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martes, 4 de junio de 2013

Ambrose Bierce - Al otro lado de la pared


Ambrose Bierce






Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata, simple y llana­mente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso le hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunada­mente gozaba de una buena salud mental que le protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certeza.
La noche que le visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irre­gulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensa­ción que se vio aumentada por el chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarle, había contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al descan­sillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más adecuadamente en el vestí­bulo, después de verle, la idea de su posible inhospita­lidad desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante encorvado. Le encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente gran­des, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversa­ción trivial durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inme­diatamente dijo, con una gran sonrisa:
-Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particu­laridad va aumentando. Pero, por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado que me encontraba por su presagio de muerte.
-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos útil -observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desapa­recido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contras­taba de un modo sobrecogedor con el estruendo ante­rior, oí un suave golpeteo que provenía del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano, pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estu­viera viendo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reac­cionó.
-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
-Es muy gentil por tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en la pared de la que provenía el ruido.
-Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, le seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente mis­terioso; había una docena de explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había nadie, pero precisa­mente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.
-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortes, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción especial hacia ella.
-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de pa­ciencia mientras te cuento toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monó­logo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincon Hill. Esa zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a la puerta.
» Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus hombros. Mi aten­ción no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expre­sión en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me impresionó tan pro­fundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incom­parable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido. Entonces reanu­dé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.
» A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día siguiente, mien­tras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no volví a hacer la tontería de descubrir­me; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente reconocimiento, totalmente des­provista de descaro o coquetería, me sonrojé.
» No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tam­poco hice nada por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte claramente comprensible. Es cierto que estaba loca­mente enamorado, pero, ¿cómo puede uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
» Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados, un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa señora de edad, ina­guantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficiente como para casar­me; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmen­te censurables y no me encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de genera­ciones, deberían ser mis codefensores y debería permi­tírseme invocar como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costum­bres, instinto e incluso la sensatez que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además, como soy un romántico incorregible, encon­traba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encanta­dora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?
» El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer-y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el jardín. Abando­naba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual estaba relaciona­da con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
» Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera. Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared. Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil, por lo que tuve el decoro de desistir.
» Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba a mi llamada. Dejé caer los libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permi­tía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficien­te; demasiado, diría yo.
» Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la deci­sión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí buscarla y conocer­la y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí in­fructuosamente las calles en las que antes nos había­mos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apro­piado.
» Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento des­pués se repitieron: uno, dos, tres, con la misma inten­sidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Duran­te el resto de la noche permanecí despierto, escuchan­do y reforzando mi obstinación con cínicas justifica­ciones.
» A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:
» -Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha ente­rado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo que fuera. No debió captarlo porque continuó:
-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y ahora...
Casi salto sobre ella.
» -Y ahora... -grité-, y ahora ¿qué?
» -Está muerta.
» Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su último deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil mons­truosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
» ¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas. por el descanso de almas que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
» Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces repetidas, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimien­to me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.



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