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lunes, 1 de noviembre de 2010

La Marca De La Bestia -- Rudyard Kipling



LA MARCA DE LA
BESTIA
Rudyard Kipling
**
Vuestros dioses y mis dioses... ¿acaso
sabemos, vosotros o yo, quiénes son
más poderosos?
PROVERBIO INDÍGENA
--


Al Este de Suez —sostienen algunos— el control directo de la Providencia
se extingue; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de
Asia, y la Iglesia de Inglaterra sólo ejerce una supervisión ocasional y moderada
en el caso de un súbdito británico.
Esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en
la India; puede hacerse extensible a mi relato.
Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe más sobre los indígenas de la
India de lo que es prudente para cualquier hombre, puede dar testimonio de la
veracidad de los hechos. Dumoise, nuestro doctor, también vio lo que Strickland
y yo vimos. Sin embargo, la conclusión que extrae de la evidencia es
absolutamente incorrecta. Él está muerto ahora; murió en circunstancias harto
singulares, que han sido descritas en otra parte.
Cuando Fleete llegó a la India poseía un poco de dinero y algunas tierras en
el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades le
fueron legadas por un tío, y, de hecho, vino aquí para explotarlas. Era un hombre
alto, pesado, afable e inofensivo. Su conocimiento de los indígenas era,
naturalmente, limitado, y se quejaba de las dificultades del lenguaje.
Bajó a caballo desde sus posesiones en las montañas para pasar el Año
Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. En Nochevieja se celebró una gran
cena en el club, y la velada —como es natural— transcurrió convenientemente
regada con alcohol. Cuando se reúnen hombres procedentes de los rincones más
apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un
tanto bulliciosa. Había bajado de la Frontera un contingente de Catch-'em Alive-
O's1, hombres que no habían visto veinte rostros blancos durante un año y que
estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el Fuerte más cercano, a
riesgo de regalar el estómago con una bala Khyberee en lugar de sus bebidas
habituales. Desde luego, se aprovecharon bien de esta nueva situación de
seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que
encontraron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con el marcador
entre los dientes. Media docena de plantadores habían llegado del Sur y se
dedicaban a engatusar al Mayor Mentiroso de Asia, que intentaba superar todos
sus embustes al mismo tiempo. Todo el mundo estaba allí, y allí se dio un
estrechamiento de filas general y se hizo recuento de nuestras bajas, en muertos o
mutilados, que se habían producido durante el año. Fue una noche muy mojada,
y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies en la Copa del Campeonato
de Polo, las cabezas entre las estrellas, y que juramos que todos seríamos buenos
1 Literalmente: «Cogedlos vivos». Originalmente era una expresión de pescadores
empleada en tono de burla. Significado nulo.
amigos. Después, algunos partieron y anexionaron Birmania, otros trataron de
abrir brecha en el Sudán y sufrieron un descalabro frente a los Fuzzies2 en aquella
cruel refriega de los alrededores de Suakim; algunos obtuvieron medallas y
estrellas, otros se casaron, lo que no deja de ser una tontería, y otros hicieron
cosas peores, mientras el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras
cadenas y luchamos por conseguir riquezas a fuerza de experiencias
insatisfactorias.
Fleete comenzó la velada con jerez y bitters, bebió champagne a buen ritmo
hasta los postres, que fueron acompañados de un Capri seco, sin mezclar, tan
fuerte y áspero como el whisky; tomó Benedictine con el café, cuatro o cinco
whiskys con soda para aumentar su tanteo en el billar, cervezas y dados hasta las
dos y media, y acabó con brandy añejo. En consecuencia, cuando salió del club, a
las tres y media de la madrugada, bajo una helada de 140 F, se enfureció con su
caballo porque sufría ataques de tos, e intentó subirse a la montura de un salto.
El caballo se escapó y se dirigió a los establos, de modo que Strickland y yo
formamos una guardia de deshonor para conducirle a casa.
El camino atravesaba el bazar, cerca de un pequeño templo consagrado a
Hanuman, el Dios-Mono, que es una divinidad principal, digna de respeto.
Todos los dioses tienen buenas cualidades, del mismo modo que las tienen todos
los sacerdotes. Personalmente le concedo bastante importancia a Hanuman y soy
amable con sus adeptos... los grandes monos grises de las montañas. Uno nunca
sabe cuando puede necesitar a un amigo.
Había luz en el templo, y al pasar junto a él, escuchamos las voces de unos
hombres que entonaban himnos. En un templo indígena los sacerdotes se
levantan a cualquier hora de la noche para honrar a su dios. Antes de que
pudiéramos detenerlo, Fleete subió corriendo las escaleras, propinó unas patadas
en el trasero a dos sacerdotes y apagó solemnemente la brasa de su cigarro en la
frente de la imagen de piedra roja de Hanuman. Strickland intentó sacarlo a
rastras, pero Fleete se sentó y dijo solemnemente:
—¿Veis eso? La marca de la B... bessstia. Yo la he hecho. ¿No es hermosa?
En menos de un minuto el templo se llenó de vida y de bullicio, y
Strickland, que sabía lo que sucede cuando se profana a los dioses, declaró que
podría ocurrir cualquier desgracia. En virtud de su situación oficial, de su
prolongada residencia en el país y de su debilidad por mezclarse con los
indígenas, era muy conocido por los sacerdotes y no se sentía feliz. Fleete se
había sentado en el suelo y se negaba a moverse. Dijo que el «viejo Hanuman»
sería una almohada confortable.
2 Fuzzy-Wuzzies. Fuzzy: «Peludo». Apodo aplicado a los guerreros sudaneses, que
llevaban el pelo muy largo.
En ese instante, sin previo aviso, un Hombre de Plata salió de un nicho
situado detrás de la imagen del dios. Estaba totalmente desnudo, a pesar del frío
cortante, y su cuerpo brillaba como plata escarchada, pues era lo que la Biblia
llama: «un leproso tan blanco como la nieve.» Además, no tenía rostro, pues se
trataba de un leproso con muchos años de enfermedad y el mal había
corrompido todo su cuerpo. Strickland y yo nos detuvimos para levantar a
Fleete, mientras el templo se llenaba a cada instante con una muchedumbre que
parecía surgir de las entrañas de la tierra; entonces, el Hombre de Plata se deslizó
por debajo de nuestros brazos, produciendo un sonido exactamente igual al
maullido de una nutria, se abrazó al cuerpo de Fleete y le golpeó el pecho con la
cabeza sin que nos diera tiempo a arrancarle de sus brazos. Después se retiró a
un rincón y se sentó, maullando, mientras la multitud bloqueaba las puertas.
Los sacerdotes se habían mostrado verdaderamente encolerizados hasta el
momento en que el Hombre de Plata tocó a Fleete. Esta extraña caricia pareció
tranquilizarlos.
Al cabo de unos minutos, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland y le
dijo en perfecto inglés:
—Llévate a tu amigo. El ha terminado con Hanuman, pero Hanuman no ha
terminado con él.
La muchedumbre nos abrió paso y sacamos a Fleete al exterior.
Strickland estaba muy enfadado. Decía que podían habernos acuchillado a
los tres, y que Fleete debía dar gracias a su buena estrella por haber escapado
sano y salvo.
Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba
magníficamente borracho.
Continuamos nuestro camino; Strickland caminaba silencioso y airado,
hasta que Fleete cayó presa de un acceso de estremecimientos y sudores. Dijo que
los olores del bazar eran insoportables, y se preguntó por qué demonios
autorizaban el establecimiento de esos mataderos tan cerca de las residencias de
los ingleses.
—¿Es que no sentís el olor de la sangre? —dijo.
Por fin conseguimos meterle en la cama, justo en el momento en que
despuntaba la aurora, y Strickland me invitó a tomar otro whisky con soda.
Mientras bebíamos, me habló de lo sucedido en el templo y admitió que le había
dejado completamente desconcertado. Strickland detestaba que le engañaran los
indígenas, porque su ocupación en la vida consistía en dominarlos con sus
propias armas. No había logrado todavía tal cosa, pero es posible que en quince o
veinte años obtenga algunos pequeños progresos.
—Podrían habernos destrozado —dijo—, en lugar de ponerse a maullar. Me
pregunto qué es lo que pretendían. No me gusta nada este asunto.
Yo dije que el Consejo Director del Templo entablaría una demanda
criminal contra nosotros por insultos a su religión. En el Código Penal indio
existe un artículo que contempla precisamente la ofensa cometida por Fleete.
Strickland dijo que esperaba y rogaba que lo hicieran así. Antes de salir eché un
vistazo al cuarto de Fleete y le vi tumbado sobre el costado derecho, rascándose
el pecho izquierdo. Por fin, a las siete en punto de la mañana, me fui a la cama,
frío, deprimido y de mal humor.
A la una bajé a casa de Strickland para interesarme por el estado de la
cabeza de Fleete. Me imaginaba que tendría una resaca espantosa. Su buen
humor le había abandonado, pues estaba insultando al cocinero porque no le
había servido la chuleta poco hecha. Un hombre capaz de comer carne cruda
después de una noche de borrachera es una curiosidad de la naturaleza. Se lo dije
a Fleete y él se echó a reír:
—Criáis extraños mosquitos en estos parajes —dijo—. Me han devorado
vivo, pero sólo en una parte.
—Déjame echar un vistazo a la picadura —dijo Strickland—. Es posible que
haya bajado desde esta mañana.
Mientras se preparaban las chuletas, Fleete abrió su camisa y nos enseñó,
justamente bajo el pecho izquierdo, una marca, una reproducción perfecta de los
rosetones negros —las cinco o seis manchas irregulares ordenadas en círculo—
que se ven en la piel de un leopardo. Strickland la examinó y dijo:
—Esta mañana era de color rosa. Ahora se ha vuelto negra.
Fleete corrió hacia un espejo.
—¡Por Júpiter! —dijo—. Esto es horrible. ¿Qué es?
No pudimos contestarle. En ese momento llegaron las chuletas, sangrientas
y jugosas, y Fleete devoró tres de la manera más repugnante. Masticaba sólo con
las muelas de la derecha y ladeaba la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo
que desgarraba la carne. Cuando terminó, se dio cuenta de lo extraño de su
conducta, pues dijo a manera de excusa:
—Creo que no he sentido tanta hambre en mi vida. He engullido como un
avestruz.
Después del desayuno, Strickland me dijo:
—No te vayas. Quédate aquí; quédate esta noche.
Como mi casa se encontraba a menos de tres millas de la de Strickland, esta
petición me parecía absurda. Pero Strickland insistió, y se disponía a decirme
algo, cuando Fleete nos interrumpió declarando con aire avergonzado que se
sentía hambriento otra vez. Strickland envió un hombre a mi casa para que me
trajeran la ropa de cama y un caballo, y bajamos los tres a los establos para matar
el tiempo hasta que llegara la hora de dar un paseo a caballo. El hombre que
siente debilidad por los caballos jamás se cansa de contemplarlos; y cuando dos
hombres que comparten esta debilidad están dispuestos a matar el tiempo de
esta manera, intercambiarán a buen seguro una importante cantidad de
conocimientos y mentiras.
Había cinco caballos en los establos, y jamás olvidaré la escena que se
produjo cuando intentamos examinarlos. Daba la impresión de que se habían
vuelto locos. Se encabritaron y relincharon, y estuvieron a punto de romper las
cercas; sudaban, temblaban, echaban espumarajos por la boca y parecían
enloquecidos de terror. Los caballos de Strickland le conocían tan bien como sus
perros, lo que hacía el suceso aún más extraño. Salimos del establo por miedo de
que los animales se precipitaran sobre nosotros en su pánico. Entonces Strickland
volvió sobre sus pasos y me llamó. Los caballos estaban asustados todavía, pero
nos dieron muestras de cariño y nos permitieron acariciarles, e incluso apoyaron
sus cabezas sobre nuestros pechos.
—No tienen miedo de nosotros —dijo Strickland—. ¿Sabes? Daría la paga
de tres meses por que Outrage pudiera hablar en este momento.
Pero Outrage permanecía mudo, y se contentaba con arrimarse
amorosamente a su amo y resoplar por el hocico, como suelen hacer los caballos
cuando quieren decir algo. Fleete vino hacia nosotros mientras estábamos en las
caballerizas, y en cuanto le vieron los caballos, el estallido de terror se repitió con
renovadas fuerzas. Todo lo que pudimos hacer fue escapar de allí sin recibir
ninguna coz. Strickland dijo:
—No parece que te aprecien demasiado, Fleete.
—Tonterías —dijo Fleete—. Mi yegua me seguirá como un perro.
Se dirigió hacia ella, que ocupaba una cuadra separada; pero en el momento
en que descorrió la tranca de la cerca, la yegua saltó sobre él, le derribó y salió al
galope por el jardín. Yo me eché a reír, pero Strickland no lo encontraba nada
divertido. Se llevó los dedos al bigote y tiró de él con tanta fuerza que estuvo a
punto de arrancárselo. Fleete, en lugar de salir corriendo detrás de su propiedad,
bostezó y dijo que tenía sueño. Después se dirigió a la casa para acostarse, lo cual
es una estúpida manera de pasar el día de Año Nuevo.
Strickland se sentó a mi lado en los establos y me preguntó si había
advertido algo extraño en los modales de Fleete. Le contesté que comía como una
bestia, pero que este hecho podía ser una consecuencia de su vida solitaria en las
montañas, apartado de una sociedad tan refinada y superior como la nuestra, por
poner un ejemplo. Strickland seguía sin encontrarlo divertido. No creo que me
escuchara siquiera, porque su siguiente frase aludía a la marca sobre el pecho de
Fleete, y afirmó que podía haber sido causada por moscas vesicantes, a menos
que fuera una marca de nacimiento que se hiciera visible ahora por primera vez.
Estuvimos de acuerdo en que no era agradable a la vista, y Strickland aprovechó
la ocasión para decirme que yo era un ingenuo.
—No puedo explicarte lo que pienso en este momento —dijo—, porque me
tomarías por loco; pero es necesario que te quedes conmigo unos días, si es
posible. Necesito tu ayuda para vigilar a Fleete, pero no me digas lo que piensas
hasta que haya llegado a una conclusión.
—Pero tengo que cenar fuera esta noche —dije.
—Yo también —dijo Strickland—, y Fleete. A menos que haya cambiado de
opinión.
Salimos a dar un paseo por el jardín, fumando, pero sin decir nada —
éramos buenos amigos y hablar echa a perder el buen tabaco— hasta que
terminamos nuestras pipas. Después fuimos a despertar a Fleete. Estaba ya
levantado y se paseaba nervioso por la habitación.
—Quiero más chuletas —dijo—. ¿Puedo conseguirlas?
Nos reímos y dijimos:
—Ve a cambiarte. Los caballos estarán preparados en un minuto.
—Muy bien —dijo Fleete—. Iré cuando me hayan servido las chuletas...
poco hechas, si es posible.
Parecía decirlo completamente en serio. Eran las cuatro en punto y
habíamos desayunado a la una; con todo, durante un buen rato reclamó aquellas
chuletas poco hechas. Después se puso las ropas de montar a caballo y salió a la
terraza. Su caballo —la yegua no había sido capturada todavía— no le dejó
acercarse. Los tres animales se mostraban intratables —locos de terror— y
finalmente Fleete dijo que se quedaría en casa y que pediría algo de comer.
Strickland y yo salimos a montar a caballo, un tanto confusos. Al pasar por el
templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió y maulló a nuestras espaldas.
—No es uno de los sacerdotes regulares del templo —dijo Strickland—.
Creo que me gustaría ponerle las manos encima.
No hubo saltos en nuestra galopada por el hipódromo aquella tarde. Los
caballos estaban cansados y se movían como si hubieran participado en una
carrera.
—El miedo que han pasado después del desayuno no les ha sentado nada
bien —dijo Strickland.
Ése fue el único comentario que hizo durante el resto del paseo. Una o dos
veces, creo, juró para sus adentros; pero eso no cuenta.
Regresamos a las siete. Había anochecido ya y no se veía ninguna luz en el
bungalow.
—¡Qué descuidados son los bribones de mis sirvientes! —dijo Strickland.
Mi caballo se espantó con algo que había en el paseo de coches, y, de
pronto, Fleete apareció bajo su hocico.
—¿Qué estás haciendo, arrastrándote por el jardín? —dijo Strickland.
Pero los dos caballos se encabritaron y estuvieron a punto de tirarnos al
suelo. Desmontamos en los establos y regresamos con Fleete, que se encontraba a
cuatro patas bajo los arbustos.
—¿Qué demonios te pasa? —dijo Strickland.
—Nada, nada en absoluto —dijo Fleete, muy deprisa y con voz apagada—.
He estado practicando jardinería, estudiando botánica, ¿sabéis? El olor de la
tierra es delicioso. Creo que voy a dar un paseo, un largo paseo... toda la noche.
Me di cuenta entonces de que había algo demasiado extraño en todo esto y
le dije a Strickland:
—No cenaré fuera esta noche.
—¡Dios te bendiga! —dijo Strickland—. Vamos, Fleete, levántate. Cogerás
fiebre aquí fuera. Ven a cenar, y encendamos las luces. Cenaremos todos en casa.
Fleete se levantó de mala gana y dijo:
—Nada de lámparas... nada de lámparas. Es mucho mejor aquí. Cenemos
en el exterior, y pidamos algunas chuletas más... muchas chuletas, y poco
hechas... sangrientas y con cartílago.
Una noche de diciembre en el norte de la India es implacablemente fría, y la
proposición de Fleete era la de un demente.
—Vamos adentro —dijo Strickland con severidad—. Vamos adentro
inmediatamente.
Fleete entró, y cuando las lámparas fueron encendidas, vimos que estaba
literalmente cubierto de barro, de la cabeza a los pies. Debía de haber estado
rodando por el jardín. Se asustó de la luz y se retiró a su habitación. Sus ojos eran
horribles de contemplar. Había una luz verde detrás de ellos, no en ellos, si
puedo expresarlo así, y el labio inferior le colgaba con flaccidez.
Strickland dijo:
—Creo que vamos a tener problemas... grandes problemas... esta noche. No
te cambies tus ropas de montar.
Esperamos y esperamos a que Fleete volviera a aparecer, y durante ese
tiempo ordenamos que trajeran la cena. Pudimos oírle ir y venir por su
habitación, pero no había encendida ninguna luz allí. De pronto, surgió de la
habitación el prolongado aullido de un lobo.
La gente escribe y habla a la ligera de sangre que se hiela y de cabellos
erizados, y otras cosas del mismo tipo. Ambas sensaciones son demasiado
horribles para tratarlas con frivolidad. Mi corazón dejó de latir, como si hubiera
sido traspasado por un cuchillo, y Strickland se puso tan blanco como el mantel.
El aullido se repitió y, a lo lejos, a través de los campos, otro aullido le
respondió.
Esto alcanzó la cima del horror. Strickland se precipitó en el cuarto de
Fleete. Yo le seguí; entonces vimos a Fleete a punto de saltar por la ventana.
Producía sonidos bestiales desde el fondo de la garganta. Era incapaz de
respondernos cuando le gritamos. Escupía.
Apenas recuerdo lo que sucedió a continuación, pero creo que Strickland
debió de aturdirle con el sacabotas, de lo contrario, no habría sido capaz de
sentarme sobre su pecho. Fleete no podía hablar, tan sólo gruñía, y sus gruñidos
eran los de un lobo, no los de un hombre. Su espíritu humano debía de haber
escapado durante el día y muerto a la caída de la noche. Estábamos tratando con
una bestia, una bestia que alguna vez había sido Fleete.
El suceso se situaba más allá de cualquier experiencia humana y racional.
Intenté pronunciar la palabra «Hidrofobia», pero la palabra se negaba a salir de
mis labios, pues sabía que estaba engañándome.
Amarramos a la bestia con las correas de cuero del punkah3; atamos juntos
los pulgares de las manos y los pies, y le amordazamos con un calzador, que es
una mordaza muy eficiente si se sabe cómo fijarla. Después lo transportamos al
comedor y enviamos un hombre para que buscara a Dumoise, el doctor, y le
dijera que viniese inmediatamente. Una vez que hubimos despachado al
mensajero y tomado aliento, Strickland dijo:
—No servirá de nada. Éste no es un caso para un médico.
Yo sospechaba que estaba en lo cierto.
La cabeza de la bestia se encontraba libre y la agitaba de un lado a otro. Si
una persona hubiera entrado a la habitación en ese momento, podría haber
creído que estábamos curando una piel de lobo. Ése era el detalle más
repugnante de todos.
Strickland se sentó con la barbilla apoyada en el puño, contemplando cómo
se retorcía la bestia en el suelo, pero sin decir nada. La camisa había sido
desgarrada en la refriega y ahora aparecía la marca negra en forma de roseta en
el pecho izquierdo. Sobresalía como una ampolla.
En el silencio de la espera escuchamos algo, en el exterior, que maullaba
como una nutria hembra. Ambos nos incorporamos, y yo —hablo por mí mismo,
no por Strickland— me sentí enfermo, real y físicamente enfermo. Nos
convencimos el uno al otro, como hicieron los hombres en Pinafore4, de que se
trataba del gato.
Llegó Dumoise, y nunca había visto a este hombrecillo mostrar una
sorpresa tan poco profesional. Dijo que era un caso angustioso de hidrofobia y
que no había nada que hacer. Cualquier medida paliativa no conseguiría más
que prolongar la agonía. La bestia echaba espumarajos por la boca. Fleete, como
le dijimos a Dumoise, había sido mordido por perros una o dos veces. Cualquier
hombre que posea media docena de terriers debe esperar un mordisco un día u
3 Abanico de grandes dimensiones, colgado del techo y accionado por un sirviente.
4 Obra de Gilbert y Sullivan.
otro. Dumoise no podía ofrecernos ninguna ayuda. Sólo podía certificar que
Fleete estaba muriendo de hidrofobia. La bestia aullaba en ese momento, pues se
las había arreglado para escupir el calzador. Dumoise dijo que estaría preparado
para certificar la causa de la muerte, y que el desenlace final estaba cercano. Era
un buen hombre, y se ofreció para permanecer con nosotros; pero Strickland
rechazó este gesto de amabilidad. No quería envenenarle el día de Año Nuevo a
Dumoise. Unicamente le pidió que no hiciera pública la causa real de la muerte
de Fleete.
Así pues, Dumoise se marchó profundamente alterado; y tan pronto como
se apagó el ruido de las ruedas de su coche, Strickland me reveló, en un susurro,
sus sospechas. Eran tan fantásticamente improbables que no se atrevía a
formularlas en voz alta; y yo, que compartía las sospechas de Strickland, estaba
tan avergonzado de haberlas concebido que pretendí mostrarme incrédulo.
—Incluso en el caso de que el Hombre de Plata hubiera hechizado a Fleete
por mancillar la imagen de Hanuman, el castigo no habría surtido efecto de
forma tan fulminante.
Según murmuraba estas palabras, el grito procedente del exterior de la casa
se elevó de nuevo, y la bestia cayó otra vez presa de un paroxismo de
estremecimientos, que nos hizo temer que las correas que le sujetaban no
resistieran.
—¡Espera! —dijo Strickland—. Si esto sucede seis veces, me tomaré la
justicia por mi mano. Te ordeno que me ayudes.
Entró en su habitación y regresó en unos minutos con los cañones de una
vieja escopeta, un trozo de sedal de pescar, una cuerda gruesa y el pesado
armazón de su cama. Le informé de que las convulsiones habían seguido al grito
en dos segundos en cada ocasión y que la bestia estaba cada vez más débil.
—¡Pero él no puede quitarle la vida! —murmuró Strickland—. ¡No puede
quitarle la vida!
Yo dije, aunque sabía que estaba arguyendo contra mi mismo:
—Tal vez sea un gato. Si el Hombre de Plata es el responsable, ¿por qué no
se atreve a venir aquí?
Strickland atizó los trozos de madera de la chimenea, colocó los cañones de
la escopeta entre las brasas, extendió el bramante sobre la mesa y rompió un
bastón en dos. Había una yarda de hilo de pescar, de tripa envuelta con alambre,
como el que se usa para la pesca del mahseer5; ató los dos extremos en un lazo.
Entonces dijo:
—¿Cómo podemos capturarlo? Debemos cogerlo vivo y sin dañarlo.
Yo respondí que debíamos confiar en la Providencia y avanzar
5 Pez conocido como el "salmón de la India".
sigilosamente con los sticks de polo entre los arbustos de la parte delantera de la
casa. El hombre o animal que producía los gritos estaba, evidentemente,
moviéndose alrededor de la casa con la regularidad de un vigilante nocturno.
Podíamos esperar en los arbustos hasta que se aproximara y dejarlo sin sentido.
Strickland aceptó esta sugerencia; nos deslizamos por una ventana del
cuarto de baño a la terraza, cruzamos el camino de coches y nos internamos en la
maleza.
A la luz de la luna pudimos ver al leproso, que daba la vuelta por la
esquina de la casa. Estaba totalmente desnudo, y de vez en cuando maullaba y se
paraba a bailar con su sombra. Realmente era una visión muy poco atractiva y,
pensando en el pobre Fleete, reducido a tal degradación por un ser tan abyecto,
abandoné todos mis escrúpulos y resolví ayudar a Strickland: desde los ardientes
cañones de la escopeta hasta el lazo de bramante —desde los riñones hasta la
cabeza y de la cabeza a los riñones—, con todas las torturas que fueran
necesarias.
El leproso se paró un momento enfrente del porche y nos abalanzamos
sobre él con los sticks. Era sorprendentemente fuerte y temimos que pudiera
escapar o que resultase fatalmente herido antes de capturarlo. Teníamos la idea
de que los leprosos eran criaturas frágiles, pero quedó demostrado que tal idea
era errónea. Strickland le golpeó en las piernas, haciéndole perder el equilibrio, y
yo le puse el pie en el cuello. Maulló espantosamente, e incluso, a través de mis
botas de montar, podía sentir que su carne no era la carne de un hombre sano.
El leproso intentaba golpearnos con los muñones de las manos y los pies.
Pasamos el látigo de los perros alrededor de él, bajo las axilas, y le arrastramos
hasta el recibidor y después hasta el comedor, donde yacía la bestia. Allí le
atamos con correas de maleta. No hizo tentativas de escapar, pero maullaba.
La escena que sucedió cuando le confrontamos con la bestia sobrepasa toda
descripción. La bestia se retorció en un arco, como si hubiera sido envenenada
con estricnina, y gimió de la forma más lastimosa. Sucedieron otras muchas
cosas, pero no pueden ser relatadas aquí.
—Creo que tenía razón —dijo Strickland—. Ahora le pediremos que ponga
fin a este asunto.
Pero el leproso no hacía más que maullar. Strickland se enrolló una toalla
en la mano y sacó los cañones de la escopeta de fuego. Yo hice pasar la mitad del
bastón a través del nudo del hilo de pescar y amarré confortablemente al leproso
al armazón de la cama de Strickland. Comprendí entonces cómo pueden soportar
los hombres, las mujeres y los niños el espectáculo de ver arder a una bruja viva;
porque la bestia gemía en el suelo, y aunque el Hombre de Plata no tenía rostro,
se podían ver los horribles sentimientos que pasaban a través de la losa que tenía
en lugar de cara, exactamente como las ondas de calor pasan a través del metal al
rojo vivo... como los cañones de la escopeta, por ejemplo.
Strickland se tapó los ojos con las manos durante unos instantes y
comenzamos a trabajar.
Esta parte no debe ser impresa.
Comenzaba a romper la aurora cuando el leproso habló. Sus maullidos no
nos habían satisfecho hasta ese momento. La bestia se había debilitado hasta la
extenuación, y la casa estaba en completo silencio. Desatamos al leproso y le
dijimos que expulsara al espíritu maléfico. Se arrastró al lado de la bestia y puso
su mano sobre el pecho izquierdo. Eso fue todo. Después cayó de cara contra el
suelo y gimió, aspirando aire de forma convulsiva.
Observamos la cara de la bestia y vimos que el alma de Fleete regresaba a
sus ojos. Después, el sudor bañó su frente, y sus ojos —que eran humanos de
nuevo— se cerraron. Esperamos durante una hora, pero Fleete continuaba
durmiendo. Le llevamos a su habitación y ordenamos al leproso que se fuera,
dándole el armazón de la cama, la sábana para que cubriera su desnudez, los
guantes y las toallas con las que le habíamos tocado, y el látigo que había
rodeado su cuerpo. El leproso se envolvió con la sábana y salió a la temprana
mañana sin hablar ni maullar.
Strickland se enjugó la cara y se sentó. Un gong nocturno, a lo lejos, en la
ciudad, marcó las siete.
—¡Veinticuatro horas exactamente! —dijo Strickland—. Y yo he hecho
suficientes méritos para asegurar mi destitución del servicio, sin contar mi
internamiento a perpetuidad en un asilo para dementes. ¿Crees que estamos
despiertos?
Los cañones al rojo vivo de la escopeta habían caído al suelo y estaban
chamuscando la alfombra. El olor era completamente real.
Aquella mañana, a las once, fuimos a despertar a Fleete. Lo examinamos y
vimos que la roseta negra de leopardo había desaparecido de su pecho. Parecía
soñoliento y cansado, pero tan pronto como nos vio dijo:
—¡Oh! ¡El diablo os lleve, amigos! Feliz Año Nuevo. No mezcléis jamás
vuestras bebidas. Estoy medio muerto.
—Gracias por tus buenos deseos, pero vas un poco atrasado —dijo
Strickland—. Estamos en la mañana del dos de enero. Has estado durmiendo
mientras el reloj daba una vuelta completa.
La puerta se abrió, y el pequeño Dumoise asomó la cabeza. Había venido a
pie, y se imaginaba que estábamos amortajando a Fleete.
—He traído una enfermera —dijo Dumoise—. Supongo que puede entrar
para... para lo que sea necesario.
—¡Claro que sí! —dijo Fleete, con alegría, incorporándose en la cama—.
Tráenos a tus enfermeras.
Dumoise enmudeció. Strickland lo sacó fuera de la habitación y le explicó
que debía de haber habido un error en el diagnóstico. Dumoise permaneció
mudo y abandonó la casa precipitadamente. Consideraba que su reputación
profesional había sido injuriada y se inclinaba a tomar la recuperación como una
afrenta personal. Strickland salió también. Al regresar dijo que había sido
convocado al Templo de Hanuman para ofrecer una reparación por la ofensa
infligida al dios, y que le habían asegurado solemnemente que ningún hombre
blanco había tocado jamás al ídolo, y que Fleete era una encarnación de todas las
virtudes equivocadas.
—¿Qué piensas? —dijo Strickland.
Contesté:
—Hay más cosas...6
Pero Strickland odiaba esta frase. Dijo que yo la había gastado de tanto
usarla.
Sucedió otra cosa bastante curiosa, que llegó a causarme tanto miedo como
los peores momentos de aquella noche. Cuando Fleete terminó de vestirse, entró
en el comedor y olfateó. Tenía una manera un tanto singular de mover la nariz
cuando olfateaba.
—¡Qué horrible olor a perro hay aquí! —dijo—. Realmente deberías tener
esos terriers en mejor estado. Inténtalo con azufre, Strick.
Pero Strickland no respondió. Se agarró al respaldo de una silla y, sin
previo aviso, cayó presa de un sorprendente ataque de histeria. En ese momento
me vino a la cabeza la idea de que nosotros habíamos luchado por el alma de
Fleete contra el Hombre de Plata en esa misma habitación, y que nos habíamos
deshonrado para siempre como ingleses, y entonces me eché a reír, a jadear y
gorgotear tan vergonzosamente como Strickland, mientras Fleete creía que nos
habíamos vuelto locos. Jamás le contamos lo que había sucedido.
Algunos años después, cuando Strickland se había casado y era un
miembro de la sociedad que asistía a los actos religiosos para complacer a su
mujer, examinamos el incidente de nuevo, desapasionadamente, y Strickland me
sugirió que podía hacerlo público.
Por lo que a mí se refiere, no veo que este paso sea apropiado para resolver
el misterio; porque, en primer lugar, nadie dará crédito a esta historia tan
desagradable, y, en segundo lugar, todo hombre de bien sabe perfectamente que
los dioses de los paganos son de piedra y bronce, y que cualquier intento de
tratarlos de otra manera será justamente condenado.
6 «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que en los sueños de tu filosofía.»
Hamlet, I,v.

domingo, 31 de octubre de 2010

EL ENFERMO INTERNO -- Arthur Conan Doyle






EL ENFERMO INTERNO

Arthur Conan Doyle


«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada
de la justicia sigue presente para vengarle.»

Doctor Trevelyan



Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en escarlata y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.
No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.
—Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Ajá! Han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diria de un paseo a través de Londres?
Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un
brougham esperaba ante nuestra puerta.
—¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro
sanctum.
Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.
—Buenas noches, doctor —le saludó Holmes afablemente—. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.
—¿Ha hablado con mi cochero, pues?
—No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.
—Soy el doctor Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, y vivo en el número 403 de Brook Street.
—¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? —inquirí.
La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
—Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida —dijo—. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico...
—Cirujano militar retirado.
—Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
—Gustosamente procuraré darle ambas cosas —repuso—. Le ruego que me haga un relato detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.
—Alguna de ellas es tan trivial —dijo el doctor Treveyan—, que en realidad casi me avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.
»Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me esperaba una carrera distinguida.
»Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva totalmente nueva.
»Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.
»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo me incliné.
» —Contésteme con franqueza —prosiguió—, pues como verá, ello redunda en su interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el tacto?
»No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»—Confio tener el que me corresponde —repliqué.
»—¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
» —Verdaderamente, caballero... —exclamé.
»—¿Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»—Vamos, hombre, vamos —exclamó con voz estentórea—, la vieja historia de siempre: «Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en Brook Street?
»Me quedé mirándole estupefacto.
»—¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted!
—gritó—. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con usted.
»—¿Pero por qué? —balbuceé.
»—Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de ellas.
»—¿Y qué debo hacer yo, pues?
»—Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.
»Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.
»Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta noche.
»Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se encuentra.
»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva dirección ni fecha:
« Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»
»Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.
»Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»—Excuse mi intromisión, doctor —me dijo en inglés con un ligero ceceo—. Es mi padre, y su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me emocionó esta ansiedad filial y dije:
»—Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.
»—¡Por nada del mundo! —gritó con una expresión de horror—. Esto es para mí más penoso de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.
»Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!
»Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un mínimo de comunicación.
»Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como habían hecho antes.
»—Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer —dijo mi paciente.
»—Confieso que me sorprendió mucho —repuse.
»—Lo cierto es —explicó— que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»—Y yo —añadió el hijo—, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.
»—Bien —dije yo, riéndome—, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.
»Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha enloquecido el pánico.
»—¿Quién ha entrado en mi habitación? —gritó.
»—Nadie —contesté.
»—¡Mentira! —chilló—. ¡Suba y lo verá!
»Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.
»—¿Se atreverá a decir que son mías? —gritó.
»Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.
»El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.
Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.
Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.
—¡Tengo una pistola —chilló—, y les juro que dispararé si se acercan más!
—¡Esto ya es insultante, señor Blessington! —gritó a su vez el doctor Trevelyan.
—Ah, es usted, doctor —dijo la voz con un gran suspiro de alivio—. Pero estos otros señores... ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
—Sí, sí, está bien —aprobó por último la voz—. Pueden subir. Siento que mis precauciones les hayan molestado.
Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la guardó en el bolsillo.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
—Así es —contestó Holmes—. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarlo?
—Bueno —contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo—, es dificil, claro, decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.
—¿Ve esto? —dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama—. Nunca he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.
Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
—No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme —dijo.
—¡Pero si se lo he contado todo!
Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.
-¿Y no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
—El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni una sola palabra de mi compañero.
—Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson — dijo por fin—. No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
—Poco es lo que entiendo en él —confesé.
—Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.
—¿Y la catalepsia?
—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.
—¿Y qué más?
—Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante más comunicativo.
—¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? —sugerí—. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?
A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante planteamiento mío.
-Mi querido amigo —dijo—, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente a Brook Street.
La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
—Un
brougham nos está esperando, Watson —me dijo.
—¿Qué ocurre, pues?
—El caso de Brook Street.
—¿Alguna noticia fresca?
—Trágica pero ambigua —me contestó, subiendo la persiana—. Fíjese en esto: una hoja de una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada urgente.
En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya calamidad! —gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué ha sucedido?
—Blessington se ha suicidado.
Holmes dejó escapar un silbido.
—Sí, se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala de espera.
¡Apenas sé lo que hago! —exclamó—. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado una impresión tremenda.
—¿Cuándo lo descubrió?
—Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.
Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con su permiso -dijo por fin—, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos los dos seguidos por el doctor.
Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
—¡Ah, señor Holmes! —exclamó cordialmente al entrar mi amigo—. Me alegra mucho verle.
—Buenos días, señor Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no me considerará como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?
—Sí, algo he oído de ellos.
—¿Se ha formado alguna opinión?
—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.
—Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos —dije yo.
—¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? —preguntó Holmes.
—He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la chimenea.
—¡Hum! —hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
—No, no he visto ninguna.
—¿Su cigarrera, pues?
—Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
—Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.
Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
—Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella —prosiguió—. Dos fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre fría.
—¡Imposible! —exclamó el inspector.
—¿Por qué?
—¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de colgarlo?
—Esto es lo que tenemos que averiguar.
—¿Cómo pudieron entrar?
—Por la puerta principal.
—Estaba atrancada.
—Pues fue atrancada después de salir ellos.
—¿Cómo lo sabe?
—Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.
—¿Qué se sabe de esta cuerda? —preguntó.
—Ha sido cortada de aquí —contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había debajo de la cama—. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.
—Esto les debe haber allanado el camino —comentó Holmes pensativo—. Sí, los hechos en sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.
—¡Pero no nos ha dicho usted nada! —exclamó el doctor.
—Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos —repuso Holmes—. Interv-nieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
—Es que ese joven tunante no aparece —contestó el doctor Trevelyan—. La camarera y la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes se encogió de hombros.
—Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia — dijo—. Después de subir los tres hombres por la escaléra, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás...
—¡Mi querido Holmes! —no pude por menos que exclamar.
—Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.
»Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.
»Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta. Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su compinche.
Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
—Volveré a las tres —me dijo una vez terminada nuestra colación—. Tanto el inspector como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que todo le había salido redondo.
—¿Alguna noticia, inspector?
—Hemos dado con el muchacho, señor.
—Excelente. Y yo he dado con los hombres.
—¡Ha dado usted con ellos! —gritamos los tres a la vez.
—Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
—¡La banda del banco
Worthingdon! —exclamó el inspector.
—Exactamente —confirmó Holmes.
—¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!
—Esto es.
—Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal —dijo el inspector.
Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
—Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco
Worthingdon - dijo Holmes—, en el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?
—Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad—dijo el doctor—. Sin duda, el día que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos hombres.
—Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
—Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
—Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle.
Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor
Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.


FIN



sábado, 30 de octubre de 2010

Ambrose Bierce CHICKAMAUGA





Ambrose Bierce

CHICKAMAUGA

(1891)


 EN una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un tercero donde recibió como herencia la guerra y el poder.
 Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Éste, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos, había seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico, bastante frecuente, de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acaba de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
 Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía

 ni refrenar su sed de guerra,
 ni comprender que el más afortunado
 no puede tentar al Destino.

 De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente; las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero; y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros llenos de alarma buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
 Pasaron las horas, y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no conociendo nada en su descrédito, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras, del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
 Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. De uno en uno, de dos en dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquéllos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
 El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo, se arrastraban como niñitos. Eran hombres; nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces, se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franqueado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.
 En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel resplandor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar si sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
 Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativas en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados, junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa.
 Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
 Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de riempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
 Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
 Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata ‑la obra de un obús.
 El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma ‑maldito lenguaje del demonio‑. El niño era sordomudo.
 Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

***

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