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viernes, 24 de mayo de 2013

EL ESPANTO DE LA CUEVA DE JUAN AZUL - Arthur Conan Doyle



Arthur Conan Doyle


            E1 relato que doy a continuación fue hallado entre los papeles del doctor James Hardcastle, que murió (le tuberculosis el día 4 de febrero de 1908. en el número 36, Upper Coventry Flats. South Kensington. Las personas que reas lo trataron, aunque rehusaron manifestar una opinión en lo relativo a este escrito, afirman con unanimidad que era un hombre sobrio v (le inteligencia (le tipo científico, desprovisto por completo de imaginación. siendo por demás improbable que inventase una serie cualquiera (le hechos irreales. El documento se halló dentro ole un sobre rotulador así: Breve relato (le los hechos ocurridos cerca (le la granja (le miss Allerton en el Nort-West Derbyshire durante la primavera del pasado año. El sobre estaba lacrado y en la otra cara. escrito con lápiz se leía lo siguiente:
           
            Queridos Seaton:
            Quizá le interese, y acaso le duelo. el saber que la incredulidad con que usted escuchó mi historia me ha impedido decir en otro momento una sola palabra de nuevo acerca del tema. Dejo este relato paree después de mi muerte, siendo posible gire algunos desconocidos tengan en mí una confianza mayor que la que tuvo un amigo mío.

            No han tenido éxito mis averiguaciones para poner en claro quién pudo ser este Seaton. Agregaré que ha podido probarse de manera terminante que el difunto visitó la granja de Allerton, y, en términos generales, la índole de las alarmas que hubo en ese lugar, con inde­pendencia del relato que hace el autor. Después de este exordio, paso a copiar el documento tal como él lo escribió. Tiene forma de Diario, y algunas de sus ano­taciones fueron ampliadas, mientras que otras pocas fueron borradas.


Abril 17.


            Estoy ya sintiendo los beneficios de estos magníficos aires de las tierras altas. La granja de los Allerton que­da a catorce mil veinte pies sobre el nivel del mar, de modo que existen razones para que el clima sea repa­rador. Fuera de mis accesos matinales corrientes de tos, experimento muy pocas molestias y, entre la leche recién ordeñada y el camero criado en la granja mis­ma, creo que tengo muchas probabilidades de ganar en peso. Espero dejar complacido a Saunderson.
            Las dos señoritas Allerton son dos mujercitas extra­ñas y cariñosas, dos solteronas muy trabajadoras, dis­puestas siempre a emplear generosamente, con un in­válido desconocido, el corazón que hubieran podido dedicar a un marido y a unos hijos suyos. Las soltero­nas son, sin duda, personas muy útiles y constituyen una de las fuerzas de reserva de la comunidad huma­na. Se habla de las mujeres superfluas, pero ¿qué seria del pobre hombre superfluo sin la cariñosa presencia de aquéllas? A propósito, estas dos mujeres sencillas tardaron muy poco en dar a conocer el porqué Saun­derson me había recomendado su granja. Este profesor es también hombre salido de las filas, y creo que en su juventud anduvo por estos campos no mucho mejor vestido que un espantapájaros.
            El lugar es muy apartado y solitario, y los paseos resultan extraordinariamente pintorescos. La granja com­prende tierras de pastoreo en el fondo de una cañada o valle estrecho irregular. A uno y otro lado de la cañada se alzan las fantásticas colinas de piedra caliza, formadas por una roca tan blanda que se puede rom­per con las manos. Toda la región está llena de oque­dades. Si fuese posible golpearla con algún martillo gigantesco retumbaría lo mismo que un tambor, si es que no se hunde por completo y deja al descubierto algún enorme mar subterráneo. Que existe un mar subterráneo, no cabe duda, porque los arroyos se pier­den por todas partes en la montaña misma y ya no vuelven a reaparecer. Hay por todas partes bocas abier­tas en la roca, y entrando por ellas se encuentra uno dentro de grandes cavernas, que penetran hasta las entrañas de la tierra. Yo dispongo de una pequeña linterna de bicicleta, y constituye un constante gozo para mí el entrar con ella en esas extrañas soledades, para contemplar los maravillosos juegos de plata y de negrura que se producen cuando proyecto su luz so­bre las estalactitas que cuelgan en pliegues de los altos techos. Cierra uno la lámpara, y se ve rodeado de las más negras tinieblas. La abre, y se le presenta un escenario propio de las mil y una noches.
            Pero una de esas extrañas aberturas o cuevas des­piertan un interés especial, porque es obra de la mano del hombre y no de la naturaleza. Cuando llegué a esta región no había oído hablar nunca de Juan Azul. Ese nombre se da a un mineral característico, de una precio­sa tonalidad morada, que sólo se ha descubierto en uno o dos lugares del mundo. Es tan raro ese mineral, que un jarrón corriente de Juan Azul se tasaría en un precio muy elevado. Los romanos, llevados por su extraordinario ins­tinto, descubrieron que era posible hallarlo en esta caña­da y perforaron una profunda galería horizontal en el costado de la montaña. La apertura de su mina es cono­cida con el nombre de la cueva de Juan Azul, y forma un arco perfecto en la roca, con una entrada cubierta de arbustos y hierbas. La galería que abrieron los romanos es peligrosa y corta. En su desarrollo se encuentran algu­nas grandes cavernas excavadas por las aguas, de mane­ra que quien intente penetrar en la cueva de Juan Azul hará bien en ir marcando el camino y en llevar una buena provisión de velas, porque de otro modo, es posi­ble que no vuelva a salir jamás a la luz del día. Todavía no he penetrado mucho en la cueva, pero hoy mismo estuve en la boca del túnel en forma de arco, y después de intentar penetrar con la mirada en los espacios tene­brosos que quedan más allá, hice voto de que, cuando recobre la salud, dedicaré algunas vacaciones a explorar las simas misteriosas y a descubrir por mí mismo hasta qué profundidad penetraron los romanos en las monta­ñas del Derbyshire.
            ¡Qué extrañamente supersticiosos son estos campe­sinos! Yo no habría creído nunca tal cosa en el joven Armitage, que es hombre de cierta cultura y personali­dad, muy refinado para la posición social que tiene en la vida. Me hallaba yo en la boca de la cueva de Juan Azul cuando se me acercó, después de cruzar el cam­po, y me dijo:
            -Doctor, veo que usted no conoce el miedo.
            -¡El miedo! ¿de qué habría de tenerlo? -le contesté. Armitage apuntó con un respingo de su dedo pul­gar hacia la negra caverna, y contestó:
            -De eso. Del ser espantoso que vive dentro de la cueva de Juan Azul.
            ¡De qué manera más absurdamente fácil surge una leyenda en las regiones aisladas y solitarias! Le hice preguntas al joven acerca de los motivos que tenía para su absurda creencia. Dijo que desaparecen de cuando en cuando los animales lanares que pastan en estos campos, y, según Armitage, es que hay alguien que se los lleva. No hubo manera de que aceptase la explicación de que esas ovejas desaparecidas se pudie­ron extraviar por sí solas, perdiéndose entre las monta­ñas. En cierta ocasión, se descubrieron un charco de sangre y algunos mechones de lana. Le dije que tam­bién eso podía explicarse de una manera muy natural. Además, los animales desaparecían siempre en noches muy oscuras, nubosas y sin luna. Le repliqué con la explicación evidente de que los vulgares ladrones de ovejas elegirían naturalmente esa clase de noches para operar. En otra ocasión abrieron un agujero en una pared, y algunas de las piedras quedaron desparrama­das a mucha distancia. Opiné que eso era obra de la mano del hombre. Por último, Armitage enlazó todos sus razonamientos, asegurándome que él, con sus pro­pias orejas, había oído al monstruo. Sí, señor, y cual­quiera podría oírlo si permanece en la boca de la cueva el tiempo suficiente. Yo no pude menos que sonreírme al oír aquello, sabiendo como sé que un sistema subterráneo de corrientes de agua entre los abismos de una formación caliza produce extrañas re­verberaciones de sonido. Mi incredulidad dejó mohíno a Armitage. Se alejó de mí con algo de brusquedad.
            Llegamos ahora al punto más extraño de todo el caso. Me encontraba yo todavía próximo a la boca de la caverna, dando vueltas en mi cerebro a las varias afirma­ciones de Armitage, y diciéndome cuán fácil tarea resul­taba la de explicarlas, cuando súbitamente, desde lo pro­fundo del túnel que tenía a mi lado, llegó hasta mis oídos un ruido por demás extraordinario. ¿Cómo lo describiré? En primer lugar, parecía venir desde muy lejos, desde lo profundo de las entrañas de la tierra. En segun­do lugar, y a pesar de esa impresión de distancia, era muy fuerte. Por último, no consistía en un retumbo, ni en un crujido, ideas -ambas que uno asocia con la caída de agua o con el rodar de las rocas. Era un sonido penetran­te, trémulo y lleno de vibraciones; algo que sugería el relincho de un caballo. Aquello constituía, desde luego, un hecho extraordinario que, de momento al menos, debo reconocerlo, presentaba en un nuevo aspecto lo que me había dicho Armitage. Esperé cerca de la boca de la cueva de Juan Azul durante más de media hora, pero ya no volvió a escucharse ese ruido, de modo que terminé por regresar a la casa de la granja, bastante intrigado por lo que había ocurrido.
            Estoy resuelto a explorar aquella caverna cuando recupere mis fuerzas. Naturalmente, que la explicación de Armitage resulta demasiado absurda para tomarla en serio; sin embargo, no se puede negar que aquel ruido era por demás extraordinario. Todavía me parece escucharlo mientras escribo estas líneas.


Abril, 20.


            Llevo realizadas varias excursiones hasta la cueva de Juan Azul en los últimos tres días, e incluso he penetrado un corto trecho en ella; pero mi linterna de bicicleta es tan pequeña y tan débil que no me arriesgo muy adentro. Lo realizaré de una manera más sistemática. No he vuelto a oír el menor ruido, y casi he llegado a creer que he sido víctima de alguna alucinación, producida quizá como consecuencia de la conversación sostenida con Armitage. Desde luego, todo ello es absurdo; sin embargo, no tengo más remedio que reconocer que estos arbustos de la entrada de la cueva producen la impresión de que algún animal de mucho peso se hubiese abierto paso a la fuerza por entre ellos. Empiezo a sentir un vivo interés. Nada he dicho a las señoritas Allerton, porque bastante supersticiosas son ya; pero sí que he comprado algunas velas, y tengo el propósito de llevar a cabo investigacio­nes por mí mismo.
            Esta mañana me fijé en que entre los numerosos mechones de lana de oveja que hay en los arbustos de las proximidades de la caverna había uno manchado de sangre. Claro está que mi razón me hace ver que si una oveja se mete por estos lugares rocosos  tiene mucha probabilidad de producirse heridas. A pesar de todo, aquella salpicadura de rojo me produjo una súbi­ta sorpresa desagradable y me obligó por un instante a retroceder horrorizado, alejándome del viejo arco ro­mano. Un aliento fétido parecía brotar desde las negras profundidades en que yo hubiera querido penetrar con la vista. ¿Sería realmente posible que acechase desde más adentro algún ser innominado, algún monstruo espantoso? Antaño, cuando yo era un hombre fuerte, habría sido incapaz de dejarme llevar por esa clase de sentimientos, pero cuando uno pierde la salud se vuel­ve más nervioso y más expuesto a imaginar fantasías.
            De momento sentí flaquear mi resolución, y parecí dispuesto a dejar que el secreto de la vieja mina, si es que existe siguiese oculto. Pero esta noche he vuelto a sentir el interés de antes, y mis nervios se han hecho más fuertes. Confío en que mañana penetraré más a fondo en el problema.


Abril 22.


            Vamos a ver si logro poner por escrito con la mayor exactitud posible el extraordinario hecho que me ocu­rrió ayer. Salí por la tarde y me dirigí a la cueva de
Juan Azul. Confieso que cuando me puse a mirar hacia sus profundidades volvieron a despertarse mis recelos y me pesó el no haberme hecho acompañar por otra persona en mi exploración. Por último, al robustecer de nuevo mi resolución, encendí una vela, me abrí camino por entre los escaramujos y bajé hasta el pozo de mina abierto en la roca.
            La galería bajaba en ángulo recto en un trecho de unos cincuenta pies, y el suelo estaba recubierto de piedras rotas. Desde allí arrancaba un pasillo largo y estrecho, abierto en la roca sólida. Yo no soy geólogo, pero puedo afirmar con seguridad que el revestimiento de esa galería era de un material más duro que la piedra caliza, porque en algunos sitios pude ver las señales dejadas por las herramientas empleadas por los antiguos mineros en sus excavaciones, y que estaban tan frescas como si se hubiesen hecho el día anterior. Avancé dando tropezones por aquel pasillo extraño, de un mundo antiguo. La débil llama de mi vela pro­yectaba a mi alrededor un círculo de luz crepuscular que contribuía a dar un aspecto más amenazador y tétrico a las sombras que se alzaban más allá.
            Llegué por último a un lugar en el que el túnel abierto por los romanos desembocaba en una caverna excavada por las aguas. Constituía un salón inmenso, del que colgaban largos carámbanos blancos, formados por depósitos calizos. Distinguí confusamente desde aquella cámara central una cantidad de pasadizos abiertos por las corrientes subterráneas de agua que penetraban hasta perderse en las profundidades de la tierra. Me encontra­ba en ese lugar, dudando entre volver sobre mis pasos o aventurarme a penetrar todavía más en el peligroso labe­rinto, cuando mi mirada tropezó con algo que había a mis pies y que me llamó poderosamente la atención.
            La mayor parte del piso de la caverna estaba cu­bierta de guijarros y de duras incrustaciones de cal, pero en ese sitio precisamente había caído una gotera desde el elevado techo, dejando un trozo de barro blan­duzco. En el centro mismo de esa superficie se veía una huella enorme, una marca mal definida, profunda, ancha e irregular, como si allí hubiese caído una piedra muy grande. Sin embargo, no se veía alrededor ninguna pie­dra suelta, ni indicio alguno que pudiera explicar aquella huella. Era demasiado grande para ser producida por algún animal conocido y, además, sólo se veía una hue­lla, aunque la superficie de barro era lo bastante espacio­sa para poder salvarla de una sola zancada. Debo confe­sar que al enderezarme, después de examinar aquella extraña huella, miré en torno mío hacia las sombras negras que me envolvían y sentí por un instante que el corazón me daba un vuelco desagradable, y que, por más que yo me esforzaba en evitarlo, la vela temblaba en mi mano extendida.
            Sin embargo, no tardé en recobrar mi serenidad, reflexionando en lo absurdo que resultaba el asociar aquella enorme y disforme marca con la pisada de alguno de los animales conocidos. Ni siquiera un ele­fante habría podido producirla. Me dije, pues, que ningún miedo difuso e irracional me impediría llevar a delante mi exploración. Antes de seguir adelante, tomé buena nota de una curiosa formación de rocas que había en la pared y que me serviría para reconocer la entrada al túnel romano. Era una precaución muy ne­cesaria, porque la gran cueva, por lo que yo podía advertir, estaba cortada por diferentes pasillos. Una vez adquirida la seguridad de mi situación, y reafirmado mi ánimo mediante el examen de las velas de repuesto y de las cerillas que llevaba, avancé con lentitud por la superficie rocosa y desigual de la cueva.
            Llego ahora al punto en que me ocurrió el inespe­rado e irreparable desastre. Encontré cortado mi cami­no por una corriente de agua de unos veinte pies de anchura, y caminé un trecho por la orilla, a fin de descubrir algún sitio en el que pudiera cruzarla sin descalzarme. Llegué, por último, a un lugar en el que una única piedra plana que quedaba hacia la mitad sobresalía del agua y a la que yo calculé podría llegar de una sola zancada. Pero la roca había sido comida por las aguas en su base, de modo que, al poner yo en ella mi pie, se tumbó de costado y me precipitó dentro de aquellas aguas extremadamente heladas. Se me apagó la vela, y me encontré tanteando en medio de una oscuridad total y absoluta.
            Volví a ponerme de pie, más bien divertido que alarmado por mi aventura. La vela se me había escapa­do de las manos perdiéndose en el arroyo, pero lleva­ba en el bolsillo otras dos, y saqué mi caja de cerillas para encender una. Sólo entonces comprendí mi situa­ción. Al caer yo al agua, la caja de cerillas había resultado empapada, y me fue imposible encender al­guna.
            Al comprender mi estado sentí como que una mano de hielo me apretaba el corazón. La oscuridad era opaca y horrible. Resultaba tan absoluta que, al levantar la mano para acercarla a la cara producía la impre­sión de que se palpaba una cosa sólida. Permanecí sin moverme, y logré, mediante un esfuerzo de voluntad, recobrar la calma. Traté de rehacer en mi mente un mapa del suelo de la caverna tal como lo había visto hacía un instante. Por desgracia, los detalles que ha­bían quedado grabados en mi imaginación estaban to­dos a gran altura en las paredes, y no me era posible descubrirlos al tacto. Sin embargo, recordé de una ma­nera general la situación de esas paredes y me animó la esperanza de que, tanteándolas, llegaría por fin a la abertura del túnel romano. Moviéndome con mucha lentitud, y golpeando constantemente las rocas, me lancé a mi desesperada búsqueda.
No tardé, sin embargo, en comprobar que mi em­peño era imposible. En aquella oscuridad tenebrosa y aterciopelada, se perdían instantáneamente las orienta­ciones. No había caminado una docena de pasos, y ya me encontraba totalmente desconcertado acerca de mis andanzas. El murmullo de la corriente, único rui­do que se oía, me indicó mi situación; pero en el momento mismo en que me aparté de su orilla me vi perdido por completo. La pretensión de desandar mi camino, en medio de aquella absoluta oscuridad y en aquel laberinto de piedra caliza, era evidentemente imposible.
            Me senté encima de un peñasco y medité en mi desdichada situación. No había dicho a nadie que pen­saba penetrar en la mina de Juan Azul, y no era, por tanto, probable que se organizase una expedición para buscarme. Tenía, pues, que contar únicamente con mis propios recursos para salir indemne del peligro. Me cabía una esperanza: la de que las cerillas se secasen. Sólo la mitad de mi cuerpo quedó empapado de agua al caer dentro del arroyo. Mi hombro izquierdo había permanecido fuera. Saqué, pues, mi caja de cerillas y la coloqué en mi axila izquierda. Quizá el calor de mi cuerpo pudiera contrarrestar la humedad del aire de la caverna; pero aún así, yo sabía que tendrían que pasar muchas horas para poder encender una cerilla. Entre tanto, no me quedaba otro recurso que esperar.
            Quiso mi buena suerte que antes de salir de la casa de la granja me echase al bolsillo varios bizcochos. Los devoré, y me eché un trago de agua de aquel lamenta­ble arroyo que era la causa de todas mis desgracias. Acto continuo, tanteé entre las rocas, buscando un lugar cómodo en que sentarme. Una vez que hube encontrado sitio para apoyar mi espalda, alargué las piernas y me dediqué a esperar. Me molestaban mu­cho la humedad y el frío, pero traté de darme ánimos
diciéndome que la ciencia moderna prescribía las ven­tanas abiertas y los paseos, con cualquier tiempo que hiciese, para curar mi enfermedad. Gradualmente, arru­llado por el monótono murmullo del arroyo, y por la oscuridad total, caí en un sueño intranquilo.
            Ignoro el tiempo que duró. Quizá transcurrió una hora, o quizá varias. Súbitamente me erguí en mi cama de piedra, con todos los nervios vibrando, y todos mis sentidos alertados. Sin duda alguna yo había oído un ruido: uno muy diferente al de las aguas. Ese ruido había cesado, pero seguía vibrando dentro de mis oí­dos. ¿Se trataría de una expedición que venía en mi busca? En ese caso habrían lanzado gritos con toda seguridad, y por confuso que resultara el que me había despertado era un ruido muy diferente de la voz hu­mana. Permanecí sentado anhelante y sin atreverme casi a respirar. ¡Otra vez el ruido! ¡Y otra más hasta convertirse en continuo! Eran pasos; sí, con toda segu­ridad eran pasos de algún ser viviente. ¡Pero qué pasos aquellos! Daban la impresión de un peso enorme trans­portado sobre unos pies esponjosos y producían un sonido apagado, pero que retumbaba en los oídos. La oscuridad seguía siendo absoluta, pero los pasos eran regulares y resueltos. Y esos pasos, sin duda venían en mi dirección.
            La piel se me escalofrió, y todos mis cabellos se erizaron oyendo las pisadas firmes y potentes. Allí ha­bía algún animal y, a juzgar por la velocidad de su avance, era un ser que veía en la oscuridad. Me agaza­pé, pegándome al suelo, en un esfuerzo por confun­dirme con él. Las pisadas se oyeron más cerca, se detuvieron, y de pronto llegó hasta mis oídos el ruido de lengüetazos y de gorgoteos. Aquel animal bebía en el arroyo. Se produjo de nuevo el silencio, roto única­mente por una sucesión de largos olfateos y bufidos de un volumen y energía tremendos. ¿Había captado mi presencia? Mis narices aspiraban, desde luego, un olor fétido, irrespirable y repugnante. Volví a escuchar las pisadas, esta vez en la orilla del arroyo en que yo estaba. A pocas yardas de mí se oyó un estrépito de piedras. Me agazapé en mi roca sin respirar casi. De pronto las pisadas se fueron alejando. Oí chapoteos, como si el animal cruzase la corriente de agua, y después el ruido fue muriendo a lo lejos, en la direc­ción por donde había venido.
            Permanecí largo tiempo sobre la roca, porque el horror que sentía me impedía moverme. Me acordé del ruido que había escuchado desde la entrada de la caverna y que procedía de sus profundidades; me acordé de los temores de Armitage, de la extraña huella en el barro y, como coronamiento de todo y como prueba absoluta de que existía en efecto algún monstruo in­concebible, de una cosa totalmente del otro mundo y totalmente espantosa, que se escondía y acechaba en el interior de la montaña hueca. No podía imaginarme ni su naturaleza ni sus formas, aparte de que era al mismo tiempo gigantesco y de pies como consistentes. La lucha entre mi razón, que me decía que eran impo­sibles esas cosas, y mis sentidos, que me aseguraban su existencia, seguía furiosa en mi interior, mientras estaba allí tumbado en el suelo. Llegué, por último, a convencerme casi de que aquello no era sino una parte cíe alguna siniestra pesadilla, porque mi estado físico anormal era capaz de haber creado una alucina­ción. Pero me quedaba una última experiencia que arrancaría la última posibilidad de duda de mi cerebro.
            Saqué las cerillas de debajo de mi axila y las palpé; me produjeron la impresión de estar secas y duras. Me agaché hasta una hendidura de las rocas y probé en­cender una. Con gran alegría de mi corazón, prendió en el acto. Encendí la vela y después de dirigir una ojeada de espanto hacia atrás, tratando de penetrar en las profundidades lóbregas de la caverna, me precipité hacia el túnel romano. Al hacerlo tuve que cruzar por el espacio cubierto de barro en el que anteriormente había encontrado la enorme huella. Volví a quedarme inmóvil, preso de asombro, porque en su superficie descubrí otras tres similares, enormes de tamaño, irre­gulares de silueta, y de una profundidad que daba a entender el gran peso que las había producido. Se apoderó de mí un terror espantoso. Agachado y prote­giendo mi vela con la mano, corrí, presa de un miedo frenético hasta el túnel rocoso, seguí corriendo y no me detuve hasta que, con los pies doloridos y mis pulmones jadeantes, trepé por la cuesta pedregosa fi­nal. Me abrí paso violentamente por la maraña de arbustos y me dejé caer agotado sobre el suave cés­ped, bajo la sosegada luz de las estrellas. Cuando lle­gué a la casa de la granja eran las tres de la mañana, y hoy me encuentro fláccido y tembloroso, después de mi terrible aventura. Aún no se la he contado a nadie. Debo proceder en este asunto con precaución. ¿Qué irían a pensar estas pobres mujeres solitarias, o estos palurdos incultos, si yo les contara lo que me ha ocu­rrido? Hablaré con alguien que sea capaz de compren­der y de aconsejar.


Abril 25.


            Permanecí en cama dos días después de mi increíble aventura de la caverna. Empleo el adjetivo increíble en un sentido muy literal, porque, con posterioridad a mi primera experiencia, he tenido otra que me ha produ­cido casi tanto terror como aquélla. He dicho que buscaba alguien que pudiera aconsejarme. A pocas millas de distancia de la granja tiene su consulta un médico llamado Mark Johnson, para el que traje una carta de recomendación que me entregó el profesor Saunderson. Cuando me sentí con fuerzas suficientes para salir de casa, me hice llevar hasta su consulta, y procedió a realizar un examen cuidadoso de mi orga­nismo, fijándose de una manera especial en mis refle­jos y en las pupilas de mis ojos. Cuando terminó su examen, se negó a referirse a mi aventura, alegando que era cosa que se salía de sus posibilidades; pero me entregó la tarjeta de un míster Picton, de Castleton, aconsejándome que marchase inmediatamente a visitar a este señor para contarle mi historia tal como se la había relatado a él. Me aseguró que era justo el hom­bre que estaba, más que nadie, en condiciones de ayudarme. En vista de eso, me dirigí a la estación y me trasladé hasta la pequeña ciudad, que se encuentra a unas diez millas de distancia.
            Debía de ser el señor Picton a todas luces un personaje importante, porque su rótulo metálico lucía en la puerta de un edificio de categoría, en las afueras de la población. Iba ya a llamar, pero me acometió de pronto cierto recelo; crucé la calle y me dirigí a una tienda que había allí cerca, y le pregunté al hombre que había detrás del mostrador si podía darme algún informe acerca de míster Picton. Él me contestó: ¡Vaya que si puedo! Es el mejor médico de locos que existe en el Derbyshire, y su asilo está allá enfrente. Se comprenderá que tardé muy poco en sacudir de mis pies el polvo de Castleton. Regresé a la granja maldi­ciendo a todos los pedantes faltos de imaginación, que son incapaces de concebir la posibilidad de que existan en el mundo cosas que nunca tuvieron la oportunidad de cruzarse con sus pupilas de topos. Después de todo, ahora que ya me he serenado, estoy dispuesto a reconocer que yo no mostré hacia Armita­ge una simpatía mayor que la que a mí me mostró el doctor Johnson.


Abril 27.


            Siendo yo estudiante, tenía fama de ser hombre vale­roso y emprendedor. Recuerdo que en cierta ocasión en que varias personas anduvieron en Coltbridge a la caza de un fantasma, fui yo quien permaneció en la casa embrujada. No sé si son los años (aunque des­pués de todo, sólo tengo treinta y cinco) o si es esta enfermedad mía la que me ha hecho degenerar. Mi corazón tiembla, sin duda alguna, cuando me pongo a pensar en la horrible caverna de la montaña, y en la certidumbre de que está habitada por algún mons­truoso inquilino. ¿Qué debo hacer? A todas horas me planteo esa pregunta. Si yo me callo, el misterio se­guirá siendo misterio. Si digo algo, voy a despertar una alarma loca por toda esta región, o voy a encon­trar una incredulidad absoluta, cuya consecuencia po­dría ser el meterme en un manicomio. Después de todo, creo que lo mejor que puedo hacer es esperar, preparándome para alguna excursión mejor pensada y calculada que la otra. Como paso preliminar, he ido a Castleton y me he proporcionado varios elementos esenciales: una gran lámpara de acetileno en primer lugar, y, en segundo, un buen rifle deportivo de dos cañones. Este último lo he alquilado, pero he com­prado una docena de cartuchos para caza mayor, ca­paces de matar a un rinoceronte. Ya estoy preparado para entendérmelas con mi amigo el troglodita. A lo que mejore mi salud y recupere una chispa de ener­gía pienso llegar con él a soluciones definitivas. ¿Pero quién es y de qué naturaleza? Esa es, precisamente, la cuestión que me quita el sueño. ¡Cuántas teorías formo que voy descartando sucesivamente! Resulta un problema inimaginable. Sin embargo, la razón no pue­de pasar por alto aquel grito o relincho, las huellas de los pies, el caminar dentro de la caverna. Me pongo a meditar en las antiguas leyendas de drago­nes y otros monstruos. ¿Tendrán, acaso, menos de cuentos fantásticos que lo que nosotros pensamos? ¿No ocultarán quizá una realidad? En ese caso, sería yo el elegido entre todos los hombres para hacerla conocer al mundo.


Mayo 3.


            Los caprichos de una primavera inglesa me han tenido inmovilizados por espacio de varios días; pero durante ellos han ocurrido nuevos hechos cuyo alcance verda­dero y siniestro nadie más que yo está en condiciones de apreciar. He de decir que las noches últimas han sido nubosas y sin luna, es decir, idénticas a aquellas otras en las que, según los datos que poseo, desapare­cían las ovejas. Pues bien, también ahora han desapa­recido. Dos pertenecían a la granja de las señoritas Allerton, una a la del viejo Pearson, de Cat Walk, y otra a la de la señora Moulton. Cuatro en tres noches. De las ovejas desaparecidas no ha quedado el menor rastro, y por toda la región no se habla de otra cosa que de gitanos y de ladrones de ovejas.
            Pero ha ocurrido algo que es más grave que todo eso. Ha desaparecido también el joven Armitage. Salió de su casita del páramo a primera hora de la noche del miércoles, y nada ha vuelto a saberse de él. Era hom­bre que no tenía lazos de familia, y por eso su desapa­rición ha impresionado menos que si los hubiese teni­do. La explicación que circula entre la gente es que estaba endeudado y que encontró colocación en algu­na otra zona del país, desde la que no tardará en escribir pidiendo que le envíen sus pertenencias. Sin embargo yo siento graves recelos. ¿No es mucho más probable que esta última tragedia de las ovejas desaparecidas lo haya impulsado a dar algunos pasos que le han acarreado la muerte? Quizá estuvo, es una suposi­ción, al acecho de la bestia y ésta se lo llevó a sus escondrijos del interior de las montañas. ¡Qué final inconcebible para un inglés civilizado del siglo XX! Sin embargo, yo tengo la sensación de que es posible y hasta probable que haya ocurrido eso. Pero en tal caso, ¿hasta qué punto dejo de ser responsable de la muerte de ese hombre y de cualquier otra desgracia que pueda ocurrir? Sabiendo lo que yo sé, no cabe duda de que es mi deber el que se tome alguna medi­da, o que la tome yo, si no hay más remedio. Me he decidido por lo último, y esta mañana me presenté en el puesto de Policía local y relaté mi historia. El inspec­tor la copió en un libro voluminoso y después me acompañó hasta la puerta, despidiéndose de mí con una inclinación y con una seriedad digna de elogio; pero cuando yo caminaba por el sendero de su jardín llegaron a mis oídos sus carcajadas. No me cabe duda de que aquel hombre estaba contando mi aventura a los miembros de su familia.


Junio 10.


            Escribo lo que sigue, incorporado en mi cama, seis sema­nas después de la última anotación que hice en este diario. Un hecho que me ha ocurrido y que sólo en alguna rara ocasión ocurrió con anterioridad a otro ser humano, me ha dejado terriblemente quebrantado de alma y de cuerpo. Pero he conseguido lo que me propo­nía. Los peligros que suponía el animal espantoso que se cobijaba en la caverna de Juan Azul han desaparecido para siempre. Yo, pobre inválido, he llevado a cabo por lo menos esa hazaña en bien de la comunidad. Voy a relatar el suceso lo más claramente que me sea posible.
            La noche del viernes 3 de mayo fue oscura y nubo­sa; era, pues, una noche tal y como le convenía al monstruo para salir. Me puse en camino a eso de las once, con mi linterna y mi rifle; pero antes dejé sobre la mesita de mi dormitorio una carta en la que decía que, en caso de desaparecer yo, se me buscase por los alrede­dores de la cueva. Me dirigí a la boca del túnel romano, y después de encaramarme entre las rocas próximas a la entrada cerré el foco de mi linterna y esperé paciente­mente, teniendo a mano el rifle cargado.
            Fue una vigilia melancólica. Divisaba a lo largo de la cañada serpenteante las luces, desparramadas aquí y allá, de las casas de la granja, y llegaba débilmente hasta mis oídos el campaneo del reloj de la iglesia de Chapel-le Dale al dar las horas. Esas pruebas de exis­tencia de otros hombres no hacían sino acrecentar mi sensación de soledad, exigiendo de mí un esfuerzo mayor para sobreponerme al terror que me acometía continuamente y que me impulsaba a regresar a la granja, abandonando para siempre aquella búsqueda peligrosa. Pero en lo más profundo de cada hombre está enraizado el respeto de sí mismo, y ese sentimien­to hace que le sea muy duro el retroceder cuando se ha lanzado a una empresa. Ese sentimiento de orgullo personal fue en esta ocasión el que me salvó, y única­mente gracias a él me mantuve en mi puesto, aunque todos mis instintos me arrastraban fuera de aquel lu­gar. Ahora me alegro de mi fortaleza. Aunque sea mucho el precio que he tenido que pagar, mi hombría, por lo menos, ha quedado libre de toda censura.
            En la iglesia lejana dieron las doce, la una y las dos. Eran las horas de mayor oscuridad. Las nubes se deslizaban a poca altura y ni una sola estrella se des­cubría en el firmamento. Allá por las rocas graznaba una lechuza, sin que se oyese otro sonido fuera del suave suspirar del viento. ¡Y, de pronto, lo oí! Desde las lejanas profundidades del túnel me llegó el ruido sordo de aquellas pisadas tan blandas y sin embargo tan pesadas. Oí también el crujir de piedras que cedían bajo aquellos pies gigantescos. Se fueron acercando más y más. Ya las oía cerca de mi. Chasquearon los arbustos que rodeaban la boca de la cueva, y tuve la sensación de que se dibujaba de una manera borrosa, en la oscuridad, una figura enorme, la silueta de un ser monstruoso e informe, que salió, rápido y muy silen­cioso, del túnel. El miedo y el asombro me paralizaron. Después de la larga espera, cuando la tremenda sor­presa llegó, me encontró desprevenido. Permanecí in­móvil y sin respirar, mientras aquella enorme masa negra pasaba rápida por mi lado y se la tragaba la oscuridad de la noche.
            Pero dominé mis nervios para cuando el animal volviese a la caverna. En toda la región circundante, entregada al sueño, no se oyó ruido alguno que dela­tase la presencia del ser espeluznante que andaba suelto. No disponía de recurso alguno para calcular a qué distancia se encontraría, qué estaba haciendo, o el momento de su regreso. Pero no me fallarían otra vez los nervios, ni perdería por segunda vez la ocasión de hacerle sentir mi presencia. Me lo juré entre dientes, al mismo tiempo que depositaba mi rifle con el gatillo levantado encima de la roca.
            Pues con todo eso, casi vuelve a ocurrir lo mismo. Ninguna advertencia tuve de que el monstruo se aproxi­maba caminando sobre la hierba. Súbitamente volvió a surgir ante mí una sombra negra y deslizante; el enor­me volumen se dirigía hacia la entrada de la caverna. De nuevo mi dedo permaneció agarrotado e impotente junto al gatillo, en un ataque de parálisis de mi volun­tad. Pero realicé un esfuerzo desesperado para reaccio­nar. En el momento en que rechinaban los arbustos y la bestia monstruosa se confundía con la oscuridad de la boca de la cueva, hice fuego. Al resplandor del disparo pude captar la visión de una gran masa hirsu­ta, de algo revestido de una pelambre áspera y cerdo­sa, de color blanquecino, que se convertía en blanco en sus miembros inferiores. El tranco enorme del cuer­po se apoyaba en patas cortas, gruesas y encorvadas. Apenas si tuve tiempo de percibir eso, porque el ani­mal se metió en su madriguera con gran estrépito de piedras arrancadas a su paso. Instantáneamente, por efecto de una reacción eufórica de mis sentimientos, me desprendí de mis miedos, descubrí el foco de mi potente linterna, empuñé el rifle, salté desde mi roca y corrí tras el monstruo por el viejo túnel romano.
            Mi magnífica lámpara proyectaba delante de mí un torrente de viva luminosidad, muy distinto del apagado resplandor amarillo que doce días antes me había ayuda­do a avanzar por aquel mismo pasillo. Sin dejar de co­rrer, descubrí a la enorme bestia que avanzaba delante mío, obstruyendo con su enorme cuerpo todo el hueco, de pared a pared. El pelo del animal parecía como de burda estopa de cáñamo, y le colgaba en largos y tupi­dos mechones que tomaban un movimiento pendular cuando él se movía. Por su vellón se le hubiera calificado de enorme carnero sin esquilar; pero su tamaño excedía al del más voluminoso elefante, y su anchura parecía casi tanta como su estatura. Ahora que pienso en ello, me produce asombro el que yo me atreviera a marchar por las entrañas de la tierra persiguiendo a tan terrible mons­truo; pero cuando le hierve a uno la sangre y se tiene la impresión de que la pieza de caza huye, se despierta dentro de uno el atávico espíritu del cazador y se pres­cinde de toda prudencia. Como a todo lo que daban mis piernas, siguiendo al monstruo con mi rifle en la mano.
            Había tenido la ocasión de comprobar que el ani­mal era veloz, y ahora iba a descubrir a mis propias expensas que también era muy astuto. Me había imaginado que huía presa de pánico, y que no me quedaba otra cosa por hacer que perseguirlo. Ni por un mo­mento surgió en mi cerebro exaltado la idea de que pudiera volverse contra mí. He explicado ya que el túnel por el que yo avanzaba corriendo desemboca en una gran caverna central. Me precipité en su interior, temiendo que la bestia se me perdiera. Pero ya no huía, sino que dio media vuelta y un momento des­pués estábamos cara a cara.
            Aquel cuadro, visto a la luz brillante y blanca de la linterna, ha quedado para siempre grabado en mi cere­bro. El animal se había erguido sobre sus patas trase­ras, como pudiera hacerlo un oso, y me dominaba con su estatura enorme y amenazadora. Ni en mis pesadi­llas había aparecido ante mi imaginación un monstruo semejante. He dicho que se irguió lo mismo que un oso, y, en efecto, producía cierta impresión de oso -si es posible imaginarse un animal de esa clase de un volumen diez veces mayor que cualquiera de los osos conocidos- en el conjunto de su postura y actitud, en sus grandes y torcidas patas delanteras armadas de garras de un color marfileño, en su piel afelpada y en su boca roja y abierta, dotada de monstruosos colmi­llos. Sólo en una cosa se diferenciaba de un oso y de cualquier otro animal de los que caminan por la tierra; una cosa que en aquel momento supremo me produjo espanto al descubrirla: sus ojos, que reflejaban la luz de mi propia linterna, y que consistían en unas bulbo­sidades voluminosas y salientes, blancas y sin visión. Las grandes garras oscilaron un instante por encima de mi cabeza y cayeron sobre mí; la linterna se quebró al chocar con el suelo, y ya no recuerdo nada más.


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            Cuando recobré el conocimiento me encontraba en la granja de las Allerson. Habían transcurrido un par de días desde mi espantosa aventura en el interior de la cueva de Juan Azul. Por lo visto, permanecí toda la noche dentro de la caverna, caído en el suelo e insen­sible, por efecto de una conmoción cerebral, con dos costillas y el brazo izquierdo malamente fracturados. Descubrieron por la mañana la carta que yo había dejado, se reunieron doce campesinos para formar una expedición de búsqueda, siguieron mi huella y me transportaron a mi dormitorio, donde había permaneci­do presa de una fiebre delirante. Por lo visto, no se descubrió rastro alguno del animal, ni tampoco man­chas de sangre que indicasen que mi disparo había dado en el blanco. No había nada que demostrara la veracidad de mis relatos, fuera de mi propia afirmación y de las huellas impresas en el barro.
            Han transcurrido seis semanas y estoy ya en condi­ciones de sentarme al sol. Frente a mí se alza la escar­pada ladera del monte, formada de rocas grises y que­bradizas, y allá, en el costado de esas rocas, está la negra hendidura que marca la boca de la cueva de Juan Azul. Pero ya no inspira terror: por ese túnel de mal agüero no volverá a salir al mundo de los seres humanos ningún monstruo espantable y extraño. Las personas cultas y científicas, los doctores Johnson y otros, se sonreirán al leer este relato; pero las gentes humildes de aquellas tierras no han dudado nunca de que sea verdad. Al siguiente día que yo recobrara el conocimiento, se congregaron por centenares alrede­dor de la cueva de Juan Azul. He aquí como lo relata el Castleton Courier.


            Fue inútil que nuestro corresponsal, o alguno de los señores audaces que habían venido desde Matlock, Bux­ton y otros lugares, entraran en la caverna para llevar su exploración hasta el final y para poner de ese modo decisivamente aprueba el relato extraordinario del doctor James Hardcastle. Los campesinos habían tomado en sus manos el asunto, y desde primeras horas de la ma­ñana estaban trabajando arduamente para cerrar la boca del túnel. Al principio de la bocamina hay una pendiente muy marcada y por ella muchas manos vo­luntarias se dedicaron a dejar caer grandes cantos de roca, hasta que la cueva quedó absolutamente tapiada. De esa manera concluye el episodio que ha despertado encontradas opiniones por toda esta zona. Por un lado, hay gentes que hacen notar el mal estado de salud del doctor Hardcastle, dejando entrever la posibilidad de que lesiones cerebrales de origen tuberculoso hayan sido las causantes de extrañas alucinaciones. Según estos señores, el doctor se vio empujado por alguna idea fija a meterse por el túnel, bastando la hipótesis de una caída entre las rocas para explicar sus heridas. Por otro lado, desde hace meses circulaba la leyenda de que existía un ser extraño dentro de la cueva, y los campe­sinos encuentran la corroboración definitiva de esa le­yenda en el relato del doctor Hardcastle y sus heridas. Tal es la situación en que se encuentra el asunto, y en ella seguirá, porque no creemos que exista ya solución definitiva del problema. Una explicación científica de los hechos que se alegan está fuera del alcance del ingenio humano.


            Quizá el Courier hubiera debido enviar a su repre­sentante a entrevistarse conmigo antes de publicar ese suelto. Yo he meditado en el asunto como nadie ha tenido ocasión de hacerlo, y es muy posible que pudiera solventar algunas de las dificultades más inmediatas que ofrece el relato llevándolo a un punto más fácil de ser aceptado por la ciencia. Voy, pues, a dejar constancia de la única explicación que me parece válida en lo que a mí me consta sobre una serie de hechos reales, porque lo he pagado a buen precio. Quizá mi teoría resulte dispa­ratada e improbable; pero nadie podrá al menos, aventu­rarse a afirmar que es imposible.
            Mi punto de vista -formado, como puede verse, por mi diario, antes de mi aventura personal- es que existe en esta parte de Inglaterra un gran mar o lago subterráneo, alimentado por gran número de arroyos cuyas aguas penetran a través de la piedra caliza. En todo lugar donde existe un gran caudal de agua alma­cenada, se produce también alguna evaporación, con nieblas o lluvia, y una posibilidad de vida vegetal. Esto sugiere a su vez la existencia de alguna vida animal, originada, al igual que la vegetal, de semillas y de tipos de seres vivos que surgieron en algún período primitivo de la historia del mundo, cuando resultaba más fácil la comunicación con la atmósfera exterior. El lugar en cuestión presenció el desarrollo de una fauna y de una flora propias entre aquélla figuraban mons­truos como el que yo he visto, que pudiera muy bien ser el antiguo oso de las cavernas, enormemente desa­rrollado y modificado por el nuevo medio. Los seres del exterior y los del interior de la tierra, vivieron separados durante incontables edades, y fueron dife­renciándose cada vez más. Posteriormente se produjo en las profundidades de la montaña alguna hendidura que hizo posible que uno de esos animales saliese por ella y, avanzando por el túnel romano, llegara hasta la superficie de la tierra. Ese animal, como todos los seres de la vida subterránea, había perdido su facultad vi­sual; pero habría encontrado, sin duda, una compensa­ción que la naturaleza le proporcionaría en otras direc­ciones. Poseería con seguridad el sentido de la orienta­ción, que le permitía salir al exterior y cazar el ganado lanar que pastaba en la ladera del monte. En cuanto a que ese monstruo elegía las noches oscuras, sostengo la suposición de que la luz hería dolorosamente aque­llos grandes globos blancos que sólo podían sufrir la oscuridad más absoluta y tenebrosa. Fue quizá el res­plandor de mi linterna lo que me salvó la vida en aquel momento espeluznante en que estuvimos cara a cara. Esa es la explicación que doy• del acertijo. Dejo constancia de los hechos, y quien se sienta capaz de explicarlos, que lo haga; y quien prefiera ponerlos en duda, está en su derecho. Ni su creencia ni su incredu­lidad pueden alterarlos, ni pueden tampoco afectar a un hombre cuya tarea se aproxima a su fin.
            Así terminaba el extraño relato del doctor James Hardcastle.


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