilo. La
diferencia que hay entre unos y otros...
––Quise decir que no veo aquí nada fuera de lo común... Nada que justifique lo que usted ha dicho.
Él se sonrió serenamente.
––Pruebe con la página siguiente ––dijo.
Seguí sin poder satisfacerlo. Era un paisaje a toda página, coloreado toscamente, el tipo de bocetos que
los pintores de paisajes naturales suelen hacer como guía para una futura obra más elaborada. En primer
plano se veía una suave vegetación de color verde pálido, que ascendía en pendiente y terminaba en una
línea de riscos de un color rojo oscuro, curiosamente plegados con rebordes en forma de costillas que me
hicieron recordar algunas formaciones basálticas que había visto. Se extendían como un muro ininterrumpido
por todo el fondo del paisaje. En un punto se elevaba una roca piramidal aislada, coronada por un
árbol corpulento, y que parecía estar separada del risco principal por una hendidura. Detrás de todo, un
cielo azul tropical. Una delgada línea verde de vegetación ornaba la cumbre del rojizo risco. En la página
siguiente había otra acuarela del mismo lugar, pero tomada desde una posición mucho más cercana, lo cual
permitía ver los detalles con toda claridad.
––¿Y bien? ––me preguntó.
––Sin duda es una curiosa formación ––dije––. Pero no sé lo suficiente de geología como para decir que
es algo extraordinario.
––¿Extraordinario? ––repitió––. Es única. Es increíble. Nadie en el mundo soñó jamás con semejante
posibilidad. Pase ahora a la página siguiente.
Volví la página y lancé una exclamación de sorpresa. Era el retrato a toda página de la más extraordinaria
criatura que había visto en mi vida. Era el sueño descabellado de un fumador de opio o bien la visión de un
delirio. La cabeza se asemejaba a la de un ave; el cuerpo correspondía a un lagarto hinchado; la cola, que
arrastraba tras él, estaba provista de pinchos vueltos hacia arriba, y la curvada espalda estaba coronada por
una alta franja parecida a una sierra, que lucía como una docena de barbas de gallo puestas una tras otra.
Frente a este animal estaba un absurdo maniquí, o un enano de forma humana, que lo miraba fijamente.
––Bien, ¿qué opina usted de eso? ––exclamó el profesor, restregándose las manos con aire de triunfo.
––Es monstruoso, grotesco.
––Pero, ¿por qué dibujó un animal semejante?
––La ginebra de mala ley, me imagino.
––Oh, ¿ésa es la mejor explicación que se le ocurre?
––¿Bien, y cuál es la suya, señor?
––La más evidente, o sea que ese animal existe. Es un dibujo copiado del natural.
Estuve a punto de reírme, pero me hizo desistir la visión de nosotros dos rodando por el pasillo
convertidos en otra rueda catalina. Por eso dije, como cuando uno alienta a un imbécil:
––Sin duda, sin duda... Confieso, sin embargo ––añadí––, que me deja perplejo esta menuda figura
humana. Si fuese el retrato de un indio podríamos sentar la evidencia de que existe en América alguna raza
de pigmeos, pero aparenta ser un europeo con un sombrero para el sol.
El profesor resopló como un búfalo irritado:
––De verdad que usted supera todos los límites ––dijo––. Amplía mi perspectiva de lo posible. ¡Paresia
cerebral! ¡Inercia mental! ¡Maravilloso!
Este hombre era demasiado absurdo para que yo me enojase. En realidad era un despilfarro de energía,
pues si uno se enojaba con él, tendría que estarlo todo el tiempo. Me contenté con una sonrisa de hastío,
mientras decía:
––Es que me pareció que el hombre era muy pequeño.
––¡Mire aquí! ––exclamó inclinándose hacia adelante y apuntando hacia el dibujo con uno de sus dedos,
que parecía una gran salchicha peluda––. Fíjese en esta planta que está detrás del animal; supongo que
usted creyó que era diente de león o una col de Bruselas, ¿eh ...? Pues bien: es una palmera de las llamadas
taguas, que crecen hasta los cincuenta o sesenta pies de altura. ¿No se da cuenta de que el hombre ha sido
colocado allí con un propósito determinado? En la realidad no hubiese podido estar frente a una bestia
semejante y vivir para dibujarlo. Se dibujó a sí mismo para dar una escala de alturas. Supongamos que él
medía más de cinco pies. El árbol es diez veces mayor, o sea, lo que cabía esperar.
––¡Santo Cielo! ––exclamé––. Entonces usted opina que la bestia era... ¡Vaya! ¡Una bestia semejante
apenas podría cobijarse en la estación de Charing Cross!
––Exageraciones aparte, es cierto que se trata de un ejemplar bien desarrollado ––dijo el profesor,
complacido.
––Pero ––exclamé–– supongo que toda la experiencia acumulada por la raza humana no puede dejarse de
lado por un solo dibujo.
Había seguido dando vuelta a las hojas, comprobando que el libro no contenía nada más.
––Un solo dibujo, hecho por un artista americano vagabundo, que quizá lo trazó bajo los efectos del
hachís o en el delirio de la fiebre, o simplemente para gratificar su imaginación inclinada a lo monstruoso.
Usted, como hombre de ciencia, no puede defender semejante posición.
Por toda respuesta, el profesor escogió un libro de un anaquel.
––¡Ésta es una excelente monografía escrita por mi docto amigo Ray Lankester! ––dijo––. Aquí tiene una
ilustración que va a interesarle. i Ah, sí, aquí está! El epígrafe dice: «Probable aspecto que tendría en vida
el estegosaurio, dinosaurio del Jurásico. Una pata posterior, sola, es el doble de alta que un hombre de
buena estatura». Y bien, ¿qué deduce usted de esto?
Me alcanzó el libro abierto. Me sobresalté al ver el grabado. En aquella reconstrucción de un animal que
perteneció a un mundo ya muerto había sin duda un grandísimo parecido con el dibujo del desconocido
artista.
––Es notable, por cierto ––observé.
––Pero no quiere admitirlo como algo concluyente, ¿verdad?
––Puede ser, desde luego, una coincidencia; o quizá este norteamericano había visto un dibujo de esta
clase, quedándosele grabado en la memoria. Es posible que un hombre atacado de delirio tuviese esas
visiones.
––Muy bien ––contestó el profesor indulgentemente––. Dejémoslo así. Ahora le ruego que observe este
hueso.
Me alargó el hueso que ya había descrito al enumerar las posesiones del muerto. Tenía alrededor de seis
pulgadas de largo, era más grueso que mi pulgar y mostraba algunos restos de cartílago seco en uno de sus
extremos.
––¿A cuál de los animales conocidos pertenece este hueso? ––preguntó el profesor.
Lo examiné con cuidado, tratando de evocar algunos conocimientos que tenía semiolvidados.
––Podría ser una clavícula humana muy gruesa ––dije.
Mi compañero movió su mano en un gesto de desdeñosa desaprobación.
––La clavícula es un hueso curvo. Éste es recto. Hay unas estrías en su superficie que demuestran que ahí
hacía juego un poderoso tendón, lo cual no podría ser si se tratase de una clavícula.
––Pues entonces debo confesar que no sé de qué se trata.
––No tiene usted por qué avergonzarse de exhibir su ignorancia, pues ni todo el personal de South
Kensington, presumo, sería capaz de darle nombre.
Sacó entonces del interior de una cajita de píldoras un huesecillo del tamaño de un guisante.
––Por lo que soy capaz de juzgar, este hueso humano es análogo al que usted tiene ahora en su mano.
Esto le dará una idea aproximada del volumen del animal. Por los restos de cartílago que tiene, observará
que éste no es un ejemplar fósil, sino reciente. ¿Qué me dice de esto?
––Que seguramente en un elefante...
Dio un respingo, como si sufriese un dolor repentino.
––¡No! ¡No hable de elefantes en Sudamérica! Aún en estos días de escuelas de internos8...
8. Board Schools. El profesor Challenger, evidentemente, no era partidario de la educación inglesa
reservada a las clases populares.

––Bueno ––le interrumpí––, o de cualquier otro animal grande que haya en Sudamérica, un tapir por
ejemplo.
––Puede usted dar por seguro, joven, que conozco los rudimentos de mi oficio. Este hueso no puede
pertenecer ni a un tapir ni a ningún otro animal conocido por la zoología. Pertenece a un animal muy
grande, muy fuerte y, según toda analogía, muy feroz, que existe ahora sobre la faz de la tierra, pero aún no
ha llegado a conocimiento de la ciencia. ¿Sigue aún sin convencerse?
––Por lo menos estoy profundamente interesado.
––Entonces su caso no es desesperado. Tengo la sensación de que algo de razón acecha en alguna parte
dentro de usted; la rastrearemos pacientemente hasta que aparezca. Dejemos ahora al americano muerto y
prosigamos con el relato. Como usted puede imaginar, yo no podía irme del Amazonas sin explorar más a
fondo el asunto. Existían referencias acerca de la dirección desde donde había llegado el viajero muerto.
Las leyendas indias podrían haberme bastado como guía, porque descubrí que los rumores sobre la existencia
de una tierra extraña eran comunes entre todas las tribus ribereñas. Habrá oído hablar, sin duda, de
Curupuri.
––Jamás.
––Curupuri es el espíritu de los bosques: algo terrible, malévolo, que hay que evitar. Nadie puede
describir su figura o su naturaleza, pero a lo largo de todo el Amazonas su nombre es sinónimo de terror. Y
bien: todas las tribus concuerdan en la dirección en que vive Curupuri. Esa dirección era la misma que traía
el norteamericano. Algo terrible se escondía por aquel lado y era de mi incumbencia averiguar qué era.
––¿Y qué hizo usted? ––pregunté.
Toda mi impertinencia había desaparecido. Aquel hombre macizo imponía atención y respeto.
––Tuve que dominar la intensa renuencia de los indígenas; una renuencia que se extendía incluso a
mencionar el tema. Utilizando prudentemente la persuasión y los regalos (ayudado, debo admitirlo, por
algunas amenazas coercitivas), logré que dos de ellos me sirviesen de guías. Después de muchas aventuras
que no hace falta que describa y de recorrer una distancia que no mencionaré, en una dirección que me
reservo, llegamos al fin a una región del país que nadie ha descrito nunca y ni siquiera ha visitado, fuera de
mi infortunado predecesor. ¿Quiere tener la amabilidad de mirar esto?
Me alcanzó una fotografía del tamaño de media placa.
––El aspecto poco satisfactorio que ofrece ––dijo–– se debe al hecho de que durante nuestra travesía río
abajo volcó la lancha y la caja que contenía las películas sin revelar se rompió, con desastrosos resultados.
Casi todas se arruinaron por completo: una pérdida irreparable. Ésta es una de las pocas que se salvó
parcialmente. Tendrá usted la amabilidad de aceptar esta explicación de las deficiencias y anormalidades
que registran. Se ha hablado de que están falseadas. No estoy de humor para discutir ese punto.
Ciertamente, la fotografía estaba muy descolorida. Un crítico malintencionado hubiese podido
malinterpretar fácilmente aquella borrosa superficie. Era un paisaje de un gris apagado y a medida que fui
descifrando los detalles comprendí que representaban una larga y enormemente elevada hilera de riscos,
que vista a la distancia parecía exactamente igual a una inmensa catarata. En primer plano se divisaba una
llanura en pendiente cubierta de árboles.
––Creo que es el mismo sitio que se veía en la pintura del álbum ––dije.
––Es el mismo sitio ––contestó el profesor––. Hallé rastros del campamento del americano. Y ahora mire
ésta.
Era una vista del mismo escenario, pero tomada desde más cerca. Aunque la fotografía era sumamente
defectuosa, pude distinguir claramente el aislado pináculo rocoso coronado por un árbol, y que se destacaba
del risco.
––No me queda la menor duda ––dije.
––Vaya, algo hemos ganado ––comentó el profesor––. ¿Progresamos, verdad? Y ahora, haga el favor de
mirar en la cima de ese pináculo rocoso. ¿No observa algo allí?
––Un árbol enorme.
––¿Y encima del árbol?
––Un pájaro muy grande ––dije.
Me alcanzó una lente.
––Sí ––dije mirando a través de la lupa––, un gran pájaro está posado sobre el árbol. Parece que tiene un
pico de tamaño considerable. Diría que es un pelícano.
––No puedo felicitarlo por su alcance visual ––dijo el profesor––. No es un pelícano ni se trata de un
pájaro, en realidad. Quizá le interese saber que logré matar de un tiro a ese curioso ejemplar. Ésta fue la
única prueba absoluta de mis experiencias que pude traer conmigo.
––¿Entonces lo tiene usted?
Por fin teníamos una corroboración tangible.
––Lo tenía. Por desgracia se perdió junto a tantas otras cosas, en el mismo accidente de la lancha que
arruinó mis fotografías. Intenté aferrarlo cuando desaparecía entre los remolinos de los rápidos, y parte del
ala se me quedó en la mano. Cuando me sacaron a la orilla estaba yo inconsciente, pero el pobre vestigio de
mi soberbio ejemplar estaba aún intacto. Aquí lo tiene, ante usted.
Hizo aparecer de un cajón algo que me pareció que era la parte superior del ala de un gran murciélago.
Era un hueso curvo, de dos pies de largo, con un velo membranoso debajo.
––¡Un murciélago monstruosamente grande! ––sugerí.
––Nada de eso ––dijo el profesor severamente. Al vivir en una atmósfera educada y científica, no podía
concebir que los principios elementales de la zoología fueran tan poco conocidos––. ¿Es posible que usted
ignore este hecho tan elemental en anatomía comparada, o sea, que el ala de un pájaro es en realidad el
equivalente del antebrazo, en tanto que el ala de un murciélago consiste en tres dedos alargados unidos
entre sí por medio de membranas? Ahora bien: en este caso el hueso no es un antebrazo, ciertamente; y
usted puede observar por sí mismo que ésta es una membrana única que cuelga de un único hueso. Por
consiguiente no puede pertenecer a un murciélago. Pero si no es un pájaro ni un murciélago, ¿qué es?
Mi parca provisión de conocimientos estaba agotada.
––Verdaderamente no lo sé ––le respondí.
El profesor abrió la obra clásica que antes me había mostrado:
––Aquí tiene ––dijo señalando la ilustración de un extraordinario monstruo volador–– una excelente
reproducción del dimorphodon o pterodáctilo, reptil volador del período jurásico. En la página siguiente
hay un diagrama del mecanismo de su ala. Tenga la amabilidad de compararlo con el ejemplar que tiene en
su mano.
Una oleada de asombro me invadió mientras miraba. Estaba convencido. No había escapatoria. La
acumulación de pruebas era arrolladora. El dibujo, las fotografías, el relato y ahora aquel ejemplar
concreto: la evidencia era total. Y lo dije: lo dije tan calurosamente porque sentía que el profesor era un
hombre incomprendido. Él se recostó en su sillón con los ojos entrecerrados y una sonrisa tolerante,
caldeándose en aquel súbito resplandor solar.
––¡Esto es lo más grande que he oído jamás! ––dije, aunque el entusiasmo que me había invadido era
más de carácter periodístico que científico––. ¡Es colosal! Usted es un Colón de la ciencia, que ha
descubierto un mundo perdido. Lamento terriblemente que haya parecido que dudaba de usted. Es que todo
era tan inimaginable. Pero cuando recibo una prueba sé comprenderla en lo que vale, y ésta debería ser suficiente
para cualquiera.
El profesor ronroneaba de satisfacción.
––¿Y después, señor, qué hizo usted?
––Era la estación lluviosa, señor Malone, y mis provisiones estaban exhaustas. Exploré una parte de ese
inmenso farellón, pero no fui capaz de hallar una vía para escalarlo. La roca piramidal sobre la cual vi el
pterodáctilo al que maté después era más accesible. Como soy algo alpinista, me las arreglé para escalar
hasta la mitad del camino hacia la cumbre. Desde aquella altura podía formarme una idea más clara de la
meseta que se extendía en lo alto de los riscos. Parecía muy extensa; ni por el este ni por el oeste pude
vislumbrar hasta dónde llegaba el panorama de los riscos cubiertos de verdor. Abajo, se extendía una
región pantanosa, llena de matorrales, abundante en serpientes, insectos y fiebres, que sirve de protección
natural a este extraño país.
––¿Advirtió usted alguna otra señal de vida?
––No, señor, ninguna; pero durante la semana que pasamos acampados al pie del farallón, pudimos
escuchar algunos ruidos muy extraños que venían de lo alto.
––¿Y el animal que dibujó el norteamericano? ¿Cómo explica usted que pudiera lograrlo?
––Lo único que podemos suponer es que consiguió subir hasta la cima y desde allí lo vio. Esto significa,
por lo tanto, que existe un camino hasta arriba. Sabemos igualmente que debe ser muy dificultoso, pues de
otro modo los monstruos habrían bajado e invadido los territorios circundantes. ¿Está claro, no es cierto?
––Pero, ¿cómo llegaron hasta allí?
––No creo que el problema sea demasiado oscuro ––dijo el profesor––. No puede haber más que una
explicación. Como habrá usted oído decir, Sudamérica es un continente granítico. En este lugar exacto del
interior debe haber ocurrido, en una época muy remota, un enorme y súbito levantamiento volcánico. Debo
señalar que aquellos cerros son basálticos y por lo tanto plutónicos. Un área, quizá tan amplia como el
condado de Sussex, fue alzada en bloque con todo su contenido viviente y separada del resto del continente
por precipicios perpendiculares, cuya dureza desafía la erosión. ¿Cuáles fueron las consecuencias? Que las
leyes naturales ordinarias quedaron en suspenso. Los diversos obstáculos que influyen en la lucha por la
existencia en el resto del mundo quedaron allí neutralizados o alterados. Sobreviven seres que de otra
manera habrían desaparecido. Observará que tanto el pterodáctilo como el estegosaurio pertenecen al
período jurásico, o sea, que datan de una era muy grande en la sucesión de la vida. Han sido conservados
artificialmente en virtud de esas condiciones accidentales y peculiares.
––Pero sin duda la prueba que usted aporta es concluyente. No tiene más que presentarla a las
autoridades competentes.
––Eso es lo que ingenuamente había imaginado ––dijo con amargura el profesor––. Sólo puedo
informarle que no fue así, y que me encontré en cada ocasión con la incredulidad, nacida en parte de la
estupidez y en parte de los celos. No forma parte de mi carácter, señor, el adular a nadie o el tratar de
demostrar un hecho cuando mi palabra ha sido puesta en duda. Tras mi primera demostración, no he
condescendido a exhibir las pruebas confirmatorias que poseo. El tema se me ha hecho desagradable y ni
quiero hablar de ello. Cuando hombres como usted, que representan la estúpida curiosidad del público, han
venido a perturbar mi vida privada, fui incapaz de acogerlos con una digna reserva. Admito que soy por
naturaleza algo fogoso y si me provocan me inclino a la violencia. Me temo que usted ya lo habrá
advertido. Acaricié mi ojo y permanecí silencioso.
––Mi esposa me ha reconvenido con frecuencia por ello, pero sigo pensando que cualquier hombre de
honor sentiría lo mismo: Sin embargo, esta noche me propongo ofrecer un ejemplo máximo del dominio de
la voluntad sobre las emociones. Le invito a usted a que esté presente en la exhibición ––me alcanzó una
tarjeta que estaba sobre su escritorio––. Allí podrá observar que el señor Percival Waldron, un naturalista
con cierta reputación popular, dará una conferencia a las ocho y media en el salón del Instituto Zoológico
sobre el tema «El archivo de las edades». He sido especialmente invitado para estar presente en la tribuna y
para promover un voto de agradecimiento al conferenciante. Al mismo tiempo, aprovecharé para lanzar,
con infinito tacto y delicadeza, unas pocas observaciones que quizá despierten el interés de la concurrencia
y muevan a algunos oyentes a penetrar más profundamente en la materia. Nada polémico, compréndame,
sino apenas una indicación de que hay muchas más cosas debajo de la superficie. Voy a contener todos mis
impulsos, y veremos si con esta actitud moderada puedo alcanzar resultados más favorables.
––¿Y puedo yo asistir? ––pregunté ávidamente.
––¡Claro que sí! ––contestó cordialmente. Su afabilidad tenía un estilo tan enormemente macizo que
resultaba casi tan dominadora como su violencia. Su sonrisa benevolente era maravillosa de ver, cuando sus
carrillos se henchían de pronto como dos manzanas coloradas entre sus ojos entornados y su gran barba
negra––. No deje de venir por nada del mundo. Será reconfortante para mí saber que tengo un aliado en la
sala, por más ineficaz e ignorante que sea acerca del tema. Intuyo que la concurrencia será numerosa,
porque Waldron, aunque es un perfecto charlatán, tiene un considerable arraigo popular. Y bien, señor
Malone, ya le he dedicado más tiempo del que me había propuesto. El individuo no debe monopolizar lo
que está dirigido a todo el mundo. Me complacerá verlo esta noche en la conferencia. Mientras tanto, habrá
comprendido que no debe publicar nada acerca del material que le he suministrado.
––Pero el señor McArdle (el director de noticias de mi periódico, sabe usted) querrá saber los resultados
de mi gestión.
––Dígale lo que le parezca. Entre otras cosas, puede decirle que si me envía algún otro intruso iré yo a
visitarlo con una fusta. Pero dejo en sus manos el compromiso de que nada de esto se publique. Muy bien.
Entonces, hasta las ocho y media en el Instituto Zoológico.
Cuando me despedía con un gesto fuera del salón, tuve una última imagen de mejillas coloradas, barba
azul rizada y ojos intolerantes.
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5. ¡Disiento!
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Entre las sacudidas físicas que acompañaron a mi primera entrevista con el profesor Challenger y las
sacudidas mentales que ocurrieron durante la segunda, era yo un periodista bastante desmoralizado cuando
volví a hallarme en la calle, en Enmore Park. En mi dolorida cabeza palpitaba un solo pensamiento: el
relato de aquel hombre era verdadero, sin duda alguna. Tenía una tremenda importancia y de él saldrían
artículos inusitados para la Gazene, cuando obtuviera permiso para publicarlos. Vi un taxi esperando al
final de la calle, salté a su interior y me hice conducir a la redacción. McArdle se hallaba en su puesto,
como siempre.
––¿Y bien? ––exclamó lleno de expectación––, ¿cómo fue aquello? Pienso, joven, que ha estado usted en
una guerra. No me diga que le ha atacado.
––Tuvimos algunas diferencias, al principio.
––¡Vaya con el hombre! ¿Y qué hizo usted?
––Bueno, después se volvió más razonable y tuvimos una charla. Pero no le saqué nada... nada que pueda
publicarse, quiero decir.
––Yo no estoy tan seguro de eso. Ha salido usted con un ojo amoratado y eso es publicable. No podemos
aceptar que reine el terror, señor Malone. Debemos abrirle los ojos. Mañana le voy a dedicar un suelto que
levantará ampollas. Basta que usted me proporcione el material y yo me comprometo a marcar a fuego a
ese fulano para siempre. «Profesor Münchhausen.» ¿Qué le parece como título de cabecera? O «Sir John
Mandeville9 redivivo». O «Cagliostro»10. En suma, todos los impostores y fanfarrones de la historia. Lo
mostraré en mi artículo tal como es: un farsante.
9. Viajero y escritor francés del siglo xiv. Autor de Viaje de ultramar.
10. Alessandro, conde de Cagliostro (1743––1795). Farsante yaventurero italiano que visitó casi todas las
cortes europeas. Su verdadero nombre era Giuseppe Balsamo.

––Yo no haría eso, señor.
––¿Y por qué no?
––Porque no es en modo alguno un impostor.
––¡Qué! ––bramó McArdle––. ¡No querrá usted decir que cree verdaderamente en esos chismes que
cuenta sobre mamuts mastodontes y grandes serpientes de mar!
––Bueno, no sé nada de todo eso y no creo que el profesor sostenga nada de ese tipo. Pero sí creo que ha
hallado algo nuevo.
––¡Pero hombre, por Dios, entonces escríbalo usted!
––Es lo que estoy deseando; pero todo lo que sé me lo ha dicho confidencialmente y a condición de que
no lo escriba.
Condensé en pocas frases el relato del profesor y añadí:
––Así quedó el asunto.
McArdle parecía sentir una profunda incredulidad:
––Y bien, señor Malone ––dijo al fin––, hablemos de la reunión científica de esta noche; de todos modos
sobre eso no puede haber secretos. Supongo que ningún periódico informará sobre ello, porque de Waldron
han publicado notas al menos una docena de veces y nadie está enterado de que Challenger va a intervenir.
Si tenemos un poco de suerte podremos obtener la primicia sobre todos los demás periódicos. De todos
modos, usted estará allí y podrá traernos un reportaje bien completo. Le reservaré espacio hasta la medianoche.
Tuve un día muy ocupado y cené temprano con Tarp Henry en el Savage Club, dándole cuenta
parcialmente de mis aventuras. Me escuchó con una sonrisa escéptica en su rostro enjuto y rió
estruendosamente cuando oyó que el profesor me había convencido.
––Mi querido muchacho, en la vida real las cosas no suceden de ese modo. La gente no se topa con
descubrimientos enormes y pierde luego las pruebas. Deje eso para los novelistas. Ese fulano está tan lleno
de trucos como la jaula del mono en el zoo. Todo eso es pura palabrería.
––Pero, ¿y el poeta americano?
––Nunca existió.
––Vi su álbum de dibujos.
––El álbum de dibujos de Challenger.
––¿Cree que fue él quien dibujó aquel animal?
––Claro que fue él, ¿quién si no?
––Bueno, pero ¿y las fotografías?
––No había nada en las fotografías. Usted mismo admite que sólo vio un pájaro.
––Un pterodáctilo.
––Eso dice él. Fue él quien puso el pterodáctilo en su cabeza.
––Pero, ¿y los huesos?
––El primero lo sacó de un guisado irlandés. El segundo lo improvisó para la ocasión. Si usted es hábil y
conoce el oficio, puede falsificar un hueso tan fácilmente como una fotografia.
Comencé a sentirme inquieto. Tal vez, después de todo, mi convencimiento había sido prematuro. De
pronto tuve una idea feliz:
––¿Por qué no viene ala reunión? ––le pregunté.
Tarp Henry me miró pensativo.
––No es un personaje popular ese genial Challenger ––dijo––. Hay muchas personas que tienen cuentas
que arreglar con él. Diría que es el hombre más odiado de Londres. Si los estudiantes de medicina aparecen
por allí, la burla no va a tener fin. No quiero meterme en un corral de osos.
––Debería usted, al menos, hacerle la justicia de oírle exponer su caso.
––Bien, quizá sea lo justo. Está bien. Cuente conmigo esta noche.
Cuando llegamos a la sala nos encontramos con una concurrencia mucho más numerosa de lo que
esperábamos. Una fila de coches eléctricos Brougham dejaba sus pequeños cargamentos de profesores de
blancas barbas, mientras una oscura corriente de peatones, menos privilegiados, cruzaba
multitudinariamente el arco de entrada, indicando que la audiencia no sería sólo científica sino también
popular. En realidad, tan pronto como nos sentamos, comprobamos que un juvenil y bullicioso estado de
ánimo se extendía por la galería y los fondos de la sala. Al mirar detrás de mí, pude ver filas de rostros con
el tipo característico del estudiante de medicina. Por lo visto, todos los grandes hospitales habían enviado
sus respectivos contingentes. El talante de la audiencia era todavía alegre, pero travieso. Se coreaban con
entusiasmo trozos de canciones populares, lo cual constituía un extraño preludio para una disertación
científica; y se advertía ya una tendencia a la chanza personal, que prometía a los demás una velada jovial,
aunque pudiese resultar embarazosa para quienes recibieran estos dudosos honores.
Así, cuando apareció sobre la plataforma el viejo doctor Meldrum, con su bien conocido sombrero clac
de ala retorcida, se oyó la pregunta unánime: «¿De dónde sacó esa teja?», ante la cual se apresuró a
quitárselo, guardándolo furtivamente bajo su silla. Cuando el gotoso profesor Wadley cojeó hasta su
asiento, de todas partes de la sala brotaron afectuosas preguntas sobre el estado exacto de su pobre dedo
gordo, lo cual motivó su evidente desconcierto. La mayor conmoción de todas, sin embargo, fue la entrada
de mi nueva amistad, el profesor Challenger, cuando pasó a ocupar su asiento en el extremo de la primera
fila del estrado. En cuanto su barba negra se asomó por la esquina, estalló tal alarido de bienvenida que
empecé a sospechar que Tarp Henry había acertado en sus conjeturas y que tales grupos no estaban allí
simplemente por afición a la conferencia sino porque había cundido el rumor de que el famoso profesor iba
a intervenir en el debate.
Hubo también algunas risas benévolas ante su entrada, que provenían de los bancos delanteros, ocupados
por espectadores bien vestidos, como si la demostración de los estudiantes en la ocasión no les hubiese
resultado inconveniente. La salutación, en realidad, se tradujo en una espantosa algarabía, semejante a los
rugidos de los moradores de una jaula de fieras carnívoras cuando escuchan a distancia el paso del guardián
que llega con el cubo de la comida. Quizá había algo ofensivo en todo aquello, pero a mí me impresionó,
principalmente, como un simple vocerío bullicioso, la ruidosa recepción de un personaje que los divertía e
interesaba a la vez, más que la proporcionada a alguien que les resultase antipático y despreciable.
Challenger se sonreía con una expresión de menosprecio tolerante y aburrido, como haría un hombre
bondadoso ante los ladridos de una camada de cachorros. Tomó asiento despacio, sacó pecho, se acarició su
barba de arriba abajo y examinó con ojos entrecerrados y altaneros la colmada sala que tenía delante. Aún
no se había apagado el alboroto provocado por su llegada cuando se abrieron camino hasta el proscenio el
profesor Murray, el presidente, y el señor Waldron, el conferenciante, dando entonces comienzo el acto.
El profesor Murray me disculpará, seguramente, si digo que tenía el defecto, común a muchos ingleses,
de ser inaudible. Uno de los extraños misterios de la vida moderna es que haya gente que tiene algo que
decir y que merece ser oída pero no se toma el menor trabajo en aprender a hacerse escuchar. Sus métodos
eran tan razonables como los de alguien que quisiera verter una materia preciosa desde la fuente al depósito
a través de una tubería obstruida y que podría destaparse con un pequeño esfuerzo. El profesor Murray hizo
algunas profundas observaciones a su corbata blanca y a la garrafa de agua que estaba sobre la mesa, con
algunos apartes humorísticos y chispeantes al candelero de plata que tenía a su derecha. Luego se sentó y el
señor Waldron, el famoso conferenciante, se puso de pie entre un generalizado murmullo de aplausos. Era
un hombre torvo, enjuto, de áspera voz y maneras agresivas, pero que tenía el mérito de saber asimilar las
ideas de los demás, haciéndolas circular de manera que resultasen inteligibles y hasta interesantes para el
público profano, con la afortunada cualidad de resultar entretenido en los temas más inverosímiles; de tal
modo, la precesión de los equinoccios o las etapas de la formación de un vertebrado se convertían, tratados
por él, en un desarrollo expositivo del más elevado humorismo.
En esta oportunidad desplegó ante nosotros, en un lenguaje siempre claro y a veces pintoresco, una
visión a vuelo de pájaro del proceso de la creación, tal como lo interpreta la ciencia. Nos habló del globo
terráqueo, esa masa inmensa de gas inflamado, fulgurando a través de los cielos. Luego describió la
solidificación, el enfriamiento y los plegamientos que formaron las montañas; el vapor convirtiéndose en
agua, la lenta preparación del escenario en que había de representarse el inexplicable drama de la vida. Al
tratar del origen de la vida misma, hizo gala de una discreta vaguedad. Era cabalmente cierto, declaró, que
los gérmenes de la misma no podrían haber sobrevivido a la calcinación inicial. Por consiguiente, vinieron
después. ¿Se habían formado a partir de los elementos inorgánicos y en estado de enfriamiento que existían
en el globo? Era muy probable. ¿Habrían llegado los gérmenes desde el espacio exterior, transportados por
meteoritos? Era difícilmente concebible. En general, demostraría ser el más sabio quien se mostrase menos
dogmático acerca de este punto. No hemos podido ––o al menos aún no se ha logrado hasta la fecha––
fabricar materia orgánica en nuestros laboratorios a partir de materiales inorgánicos. Nuestra química no ha
conseguido todavía tender un puente sobre el abismo que separa lo muerto de lo vivo. Pero hay una
química aún más elevada y sutil, la que crea la Naturaleza, que, trabajando con fuerzas enormes durante
prolongadas edades, podría muy bien producir resultados que son imposibles para nosotros. Ahí podríamos
dejar lacuestión.
Esto llevó al conferenciante a la gran escala de la vida animal, comenzando por el tramo más bajo, los
moluscos y los débiles seres marinos, para ir subiendo, paso a paso, por los reptiles y los peces, hasta que
llegamos, al fin, al cangurorata, un animal que paría ya vivas a sus crías y que es el ancestro directo de
todos los mamíferos y, presumiblemente, de todos los miembros de esta audiencia. («No, no», se oyó decir
a un estudiante escéptico de la última fila.) Si el caballerito de la corbata colorada que gritó: «No, no» y
que presumiblemente creía haber sido empollado dentro de un huevo tenía la bondad de acercarse a él
después de la conferencia, tendría mucho gusto en examinar semejante curiosidad. (Risas.) Resultaba
extraño pensar que el punto culminante de todo el secular proceso seguido por la Naturaleza hubiese sido la
creación de este caballero de la corbata colorada. Pero ¿es que ese proceso se había detenido? ¿Podía
tomarse a ese caballero como el tipo definitivo, el «no va más» del desarrollo? Confiaba en no lastimar los
sentimientos del caballero de la corbata colorada si sostenía que, cualesquiera que fuesen las virtudes que
tal caballero poseía en su vida privada, todos los vastos procesos del universo no quedaban plenamente
justificados si sólo conducían a su creación. La evolución no era una fuerza extinguida, sino en plena
acción, y que se reservaba realizaciones aún mayores.
Habiéndose burlado a su gusto del interruptor, entre las risas generales del público, el conferenciante
retornó a su pintura del pasado: el desecamiento de los mares, la aparición de los bancos de arena, la vida
viscosa y perezosa que se acumuló en sus márgenes, las superpobladas lagunas, la tendencia de las criaturas
marinas a buscar refugio en los fondos barrosos, la abundancia de alimentos que allí les esperaba y su
enorme desarrollo consiguiente. De aquí, damas y caballeros ––añadió––, derivó aquella espantosa
progenie de saurios que aún pone miedo en nuestros ojos cuando los vemos en los esquistos de Wealden o
de Solenhofen, pero que, afortunadamente, se extinguieron mucho antes de que la humanidad hiciese su
primera aparición sobre este planeta.
––¡Disiento! ––bramó una voz desde el estrado.
El señor Waldron era un estricto hombre de orden, con un don para el humorismo ácido, como lo había
demostrado cuando apabulló al caballero de la corbata colorada, por lo cual resultaba peligroso
interrumpirle. Pero esta interjección imprevista le pareció tan absurda que no supo cómo reaccionar. Debió
de sentirse como el shakespeariano cuando se ve confrontado con un rancio adepto de Bacon 11, o como el
astrónomo que es atacado por un fanático creyente en que la tierra es plana. Hizo una breve pausa y luego,
alzando la voz, repitió lentamente las palabras:
11. Una antigua polémica literaria surgió de la teoría de que Francis Bacon (1561––1626), famoso
científico inglés, era el verdadero autor de las obras de Shakespeare.

––Se extinguieron antes de la aparición del hombre.
––¡Disiento! ––bramó de nuevo la voz.
Waldron, asombrado, paseó la vista por la fila de profesores que ocupaban el estrado, hasta que sus ojos
se detuvieron sobre la figura de Challenger, que estaba arrellanado en su silla, con los ojos cerrados y una
expresión divertida, como si se sonriera en sueños.
––¡Ah, ya veo! ––dijo Waldron encogiéndose de hombros––. Es mi amigo el profesor Challenger.
Y reanudó su disertación, entre las risas del público, como si aquello fuese una explicación definitiva y
no necesitase decir nada más.
Pero el incidente estaba lejos de haber tocado a su fin. Cualquier senda que el conferenciante tomaba
para internarse en las frondosidades del pasado parecía conducirlo invariablemente a alguna afirmación
acerca de la vida prehistórica ya extinguida, que instantáneamente provocaba el consabido mugido de toro
del profesor. El auditorio empezó a preverlo y rugía con satisfacción cada vez que se repetía. Los
compactos bancos de los estudiantes se unieron a los demás y cada vez que se abrían las barbas de
Challenger, y antes que cualquier sonido surgiese de su boca, cien voces prorrumpían en un alarido de
«¡disiento!» al que respondían gritos de «¡orden!» y «¡qué vergüenza!» provenientes de muchas otras. A
pesar de que Waldron era un conferenciante empedernido y un hombre fuerte, quedó aturdido. Vaciló,
tartamudeó, se enredó en un largo párrafo y por fin se volvió furiosamente contra la causa de sus
tribulaciones.
––¡Esto es verdaderamente intolerable! ––gritó, lanzando una mirada fulminante hacia el estrado––.
Debo pedirle, profesor Challenger, que cese en sus interrupciones ignorantes y maleducadas.
Hubo un cuchicheo general en la sala y los estudiantes se quedaron quietos, llenos de placer, al ver cómo
se querellaban entre sí los altos dioses del Olimpo. Challenger alzó lentamente de la silla su cuerpo
voluminoso.
––Y yo, a mi vez, señor Waldron––dijo––, debo pedirle que deje de hacer afirmaciones que no
concuerdan estrictamente con los hechos científicos.
Estas palabras desencadenaron una tempestad. «¡Qué vergüenza!», «¡qué vergüenza!», «¡déjenlo
hablar!», «¡échenle fuera!», «¡arrójenle del escenario!», «¡juego limpio!» eran las sugerencias que se
distinguían entre el bramido general de diversión o disgusto. El presidente se había puesto de pie, aleteando
con las dos manos y balando excitado: «Profesor Challenger.. puntos de vista... personales... después»; esas
frases emergían como sólidos picachos entre las nubes de su inaudible refunfuño. El interruptor hizo una
reverencia, sonrió, se alisó la barba y volvió a repantigarse en su asiento. Waldron, muy acalorado y
combativo, continuó con sus observaciones. Aquí y allá, al hacer una afirmación, lanzaba una mirada
venenosa a su oponente, que parecía estar dormitando profundamente, con la misma sonrisa amplia y feliz
impresa en su cara.
Por fin terminó la conferencia... Me inclino a pensar que fue un final prematuro, porque la perorata fue
apresurada e inconexa. El hilo de la argumentación había sido cortado brutalmente y el auditorio estaba
inquieto y expectante. Waldron se sentó y, tras algunos graznidos del presidente, el profesor Challenger se
levantó y avanzó hasta el borde de la tribuna. Copié textualmente su discurso, en interés de mi periódico.
––Señoras y caballeros ––comenzó, entre sostenidas interrupciones del fondo del salón––: perdón,
señoras, caballeros y niños. Pido disculpas por haber omitido, inadvertidamente, a una parte considerable
de esta concurrencia. (Hay un tumulto, durante el cual el profesor se mantiene con una mano levantada y
mueve su enorme cabeza con asentimientos benévolos, como si estuviese impartiendo una bendición
pontifical a la muchedumbre.) He sido elegido para promover un voto de agradecimiento al señor Waldron
por la arenga, tan pintoresca e imaginativa, que acabamos de escuchar. Hubo puntos, en ella, con los cuales
disiento, y ha sido mi deber señalarlos a medida que surgían; pero no es menos cierto que el señor Waldron
ha cumplido bien con su objetivo, porque éste consistía en dar una sencilla e interesante relación de cómo
él concibe que ha sido la historia de nuestro planeta. Las conferencias populares de divulgación cultural son
las más fáciles de comprender, pero el señor Waldron ––aquí lanzó un guiño resplandeciente de alegría al
conferenciante–– me disculpará si digo que son inevitablemente superficiales y engañosas, ya que es
necesario graduarlas para que sean comprendidas por un auditorio ignorante. (Aplausos irónicos.) Las
conferencias populares son parásitas por naturaleza. (Airados gestos de protesta del señor Waldron.)
Explotan, por dinero o por fama, la obra que han realizado cofrades indigentes y desconocidos. El más
pequeño descubrimiento obtenido en el laboratorio, un solo ladrillo añadido al templo de la ciencia, tienen
un peso enormemente mayor que una exposición de segunda mano que permite pasar una hora de ocio,
pero que no deja tras de sí ningún resultado positivo. Expongo estas reflexiones evidentes sin el menor
deseo de rebajar al señor Waldron en particular, sino para que ustedes no pierdan el sentido de las
proporciones y confundan al acólito con el sumo sacerdote. (En ese momento, el señor Waldron susurró
algo al oído del presidente, que medio se levantó y dirigió severamente la palabra a su garrafa de agua.)
¡Pero basta ya de esto! (Fuertes y prolongados aplausos.) Permítanme pasar a un tema de más amplio
interés. ¿Cuál ha sido el punto específico sobre el cual yo, como investigador original, he discutido la
exactitud de nuestro conferenciante? Fue acerca de la permanencia de ciertos tipos de vida animal sobre la
tierra. No hablo sobre esta materia como un aficionado ni tampoco, debo añadir, como un conferenciante
popular; hablo como alguien cuya conciencia científica lo obliga a adherirse estrictamente a los hechos. Por
eso digo que el señor Waldron está muy equivocado al suponer que, porque él nunca vio personalmente un
así llamado animal prehistórico, puede dar por sentado que esos seres no existen. Ellos son, en verdad,
nuestros ascendientes, como él ha dicho; pero son también, si se me permite la expresión, nuestros
ascendientes contemporáneos, a los que aún podemos hallar, con todas sus espantosas y formidables
características, si tenemos la energía y la audacia necesarias para buscar sus guaridas. Existen aún seres que
supuestamente pertenecen a la edad jurásica, monstruos capaces de atrapar y devorar a los más grandes y
feroces de nuestros mamíferos. (Gritos de «¡tonterías!», «¡demuéstrelo!», «¿cómo lo sabe usted?»,
«¡disiento!».) ¿Que cómo lo sé?, me preguntan ustedes. Lo sé porque he visitado sus secretas guaridas. Lo
sé porque he visto algunos de ellos. (Aplausos, tumulto, y una voz que grita: «¡Mentiroso!».) Creo haber
oído que alguien me ha llamado mentiroso. ¿Querría la persona que me ha llamado mentiroso tener la
amabilidad de ponerse de pie para que yo lo conozca? (Una voz: «¡Aquí está, señor!», y de entre un grupo
de estudiantes alzan en vilo a un hombrecito inofensivo, con gafas, que se debate violentamente.) ¿Es usted
quien se ha atrevido a llamarme mentiroso? («¡No, señor, no!», vociferó el acusado, y desapareció como un
muñeco de caja de sorpresas.) Si hay alguien que osa poner en duda mi veracidad, tendré mucho gusto en
cambiar algunas palabras con él después de la conferencia. («¡Mentiroso!».) ¿Quién ha dicho eso? (Otra
vez el inofensivo individuo, agitándose como un desesperado, emerge elevado muy en alto.) Si voy por
ahí... (Responde un coro general de «ven, amor, ven», que interrumpió el acto durante unos momentos,
mientras el presidente, puesto en pie y agitando sus dos brazos, parecía estar dirigiendo la música. El
profesor, con el rostro sonrojado, las ventanas de la nariz dilatadas y la barba erizada, estaba ya de un
humor temible.) Todos los grandes descubridores se enfrentaron con la misma incredulidad... el estigma
infalible de una generación de idiotas. Cuando se les ponen delante los grandes hechos, carecen de la
intuición y la imaginación que los ayudarían a comprenderlos. Sólo saben arrojar cieno a los hombres que
han arriesgado sus vidas para abrir nuevos campos a la ciencia. ¡Persiguen ustedes a los profetas! Galileo,
Darwin y... (Ovación prolongada y total interrupción.)
Todo esto está transcrito de las apresuradas notas que tomé en el mismo momento, y que sólo dan una
lejana noción del caos absoluto a que se había reducido para entonces la asamblea. El alboroto era tan
terrorífico que varias señoras se habían batido en retirada a toda prisa. Serios y reverendos profesores
parecían haberse dejado arrastrar por el espíritu que allí prevalecía, con la misma animosidad que los
estudiantes, y vi cómo hombres de blancas barbas se levantaban y blandían los puños contra el obstinado
profesor. Todo el colmado auditorio hervía y se agitaba como un caldero en ebullición. El profesor dio un
paso adelante y levantó ambas manos. Había en aquel hombre tal emanación de grandeza, respeto y
virilidad que el vocerío y el alboroto fueron cediendo gradualmente ante su gesto dominador y sus ojos
imperiosos. Daba la impresión de que iba a pronunciar un mensaje definitivo. Todos se callaron para
escucharle.
––No los retendré demasiado ––dijo––. No vale la pena. La verdad es la verdad y el alboroto de unos
cuantos jóvenes tontos (y, debo agregar, el que hacen sus profesores, tan tontos como ellos) no puede
afectar al asunto. Yo sostengo que he abierto a la ciencia un nuevo campo. Ustedes lo impugnan.
(Aplausos.) Entonces yo los colocaré ante la prueba. ¿Quieren autorizar a uno o a varios de entre ustedes
mismos para que viajen como representantes suyos y comprueben mis afirmaciones en su nombre?
Se alzó de entre la concurrencia el señor Summerlee, veterano profesor de anatomía comparada. Era un
hombre alto, delgado, agrio, con el aspecto mustio de un teólogo. Dijo que deseaba preguntar al profesor
Challenger si los resultados a que había aludido en observaciones habían sido obtenidos durante una
excursión a las fuentes del Amazonas hecha por él dos años antes.
El profesor Challenger respondió que sí.
El señor Summerlee deseaba saber también cómo era que el profesor Challenger proclamaba haber hecho
descubrimientos en unas regiones que habían sido previamente exploradas por Wallace, Bates y otros
viajeros de reconocida autoridad científica.
El profesor Challenger respondió que el señor Summerlee parecía confundir el Amazonas con el
Támesis; que aquél era en realidad algo mayor; y que tal vez le interesase saber al señor Summerlee que
junto con el Orinoco, que comunicaba con él, el Amazonas daba acceso a una comarca de alrededor de
ciento cincuenta mil millas de extensión, y que no era imposible que en una extensión tan vasta alguna
persona hallase lo que a otras les hubiese pasado inadvertido.
El señor Summerlee declaró, con ácida sonrisa, que estimaba en todo su valor la diferencia entre el
Támesis y el Amazonas, la cual consistía en que cualquier afirmación sobre el primer río podía
comprobarse, mientras no se podía respecto del segundo. Le agradecería al profesor Challenger si éste
podía dar la latitud y la longitud del país en que podían hallarse esos animales prehistóricos.
El profesor Challenger replicó que él se reservaba esa información porque tenía buenas razones para ello,
pero que estaba preparado para darla, con las apropiadas precauciones, a un comité elegido entre la
audiencia. ¿Querría el señor Summerlee participar en dicho comité y comprobar personalmente el relato?
SEÑOR SUMMERLEE: Sí, estoy dispuesto. (Grandes aplausos.)
PROFESOR CHALLENGER: Pues entonces le garantizo que pondré en sus manos los materiales
necesarios para que pueda hallar el camino. Sin embargo, puesto que el señor Summerlee va a comprobar
mis afirmaciones, sería justo que yo, a mi vez, disponga de uno o más acompañantes que lo controlen a él.
No quiero disimular ante ustedes que habrá dificultades y peligros allá. El señor Summerlee necesitará la
compañía de un colega más joven. ¿Puedo pedir voluntarios?
Así es como surgen las grandes crisis en la vida del hombre. ¿Podía yo imaginar, cuando entré en aquella
sala, que estaba a punto de empeñarme en una aventura mucho más descabellada de todo lo que podía
haber soñado? Y Gladys... ¿no era ésta la auténtica oportunidad de que ella hablaba? Gladys me habría
dicho que fuese. Me puse de pie de un salto. Ya estaba hablando, aunque no había preparado mis palabras.
Tarp Henry tiraba de los faldones de mi chaqueta y le oí susurrar: «¡Siéntese, Malone! ¡No se porte
públicamente como un asno!». Al mismo tiempo advertí que un hombre alto, delgado, de cabello rojizo
oscuro, situado algunas filas por delante de mí, también se había puesto de pie. Se volvió a mirarme con
ojos duros y coléricos, pero me negué a darle paso.
––Yo iré, señor presidente ––repetí una y otra vez.
––¡Su nombre! ¡Su nombre! ––clamaba la audiencia.
––Mi nombre es Edward Dunn Malone, soy informador de la Daily Gazette; afirmo que soy un testigo
absolutamente libre de prejuicios.
––¿Y usted, señor, cómo se llama? ––preguntó el presidente a mi rival, el hombre alto.
––Soy lord John Roxton. He recorrido ya el Amazonas, conozco toda la comarca y me encuentro
especialmente calificado para esta investigación.
––La reputación de lord Roxton como deportista y viajero es mundialmente conocida, desde luego ––dijo
el presidente––; al mismo tiempo, sería ciertamente muy apropiado que un miembro de la prensa tomase
parte en una expedición semejante.
––Pues entonces propongo ––dijo el profesor Challengerque estos dos caballeros sean elegidos como
representantes de esta asamblea para que acompañen al profesor Summerlee en su viaje para investigar e
informar acerca de la verdad de mis declaraciones.
Así, entre aclamaciones y aplausos, quedó decidido nuestro destino, y yo me hallé a la deriva en medio
de la corriente humana que se arremolinaba hacia la puerta, con mi mente medio aturdida por aquel nuevo y
vasto proyecto que de manera tan repentina se alzaba ante mí. Cuando salí del salón, tuve la momentánea
visión del tropel de estudiantes que corrían riendo por la acera, y de un brazo que enarbolaba un pesado
paraguas, que se alzaba y caía sobre ellos. Entonces, entre una mezcla de gruñidos y aplausos, el coche
eléctrico del profesor Challenger se deslizó desde el bordillo de la acera y me encontré caminando bajo las
argentadas luces de Regent Street, rebosando de pensamientos sobre Gladys y sobre los enigmas que se
abrían en mi futuro.
De pronto, sentí que me tocaban el codo. Me volví y mi mirada se encontró con los ojos jocosos y
dominadores del hombre alto y delgado que se había ofrecido como voluntario para ser mi compañero en
aquella extraña búsqueda.
––¿Es usted el señor Malone, verdad? ––dijo––. Vamos a ser compañeros, ¿no? Mis habitaciones dan
justo ala calle, en el Albany. Tal vez querría usted ser tan amable como para dedicarme media hora: ardo en
deseos de decirle dos o tres cosas.
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6. Fui el mayal del Señor
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Lord John Roxton y yo doblamos juntos por Vigo Street y cruzamos los oscuros y deslucidos portales del
famoso nido de aristócratas. Al final de un pasillo largo y parduzco, mi nuevo conocido abrió una puerta y
giró un conmutador eléctrico. Una cantidad de lámparas que brillaban a través de pantallas coloreadas
bañaron por entero el gran salón, que se iluminó ante nosotros con un resplandor sonrosado. De pie en el
umbral y paseando la mirada a mi alrededor, tuve una impresión general de extraordinaria comodidad y
elegancia, que se combinaba con una atmósfera de masculina virilidad. Por todas partes se mezclaba el lujo
de un hombre rico y de buen gusto con el despreocupado desaliño del que vive soltero. Esparcidas por el
suelo, había ricas pieles y extrañas esteras iridiscentes, halladas en algún bazar oriental. En apretada
profusión, pendían de los muros cuadros y estampas que incluso mis ojos inexpertos reconocían como de
gran precio y rareza. Bocetos de boxeadores, bailarinas de ballet y caballos de carreras alternaban con un
sensual Fragonard, un marcial Girardet y un Turner de ensueño. Pero entre todos estos variados adornos,
estaban desperdigados los trofeos, que trajeron con gran fuerza a mi memoria el hecho de que lord John
Roxton era uno de los más grandes y completos deportistas de su época. Un remo de color azul oscuro
cruzado con otro de color cereza sobre la repisa de la chimenea hablaba del antiguo remero de Oxford y
Leander, en tanto los floretes y los guantes de boxeo que había encima y debajo eran las herramientas de un
hombre que había ganado la supremacía en ambos deportes. Sobresaliendo como panoplias alrededor de la
habitación había una línea de espléndidas cabezas, trofeos de caza mayor, las mejores de su clase halladas
en cada rincón del mundo, con el raro rinoceronte blanco del enclave de Lado, destacando sobre todos con
su morro altanero y colgante.
En el centro de la lujosa alfombra roja había una mesa Luis XV en negro y oro, una encantadora
antigüedad, ahora profanada por sacrílegas manchas de vasos y cicatrices de colillas de cigarro. Encima de
la mesa había una bandeja de plata con utensilios para fumar y un bruñido estante de licores, del que mi
silencioso huésped, con ayuda de un sifón que había al lado, procedió a llenar dos altos vasos. Después de
señalarme un sillón y de colocar mi bebida cerca del mismo, me alcanzó un habano largo y suave. Entonces
se sentó frente a mí y me miró larga y fijamente con sus extraños ojos, brillantes e implacables; unos ojos
de un frío color azul claro, el color de un lago de glaciar.
A través de la fina niebla de humo de un cigarro, distinguí los detalles de una cara que ya me era familiar
por haberla visto en muchas fotografías: la nariz fuerte y corva; las mejillas hundidas y marchitas; el pelo
rojizo oscuro que raleaba en lo alto de la cabeza; los crespos y viriles mostachos; el pequeño y agresivo
penacho de pelo sobre su barbilla prominente. Tenía algo de Napoleón III y también algo de Don Quijote;
pero había además ese algo que es la esencia del caballero terrateniente inglés, del agudo, alerta y franco
amante de perros y caballos. El sol y el aire habían dado a su piel el vivo color rojo de la arcilla de los
tiestos. Sus cejas eran tupidas y sobresalientes, lo cual daba a sus ojos naturalmente fríos una expresión más
bien feroz, que se incrementaba con su entrecejo fuerte y fruncido. Era enjuto de cuerpo, pero de
complexión sumamente vigorosa; en verdad, había demostrado a menudo que había pocos hombres en
Inglaterra capaces de soportar esfuerzos tan prolongados. Su estatura era poco mayor de seis pies, pero
daba la impresión de ser más bajo debido a la peculiar curvatura de sus hombros. Tal era el famoso lord
John Roxton como lo veía sentado frente a mí, mordiendo con fuerza su cigarro y observándome fijamente,
en medio de un largo y embarazoso silencio.
––Bueno ––dijo por último––, la suerte está echada, mi joven–– compañerito––camarada. (Pronunció
esta curiosa frase como si fuese una sola palabra: «jovencompañeritocamarada».) Sí, usted y yo hemos
dado el salto. Supongo que cuando entró usted en aquel salón no se le había pasado por la cabeza una cosa
semejante... ¿eh?
––Ni por asomo.
––Tampoco a mí. Ni idea de ello. Y aquí estamos, metidos hasta el cuello en la sopera. Para esto, hace
sólo tres semanas que he regresado de Uganda, arrendado un sitio en Escocia, firmado el contrato y todo lo
demás. En buena me he metido, ¿eh? ¿Y a usted que impresión le causa?
––Bueno, todo encaja perfectamente en la línea central de mi oficio. Soy periodista en la Gazette.
––Cierto, ya lo dijo cuando se metió en el baile. A propósito, tengo un pequeño trabajo para usted, si
quiere ayudarme.
––Con mucho gusto.
––¿No le importa correr un riesgo?
––¿Cuál es?
––Bueno, se trata de Ballinger.. Él es el riesgo. Habrá oído hablar de él, ¿no?
––No.
––Pero, compañerito, ¿dónde ha vivido usted? Sir John Ballinger es el mejor jinete del norte del país. Yo,
cuando estoy en mi mejor forma, podría competir con él en terreno llano, pero con vallas él es mi maestro.
Y bien: es un secreto a voces que cuando no está entrenándose bebe fuerte... O como él dice, mantiene un
promedio. El delirio le empezó el martes pasado y desde entonces ha estado enloquecido como un
demonio. Su habitación está encima de ésta. Los médicos dicen que el querido viejo está acabado a menos
que se le pueda hacer tragar algún alimento, pero como está acostado en la cama con un revólver encima de
la colcha y ha jurado que le meterá seis balas, de parte a parte, a cualquiera que se le acerque, hubo un
conato de huelga entre su servidumbre. Es duro de pelar este Jack, y además tiene una puntería mortal. Pero
no se puede dejar que el ganador de un Gran Premio Nacional muera de ese modo, ¿no?
––¿Y qué se propone hacer usted? ––le pregunté.
––Bueno, pensé que usted y yo podríamos abalanzarnos sobre él. Quizá esté adormecido, y en el peor de
los casos sólo podría dejar inutilizado a uno de nosotros, mientras el otro lo cogería. Si logramos envolverle
los brazos con la funda de su almohada, llamaríamos por teléfono para que trajesen una bomba estomacal;
y entonces daríamos al querido viejo la cena de su vida.
El asunto que surgía así, inopinadamente, en medio de un día de trabajo, resultaba bastante arriesgado.
No creo ser un hombre particularmente valiente. Tengo una imaginación irlandesa, que me pinta lo
desconocido y desacostumbrado con colores más terribles de los que realmente poseen. Por otro lado, crecí
en medio del horror a la cobardía y aterrorizado ante la posibilidad de sufrir tal estigma. Me atrevo a decir
que, como el huno de los libros de historia, sería capaz de arrojarme a un precipicio si se ponía en duda mi
valor; pero serían entonces el orgullo y el miedo, más bien que el coraje, los inspiradores de mi acción. Por
eso, y aunque cada nervio de mi cuerpo se me crispaba ante la figura de aquel hombre enloquecido por el
whisky que yo me representaba en la habitación superior, alcancé a responder, con la voz más
despreocupada que pude emitir, que estaba dispuesto a ello. Al hacer lord Roxton otra advertencia sobre el
peligro, sólo consiguió irritarme.
––¡Vamos ya! ––dije––. Con hablar no se consigue nada.
Me levanté de mi sillón y él del suyo. Entonces, con una risita confidencial me dio dos o tres golpecitos
en el pecho y por último me hizo sentar otra vez en mi sillón.
––Muy bien, muchachito, camarada... Usted servirá ––dijo. Alcé la mirada sorprendido.
––Ya me ocupé esta mañana de Jack Ballinger. Me hizo un agujero en el vuelo de mi quimono, bendito
sea el temblor de su vieja mano, pero le pusimos una camisa de fuerza y de aquí a una semana estará
perfectamente. Bueno, compañerito, espero que no le habrá importado... ¿Eh? Mire usted, entre nosotros, y
en confianza, creo que este negocio de Sudamérica puede ser sumamente peligroso, y si debo llevar un
camarada quiero que sea un hombre de quien pueda fiarme. Por eso le puse una prueba y me apresuro a
decir que ha salido de ella muy bien. Piense que todo lo tendremos que hacer usted y yo, porque ese viejo
Summerlee necesitará una niñera desde el principio. A propósito, ¿es usted por casualidad el Malone que
jugará por Irlanda en la copa de rugby?
––Quizá como reserva.
––Me parecía que su cara me era conocida. Vaya, si yo estaba allí cuando usted marcó aquel try contra el
Richmond... y aquélla fue la mejor carrera en zigzag que vi en toda la temporada. Nunca me pierdo un
partido de rugby, si puedo, porque es el más varonil de los deportes que practicamos. Bien, no le pedí que
viniese aquí para hablar de deportes. Tenemos que organizar nuestro asunto. Aquí, en la primera página del
Times, están las salidas de los barcos. El miércoles de la próxima semana sale un buque de la compañía
Booth con destino a Pará, y si el profesor y usted pueden disponer sus cosas, creo que podríamos
tomarlo... ¿Eh? Muy bien, lo arreglaré con él. ¿Y qué hay de su equipo?
––Mi periódico se ocupará de ello.
––¿Sabe disparar?
––Más o menos como el término medio de los soldados de la Territorial.
––¡Santo Dios! ¿Tan mal como eso? Es lo último que ustedes, muchachitos––camaradas, se acuerdan de
aprender. Son todos como abejas sin aguijón, cuando se trata de defender la colmena. Alguno de estos días
van a hacer un mal papel, si alguien se mete por aquí a hurtadillas para llevarse la miel. Pero es que en
Sudamérica usted necesitará apuntar derecho, porque a menos que nuestro amigo el profesor sea un loco o
un embustero, veremos algunas cosas extrañas antes de regresar. ¿Qué fusil tiene usted?
Cruzó el salón hasta un aparador de roble y cuando lo abrió de par en par pude vislumbrar centelleantes
filas de cañones de escopeta, alineadas como tubos de órgano.
––A ver qué tengo disponible para usted en mi propia colección ––dijo.
Fue sacando, uno tras otro, cantidades de hermosos rifles, abriéndolos y cerrándolos con un chasquido y
un sonido metálico. Luego volvía a colocarlos en sus bastidores acariciándolos tan tiernamente como una
madre a sus hijos.
––Éste es un Bland 577 express ––dijo––. Con él cacé a ese fulano grandote ––echó una mirada al
rinoceronte blanco––. Diez yardas más y hubiese sido él quien me agregase a su colección.
De la cónica bala su suerte dependía:
así justa ventaja el más débil tenía.
Espero que conocerá a Gordon, porque él es el poeta del caballo y del fusil y del hombre que a ambos
maneja. Vamos a ver, aquí hay una herramienta útil... un 470, mira telescópica, doble expulsor, blanco
seguro hasta trescientos cincuenta. Éste es el rifle que usé, hace tres años, contra los conductores de
esclavos del Perú. Fui el mayal del Señor en aquellos parajes, se lo aseguro, aunque no lo encontrará escrito
en ningún Libro Azul. Hay ocasiones, compañerito, en que cada uno de nosotros debe plantarse en defensa
de los derechos humanos y la justicia, porque si no, nunca volverá a sentirse limpio. Por eso hice yo una
pequeña guerra por mi cuenta. La declaré yo, la sostuve yo y la terminé yo. Cada una de estas muescas
recuerda a un asesino de esclavos que liquidé con este rifle. Una buena serie de ellas, ¿no? Esta grande es
por Pedro López, el jefe de todos ellos, que maté en un remanso del río Putumayo. Ah, aquí hay algo que le
vendrá bien ––tomó un hermoso rifle empavonado y plateado––. Está bien guarnecido con caucho en la
caja, muy bien calibrado y con cinco cartuchos por cargador. Puede usted confiarle su vida ––me lo entregó
y cerró la puerta de su armario de roble––. A propósito ––prosiguió, volviendo a su sillón––. ¿Qué sabe
usted de este profesor Challenger?
––Nunca lo había visto hasta hoy.
––Bueno, ni yo tampoco. Es gracioso que ambos nos embarquemos con órdenes, bajo sobre sellado,
impartidas por un hombre que no conocemos. Me pareció un viejo pajarraco arrogante. Parece que tampoco
sus cofrades científicos están muy orgullosos de él. ¿Cómo llegó usted a interesarse en este asunto?
Le relaté brevemente mis experiencias de aquella mañana y él me escuchó atentamente. Luego extendió
un mapa de Sudamérica ylo colocó sobre la mesa.
––Yo creo que cada palabra de cuanto le contó a usted es verdad ––dijo muy serio––, y piense que
cuando hablo de este modo es porque tengo motivos para ello. Sudamérica es un lugar que amo, y creo que
toda ella, desde el Darién hasta Tierra del Fuego, es la porción más grande, rica y maravillosa de este
planeta. La gente no la conoce todavía, y no se da cuenta de lo que puede llegar a ser. Yo la he recorrido de
punta a punta, arriba y abajo, y pasé dos estaciones secas en estos mismos lugares, como le conté cuando
hablaba de la guerra que emprendí contra los tratantes de esclavos. Pues bien: cuando estaba por allá,
escuché algunas congojas de esa misma clase... tradiciones de los indios, quizá, pero que tenían algo detrás,
sin duda. Cuanto más conozca de ese país, compañerito, más comprenderá que todo es posible... todo. Hay
algunas estrechas vías de agua por las que viaja la gente; pero fuera de ellas todo es ignoto. Ya sea por aquí,
en el Matto Grosso ––señaló una parte del mapa con su cigarro––, o aquí arriba, en este rincón donde tres
países se tocan, nada podría sorprenderme. Tal como ese tío dijo esta noche, hay cincuenta mil millas de
rutas acuáticas que cruzan una selva cuya extensión es aproximadamente la misma de Europa entera.
Podríamos estar, usted y yo, separados por una distancia igual a la que hay entre Escocia y Constantinopla
y sin embargo hallarnos en la misma gran selva brasileña. En medio de ese laberinto, los hombres sólo han
abierto un sendero aquí y hecho un arañazo allí. Piense que el río crece o desciende por lo menos cuarenta
pies, y que la mitad del país es un cenagal que nadie puede atravesar. ¿Por qué una comarca semejante no
podría encerrar algo nuevo y maravilloso? ¿Y por qué no habríamos de ser nosotros los hombres que lo
descubramos? Además ––añadió con su rostro excéntrico y enjuto brillando de deleite––, cada milla de ese
territorio ofrece una aventura al deportista. Soy como una vieja pelota de golf. Hace tiempo que me
quitaron a golpes toda la pintura blanca. La vida puede darme una tunda ya sin dejarme marcas. Pero un
riesgo deportivo, compañerito, eso sí es la sal de la vida. Es algo que hace que merezca la pena vivirla otra
vez. Todos nos estamos volviendo demasiado blandos, embotados y confortables. A mí déme las
inmensidades desiertas y los vastos espacios abiertos, con un fusil en el puño y algo que merezca la pena
descubrir. Yo he probado la guerra, las carreras de caballos con obstáculos y los aeroplanos; pero esta
cacería de bestias que parecen una pesadilla de alguien que ha cenado langosta, es para mí una sensación
enteramente nueva.
Chasqueó la lengua de gozo ante semejante perspectiva. Quizá me he extendido demasiado a propósito
de esta nueva relación amistosa; pero él ha de ser mi camarada durante muchos días, y por eso he tratado de
describirlo tal como lo vi por primera vez, con su personalidad exquisitamente arcaica y sus curiosos
pequeños trucos de lenguaje y pensamiento. Sólo la necesidad de escribir el informe de la asamblea me
arrancó al fin de su compañía. Lo dejé sentado en medio de aquella iluminación rosada, aceitando el cerrojo
de su rifle favorito, todavía sonriendo para sus adentros al pensar en las aventuras que nos esperaban. Era
muy evidente para mí que, si nos aguardaban peligros, no podría haber encontrado en toda Inglaterra una
cabeza más serena y un espíritu más animoso que él para compartirlos.
Aquella noche, cansado como estaba después de los extraordinarios acontecimientos del día, me senté
frente a McArdle, el director de noticias, para explicarle toda la situación, que él juzgó lo suficientemente
importante como para comunicarla al día siguiente a sir George Beaumont, el director general. Quedó
convenido que yo enviaría crónicas completas de mis aventuras en forma de cartas sucesivas dirigidas a
McArdle, y éstas serían publicadas por la Gazette a medida que llegasen, o reservadas para su publicación
posterior, según los deseos del profesor Chafenger, puesto que no podíamos saber, aún, las condiciones que
él asignaría respecto a las instrucciones que deberían guiarnos en el viaje a la tierra desconocida. En
respuesta a una consulta telefónica, no logramos nada más concreto que una maldición contra la prensa,
que concluyó con la observación de que si le notificábamos el nombre de nuestro buque, él nos enviaría
todas las instrucciones que creyese conveniente darnos en el momento de la partida. Una segunda pregunta
de nuestra parte no obtuvo respuesta alguna, salvo un balido doloroso de su esposa, que quería significar
que su esposo estaba ya de un humor iracundo y que nos rogaba que no hiciésemos nada para empeorarlo.
Un tercer intento, ya promediado el día, provocó un estruendo terrorífico y el subsiguiente mensaje de la
central telefónica, informando que el aparato del profesor Challenger había sido destrozado. Después de
esto, abandonamos todo intento de comunicación.
Y ahora, pacientes lectores míos, ya no puedo dirigirme a ustedes en forma directa. De ahora en adelante
(si es que en realidad llega a ustedes una continuación de este relato) tendrá que ser únicamente a través del
periódico que represento. Entrego en manos del director del mismo este informe de los sucesos que han
conducido a una de las más notables expediciones de todos los tiempos, de modo que, si no vuelvo más a
Inglaterra, quede algún testimonio de lo acontecido. Escribo estas últimas líneas en el salón del
transatlántico Francisca, de la compañía Booth, y el práctico las llevará al desembarcar a manos de
McArdle. Dejadme esbozar, antes de cerrar mi libro de notas, un último cuadro: un cuadro que es el último
recuerdo que llevo conmigo de la vieja patria. Es una mañana húmeda brumosa de finales de primavera;
cae una lluvia tenue y fría. Por el muelle vienen caminando tres figuras envueltas en impermeables y se
dirigen a la pasarela del gran paquebote, en el que ondea el bluepeter 12. Los precede un porteador que
empuja una carretilla cargada de maletas, mantas de viaje y cajas de rifles. El profesor Summerlee, una
larga y melancólica figura, camina arrastrando los pies y lleva la cabeza inclinada, como quien está ya profundamente
compadecido de sí mismo. Lord John Roxton camina aprisa y su rostro delgado y ávido asoma
resplandeciente entre su gorra de caza y su bufanda. Por mi parte, me siento feliz de que hayan quedado
atrás los bulliciosos días de preparativos y las angustias de los adioses; no dudo de que eso se advierte en
mi talante. Súbitamente, cuando estábamos a punto de subir al navío, sentimos un grito a nuestra zaga. Es
el profesor Challenger, que había prometido asistir a nuestra partida. Corre detrás de nosotros, con la cara
roja, resoplando, irascible.
12. Banderola azul con cuadro blanco que señala la partida inmediata de un barco.
––No, gracias ––dice––; preferiría no subir a bordo. Sólo tengo que decirles unas pocas palabras que muy
bien pueden decirse aquí mismo donde estamos. Les ruego que no se figuren que estoy en deuda con
ustedes de alguna forma por este viaje que van a emprender. Deseo que comprendan que para mí es un
asunto completamente indiferente, y me niego a tomar en consideración el más mínimo vestigio de obligación
personal. La verdad es la verdad y nada de cuanto ustedes puedan informar puede afectarla en modo
alguno, aunque quizá excite las emociones y apacigüe la curiosidad de una cantidad de gente incapaz. En
este sobre lacrado van mis instrucciones, que les servirán de información y guía. Lo abrirán cuando lleguen
a una ciudad situada junto al Amazonas y que se llama Manaos, pero no deben hacerlo hasta la fecha y hora
escritas en el sobre. ¿Está claro lo que quiero decir? Dejo enteramente confiado a su honor el estricto
cumplimiento de mis condiciones. No, señor Malone, no pongo restricción alguna a su correspondencia,
puesto que el objeto de su viaje es la elucidación de los hechos; pero le pido que no dé usted detalles acerca
del punto exacto de destino y que no se publique nada hasta su regreso. Adiós, señor. Ha hecho usted algo
para mitigar mis sentimientos hacia la repulsiva profesión a la cual por desgracia pertenece. Adiós, lord
John. Según creo la ciencia es un libro cerrado para usted, pero podrá congratularse ante los campos de
caza que le aguardan. Podrá, sin duda, describir en la revista Field cómo pudo matar al dimorphodon
volador. Y adiós a usted también, profesor Summerlee. Si todavía es capaz de adelantar por sí mismo, cosa
que, francamente, dudo mucho, regresará a Londres convertido en un hombre más sabio.
Con esto, giró sobre sus talones y un minuto después pude ver, desde la cubierta, su figura rechoncha, de
baja estatura, avanzando con su paso saltarín camino del tren de regreso. Y bien: nos hallamos ya muy
internados en el Canal. Suena por última vez la campana para recoger el correo y despedimos al práctico.
Ya estamos en camino; el buque surca la vieja ruta. Dios bendiga a los que dejamos atrás y nos traiga de
vuelta sanos y salvos.
-
7. Mañana nos perderemos en lo desconocido
-
No quiero aburrir a quienes se internen en esta narración con un relato del confortable viaje que
disfrutamos a bordo del buque de la Booth, ni tampoco voy a hablar de nuestra estancia de una semana en
Pará (salvo que quiero dejar constancia de la gran amabilidad de la Compañía Pereira da Pinta al ayudarnos
a reunirnos con nuestro equipaje). Sólo quiero aludir brevemente a nuestro trayecto aguas arriba por un río
ancho, de lenta corriente con aguas color de arcilla, a bordo de un vapor que era casi tan grande como el
que nos había transportado a través del Atlántico. Finalmente cruzamos los estrechos de Obidos y
arribamos a la ciudad de Manaos. Allí fuimos rescatados de los limitados atractivos de la posada local por
el señor Shortman, representante de la British and Brazilian Trading Company. En su hospitalaria fazenda13
pasamos el tiempo hasta el día en que estaríamos autorizados a abrir la carta con las instrucciones del
profesor Challenger. Pero antes que llegue a relatar los sorprendentes sucesos de esa fecha, desearía
esbozar un retrato más definido de mis camaradas en esta empresa y de los colaboradores que ya habíamos
congregado en Sudamérica. Hablaré sin reservas, señor McArdle, y dejo a su discreción el uso que quiera
dar a mis materiales, ya que este informe ha de pasar por sus manos antes que sea dado a conocer en el
mundo.
13. ‘Hacienda’, ‘finca rústica’. En portugués en el original.
Los logros científicos del profesor Summerlee son harto bien conocidos para que me moleste en
recapitularlos. Está mejor preparado para una expedición tan ruda como ésta de lo que uno podría imaginar
a primera vista. Su cuerpo alto, enjuto y correoso es insensible a la fatiga y ningún cambio en el ambiente
que lo rodea afecta a su carácter seco, medio sarcástico y, a menudo, carente de toda simpatía. A pesar de
que tiene ya sesenta y seis años, jamás le he oído expresar algún disgusto ante las ocasionales penalidades
con que nos hemos enfrentado. Yo había conceptuado su presencia como un estorbo para la expedición,
pero en realidad ahora estoy convencido de que su capacidad de resistencia es tan grande como la mía. En
cuanto a su temperamento, es naturalmente agrio y escéptico. Nunca ha ocultado, desde el principio, su
creencia de que el profesor Challenger es un completo farsante, que nos hemos embarcado todos en una
empresa quimérica y absurda, y que lo más probable es que sólo cosechemos desilusiones y peligros en
Sudamérica y el correspondiente ridículo en Inglaterra. Éstos eran los puntos de vista que vertió en nuestros
oídos durante todo nuestro viaje de Southampton a Manaos, ilustrando sus peroraciones con apasionados
visajes de sus descarnadas facciones y sacudidas de su rala perilla, que se parecía a la barba de un chivo.
Desde que desembarcamos, ha obtenido algún consuelo en la belleza y variedad de insectos y pájaros que
pululan a su alrededor, porque su devoción por la ciencia es absoluta y la siente de todo corazón. Se pasa
los días merodeando por los bosques, con su escopeta y su red de cazar mariposas, y ocupa sus veladas en
clasificar y montar los muchos ejemplares que ha adquirido. Entre sus particularidades menores se pueden
contar su descuido en el vestir, la falta de limpieza en su persona, la extremada distracción en todos sus
hábitos y su afición a fumar en una corta pipa de escaramujo, que rara vez está fuera de su boca. Durante su
juventud participó en varias expediciones científicas (estuvo con Robertson en Papuasia) y la vida en
campamentos y canoas no es para él ninguna novedad.
Lord John Roxton tiene algunos puntos en común con el profesor Summerlee y otros en que constituyen
una verdadera antítesis uno del otro. Es veinte años más joven, pero similar en el físico, descarnado y
enjuto. En cuanto a su apariencia, ya la he descrito, me parece, en la parte de mi narración que dejé en
Londres. Es extremadamente aseado y meticuloso en sus hábitos, viste siempre cuidadosamente, con trajes
de dril blanco y altas botas protectoras de color castaño, y se afeita al menos una vez al día. Como la
mayoría de los hombres de acción, es lacónico en el hablar y se sumerge fácilmente en sus propios
pensamientos, pero siempre estápronto a responder a una pregunta o a participar en las conversaciones, con
un lenguaje algo excéntrico y medio humorístico. Su conocimiento del mundo, y de Sudamérica en
especial, resulta sorprendente; cree de todo corazón en las posibilidades de nuestra expedición, sin que le
desanimen las mofas del profesor Summerlee. Tiene una voz suave y unos modales serenos, pero detrás de
sus relampagueantes ojos azules acecha una capacidad para estallar en ira furiosa e implacable resolución,
tanto más peligrosas cuanto que las refrena. Hablaba poco de sus hazañas en el Brasil y en Perú, pero fue
una revelación para mí descubrir la excitación que causó su presencia entre los indígenas ribereños, que lo
consideraban su campeón y protector. Las proezas del jefe Rojo, como le llamaban, se habían vuelto
legendarias entre ellos, pero los hechos reales, por lo que pude saber, eran ya bastante sorprendentes.
Sucedió que algunos años antes lord John se hallaba en aquella tierra de nadie que forman las fronteras
definidas a medias de Perú, Brasil y Colombia. En ese enorme distrito florece el árbol silvestre que produce
el caucho, el cual se ha convertido (como también ocurre en el Congo) en una maldición para los nativos,
que sólo puede compararse con los trabajos forzados a que los sometían otrora los españoles en las viejas
minas de plata del Darién. Un puñado de malvados mestizos dominaba el país, había dado armas a ciertos
indios de quienes podía fiarse y convirtió en esclavos a todos los demás, a los que aterrorizaba con las más
inhumanas torturas para obligarles a recoger el caucho, que luego era embarcado en el río para llevarlo a
Pará. Lord John Roxton trató de disuadirlos para defender a las desdichadas víctimas, pero sólo recibió
amenazas e insultos por sus esfuerzos. Entonces declaró formalmente la guerra a Pedro López, el jefe de los
esclavizadores; enroló en sus cuadros a una banda de esclavos fugitivos, los armó y emprendió una
campaña, que concluyó al dar muerte con sus propias manos al famoso mestizo y al destruir el sistema que
éste representaba.
No era de extrañar por lo tanto que la aparición del hombre pelirrojo, de voz suave y maneras libres y
sencillas, fuera contemplada ahora con profundo interés en las riberas del gran río sudamericano, aunque
los sentimientos que inspiraba estuvieran evidentemente mezclados, ya que la gratitud de los indígenas era
igualada por el resentimiento de aquellos que deseaban explotarlos. Un resultado beneficioso de sus
experiencias anteriores era que podía hablar fluidamente la Lingoa Geral 14 que es el habla característica,
mezcla de un tercio de palabras portuguesas y dos tercios de vocablos indios, de uso corriente en todo el
Brasil.
14. ‘Lengua general’. En portugués en el original.
He dicho antes que lord John Roxton era un maníaco de Sudamérica. No podía hablar de aquel gran país
sin entusiasmarse ardorosamente, y ese ardor era contagioso, porque, ignorante como yo era, consiguió
atraer mi atención y estimular mi curiosidad. Quisiera ser capaz de reproducir el hechizo de sus pláticas, la
peculiar mezcla de conocimientos sólidos y chispeante imaginación que les otorgaba su atractivo, hasta
conseguir que incluso la sonrisa cínica y escéptica del profesor se fuera desvaneciendo gradualmente de su
enjuto rostro a medida que escuchaba. Se disponía a contar la historia del enorme río tan rápidamente
explorado (ya que algunos de los primeros conquistadores del Perú cruzaron en realidad todo el continente
sobre sus aguas)15, pero aún tan desconocido respecto a todo lo que se ocultaba más allá de sus orillas en
continuo cambio.
15. Se refiere seguramente a la expedición de Orellana, que, partiendo de Perú, navegó el Orinoco y el
Amazonas hasta su desembocadura, en busca del mítico El Dorado, en 1542.

––¿Qué hay más allá? ––exclamaba, señalando hacia el norte––. Selva, pantanos y una jungla
impenetrable. ¿Quién sabe lo que eso puede ocultar? ¿Y allá hacia el sur? El yermo de las florestas
pantanosas donde ningún hombre blanco ha puesto el pie todavía. Por todas partes se nos enfrenta lo
desconocido. ¿Quién conoce algo más allá de las estrechas cintas de los ríos? ¿Quién osaría decir qué cosas
pueden suceder en un país semejante? ¿Por qué no podría estar en lo cierto el viejo Challenger? Ante este
directo desafio, reaparecía la porfiada sonrisa de burla en el rostro del profesor Summerlee, y permanecía
sentado, moviendo su sardónica cabeza en un silencio desprovisto de cordialidad parapetado tras la nube de
humo de su pipa de raíz de escaramujo.
Esto es todo, por el momento, acerca de mis dos compañeros blancos, cuyos caracteres y limitaciones
serán expuestos con mayor amplitud, como los míos propios, a medida que prosiga este relato. Pero ya
habíamos contratado a ciertos asistentes que habrían de jugar una parte de cierta importancia en lo que
estaba por venir. El primero es un negro gigantesco llamado Zambo, un Hércules moreno, tan voluntarioso
como un caballo y de una inteligencia casi igual. Lo alistamos en Pará por recomendación de la compañía
de vapores, en cuyos barcos había aprendido a hablar un inglés titubeante.
También contratamos en Pará a Gómez y Manuel, dos mestizos de la región situada en el curso superior
del río y que acababan de bajar por el mismo con un cargamento de madera de palo de rosa. Eran
individuos de piel morena, barbudos y fieros, tan activos y tensos como panteras. Ambos habían pasado su
vida en esa zona del curso superior del Amazonas, precisamente la que queríamos explorar, y por esa
circunstancia recomendable lord John los había contratado. Uno de ellos, Gómez, tenía la ventaja
suplementaria de hablar un inglés excelente. Estos hombres se ofrecieron voluntariamente a trabajar como
nuestros criados personales, a cocinar, remar o a hacerse útiles de cualquier otro modo, por una paga de
quince dólares mensuales. Además de ellos, habíamos contratado a tres indios mojo de Bolivia, porque, de
todas las tribus ribereñas, aquélla era la más hábil para la pesca y la navegación. Al jefe de estos indios le
llamamos Mojo, con el nombre de su tribu, y a los otros dos los conocíamos como José y Fernando. Tres
blancos, dos mestizos, un negro y tres indios constituíamos pues el personal de la pequeña expedición, que
permanecía en Manaos esperando instrucciones antes de partir en pos de su extraña búsqueda.
Por fin, después de una semana tediosa, llegaron el día y la hora señalados. Le pido que se represente la
sombreada estancia de la fazenda Santo Ignacio, dos millas tierra adentro desde la ciudad de Manaos. En el
exterior, resplandecía el sol con una luz amarilla, broncínea, que recortaba las sombras de las palmeras en
contornos tan negros y definidos como los árboles mismos. El aire estaba en calma, lleno del eterno
zumbido de los insectos, que formaban un coro tropical de muchas octavas desde el bajo profundo de la
abeja hasta la flauta aguda y afilada de los mosquitos. Detrás del pórtico o galería había un pequeño jardín
despejado, con cercas de cactos y adornado con macizos de arbustos floridos, donde revoloteaban grandes
mariposas azules y cruzaban como saetas diminutos colibríes que trazaban arcos de luz rutilante. Nosotros
estábamos en el interior, sentados alrededor de la mesa de caña sobre la cual estaba el sobre sellado. En su
anverso, trazadas con la mellada letra del profesor Challenger, se leían estas palabras:
«Instrucciones para lord John Roxton y su grupo. Para ser abierto en Manaos el día 15 de julio, a las doce
en punto de la mañana».
Lord John había colocado su reloj sobre la mesa, ante sí.
––Faltan todavía siete minutos ––dijo––. El querido viejo es muy estricto.
El profesor Summerlee sonrió agriamente, al tiempo que recogía el sobre con su mano flaca.
––¿Qué puede importar si lo abrimos ahora o dentro de siete minutos? ––dijo––. Todo esto es parte del
mismo sistema de charlatanería y falta de sentido común que caracteriza notoriamente al autor de la carta,
lamento tener que decirlo.
––Oh, vamos, tenemos que jugar nuestra partida de acuerdo con las reglas ––dijo lord John––. El
espectáculo pertenece al viejo Challenger y nosotros estamos aquí gracias a su buena voluntad, de modo
que sería una acción pésima y deplorable la de no seguir sus instrucciones al pie de la letra.
––¡Bonito negocio! ––exclamó amargamente el profesor––. Ya me sonaba absurdo en Londres, pero me
siento inclinado a decir que visto de cerca lo es aún más. No sé lo que contiene este sobre, pero, a menos
que traiga instrucciones bien definidas, me sentiré muy tentado a tomar el primer barco que salga río abajo,
para tomar el Bolivia nada más llegar a Pará. Después de todo, tengo en el mundo tareas de mayor
responsabilidad que andar corriendo para desautorizar las afirmaciones de un lunático. Vamos, Roxton,
seguramente ya es la hora.
––Así es, y usted ya puede tocar el pito ––dijo lord Roxton. Levantó el sobre y lo cortó con su
cortaplumas. Extrajo de su interior una hoja de papel doblada. La desplegó con mucho cuidado y la
extendió sobre la mesa. Era una hoja en blanco. Le dio la vuelta. También estaba en blanco. Nos miramos
unos a otros en azorado silencio, que fue roto por el discordante estallido de la risa burlesca del profesor
Summerlee.
––Es una clara confesión ––exclamó––. ¿Qué más quieren ustedes? Ese fulano es un embaucador
confeso. Sólo nos resta regresar a casa e informar que es un impostor descarado.
––¿Tinta invisible? ––sugerí.
––¡No lo creo! ––dijo lord Roxton mirando el papel al trasluz––. No, compañerito––camarada, no sirve
de nada engañarse a sí mismo. Puedo garantizar que en este papel no se ha escrito nunca nada.
––¿Puedo entrar? ––retumbó una voz desde la galería.
La sombra de una figura rechoncha se interponía en la franja de sol. ¡Aquella voz! ¡Aquella monstruosa
anchura de hombros! Nos pusimos de pie de un salto con el aliento entrecortado por la sorpresa, al ver que
Challenger, tocado con un sombrero de paja redondo y juvenil, con una cinta de color... Challenger, con las
manos en los bolsillos de su chaqueta y sus zapatos de lona haciendo elegante palanca sobre las puntas al
caminar..., aparecía en el espacio vacío que se abría ante nosotros. Echó atrás la cabeza y se quedó envuelto
en el resplandor dorado, con toda la exuberancia de su barba de la antigüedad asiria y toda su ingénita
insolencia, marcada en sus párpados entornados y sus ojos intolerantes.
––Me temo que llego con algunos minutos de retraso ––dijo, sacando su reloj––. Debo confesar que
cuando les entregué ese sobre no tenía la menor intención de que lo abriesen, porque ya entonces había
determinado estar con ustedes antes de la hora fijada. El infortunado retraso debe repartirse, en partes
iguales, entre la torpeza de un piloto y la intrusión de un banco de arena. Sospecho que esto habrá dado
ocasión a mi colega, el profesor Summerlee, para que blasfeme un poco.
––Siento la obligación de decirle, señor ––contestó lord John con algo de severidad en la voz––, que su
regreso nos ha producido un alivio considerable, porque nuestra misión parecía haber llegado ya a un fin
prematuro. Incluso ahora, que me ahorquen si comprendo por qué ha obrado usted de manera tan
extraordinaria.
En lugar de contestar, el profesor Challenger entró, nos estrechó las manos a lord John y a mí, se inclinó
con abrumadora insolencia ante el profesor Summerlee y se sentó en un sillón de mimbre, que crujió y se
cimbró bajo su peso.
––¿Está todo preparado para iniciar nuestra jornada? ––preguntó.
––Podemos salir mañana.
––Pues entonces saldrán. Ya no necesitan mapas con instrucciones, puesto que disfrutarán de la
inestimable ventaja de que sea yo el guía. Desde el principio estaba decidido a presidir yo mismo sus
investigaciones. Ustedes deben admitir enseguida que los mapas más completos serían un pobre sustituto
de mi propia inteligencia y mi consejo. En cuanto a esta pequeña artimaña que he usado para burlarme de
ustedes, en el asunto del sobre, está claro que, si yo les hubiese comunicado mis intenciones, me habría
visto obligado a resistir a molestas presiones para que viajase en compañía de ustedes.
––¡No de mi parte, señor! ––exclamó el profesor Summerlee apasionadamente––. Al menos mientras
hubiese otro barco que cruzase el Atlántico.
Challenger hizo caso omiso del profesor con un ademán de su manaza peluda.
––Estoy seguro de que su buen sentido hallará razonables mis reparos y comprenderán que era mejor que
yo pudiera dirigir mis propios movimientos y apareciese únicamente en el momento exacto en que mi
presencia fuera necesaria. Ese momento ha llegado al fin. Están ustedes en buenas manos. Llegarán a
destino sin contratiempos. Desde este momento tomo el mando de esta expedición y tengo que pedirles que
completen su preparación esta noche, a fin de que seamos capaces de salir por la mañana temprano. Mi
tiempo es valioso y lo mismo puede decirse, sin duda ––aunque en menor grado––, del de ustedes.
Propongo, pues, que avancemos tan rápidamente como sea posible, hasta que les haya demostrado las cosas
que han venido a ver.
Lord John Roxton había fletado una gran lancha de vapor, la Esmeralda, que debía llevarnos río arriba.
Por lo que atañe al clima, era indistinto el momento que eligiésemos para nuestra expedición, porque la
temperatura, lo mismo en invierno que en verano, fluctúa entre los setenta y cinco y los noventa grados16,
sin apreciable diferencia en el calor. Sin embargo, en lo que respecta a la humedad, la cosa varía; de
diciembre a mayo se extiende el período de las lluvias, y durante el mismo el río crece lentamente hasta
alcanzar una altura de casi cuarenta pies sobre su nivel más bajo. Cubre las orillas, se extiende en grandes
lagunas sobre una monstruosa extensión de territorio y forma un inmenso distrito, llamado en la región el
Gapo, que en su mayor parte es demasiado pantanoso para atravesarlo a pie y demasiado poco profundo
para que sea navegable en lancha. A mediados de junio las aguas comienzan a descender, y alcanzan su
nivel más bajo en octubre o noviembre. Así, nuestra expedición transcurría en medio de la estación seca,
cuando el gran río y sus afluentes se hallaban más o menos en condiciones normales.
16. Grados de la escala Fahrenheit usada en los países anglosajones. En ella 0° centígrados equivale a
32° Fahrenheit, y los 100° centígrados, a 212° Fahrenheit. La temperatura, pues, oscilaba entre 24° y 32°
centígrados.

La corriente del río es débil, con una pendiente que no sobrepasa las ocho pulgadas por milla. Ningún
otro río podría resultar más conveniente para la navegación, ya que los vientos dominantes son los que
soplan del sudoeste, y las barcas pueden navegar a vela hasta la frontera peruana; al regreso, se dejan llevar
por la corriente. En nuestro caso, la excelente máquina de la Esmeralda podía despreciar la perezosa
corriente del río, e hicimos progresos tan rápidos como si estuviésemos navegando por un lago de aguas
estancadas. Durante tres días avanzamos hacia el noroeste por un río que aun allí, a mil millas de su
desembocadura, seguía siendo tan enorme que sus orillas, vistas desde el centro de la corriente, parecían
meras sombras sobre la lejana línea del horizonte. Al cuarto día de haber dejado Manaos, doblamos por un
afluente cuya desembocadura era muy poco menor en anchura que el río principal. Sin embargo fue
estrechándose rápidamente, y después de otros dos días de navegación a vapor llegamos a una aldea india,
en la que el profesor insistió en que debíamos desembarcar, en tanto la Esmeralda era devuelta a Manaos.
Explicó que muy pronto caeríamos sobre unos rápidos que harían imposible el uso de aquella embarcación.
Añadió, confidencialmente, que nos estábamos aproximando a la puerta del país desconocido y que cuanto
menor fuese el número de personas que tuviese parte en nuestras revelaciones, tanto mejor sería. Con esta
finalidad, nos requirió a cada uno de nosotros la palabra de honor de que no publicaríamos ni diríamos nada
que pudiera dar la clave exacta del paradero de nuestro viaje, y con la misma finalidad tomó juramento
solemne a nuestros servidores. Por esta razón me veo obligado a emplear en mi narración ciertas
indefiniciones, y quiero advertir a mis lectores que en todos los mapas y diagramas que adjunto la relación
entre los diversos lugares es correcta, pero los puntos de referencia de la brújula han sido cuidadosamente
confundidos, para que en ningún caso puedan ser tomados como guía para llegar al país. Las razones que
tiene el profesor Challenger pueden ser válidas o no, pero a nosotros no nos quedó otra opción que
aceptarlas, porque él estaba dispuesto a abandonar la expedición antes que modificar las condiciones bajo
las cuales iba a servirnos de guía.
El día 2 de agosto, al dar la despedida a la Esmeralda, cortamos nuestro último lazo con el mundo
exterior. Desde entonces han pasado cuatro días, y durante este lapso hemos contratado dos grandes canoas
indias, hechas de un material tan liviano (pieles sobre un armazón de bambú) que podremos transportarlas
por encima de cualquier obstáculo. Las cargamos con todos los efectos y contratamos a dos indios más para
que nos ayudasen en la navegación. Según entiendo, son precisamente los dos ––se llaman Ataca e Ipetúque
acompañaron al profesor Challenger en su viaje anterior. Parecen aterrorizados ante la perspectiva de
repetirlo, pero el jefe ejerce poderes patriarcales en estas comarcas, y si un negocio le parece bueno, los
miembros de la tribu carecen de poder de elección en la materia.
Por lo tanto, mañana nos perderemos en lo desconocido. Transmito este relato río abajo por canoa, y
quizá sean éstas nuestras últimas palabras dirigidas a quienes se interesan por nuestro destino. De acuerdo
con lo convenido, lo dirijo a usted, mi querido señor McArdle, y dejo a su discreción el poder suprimir,
alterar o hacer con él lo que usted quiera. Por la seguridad que ostenta el profesor Challenger ––y a pesar
del constante pesimismo del profesor Summerlee––, no tengo dudas de que nuestro conductor dará fe de
sus afirmaciones y de que verdaderamente nos hallamos en la víspera de las más notables experiencias.
-
8. Los guardianes exteriores del nuevo mundo
-
Nuestros amigos de Inglaterra pueden regocijarse con nosotros, porque hemos alcanzado nuestra meta y,
hasta cierto punto al menos, hemos demostrado que las declaraciones del profesor Challenger pueden ser
verificadas. Es cierto que no hemos ascendido a la meseta, pero se levanta delante de nosotros y hasta el
profesor Summerlee se comporta con mayor discreción. Esto no significa que él admita, ni por un instante,
que su rival pueda tener razón, pero no insiste tanto en sus constantes objeciones y se ha sumido, la mayor
parte del tiempo, en un vigilante silencio. Y ahora debo volver al asunto, sin embargo, prosiguiendo mi
narración desde el punto en que la había dejado. Hemos enviado a su tierra a uno de nuestros indios de la
región, que está herido, y a él le encargo esta carta, aunque tengo considerables dudas de que alguna vez
sea entregada.
Cuando escribí la anterior, estábamos a punto de abandonar el villorrio indio en que nos había dejado la
Esmeralda. Debo comenzar mi informe con malas noticias porque el primer conflicto serio de carácter
personal (y paso por alto las incesantes contiendas verbales de los dos profesores) ocurrió aquella noche y
pudo haber tenido un foral trágico. He mencionado ya a nuestro mestizo Gómez, el que habla inglés: es un
trabajador excelente y un compañero siempre dispuesto, pero afectado, según creo, por el vicio de la curiosidad,
que es frecuente en esa clase de hombres. Al parecer la noche anterior se había ocultado cerca de la
choza en que estábamos discutiendo nuestros planes; pero fue visto por nuestro gigante negro, Zambo, que
es tan fiel como un perro y que, como todos los de su raza, odia a los mestizos. Zambo lo arrastró fuera y lo
trajo a nuestra presencia. Sin embargo Gómez desenvainó su cuchillo y, de no haber sido por la enorme
fuerza de su captor, que fue capaz de desarmarlo con una sola mano, lo habría ciertamente apuñalado. El
asunto quedó reducido a simples reprimendas, obligándose a los adversarios a estrecharse las manos y
quedando nosotros con la esperanza de que todo irá bien en adelante. En cuanto a las riñas entre los dos
hombres doctos, siguen siendo constantes y ásperas. Debe admitirse que Challenger es provocativo en alto
grado, pero Summerlee tiene una lengua afilada, que agrava las cosas. La noche pasada Challenger dijo que
nunca le había gustado pasearse por el Embankment del Támesis, mirando al río, porque siempre es triste el
ver nuestro último destino. Naturalmente, está convencido de que su destino final es la Abadía de
Westminster17. Summerlee le replicó sin embargo, con desabrida sonrisa, que según tenía entendido la
cárcel de Millbank ya había sido demolida. La vanidad de Challenger es demasiado colosal para que esa
ironía le conmoviese. Apenas se sonrió por entre sus barbas y repitió: «¿De veras?», «¿de veras?», en el
tono compasivo que se emplea con un niño. En realidad, ambos son niños: uno marchito y pendenciero; el
otro formidable y altivo, aunque los dos posean cerebros que los han colocado en la primera fila de su
generación científica. Cerebro, carácter, alma... Sólo cuando se va conociendo más de la vida, uno
comprende cuán distintos son.
17. En Inglaterra, la Abadía de Westminster es el tradicional lugar destinado a contener las tumbas de los
grandes hombres del reino.
Al día siguiente partimos de inmediato para emprender nuestra memorable expedición. Hallamos que
todo nuestro equipaje cabía fácilmente en las dos canoas y dividimos nuestro personal, seis en cada una;
pero, en interés de la paz, tomamos la obvia precaución de colocar un profesor en cada canoa. Por mi parte
embarqué en la que iba Challenger, que estaba de un humor beatífico, actuaba como si se hallase en un
éxtasis silencioso y resplandecía de benevolencia por todos los poros. Pero como ya tenía yo experiencia de
otros estados de ánimo suyos, seré el menos sorprendido si estalla de pronto la tempestad en medio de un
sol brillante. Si bien es imposible sentirse a sus anchas en su compañía, tampoco se puede experimentar
aburrimiento; por eso se encuentra uno en un perpetuo estado de duda, temeroso a medias del giro súbito
que pueda tomar su formidable temperamento.
Durante dos días seguimos nuestro camino río arriba por un curso de considerable anchura, unos cuantos
centenares de yardas18, y de color oscuro pero tan transparente que casi siempre podíamos ver el fondo. La
mitad de los afluentes del Amazonas es de la misma naturaleza, en tanto que la otra mitad es blancuzca y
opaca; la diferencia depende de la clase de tierras por las que atraviesan. El color oscuro indica que hay
vegetación putrefacta, mientras que los otros fluyen por lechos arcillosos. Dos veces nos encontramos con
rápidos y en ambos casos tuvimos que acarrear nuestro equipaje y las canoas por tierra para superarlos, por
espacio de media milla o cosa así. Los bosques de ambas márgenes eran jóvenes, por lo cual resultaron más
fáciles de penetrar que los que se hallan en su segundo período de crecimiento, y no tuvimos grandes
dificultades para atravesarlos en nuestras canoas.
18. La yarda, unidad de medida usada en países anglosajones, equivale a 0,914 metros.
¿Cómo podría olvidarme nunca del solemne misterio de aquellos bosques? La altura de los árboles y el
grosor de sus troncos excedía todo lo que yo, criado en las ciudades, hubiese podido imaginar; se
disparaban hacia arriba como columnas magníficas hasta que allá, a enorme distancia sobre nuestras
cabezas, podíamos distinguir borrosamente el lugar donde se abrían sus ramas laterales formando góticas
curvas ascendentes que se enlazaban para constituir una enorme cúpula de verdor, atravesada únicamente
por un ocasional rayo de sol que trazaba una fina y deslumbrante línea de luz que bajaba por entre la
majestuosa oscuridad. Mientras caminábamos sin hacer ruido por aquella espesa y mullida alfombra de
vegetación marchita, el silencio descendía sobre nuestras almas como suele hacerlo en la penumbra
crepuscular de la Abadía de Westminster; y hasta la voz rotunda del profesor Challenger se atenuaba hasta
el susurro. Si yo hubiese estado solo, nunca habría conocido los nombres de aquellos gigantes vegetales,
pero nuestros hombres de ciencia señalaban los cedros, las enormes ceibas, los pinos gigantes, con toda la
profusión de variadas plantas que han convertido este continente en el principal proveedor del género
humano en lo que se refiere a los dones de la Naturaleza que proceden del mundo vegetal, al tiempo que es
el más retrasado en productos que nacen de la vida animal. Orquídeas de vívidos colores y líquenes de
maravillosos matices ardían sin llama sobre los prietos troncos de los árboles, y cuando un haz vagabundo
de luz caía sobre la dorada allamanda, los escarlatas racimos estrellados de la tacsonia o el rico azul oscuro
de la ipomea, el efecto era como un sueño en un país de hadas. La vida, que aborrece la oscuridad, lucha en
aquellas grandes soledades selváticas por ascender siempre hacia la luz. Cada planta, hasta la más pequeña,
se enrosca y retuerce para alcanzar la superficie verde, envolviéndose para trepar por sus hermanas más
grandes y fuertes en anhelante esfuerzo. Las plantas trepadoras son monstruosas y exuberantes, pero otras,
que no eran trepadoras en otras regiones, aprenden ese arte, como un modo de escapar a la oscura sombra;
y así pueden verse a los jazmines, la ortiga común y hasta la palmera jacitara envolviendo los tallos de los
cedros, luchando para alcanzar sus copas. No se veían movimientos de vida animal en las majestuosas
naves abovedadas que se iban dilatando a medida que caminábamos, pero una constante actividad, muy por
encima de nuestras cabezas, nos hablaba del mundo multitudinario de las serpientes y los monos, los
pájaros y los perezosos que vivían a la luz del sol, y que miraban asombrados desde sus alturas nuestras
figuras diminutas, ensombrecidas y titubeantes, en las oscuras e inconmensurables profundidades que se
extendían debajo de ellos. Al amanecer y en el ocaso, los monos aulladores gritaban al unísono y las
cotorras estallaban en su aguda charla, pero durante las horas calurosas del día sólo llenaba nuestros oídos
el copioso zumbido de los insectos, semejante al batir de una rompiente lejana, sin que nada se moviese en
tanto entre las solemnes perspectivas de los estupendos troncos, que se desvanecían en la oscuridad que nos
envolvía. Una vez echó a correr torpemente entre las sombras un animal de patas torcidas y andar
bamboleante: probablemente un oso hormiguero. Ésta fue la única señal de vida terrestre que vimos en esta
gran selva amazónica.
No obstante, había indicios de que la misma vida humana no andaba lejos de aquellos misteriosos y
apartados lugares. Durante el tercer día, percibimos una extraña y profunda palpitación en el aire, rítmica y
solemne, que iba y venía caprichosamente durante toda la mañana. Las dos barcas avanzaban a fuerza de
remos, a pocas yardas una de otra, cuando oímos aquello por primera vez, y nuestros indios se quedaron
inmóviles, como si se hubiesen convertido en figuras de bronce, escuchando atentamente y con expresiones
de terror en sus rostros.
––Pero, ¿qué es eso? ––pregunté.
––Tambores ––contestó lord John negligentemente––. Tambores de guerra. Los he oído antes de ahora.
––Sí, señor, tambores de guerra ––dijo Gómez el mestizo. Son indios bravos, no mansos 19; nos vigilan
milla a milla a lo largo de nuestro camino. Nos matarán si pueden.
19. En español en el original.
––¿De qué modo pueden vigilarnos? ––pregunté, contemplando aquel vacío oscuro e inmóvil.
El mestizo encogió sus anchos hombros.
––Los indios saben hacerlo. Tienen sus propios métodos. Nos vigilan. Se hablan unos a otros con la voz
de los tambores. Nos matarán si pueden.
Aquella tarde ––según mi diario de bolsillo el día era el martes 18 de agosto–– resonaban por lo menos
seis o siete tambores desde lugares distintos. Unas veces su redoble era rápido, otras lento, otras veces
entablaban evidentes diálogos, con preguntas y respuestas; uno de ellos rompía en un veloz staccato desde
muy lejos, al este, y tras una pausa le respondía desde el norte un redoble profundo. Este constante gruñido
producía una indescriptible crispación nerviosa y una tensión amenazante, que parecía transformarse en las
mismas sílabas de las frases que el mestizo repetía incansablemente: «Os mataremos si podemos. Os
mataremos si podemos». Nadie se movía en los silenciosos bosques. Todo era paz y tranquilidad en la
silenciosa Naturaleza que yacía tras la oscura cortina de la vegetación, pero allá lejos, más allá de la misma,
seguía llegando ese único mensaje de nuestros congéneres los hombres: «Os mataremos si podemos», decían
los hombres del este; «os mataremos si podemos», decían los hombres del norte.
Los tambores retumbaron y susurraron durante todo el día, haciendo que sus amenazas se reflejaran en
los rostros de nuestros compañeros de color. Hasta los mestizos, fanfarrones y curtidos, parecían
acobardados. Pero aquel día, precisamente, supe de una vez por todas que tanto Summerlee como
Challenger poseían la clase más elevada del valor: el valor del pensamiento científico. Era el mismo
espíritu que había sostenido a Darwin entre los gauchos de Argentina y a Wallace entre los cazadores de
cabezas de Malasia. La misericordiosa Naturaleza ha decretado que el cerebro humano no pueda pensar en
dos cosas simultáneamente, de modo que si está impregnado por la curiosidad científica no tiene lugar para
las meras consideraciones personales. Durante todo el día, en medio de aquella amenaza constante, nuestros
dos profesores se aplicaron a observar cada pájaro que volaba por el aire y cada arbusto que crecía en las
orillas, con muchas y agudas disputas verbales, durante las cuales los gruñidos burlones de Summerlee
respondían prontamente a los rezongos profundos de Challenger, pero sin mostrar más sentido del peligro o
hacer más alusiones a los redobles de tambores indios que si estuviésemos sentados en el salón de fumar
del Royal Society's Club de St. James Street. Sólo una vez condescendieron a hablar de ellos.
––Caníbales de Miranha o Amajuaca ––dijo Challenger, apuntando con el pulgar hacia el bosque
vibrante.
––Sin duda, señor ––contestó Summerlee––. Al igual que todas esas tribus, supongo que usarán un
lenguaje polisintético, de tipo mongol.
––Polisintético, ciertamente ––dijo Challenger con indulgencia––. No tengo noticias de que exista otro
tipo de idioma en este continente, y eso que he tomado notas sobre más de un centenar. Pero la teoría del
origen mongólico la observo con profunda desconfianza.
––Yo creo que bastaba un limitado conocimiento de la anatomía comparada para verificarla ––dijo
Summerlee con acritud.
Challenger echó fuera su agresiva mandíbula hasta que fue todo barba y ala de sombrero.
––Sin duda, señor, que un conocimiento limitado llevaría a ese resultado. Pero cuando el conocimiento es
exhaustivo, se llega a conclusiones diferentes.
Se contemplaron en actitud desafiante, mientras de todo cuanto nos rodeaba parecía brotar aquel susurro
lejano: «Os mataremos... os mataremos si podemos».
Aquella noche anclamos nuestras canoas en el centro de la corriente con pesadas piedras a modo de
anclas, e hicimos todos los preparativos para un posible ataque. Nada sucedió, sin embargo, y al amanecer
reanudamos nuestra marcha, mientras se perdía detrás de nosotros el batir de tambores. Hacia las tres de la
tarde llegamos a un rápido de gran pendiente y más de una milla de largo. Era justamente el mismo en que
el profesor Challenger había sufrido un desastre. Confieso que la vista del mismo me consoló, porque era
realmente la primera corroboración, por leve que fuese, de la verosimilitud de su historia. Los indios
transportaron primero las canoas y luego nuestros equipajes a través de los matorrales, que eran muy
espesos en esta parte, mientras los cuatro blancos, con los rifles al hombro, caminábamos vigilantes entre
ellos y cualquier peligro que pudiera venir de los bosques. Antes del ocaso habíamos sobrepasado felizmente
los rápidos y recorrido unas diez millas más allá de los mismos, donde anclamos para pasar la noche.
Calculo que a esta altura habríamos navegado unas cien millas por el afluente del río principal.
El día siguiente, a la mañana, muy temprano, iniciamos lo que podría llamarse la gran salida, el
verdadero arranque de nuestra expedición. Desde el alba, el profesor Challenger había dado muestras de
gran inquietud, escudriñando constantemente las dos orillas del río. Súbitamente, lanzó una exclamación de
regocijo y señaló un árbol aislado, que se proyectaba sobre la orilla de la corriente en un curioso ángulo.
––¿Qué le parece a usted eso? ––preguntó.
––Que es seguramente una palmera assai ––dijo Summerlee.
––Exacto. Y fue una palmera assai la que yo tomé como punto de referencia. La entrada secreta se halla a
media milla más adelante, al otro lado del río. No hay brecha entre los árboles. Allí está lo maravilloso y
misterioso del caso. En el lugar donde usted está viendo los juncos color verde claro en lugar de la maleza
verde oscura, allí entre los grandes álamos, se halla mi puerta privada al reino de lo desconocido. Pasemos
por ella y usted comprenderá.
Era en verdad un lugar maravilloso. Una vez que alcanzamos el sitio marcado por una línea de juncos
color verde claro, empujamos con pértigas nuestras canoas a través de sus tallos por espacio de una centena
de yardas, y por fin salimos a una corriente de aguas plácidas y poco profundas, que fluían claras y
transparentes sobre un fondo arenoso. Tendría unas veinte yardas de anchura y en ambas márgenes crecía
una vegetación de lo más exuberante. Nadie que no hubiese observado desde corta distancia que los
cañaverales habían ocupado el lugar de los arbustos habría podido sospechar la existencia de ese arroyo ni
soñar con el país de hadas que había detrás.
Porque era realmente un país de hadas, el más maravilloso que la imaginación del hombre podía
concebir. La espesa vegetación se unía por lo alto, formando una pérgola natural, y a través de ese túnel de
verdura fluía en una dorada penumbra el río verde y diáfano, bello en sí mismo, pero aún más maravilloso
por los extraños matices que la vivísima luz que venía de arriba iba filtrando y atemperando en su caída.
Claro como un cristal, inmóvil como un espejo, verde como el filo de un iceberg, se alargaba ante nosotros
bajo su frondosa arcada, y cada golpe de nuestros remos lanzaba miríadas de pequeñas ondas sobre su
relumbrante superficie. Era la digna avenida hacia una tierra de prodigios. Toda traza de los indios parecía
haberse esfumado, pero la vida animal era más frecuente y la docilidad de sus criaturas demostraba que
nada sabían de cazadores. Pequeños monos cubiertos de un vello semejante al terciopelo negro, con dientes
blancos como la nieve y centelleantes ojos burlones, nos dirigían su parloteo a medida que pasábamos.
Algún caimán se zambullía desde la orilla con un chapoteo sordo y pesado. Una vez se nos quedó mirando
fijamente desde un hueco en los matorrales un tapir oscuro y desmañado, que enseguida se alejó
pesadamente por la selva; en otra ocasión la figura amarilla y sinuosa de un puma enorme se asomó entre
los arbustos, y nos lanzó una mirada de odio con sus ojos verdes y funestos por encima de su lomo leonado.
Abundaba la vida volátil, especialmente las aves zancudas como la cigüeña, la garza real y los ibis,
reunidos en pequeñas bandadas, azules, escarlatas y blancos, subidos en cada leño que asomaba desde la
orilla, mientras que debajo de nosotros las aguas cristalinas rebullían de vida con peces de todas las formas
y colores.
Durante tres días viajamos aguas arriba por aquel túnel de brumoso verdor tamizado por la luz solar. En
los tramos más largos era difícil discernir, mirando hacia adelante, dónde terminaba la distante agua verde
y dónde empezaba la distante arcada de verdor. Ningún rastro de presencia humana turbaba la paz profunda
de aquella extraña vía de agua.
––No hay indios aquí. Tienen demasiado miedo a Curupuri––dijo Gómez.
––Curupuri es el espíritu de los bosques ––explicó lord John––. Es el nombre que dan a toda clase de
demonios. Estos pobres diablos creen que existe en esa dirección algo aterrador, y por eso evitan acercarse
allí.
Al tercer día se hizo evidente que nuestra jornada en canoa no podría prolongarse mucho, porque el
arroyo se iba estrechando rápidamente. Encallamos dos veces en otras tantas horas. Por último alzamos
nuestras canoas y las depositamos entre la maleza, pasando la noche a la orilla del río. Por la mañana lord
John y yo nos adentramos un par de millas en el bosque, manteniéndonos paralelos a la corriente de agua;
pero como ésta era cada vez menos profunda, regresamos e informamos del hecho, aunque ya el profesor
Challenger lo había sospechado: esto es, que habíamos alcanzado el punto más elevado al que se podía
arribar en canoa. Por lo tanto las sacamos fuera del agua y las ocultamos entre la maleza, haciendo unas
marcas en un árbol con nuestras hachas, para poder encontrarlas otra vez. Luego distribuimos entre
nosotros las distintas cargas ––rifles, municiones, víveres, una tienda, mantas y todo lo demás–– y,
echándonos nuestros bultos al hombro, emprendimos la etapa más trabajosa de nuestro viaje.
El principio de esta nueva jornada fue señalado por una infortunada pelea entre aquellos dos botes de
pimienta que llevábamos con nosotros. Challenger había impartido órdenes a toda la expedición desde el
momento mismo en que se había unido a nosotros, ante el evidente descontento del profesor Summerlee.
En esta oportunidad, al asignar una tarea a su colega (se trataba, tan sólo, de transportar un barómetro
aneroide), el problema saltó repentinamente a la palestra.
––¿Puedo preguntarle, señor ––dijo Summerlee con maligna calma––, con qué autoridad se arroga el
derecho de dar estas órdenes?
Challenger lo miró erizado y echando fuego por los ojos.
––Lo hago, profesor Summerlee, como jefe de esta expedición.
––Me siento obligado a decirle, señor, que no le reconozco tal autoridad.
––¿De veras? ––Challenger se inclinó con implacable sarcasmo––. Tal vez usted pueda definir
exactamente cuál es mi posición.
––Sí, señor. Usted es un hombre cuya veracidad está siendo enjuiciada y nosotros constituimos el comité
que está aquí para juzgarlo. Usted camina, señor, con sus jueces.
––¡Dios mío! ––exclamó Challenger sentándose en la borda de una de las canoas––. En ese caso,
naturalmente, ustedes pueden seguir su camino y yo seguiré por el mío según mi comodidad. Si no soy el
jefe, no deben esperar que los guíe.
Gracias a Dios había allí dos hombres sensatos ––lord Roxton y yo–– para evitar que la petulancia y el
desatino de nuestros doctos profesores nos enviaran de vuelta a Londres con las manos vacías. ¡Cuánto
tuvimos que explicar, argüir y suplicar hasta que logramos ablandarlos! Finalmente, Summerlee, con su
gesto despectivo y su pipa, reinició la marcha, mientras Challenger le seguía balanceándose y refunfuñando.
Por suerte, más o menos por entonces descubrimos que nuestros dos sabios compartían una muy pobre
opinión acerca del profesor Illingworth, de Edimburgo. Desde ese momento, esto constituyó nuestra
salvación, y cada situación tensa se resolvía cuando introducíamos en la conversación el nombre del
zoólogo escocés, porque nuestros profesores establecían una alianza temporal y cierta camaradería a través
de sus insultos y su execración al rival común.
Avanzando en fila india a lo largo de la margen del río, pronto descubrimos que éste se estrechaba hasta
convertirse en un simple arroyuelo y que al final se perdía en una gran ciénaga verde con musgos que
parecían esponjas, en donde nos hundíamos hasta las rodillas. El lugar estaba infestado de horribles nubes
de mosquitos y de toda clase de plagas voladoras, de modo que nos sentimos muy contentos al hallar de
nuevo tierra firme y, dando un rodeo entre los árboles, pudimos flanquear la pestilente ciénaga, que se oía
vibrar desde lejos como un órgano, tan estrepitosa era en ella la vida de los insectos.
Al segundo día después de abandonar nuestras canoas, nos encontramos con que el carácter de la región
había cambiado por completo. El camino ascendía constantemente y, a medida que subíamos, los bosques
se volvían más ralos y perdían su exuberancia tropical. Los inmensos árboles de la llanura aluvional
amazónica cedían su lugar a las palmeras fénix y a los cocoteros, que crecían en bosquecillos dispersos,
entre los cuales se extendía una espesa maleza. En las hondonadas más húmedas las palmeras mauricia
abrían sus gráciles frondas colgantes. Viajábamos guiados exclusivamente por la brújula y una o dos veces
surgieron diferencias de opinión entre Challenger y los dos indios, cuando, para citar las palabras
indignadas del profesor, todo el grupo se había puesto de acuerdo para «confiar en los engañosos instintos
de unos salvajes subdesarrollados en vez de seguir al más elevado producto de la cultura europea».
Quedamos justificados en esa actitud cuando, al tercer día, Challenger admitió que reconocía varias señales
de su viaje anterior, y cuando en un sitio tropezamos con cuatro piedras ennegrecidas por el fuego que
testimoniaban que allí se había levantado un campamento.
El camino seguía ascendiendo y cruzamos una cuesta sembrada de rocas que nos llevó dos días atravesar.
La vegetación había cambiado otra vez, y ya sólo persistía la palmera tagua, con gran profusión de
maravillosas orquídeas, entre las cuales aprendí a reconocer la rara Nuttonia Vexillaria y los gloriosos
capullos color rosa y escarlata de la Cattleya y de la Odontoglossum. De vez en cuando bajaban gorgoteando
por las gargantas poco profundas de las colinas unos arroyuelos de lecho de guijarros y orillas
festonadas de helechos que nos proporcionaban excelentes lugares para acampar todas las noches en las
márgenes de alguna alberca tachonada de rocas, donde enjambres de pequeños peces de lomo azul, de
tamaño y forma semejantes a los de la trucha inglesa, nos proporcionaban una cena deliciosa.
Al noveno día de haber abandonado las canoas, cuando, según mis cálculos, llevábamos recorridas unas
ciento veinte millas, empezamos a emerger de entre los árboles, que se habían ido haciendo cada vez más
pequeños hasta convertirse en meros arbustos. Su lugar había sido ocupado por una inmensa multitud de
bambúes, que crecían tan tupidos que sólo pudimos atravesarlos abriendo un sendero con los machetes y las
hoces de los indios. Atravesar este obstáculo nos exigió todo un día, caminando desde las siete de la mañana
hasta las ocho de la noche, con sólo dos descansos de una hora cada uno. No es posible imaginar nada
tan monótono y agotador, porque hasta en los lugares más despejados no podía ver más allá de diez o doce
yardas, en tanto lo más usual era que mi visión estuviese limitada a la parte posterior de la chaqueta de
algodón de lord John, que marchaba delante de mí, y al muro amarillo que nos flanqueaba por ambos lados,
a un solo pie de distancia. Desde lo alto nos llegaba un rayo de sol delgado como la hoja de un cuchillo, y a
quince pies por encima de nuestras cabezas se veían los extremos de las cañas de bambú balanceándose
contra el profundo cielo azul. No sé qué clase de animales habitan semejante espesura, pero en varias
ocasiones oímos los chapuzones de animales corpulentos y pesados, muy cerca de nosotros. Lord John
pensaba, guiándose por el ruido que hacían, que debía tratarse de alguna clase de ganado salvaje. En el
momento en que caía la noche, emergimos de aquella zona de bambúes y en el acto montamos nuestro
campamento, exhaustos después de aquel día interminable.
A la mañana siguiente, muy temprano, estábamos de nuevo en pie, advirtiendo que el carácter de la
comarca había cambiado otra vez. Detrás de nosotros estaba la pared de bambú, tan limpia como si señalase
el curso de un río. Al frente se desplegaba una llanura abierta, que ascendía en suave pendiente; estaba
sembrada de bosquecillos de helechos que brotaban dispersos. Todo este terreno se curvaba delante de
nosotros hasta que terminaba en una colina alargada y en forma de lomo de ballena. La alcanzamos hacia el
mediodía, sólo para descubrir que debajo había un valle no muy profundo que ascendía de nuevo con suave
inclinación hasta llegar a una línea de horizonte baja y redondeada. Allí, mientras cruzábamos la primera de
estas colinas, ocurrió un incidente que podía carecer de importancia pero que quizá la tenía.
El profesor Challenger, que marchaba a la vanguardia de los expedicionarios junto con los dos indios de
la región, se detuvo súbitamente y apuntó muy excitado hacia la derecha. Entonces vimos, a distancia de
una milla más o menos, algo que parecía ser un enorme pájaro gris que con lentos aleteos se alzaba del
suelo deslizándose suavemente, volando muy bajo y en linea recta hasta desaparecer entre los helechos.
––¿Lo ha visto usted? ––gritó Challenger alborozado––. Summerlee, ¿lo ha visto usted?
Su colega estaba mirando fijamente hacia el lugar en que aquel ser había desaparecido.
––¿Y qué pretende usted que es? ––preguntó.
––Según mi mejor opinión, es un pterodáctilo. Summerlee estalló en una risa burlona y dijo:
––¡Un pterodisparate20! Era una grulla, si es que he visto alguna.
20. Summerlee hace un juego de palabras intraducible, con ptero, fiddle (‘violín’, pero también ‘enredo’)
y stick, ‘palo’ y ‘arco’.
Challenger estaba demasiado furioso para hablar. Simplemente se echó su carga a la espalda y se puso de
nuevo en camino. Sin embargo, lord John se puso a caminar a mi paso y su rostro estaba más serio que de
costumbre. Tenía sus gemelos Zeiss en la mano.
––Lo enfoqué antes que traspasase los árboles ––dijo––. No quiero comprometerme a decir qué era eso,
pero arriesgaría mi reputación de deportista a que nunca le puse los ojos encima a un pájaro como ése.
Así quedaron las cosas. ¿Nos hallamos realmente al borde de lo desconocido, frente a los guardianes
exteriores del mundo perdido de que hablaba nuestro jefe? Le describo el incidente tal como ocurrió y así
sabrá usted tanto como yo. Él no se repitió y no vimos ninguna otra cosa que merezca destacarse.
Y ahora, lectores míos (si alguna vez he tenido alguno), los he traído a ustedes aguas arriba por el ancho
río, y a través de la pantalla de juncos; les he hecho bajar por el túnel de verdor y subir por la larga
pendiente sembrada de palmeras; cruzamos el matorral de bambúes y la llanura de helechos. Al fin, nuestro
lugar de destino se nos aparece a plena vista. Una vez que cruzamos la segunda serranía, vimos ante nosotros
una llanura irregular, sembrada de palmeras, y, más allá, la línea de altos riscos rojizos que había
visto en el dibujo. Ahí está, la veo mientras esto escribo, y no cabe dudar de que es la misma. Se halla, en
su punto más próximo, a unas siete millas de nuestro campamento actual, y se va alejando en curva,
extendiéndose hasta donde alcanza mi vista. Challenger se contonea como un pavo real de exposición y
Summerlee está silencioso pero aún escéptico. Un día más y acabarán algunas de nuestras dudas.
Entretanto, como José, cuyo brazo había sido traspasado por un trozo de bambú, insiste en regresar, le
encomiendo esta carta y sólo espero que finalmente llegue a manos de su destinatario. Volveré a escribir
cuando la ocasión sea propicia. Incluyo en este envío un tosco mapa de nuestro viaje, que puede facilitar
quizá la comprensión del relato.

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