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martes, 17 de noviembre de 2009

La aventura del pie del diablo

La aventura del pie del diablo
Arthur Conan Doyle

Al relatar de vez en cuando algunas de las experiencias curiosas y los recuerdos interesantes que asocio con mi amistad íntima y prolongada con Mr. Sherlock Holmes, me he topado constantemente con las dificultades que me ha causado su aversión por la publicidad. Para su carácter austero y cínico el aplauso popular siempre ha sido aborrecible, y nada le divertía más al cerrar con éxito un caso que traspasar el mérito a algún oficial ortodoxo, y escuchar con sonrisa burlona el coro general de felicitaciones equivocadas. Ha sido en realidad esta actitud por parte de mi amigo, y no desde luego la falta de material interesante, lo que en los últimos años me ha obligado a publicar muy pocos de mis relatos. Mi participación en algunas de sus aventuras siempre ha sido un privilegio que me ha exigido discreción y reticencia.
Quedé, pues, enormemente sorprendido al recibir el martes pasado un telegrama de Holmes —nunca se ha sabido de él que escribiera cuando bastaba un telegrama— en los términos siguientes: “¿Por qué no contarles el horror de Cornualles, el más extraño caso que se me ha encomendado?” Ignoro qué resaca de su cerebro había refrescado el caso en su memoria, o qué antojo le había hecho desear que yo lo relatase; pero me apresuré, antes de que llegara otro telegrama cancelando aquél, a rebuscar las notas que me darían los detalles exactos del caso, y a exponerles el caso a mis lectores.
Fue en la primavera del año 1897, cuando en la férrea constitución de Holmes aparecieron algunos síntomas de debilitamiento frente a un trabajo duro, constante y del tipo más agotador, agravado, además, por sus propias imprudencias ocasionales. En marzo de aquel año el doctor Moore Agar, de la calle Harley, cuya dramática presentación a Holmes quizá cuente algún día, le dio órdenes terminantes al famoso detective privado de dejar a un lado todos sus casos y entregarse a un completo descanso, si quería evitar un colapso. Su estado de salud no era asunto por el que Holmes se tomase el más mínimo interés, ya que tenía una gran capacidad de abstracción mental, pero al final fue inducido, bajo la amenaza de quedar inhabilitado para el trabajo de forma permanente, a buscarse un cambio total de escena y de aires. Así fue como a principios de primavera de aquel mismo año nos trasladamos a una casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más alejado de la península de Cornualles.
Era un lugar singular, especialmente adecuado para el humor sombrío de mi paciente. Desde las ventanas de nuestra casita encalada, construida en lo alto de una colina muy verde, dominábamos todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, esa antigua trampa mortal para los veleros, con su hilera de negros acantilados y arrecifes azotados por las olas, contra los que habían hallado la muerte innumerables marineros. Con viento del norte la bahía permanece plácida y abrigada, invitando a las embarcaciones sacudidas por la tempestad a virar hacia ella en busca de descanso y protección.
Pero luego vienen el súbito remolino de viento, las ráfagas huracanadas del sudoeste, el ancla arrancada, la orilla a sotavento, y la última batalla en el rompiente espumoso. El marinero prudente está siempre alejado de ese lugar maldito.
Por el lado de tierra nuestros alrededores eran tan sombríos como el mar. Era aquélla una zona de páramos ondulantes, solitarios y grises, con un campanario aquí y allá para marcar el emplazamiento de algún que otro pueblo de tiempos pasados. En cualquier dirección de los páramos había vestigios de una raza ya desaparecida que no había dejado como constancia de su paso sino extraños monumentos de piedra, túmulos irregulares que contenían las cenizas incineradas de los muertos, y curiosas construcciones de tierra que apuntaban a la lucha prehistórica. El embrujo y misterio de la región, con su siniestra atmósfera de naciones olvidadas, apelaba a la imaginación de mi amigo, quien pasaba gran parte de su tiempo dando largos paseos y sumiéndose en meditaciones solitarias en los páramos. La antigua lengua de Cornualles también había atraído su atención, y recuerdo que se le metió en la cabeza la idea de que era muy similar al caldeo y constituía una derivación directa del lenguaje de los comerciantes de estaño fenicios.
Recibió un envío de libros de filología, y se disponía a consagrarse al desarrollo de su tesis cuando de repente, para pesar mío y alborozo manifiesto de él, nos encontramos, incluso en aquella tierra de sueños, sumergidos en un problema ocurrido a nuestra puerta, más intenso, más absorbente e infinitamente más misterioso que cualquiera de los que nos habían hecho salir de Londres. Nuestra vida sencilla y plácida, nuestra saludable rutina fueron interrumpidas violentamente, y nosotros nos vimos precipitados en el centro de una serie de sucesos que provocaron una excitación extrema no sólo en Cornualles, sino también en toda la parte occidental de Inglaterra. Quizá muchos de mis lectores conserven algún recuerdo de lo que se llamó entonces el “Horror de Cornualles”, aunque a la prensa de Londres no llegó más que un relato muy incompleto del asunto. Ahora, trece años después, voy a dar a conocer públicamente los auténticos detalles de aquel caso inconcebible.
Ya he dicho que unos cuantos campanarios diseminados indicaban la situación de los pueblos que salpicaban aquella parte de Cornualles. El más cercano era la aldea de Tredannick Wollas, donde las casas de unos doscientos habitantes se apiñaban en torno a una iglesia antigua y cubierta de musgo. El vicario de la parroquia, Mr. Roundhay, tenía algo de arqueólogo, y, como tal, había trabado amistad con Holmes. Era un hombre de mediana edad, atractivo y afable, con un caudal considerable de erudición local. Invitados por él, fuimos un día a tomar el té en la vicaría, conociendo asimismo a Mr. Mortimer Tregennis, un caballero independiente que había incrementado los escasos recursos del sacerdote alquilando habitaciones en su casa espaciosa y destartalada. El vicario, que era soltero, estaba encantado de haber llegado a un acuerdo de este tipo, a pesar de no tener apenas nada en común con su huésped, que era un hombre delgado, moreno, con gafas, y con un encorvamiento de espalda que daba la impresión de una auténtica deformidad física. Recuerdo que durante nuestra corta visita encontramos al vicario locuaz, y a su inquilino extrañamente reservado, con expresión triste, y entregado a la introspección; todo el tiempo permaneció sentado con la mirada perdida, aparentemente absorto en sus propios asuntos.
Esos fueron los dos hombres que entraron abruptamente en nuestra sala de estar el martes 16 de marzo, poco después de la hora del desayuno, cuando estábamos fumando juntos y preparándonos para nuestra excursión diaria por los páramos.
—Mr. Holmes —dijo el vicario, con voz agitada—, durante la noche ha ocurrido un suceso de lo más trágico y extraordinario. Es algo de verdad insólito. No podemos sino considerar como un don de la providencia que esté usted aquí en estos momentos, porque en toda Inglaterra no hay un hombre al que necesitemos más.
Clavé en el intruso vicario una mirada poco amistosa; pero Holmes se quitó la pipa de los labios y se irguió en su silla, como un viejo sabueso que oye el grito de “¡Zorro a la vista!” Señaló el sofá con el dedo, y el palpitante vicario, con su agitado compañero, se sentaron en él, uno junto al otro. Mr. Mortimer Tregennis se dominaba más que el sacerdote, pero el crispamiento de sus manos delgadas y el brillo de sus ojos oscuros delataban la emoción que compartía con éste.
—¿Hablo yo, o lo hace usted? —preguntó al vicario.
—Bueno, como parece ser que es usted quien ha hecho el descubrimiento, sea lo que fuere, y el vicario lo sabe todo de segunda mano, quizá será mejor que hable, Mr. Tregennis —dijo Holmes.
Lancé una mirada al vicario, vestido apresuradamente, a su inquilino, sentado junto a él, ataviado con toda formalidad, y me divirtió la sorpresa que había producido en sus rostros la simple deducción de Holmes.
—Quizá será mejor que diga primero unas palabras —dijo el vicario—, y entonces usted mismo juzgará si prefiere escuchar los detalles de Mr. Tregennis, o salir corriendo sin pérdida de tiempo hacia el escenario de tan misterioso suceso. Explicaré, pues, que nuestro amigo aquí presente pasó la velada de ayer en compañía de sus dos hermanos, Owen y George, y en la de su hermana, Brenda, en su casa de Tredannick Wartha, que está cerca de la vieja cruz de piedra de l páramo. Les dejó poco después de las diez, jugando a cartas en torno a la mesa del comedor, de buen humor y con excelente salud. Esta mañana, como es hombre madrugador, ha salido de paseo en esa dirección antes de desayunar, siendo alcanzado por el coche del doctor Richards, quien le ha explicado que acababan de mandarle llamar urgentemente desde Tredannick Wartha. Como es natural, Mr. Mortimer Tregennis ha ido con él. Al llegar a Tredannick Wartha se ha encontrado con un estado de cosas extraordinario. Sus tres hermanos estaban sentados en torno a la mesa, tal como él los había dejado, con las cartas aún extendidas ante ellos y las velas consumidas hasta la base. La hermana estaba reclinada en su silla, muerta, con los dos hermanos sentados a cada lado, riendo, gritando y cantando, con la mente totalmente perturbada. Los tres, la mujer muerta y los dos hombres enloquecidos, tenían en el rostro una expresión de horror desaforado, una convulsión de terror que daba miedo mirarla. No había indicios de la presencia de nadie en la casa, excepto de Mrs. Porter, la vieja cocinera y ama de llaves, que ha declarado que durmió profundamente y no oyó ningún ruido durante la noche. No habían robado ni desordenado nada, y no existe ninguna explicación sobre cuál pudo ser la visión espantosa que mató de pánico a una mujer e hizo perder el juicio a dos hombres fuertes. Esta es, en dos palabras, la situación, Mr. Holmes; si puede ayudarnos a esclarecerla habrá realizado un gran trabajo.
Yo esperaba poder engatusar de algún modo a mi compañero para continuar con la vida tranquila que era el objetivo de nuestro viaje; pero una sola mirada a la expresión intensa de su rostro y a sus cejas contraídas me indicaron lo vano de mi esperanza. Estuvo un rato sentado en silencio, absorbido por el extraño drama que había venido a romper nuestra paz.
—Voy a estudiar el asunto —dijo, por fin—. A primera vista, parece tratarse de un caso excepcional. ¿Ha estado ya allí, Mr. Roundhay?
—No, Mr. Holmes. Mr. Tregennis me lo ha contado todo al volver a la parroquia, y al instante hemos corrido a consultarle a usted.
—¿A qué distancia está la casa donde ocurrió esa singular tragedia?
—A una milla tierra adentro, más o menos.
—En ese caso iremos caminando juntos. Pero, antes de salir, he de hacerle unas pocas preguntas, Mr. Mortimer Tregennis.
El interpelado había permanecido callado todo el tiempo, pero yo había observado que su excitación más controlada era incluso superior a la emoción agresiva del clérigo. Estaba sentado con el rostro pálido y contraído, la mirada ansiosa clavada en Holmes, y sus manos delgadas unidas convulsivamente. Sus labios pálidos habían temblado al escuchar la espantosa experiencia que había vivido su familia, y en sus ojos oscuros parecía reflejarse parte del horror de la escena.
—Pregunte lo que quiera, Mr. Holmes —dijo, anhelante—. Es un tema del que se me hace difícil hablar, pero le contestaré la verdad.
—Hábleme de la noche pasada.
—Verá, Mr. Holmes; cené allí, como le ha dicho el vicario, y mi hermano mayor, George, propuso luego una partida de Whist. Nos sentamos a jugar a eso de las nueve. Eran sobre las diez y cuarto cuando me puse en pie para marcharme. Les dejé en torno a la mesa, le más alegres que imaginarse pueda.
—¿Quién salió a despedirle?
—Mrs. Porter ya se había acostado, así que salí yo solo. Cerré la puerta del vestíbulo desde fuera. La ventana del salón estaba cerrada, aunque no habían echado la cortinilla. Esta mañana no había ningún cambio ni en la puerta ni en la ventana, ni tampoco razón para creer que un desconocido había entrado en la casa. Sin embargo allí estaban, totalmente enloquecidos por el terror, y Brenda muerta de miedo, medio reclinada, con la cabeza colgando sobre el brazo de la butaca. En toda mi vida no lograré borrar de mi memoria la escena que he contemplado es esa habitación.
—Los hechos, tal y como usted los presenta, son sin duda extraordinarios —dijo Holmes—. Supongo que no tendrá ninguna teoría propia capaz de explicarlos.
—Es algo demoníaco. Mr. Holmes; ¡demoníaco! —exclamó Mortimer Tregennis—. No es de este mundo. Algo entró en esa habitación, que apagó de un soplo la luz de la razón que había en sus mentes. ¿Qué fuerza humana podría hacer una cosa así?
—Me temo —replicó Holmes— que si el asunto está por encima de la humanidad, también estará por encima mío. Pero en cualquier caso debemos agotar todas las explicaciones naturales antes de apoyarnos en una teoría como ésta. En cuanto a usted, Mr. Tregennis, parece ser que por alguna razón no estaba muy unido a su familia, ya que ellos vivían juntos y usted tiene habitaciones aparte.
—Cierto, Mr. Holmes, aunque todo está pasado y olvidado. Éramos una familia de mineros de estaño de Redruth que vendimos nuestro negocio a una empresa y nos retiramos con dinero suficiente para vivir. No negaré que hubo, al repartir el dinero, ciertas desavenencias que nos mantuvieron distanciados durante un tiempo; pero todo quedó perdonado y arreglado, y ahora éramos los mejores amigos del mundo.
—Volviendo a la velada que pasaron juntos, ¿no ha quedado nada grabado en su memoria que pudiera arrojar luz sobre la tragedia? Piense despacio, Mr. Tregennis; busque cualquier pista que pueda ayudarme.
—No recuerdo nada en absoluto, señor.
—¿Sus hermanos estaban del humor habitual?
—Nunca les vi mejor.
—¿Estaban nerviosos? ¿En algún momento dieron muestras de aprensión ante un peligro inminente?
—No, nada de eso.
—¿Entonces no tiene nada que agregar que pueda serme útil?
Mortimer Tregennis estuvo unos instantes meditando seriamente.
—Sólo se me ocurre una cosa —dijo por fin—. Cuando nos sentamos a la mesa yo me coloqué de espaldas a la ventana y mi hermano George, que era mi compañero en la partida, de cara a ella. Una vez le vi mirar con atención por encima de mi hombro, así que me di la vuelta y me puse a mirar yo también. La cortinilla estaba levantada y la ventana cerrada, pero pude vislumbrar los arbustos del prado, y por un instante me pareció que algo se movía entre ellos. No podría ni siquiera afirmar si era una persona o un animal, sólo sé que había algo allí. Cuando le pregunté a George qué estaba mirando, me comentó que él había tenido la misma sensación. Eso es todo cuanto puedo decirle.
—¿No investigaron?
—No; no nos pareció importante.
—Así que les dejó sin ninguna premonición de la desgracia.
—Ninguna en absoluto.
—No acabo de comprender cómo se ha enterado de la noticia esta mañana temprano.
—Soy muy madrugador, y suelo dar un paseo antes del desayuno. Esta mañana, acababa de salir cuando el doctor me ha alcanzado en su coche. Me ha dicho que la vieja Mrs. Porter le había enviado un chico con un mensaje urgente. He subido de un salto al vehículo y hemos seguido el viaje. Al llegar, hemos entrado en esa estancia espantosa. Las velas y el fuego del hogar debían haberse apagado hacía horas, y ellos habían permanecido sentados en la oscuridad hasta romper el día. El doctor ha dicho que Brenda llevaba muerta por lo menos seis horas. No había señales de violencia. Estaba caída sobre el brazo de su butaca, con aquella expresión en el rostro. George y Owen estaban cantando fragmentos de canciones y gesticulando como dos grandes simios. ¡Oh, qué visión tan horrible! Yo no he podido soportarlo, y el doctor estaba tan blanco como el papel. Incluso se ha desplomado en una silla, como en una especia de desmayo, y casi hemos tenido que atenderle a él también.
¡Extraordinario! ¡Realmente extraordinario! —dijo Holmes, levantándose y asiendo su sombrero—. Creo que quizá lo mejor será ir a Tredannick Wartha sin más dilatación. Confieso que rara vez me he enfrentado con un caso que a primera vista presentara un problema más singular.
Nuestras primeras gestiones no sirvieron apenas para avanzar en la investigación. Pero de todos modos la mañana estuvo marcada, en su mismo inicio, por un incidente que produjo en mi ánimo la más siniestra impresión. Se acerca uno al lugar de la tragedia por un sendero campestre estrecho y serpenteante. Caminábamos por él cuando oímos el traqueteo de un coche que venía hacia nosotros, y nos hicimos a un lado para dejarle paso. Al cruzarse con nosotros pude entrever por la ventanilla cerrada un rostro horriblemente contorsionado y sonriente que se nos quedaba mirando. Aquellos ojos desorbitados y brillantes, y aquellos dientes que rechinaban pasaron junto a nosotros como una visión espantosa.
—¡Mis hermanos! —exclamó Mortimer Tregennis, lívido hasta los labios—. Se los llevan a Helston.
Nos volvimos para mirar el negro carruaje, que se alejaba dando tumbos. Luego dirigimos nuestros pasos hacia aquella casa malhadada donde les había sorprendido su extraña suerte.
Era una morada espaciosa y llena de luz, más mansión que simple casa de campo, con un jardín de considerable extensión que, con el aire de Cornualles, abundaba ya en flores primaverales. A este jardín se abría la ventana del salón, y, según Mortimer Tregennis, era por allí por donde tenía que haberse acercado el ser maléfico que en un instante, mediante el horror puro, había hecho estallar sus mentes. Holmes caminó despacio y pensativo por entre los tiestos de flores y por el sendero que conducía al porche. Tan absorto estaba en sus pensamientos, que recuerdo que tropezó contra la regadera, derramó su contenido e inundó nuestros pies y también el sendero del jardín. Ya en la casa salió a recibirnos la anciana ama de llaves cornualles, Mrs. Porter, que con la ayuda de una muchacha joven atendía a las necesidades de la familia. Respondió de buen grado a todas las preguntas de Holmes. No había oído nada durante la noche. Últimamente sus amos habían estado de un humor estupendo, y nunca les había visto tan alegres y prósperos. Se había desmayado de espanto al entrar por la mañana en la estancia y ver aquella reunión espantosa alrededor de la mesa. Tras recuperarse había abierto la ventana de par en par para que pasara el aire, y había ido corriendo hasta el camino principal, desde donde había enviado a un joven granjero en busca del médico. La señorita estaba arriba en su cama, si deseábamos verla. Habían sido necesarios cuatro hombres fuertes para meter a los hermanos en el coche del manicomio. Ella no pensaba permanecer en la casa ni un día más; aquella misma tarde se iría a St. Ives, para reunirse con su familia.
Subimos la escalera y examinamos el cadáver. Miss Brenda Tregennis había sido una muchacha muy bonita, aunque ahora ya había entrado en la madurez. Su rostro de tez oscura y rasgos bien dibujados era hermoso, incluso muerta, aunque aún se adivinaba en él algo de aquella convulsión de horror que había sido su última emoción humana. Desde su dormitorio bajamos al salón donde había ocurrido la extraña tragedia. En la chimenea se apiñaban las cenizas carbonizadas del fuego de la noche. Seguían sobre la mesa las cartas, desparramadas en su superficie. Las butacas habían sido colocadas contra la pared, pero todo lo demás había quedado como la víspera. Holmes recorrió la estancia con paso ligero y rápido; se sentó en las diversas sillas, acercándolas a la mesa y reconstruyendo sus posiciones. Comprobó cuanta extensión de jardín se veía desde allí; examinó el suelo, el techo y la chimenea, pero ni una sola vez percibí aquel súbito brillo en sus ojos ni la contracción de los labios que me indicaban que veía un resquicio de luz en la oscuridad.
—¿Por qué fuego? —preguntó una vez—. ¿Lo tenían siempre encendido en las noches primaverales, en una habitación tan pequeña?
Mortimer Tregennis le explicó que la noche era fría y húmeda. Por esa razón habían encendido el fuego después de su llegada.
—¿Qué va a hacer ahora, Mr. Holmes? —preguntó.
Mi amigo sonrió y apoyó su mano en mi brazo, diciendo:
—Creo, Watson, que voy a reanudar esas sesiones de envenenamiento por tabaco que usted ha condenado tan frecuente y justamente. Con su permiso, caballeros, vamos a volver a nuestra casa, porque no me parece que aquí vaya a aparecer nada nuevo digno de atención. Voy a dar vueltas en mi cabeza a todos estos hechos, Mr. Tregennis, y si se me ocurre algo desde luego me pondré en contacto con usted y el vicario. Mientras tanto les deseo muy buenos días.
Hasta pasado un buen rato de nuestro regreso a Poldhu Cottage Holmes no rompió su mutismo completo y ensimismado. Permaneció todo ese rato hecho un ovillo en su sillón, con su rostro macilento y ascético apenas visible en el torbellino azul del humo de su tabaco, las oscuras cejas fruncidas, la frente arrugada y la mirada vacía y perdida. Por fin, dejó a un lado su pipa y se puso en pie de un salto.
—Es inútil, Watson —dijo, con una risotada—. Vayamos a caminar juntos por los acantilados en busca de flechas de pedernal. Es más fácil encontrar eso que una pista en este asunto. Hacer trabajar al cerebro sin suficiente material es como acelerar un motor. Acaba estallando en pedazos. Brisa del mar, sol, y paciencia, Watson; todo se andará.
“Ahora definamos con calma nuestra posición —prosiguió mientras bordeábamos juntos los acantilados—. Agarrémonos con firmeza a lo poquísimo que sabemos, para que cuando aparezcan hechos nuevos seamos capaces de colocarlos en sus lugares correspondientes. En primer lugar, daré por sentado que ninguno de los dos está dispuesto a admitir intrusiones diabólicas en los asuntos humanos. Empecemos por borrar por completo de nuestra mente esa posibilidad. Nos quedan pues tres personas que han sido gravemente lastimadas por un agente humano, consciente o inconsciente. Ese es terreno firme. Bien, ¿y cuándo ocurrió eso? Evidentemente, y suponiendo que su relato sea cierto, muy poco después de que Mr. Mortimer Tregennis abandonase la estancia. Ese es un punto muy importante. Hay que presumir que fue sólo unos minutos después. Las cartas aún estaban sobre la mesa. Era ya más tarde de la hora en que solían acostarse, y sin embargo no habían cambiado de posición ni apartado las sillas para levantarse. Repito, pues, que lo que fuera ocurrió inmediatamente después de su marcha, y no después de las once de la noche.
“El siguiente paso obligado es comprobar, dentro de lo posible, los movimientos de Mortimer Tregennis después de abandonar la estancia. No es nada difícil y parecen estar por encima de toda sospecha. Conociendo como conoce mis métodos, habrá advertido, sin duda, la burda estratagema de la regadora, mediante la cual he obtenido una impresión de las huellas de sus pies, más clara que la que habría podido conseguir de otro modo. En el sendero húmedo y arenoso se han dibujado admirablemente. La noche pasada también había humedad, como recordará, y no era difícil, tras obtener un botón de muestra, distinguir sus pisadas entre otras y seguir sus movimientos. Parece que se alejó rápidamente en dirección de la vicaría.
“Si Mortimer Tregennis había desaparecido de la escena, y alguna persona afectó desde el exterior a los jugadores de cartas, ¿cómo podemos reconstruir a esa persona, y cómo es que infundió en ellos tal sentimiento de horror? Podemos eliminar a Mrs. Porter. Se ve que es inofensiva. ¿Hay alguna evidencia de que alguien se encaramó a la ventana del jardín y de un modo u otro produjo a quienes la vieron un efecto tan terrorífico que les hizo perder la razón? La única sugerencia es esa dirección fue expresada por el mismo Mortimer Tregennis, que afirma que su hermano habló de cierto movimiento en el jardín. Eso es realmente extraño, ya que la noche estaba lluviosa, encapotada y oscura. Cualquiera que tuviera el propósito de asustar a esas personas estaría obligado a aplastar su cara contra el cristal antes de ser visto. Hay un parterre de flores de tres pies fuera de la ventana, y sin embargo no hay en él ni la sombra de una huella. De modo que es difícil imaginar cómo alguien ajeno a la familia pudo producir en los tres hermanos una impresión tan terrible; y por otra parte no hemos hallado ningún móvil para una agresión tan rara y complicada. ¿Se da cuenta de nuestras dificultades, Watson?
—Demasiado bien —respondí, con convicción.
—Y sin embargo, con un poco más de material, quizá demostremos que no son insuperables —dijo Holmes—. Me imagino que entre nuestros abundantes archivos, Watson, encontraríamos algunos casos casi tan oscuros como éste. Mientras tanto, dejaremos el asunto a un lado hasta que consigamos datos más concretos, y consagraremos el resto de la mañana a la persecución del hombre neolítico.
Quizá haya hablado ya del poder de abstracción mental de mi amigo, pero nunca me maravilló tanto como aquella mañana primaveral en Cornualles, cuando se pasó dos horas platicando sobre celtas, puntas de flechas y restos diversos, con tanta despreocupación como si no hubiera un misterio siniestro esperando a ser resuelto. Fue al regresar a casa por la tarde y encontrar a un visitante aguardándonos, cuando nuestras mentes volvieron a concentrarse en el asunto pendiente. Ninguno de los dos necesitamos que nadie nos dijera quién era nuestro visitante. Aquel cuerpo imponente, aquel rostro agrietado y lleno de costurones, de ojos llameantes y nariz de halcón, aquel cabello encrespado que casi rozacepillaba el techo de nuestra casa, aquella barba dorada en las puntas y blanca junto a los labios, salvo por la mancha de nicotina de su cigarrillo perpetuo, aquellos rasgos, en suma, eran tan conocidos en Londres como en África, y sólo podían asociarse con la tremenda personalidad del doctor Leon Sterndale, el gran explorador y cazador de leones.
Habíamos oído hablar de su presencia en la región, y en una o dos ocasiones habíamos percibido su alta silueta en los caminos de los páramos. Sin embargo, ni él hizo nada por trabar conocimiento con nosotros, ni a nosotros se nos había ocurrido trabarlo con él, ya que era del dominio público que era su amor por el recogimiento lo que le impulsaba a pasar la mayor parte de sus intervalos entre una expedición y otra en un pequeño bungalow sepultado en el solitario bosque de Beauchamp Arriance. Allí, con sus libros y sus mapas, llevaba una existencia totalmente solitaria, atendiendo él mismo a sus sencillas necesidades, y prestando en apariencia poca atención a los asuntos de sus vecinos. Así que fue una sorpresa para mí oírle preguntar a Holmes con voz anhelante si había algo en su reconstrucción del misterioso episodio.
—La policía del condado está totalmente perdida —dijo—; pero quizá su vasta experiencia le haya sugerido alguna explicación verosímil. Mi único derecho a reclamar su confianza es que durante mis muchas residencias aquí he llegado a conocer muy bien a la familia Tregennis (en realidad, podría llamarles primos por línea materna) y su extraño final me ha causado, como es natural, un gran impacto.
“Estaba ya en Plymouth, camino de África, pero me he enterado de la noticia esta mañana y he venido sin pérdida de tiempo para ayudar en la investigación.
Holmes arqueó las cejas.
—¿Y ha perdido el barco por eso?
—Tomaré el próximo.
—¡Caramba, esto sí que es amistad!
—Ya le digo que éramos parientes.
—Sí, sí; primos por parte de madre. ¿Estaba ya su equipaje a bordo?
—Algo de él había, pero la mayor parte estaba en el hotel.
—Comprendo. Pero no creo que el suceso haya sido publicado todavía en los periódicos matutinos de Plymouth.
—No, señor; he recibido un telegrama.
—¿Puedo preguntar de quién?
Una sombra cruzó el demacrado rostro del explorador.
—Es usted muy inquisitivo, Mr. Holmes.
—Es mi trabajo.
Con un esfuerzo, el doctor Sterndale recuperó su enfurruñada compostura.
—No veo objeción para decírselo. Ha sido Mr. Roundhay, el vicario, quién me ha enviado el telegrama que me ha hecho venir.
—Gracias —dijo Holmes—. En respuesta a su original pregunta puedo decirle que aún no tengo la mente clara en relación con el caso, pero abrigo esperanzas de llegar a alguna conclusión. Sería prematuro decir nada más.
—Quizá no le importaría decirme si sus sospechas apuntan en alguna dirección determinada.
—No puedo responder a eso.
—Entonces he perdido el tiempo, y no necesito prolongar mi visita. —El famoso doctor salió de nuestra casa de un patente mal humor, y a los cinco minutos Holmes le siguió.
No volví a verle hasta después del anochecer, cuando volvió con un paso lento y una expresión huraña, que me hicieron comprender que no había progresado mucho en su investigación. Le echó una mirada al telegrama que le aguardaba, y lo tiró al hogar.
—Del hotel de Plymouth, Watson —dijo—. Me ha dado el nombre el vicario, y he telegrafiado para asegurarme de que la historia del doctor Leon Sterndale era cierta. Parece ser que en efecto ha pasado la noche allí, y que ha dejado parte de su equipaje camino a África, y ha vuelto para estar presente en la investigación. ¿Que opina, Watson?
—Que está vivamente interesado.
—Vivamente interesado, sí. Hay en esto un hilo, que aún no hemos sabido encontrar, y que nos guiaría por esta maraña. Anímese, Watson, porque estoy convencido de que aún no ha caído en nuestras manos todo el material necesario. Cuando eso suceda, pronto quedarán atrás nuestras dificultades.
Poco sabía yo entonces lo pronto que se harían realidad las palabras de Holmes, y lo extraño y siniestro que sería el acontecimiento inminente que había de abrir ante nosotros una nueva línea de investigación. A la mañana siguiente, me estaba afeitando junto a la ventana, cuando oí ruido de cascos y, al levantar la vista, vi un dogcart que se acercaba a todo galope por la senda. Se detuvo delante de nuestra puerta, y nuestro amigo el vicario se apeó de él apresuradamente y se acercó corriendo por el sendero de nuestro jardín. Holmes ya estaba vestido, y ambos salimos prestos a recibirle.
Nuestro visitante estaba tan excitado que apenas podía articular palabra, pero por fin, entre jadeos y estallidos, salió la trágica historia de sus labios.
—¡Estamos poseídos por el diablo, Mr. Holmes! ¡Mi pobre parroquia está poseída por el diablo! —gritó—. ¡El mismísimo Satanás anda suelto por ella! ¡Nos tiene en sus manos! —En su agitación iba bailando de un lado para otro, salvándose sólo del ridículo por su rostro ceniciento y sus ojos desorbitados. Por fin nos disparó la terrible noticia.
—Mr. Mortimer Tregennis ha muerto durante la noche, con idénticos síntomas que el resto de su familia.
Holmes se puso en pie de un salto, todo energía en un instante.
—¿Cabríamos los dos en su dogcart?
—Sí.
—Entonces, Watson, tendremos que posponer el desayuno. Mr. Roundhay, estamos a su entera disposición. Deprisa, deprisa, antes de que revuelvan las cosas.
El huésped ocupaba en la vicaría dos habitaciones, situadas una encima de la otra, que formaban una de las esquinas. La de abajo era una amplia sala de estar y la de arriba el dormitorio. Daban a un terreno de croquet que se prolongaba hasta las mismas ventanas. Nosotros llegamos antes que el médico y la policía, así que todo estaba intacto. Permítaseme describir la escena tal y como la vimos aquella mañana de marzo envuelta en bruma. Ha dejado una impresión imborrable en mi memoria.
La atmósfera en la estancia era de asfixia horrible y deprimente. La criada que entró primero abrió la ventana, de lo contrario aún habría sido más intolerable. Aquel ahogo podía deberse en parte a que en la mesa central había una lamparilla ardiendo y humeando. Junto a ella estaba sentado el muerto, apoyado en su silla, con la escueta barba proyectada hacia fuera, los lentes subidos a la frente y el rostro, enjuto y moreno, vuelto hacia la ventana y convulsionando por el mismo rictus de terror que había marcado los rasgos de su difunta hermana. Tenía los miembros contorsionados y los dedos retorcidos como si hubiera muerto en un auténtico paroxismo de miedo. Estaba totalmente vestido, aunque algunos indicios mostraban que lo había hecho con prisas. Sabíamos ya que había dormido en su cama y que le había sobrevenido su trágica muerte a primera hora de la mañana.
Podía adivinarse la energía al rojo vivo que se ocultaba debajo del exterior flemático de Holmes, con sólo observar el cambio brusco que se operaba en él al entrar en el fatal apartamento. En un instante se puso tenso y alerta, con los ojos brillantes, el rostro rígido y los miembros temblando de actividad febril. Salió al césped, entró por la ventana, recorrió la sala de estar y subió al dormitorio, como el osado sabueso registra la madriguera. Dio un rápido vistazo por el dormitorio y acabó de abrir la ventana, lo que pareció proporcionarle un nuevo motivo de excitación, ya que se asomó a ella con sonoras exclamaciones de interés y júbilo. A continuación bajó la escalera apresuradamente, salió por la ventana abierta, se tiró boca abajo en el césped, se puso en pie de un salto y volvió a entrar en la estancia, todo ello con la energía de un cazador que le pisa los talones a la pieza. Examinó la lamparilla, que era de las corrientes, con minucioso cuidado y tomando ciertas medidas en su depósito. Hizo, con su lupa, un puntilloso escrutinio de la pantalla de talco que recubría la parte superior de la misma, y rascó algunas cenizas que había adheridas a su superficie, poniendo algunas de ellas en un sobre, que acto seguido se guardó en su cuaderno de bolsillo. Por fin, en el momento en que hacían su aparición el médico y la policía oficial, llamó aparte al vicario y salimos los tres al césped.
—Me complace decirles que mi investigación no ha sido del todo estéril —comentó—. No puedo quedarme para discutir el asunto con la policía, pero le agradeceré mucho, Mr. Roundhay, que le presente mis saludos al inspector y dirija su atención hacia la ventana del dormitorio y la lamparilla de la sala de estar. Son sugerentes, por separado, y juntas casi concluyentes. Si la policía necesita más información, me sentiré muy honrado de recibirles en mi casa. Y ahora, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en otro lugar.
Quizá a la policía le molestara la intrusión de un aficionado, o quizá imaginase haber encontrado por sí sola una esperanzadora línea de investigación; el caso es que nada supimos de ella en los dos días siguientes. Durante los mismos, Holmes pasó una parte de su tiempo en casa, fumando y ensimismado, pero una parte mucho mayor la consagró a dar largos paseos por el campo, siempre solo, regresando después de muchas horas sin comentar dónde había estado. Un experimento me sirvió para comprender su línea de investigación.
Se había comprado una lamparilla idéntica a la que ardía en el dormitorio de Mortimer Tregennis la mañana de la tragedia. La llenó con el mismo aceite que se utilizaba en la vicaría, y cronometró con exactitud el tiempo que tardaba en consumirse. También realizó otro experimento de cariz más desagradable, que no creo que consiga olvidar nunca.
—Observará, Watson —comentó una tarde— que sólo hay un punto común de similitud entre los distintos informes que nos han llegado. Se trata del efecto producido por la atmósfera de ambas estancias en las personas que primero entraron en ellas. Recordará que Mortimer Tregennis, al describir el episodio de su última visita a casa de sus hermanos, nos contó que el doctor se desplomó sobre una silla al entrar al salón. ¿Lo había olvidado? Bueno, pues yo le aseguro que ocurrió así. Recordará también que Mrs. Porter, el ama de llaves, nos dijo que había desfallecido al entrar en la estancia y luego había abierto la ventana. En nuestro segundo caso (el de Mortimer Tregennis), no puede haber olvidado la terrible sensación de asfixia que producía el aposento cuando llegamos nosotros, a pesar de que la criada había abierto la ventana. Esa misma criada, según averigüé luego, se había encontrado tan mal que había tenido que acostarse. Admitirá, Watson, que todos estos hechos son muy sugerentes. En ambos casos tenemos evidencias de una atmósfera envenenada. En ambos casos también, tenemos una combustión en la sala: un fuego en el primero, y una lamparilla en el segundo. El fuego había sido necesario, pero la lamparilla fue encendida (como demostrará una comparación con el aceite consumido) mucho después del alba. ¿Por qué? Sin duda porque existe una relación entre las tres cosas; la combustión, la atmósfera asfixiante y la muerte o locura de esos desdichados. Eso está claro, ¿no?
—Así parece.
—Por lo menos podemos aceptarlo como una hipótesis probable. Supongamos, pues, que en ambos casos quemaron algo que produjo una atmósfera de extraños efectos tóxicos. Muy bien. En el salón de los hermanos Tregennis esa sustancia fue colocada en la chimenea. La ventana estaba cerrada, pero como es natural, parte del humo se perdió por el cañón de la chimenea. De ahí que los efectos del veneno quedasen más atenuados que en el otro caso, donde era más difícil que se escaparan los vapores. El resultado parece indicar que fue así, ya que en el primer caso la mujer, que presumiblemente tenía un organismo más sensible, fue la única que murió, siendo los otros presa de esa demencia pasajera o permanente que es, sin duda, el primer efecto de la droga. En el segundo caso el resultado fue completo. De modo que los hechos parecen corroborar la teoría del veneno activado por combustión.
“Con este hilo de razonamiento en mente registré la habitación de Mortimer Tregennis, buscando restos de la sustancia venenosa. El lugar más obvio era la pantalla o guardahumos de la lamparilla. Allí, como era de esperar, vi cierto número de cenizas escamosas, y alrededor de los bordes una orla de polvo amarronado que aún no se había consumido. Como sin duda observó, me guardé en un sobre la mitad de esas cenizas.
—¿Por qué la mitad, Holmes?
—Mi querido Watson, no soy quién para interponerme en el camino de la policía oficial. Les dejo la misma evidencia que encontré yo. El veneno quedó en el talco, si fueron lo bastante sagaces para encontrarlo. Y ahora, Watson, encendamos nuestra lamparilla, aunque tomaremos la precaución de abrir antes la ventana, para evitar la defunción precoz de dos meritorios miembros de la sociedad; usted se sentará en un sillón, cerca de la ventana abierta a no ser que, como persona sensata, decida que no tiene nada que ver con este asunto. ¡Oh! ¿Así que quiere ver qué pasa? Sabía que conocía bien a mi Watson. Colocaré esta silla frente a la suya, de forma que quedemos a la misma distancia del veneno, cara a cara. Dejaremos la puerta entreabierta. Ahora estamos ambos en una posición que nos permite vigilar al otro e interrumpir el experimento si los síntomas nos parecen alarmantes. ¿Está todo claro? Bien. Entonces, sacaré el polvillo, o lo que queda de él, del sobre, y lo dejaré encima de la lamparilla encendida. ¡Así! Ahora, Watson, sentémonos y esperemos acontecimientos.
No tardaron en producirse. Apenas me había arrellanado en mi asiento, cuando llegó hasta mí un olor intenso, almizcleño, sutil y nauseabundo. A la primera bocanada mi cerebro y mi imaginación perdieron por completo el control. Ante mis ojos se arremolinó una nube densa y negra, y mi mente me dijo que en aquella nube, aún imperceptible, pero dispuesto a saltar sobre mis sentidos consternados, se ocultaba, al acecho, todo cuanto había en el universo de vagamente horrible, monstruoso e inconcebiblemente perverso. Había formas imprecisas arremolinándose y nadando en el oscuro banco de nubes, todas ellas amenazas y advertencias de algo que iba a ocurrir, del advenimiento en el umbral de un morador inefable, cuya sola sombra haría estallar mi alma. Se apoderó de mí un terror glacial. Sentía que el pelo se me erizaba, los ojos se me salían de las órbitas, la boca se me abría y la lengua se me ponía como el cuero. Tenía tal torbellino en mi mente que sabía que algo iba a estallar. Intenté gritar, y tuve una vaga conciencia de un gruñido ronco, que era mi propia voz, pero que sonaba distante e independiente de mí. En aquel momento, al hacer un débil esfuerzo por escapar, mi vista se abrió paso en aquella nube de desesperanza, y se posó un instante en la cara de Holmes, blanca, rígida, y contraída de horror: la misma expresión de que había visto en los rasgos de los fallecidos. Fue aquella visión lo que me proporcionó unos segundos de cordura y fuerza. Salí disparado de mi asiento, rodeé a Holmes con los brazos y juntos franqueamos, dando tumbos, la puerta; al instante siguiente nos habíamos dejado caer sobre el césped y yacíamos uno junto al otro, conscientes sólo de los gloriosos rayos solares que se filtraban bruscamente a través de la demoníaca nube de terror que nos había envuelto. Esta última se fue levantando de nuestras almas, igual que la niebla del paisaje, hasta que regresaron la paz y la razón, y nos sentamos en la hierba, enjugándonos las frentes pegajosas, y escudriñándonos el uno al otro, para descubrir, con temor, las últimas huellas de la terrible experiencia que acabábamos de vivir.
—¡Por todos los cielos, Watson! —dijo Holmes por fin, con voz insegura—; le debo mi agradecimiento y también una disculpa. Era un experimento injustificado incluso para mí solo, así que doblemente para un amigo. Le aseguro que lo siento de veras.
—Ya sabe —respondí, algo emocionado, porque hasta entonces Holmes nunca me había dejado entrever tanto su corazón—, que es para mí una alegría y un gran privilegio ayudarle.
En seguida volvió a encauzarse en la vena mitad humorística y mitad cínica que constituía su actitud habitual con quienes le rodeaban, y dijo:
—Sería superfluo hacernos enloquecer, mi querido Watson. Cualquier observador cándido declararía sin duda ninguna que ya lo estábamos antes de embarcarnos en un experimento tan irracional. Confieso que no imaginaba que sus efectos fueran tan repentinos y graves. —Entró a toda prisa en la casa, y apareció de nuevo sujetando la lamparilla, que aún quemaba, con el brazo extendido, y la tiró a un zarzal—. Hemos de esperar un poco a que se ventile la habitación. Supongo, Watson, que no le quedará ni una sombra de duda sobre cómo se produjeron las tragedias.
—Ninguna en absoluto.
—Pero el móvil sigue siendo tan oscuro como antes. Vayamos hasta esa glorieta y discutamos juntos el asunto. Ese preparado infernal parece estar aún metido en mi garganta. Creo que hemos de admitir que toda la evidencia apunta hacia Mortimer Tregennis, el cual podría haber sido el criminal en la primera tragedia y la víctima en la segunda. Debemos recordar, en primer lugar, que existe una historia de pelea familiar, con reconciliación posterior, aunque ignoramos hasta qué punto fue cruda la pelea o superficial la reconciliación. Cuando pienso en Mortimer Tregennis, con su cara de zorro y sus ojillos astutos y brillantes agazapados detrás de sus gafas, no veo en él a un hombre predispuesto a perdonar. En segundo lugar, tengamos presente que esa idea de que había algo moviéndose en el jardín, que distrajo de momento nuestra atención de la auténtica causa de la tragedia, surgió de él. Tenía un motivo para desorientarnos. Y por último, si no fue él quien echó esa sustancia al fuego en el momento de abandonar la estancia, ¿quien lo hizo? El suceso ocurrió inmediatamente después de su marcha. Si hubiera entrado alguna otra persona, sin duda la familia se habría levantado de la mesa. Y además, en el pacífico Cornualles no llegan visitas pasadas las diez de la noche. Así que podemos afirmar que todas nuestras evidencias señalan a Mortimer Tregennis como culpable.
—¡Entonces su muerte fue un suicidio!
—Bueno, Watson, a primera vista no es una suposición absurda. Un hombre sobre cuya alma pesaba el haber condenado a su familia a un final como éste podría, llevado por el remordimiento, infligirse ese final a sí mismo. Sin embargo, existen poderosas razones en contra. Por fortuna, hay un hombre en Inglaterra que lo sabe todo, y lo he dispuesto todo para que podamos oír los hechos de sus labios esta misma tarde. ¡Ah! Llega con un poco de adelanto. Le ruego que venga por aquí, doctor Leon Sterndale. Hemos estado realizando dentro un experimento químico, que ha dejado la habitación poco adecuada para la recepción de tan distinguido visitante.
Oí el rechinar de la verja del jardín y apareció en el camino la figura majestuosa del gran explorador de África. Se volvió algo sorprendido hacia la rústica glorieta donde estábamos sentados.
—Me ha hecho llamar, Mr. Holmes. He recibido su nota hará una hora, y aquí me tiene, aunque en realidad no sé por qué he de obedecer a su requerimiento.
—Quizá podamos aclarar ese punto antes de separarnos —dijo Holmes—. Mientras tanto, le agradezco sinceramente su cortés aquiescencia. Discúlpenos por esta recepción informal al aire libre, pero mi amigo Watson y yo hemos estado a punto de aportar nuevo material para un nuevo capítulo de lo que los periódicos llaman el “Horror de Cornualles”, y de momento preferimos una atmósfera limpia. Quizá, ya que los asuntos que tenemos que discutir le afectan personalmente y de forma muy íntima, será mejor que hablemos donde no puedan oírnos.
El explorador se apartó el cigarro de los labios y miró a mi compañero con severidad.
—No acabo de comprender, señor —dijo—, de qué puede tener que hablarme que me afecte personalmente y de forma muy íntima.
—Del asesinato de Mortimer Tregennis —dijo Holmes.
Por un momento deseé estar armado. La cara fiera de Sterndale se tornó purpúrea, sus ojos centellearon y sus venas, agarrotadas y apasionadas, se le abultaron en la frente, mientras daba un salto adelante, hacia mi amigo, con los puños cerrados. Entonces se detuvo y con un esfuerzo violento adoptó una actitud de calma fría y rígida, que quizá presagiaba más peligro que su vehemente arrebato.
—He vivido tanto tiempo entre salvajes y fuera de la ley —dijo—, que me he acostumbrado a hacerme la ley yo mismo. Le suplico, Mr. Holmes, que no lo olvide, porque no deseo causarle ningún daño.
—Tampoco yo tengo deseos de causarle daño a usted, Dr. Sterndale. La mejor prueba de ello está en que, sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted y no a la policía.
Sterndale se sentó jadeante, intimidado quizá por primera vez en su aventurera vida. En las maneras de Holmes había una serena afirmación de fuerza, a la que no podía uno sustraerse. Nuestro visitante estuvo unos instantes balbuceando, cerrando y abriendo las manazas con agitación.
—¿Qué quiere decir? —preguntó por fin—. Si es un farol, Mr. Holmes, ha escogido al hombre equivocado para su experimento. Dejémonos ya de andarnos por las ramas. ¿Qué quiere decir?
—Voy a decírselo —respondió Holmes— y la razón por la que se lo digo es que espero que la franqueza engendre franqueza. Mi próximo paso dependerá por entero de la naturaleza de su defensa.
—¿Mi defensa?
—Sí, señor.
—¿Mi defensa contra qué?
—Contra la acusación de haber asesinado a Mortimer Tregennis.
Sterndale se secó la frente con el pañuelo.
—Por vida mía, está usted progresando —dijo—. ¿Dependen todos sus éxitos de su prodigiosa capacidad para farolear?
—Es usted —dijo Holmes, con tono severo— quien está faroleando, doctor Sterndale, no yo. Como prueba le expondré algunos de los hechos sobre los que se basan mis conclusiones. De su regreso desde Plymouth, dejando que gran parte de sus pertenencias zarparan sin usted rumbo a África, diré tan sólo que fue lo primero que me hizo comprender que era usted uno de los factores a tener en cuenta en la reconstrucción de este drama...
—Volví...
—He escuchado sus razones y me parecen fútiles y poco convincentes. Pero pasemos eso por alto. Vino aquí a preguntarme de quién sospechaba. Me negué a contestar. A continuación, fue a la vicaría, estuvo un rato esperando fuera, y por fin volvió a su casa.
—¿Cómo lo sabe?
—Le seguí.
—No vi a nadie.
—Eso es lo que le sucederá siempre que sea yo quien le siga. Pasó en su casa una noche inquieta, y fraguó cierto plan, que puso en práctica a primera hora de la mañana. Abandonó su morada al alba y se llenó el bolsillo de una gravilla rojiza que había amontonada junto a su puerta.
Sterndale dio un respingo violento y miró atónito a Holmes.
—Luego recorrió a toda prisa la milla que le separaba de la vicaría. Llevaba, si me permite la observación, el mismo par de zapatos de tenis con suela acanalada que calza en este momento. Ya en la vicaría, cruzó la huerta y el seto lateral, saliendo debajo de la ventana del inquilino Tregennis. Era ya pleno día, pero todos dormían en la casa. Se sacó del bolsillo parte de la gravilla, y la lanzó contra la ventana superior.
Sterndale se puso en pie de un salto, y exclamó:
—¡Creo que es usted el mismísimo diablo!
Holmes sonrío al oír el cumplido, y prosiguió.
—Tuvo que tirar dos puñados o quizá tres, antes de que el inquilino saliera por la ventana. Le hizo señal de bajar. Él se vistió apresuradamente y descendió a la sala de estar. Usted entró por la ventana. Sostuvieron una breve entrevista, durante la cual usted estuvo caminando de un lado a otro de la estancia. Luego salió, cerrando la ventana, y se quedó en el césped de fuera fumando un cigarro y observando lo que ocurría. Por fin, tras la muerte de Tregennis, se retiró por donde había venido. Y ahora, doctor Sterndale; ¿cómo justifica esa conducta, y cuales son los motivos por los que actuó como lo hizo? Si miente o trata de jugar conmigo, le aseguro que este asunto pasará a otras manos definitivamente.
A nuestro visitante se le había puesto la cara cenicienta mientras escuchaba las palabras de su acusador. Estuvo un rato sentado meditando, con el rostro oculto entre las manos. Luego, con un súbito gesto impulsivo, se sacó una fotografía del bolsillo superior y la tiró sobre la mesa rústica que teníamos delante.
—Este es mi motivo —dijo.
En ella aparecía el rostro y el busto de una mujer muy hermosa. Holmes se inclinó para verla, y dijo:
—Brenda Tregennis.
—Sí, Brenda Tregennis —repitió nuestro visitante—. La he amado durante años, Y durante años me ha amado ella a mí. Ese es el secreto de mi recogimiento en Cornualles que tanto sorprende a la gente: me ha acercado a la única persona en el mundo que quería de verdad. No podía casarme con ella, porque tengo ya esposa; aunque me abandonó hace años, por culpa de las deplorables leyes inglesas, no puedo divorciarme. Brenda estuvo años esperando. Yo estuve años esperando. Y todo para llegar a este final. —Un terrible sollozo sacudió su corpulenta masa, y se oprimió la garganta con la mano por debajo de su barba moteada. Luego, haciendo un esfuerzo, se dominó y siguió hablando.
—El vicario lo sabía. Era nuestro confidente. Él le diría que Brenda era un ángel bajado a la tierra. Por eso me telegrafió y regresé. ¿Qué me importaban ni mi equipaje ni Africa al enterarme de que la mujer amada había muerto de aquella manera? Ahí tiene la clave que le faltaba para explicar mi acto, Mr. Holmes.
—Prosiga —dijo mi amigo.
El doctor Sterndale se sacó del bolsillo un paquetito de papel y lo depositó sobre la mesa. En el exterior había escrito: “Radix pedis diaboli”, con una etiqueta roja de veneno debajo. Empujó el paquetito hacia mí.
—Tengo entendido que es usted médico, señor. ¿Ha oído hablar alguna vez de este preparado?
—¡Raíz del pie del diablo! No, nunca he oído hablar de él.
—Eso no va en menoscabo de su erudición profesional, porque creo que, exceptuando una muestra en un laboratorio de Buda, no existe ningún otro espécimen en Europa. Todavía no ha tenido acceso ni a la farmacopea ni a los libros de toxicología. Su raíz tiene forma de pie, mitad humano, mitad caprino; de ahí el nombre fantástico que le dio un misionero botánico. Es utilizada como veneno probatorio por los brujos de ciertas regiones del oeste de Africa, que la guardan en secreto. Obtuve este espécimen en circunstancias extraordinarias, en el país de los Ubanghi. —Abrió el papel mientras hablaba, mostrándonos un montoncito de un polvillo parduzco, similar al rapé.
—¿Y bien, señor? —preguntó Holmes con tono grave.
—Voy a contarle lo ocurrido, Mr. Holmes, porque es tanto lo que ya sabe que evidentemente me interesa que lo sepa todo. Ya le he explicado mi relación con la familia Tregennis. Por la hermana era amable con los tres varones. Hubo una pelea por dinero que causó el alejamiento de Mortimer, pero pareció que las cosas se arreglaban y volví a tratarme con él como con los otros. Era un hombre taimado, sutil y calculador, y observé en él algunos detalles que despertaron mis sospechas; pero no tenía motivo para un enfrentamiento.
“Un día, hace un par de semanas, vino a visitarme y le mostré algunas de mis curiosidades africanas. Entre otras, le enseñé este polvillo y le hablé de sus extrañas propiedades, de cómo estimula los centros cerebrales que controlan la emoción del miedo y cómo la muerte o la locura es la suerte que corre el infortunado indígena que es sometido a un juicio probatorio por el sacerdote de la tribu. Le conté también lo impotente que es la ciencia europea para detectarlo. No puedo decirles de qué forma se lo apropió porque no salí de la estancia; pero no hay duda de que mientras yo estaba abriendo armarios y encorvándome sobre cajas, se las ingenió para sustraer parte de la raíz del pie del diablo. Recuerdo bien que me acosó a preguntas relativas a la cantidad y tiempo necesarios para que surtiese efecto, pero ni por un instante imaginé que pudiera tener razones personales para querer saber todo aquello.
“No pensé más en el asunto hasta recibir en Plymouth el telegrama del vicario. El rufián pensaba que yo estaría mar adentro antes de que se publicase la noticia, y que permanecería años perdido en África. Pero volví en seguida. Desde luego, no pude escuchar los detalles sin quedar convencido de que se había utilizado mi veneno. Vine a verle de rondón, por si se le había ocurrido cualquier otra explicación. Pero no podía haberla. Sabía que Mortimer Tregennis era el asesino; que por dinero, y quizá con la idea de que si los demás miembros de su familia enloquecían se convertiría en el único administrador de sus bienes conjuntos, había usado contra ellos el polvo del pie del diablo, causando la demencia de dos de ellos, y la muerte de su hermana Brenda, el único ser humano al que he amado y que me ha correspondido. Ese era su crimen; ¿cuál había de ser su castigo?
“¿Debía recurrir a la justicia? ¿Dónde estaban mis pruebas? Sabía que los hechos eran ciertos, ¿pero lograría hacer creer aquella historia fantástica a un jurado de campesinos? Quizá sí y quizá no; y no podía permitirme fracasar. Mi alma clamaba venganza. Ya le he dicho antes, Mr. Holmes, que he pasado gran parte de mi vida fuera de la ley, y que he acabado por hacérmela yo a mi manera. Y eso fue lo que hice esta vez. Decidí que debía compartir el destino que había infligido a otros. O eso, o le ajusticiaría con mis propias manos. En toda Inglaterra no hay en estos momentos un solo hombre que le tenga menos aprecio a su existencia que yo a la mía.
“Ahora ya sabe todo. Usted mismo ha explicado el resto. Como ha dicho, tras una noche sin descanso, salí por la mañana temprano de mi casa. Preví la dificultad de despertarle, así que recogí grava del montón que ha mencionado, y la utilicé para tirarla contra la ventana. Él bajó y me dio entrada por la ventana de la sala de estar. Le expuse su crimen y le dije que venía como juez y como verdugo. El desdichado se hundió paralizado en una silla al ver mi revólver. Encendí la lamparilla, puse el polvillo sobre ella y permanecí junto a la ventana, dispuesto a cumplir mi amenaza de disparar si trataba de abandonar la estancia. Murió a los cinco minutos. ¡Dios mío! ¡Y cómo murió! Pero mi corazón fue de piedra, porque no soportó nada que mi amada Brenda no hubiera sentido antes que él. Esa es mi historia, Mr. Holmes. Quizá si amase a alguna mujer habría hecho lo mismo. En cualquier caso, estoy en sus manos. Puede dar los pasos que le plazca. Como ya le he dicho, no hay ningún ser viviente que pueda temer menos a la muerte que yo.
Holmes permaneció un rato sentado en silencio.
—¿Qué planes tenía? —preguntó, por fin.
—Tenía la intención de sepultarme en el centro de África. Mi trabajo allí está a medio acabar.
—Vaya a acabarlo —dijo Holmes—. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo.
El doctor Sterndale irguió su figura gigantesca, hizo una grave reverencia, y se alejó de la glorieta. Holmes encendió su pipa y me alargó su tabaquera, diciendo:
—No nos vendrán mal, para variar, unos vapores que no sean venenosos. Creo que estará de acuerdo, mi querido Watson, en que no es éste un caso en el que tengamos que interferir. Nuestra investigación ha sido independiente, y también lo serán nuestras acciones. ¿Va usted a denunciar a ese hombre?.
—Por supuesto que no —respondí.
—Nunca he amado, Watson, pero supongo que si lo hubiese hecho y el objeto de mi amor hubiera tenido un final como éste, habría actuado igual que nuestro ilegal cazador de leones. ¿Quién sabe? Bueno, Watson, no ofenderé a su inteligencia explicándole lo que ya es obvio. La gravilla en el alféizar de la ventana fue, desde luego, el punto de partida de mis pesquisas. No había nada que encajara con ella en el jardín de la vicaría. Sólo cuando el doctor Sterndale y su casa atrajeron mi atención di con el complemento que me faltaba. La lamparilla encendida en pleno día y los restos del polvillo en la pantalla fueron eslabones sucesivos de una cadena bastante clara. Y ahora, mi querido Watson, creo que podemos borrar este caso de nuestras memorias y reanudar con la conciencia limpia el estudio de esas raíces caldeas que sin duda encontraremos en la ramificación de Cornualles de la fantástica lengua céltica.


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La aventura de la diadema de berilos

La aventura de
la diadema de berilos

Arthur Conan Doyle


–– Holmes ––dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador––, por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le deje salir solo!
Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me había llamado la atención.
Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba ybajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las más extraordinarias contorsiones.
––¿Qué demonios puede pasarle? ––pregunté––. Está mirando los números de las casas.
––Me parece que viene aquí ––dijo Holmes, frotándose las manos.
––¿Aquí?
––Sí, y yo diría que viene a consultarme profesionalmente. Creo reconocer los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo dije? ––mientras Holmes hablaba, el hombre, jadeando y resoplando, llegó corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla hasta que las llamadas resonaron en toda la casa.
Unos instantes después estaba ya en nuestra habitación, todavía resoplando y gesticulando, pero con una expresión tan intensa de dolor y desesperación en los ojos que nuestras sonrisas se trasformaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato fue incapaz de articular una palabra, y siguió oscilando de un lado a otro y tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites de la razón. De pronto, se puso en pie de un salto y se golpeó la cabeza contra la pared con tal fuerza que tuvimos que correr en su ayuda y arrastrarlo al centro de la habitación. Sherlock Holmes le empujó hacia una butaca y se sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y procurando tranquilizarlo con la charla suave y acariciadora que tan bien sabía emplear y que tan excelentes resultados le había dado en otras ocasiones.
––Ha venido usted a contarme su historia, ¿no es así? ––decía––. Ha venido con tanta prisa que está fatigado. Por favor, aguarde hasta haberse recuperado y entonces tendré mucho gusto en considerar cualquier pequeño problema que tenga a bien plantearme.
El hombre permaneció sentado algo más de un minuto con el pecho agitado, luchando contra sus emociones. Por fin, se pasó un pañuelo por la frente, apretó los labios y volvió el rostro hacia nosotros.
––¿Verdad que me han tomado por un loco? ––dijo.
––Se nota que tiene usted algún gran apuro ––respondió Holmes.
––¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro que me tiene totalmente trastornada la razón, una desgracia inesperada y terrible! Podría haber soportado la deshonra pública, aunque mi reputación ha sido siempre intachable. Y una desgracia privada puede ocurrirle a cualquiera. Pero las dos cosas juntas, y de una manera tan espantosa, han conseguido destrozarme hasta el alma. Y además no soy yo solo. Esto afectará a los más altos personajes del país, a menos que se le encuentre una salida a este horrible asunto.
––Serénese, por favor ––dijo Holmes––, y explíqueme con claridad quién es usted y qué le ha ocurrido.
––Es posible que mi nombre les resulte familiar ––respondió nuestro visitante––. Soy Alexander Holder, de la firma bancaria Holder & Stevenson, de Threadneedle Street.
Efectivamente, conocíamos bien aquel nombre, perteneciente al socio más antiguo del segundo banco más importante de la City de Londres. ¿Qué podía haber ocurrido para que uno de los ciudadanos más prominentes de Londres quedara reducido a aquella patética condición? Aguardamos llenos de curiosidad hasta que, con un nuevo esfuerzo, reunió fuerzas para contar su historia.
––Opino que el tiempo es oro ––dijo––, y por eso vine corriendo en cuanto el inspector de policía sugirió que procurara obtener su cooperación. He venido en Metro hasta Baker Street, y he tenido que correr desde la estación porque los coches van muy despacio con esta nieve. Por eso me he quedado sin aliento, ya que no estoy acostumbrado a hacer ejercicio. Ahora ya me siento mejor y le expondré los hechos del modo más breve y más claro que me sea posible.
»Naturalmente, ustedes ya saben que para la buena marcha de una empresa bancaria, tan importante es saber invertir provechosamente nuestros fondos como ampliar nuestra clientela y el número de depositarios. Uno de los sistemas más lucrativos de invertir dinero es en forma de préstamos, cuando la garantía no ofrece dudas. En los últimos años hemos hecho muchas operaciones de esta clase, y son muchas las familias de la aristocracia a las que hemos adelantado grandes sumas de dinero, con la garantía de sus cuadros, bibliotecas o vajillas de plata.
»Ayer por la mañana, me encontraba en mi despacho del banco cuando uno de los empleados me trajo una tarjeta. Di un respingo al leer el nombre, que era nada menos que... bueno, quizá sea mejor que no diga más, ni siquiera a usted... Baste con decir que se trata de un nombre conocido en todo el mundo... uno de los nombres más importantes, más nobles, más ilustres de Inglaterra. Me sentí abrumado por el honor e intenté decírselo cuando entró, pero él fue directamente al grano del negocio, con el aire de quien quiere despachar cuanto antes una tarea desagradable.
»––Señor Holder ––dijo––, se me ha informado de que presta usted dinero.
»––La firma lo hace cuando la garantía es buena ––respondí yo.
»––Me es absolutamente imprescindible ––dijo él–– disponer al momento de cincuenta mil libras. Por supuesto, podría obtener una suma diez veces superior a esa insignificancia pidiendo prestado a mis amigos, pero prefiero llevarlo como una operación comercial y ocuparme del asunto personalmente. Como comprenderá usted, en mi posición no conviene contraer ciertas obligaciones.
»––¿Puedo preguntar durante cuánto tiempo necesitará usted esa suma? ––pregunté.
»––El lunes que viene cobraré una cantidad importante, y entonces podré, con toda seguridad, devolverle lo que usted me adelante, más los intereses que considere adecuados. Pero me resulta imprescindible disponer del dinero en el acto.
»––Tendría mucho gusto en prestárselo yo mismo, de mi propio bolsillo y sin más trámites, pero la cantidad excede un poco a mis posibilidades. Por otra parte, si lo hago en nombre de la firma, entonces, en consideración a mi socio, tendría que insistir en que, aun tratándose de usted, se tomaran todas las garantías pertinentes.
»––Lo prefiero así, y con mucho ––dijo él, alzando una caja de tafilete negro que había dejado junto a su silla––. Supongo que habrá oído hablar de la corona de berilos.
»––Una de las más preciadas posesiones públicas del Imperio ––respondí yo.
»––En efecto ––abrió la caja y allí, embutida en blando terciopelo de color carne, apareció la magnífica joya que acababa de nombrar––. Son treinta y nueve berilos enormes ––dijo––, y el precio de la montura de oro es incalculable. La tasación más baja fijará el precio de la corona en más del doble de la suma que le pido. Estoy dispuesto a dejársela como garantía.
»Tomé en las manos el precioso estuche y miré con cierta perplejidad a mi ilustre cliente.
»––¿Duda usted de su valor? ––preguntó. »––En absoluto. Sólo dudo...
»––... de que yo obre correctamente al dejarla aquí. Puede usted estar tranquilo. Ni en sueños se me ocurriría hacerlo si no estuviese absolutamente seguro de poder recuperarla en cuatro días. Es una mera formalidad. ¿Le parece suficiente garantía?
»––Más que suficiente.
»––Se dará usted cuenta, señor Holder, de que con esto le doy una enorme prueba de la confianza que tengo en usted, basada en las referencias que me han dado. Confio en que no sólo será discreto y se abstendrá de todo comentario sobre el asunto, sino que además, y por encima de todo, cuidará de esta corona con toda clase de precauciones, porque no hace falta que le diga que se organizaría un escándalo tremendo si sufriera el menor daño. Cualquier desperfecto sería casi tan grave como perderla por completo, ya que no existen en el mundo berilos como éstos, y sería imposible reemplazarlos. No obstante, se la dejo con absoluta confianza, yvendré a recuperarla personalmente el lunes por la mañana.
»Viendo que mi cliente estaba deseoso de marcharse, no dije nada más; llamé al cajero y le di orden de que pagara cincuenta mil libras en billetes. Sin embargo, cuando me quedé solo con el precioso estuche encima de la mesa, delante de mí, no pude evitar pensar con cierta inquietud en la inmensa responsabilidad que había contraído. No cabía duda de que, por tratarse de una propiedad de la nación, el escándalo sería terrible si le ocurriera alguna desgracia. Empecé a lamentar el haber aceptado quedarme con ella, pero ya era demasiado tarde para cambiar las cosas, así que la guardé en mi caja de seguridad privada, y volví a mi trabajo.
»Al llegar la noche, me pareció que sería una imprudencia dejar un objeto tan valioso en el despacho. No sería la primera vez que se fuerza la caja de un banquero. ¿Por qué no habría de pasarle a la mía? Así pues, decidí que durante los días siguientes llevaría siempre la corona conmigo, para que nunca estuviera fuera de mi alcance. Con esta intención, llamé a un coche y me hice conducir a mi casa de Streatham, llevándome la joya. No respiré tranquilo hasta que la hube subido al piso de arriba y guardado bajo llave en el escritorio de mi gabinete.
»Y ahora, unas palabras acerca del personal de mi casa, señor Holmes, porque quiero que comprenda perfectamente la situación. Mi mayordomo y mi lacayo duermen fuera de casa, y se les puede descartar por completo. Tengo tres doncellas, que llevan bastantes años conmigo, y cuya honradez está por encima de toda sospecha. Una cuarta doncella, Lucy Parr, lleva sólo unos meses a mi servicio. Sin embargo, traía excelentes referencias y siempre ha cumplido a la perfección. Es una muchacha muy bonita, y de vez en cuando atrae a admiradores que rondan por la casa. Es el único inconveniente que le hemos encontrado, pero por lo demás consideramos que es una chica excelente en todos los aspectos.
»Eso en cuanto al servicio. Mi familia es tan pequeña que no tardaré mucho en describirla. Soy viudo y tengo un solo hijo, Arthur, que ha sido una decepción para mí, señor Holmes, una terrible decepción. Sin duda, toda la culpa es mía. Todos dicen que le he mimado demasiado, y es muy probable que así sea. Cuando falleció mi querida esposa, todo mi amor se centró en él. No podía soportar que la sonrisa se borrara de su rostro ni por un instante. Jamás le negué ningún capricho. Tal vez habría sido mejor para los dos que yo me hubiera mostrado más severo, pero lo hice con la mejor intención.
»Naturalmente, yo tenía la intención de que él me sucediera en el negocio, pero no tenía madera de financiero. Era alocado, indisciplinado y, para ser sincero, no se le podían confiar sumas importantes de dinero. Cuando era joven se hizo miembro de un club aristocrático, y allí, gracias a su carácter simpático, no tardó en hacer amistades con gente de bolsa bien repleta y costumbres caras. Se aficionó a jugar a las cartas y apostar en las carreras, y continuamente acudía a mí, suplicando que le diese un adelanto de su asignación para poder saldar sus deudas de honor. Más de una vez intentó romper con aquellas peligrosas compañías, pero la influencia de su amigo sir George Burnwell le hizo volver en todas las ocasiones.
»A decir verdad, a mí no me extrañaba que un hombre como sir George Burnwell tuviera tanta influencia sobre él, porque lo trajo muchas veces a casa e incluso a mí me resultaba difícil resistirme a la fascinación de su trato. Es mayor que Arthur, un hombre de mundo de pies a cabeza, que ha estado en todas partes y lo ha visto todo, conversador brillante y con un gran atractivo personal. Sin embargo, cuando pienso en él fríamente, lejos del encanto de su presencia, estoy convencido, por su manera cínica de hablar y por la mirada que he advertido en sus ojos, de que no se puede confiar en él. Eso es lo que pienso, y así piensa también mi pequeña Mary, que posee una gran intuición femenina para la cuestión del carácter.
»Y ya sólo queda ella por describir. Mary es mi sobrina; pero cuando falleció mi hermano hace cinco años, dejándola sola, yo la adopté y desde entonces la he considerado como una hija. Es el sol de la casa..., dulce, cariñosa, guapísima, excelente administradora y ama de casa, y al mismo tiempo tan tierna, discreta y gentil como puede ser una mujer. Es mi mano derecha. No sé lo que haría sin ella. Sólo en una cosa se ha opuesto a mis deseos. Mi hijo le ha pedido dos veces que se case con él, porque la ama apasionadamente, pero ella le ha rechazado las dos veces. Creo que si alguien puede volverlo al buen camino es ella; y ese matrimonio podría haber cambiado por completo la vida de mi hijo. Pero, ¡ay!, ya es demasiado tarde. ¡Demasiado tarde, sin remedio!
»Y ahora que ya conoce usted a la gente que vive bajo mi techo, señor Holmes, proseguiré con mi doloroso relato. »Aquella noche, después de cenar, mientras tomábamos café en la sala de estar, les conté a Arthur y Mary lo sucedido y les hablé del precioso tesoro que teníamos en casa, omitiendo únicamente el nombre de mi cliente. Estoy seguro de que Lucy Parr, que nos había servido el café, había salido ya de la habitación; pero no puedo asegurar que la puerta estuviera cerrada. Mary y Arthur se mostraron muy interesados y quisieron ver la famosa corona, pero a mí me pareció mejor dejarla en paz.
»––¿Dónde la has guardado? ––preguntó Arthur.
»––En mi escritorio.
»––Bueno, Dios quiera que no entren ladrones en casa esta noche ––dijo.
»––Está cerrado con llave ––indiqué.
––Bah, ese escritorio se abre con cualquier llave vieja. Cuando era pequeño, yo la abría con la llave del armario del trastero.
»Ésa era su manera normal de hablar, así que no presté mucha atención a lo que decía. Sin embargo, aquella noche me siguió a mi habitación con una expresión muy seria.
»––Escucha, papá ––dijo con una mirada baja––. ¿Puedes dejarme doscientas libras?
»––¡No, no puedo! ––respondí irritado––. ¡Ya he sido demasiado generoso contigo en cuestiones de dinero!
»––Has sido muy amable ––dijo él––, pero necesito ese dinero, o jamás podré volver a asomar la cara por el club.
»––¡Pues me parece estupendo! ––exclamé yo.
»––Sí, papá, pero no querrás que quede deshonrado ––dijo––. No podría soportar la deshonra. Tengo que reunir ese dinero como sea, y si tú no me lo das, tendré que recurrir a otros medios.
»Yo me sentía indignado, porque era la tercera vez que me pedía dinero en un mes.
»––¡No recibirás de mí ni medio penique! ––grité, y él me hizo una reverencia y salió de mi cuarto sin decir una palabra más.
»Después de que se fuera, abrí mi escritorio, comprobé que el tesoro seguía a salvo y lo volví a cerrar con llave. Luego hice una ronda por la casa para verificar que todo estaba seguro. Es una tarea que suelo delegar en Mary, pero aquella noche me pareció mejor realizarla yo mismo. Al bajar las escaleras encontré a Mary junto a la ventana del vestíbulo, que cerró y aseguró al acercarme yo.
»––Dime, papá ––dijo algo preocupada, o así me lo pareció––. ¿Le has dado permiso a Lucy, la doncella, para salir esta noche?
»––Desde luego que no.
»––Acaba de entrar por la puerta de atrás. Estoy segura de que sólo ha ido hasta la puerta lateral para ver a alguien, pero no me parece nada prudente y habría que prohibírselo.
»––Tendrás que hablar con ella por la mañana. O, si lo prefieres, le hablaré yo. ¿Estás segura de que todo está cerrado?
»––Segurísima, papá.
»––Entonces, buenas noches ––le di un beso y volví a mi habitación, donde no tardé en dormirme.
»Señor Holmes, estoy esforzándome por contarle todo lo que pueda tener alguna relación con el caso, pero le ruego que no vacile en preguntar si hay algún detalle que no queda claro.
––Al contrario, su exposición está siendo extraordinariamente lúcida.
––Llego ahora a una parte de mi historia que quiero que lo sea especialmente. Yo no tengo el sueño pesado y, sin duda, la ansiedad que sentía hizo que aquella noche fuera aún más ligero que de costumbre. A eso de las dos de la mañana, me despertó un ruido en la casa. Cuando me desperté del todo ya no se oía, pero me había dado la impresión de una ventana que se cerrara con cuidado. Escuché con toda mi alma. De pronto, con gran espanto por mi parte, oí el sonido inconfundible de unos pasos sigilosos en la habitación de al lado. Me deslicé fuera de la cama, temblando de miedo, y miré por la esquina de la puerta del gabinete.
»––¡Arthur! ––grité––. ¡Miserable ladrón! ¿Cómo te atreves a tocar esa corona?
»La luz de gas estaba a media potencia, como yo la había dejado, y mi desdichado hijo, vestido sólo con camisa y pantalones, estaba de pie junto a la luz, con la corona en las manos. Parecía estar torciéndola o aplastándola con todas sus fuerzas. Al oír mi grito la dejó caer y se puso tan pálido como un muerto. La recogí y la examiné. Le faltaba uno de los extremos de oro, con tres de los berilos.
»––¡Canalla! ––grité, enloquecido de rabia––. ¡La has roto! ¡Me has deshonrado para siempre! ¿Dónde están las joyas que has robado?
»––¡Robado! ––exclamó.
»––¡Sí, ladrón! ––rugí yo, sacudiéndolo por los hombros.
»––No falta ninguna. No puede faltar ninguna.
»––¡Faltan tres! ¡Y tú sabes qué ha sido de ellas! ¿Tengo que llamarte mentiroso, además de ladrón? ¿Acaso no te acabo de ver intentando arrancar otro trozo?
»––Ya he recibido suficientes insultos ––dijo él––. No pienso aguantarlo más. Puesto que prefieres insultarme, no diré una palabra más del asunto. Me iré de tu casa por la mañana y me abriré camino por mis propios medios.
»––¡Saldrás de casa en manos de la policía! ––grité yo, medio loco de dolor y de ira––. ¡Haré que el asunto se investigue a fondo!
»––Pues por mi parte no averiguarás nada ––dijo él, con una pasión de la que no le habría creído capaz––. Si decides llamar a la policía, que averigüen ellos lo que puedan.
»Para entonces, toda la casa estaba alborotada, porque yo, llevado por la cólera, había alzado mucho la voz. Mary fue la primera en entrar corriendo en la habitación y, al ver la corona y la cara de Arthur, comprendió todo lo sucedido y, dando un grito, cayó sin sentido al suelo. Hice que la doncella avisara a la policía y puse inmediatamente la investigación en sus manos. Cuando el inspector y un agente de uniforme entraron en la casa, Arthur, que había permanecido todo el tiempo taciturno y con los brazos cruzados, me preguntó si tenía la intención de acusarle de robo. Le respondí que había dejado de ser un asunto privado para convertirse en público, puesto que la corona destrozada era propiedad de la nación. Yo estaba decidido a que la ley se cumpliera hasta el final.
»––Al menos ––dijo––, no me hagas detener ahora mismo. Te conviene tanto como a mí dejarme salir de casa cinco minutos.
»––Sí, para que puedas escaparte, o tal vez para poder esconder lo que has robado ––respondí yo.
»Y a continuación, dándome cuenta de la terrible situación en la que se encontraba, le imploré que recordara que no sólo estaba en juego mi honor, sino también el de alguien mucho más importante que yo; y que su conducta podía provocar un escándalo capaz de conmocionar a la nación entera. Podía evitar todo aquello con sólo decirme qué había hecho con las tres piedras que faltaban.
»––Más vale que afrontes la situación ––le dije––. Te han cogido con las manos en la masa, y confesar no agravará tu culpa. Si procuras repararla en la medida de lo posible, diciéndonos dónde están los berilos, todo quedará perdonado y olvidado.
»––Guárdate tu perdón para el que te lo pida ––respondió, apartándose de mí con un gesto de desprecio.
»Me di cuenta de que estaba demasiado maleado como para que mis palabras le influyeran. Sólo podía hacer una cosa. Llamé al inspector y lo puse en sus manos. Se llevó a cabo un registro inmediato, no sólo de su persona, sino también de su habitación y de todo rincón de la casa donde pudiera haber escondido las gemas. Pero no se encontró ni rastro de ellas, y el miserable de mi hijo se negó a abrir la boca, a pesar de todas nuestras súplicas y amenazas. Esta mañana lo han encerrado en una celda, y yo, tras pasar por todas las formalidades de la policía, he venido corriendo a verle a usted, para rogarle que aplique su talento a la resolución del misterio. La policía ha confesado sin reparos que por ahora no sabe qué hacer. Puede usted incurrir en los gastos que le parezcan necesarios. Ya he recibido una recompensa de mil libras. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? He perdido mi honor, mis joyas y mi hijo en una sola noche. ¡Oh, qué puedo hacer!
Se llevó las manos ala cabeza y empezó a oscilar de delante a atrás, parloteando consigo mismo, como un niño que no encuentra palabras para expresar su dolor.
Sherlock Holmes permaneció callado unos minutos, con el ceño fruncido y los ojos clavados en el fuego de la chimenea.
––¿Recibe usted muchas visitas? ––preguntó por fin.
––Ninguna, exceptuando a mi socio con su familia y, de vez en cuando, algún amigo de Arthur. Sir George Burnwell ha estado varias veces en casa últimamente. Y me parece que nadie más.
––¿Sale usted mucho?
––Arthur sale. Mary y yo nos quedamos en casa. A ninguno de los dos nos gustan las reuniones sociales.
––Eso es poco corriente en una joven.
––Es una chica muy tranquila. Además, ya no es tan joven. Tiene ya veinticuatro años.
––Por lo que usted ha dicho, este suceso la ha afectado mucho.
––¡De un modo terrible! ¡Está más afectada aun que yo!
––¿Ninguno de ustedes dos duda de la culpabilidad de su hijo?
––¿Cómo podríamos dudar, si yo mismo le vi con mis propios ojos con la corona en la mano?
––Eso no puede considerarse una prueba concluyente. ¿Estaba estropeado también el resto de la corona?
––Sí, estaba toda retorcida.
––¿Y no cree usted que es posible que estuviera intentando enderezarla?
––¡Dios le bendiga! Está usted haciendo todo lo que puede por él y por mí. Pero es una tarea desmesurada. Al fin y al cabo, ¿qué estaba haciendo allí? Y si sus intenciones eran honradas, ¿por qué no lo dijo?
––Exactamente. Y si era culpable, ¿por qué no inventó una mentira? Su silencio me parece un arma de dos filos. El caso presenta varios detalles muy curiosos. ¿Qué opinó la policía del ruido que le despertó a usted?
––Opinan que pudo haberlo provocado Arthur al cerrar la puerta de su alcoba.
––¡Bonita explicación! Como si un hombre que se propone cometer un robo fuera dando portazos para despertar a toda la casa. ¿Y qué han dicho de la desaparición de las piedras?
––Todavía están sondeando las tablas del suelo y agujereando muebles con la esperanza de encontrarlas.
––¿No se les ha ocurrido buscar fuera de la casa?
––Oh, sí, se han mostrado extraordinariamente diligentes. Han examinado el jardín pulgada a pulgada.
––Dígame, querido señor ––dijo Holmes––, ¿no le empieza a parecer evidente que este asunto tiene mucha más miga que la que usted o la policía pensaron en un principio? A usted le parecía un caso muy sencillo; a mí me parece enormemente complicado. Considere usted todo lo que implica su teoría: usted supone que su hijo se levantó de la cama, se arriesgó a ir a su gabinete, forzó el escritorio, sacó la corona, rompió un trocito de la misma, se fue a algún otro sitio donde escondió tres de las treinta y nueve gemas, tan hábilmente que nadie ha sido capaz de encontrarlas, y luego regresó con las treinta y seis restantes al gabinete, donde se exponía con toda seguridad a ser descubierto. Ahora yo le pregunto: ¿se sostiene en pie esa teoría?
––Pero ¿qué otra puede haber? ––exclamó el banquero con un gesto de desesperación––. Si sus motivos eran honrados, ¿por qué no los explica?
––En averiguarlo consiste nuestra tarea ––replicó Holmes––. Así pues, señor Holder, si le parece bien iremos a Streatham juntos y dedicaremos una hora a examinar más de cerca los detalles.
Mi amigo insistió en que yo los acompañara en la expedición, a lo cual accedí de buena gana, pues la historia que acababa de escuchar había despertado mi curiosidad y mi simpatía. Confieso que la culpabilidad del hijo del banquero me parecía tan evidente como se lo parecía a su infeliz padre, pero aun así, era tal la fe que tenía en el buen criterio de Holmes que me parecía que, mientras él no se mostrara satisfecho con la explicación oficial, aún existía base para concebir esperanzas. Durante todo el trayecto al suburbio del sur, Holmes apenas pronunció palabra, y permaneció todo el tiempo con la barbilla sobre el pecho, sumido en profundas reflexiones. Nuestro cliente parecía haber cobrado nuevos ánimos con el leve destello de esperanza que se le había ofrecido, e incluso se enfrascó en una inconexa charla conmigo acerca de sus asuntos comerciales. Un rápido trayecto en ferrocarril y una corta caminata nos llevaron a Fairbank, la modesta residencia del gran financiero.
Fairbank era una mansión cuadrada de buen tamaño, construida en piedra blanca y un poco retirada de la carretera. Atravesando un césped cubierto de nieve, un camino de dos pistas para carruajes conducía a las dos grandes puertas de hierro que cerraban la entrada. A la derecha había un bosquecillo del que salía un estrecho sendero con dos setos bien cuidados a los lados, que llevaba desde la carretera hasta la puerta de la cocina, y servía como entrada de servicio. A la izquierda salía un sendero que conducía a los establos, y que no formaba parte de la finca, sino que se trataba de un camino público, aunque poco transitado. Holmes nos abandonó ante la puerta y empezó a caminar muy despacio: dio la vuelta a la casa, volvió a la parte delantera, recorrió el sendero de los proveedores y dio la vuelta al jardín por detrás, hasta llegar al sendero que llevaba a los establos. Tardó tanto tiempo que el señor Holder y yo entramos al comedor y esperamos junto a la chimenea a que regresara. Allí nos encontrábamos, sentados en silencio, cuando se abrió una puerta y entró una joven. Era de estatura bastante superiora la media, delgada, con el cabello y los ojos oscuros, que parecían aún más oscuros por el contraste con la absoluta palidez de su piel. No creo haber visto nunca una palidez tan mortal en el rostro de una mujer. También sus labios parecían desprovistos de sangre, pero sus ojos estaban enrojecidos de tanto llorar. Al avanzar en silencio por la habitación, daba una sensación de sufrimiento que me impresionó mucho más que la descripción que había hecho el banquero por la mañana, y que resultaba especialmente sorprendente en ella, porque se veía claramente que era una mujer de carácter fuerte, con inmensa capacidad para dominarse. Sin hacer caso de mi presencia, se dirigió directamente a su tío y le pasó la mano por la cabeza, en una dulce caricia femenina.
––Habrás dado orden de que dejen libre a Arthur, ¿verdad, papá? ––preguntó.
––No, hija mía, no. El asunto debe investigarse a fondo.
––Pero estoy segura de que es inocente. Ya sabes cómo es la intuición femenina. Sé que no ha hecho nada malo.
––¿Y por qué calla, si es inocente?
––¿Quién sabe? Tal vez porque le indignó que sospecharas de él.
––¿Cómo no iba a sospechar, si yo mismo le vi con la corona en las manos?
––¡Pero si sólo la había cogido para mirarla! ¡Oh, papá, créeme, por favor, es inocente! Da por terminado el asunto y no digas más. ¡Es tan terrible pensar que nuestro querido Arthur está en la cárcel!
––No daré por terminado el asunto hasta que aparezcan las piedras. ¡No lo haré, Mary! Tu cariño por Arthur te ciega, y no te deja ver las terribles consecuencias que esto tendrá para mí. Lejos de silenciar el asunto, he traído de Londres a un caballero para que lo investigue más a fondo.
––¿Este caballero? ––preguntó ella, dándose la vuelta para mirarme.
––No, su amigo. Ha querido que le dejáramos solo. Ahora anda por el sendero del establo.
––¿El sendero del establo? ––la muchacha enarcó las cejas––. ¿Qué espera encontrar ahí? Ah, supongo que es este señor. Confío, caballero, en que logre usted demostrar lo que tengo por seguro que es la verdad: que mi primo Arthur es inocente de este robo.
––Comparto plenamente su opinión, señorita, y, lo mismo que usted, yo también confío en que lograremos demostrarlo ––respondió Holmes, retrocediendo hasta el felpudo para quitarse la nieve de los zapatos––. Creo que tengo el honor de dirigirme a la señorita Mary Holder. ¿Puedo hacerle una o dos preguntas?
––Por favor, hágalas, si con ello ayudamos a aclarar este horrible embrollo.
––¿No oyó usted nada anoche?
––Nada, hasta que mi tío empezó a hablar a gritos. Al oír eso, acudí corriendo.
––Usted se encargó de cerrar las puertas y ventanas. ¿Aseguró todas las ventanas?
––Sí.
––¿Seguían bien cerradas esta mañana?
––Sí.
––¿Una de sus doncellas tiene novio? Creo que usted le comentó a su tío que anoche había salido para verse con él. ––Sí, y es la misma chica que sirvió en la sala de estar, y pudo oír los comentarios de mi tío acerca de la corona.
––Ya veo. Usted supone que ella salió para contárselo a su novio, y que entre los dos planearon el robo.
––¿Pero de qué sirven todas esas vagas teorías? ––exclamó el banquero con impaciencia––. ¿No le he dicho que vi a Arthur con la corona en las manos?
––Aguarde un momento, señor Holder. Ya llegaremos a eso. Volvamos a esa muchacha, señorita Holder. Me imagino que la vio usted volver por la puerta de la cocina.
––Sí; cuando fui a ver si la puerta estaba cerrada, me tropecé con ella que entraba. También vi al hombre en la oscuridad.
––¿Le conoce usted?
––Oh, sí; es el verdulero que nos trae las verduras. Se llama Francis Prosper.
––¿Estaba a la izquierda de la puerta... es decir, en el sendero y un poco alejado de la puerta?
––En efecto.
––¿Y tiene una pata de palo?
Algo parecido al miedo asomó en los negros y expresivos ojos de la muchacha.
––Caramba, ni que fuera usted un mago ––dijo––. ¿Cómo sabe eso?
La muchacha sonreía, pero en el rostro enjuto y preocupado de Holmes no apareció sonrisa alguna.
––Ahora me gustaría mucho subir al piso de arriba ––dijo––. Probablemente tendré que volver a examinar la casa por fuera. Quizá sea mejor que, antes de subir, eche un vistazo a las ventanas de abajo.
Caminó rápidamente de una ventana a otra, deteniéndose sólo en la más grande, que se abría en el vestíbulo y daba al sendero de los establos. La abrió y examinó atentamente el alféizar con su potente lupa.
––Ahora vamos arriba ––dijo por fin.
El gabinete del banquero era un cuartito amueblado con sencillez, con una alfombra gris, un gran escritorio y un espejo alargado. Holmes se dirigió en primer lugar al escritorio y examinó la cerradura.
––¿Qué llave se utilizó para abrirlo? ––preguntó.
––La misma que dijo mi hijo: la del armario del trastero.
––¿La tiene usted aquí?
––Es esa que hay encima de la mesita.
Sherlock Holmes cogió la llave y abrió el escritorio.
––Es un cierre silencioso ––dijo––. No me extraña que no le despertara. Supongo que éste es el estuche de la corona. Tendremos que echarle un vistazo.
Abrió la caja, sacó la diadema y la colocó sobre la mesa. Era un magnífico ejemplar del arte de la joyería, y sus treinta y seis piedras eran las más hermosas que yo había visto. Uno de sus lados tenía el borde torcido y roto, y le faltaba una esquina con tres piedras.
––Ahora, señor Holder ––dijo Holmes––, aquí tiene la esquina simétrica a la que se ha perdido tan lamentablemente. Haga usted el favor de arrancarla.
El banquero retrocedió horrorizado.
––Ni en sueños me atrevería a intentarlo ––dijo.
––Entonces, lo haré yo ––con un gesto repentino, Holmes tiró de la esquina con todas sus fuerzas, pero sin resultado––. Creo que la siento ceder un poco ––dijo––, pero, aunque tengo una fuerza extraordinaria en los dedos, tardaría muchísimo tiempo en romperla. Un hombre de fuerza normal sería incapaz de hacerlo. ¿Y qué cree usted que sucedería si la rompiera, señor Holder? Sonaría como un pistoletazo. ¿Quiere usted hacerme creer que todo esto sucedió a pocos metros de su cama, y que usted no oyó nada?
––No sé qué pensar. Me siento a oscuras.
––Puede que se vaya iluminando a medida que avanzamos. ¿Qué piensa usted, señorita Holder?
––Confieso que sigo compartiendo la perplejidad de mi tío.
––Cuando vio usted a su hijo, ¿llevaba éste puestos zapatos o zapatillas?
––No llevaba más que los pantalones y la camisa.
––Gracias. No cabe duda de que hemos tenido una suerte extraordinaria en esta investigación, y si no logramos aclarar el asunto será exclusivamente por culpa nuestra. Con su permiso, señor Holder, ahora continuaré mis investigaciones en el exterior.
Insistió en salir solo, explicando que toda pisada innecesaria haría más dificil su tarea. Estuvo ocupado durante más de una hora, y cuando por fin regresó traía los pies cargados de nieve y la expresión tan inescrutable como siempre.
––Creo que ya he visto todo lo que había que ver, señor Holder ––dijo––. Le resultaré más útil si regreso a mis habitaciones.
––Pero las piedras, señor Holmes, ¿dónde están?
––No puedo decírselo.
El banquero se retorció las manos.
––¡No las volveré a ver! ––gimió––. ¿Y mi hijo? ¿Me da usted esperanzas?
––Mi opinión no se ha alterado en nada.
––Entonces, por amor de Dios, ¿qué siniestro manejo ha tenido lugar en mi casa esta noche?
––Si se pasa usted por mi domicilio de Baker Street mañana por la mañana, entre las nueve y las diez, tendré mucho gusto en hacer lo posible por aclararlo. Doy por supuesto que me concede usted carta blanca para actuar en su nombre, con tal de que recupere las gemas, sin poner limites a los gastos que yo le haga pagar.
––Daría toda mi fortuna por recuperarlas.
––Muy bien. Seguiré estudiando el asunto mientras tanto. Adiós. Es posible que tenga que volver aquí antes de que anochezca.
Para mí, era evidente que mi compañero se había formado ya una opinión sobre el caso, aunque ni remotamente conseguía imaginar a qué conclusiones habría llegado. Durante nuestro viaje de regreso a casa, intenté varias veces sondearle al respecto, pero él siempre desvió la conversación hacia otros temas, hasta que por fin me di por vencido. Todavía no eran las tres cuando llegamos de vuelta a nuestras habitaciones. Holmes se metió corriendo en la suya y salió a los pocos minutos, vestido como un vulgar holgazán. Con una chaqueta astrosa y llena de brillos, el cuello levantado, corbata roja y botas muy gastadas, era un ejemplar perfecto de la especie.
––Creo que esto servirá ––dijo mirándose en el espejo que había sobre la chimenea––. Me gustaría que viniera usted conmigo, Watson, pero me temo que no puede ser. Puede que esté sobre la buena pista, y puede que esté siguiendo un fuego fatuo, pero pronto saldremos de dudas. Espero volver en pocas horas.
Cortó una rodaja de carne de una pieza que había sobre el aparador, la metió entre dos rebanadas de pan y, guardándose la improvisada comida en el bolsillo, emprendió su expedición.
Yo estaba terminando de tomar el té cuando regresó; se notaba que venía de un humor excelente, y traía en la mano una vieja bota de elástico. La tiró a un rincón y se sirvió una taza de té.
––Sólo vengo de pasada ––dijo––. Tengo que marcharme en seguida.
––¿Adónde?
––Oh, al otro lado del West End. Puede que tarde algo en volver. No me espere si se hace muy tarde.
––¿Qué tal le ha ido hasta ahora?
––Así, así. No tengo motivos de queja. He vuelto a estar en Streatham, pero no llamé a la casa. Es un problema precioso, y no me lo habría perdido por nada del mundo. Pero no puedo quedarme aquí chismorreando; tengo que quitarme estas deplorables ropas y recuperar mi respetable personalidad.
Por su manera de comportarse, se notaba que tenía más motivos de satisfacción que lo que daban a entender sus meras palabras. Le brillaban los ojos e incluso tenía un toque de color en sus pálidas mejillas. Subió corriendo al piso de arriba, y a los pocos minutos oí un portazo en el vestíbulo que me indicó que había reemprendido su apasionante cacería.
Esperé hasta la medianoche, pero como no daba señales de regresar me retiré a mi habitación. No era nada raro que, cuando seguía una pista, estuviera ausente durante días enteros, así que su tardanza no me extrañó. No sé a qué hora llegó, pero cuando bajé a desayunar, allí estaba Holmes con una taza de café en una mano y el periódico en la otra, tan flamante y acicalado como el que más.
––Perdone que haya empezado a desayunar sin usted, Watson ––dijo––, pero ya recordará que estamos citados con nuestro cliente a primera hora.
––Pues son ya más de las nueve ––respondí––. No me extrañaría que el que llega fuera él. Me ha parecido oír la campanilla.
Era, en efecto, nuestro amigo el financiero. Me impresionó el cambio que había experimentado, pues su rostro, normalmente amplio y macizo, se veía ahora deshinchado y fláccido, y sus cabellos parecían un poco más blancos. Entró con un aire fatigado y letárgico, que resultaba aún más penoso que la violenta entrada del día anterior, y se dejó caer pesadamente en la butaca que acerqué para él.
––No sé qué habré hecho para merecer este castigo ––dijo––. Hace tan sólo dos días, yo era un hombre feliz y próspero, sin una sola preocupación en el mundo. Ahora me espera una vejez solitaria y deshonrosa. Las desgracias vienen una tras otra. Mi sobrina Mary me ha abandonado.
––¿Que le ha abandonado?
––Sí. Esta mañana vimos que no había dormido en su cama; su habitación estaba vacía, y en la mesita del vestíbulo había una nota para mí. Anoche, movido por la pena y no en tono de enfado, le dije que si se hubiera casado con mi hijo, éste no se habría descarriado. Posiblemente fue una insensatez decir tal cosa. En la nota que me dejó hace alusión a este comentario mío: «Queridísimo tío: Me doy cuenta de que yo he sido la causa de que sufras este disgusto y de que, si hubiera obrado de diferente manera, esta terrible desgracia podría no haber ocurrido. Con este pensamiento en la cabeza, ya no podré ser feliz viviendo bajo tu techo, y considero que debo dejarte para siempre. No te preocupes por mi futuro, que eso ya está arreglado. Y, sobre todo, no me busques, pues sería tarea inútil y no me favorecería en nada. En la vida o en la muerte, te quiere siempre MARY». ¿Qué quiere decir esta nota, señor Holmes? ¿Cree usted que se propone suicidarse?
––No, no, nada de eso. Quizá sea ésta la mejor solución. Me parece, señor Holder, que sus dificultades están a punto de terminar.
––¿Cómo puede decir eso? ¡Señor Holmes! ¡Usted ha averiguado algo, usted sabe algo! ¿Dónde están las piedras?
––¿Le parecería excesivo pagar mil libras por cada una?
––Pagaría diez mil.
––No será necesario. Con tres mil bastará. Y supongo que habrá que añadir una pequeña recompensa. ¿Ha traído usted su talonario? Aquí tiene una pluma. Lo mejor será que extienda un cheque por cuatro mil libras.
Con expresión atónita, el banquero extendió el cheque solicitado. Holmes se acercó a su escritorio, sacó un trozo triangular de oro con tres piedras preciosas, y lo arrojó sobre la mesa.
Nuestro cliente se apoderó de él con un alarido de júbilo.
––¡Lo tiene! ––jadeó––. ¡Estoy salvado! ¡Estoy salvado!
La reacción de alegría era tan apasionada como lo había sido su desconsuelo anterior, y apretaba contra el pecho las gemas recuperadas.
––Todavía debe usted algo, señor Holder ––dijo Sherlock Holmes en tono más bien severo.
––¿Qué debo? ––cogió la pluma––. Diga la cantidad y la pagaré.
––No, su deuda no es conmigo. Le debe usted las más humildes disculpas a ese noble muchacho, su hijo, que se ha comportado en todo este asunto de un modo que a mí me enorgullecería en mi propio hijo, si es que alguna vez llego a tener uno.
––Entonces, ¿no fue Arthur quien las robó?
––Se lo dije ayer y se lo repito hoy: no fue él.
––¡Con qué seguridad lo dice! En tal caso, ¡vayamos ahora mismo a decirle que ya se ha descubierto la verdad!
––Él ya lo sabe. Después de haberlo resuelto todo, tuve una entrevista con él y, al comprobar que no estaba dispuesto a explicarme lo sucedido, se lo expliqué yo a él, ante lo cual no tuvo más remedio que reconocer que yo tenía razón, y añadir los poquísimos detalles que yo aún no veía muy claros. Sin embargo, cuando le vea a usted esta mañana quizá rompa su silencio.
––¡Por amor del cielo, explíqueme todo este extraordinario misterio!
––Voy a hacerlo, explicándole además los pasos por los que llegué a la solución. Y permítame empezar por lo que a mí me resulta más duro decirle y a usted le resultará más duro escuchar: sir George Burnwell y su sobrina Mary se entendían, y se han fugado juntos.
––¿Mi Mary? ¡Imposible!
––Por desgracia, es más que posible; es seguro. Ni usted ni su hijo conocían la verdadera personalidad de este hombre cuando lo admitieron en su círculo familiar. Es uno de los hombres más peligrosos de Inglaterra... un jugador arruinado, un canalla sin ningún escrúpulo, un hombre sin corazón ni conciencia. Su sobrina no sabía nada sobre esta clase de hombres. Cuando él le susurró al oído sus promesas de amor, como había hecho con otras cien antes que con ella, ella se sintió halagada, pensando que había sido la única en llegar a su corazón. El diablo sabe lo que le diría, pero acabó convirtiéndola en su instrumento, y se veían casi todas las noches.
––¡No puedo creerlo, y me niego a creerlo! ––exclamó el banquero con el rostro ceniciento.
––Entonces, le explicaré lo que sucedió en su casa aquella noche. Cuando pensó que usted se había retirado a dormir, su sobrina bajó a hurtadillas y habló con su amante a través de la ventana que da al sendero de los establos. El hombre estuvo allí tanto tiempo que dejó pisadas que atravesaban toda la capa de nieve. Ella le habló de la corona. Su maligno afán de oro se encendió al oír la noticia, y sometió a la muchacha a su voluntad. Estoy seguro de que ella le quería a usted, pero hay mujeres en las que el amor de un amante apaga todos los demás amores, y me parece que su sobrina es de esta clase. Apenas había acabado de oír las órdenes de sir George, vio que usted bajaba por las escaleras, y cerró apresuradamente la ventana; a continuación, le habló de la escapada de una de las doncellas con su novio el de la pata de palo, que era absolutamente cierta.
»En cuanto a su hijo Arthur, se fue a la cama después de hablar con usted, pero no pudo dormir a causa de la inquietud que le producía su deuda en el club. A mitad de la noche, oyó unos pasos furtivos junto a su puerta; se levantó a asomarse y quedó muy sorprendido al ver a su prima avanzando con gran sigilo por el pasillo, hasta desaparecer en el gabinete. Petrificado de asombro, el muchacho se puso encima algunas ropas y aguardó en la oscuridad para ver dónde iba a parar aquel extraño asunto. Al poco rato, ella salió de la habitación y, a la luz de la lámpara del pasillo, su hijo vio que llevaba en las manos la preciosa corona. La muchacha bajó a la planta baja, y su hijo, temblando de horror, corrió a esconderse detrás de la cortina que hay junto a la puerta de la habitación de usted, desde donde podía ver lo que ocurría en el vestíbulo. Así vio cómo ella abría sin hacer ruido la ventana, le entregaba la corona a alguien que aguardaba en la oscuridad y, tras volver a cerrar la ventana, regresaba a toda prisa a su habitación, pasando muy cerca de donde él estaba escondido detrás de la cortina.
»Mientras ella estuvo a la vista, él no se atrevió a hacer nada, pues ello comprometería de un modo terrible a la mujer que amaba. Pero en el instante en que ella desapareció, comprendió la tremenda desgracia que aquello representaba para usted y se propuso remediarlo a toda costa. Descalzo como estaba, echó a correr escaleras abajo, abrió la ventana, saltó a la nieve y corrió por el sendero, donde distinguió una figura oscura que se alejaba a la luz de la luna. Sir George Burnwell intentó escapar, pero Arthur le alcanzó y se entabló un forcejeo entre ellos, su hijo tirando de un lado de la corona y su oponente del otro. En la pelea, su hijo golpeó a sir George y le hizo una herida encima del ojo. Entonces, se oyó un fuerte chasquido y su hijo, viendo que tenía la corona en las manos, corrió de vuelta a la casa, cerró la ventana, subió al gabinete y allí advirtió que la corona se había torcido durante el forcejeo. Estaba intentando enderezarla cuando usted apareció en escena.
––¿Es posible? ––dijo el banquero, sin aliento.
––Entonces, usted le irritó con sus insultos, precisamente cuando él opinaba que merecía su más encendida gratitud. No podía explicar la verdad de lo ocurrido sin delatar a una persona que, desde luego, no merecía tanta consideración por su parte. A pesar de todo, adoptó la postura más caballerosa y guardó el secreto para protegerla.
––¡Y por eso ella dio un grito y se desmayó al ver la corona! ––exclamó el señor Holder~. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué ciego y estúpido he sido! ¡Y él pidiéndome que le dejara salir cinco minutos! ¡Lo que quería el pobre muchacho era ver si el trozo que faltaba había quedado en el lugar de la lucha! ¡De qué modo tan cruel le he malinterpretado!
––Cuando yo llegué a la casa ––continuó Holmes––, lo primero que hice fue examinar atentamente los alrededores, por si había huellas en la nieve que pudieran ayudarme. Sabía que no había nevado desde la noche anterior, y que la fuerte helada habría conservado las huellas. Miré el sendero de los proveedores, pero lo encontré todo pisoteado e indescifrable. Sin embargo, un poco más allá, al otro lado de la puerta de la cocina, había estado una mujer hablando con un hombre, una de cuyas pisadas indicaba que tenía una pata de palo. Se notaba incluso que los habían interrumpido, porque la mujer había vuelto corriendo a la puerta, como demostraban las pisadas con la punta del pie muy marcada y el talón muy poco, mientras Patapalo se quedaba esperando un poco, para después marcharse. Pensé que podía tratarse de la doncella de la que usted me había hablado y su novio, y un par de preguntas me lo confirmaron. Inspeccioné el jardín sin encontrar nada más que pisadas sin rumbo fijo, que debían ser de la policía; pero cuando llegué al sendero de los establos, encontré escrita en la nieve una larga y complicada historia.
»Había una doble línea de pisadas de un hombre con botas, y una segunda línea, también doble, que, como comprobé con satisfacción, correspondían a un hombre con los pies descalzos. Por lo que usted me había contado, quedé convencido de que pertenecían a su hijo. El primer hombre había andado a la ida y a la venida, pero el segundo había corrido a gran velocidad, y sus huellas, superpuestas a las de las botas, demostraban que corría detrás del otro. Las seguí en una dirección y comprobé que llegaban hasta la ventana del vestíbulo, donde el de las botas había permanecido tanto tiempo que dejó la nieve completamente pisada. Luego las seguí en la otra dirección, hasta unos cien metros sendero adelante. Allí, el de las botas se había dado la vuelta, y las huellas en la nieve parecían indicar que se había producido una pelea. Incluso habían caído unas gotas de sangre, que confirmaban mi teoría. Después, el de las botas había seguido corriendo por el sendero; una pequeña mancha de sangre indicaba que era él el que había resultado herido. Su pista se perdía al llegar a la carretera, donde habían limpiado la nieve del pavimento.
»Sin embargo, al entrar en la casa, recordará usted que examiné con la lupa el alféizar y el marco de la ventana del vestíbulo, y pude advertir al instante que alguien había pasado por ella. Se notaba la huella dejada por un pie mojado al entrar. Ya podía empezar a formarme una opinión de lo ocurrido. Un hombre había aguardado fuera de la casa junto a la ventana. Alguien le había entregado la joya; su hijo había sido testigo de la fechoría, había salido en persecución del ladrón, había luchado con él, los dos habían tirado de la corona y la combinación de sus esfuerzos provocó daños que ninguno de ellos habría podido causar por sí solo. Su hijo había regresado con la corona, pero dejando un fragmento en manos de su adversario. Hasta ahí, estaba claro. Ahora la cuestión era: ¿quién era el hombre de las botas y quién le entregó la corona?
»Una vieja máxima mía dice que, cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser la verdad. Ahora bien, yo sabía que no fue usted quien entregó la corona, así que sólo quedaban su sobrina y las doncellas. Pero si hubieran sido las doncellas, ¿por qué iba su hijo a permitir que lo acusaran a él en su lugar? No tenía ninguna razón posible. Sin embargo, sabíamos que amaba a su prima, y allí teníamos una excelente explicación de por qué guardaba silencio, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un secreto deshonroso. Cuando recordé que usted la había visto junto a aquella misma ventana, y que se había desmayado al ver la corona, mis conjeturas se convirtieron en certidumbre.
»¿Y quién podía ser su cómplice? Evidentemente, un amante, porque ¿quién otro podría hacerle renegar del amor y gratitud que sentía por usted? Yo sabía que ustedes salían poco, y que su círculo de amistades era reducido; pero entre ellas figuraba sir George Burnwell. Yo ya había oído hablar de él, como hombre de mala reputación entre las mujeres. Tenía que haber sido él el que llevaba aquellas botas y el que se había quedado con las piedras perdidas. Aun sabiendo que Arthur le había descubierto, se consideraba a salvo porque el muchacho no podía decir una palabra sin comprometer a su propia familia.
»En fin, ya se imaginará usted las medidas que adopté a continuación. Me dirigí, disfrazado de vago, a la casa de sir George, me las arreglé para entablar conversación con su lacayo, me enteré de que su señor se había hecho una herida en la cabeza la noche anterior y, por último, al precio de seis chelines, conseguí la prueba definitiva comprándole un par de zapatos viejos de su amo. Me fui con ellos a Streatham y comprobé que coincidían exactamente con las huellas.
––Ayer por la tarde vi un vagabundo harapiento por el sendero ––dijo el señor Holder.
––Precisamente. Ése era yo. Ya tenía a mi hombre, así que volví a casa y me cambié de ropa. Tenía que actuar con mucha delicadeza, porque estaba claro que había que prescindir de denuncias para evitar el escándalo, y sabía que un canalla tan astuto como él se daría cuenta de que teníamos las manos atadas por ese lado. Fui a verlo. Al principio, como era de esperar, lo negó todo. Pero luego, cuando le di todos los detalles de lo que había ocurrido, se puso gallito y cogió una cachiporra de la pared. Sin embargo, yo conocía a mi hombre y le apliqué una pistola a la sien antes de que pudiera golpear. Entonces se volvió un poco más razonable. Le dije que le pagaríamos un rescate por las piedras que tenía en su poder: mil libras por cada una. Aquello provocó en él las primeras señales de pesar. «¡Maldita sea! ––dijo––. ¡Y yo que he vendido las tres por seiscientas!» No tardé en arrancarle la dirección del comprador, prometiéndole que no presentaríamos ninguna denuncia. Me fui a buscarlo y, tras mucho regateo, le saqué las piedras a mil libras cada una. Luego fui a visitar a su hijo, le dije que todo había quedado aclarado, y por fin me acosté a eso de las dos, después de lo que bien puedo llamar una dura jornada.
––¡Una jornada que ha salvado a Inglaterra de un gran escándalo público! ––dijo el banquero, poniéndose en pie––. Señor, no encuentro palabras para darle las gracias, pero ya comprobará usted que no soy desagradecido. Su habilidad ha superado con creces todo lo que me habían contado de usted. Y ahora, debo volver al lado de mi querido hijo para pedirle perdón por lo mal que lo he tratado. En cuanto a mi pobre Mary, lo que usted me ha contado me ha llegado al alma. Supongo que ni siquiera usted, con todo su talento, puede informarme de dónde se encuentra ahora.
––Creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos ––replicó Holmes ––que está allí donde se encuentre sir George Burnwell. Y es igualmente seguro que, por graves que sean sus pecados, pronto recibirán un castigo más que suficiente.

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