Arthur Conan Doyle
E1
relato que doy a continuación fue hallado entre los papeles del doctor James
Hardcastle, que murió (le tuberculosis el día 4 de febrero de 1908. en el
número 36, Upper Coventry Flats. South Kensington. Las personas que reas lo
trataron, aunque rehusaron manifestar una opinión en lo relativo a este
escrito, afirman con unanimidad que era un hombre sobrio v (le inteligencia (le
tipo científico, desprovisto por completo de imaginación. siendo por demás
improbable que inventase una serie cualquiera (le hechos irreales. El documento
se halló dentro ole un sobre rotulador así: Breve relato (le los hechos
ocurridos cerca (le la granja (le miss Allerton en el Nort-West Derbyshire
durante la primavera del pasado año. El sobre estaba lacrado y en la otra cara.
escrito con lápiz se leía lo siguiente:
Queridos Seaton:
Quizá le interese, y acaso le duelo.
el saber que la incredulidad con que usted escuchó mi historia me ha impedido
decir en otro momento una sola palabra de nuevo acerca del tema. Dejo este
relato paree después de mi muerte, siendo posible gire algunos desconocidos
tengan en mí una confianza mayor que la que tuvo un amigo mío.
No han tenido éxito mis
averiguaciones para poner en claro quién pudo ser este Seaton. Agregaré que ha
podido probarse de manera terminante que el difunto visitó la granja de
Allerton, y, en términos generales, la índole de las alarmas que hubo en ese
lugar, con independencia del relato que hace el autor. Después de este
exordio, paso a copiar el documento tal como él lo escribió. Tiene forma de
Diario, y algunas de sus anotaciones fueron ampliadas, mientras que otras
pocas fueron borradas.
Abril 17.
Estoy
ya sintiendo los beneficios de estos magníficos aires de las tierras altas. La
granja de los Allerton queda a catorce mil veinte pies sobre el nivel del mar,
de modo que existen razones para que el clima sea reparador. Fuera de mis
accesos matinales corrientes de tos, experimento muy pocas molestias y, entre la
leche recién ordeñada y el camero criado en la granja misma, creo que tengo
muchas probabilidades de ganar en peso. Espero dejar complacido a Saunderson.
Las
dos señoritas Allerton son dos mujercitas extrañas y cariñosas, dos solteronas
muy trabajadoras, dispuestas siempre a emplear generosamente, con un inválido
desconocido, el corazón que hubieran podido dedicar a un marido y a unos hijos
suyos. Las solteronas son, sin duda, personas muy útiles y constituyen una de
las fuerzas de reserva de la comunidad humana. Se habla de las mujeres
superfluas, pero ¿qué seria del pobre hombre superfluo sin la cariñosa
presencia de aquéllas? A propósito, estas dos mujeres sencillas tardaron muy
poco en dar a conocer el porqué Saunderson me había recomendado su granja.
Este profesor es también hombre salido de las filas, y creo que en su juventud
anduvo por estos campos no mucho mejor vestido que un espantapájaros.
El
lugar es muy apartado y solitario, y los paseos resultan extraordinariamente
pintorescos. La granja comprende tierras de pastoreo en el fondo de una cañada
o valle estrecho irregular. A uno y otro lado de la cañada se alzan las
fantásticas colinas de piedra caliza, formadas por una roca tan blanda que se
puede romper con las manos. Toda la región está llena de oquedades. Si fuese
posible golpearla con algún martillo gigantesco retumbaría lo mismo que un
tambor, si es que no se hunde por completo y deja al descubierto algún enorme
mar subterráneo. Que existe un mar subterráneo, no cabe duda, porque los
arroyos se pierden por todas partes en la montaña misma y ya no vuelven a
reaparecer. Hay por todas partes bocas abiertas en la roca, y entrando por
ellas se encuentra uno dentro de grandes cavernas, que penetran hasta las
entrañas de la tierra. Yo dispongo de una pequeña linterna de bicicleta, y
constituye un constante gozo para mí el entrar con ella en esas extrañas
soledades, para contemplar los maravillosos juegos de plata y de negrura que se
producen cuando proyecto su luz sobre las estalactitas que cuelgan en pliegues
de los altos techos. Cierra uno la lámpara, y se ve rodeado de las más negras
tinieblas. La abre, y se le presenta un escenario propio de las mil y una
noches.
Pero
una de esas extrañas aberturas o cuevas despiertan un interés especial, porque
es obra de la mano del hombre y no de la naturaleza. Cuando llegué a esta
región no había oído hablar nunca de Juan Azul. Ese nombre se da a un mineral
característico, de una preciosa tonalidad morada, que sólo se ha descubierto
en uno o dos lugares del mundo. Es tan raro ese mineral, que un jarrón
corriente de Juan Azul se tasaría en un precio muy elevado. Los romanos,
llevados por su extraordinario instinto, descubrieron que era posible hallarlo
en esta cañada y perforaron una profunda galería horizontal en el costado de
la montaña. La apertura de su mina es conocida con el nombre de la cueva de
Juan Azul, y forma un arco perfecto en la roca, con una entrada cubierta de
arbustos y hierbas. La galería que abrieron los romanos es peligrosa y corta.
En su desarrollo se encuentran algunas grandes cavernas excavadas por las
aguas, de manera que quien intente penetrar en la cueva de Juan Azul hará bien
en ir marcando el camino y en llevar una buena provisión de velas, porque de
otro modo, es posible que no vuelva a salir jamás a la luz del día. Todavía no
he penetrado mucho en la cueva, pero hoy mismo estuve en la boca del túnel en
forma de arco, y después de intentar penetrar con la mirada en los espacios
tenebrosos que quedan más allá, hice voto de que, cuando recobre la salud,
dedicaré algunas vacaciones a explorar las simas misteriosas y a descubrir por
mí mismo hasta qué profundidad penetraron los romanos en las montañas del
Derbyshire.
¡Qué
extrañamente supersticiosos son estos campesinos! Yo no habría creído nunca
tal cosa en el joven Armitage, que es hombre de cierta cultura y personalidad,
muy refinado para la posición social que tiene en la vida. Me hallaba yo en la
boca de la cueva de Juan Azul cuando se me acercó, después de cruzar el campo,
y me dijo:
-Doctor,
veo que usted no conoce el miedo.
-¡El
miedo! ¿de qué habría de tenerlo? -le contesté. Armitage apuntó con un respingo
de su dedo pulgar hacia la negra caverna, y contestó:
-De
eso. Del ser espantoso que vive dentro de la cueva de Juan Azul.
¡De
qué manera más absurdamente fácil surge una leyenda en las regiones aisladas y
solitarias! Le hice preguntas al joven acerca de los motivos que tenía para su
absurda creencia. Dijo que desaparecen de cuando en cuando los animales lanares
que pastan en estos campos, y, según Armitage, es que hay alguien que se los
lleva. No hubo manera de que aceptase la explicación de que esas ovejas
desaparecidas se pudieron extraviar por sí solas, perdiéndose entre las montañas.
En cierta ocasión, se descubrieron un charco de sangre y algunos mechones de
lana. Le dije que también eso podía explicarse de una manera muy natural.
Además, los animales desaparecían siempre en noches muy oscuras, nubosas y sin
luna. Le repliqué con la explicación evidente de que los vulgares ladrones de
ovejas elegirían naturalmente esa clase de noches para operar. En otra ocasión
abrieron un agujero en una pared, y algunas de las piedras quedaron desparramadas
a mucha distancia. Opiné que eso era obra de la mano del hombre. Por último,
Armitage enlazó todos sus razonamientos, asegurándome que él, con sus propias
orejas, había oído al monstruo. Sí, señor, y cualquiera podría oírlo si
permanece en la boca de la cueva el tiempo suficiente. Yo no pude menos que sonreírme
al oír aquello, sabiendo como sé que un sistema subterráneo de corrientes de
agua entre los abismos de una formación caliza produce extrañas reverberaciones
de sonido. Mi incredulidad dejó mohíno a Armitage. Se alejó de mí con algo de
brusquedad.
Llegamos
ahora al punto más extraño de todo el caso. Me encontraba yo todavía próximo a
la boca de la caverna, dando vueltas en mi cerebro a las varias afirmaciones
de Armitage, y diciéndome cuán fácil tarea resultaba la de explicarlas, cuando
súbitamente, desde lo profundo del túnel que tenía a mi lado, llegó hasta mis
oídos un ruido por demás extraordinario. ¿Cómo lo describiré? En primer lugar,
parecía venir desde muy lejos, desde lo profundo de las entrañas de la tierra.
En segundo lugar, y a pesar de esa impresión de distancia, era muy fuerte. Por
último, no consistía en un retumbo, ni en un crujido, ideas -ambas que uno
asocia con la caída de agua o con el rodar de las rocas. Era un sonido penetrante,
trémulo y lleno de vibraciones; algo que sugería el relincho de un caballo.
Aquello constituía, desde luego, un hecho extraordinario que, de momento al
menos, debo reconocerlo, presentaba en un nuevo aspecto lo que me había dicho
Armitage. Esperé cerca de la boca de la cueva de Juan Azul durante más de media
hora, pero ya no volvió a escucharse ese ruido, de modo que terminé por
regresar a la casa de la granja, bastante intrigado por lo que había ocurrido.
Estoy
resuelto a explorar aquella caverna cuando recupere mis fuerzas. Naturalmente,
que la explicación de Armitage resulta demasiado absurda para tomarla en serio;
sin embargo, no se puede negar que aquel ruido era por demás extraordinario.
Todavía me parece escucharlo mientras escribo estas líneas.
Abril, 20.
Llevo
realizadas varias excursiones hasta la cueva de Juan Azul en los últimos tres
días, e incluso he penetrado un corto trecho en ella; pero mi linterna de
bicicleta es tan pequeña y tan débil que no me arriesgo muy adentro. Lo
realizaré de una manera más sistemática. No he vuelto a oír el menor ruido, y
casi he llegado a creer que he sido víctima de alguna alucinación, producida
quizá como consecuencia de la conversación sostenida con Armitage. Desde luego,
todo ello es absurdo; sin embargo, no tengo más remedio que reconocer que estos
arbustos de la entrada de la cueva producen la impresión de que algún animal de
mucho peso se hubiese abierto paso a la fuerza por entre ellos. Empiezo a
sentir un vivo interés. Nada he dicho a las señoritas Allerton, porque bastante
supersticiosas son ya; pero sí que he comprado algunas velas, y tengo el
propósito de llevar a cabo investigaciones por mí mismo.
Esta
mañana me fijé en que entre los numerosos mechones de lana de oveja que hay en
los arbustos de las proximidades de la caverna había uno manchado de sangre.
Claro está que mi razón me hace ver que si una oveja se mete por estos lugares
rocosos tiene mucha probabilidad de
producirse heridas. A pesar de todo, aquella salpicadura de rojo me produjo una
súbita sorpresa desagradable y me obligó por un instante a retroceder
horrorizado, alejándome del viejo arco romano. Un aliento fétido parecía
brotar desde las negras profundidades en que yo hubiera querido penetrar con la
vista. ¿Sería realmente posible que acechase desde más adentro algún ser innominado,
algún monstruo espantoso? Antaño, cuando yo era un hombre fuerte, habría sido
incapaz de dejarme llevar por esa clase de sentimientos, pero cuando uno pierde
la salud se vuelve más nervioso y más expuesto a imaginar fantasías.
De
momento sentí flaquear mi resolución, y parecí dispuesto a dejar que el secreto
de la vieja mina, si es que existe siguiese oculto. Pero esta noche he vuelto a
sentir el interés de antes, y mis nervios se han hecho más fuertes. Confío en
que mañana penetraré más a fondo en el problema.
Abril 22.
Vamos
a ver si logro poner por escrito con la mayor exactitud posible el
extraordinario hecho que me ocurrió ayer. Salí por la tarde y me dirigí a la
cueva de
Juan Azul. Confieso que cuando me puse a
mirar hacia sus profundidades volvieron a despertarse mis recelos y me pesó el
no haberme hecho acompañar por otra persona en mi exploración. Por último, al
robustecer de nuevo mi resolución, encendí una vela, me abrí camino por entre
los escaramujos y bajé hasta el pozo de mina abierto en la roca.
La
galería bajaba en ángulo recto en un trecho de unos cincuenta pies, y el suelo
estaba recubierto de piedras rotas. Desde allí arrancaba un pasillo largo y
estrecho, abierto en la roca sólida. Yo no soy geólogo, pero puedo afirmar con
seguridad que el revestimiento de esa galería era de un material más duro que
la piedra caliza, porque en algunos sitios pude ver las señales dejadas por las
herramientas empleadas por los antiguos mineros en sus excavaciones, y que
estaban tan frescas como si se hubiesen hecho el día anterior. Avancé dando
tropezones por aquel pasillo extraño, de un mundo antiguo. La débil llama de mi
vela proyectaba a mi alrededor un círculo de luz crepuscular que contribuía a
dar un aspecto más amenazador y tétrico a las sombras que se alzaban más allá.
Llegué
por último a un lugar en el que el túnel abierto por los romanos desembocaba en
una caverna excavada por las aguas. Constituía un salón inmenso, del que
colgaban largos carámbanos blancos, formados por depósitos calizos. Distinguí
confusamente desde aquella cámara central una cantidad de pasadizos abiertos
por las corrientes subterráneas de agua que penetraban hasta perderse en las
profundidades de la tierra. Me encontraba en ese lugar, dudando entre volver
sobre mis pasos o aventurarme a penetrar todavía más en el peligroso laberinto,
cuando mi mirada tropezó con algo que había a mis pies y que me llamó
poderosamente la atención.
La
mayor parte del piso de la caverna estaba cubierta de guijarros y de duras incrustaciones
de cal, pero en ese sitio precisamente había caído una gotera desde el elevado
techo, dejando un trozo de barro blanduzco. En el centro mismo de esa
superficie se veía una huella enorme, una marca mal definida, profunda, ancha e
irregular, como si allí hubiese caído una piedra muy grande. Sin embargo, no se
veía alrededor ninguna piedra suelta, ni indicio alguno que pudiera explicar
aquella huella. Era demasiado grande para ser producida por algún animal
conocido y, además, sólo se veía una huella, aunque la superficie de barro era
lo bastante espaciosa para poder salvarla de una sola zancada. Debo confesar
que al enderezarme, después de examinar aquella extraña huella, miré en torno
mío hacia las sombras negras que me envolvían y sentí por un instante que el
corazón me daba un vuelco desagradable, y que, por más que yo me esforzaba en
evitarlo, la vela temblaba en mi mano extendida.
Sin
embargo, no tardé en recobrar mi serenidad, reflexionando en lo absurdo que
resultaba el asociar aquella enorme y disforme marca con la pisada de alguno de
los animales conocidos. Ni siquiera un elefante habría podido producirla. Me
dije, pues, que ningún miedo difuso e irracional me impediría llevar a delante
mi exploración. Antes de seguir adelante, tomé buena nota de una curiosa
formación de rocas que había en la pared y que me serviría para reconocer la
entrada al túnel romano. Era una precaución muy necesaria, porque la gran
cueva, por lo que yo podía advertir, estaba cortada por diferentes pasillos.
Una vez adquirida la seguridad de mi situación, y reafirmado mi ánimo mediante
el examen de las velas de repuesto y de las cerillas que llevaba, avancé con
lentitud por la superficie rocosa y desigual de la cueva.
Llego
ahora al punto en que me ocurrió el inesperado e irreparable desastre.
Encontré cortado mi camino por una corriente de agua de unos veinte pies de
anchura, y caminé un trecho por la orilla, a fin de descubrir algún sitio en el
que pudiera cruzarla sin descalzarme. Llegué, por último, a un lugar en el que
una única piedra plana que quedaba hacia la mitad sobresalía del agua y a la
que yo calculé podría llegar de una sola zancada. Pero la roca había sido
comida por las aguas en su base, de modo que, al poner yo en ella mi pie, se
tumbó de costado y me precipitó dentro de aquellas aguas extremadamente
heladas. Se me apagó la vela, y me encontré tanteando en medio de una oscuridad
total y absoluta.
Volví
a ponerme de pie, más bien divertido que alarmado por mi aventura. La vela se
me había escapado de las manos perdiéndose en el arroyo, pero llevaba en el
bolsillo otras dos, y saqué mi caja de cerillas para encender una. Sólo
entonces comprendí mi situación. Al caer yo al agua, la caja de cerillas había
resultado empapada, y me fue imposible encender alguna.
Al
comprender mi estado sentí como que una mano de hielo me apretaba el corazón.
La oscuridad era opaca y horrible. Resultaba tan absoluta que, al levantar la
mano para acercarla a la cara producía la impresión de que se palpaba una cosa
sólida. Permanecí sin moverme, y logré, mediante un esfuerzo de voluntad,
recobrar la calma. Traté de rehacer en mi mente un mapa del suelo de la caverna
tal como lo había visto hacía un instante. Por desgracia, los detalles que habían
quedado grabados en mi imaginación estaban todos a gran altura en las paredes,
y no me era posible descubrirlos al tacto. Sin embargo, recordé de una manera
general la situación de esas paredes y me animó la esperanza de que,
tanteándolas, llegaría por fin a la abertura del túnel romano. Moviéndome con
mucha lentitud, y golpeando constantemente las rocas, me lancé a mi desesperada
búsqueda.
No tardé, sin embargo, en comprobar que mi empeño
era imposible. En aquella oscuridad tenebrosa y aterciopelada, se perdían
instantáneamente las orientaciones. No había caminado una docena de pasos, y
ya me encontraba totalmente desconcertado acerca de mis andanzas. El murmullo
de la corriente, único ruido que se oía, me indicó mi situación; pero en el
momento mismo en que me aparté de su orilla me vi perdido por completo. La
pretensión de desandar mi camino, en medio de aquella absoluta oscuridad y en
aquel laberinto de piedra caliza, era evidentemente imposible.
Me
senté encima de un peñasco y medité en mi desdichada situación. No había dicho
a nadie que pensaba penetrar en la mina de Juan Azul, y no era, por tanto,
probable que se organizase una expedición para buscarme. Tenía, pues, que
contar únicamente con mis propios recursos para salir indemne del peligro. Me
cabía una esperanza: la de que las cerillas se secasen. Sólo la mitad de mi
cuerpo quedó empapado de agua al caer dentro del arroyo. Mi hombro izquierdo
había permanecido fuera. Saqué, pues, mi caja de cerillas y la coloqué en mi
axila izquierda. Quizá el calor de mi cuerpo pudiera contrarrestar la humedad
del aire de la caverna; pero aún así, yo sabía que tendrían que pasar muchas
horas para poder encender una cerilla. Entre tanto, no me quedaba otro recurso
que esperar.
Quiso
mi buena suerte que antes de salir de la casa de la granja me echase al
bolsillo varios bizcochos. Los devoré, y me eché un trago de agua de aquel
lamentable arroyo que era la causa de todas mis desgracias. Acto continuo,
tanteé entre las rocas, buscando un lugar cómodo en que sentarme. Una vez que
hube encontrado sitio para apoyar mi espalda, alargué las piernas y me dediqué
a esperar. Me molestaban mucho la humedad y el frío, pero traté de darme
ánimos
diciéndome que la ciencia moderna prescribía
las ventanas abiertas y los paseos, con cualquier tiempo que hiciese, para
curar mi enfermedad. Gradualmente, arrullado por el monótono murmullo del
arroyo, y por la oscuridad total, caí en un sueño intranquilo.
Ignoro
el tiempo que duró. Quizá transcurrió una hora, o quizá varias. Súbitamente me
erguí en mi cama de piedra, con todos los nervios vibrando, y todos mis
sentidos alertados. Sin duda alguna yo había oído un ruido: uno muy diferente
al de las aguas. Ese ruido había cesado, pero seguía vibrando dentro de mis oídos.
¿Se trataría de una expedición que venía en mi busca? En ese caso habrían
lanzado gritos con toda seguridad, y por confuso que resultara el que me había
despertado era un ruido muy diferente de la voz humana. Permanecí sentado
anhelante y sin atreverme casi a respirar. ¡Otra vez el ruido! ¡Y otra más
hasta convertirse en continuo! Eran pasos; sí, con toda seguridad eran pasos
de algún ser viviente. ¡Pero qué pasos aquellos! Daban la impresión de un peso
enorme transportado sobre unos pies esponjosos y producían un sonido apagado,
pero que retumbaba en los oídos. La oscuridad seguía siendo absoluta, pero los
pasos eran regulares y resueltos. Y esos pasos, sin duda venían en mi
dirección.
La
piel se me escalofrió, y todos mis cabellos se erizaron oyendo las pisadas
firmes y potentes. Allí había algún animal y, a juzgar por la velocidad de su
avance, era un ser que veía en la oscuridad. Me agazapé, pegándome al suelo,
en un esfuerzo por confundirme con él. Las pisadas se oyeron más cerca, se
detuvieron, y de pronto llegó hasta mis oídos el ruido de lengüetazos y de
gorgoteos. Aquel animal bebía en el arroyo. Se produjo de nuevo el silencio,
roto únicamente por una sucesión de largos olfateos y bufidos de un volumen y
energía tremendos. ¿Había captado mi presencia? Mis narices aspiraban, desde
luego, un olor fétido, irrespirable y repugnante. Volví a escuchar las pisadas,
esta vez en la orilla del arroyo en que yo estaba. A pocas yardas de mí se oyó
un estrépito de piedras. Me agazapé en mi roca sin respirar casi. De pronto las
pisadas se fueron alejando. Oí chapoteos, como si el animal cruzase la
corriente de agua, y después el ruido fue muriendo a lo lejos, en la dirección
por donde había venido.
Permanecí
largo tiempo sobre la roca, porque el horror que sentía me impedía moverme. Me
acordé del ruido que había escuchado desde la entrada de la caverna y que
procedía de sus profundidades; me acordé de los temores de Armitage, de la
extraña huella en el barro y, como coronamiento de todo y como prueba absoluta
de que existía en efecto algún monstruo inconcebible, de una cosa totalmente
del otro mundo y totalmente espantosa, que se escondía y acechaba en el
interior de la montaña hueca. No podía imaginarme ni su naturaleza ni sus
formas, aparte de que era al mismo tiempo gigantesco y de pies como
consistentes. La lucha entre mi razón, que me decía que eran imposibles esas
cosas, y mis sentidos, que me aseguraban su existencia, seguía furiosa en mi
interior, mientras estaba allí tumbado en el suelo. Llegué, por último, a
convencerme casi de que aquello no era sino una parte cíe alguna siniestra
pesadilla, porque mi estado físico anormal era capaz de haber creado una
alucinación. Pero me quedaba una última experiencia que arrancaría la última
posibilidad de duda de mi cerebro.
Saqué
las cerillas de debajo de mi axila y las palpé; me produjeron la impresión de
estar secas y duras. Me agaché hasta una hendidura de las rocas y probé encender
una. Con gran alegría de mi corazón, prendió en el acto. Encendí la vela y
después de dirigir una ojeada de espanto hacia atrás, tratando de penetrar en
las profundidades lóbregas de la caverna, me precipité hacia el túnel romano.
Al hacerlo tuve que cruzar por el espacio cubierto de barro en el que
anteriormente había encontrado la enorme huella. Volví a quedarme inmóvil,
preso de asombro, porque en su superficie descubrí otras tres similares,
enormes de tamaño, irregulares de silueta, y de una profundidad que daba a
entender el gran peso que las había producido. Se apoderó de mí un terror
espantoso. Agachado y protegiendo mi vela con la mano, corrí, presa de un
miedo frenético hasta el túnel rocoso, seguí corriendo y no me detuve hasta
que, con los pies doloridos y mis pulmones jadeantes, trepé por la cuesta
pedregosa final. Me abrí paso violentamente por la maraña de arbustos y me
dejé caer agotado sobre el suave césped, bajo la sosegada luz de las
estrellas. Cuando llegué a la casa de la granja eran las tres de la mañana, y
hoy me encuentro fláccido y tembloroso, después de mi terrible aventura. Aún no
se la he contado a nadie. Debo proceder en este asunto con precaución. ¿Qué
irían a pensar estas pobres mujeres solitarias, o estos palurdos incultos, si
yo les contara lo que me ha ocurrido? Hablaré con alguien que sea capaz de
comprender y de aconsejar.
Abril 25.
Permanecí
en cama dos días después de mi increíble aventura de la caverna. Empleo el
adjetivo increíble en un sentido muy literal, porque, con posterioridad a mi
primera experiencia, he tenido otra que me ha producido casi tanto terror como
aquélla. He dicho que buscaba alguien que pudiera aconsejarme. A pocas millas
de distancia de la granja tiene su consulta un médico llamado Mark Johnson,
para el que traje una carta de recomendación que me entregó el profesor
Saunderson. Cuando me sentí con fuerzas suficientes para salir de casa, me hice
llevar hasta su consulta, y procedió a realizar un examen cuidadoso de mi organismo,
fijándose de una manera especial en mis reflejos y en las pupilas de mis ojos.
Cuando terminó su examen, se negó a referirse a mi aventura, alegando que era
cosa que se salía de sus posibilidades; pero me entregó la tarjeta de un míster
Picton, de Castleton, aconsejándome que marchase inmediatamente a visitar a
este señor para contarle mi historia tal como se la había relatado a él. Me
aseguró que era justo el hombre que estaba, más que nadie, en condiciones de
ayudarme. En vista de eso, me dirigí a la estación y me trasladé hasta la
pequeña ciudad, que se encuentra a unas diez millas de distancia.
Debía
de ser el señor Picton a todas luces un personaje importante, porque su rótulo
metálico lucía en la puerta de un edificio de categoría, en las afueras de la
población. Iba ya a llamar, pero me acometió de pronto cierto recelo; crucé la
calle y me dirigí a una tienda que había allí cerca, y le pregunté al hombre
que había detrás del mostrador si podía darme algún informe acerca de míster
Picton. Él me contestó: ¡Vaya que si puedo! Es el mejor médico de locos que
existe en el Derbyshire, y su asilo está allá enfrente. Se comprenderá que
tardé muy poco en sacudir de mis pies el polvo de Castleton. Regresé a la
granja maldiciendo a todos los pedantes faltos de imaginación, que son
incapaces de concebir la posibilidad de que existan en el mundo cosas que nunca
tuvieron la oportunidad de cruzarse con sus pupilas de topos. Después de todo,
ahora que ya me he serenado, estoy dispuesto a reconocer que yo no mostré hacia
Armitage una simpatía mayor que la que a mí me mostró el doctor Johnson.
Abril 27.
Siendo
yo estudiante, tenía fama de ser hombre valeroso y emprendedor. Recuerdo que
en cierta ocasión en que varias personas anduvieron en Coltbridge a la caza de
un fantasma, fui yo quien permaneció en la casa embrujada. No sé si son los
años (aunque después de todo, sólo tengo treinta y cinco) o si es esta
enfermedad mía la que me ha hecho degenerar. Mi corazón tiembla, sin duda
alguna, cuando me pongo a pensar en la horrible caverna de la montaña, y en la
certidumbre de que está habitada por algún monstruoso inquilino. ¿Qué debo
hacer? A todas horas me planteo esa pregunta. Si yo me callo, el misterio seguirá
siendo misterio. Si digo algo, voy a despertar una alarma loca por toda esta
región, o voy a encontrar una incredulidad absoluta, cuya consecuencia podría
ser el meterme en un manicomio. Después de todo, creo que lo mejor que puedo
hacer es esperar, preparándome para alguna excursión mejor pensada y calculada
que la otra. Como paso preliminar, he ido a Castleton y me he proporcionado
varios elementos esenciales: una gran lámpara de acetileno en primer lugar, y,
en segundo, un buen rifle deportivo de dos cañones. Este último lo he
alquilado, pero he comprado una docena de cartuchos para caza mayor, capaces
de matar a un rinoceronte. Ya estoy preparado para entendérmelas con mi amigo
el troglodita. A lo que mejore mi salud y recupere una chispa de energía
pienso llegar con él a soluciones definitivas. ¿Pero quién es y de qué
naturaleza? Esa es, precisamente, la cuestión que me quita el sueño. ¡Cuántas
teorías formo que voy descartando sucesivamente! Resulta un problema
inimaginable. Sin embargo, la razón no puede pasar por alto aquel grito o
relincho, las huellas de los pies, el caminar dentro de la caverna. Me pongo a
meditar en las antiguas leyendas de dragones y otros monstruos. ¿Tendrán,
acaso, menos de cuentos fantásticos que lo que nosotros pensamos? ¿No ocultarán
quizá una realidad? En ese caso, sería yo el elegido entre todos los hombres
para hacerla conocer al mundo.
Mayo 3.
Los
caprichos de una primavera inglesa me han tenido inmovilizados por espacio de
varios días; pero durante ellos han ocurrido nuevos hechos cuyo alcance verdadero
y siniestro nadie más que yo está en condiciones de apreciar. He de decir que
las noches últimas han sido nubosas y sin luna, es decir, idénticas a aquellas
otras en las que, según los datos que poseo, desaparecían las ovejas. Pues
bien, también ahora han desaparecido. Dos pertenecían a la granja de las
señoritas Allerton, una a la del viejo Pearson, de Cat Walk, y otra a la de la
señora Moulton. Cuatro en tres noches. De las ovejas desaparecidas no ha
quedado el menor rastro, y por toda la región no se habla de otra cosa que de
gitanos y de ladrones de ovejas.
Pero
ha ocurrido algo que es más grave que todo eso. Ha desaparecido también el
joven Armitage. Salió de su casita del páramo a primera hora de la noche del
miércoles, y nada ha vuelto a saberse de él. Era hombre que no tenía lazos de
familia, y por eso su desaparición ha impresionado menos que si los hubiese
tenido. La explicación que circula entre la gente es que estaba endeudado y
que encontró colocación en alguna otra zona del país, desde la que no tardará
en escribir pidiendo que le envíen sus pertenencias. Sin embargo yo siento
graves recelos. ¿No es mucho más probable que esta última tragedia de las
ovejas desaparecidas lo haya impulsado a dar algunos pasos que le han acarreado
la muerte? Quizá estuvo, es una suposición, al acecho de la bestia y ésta se
lo llevó a sus escondrijos del interior de las montañas. ¡Qué final
inconcebible para un inglés civilizado del siglo XX! Sin embargo, yo tengo la
sensación de que es posible y hasta probable que haya ocurrido eso. Pero en tal
caso, ¿hasta qué punto dejo de ser responsable de la muerte de ese hombre y de
cualquier otra desgracia que pueda ocurrir? Sabiendo lo que yo sé, no cabe duda
de que es mi deber el que se tome alguna medida, o que la tome yo, si no hay
más remedio. Me he decidido por lo último, y esta mañana me presenté en el
puesto de Policía local y relaté mi historia. El inspector la copió en un
libro voluminoso y después me acompañó hasta la puerta, despidiéndose de mí con
una inclinación y con una seriedad digna de elogio; pero cuando yo caminaba por
el sendero de su jardín llegaron a mis oídos sus carcajadas. No me cabe duda de
que aquel hombre estaba contando mi aventura a los miembros de su familia.
Junio 10.
Escribo
lo que sigue, incorporado en mi cama, seis semanas después de la última
anotación que hice en este diario. Un hecho que me ha ocurrido y que sólo en
alguna rara ocasión ocurrió con anterioridad a otro ser humano, me ha dejado
terriblemente quebrantado de alma y de cuerpo. Pero he conseguido lo que me
proponía. Los peligros que suponía el animal espantoso que se cobijaba en la
caverna de Juan Azul han desaparecido para siempre. Yo, pobre inválido, he
llevado a cabo por lo menos esa hazaña en bien de la comunidad. Voy a relatar
el suceso lo más claramente que me sea posible.
La
noche del viernes 3 de mayo fue oscura y nubosa; era, pues, una noche tal y
como le convenía al monstruo para salir. Me puse en camino a eso de las once,
con mi linterna y mi rifle; pero antes dejé sobre la mesita de mi dormitorio
una carta en la que decía que, en caso de desaparecer yo, se me buscase por los
alrededores de la cueva. Me dirigí a la boca del túnel romano, y después de
encaramarme entre las rocas próximas a la entrada cerré el foco de mi linterna
y esperé pacientemente, teniendo a mano el rifle cargado.
Fue
una vigilia melancólica. Divisaba a lo largo de la cañada serpenteante las
luces, desparramadas aquí y allá, de las casas de la granja, y llegaba
débilmente hasta mis oídos el campaneo del reloj de la iglesia de Chapel-le
Dale al dar las horas. Esas pruebas de existencia de otros hombres no hacían
sino acrecentar mi sensación de soledad, exigiendo de mí un esfuerzo mayor para
sobreponerme al terror que me acometía continuamente y que me impulsaba a
regresar a la granja, abandonando para siempre aquella búsqueda peligrosa. Pero
en lo más profundo de cada hombre está enraizado el respeto de sí mismo, y ese
sentimiento hace que le sea muy duro el retroceder cuando se ha lanzado a una
empresa. Ese sentimiento de orgullo personal fue en esta ocasión el que me
salvó, y únicamente gracias a él me mantuve en mi puesto, aunque todos mis
instintos me arrastraban fuera de aquel lugar. Ahora me alegro de mi
fortaleza. Aunque sea mucho el precio que he tenido que pagar, mi hombría, por
lo menos, ha quedado libre de toda censura.
En
la iglesia lejana dieron las doce, la una y las dos. Eran las horas de mayor
oscuridad. Las nubes se deslizaban a poca altura y ni una sola estrella se descubría
en el firmamento. Allá por las rocas graznaba una lechuza, sin que se oyese
otro sonido fuera del suave suspirar del viento. ¡Y, de pronto, lo oí! Desde
las lejanas profundidades del túnel me llegó el ruido sordo de aquellas pisadas
tan blandas y sin embargo tan pesadas. Oí también el crujir de piedras que
cedían bajo aquellos pies gigantescos. Se fueron acercando más y más. Ya las
oía cerca de mi. Chasquearon los arbustos que rodeaban la boca de la cueva, y
tuve la sensación de que se dibujaba de una manera borrosa, en la oscuridad,
una figura enorme, la silueta de un ser monstruoso e informe, que salió, rápido
y muy silencioso, del túnel. El miedo y el asombro me paralizaron. Después de
la larga espera, cuando la tremenda sorpresa llegó, me encontró desprevenido.
Permanecí inmóvil y sin respirar, mientras aquella enorme masa negra pasaba
rápida por mi lado y se la tragaba la oscuridad de la noche.
Pero
dominé mis nervios para cuando el animal volviese a la caverna. En toda la
región circundante, entregada al sueño, no se oyó ruido alguno que delatase la
presencia del ser espeluznante que andaba suelto. No disponía de recurso alguno
para calcular a qué distancia se encontraría, qué estaba haciendo, o el momento
de su regreso. Pero no me fallarían otra vez los nervios, ni perdería por
segunda vez la ocasión de hacerle sentir mi presencia. Me lo juré entre
dientes, al mismo tiempo que depositaba mi rifle con el gatillo levantado
encima de la roca.
Pues
con todo eso, casi vuelve a ocurrir lo mismo. Ninguna advertencia tuve de que
el monstruo se aproximaba caminando sobre la hierba. Súbitamente volvió a surgir
ante mí una sombra negra y deslizante; el enorme volumen se dirigía hacia la
entrada de la caverna. De nuevo mi dedo permaneció agarrotado e impotente junto
al gatillo, en un ataque de parálisis de mi voluntad. Pero realicé un esfuerzo
desesperado para reaccionar. En el momento en que rechinaban los arbustos y la
bestia monstruosa se confundía con la oscuridad de la boca de la cueva, hice
fuego. Al resplandor del disparo pude captar la visión de una gran masa hirsuta,
de algo revestido de una pelambre áspera y cerdosa, de color blanquecino, que
se convertía en blanco en sus miembros inferiores. El tranco enorme del cuerpo
se apoyaba en patas cortas, gruesas y encorvadas. Apenas si tuve tiempo de
percibir eso, porque el animal se metió en su madriguera con gran estrépito de
piedras arrancadas a su paso. Instantáneamente, por efecto de una reacción
eufórica de mis sentimientos, me desprendí de mis miedos, descubrí el foco de
mi potente linterna, empuñé el rifle, salté desde mi roca y corrí tras el monstruo
por el viejo túnel romano.
Mi
magnífica lámpara proyectaba delante de mí un torrente de viva luminosidad, muy
distinto del apagado resplandor amarillo que doce días antes me había ayudado
a avanzar por aquel mismo pasillo. Sin dejar de correr, descubrí a la enorme
bestia que avanzaba delante mío, obstruyendo con su enorme cuerpo todo el
hueco, de pared a pared. El pelo del animal parecía como de burda estopa de
cáñamo, y le colgaba en largos y tupidos mechones que tomaban un movimiento
pendular cuando él se movía. Por su vellón se le hubiera calificado de enorme
carnero sin esquilar; pero su tamaño excedía al del más voluminoso elefante, y
su anchura parecía casi tanta como su estatura. Ahora que pienso en ello, me
produce asombro el que yo me atreviera a marchar por las entrañas de la tierra
persiguiendo a tan terrible monstruo; pero cuando le hierve a uno la sangre y
se tiene la impresión de que la pieza de caza huye, se despierta dentro de uno
el atávico espíritu del cazador y se prescinde de toda prudencia. Como a todo
lo que daban mis piernas, siguiendo al monstruo con mi rifle en la mano.
Había
tenido la ocasión de comprobar que el animal era veloz, y ahora iba a
descubrir a mis propias expensas que también era muy astuto. Me había imaginado
que huía presa de pánico, y que no me quedaba otra cosa por hacer que
perseguirlo. Ni por un momento surgió en mi cerebro exaltado la idea de que
pudiera volverse contra mí. He explicado ya que el túnel por el que yo avanzaba
corriendo desemboca en una gran caverna central. Me precipité en su interior,
temiendo que la bestia se me perdiera. Pero ya no huía, sino que dio media
vuelta y un momento después estábamos cara a cara.
Aquel
cuadro, visto a la luz brillante y blanca de la linterna, ha quedado para
siempre grabado en mi cerebro. El animal se había erguido sobre sus patas
traseras, como pudiera hacerlo un oso, y me dominaba con su estatura enorme y
amenazadora. Ni en mis pesadillas había aparecido ante mi imaginación un
monstruo semejante. He dicho que se irguió lo mismo que un oso, y, en efecto,
producía cierta impresión de oso -si es posible imaginarse un animal de esa
clase de un volumen diez veces mayor que cualquiera de los osos conocidos- en
el conjunto de su postura y actitud, en sus grandes y torcidas patas delanteras
armadas de garras de un color marfileño, en su piel afelpada y en su boca roja
y abierta, dotada de monstruosos colmillos. Sólo en una cosa se diferenciaba
de un oso y de cualquier otro animal de los que caminan por la tierra; una cosa
que en aquel momento supremo me produjo espanto al descubrirla: sus ojos, que
reflejaban la luz de mi propia linterna, y que consistían en unas bulbosidades
voluminosas y salientes, blancas y sin visión. Las grandes garras oscilaron un
instante por encima de mi cabeza y cayeron sobre mí; la linterna se quebró al
chocar con el suelo, y ya no recuerdo nada más.
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Cuando
recobré el conocimiento me encontraba en la granja de las Allerson. Habían
transcurrido un par de días desde mi espantosa aventura en el interior de la
cueva de Juan Azul. Por lo visto, permanecí toda la noche dentro de la caverna,
caído en el suelo e insensible, por efecto de una conmoción cerebral, con dos
costillas y el brazo izquierdo malamente fracturados. Descubrieron por la
mañana la carta que yo había dejado, se reunieron doce campesinos para formar
una expedición de búsqueda, siguieron mi huella y me transportaron a mi
dormitorio, donde había permanecido presa de una fiebre delirante. Por lo
visto, no se descubrió rastro alguno del animal, ni tampoco manchas de sangre
que indicasen que mi disparo había dado en el blanco. No había nada que
demostrara la veracidad de mis relatos, fuera de mi propia afirmación y de las
huellas impresas en el barro.
Han
transcurrido seis semanas y estoy ya en condiciones de sentarme al sol. Frente
a mí se alza la escarpada ladera del monte, formada de rocas grises y quebradizas,
y allá, en el costado de esas rocas, está la negra hendidura que marca la boca
de la cueva de Juan Azul. Pero ya no inspira terror: por ese túnel de mal
agüero no volverá a salir al mundo de los seres humanos ningún monstruo
espantable y extraño. Las personas cultas y científicas, los doctores Johnson y
otros, se sonreirán al leer este relato; pero las gentes humildes de aquellas
tierras no han dudado nunca de que sea verdad. Al siguiente día que yo
recobrara el conocimiento, se congregaron por centenares alrededor de la cueva
de Juan Azul. He aquí como lo relata el Castleton Courier.
Fue
inútil que nuestro corresponsal, o alguno de los señores audaces que habían
venido desde Matlock, Buxton y otros lugares, entraran en la caverna para
llevar su exploración hasta el final y para poner de ese modo decisivamente
aprueba el relato extraordinario del doctor James Hardcastle. Los campesinos
habían tomado en sus manos el asunto, y desde primeras horas de la mañana estaban
trabajando arduamente para cerrar la boca del túnel. Al principio de la
bocamina hay una pendiente muy marcada y por ella muchas manos voluntarias se
dedicaron a dejar caer grandes cantos de roca, hasta que la cueva quedó
absolutamente tapiada. De esa manera concluye el episodio que ha despertado
encontradas opiniones por toda esta zona. Por un lado, hay gentes que hacen
notar el mal estado de salud del doctor Hardcastle, dejando entrever la
posibilidad de que lesiones cerebrales de origen tuberculoso hayan sido las
causantes de extrañas alucinaciones. Según estos señores, el doctor se vio
empujado por alguna idea fija a meterse por el túnel, bastando la hipótesis de
una caída entre las rocas para explicar sus heridas. Por otro lado, desde hace
meses circulaba la leyenda de que existía un ser extraño dentro de la cueva, y
los campesinos encuentran la corroboración definitiva de esa leyenda en el
relato del doctor Hardcastle y sus heridas. Tal es la situación en que se
encuentra el asunto, y en ella seguirá, porque no creemos que exista ya
solución definitiva del problema. Una explicación científica de los hechos que
se alegan está fuera del alcance del ingenio humano.
Quizá
el Courier hubiera debido enviar a su representante a entrevistarse conmigo
antes de publicar ese suelto. Yo he meditado en el asunto como nadie ha tenido
ocasión de hacerlo, y es muy posible que pudiera solventar algunas de las
dificultades más inmediatas que ofrece el relato llevándolo a un punto más
fácil de ser aceptado por la ciencia. Voy, pues, a dejar constancia de la única
explicación que me parece válida en lo que a mí me consta sobre una serie de
hechos reales, porque lo he pagado a buen precio. Quizá mi teoría resulte disparatada
e improbable; pero nadie podrá al menos, aventurarse a afirmar que es
imposible.
Mi
punto de vista -formado, como puede verse, por mi diario, antes de mi aventura
personal- es que existe en esta parte de Inglaterra un gran mar o lago
subterráneo, alimentado por gran número de arroyos cuyas aguas penetran a
través de la piedra caliza. En todo lugar donde existe un gran caudal de agua
almacenada, se produce también alguna evaporación, con nieblas o lluvia, y una
posibilidad de vida vegetal. Esto sugiere a su vez la existencia de alguna vida
animal, originada, al igual que la vegetal, de semillas y de tipos de seres
vivos que surgieron en algún período primitivo de la historia del mundo, cuando
resultaba más fácil la comunicación con la atmósfera exterior. El lugar en
cuestión presenció el desarrollo de una fauna y de una flora propias entre
aquélla figuraban monstruos como el que yo he visto, que pudiera muy bien ser
el antiguo oso de las cavernas, enormemente desarrollado y modificado por el
nuevo medio. Los seres del exterior y los del interior de la tierra, vivieron
separados durante incontables edades, y fueron diferenciándose cada vez más.
Posteriormente se produjo en las profundidades de la montaña alguna hendidura
que hizo posible que uno de esos animales saliese por ella y, avanzando por el
túnel romano, llegara hasta la superficie de la tierra. Ese animal, como todos
los seres de la vida subterránea, había perdido su facultad visual; pero
habría encontrado, sin duda, una compensación que la naturaleza le
proporcionaría en otras direcciones. Poseería con seguridad el sentido de la
orientación, que le permitía salir al exterior y cazar el ganado lanar que
pastaba en la ladera del monte. En cuanto a que ese monstruo elegía las noches
oscuras, sostengo la suposición de que la luz hería dolorosamente aquellos
grandes globos blancos que sólo podían sufrir la oscuridad más absoluta y
tenebrosa. Fue quizá el resplandor de mi linterna lo que me salvó la vida en
aquel momento espeluznante en que estuvimos cara a cara. Esa es la explicación
que doy• del acertijo. Dejo constancia de los hechos, y quien se sienta capaz
de explicarlos, que lo haga; y quien prefiera ponerlos en duda, está en su
derecho. Ni su creencia ni su incredulidad pueden alterarlos, ni pueden
tampoco afectar a un hombre cuya tarea se aproxima a su fin.
Así
terminaba el extraño relato del doctor James Hardcastle.
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