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miércoles, 2 de febrero de 2011

El signo de los cuatro -- Arthur Conan Doyle

El signo de los cuatro
Arthur Conan Doyle

Capítulo I
La ciencia del razonamiento deductivo
Sherlock Holmes cogió el frasco de la esquina de la repisa de la
chimenea y sacó la jeringuilla hipodérmica de su elegante estuche de
tafilete. Ajustó la delicada aguja con sus largos, blancos y nerviosos
dedos y se remangó la manga izquierda de la camisa. Durante unos
momentos, sus ojos pensativos se posaron en el fibroso antebrazo y
en la muñeca, marcados por las cicatrices de innumerables
pinchazos. Por último, clavó la afilada punta, apretó el minúsculo
émbolo y se echó hacia atrás, hundiéndose en la butaca tapizada de
terciopelo con un largo suspiro de satisfacción.
Yo llevaba muchos meses presenciando esta escena tres veces al
día, pero la costumbre no había logrado que mi mente la aceptara.
Por el contrario, cada día me irritaba más contemplarla, y todas las
noches me remordía la conciencia al pensar que me faltaba valor
para protestar. Una y otra vez me hacía el propósito de decir lo que
pensaba del asunto, pero había algo en los modales fríos y
despreocupados de mi compañero que lo convertía en el último
hombre con el que uno querría tomarse algo parecido a una libertad.
Su enorme talento, su actitud dominante y la experiencia que yo tenía
de sus muchas y extraordinarias cualidades me impedían decidirme a
enfrentarme con él.
Sin embargo, aquella tarde, tal vez a causa del beaune que había
bebido en la comida, o tal vez por la irritación adicional que me
produjo lo descarado de su conducta, sentí de pronto que ya no podía
aguantar más.
––¿Qué ha sido hoy? ––pregunté––. ¿Morfina o cocaína? Holmes
levantó con languidez la mirada del viejo volumen de caracteres
góticos que acababa de abrir.
––Cocaína ––dijo––, disuelta al siete por ciento. ¿Le apetece
probarla?
––Desde luego que no ––respondí con brusquedad––. Mi organismo
aún no se ha recuperado de la campaña de Afganistán y no puedo
permitirme someterlo a más presiones.
Mi vehemencia le hizo sonreír.
––Tal vez tenga razón, Watson ––dijo––. Supongo que su efecto
físico es malo. Sin embargo, la encuentro tan trascendentalmente
estimulante y esclarecedora para la mente que ese efecto secundario
tiene poca importancia.
––¡Pero piense en ello! ––dije yo con ardor––. ¡Calcule lo que le
cuesta! Es posible que, como usted dice, le estimule y aclare el
cerebro, pero se trata de un proceso patológico y morboso, que va
alterando cada vez más los tejidos y puede acabar dejándole con
debilidad permanente. Y además, ya sabe qué mala reacción le
provoca. La verdad es que la ganancia no compensa la inversión.
¿Por qué tiene que arriesgarse, por un simple placer momentáneo, a
perder esas grandes facultades de las que ha sido dotado? Recuerde
que no le hablo sólo de camarada a camarada, sino como médico a
una persona de cuya condición física es, en cierto modo,
responsable.
No pareció ofendido. Por el contrario, juntó las puntas de los dedos
y apoyó los codos en los brazos de la butaca, como si disfrutara con
la conversación.
––Mi mente ––dijo–– se rebela contra el estancamiento. Deme
problemas, deme trabajo, deme el criptograma más abstruso o el
análisis más intrincado, y me sentiré en mi ambiente. Entonces podré
prescindir de estímulos artificiales. Pero me horroriza la aburrida
rutina de la existencia. Tengo ansias de exaltación mental. Por eso
elegí mi profesión, o, mejor dicho, la inventé, puesto que soy el único
del mundo.
––¿El único investigador particular? ––dije yo, alzando las cejas.
––El único investigador particular con consulta ––replicó––. En el
campo de la investigación, soy el último y el más alto tribunal de
apelación. Cada vez que Gregson, o Lestrade, o Athelney Jones se
encuentran desorientados (que, por cierto, es su estado normal), me
plantean a mí el asunto. Yo examino los datos en calidad de experto
y emito una opinión de especialista. En estos casos no reclamo
ningún crédito. Mi nombre no aparece en los periódicos. Mi mayor
recompensa es el trabajo mismo, el placer de encontrar un campo al
que aplicar mis facultades. Pero usted ya ha tenido ocasión de
observar mis métodos de trabajo en el caso de Jefferson Hope.
––Es verdad ––dije cordialmente––. Nada me ha impresionado tanto
en toda mi vida. Hasta lo he recogido en un pequeño folleto, con el
título algo fantástico de Estudio en escarlata.
Holmes meneó la cabeza con aire triste.
––Lo miré por encima ––dijo––. Sinceramente, no puedo felicitarle
por ello. La investigación es, o debería ser, una ciencia exacta, y se la
debe tratar del mismo modo frío y sin emoción. Usted ha intentado
darle un matiz romántico, con lo que se obtiene el mismo efecto que
si se insertara una historia de amor o una fuga de enamorados en el
quinto postulado de Euclides.
––Pero es que lo romántico estaba ahí ––repliqué––. Yo no podía
alterar los hechos.
––Algunos hechos hay que suprimirlos o, al menos, hay que
mantener un cierto sentido de la proporción al tratarlos. El único
aspecto del caso que merecía ser mencionado era el curioso
razonamiento analítico, de los efectos a las causas, que me permitió
desentrañarlo.
Me molestó aquella crítica de una obra que había sido concebida
expresamente para agradarle. Confieso también que me irritó el
egoísmo con el que parecía exigir que hasta la última frase de mi
folleto estuviera dedicada a sus actividades personales. Más de una
vez, durante los años que llevaba viviendo con él en Baker Street,
había observado que bajo los modales tranquilos y didácticos de mi
compañero se ocultaba un cierto grado de vanidad. Sin embargo, no
hice ningún comentario y me quedé sentado, cuidando de mi pierna
herida. Una bala de jezad la había atravesado tiempo atrás y, aunque
no me impedía caminar, me dolía insistentemente cada vez que el
tiempo cambiaba.
––Últimamente, he extendido mis actividades al Continente ––dijo
Holmes al cabo de un rato, mientras llenaba su vieja pipa de raíz de
brezo––. La semana pasada me consultó Francois le Villard, que,
como probablemente sabrá, ha saltado recientemente a la primera fila
de los investigadores franceses. Posee toda la rápida intuición de los
celtas, pero le falta la amplia gama de conocimientos exactos que son
imprescindibles para desarrollar los aspectos más elevados de su
arte. Se trataba de un caso relacionado con un testamento, y
presentaba algunos detalles interesantes. Pude indicarle dos casos
similares, uno en Riga en 1857 y otro en Saint Louis en 1871, que le
sugirieron la solución correcta. Y esta mañana he recibido carta suya,
agradeciéndome mi ayuda.
Mientras hablaba me pasó una hoja arrugada de papel de carta
extranjero. Eché un vistazo por encima y capté una profusión de
signos de admiración, con ocasionales magnifiques, coups de maître
y tours de force repartidos por aquí y por allá, que daban testimonio
de la ferviente admiración del francés.
––Le habla como un discípulo a su maestro ––dije. ––¡Bah!, le
concede demasiado valor a mi ayuda ––dijo Sherlock Holmes sin
darle importancia––. Él mismo tiene unas dotes considerables. Posee
dos de las tres facultades necesarias para el detective ideal: la
capacidad de observación y la de deducción. Sólo le faltan
conocimientos, y eso se puede adquirir con el tiempo. Ahora está
traduciendo mis obras al francés.
––¿Sus obras?
––¡Ah!, ¿no lo sabía? ––exclamó, echándose a reír––. Pues sí, soy
culpable de varias monografías. Todas ellas sobre temas técnicos.
Aquí, por ejemplo, tengo una: Sobre las diferencias entre las cenizas
de los diversos tabacos. En ella cito ciento cuarenta clases de
cigarros, cigarrillos y tabacos de pipa, con láminas en color que
ilustran las diferencias entre sus cenizas. Es un detalle que surge
constantemente en los procesos criminales, y que a veces tiene una
importancia suprema como pista. Si, por ejemplo, podemos asegurar
sin lugar a dudas que el autor de un crimen fue un individuo que
fumaba lunkah indio, está claro que el campo de búsqueda se
estrecha mucho. Para el ojo experto, existe tanta diferencia entre la
ceniza negra de un Trichinopoly y la ceniza blanca y esponjosa de un
«ojo de perdiz» como entre una lechuga y una patata.
––Tiene usted un talento extraordinario para las minucias ––
comenté.
––Sé apreciar su importancia. Aquí tiene mi monografía sobre las
huellas de pisadas, con algunos comentarios acerca del empleo de
escayola para conservar las impresiones. Y aquí hay una curiosa
obrita sobre la influencia de los oficios en la forma de las manos, con
litografías de manos de pizarreros, marineros, cortadores de corcho,
cajistas de imprenta, tejedores y talladores de diamantes. Es un tema
de gran importancia práctica para el detective científico, sobre todo
en casos de cadáveres no identificados, y también para averiguar el
historial de los delincuentes. Pero le estoy aburriendo con mis
aficiones.
––Nada de eso ––respondí con vehemencia––. Me interesa mucho,
y más habiendo tenido la oportunidad de observar cómo lo aplica a la
práctica. Pero hace un momento hablaba usted de observación y
deducción. Supongo que, en cierto modo, la una lleva implícita la
otra.
––Ni mucho menos ––respondió, arrellanándose cómodamente en
su butaca y emitiendo con su pipa espesas volutas azuladas––. Por
ejemplo, la observación me indica que esta mañana ha estado usted
en la oficina de Correos de Wigmore Street, y gracias a la deducción
se que allí puso un telegrama.
––¡Exacto! ––dije yo––. Ha acertado en las dos cosas. Pero
confieso que no entiendo cómo ha llegado a saberlo. Fue un impulso
súbito que tuve, y no se lo he comentado a nadie.
––Es la sencillez misma ––dijo él, riéndose por lo bajo de mi
sorpresa––. Tan ridículamente sencillo que sobra toda explicación.
Aun así, puede servirnos para definir los límites de la observación y la
deducción. La observación me dice que lleva usted un pegotito rojizo
pegado al borde de la suela. Justo delante de la oficina de Correos de
Wigmore Street han levantado el pavimento y han esparcido algo de
tierra, de tal modo que resulta difícil no pisarla al entrar. La tierra tiene
ese peculiar tono rojizo que, por lo que yo sé, no se encuentra en
ninguna otra parte del barrio. Hasta aquí llega la observación. Lo
demás es deducción.
––¿Y cómo dedujo lo del telegrama?
––Pues, para empezar, sabía que no había escrito una carta,
porque estuve sentado frente a usted toda la mañana. Además, su
escritorio está abierto y veo que tiene usted un pliego de sellos y un
grueso fajo de tarjetas postales. Así pues, ¿a qué iba a entrar en la
oficina de Correos si no era para enviar un telegrama? Una vez
eliminadas todas las demás posibilidades, la única que queda tiene
que ser la verdadera.
––En este caso es así, desde luego ––repliqué yo, tras pensármelo
un poco––. Sin embargo, como usted mismo ha dicho, se trata de un
asunto de lo más sencillo. ¿Me consideraría impertinente si sometiera
sus teorías a una prueba más estricta?
––Al contrario ––respondió él––. Eso me evitará tener que tomar
una segunda dosis de cocaína. Estaré encantado de considerar
cualquier problema que usted me plantee.
––Le he oído decir que es muy difícil que un hombre use un objeto
todos los días sin dejar en él la huella de su personalidad, de manera
que un observador experto puede leerla. Pues bien, aquí tengo un
reloj que ha llegado a mi poder hace poco tiempo. ¿Tendría la
amabilidad de darme su opinión sobre el carácter y las costumbres de
su antiguo propietario?
Le entregué el reloj con un ligero sentimiento interno de regocijo, ya
que, en mi opinión, la prueba era imposible de superar y con ella me
proponía darle una lección ante el tono algo dogmático que adoptaba
de vez en cuando. Holmes sopesó el reloj en la mano, observó
atentamente la esfera, abrió la tapa posterior y examinó el engranaje,
primero a simple vista y luego con ayuda de una potente lupa. No
pude evitar sonreír al ver su expresión abatida cuando, por fin, cerró
la tapa y me lo devolvió.
––Apenas hay ningún dato ––dijo––. Este reloj lo han limpiado hace
poco, lo cual me priva de los indicios más sugerentes.
––Tiene razón ––respondí––. Lo limpiaron antes de enviármelo.
En mi fuero interno, acusé a mi compañero de esgrimir una excusa
de lo más floja e impotente para justificar su fracaso. ¿Qué datos
había esperado encontrar aunque el reloj no hubiera estado limpio?
––Pero aunque no sea satisfactoria, mi investigación no ha sido del
todo estéril ––comentó, dirigiendo hacia el techo la mirada de sus
ojos soñadores e inexpresivos––. Salvo que usted me corrija, yo diría
que el reloj perteneció a su hermano mayor, que a su vez lo heredó
de su padre.
––Supongo que eso lo ha deducido de las iniciales H.W. grabadas
al dorso.
––En efecto. La W sugiere su apellido. La fecha del reloj es de hace
casi cincuenta años, y las iniciales son tan antiguas como el reloj. Por
lo tanto, se fabricó en la generación anterior. Estas joyas suele
heredarlas el hijo mayor, y es bastante probable que éste se llame
igual que el padre. Si no recuerdo mal, su padre falleció hace muchos
años. Por lo tanto, el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.
––Hasta ahora, bien ––dije yo––. ¿Algo más?
––Era un hombre de costumbres desordenadas..., muy sucio y
descuidado. Tenía buenas perspectivas, pero desaprovechó las
oportunidades, vivió algún tiempo en la pobreza, con breves
intervalos ocasionales de prosperidad, y por último se dio a la bebida
y murió. Eso es todo lo que puedo sacar.
Me puse en pie de un salto y renqueé impaciente por la habitación,
enormemente indignado.
––Esto es indigno de usted, Holmes ––dije––. Jamás habría creído
que caería usted tan bajo. Ha estado usted investigando la historia de
mi desdichado hermano, y ahora finge haber deducido todo ese
conocimiento por medios fantásticos. ¡No esperará que me crea que
ha visto todo eso en este viejo reloj! Es una grosería y, para serle
franco, parece más propio de un charlatán.
––Querido doctor ––dijo en tono suave––, le ruego que acepte mis
disculpas. Al considerar el asunto como un problema abstracto, olvidé
que para usted se trata de algo muy personal y doloroso. Sin
embargo, le aseguro que, hasta que me enseñó el reloj, no sabía que
hubiera tenido usted un hermano.
––¿Y entonces, cómo diablos averiguó todo eso? Porque ha
acertado de lleno en todos los detalles.
––Ha sido pura suerte. Me limité a decir lo que parecía más
probable. No esperaba acertar en todo.
––¿No han sido puras conjeturas?
––No, no; yo nunca hago conjeturas. Es un hábito nefasto. Destruye
las facultades lógicas. Lo que a usted le parece tan extraño, lo es
sólo porque no ha seguido mi cadena de pensamientos ni se ha fijado
en los pequeños datos de los que pueden extraerse importantes
inferencias. Por ejemplo, empecé afirmando que su hermano era
descuidado. Si se fija en la parte inferior de la tapa del reloj, verá que
no sólo tiene un par de abolladuras, sino que además está rayado y
arañado por todas partes, a causa de la costumbre de meter en el
mismo bolsillo otros objetos duros, como monedas o llaves. Como ve,
no es ninguna proeza suponer que un hombre que trata tan a la ligera
un reloj de cincuenta guineas debe ser descuidado. Tampoco es tan
descabellado deducir que un hombre que hereda un artículo tan
valioso tiene que estar bien provisto en otros aspectos.
Asentí para dar a entender que seguía su razonamiento.
––Es costumbre de los prestamistas ingleses, cuando alguien
empeña un reloj, grabar el número de la papeleta con un alfiler en el
interior de la tapa. Es más cómodo que poner una etiqueta y no hay
peligro de que el número se pierda o se traspapele. Y mi lupa ha
descubierto nada menos que cuatro de esos números en el interior de
la tapa del reloj. Deducción: su hermano pasaba apuros económicos
con frecuencia. Deducción secundaria: de vez en cuando atravesaba
períodos de prosperidad, pues de lo contrario no habría podido
desempeñar la prenda. Por último, le ruego que mire la chapa interior,
donde está el agujero para dar cuerda. Fíjese en que hay miles de
rayas alrededor del agujero, causadas al resbalar la llave de la
cuerda. ¿Cree que la llave de un hombre sobrio dejaría todas esas
marcas? Sin embargo, nunca faltan en el reloj de un borracho. Le
daba cuerda por la noche y dejó la marca de su mano temblorosa.
¿Qué misterio hay en todo esto?
––Está tan claro como la luz del día ––respondí––. Lamento haber
sido injusto con usted. Debí haber tenido más fe en sus maravillosas
facultades. ¿Puedo preguntarle si en estos momentos tiene entre
manos alguna investigación profesional?
––Ninguna. De ahí lo de la cocaína. No puedo vivir sin hacer
trabajar el cerebro. ¿Qué otra razón hay para vivir? Mire por esa
ventana. ¿Alguna vez ha sido el mundo tan lúgubre, triste e
improductivo? Mire esa niebla amarilla que hace remolinos por la
calle y se desliza ante esas casas grises. ¿Puede haber algo más
desesperantemente prosaico y material? ¿De qué sirve tener talento,
doctor, si no se tiene campo en el que aplicarlo? Los delitos son
vulgares, la existencia es vulgar, y en este mundo no hay sitio para lo
que se salga de la vulgaridad.
Abrí la boca para responder a su diatriba, pero en aquel momento,
tras dar unos golpecitos en la puerta, entró nuestra casera, que traía
una tarjeta en una bandeja de latón.
––Una señorita pregunta por usted, señor ––dijo, dirigiéndose a mi
compañero.
––Miss Mary Morstan ––leyó éste––. ¡Hum! No me suena de nada
el nombre. Diga a la señorita que suba, señora Hudson. No se vaya,
doctor. Prefiero que se quede.
Capítulo II
La exposición del caso
La señorita Morstan entró en la habitación con paso firme y porte
airoso. Era una joven rubia, menuda, delicada, con guantes en las
manos y vestida con el gusto más exquisito. No obstante, la
discreción y sencillez de sus ropas parecían indicar unos recursos
económicos limitados. El vestido era de color pardo grisáceo tirando a
oscuro, sin cintas ni adornos, y llevaba un pequeño turbante del
mismo tono apagado, alegrado tan sólo por un vestigio de pluma
blanca en un costado. Su rostro no tenía facciones regulares ni una
complexión hermosa, pero su expresión era dulce y amistosa, y sus
grandes ojos azules resultaban particularmente espirituales y
atractivos. A pesar de que mi experiencia con las mujeres abarcaba
muchas naciones y tres continentes distintos, yo jamás había visto un
rostro que ofreciera tan claros indicios de un carácter refinado y
sensible. No pude evitar fijarme en que, al sentarse en el asiento que
Sherlock Holmes le acercó, sus labios temblaban, sus manos se
estremecían y todo en ella indicaba una fuerte agitación interna.
––He acudido a usted, señor Holmes ––dijo––, porque en cierta
ocasión ayudó a la señora de Cecil Forrester, para la que yo
trabajaba, a resolver una pequeña complicación doméstica. Quedó
muy impresionada por su amabilidad y talento.
––La señora de Cecil Forrester... ––repitió Holmes, pensativo––. Sí,
creo que le presté un pequeño servicio. Pero me parece recordar que
se trataba de un caso realmente sencillo.
––A ella no se lo pareció. Pero del mío, por lo menos, no podrá
usted decir lo mismo. Me cuesta imaginar algo más extraño y
absolutamente inexplicable que la situación en que me encuentro.
Holmes se frotó las manos y sus ojos se iluminaron. Se inclinó hacia
delante en su butaca, con una expresión de absoluta concentración
en sus facciones marcadas y aguileñas.
––Exponga su caso.
Me pareció que mi presencia resultaba embarazosa.
––Estoy seguro de que sabrán disculparme ––dije, levantándome de
mi asiento.
Ante mi sorpresa, la joven levantó una mano enguantada para
detenerme.
––Si su amigo tiene la bondad de quedarse ––dijo––, me prestará
un servicio inestimable.
Me dejé caer de nuevo en mi asiento.
––En pocas palabras ––continuó––, los hechos son los siguientes:
mi padre era oficial en un regimiento de la India, y me envió a
Inglaterra cuando yo era niña. Mi madre había fallecido y yo no tenía
ningún pariente aquí, pero me ingresaron en un cómodo internado de
Edimburgo, donde permanecí hasta que cumplí diecisiete años. En
1878, mi padre, que era el capitán más antiguo de su regimiento,
consiguió un permiso de doce meses y volvió a Inglaterra. Me puso
un telegrama desde Londres, diciendo que había llegado sin
contratiempos y pidiéndome que fuera a verlo cuanto antes, dando
como dirección el hotel Langham. Su mensaje, tal como yo lo
recuerdo, rebosaba amor y cariño. En cuanto llegué a Londres me
dirigí al Langham, y allí me dijeron que el capitán Morstan se alojaba
allí, pero que había salido la noche anterior y no había regresado.
Esperé todo el día sin tener noticias suyas. Aquella noche, por
consejo del director del hotel, me puse en contacto con la policía, y al
día siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos. Nuestras
investigaciones no dieron ningún resultado. Y desde entonces hasta
hoy no hemos vuelto a saber nada de mi pobre padre. Llegó a su país
con el corazón lleno de esperanza, buscando paz y reposo, y en lugar
de eso...
Se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado interrumpió sus
palabras.
––¿Fecha? ––preguntó Holmes, abriendo su cuaderno de notas.
––Desapareció el 3 de diciembre de 1878..., hace casi diez años.
––¿Y su equipaje?
––Se quedó en el hotel. No encontramos nada que nos diera una
pista. Algo de ropa, unos cuantos libros y gran cantidad de
curiosidades de las islas Andaman. Estuvo allí como oficial de la
guardia del presidio.
––Tenía amigos en Londres?
––Sólo sabemos de uno: el mayor Sholto, de su mismo regimiento,
el trigésimo cuarto de Infantería de Bombay. El mayor se había
retirado algún tiempo antes, y vivía en Upper Norwood. Como es
natural, nos pusimos en contacto con él, pero ni siquiera sabía que su
camarada hubiera regresado a Inglaterra.
––Curioso caso ––comentó Holmes.
––Aún no le he contado la parte más extraña. Hace unos seis
años..., para ser más exactos, el 4 de mayo de 1882, apareció un
anuncio en el Times, interesándose por la dirección de la señorita
Mary Morstan y asegurando que le convenía mucho presentarse. No
se incluía ningún nombre ni dirección. Por aquel entonces, yo
acababa de entrar al servicio de la señora de Cecil Forrester como
institutriz. Siguiendo su consejo, publiqué mi dirección en la columna
de anuncios personales. Aquel mismo día, me llegó por correo una
cajita de cartón, que resultó contener una perla muy grande y
brillante. Nada más, ni una palabra escrita. Y desde entonces, cada
año, por la misma fecha, siempre me llega una caja similar,
conteniendo una perla similar, sin el menor dato de quien las envía.
Un experto ha dictaminado que son de una variedad rara y tienen un
gran valor. Vean por sí mismos que son bellísimas.
Diciendo esto, abrió una caja plana y me mostró seis de las perlas
más hermosas que he visto en mi vida.
––Su historia es la mar de interesante ––dijo Sherlock Holmes––.
¿Le ha ocurrido algo más?
––Pues sí, y precisamente hoy. Por eso he acudido a usted. Esta
mañana he recibido esta carta; tal vez prefiera leerla usted mismo.
––Gracias ––dijo Holmes––. El sobre también, por favor. Matasellos
de Londres, Sudoeste... Fecha, 7 de julio. ¡Hum! Huella de un pulgar
de hombre en la esquina..., probablemente, del cartero. Papel de la
mejor calidad. Sobre de los de seis peniques el paquete. Curiosos
gustos los de este hombre en cuestión de papelería. No hay
dirección. «Acuda esta noche, a las siete, a la puerta del teatro
Lyceum, tercera columna de la izquierda. Si no se fía, traiga un par
de amigos. Ha sido usted perjudicada y se le hará justicia. No avise a
la policía. Si lo hace, todo será en vano. Su amigo desconocido.»
Vaya, vaya. Pues sí que tenemos un pequeño misterio. ¿Qué se
propone hacer, señorita Morstan?
––Eso es precisamente lo que he venido a consultarle.
––En tal caso, desde luego que iremos. Usted y yo y... sí, claro, el
doctor Watson es el hombre indicado. La carta dice que dos amigos.
El doctor y yo hemos trabajado juntos otras veces.
––Pero ¿querrá venir? ––preguntó la joven, con un tono de súplica
en la voz y la expresión.
––Será un orgullo y un placer poder serle útil ––dije yo, de todo
corazón.
––Son los dos muy amables ––respondió ella––. He vivido muy
aislada y no tengo amigos a los que recurrir. Bastará con que esté
aquí a las seis, supongo.
––Pero no más tarde ––dijo Holmes––. Sin embargo, hay otra
cuestión. ¿Es ésta la misma letra con la que se escribió la dirección
en las cajas de las perlas?
––Las traigo aquí ––respondió ella, sacando media docena de
trozos de papel.
––De verdad, es usted una cliente modelo. Tiene buena intuición.
Vamos a ver.
Extendió los papeles sobre la mesa y los inspeccionó uno tras otro
con rápidos vistazos.
––La letra está falseada, excepto en la carta ––dijo por fin––, pero
no caben dudas acerca del autor. Fíjese en cómo se destaca
involuntariamente la «y» griega, y en el giro que remata las «eses».
Son indudablemente de la misma persona. No me gustaría darle
falsas esperanzas, señorita Morstan, pero ¿existe alguna semejanza
entre esta letra y la de su padre?
––No podrían ser más diferentes.
––Esperaba que dijera eso. Muy bien, nos veremos aquí a las seis.
Por favor, déjeme los papeles. Puede que tenga que echarles otro
vistazo. Son sólo las tres y media. Au revoir, pues.
––Au revoir––replicó nuestra visitante, y tras dirigirnos a cada uno
una mirada animada y amable, se guardó la caja de las perlas y se
retiró presurosa.
Me asomé a la ventana y la vi caminando calle abajo a buen paso,
hasta que el turbante gris y la pluma blanca quedaron reducidos a
una manchita entre la sombría multitud.
––¡Qué mujer tan atractiva! ––exclamé, volviéndome hacia mi
compañero.
Éste había vuelto a encender su pipa y estaba recostado con los
párpados entornados.
––¿Ah, sí? ––dijo con languidez––. No me he fijado.
––Desde luego, es usted un autómata, una máquina de calcular ––
exclamé––. A veces, tiene usted cosas decididamente inhumanas.
Holmes sonrió amablemente.
––Es de la máxima importancia ––dijo–– no permitir que las
cualidades personales influyan en nuestra capacidad de juicio. Para
mí, un cliente es una mera unidad, un factor del problema. Las
cuestiones emocionales son enemigas del razonamiento claro. Le
aseguro que la mujer más fascinante que jamás he conocido fue
ahorcada por haber envenenado a tres niños para cobrar un seguro,
y que el hombre más repelente que conozco es un filántropo que
lleva gastado casi un cuarto de millón en ayudar a los pobres de
Londres.
––Sin embargo, en este caso...
––Jamás hago excepciones. Una excepción rebate la regla. ¿Ha
estudiado alguna vez el carácter a partir de la escritura? ¿Qué le
parece la letra de este individuo?
––Es clara y uniforme ––respondí––. Un hombre ordenado y con
cierta fuerza de carácter.
Holmes negó con la cabeza.
––Fíjese en las letras largas ––dijo––. Apenas sobresalen del
rebaño de las corrientes. Esta «d» podría ser una «a», y esta «l» una
«e». Los hombres con carácter siempre hacen destacar las letras
largas, por muy ilegible que sea su escritura. Aquí hay vacilación en
la « g» y poca confianza en las mayúsculas. Voy a salir. Tengo que
hacer algunas consultas. Permítame que le recomiende este libro,
uno de los más interesantes que se han escrito jamás: El martirio del
hombre, de Winwood Reade. Volveré en una hora.
Me senté junto a la ventana con el libro en las manos, pero mis
pensamientos volaban muy lejos de las atrevidas especulaciones del
autor. Mi mente corría hacia nuestra reciente visitante..., sus sonrisas,
los tonos ricos y profundos de su voz, el extraño misterio que se
cernía sobre su vida. Si tenía diecisiete años cuando desapareció su
padre, ahora debía de tener veintisiete, una edad espléndida, cuando
la juventud ha perdido su arrogancia y se vuelve algo más sensata
gracias a la experiencia. Y así seguí, sentado y cavilando, hasta que
surgieron en mi mente pensamientos tan peligrosos que corrí hacia
mi escritorio y me sumergí con furia en el más reciente tratado de
patología. ¿Quién era yo, un médico militar retirado, con una pierna
débil y una cuenta bancaria más débil aún, para atreverme a pensar
en cosas así? Ella era una unidad, un factor, y nada más. Si mi futuro
se presentaba negro, más valía afrontarlo como un hombre que
intentar alegrarlo con simples fantasías de la imaginación.
Capítulo III
En busca de una solución
Eran más de las cinco y media cuando regresó Holmes. Venía
contento, animado y de excelente humor, un estado de ánimo que en
él se alternaba con accesos de la más negra depresión.
––No hay gran misterio en este asunto ––dijo, tomando la taza de té
que yo le había servido––. Parece que los hechos sólo admiten una
única explicación.
––¿Cómo? ¿Ya lo ha resuelto?
––Bueno, eso es mucho decir. He descubierto un hecho muy
sugerente, eso es todo. Eso sí, es muy sugerente. Todavía falta
añadir los detalles. Consultando los archivos del Times, he
descubierto que el mayor Sholto, de Upper Norwood, que sirvió en el
trigésimo cuarto de Infantería de Bombay, falleció el 28 de abril de
1882.
––Seguro que soy muy obtuso, Holmes, pero no acabo de ver qué
sugiere eso.
––¿No? Me sorprende usted. Pues mírelo de esta manera. El
capitán Morstan desaparece. La única persona de Londres a la que
podría haber visitado es el mayor Sholto. El mayor Sholto niega saber
que Morstan hubiera estado en Londres. Cuatro años después,
Sholto muere. Menos de una semana después de su muerte, la hija
del capitán Morstan recibe un valioso regalo, que se repite un año
tras otro, y ahora todo culmina en una carta que la describe como
perjudicada. ¿A qué perjuicio puede referirse si no es a la pérdida de
su padre? ¿Y por qué iban a comenzar los regalos inmediatamente
después de la muerte de Sholto, a menos que el heredero de ese
Sholto supiera algo sobre el misterio y deseara ofrecer una
compensación? ¿Tiene usted alguna teoría alternativa que se ajuste
a los hechos?
––¡Pues qué compensación tan extraña! ¡Y qué manera tan extraña
de hacerlo! ¿Por qué tendría que escribirle esa carta ahora, y no hace
seis años? Y además, la carta habla de hacer justicia. ¿Qué justicia
se le puede hacer? No irá a suponer que su padre sigue vivo. Y, que
nosotros sepamos, no hay ninguna otra injusticia en este caso.
––Hay ciertas dificultades; claro que hay ciertas dificultades ––dijo
Sherlock Holmes, pensativo––. Pero la expedición de esta noche las
resolverá todas. ¡Ah!, Ahí viene un coche, y en él la señorita Morstan.
¿Está usted listo? Pues vayamos bajando, porque ya pasa un poco
de la hora.
Recogí mi sombrero y mi bastón más pesado, pero me fijé en que
Holmes sacaba su revólver del cajón y se lo metía en el bolsillo.
Estaba claro que pensaba que nuestro trabajo de aquella noche era
cosa seria.
La señorita Morstan venía envuelta en una capa oscura, y su
expresivo rostro estaba sereno, pero pálido. No habría sido mujer si
no hubiera sentido cierta aprensión ante la extraña empresa en la que
nos estábamos embarcando, pero su dominio de sí misma era
perfecto y respondió con soltura a las pocas preguntas nuevas que
Sherlock Holmes le planteó.
––El mayor Sholto era muy amigo de papá ––dijo––. Sus cartas
estaban llenas de comentarios sobre el mayor. El y papá estaban al
mando de las tropas de las islas Andaman, de manera que vivieron
muchas experiencias juntos. Por cierto, en el escritorio de papá
encontramos un extraño papel que nadie consiguió entender. No creo
que tenga la menor importancia, pero pensé que tal vez le gustaría
verlo y lo he traído. Aquí lo tiene.
Holmes desdobló con cuidado el papel y lo alisó sobre su rodilla. A
continuación, lo examinó muy meticulosamente con su lupa.
––Es papel de fabricación india ––comentó––. Estuvo alguna vez
clavado a un tablero. El esquema dibujado en él parece el plano de
parte de un gran edificio, con muchas salas, pasillos y pasadizos. En
un punto hay una crucecita trazada con tinta roja, y encima de ella
pone «3,37 desde la izquierda», escrito a lápiz y casi borrado. En la
esquina inferior izquierda hay un curioso jeroglífico, como cuatro
cruces en línea, con los brazos tocándose. Al lado han escrito, con
letra bastante mala y torpe, «El signo de los cuatro.––Jonathan Small,
Mahomet Singh, Abdullah Khan, Dost Akbar. » No, confieso que no
veo ninguna relación con el asunto. Pero está claro que se trata de un
documento importante. Lo han tenido cuidadosamente guardado en
una libreta de bolsillo, porque está igual de limpio por un lado que por
el otro.
––Lo encontramos en su libreta de bolsillo.
––Pues guárdelo con cuidado, señorita Morstan, porque puede que
nos sea útil. Empiezo a sospechar que este caso puede resultar
mucho más complicado y sutil de lo que supuse al principio. Tendré
que reconsiderar mis ideas.
Se recostó en el asiento del coche y comprendí, por su ceño
fruncido y su mirada ausente, que estaba pensando intensamente. La
señorita Morstan y yo charlamos en voz baja acerca de nuestra
expedición y su posible resultado, pero nuestro compañero mantuvo
su impenetrable reserva hasta el final del trayecto.
Estábamos en septiembre y aún no eran las siete de la tarde, pero
había hecho un día muy desapacible, y una niebla densa y húmeda
se extendía a poca altura sobre la gran ciudad. Por encima de las
calles embarradas flotaban tristes nubarrones del mismo color que el
barro. A lo largo del Strand, las farolas eran meros borrones de luz
difusa, que proyectaban un débil reflejo circular sobre el resbaladizo
pavimento. Las luces amarillas de los escaparates se difuminaban en
el aire cargado de vapores, esparciendo un turbio y palpitante
resplandor por la concurrida avenida. Me daba la impresión de que
había algo misterioso y fantasmal en la interminable procesión de
rostros que atravesaban fugazmente las estrechas franjas de luz:
rostros tristes y alegres, angustiados y felices. Como la totalidad del
género humano, pasaban velozmente de las tinieblas a la luz, sólo
para volver a sumirse en las tinieblas. No soy fácil de impresionar,
pero aquella tarde lúgubre y sombría, combinada con el extraño
asunto en el que nos habíamos embarcado, había conseguido
deprimirme y ponerme nervioso. Por la manera de actuar de la
señorita Morstan, me di cuenta de que ella sentía algo parecido. Sólo
Holmes estaba por encima de tan funestas influencias. Sostenía su
cuaderno de notas abierto sobre las rodillas, y de vez en cuando
trazaba números y anotaciones, a la luz de su linterna de bolsillo.
En el Lyceum, la muchedumbre se apretujaba ya ante las entradas
laterales. Delante de la puerta principal discurría con estrépito una
continua sucesión de coches de dos y cuatro ruedas, que
descargaban sus cargamentos de caballeros con pechera
almidonada y damas cubiertas de chales y diamantes. Apenas
habíamos llegado a la tercera columna, lugar de nuestra cita, cuando
nos abordó un hombre menudo, moreno y ágil, vestido de cochero.
––¿Son ustedes las personas que vienen con la señorita Morstan? –
–preguntó.
––Yo soy la señorita Morstan, y estos dos caballeros son amigos
míos ––dijo ella.
El hombre nos miró de refilón, con ojos increíblemente penetrantes
e inquisitivos.
––Tendrá que perdonarme, señorita ––dijo con cierto tono
obstinado––, pero tengo que pedirle que me dé su palabra de que
ninguno de sus acompañantes es agente de policía.
––Le doy mi palabra ––respondió ella.
El hombre emitió un agudo silbido y, en respuesta al mismo, un
golfillo acercó un coche de cuatro ruedas y abrió la puerta. Nuestro
interlocutor subió al pescante, mientras nosotros nos acomodábamos
dentro. Apenas nos habíamos sentado, cuando el cochero fustigó al
caballo y partimos a toda velocidad por las calles cubiertas de espesa
niebla.
Era una situación curiosa. Nos dirigíamos a un lugar desconocido
con una misión desconocida. O bien la invitación era una completa
burla ––hipótesis que resultaba inconcebible––, o bien teníamos
buenas razones para pensar que de aquel trayecto podían depender
cuestiones muy importantes. La actitud de la señorita Morstan era tan
decidida y serena como siempre. Me propuse animarla y entretenerla
con anécdotas de mis aventuras en Afganistán; pero, a decir verdad,
yo mismo estaba tan excitado por la situación y sentía tanta
curiosidad por conocer nuestro destino, que mis relatos se
embarullaron un poco. En el día de hoy, ella todavía sigue insistiendo
en que le conté una emocionante historia en la que una escopeta se
asomó a mi tienda en mitad de la noche, y yo le disparé con un
cachorro de tigre de dos cañones.
Al principio, tenía cierta idea de la dirección en la que íbamos, pero
con la velocidad que llevábamos, la niebla y mi limitado conocimiento
de Londres, no tardé en desorientarme y ya no supe nada más,
excepto que parecía que íbamos muy lejos. En cambio, Sherlock
Holmes no se despistó ni una vez, e iba musitando los nombres a
medida que el coche atravesaba plazas y se internaba por tortuosas
callejuelas.
––Rochester Road ––decía––. Y ahora, Vincent Square. Ahora
saldremos a la calle del puente de Vauxhall. Parece que vamos hacia
la parte de Surrey. Sí, lo que yo decía. Ya estamos en el puente. Se
alcanza a ver el río.
En efecto, pudimos ver de manera fugaz un tramo del Támesis, con
las farolas brillando sobre sus anchas y tranquilas aguas; pero el
coche siguió adelante a toda velocidad y se introdujo rápidamente en
el laberinto de calles de la otra orilla.
––Wandsworth Road ––dijo mi compañero––. Priory Road. Larkhall
Lane. Stockwell Place. Robert Street. Coldharbour Lane. No parece
que nuestra expedición nos lleve a zonas muy elegantes.
Efectivamente, habíamos llegado a una barriada bastante
sospechosa y desagradable. Largas y monótonas hileras de casas de
ladrillo, alegradas tan sólo por el turbio resplandor y los vulgares
adornos de los bares de las esquinas. Pasamos luego ante varias
manzanas de casas de dos plantas, todas ellas con un minúsculo
jardín delante; y otra vez las interminables filas de edificios nuevos de
ladrillo, monstruosos tentáculos que la gigantesca ciudad extendía
hacia el campo. Por fin, el coche se detuvo ante la tercera casa de
una manzana recién construida. Ninguna de las otras casas estaba
habitada, y la que parecía nuestro destino estaba tan a oscuras como
sus vecinas, excepto por un débil resplandor en la ventana de la
cocina. Sin embargo, en cuanto llamamos a la puerta, la abrió al
instante un sirviente indio ataviado con turbante amarillo, ropa blanca
holgada y una faja amarilla. Había algo extraño e incongruente en
aquella figura oriental enmarcada en el umbral de una vivienda
suburbana de tercera clase.
––El sahib los aguarda ––dijo.
Aún no había terminado de hablar cuando una voz aguda y chillona
gritó desde alguna habitación interior: ––Hazlos pasar, khitmutgar.
Que pasen en seguida.
Capítulo IV
La historia del hombre calvo
Seguimos al indio por un pasillo sórdido y vulgar, mal iluminado y
peor amueblado, hasta llegar a una puerta situada a la derecha, que
abrió de par en par. Quedamos bañados por un resplandor de luz
amarilla, y en el centro del resplandor se alzaba un hombre pequeño
con la cabeza muy alta, una orla de pelo rojizo alrededor y un cráneo
calvo y reluciente, que sobresalía del cabello como la cumbre de una
montaña sobresale entre los abetos. Estaba de pie, retorciéndose las
manos y con los rasgos de la cara en constante agitación: tan pronto
sonreía como ponía mal gesto, pero sus facciones no quedaban en
reposo ni un solo instante. La naturaleza le había dotado de un labio
colgante y una hilera demasiado visible de dientes amarillentos e
irregulares, que procuraba ocultar sin mucho entusiasmo pasándose
la mano por la parte inferior del rostro. A pesar de su prominente
calva, daba la impresión de ser joven. Y de hecho, acababa de
cumplir treinta años.
––A su servicio, señorita Morstan ––repitió varias veces, con su voz
aguda y penetrante––. A su servicio, caballeros. Por favor, pasen a
mi humilde santuario. Un pequeño rincón, señorita, pero amueblado a
mi gusto. Un oasis de arte en el ruidoso desierto del sur de Londres.
Todos nos quedamos asombrados por el aspecto de la habitación a
la que nos invitaba a entrar. Parecía tan fuera de lugar en aquella
fúnebre casa como un diamante de la mejor calidad en una montura
de latón. Las paredes estaban cubiertas por espléndidas cortinas y
deslumbrantes tapices, recogidos aquí y allá para dejar sitio a algún
cuadro lujosamente enmarcado o a un jarrón oriental. La alfombra, de
colores ámbar y negro, era tan blanda y tan gruesa que los pies se
hundían agradablemente en ella, como en una capa de musgo. Dos
grandes pieles de tigre extendidas sobre la alfombra acentuaban la
impresión de lujo oriental, a la que contribuía una enorme hookah
colocada sobre una esterilla en un rincón. Una lámpara con forma de
paloma de plata colgaba de un cable casi invisible en el centro de la
habitación. Al arder, impregnaba el aire de un aroma sutil.
––Soy Thaddeus Sholto ––dijo el hombrecillo, sin dejar de temblar y
sonreír––. Ése es mi nombre. Usted, naturalmente, es la señorita
Morstan. Y estos caballeros...
––Éste es el señor Sherlock Holmes, y éste el doctor Watson.
––Un médico, ¿eh? ––exclamó, muy excitado––. ¿Ha traído su
estetoscopio? ¿Podría pedirle..., tendría la amabilidad de...? Tengo
serias dudas acerca de mi válvula mitral, y si fuera tan amable... En la
aorta puedo confiar, pero me gustaría conocer su opinión sobre la
mitral.
Le ausculté el corazón como me pedía, pero no escuché nada
anormal, aparte de que era evidente que sufría un ataque extremo de
miedo, ya que temblaba de pies a cabeza.
––Parece normal ––dije––. No tiene por qué preocuparse.
––Tendrá que perdonar mi ansiedad, señorita Morstan ––dijo en
tono afectado––. Tengo muy mala salud y hace tiempo que
sospechaba de esa válvula. Me alegra muchísimo oír que mis
sospechas eran infundadas. Si su padre, señorita Morstan, no
hubiera sometido su corazón a tantas tensiones, tal vez estaría vivo
todavía.
Me dieron ganas de cruzarle la cara, de tanto que me indignó su
cruel e innecesaria alusión a un tema tan delicado. La señorita
Morstan se sentó, completamente pálida.
––Siempre tuve la corazonada de que había fallecido ––dijo.
––Puedo darle toda la información al respecto ––dijo él––. Y lo que
es más, puedo hacerle justicia. Y lo haré, diga lo que diga mi
hermano Bartholomew. Me alegro de que hayan venido sus amigos,
no sólo para escoltarla, sino también para que sean testigos de lo que
me dispongo a hacer y decir. Entre los tres podremos hacer frente a
mi hermano Bartholomew. Pero que no intervengan extraños. Ni
policías ni funcionarios. Podemos arreglarlo todo perfectamente entre
nosotros, sin ninguna interferencia. Nada molestaría tanto a mi
hermano Bartholomew como la publicidad.
Se sentó en un canapé bajo y nos miró inquisitivamente, sin dejar
de guiñar sus ojos azules, miopes y acuosos.
––Por mi parte ––dijo Holmes––, lo que usted vaya a decirnos
quedará entre nosotros.
Yo asentí para mostrar mi conformidad.
––¡Perfecto! ¡Perfecto! ––dijo Sholto––. ¿Le apetece un vaso de
chianti, señorita Morstan? ¿O de tokay? No tengo ninguna otra clase
de vino. ¿Quiere que abra una botella? ¿No? Muy bien. Confío en
que no pondrá objeciones al tabaco, al balsámico olor del tabaco
oriental. Estoy un poco nervioso y mi hookah es para mí un sedante
maravilloso.
Aplicó una cerilla a la gran cazoleta de la pipa, y el humo burbujeó
alegremente a través del agua de rosas. Los tres nos sentamos en
semicírculo, adelantando la cabeza y apoyando la barbilla en las
manos, mientras el extraño y tembloroso hombrecillo de cráneo alto y
reluciente aspiraba inquietas bocanadas en el centro.
––Cuando decidí comunicarle todo esto ––dijo––, podría haberle
dado mi dirección desde un principio, pero tuve miedo de que no
hiciera caso de mis condiciones y trajera con usted gente
desagradable. Así pues, me tomé la libertad de concertar una cita de
manera que mi sirviente Williams pudiera verlos antes. Tengo
completa confianza en su discreción y le ordené que, si no quedaba
satisfecho, no siguiera adelante. Tendrá que perdonarme estas
precauciones, pero soy hombre de costumbres reservadas, e incluso
podría decir de gustos refinados, y no hay nada tan antiestético como
un policía. Me repugnan por naturaleza todas las manifestaciones de
burdo materialismo. Casi nunca entro en contacto con la masa vulgar.
Vivo, como usted ve, rodeado de una cierta atmósfera de elegancia.
Podríamos decir que soy un mecenas de las artes. Son mi debilidad.
Ese paisaje es un auténtico Corot y, aunque un entendido podría
sentir ciertas dudas acerca de ese Salvatore Rosa, con este
Bouguereau no puede caber la menor duda. Me encanta la escuela
francesa moderna.
––Perdone usted, señor Sholto ––dijo la señorita Morstan––, pero
he venido aquí a petición suya para enterarme de algo que usted
desea contarme. Es ya muy tarde y me gustaría que la entrevista
fuera lo más breve posible.
––En el mejor de los casos, creo que nos tomará algún tiempo ––
respondió él––. Porque, naturalmente, tendremos que ir a Norwood a
ver a mi hermano Bartholomew. Podemos ir todos y trataremos de
convencerlo. Está muy enfadado conmigo por haber tomado la
iniciativa que me parecía justa. Anoche tuvimos unas palabras
bastante fuertes. No pueden imaginar lo terrible que se pone cuando
está furioso.
––Si vamos a ir a Norwood, tal vez convendría salir ya ––me atreví
a sugerir.
Sholto se echó a reír hasta que las orejas se le pusieron
completamente rojas.
––Así no adelantaríamos nada ––exclamó––. No sé lo que diría si
me presentara con ustedes así, de repente. No, tengo que
prepararles, explicándoles cuáles son nuestras respectivas
posiciones. En primer lugar, debo decirles que hay ciertos detalles de
la historia que yo mismo ignoro. Sólo puedo explicarles los hechos
hasta donde yo los conozco.
»Como ustedes habrán adivinado, mi padre era el mayor John
Sholto, del ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se
instaló en el Pabellón Pondicherry, en Upper Norwood. En la India le
había ido bien y se trajo de allá una considerable cantidad de dinero,
una gran colección de valiosas curiosidades y un equipo de sirvientes
nativos. Con estos recursos se compró una casa y vivió con todo lujo.
Mi hermano gemelo Bartholomew y yo éramos sus únicos hijos.
»Recuerdo muy bien la sensación que provocó la desaparición del
capitán Morstan. Leímos los detalles en la prensa y, como sabíamos
que había sido amigo de nuestro padre, comentábamos el caso con
toda libertad en su presencia. Incluso participaba en nuestras
especulaciones sobre lo que podría haber ocurrido. Ni por un instante
sospechamos que él estuviera al corriente del secreto; que sólo él,
entre todos los hombres, sabía qué había sido de Arthur Morstan.
»Sin embargo, sí que sabíamos que sobre nuestro padre se cernía
algún misterio, algún peligro concreto, porque le daba miedo salir solo
y tenía empleados a dos luchadores como porteros del Pabellón
Pondicherry. Williams, el que les ha traído aquí esta noche, era uno
de ellos. En sus tiempos fue campeón de Inglaterra de los pesos
ligeros. Nuestro padre nunca nos dijo de qué tenía miedo, pero sentía
una extraordinaria aversión hacia los hombres con pata de palo. En
una ocasión llegó a disparar su revólver contra un hombre con pata
de palo, que resultó ser un inofensivo vendedor ambulante que iba de
casa en casa. Tuvimos que pagar una elevada suma para silenciar el
asunto. Mi hermano y yo creíamos que se trataba de una simple
manía de nuestro padre; pero los acontecimientos posteriores nos
hicieron cambiar de opinión.
»A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le
causó un gran sobresalto. Al abrirla, estuvo a punto de desmayarse
en la mesa del desayuno, y desde aquel día estuvo enfermo hasta
que murió. Jamás pudimos descubrir lo que decía aquella carta, pero
mientras la tenía en las manos pude ver que era breve y estaba
escrita con muy mala letra. Desde hacía varios años, nuestro padre
padecía de dilatación del bazo, pero a partir de entonces empeoró
rápidamente y hacia finales de abril supimos que no había
esperanzas y que quería hacernos una revelación postrera.
»Cuando entramos en su habitación, estaba incorporado en la cama
con ayuda de varias almohadas y respiraba con dificultad. Nos pidió
que cerráramos la puerta y que nos situáramos uno a cada lado de la
cama. Entonces, cogiéndonos de las manos, nos contó una historia
extraordinaria, con una voz quebrada por la emoción y el dolor a
partes iguales. Voy a intentar repetírsela a ustedes con sus mismas
palabras:
»Sólo hay una cosa ––nos dijo–– que me pesa en la conciencia en
este momento supremo. Es la manera en que me he portado con la
pobre huérfana de Morstan. La maldita codicia, que ha sido mi
principal pecado durante toda mi vida, la ha privado del tesoro,
cuando le correspondía por lo menos la mitad del mismo. Y sin
embargo, yo tampoco lo he aprovechado. ¡Qué cosa tan ciega y
estúpida es la avaricia! La simple sensación de poseerlo me resultaba
tan agradable que no podía soportar la idea de compartirlo con nadie.
¿Veis esa diadema con cuentas de perlas que hay junto al frasco de
quinina? Pues ni siquiera de eso fui capaz de desprenderme, aunque
lo había sacado con la intención de enviárselo. Vosotros, hijos míos,
le daréis una parte justa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada,
ni siquiera la diadema, hasta que yo haya muerto. Al fin y al cabo, hay
quien ha estado tan mal como yo y se ha recuperado.
»Voy a contaros cómo murió Morstan ––continuó––. Llevaba años
enfermo del corazón, pero no se lo había dicho a nadie. Yo era el
único que lo sabía. Cuando él y yo estábamos en la India, por una
extraña serie de acontecimientos, llegó a nuestro poder un importante
tesoro. Yo me lo traje a Inglaterra, y cuando llegó Morstan, aquella
misma noche vino derecho aquí a reclamar su parte. Vino andando
desde la estación y le abrió la puerta el viejo y leal Lal Chowdar, que
en paz descanse. Morstan y yo tuvimos una diferencia de opiniones
sobre el reparto del tesoro y nos cruzamos palabras muy fuertes. En
un ataque de ira, Morstan se puso en pie de un salto y, de pronto, se
llevó la mano al costado, se le oscureció el rostro y cayó hacia atrás,
golpeándose la cabeza contra la esquina del cofre del tesoro. Cuando
me incliné sobre él, descubrí horrorizado que había muerto.
»Me quedé mucho tiempo sentado y medio atontado,
preguntándome qué podía hacer. Naturalmente, mi primer impulso
fue pedir ayuda; pero me daba perfecta cuenta de que era muy
probable que me acusaran de asesinato. El que hubiera muerto
durante una disputa y la herida que tenía en la cabeza eran indicios
muy graves en mí contra. Por otra parte, era imposible realizar una
investigación oficial sin que saliera a relucir la historia del tesoro, que
yo estaba firmemente decidido a mantener en secreto. El me había
dicho que nadie en el mundo sabía dónde había ido. Me pareció que
no había ninguna necesidad de que alguien lo supiera jamás.
»Todavía seguía dándole vueltas al asunto cuando levanté la
mirada y vi a mi sirviente Lal Chowdar en el umbral de la puerta.
Entró con sigilo y cerró la puerta con pestillo. "No tema, sahib ––dijo–
–. Nadie tiene por qué saber que usted lo ha matado. Esconderemos
el cadáver y ¿quién va a enterarse?". "Yo no lo maté", dije. Lal
Chowdar meneó la cabeza y sonrió. "Lo he oído todo, sahib ––dijo––.
Oí la pelea y oí el golpe. Pero mis labios están sellados. Todos están
dormidos en la casa. Lo sacaremos entre los dos". Aquello bastó para
decidirme. Si mi propio sirviente era incapaz de creer en mi inocencia,
¿cómo podía esperar que me creyeran doce estúpidos tenderos
formando parte de un jurado? Aquella misma noche, Lal Chowdar y
yo nos deshicimos del cadáver y a los pocos días todos los periódicos
de Londres hablaban de la misteriosa desaparición del capitán
Morstan. Os cuento todo esto para que veáis que no fue culpa mía. Sí
soy culpable en cambio de haber escondido no sólo el cadáver sino
también el tesoro, y de haberme quedado con la parte de Morstan,
además de la mía. Por eso quiero que vosotros os encarguéis de
reparar mi falta. Acercad el oído a mi boca. El tesoro está escondido
en...
»En aquel instante, su rostro sufrió una horrible transformación. Se
le desorbitaron los ojos, se le desencajó la mandíbula y gritó, con una
voz que jamás podré olvidar: "¡No le dejéis entrar! ¡Por amor de Dios,
no le dejéis entrar! ". Los dos nos volvimos hacia la ventana que
teníamos a la espalda, en la que nuestro padre tenía clavada la
mirada. Una cara nos miraba desde la oscuridad. Pudimos ver su
nariz blanqueada al aplastarse contra el cristal. Era un rostro
barbudo, con ojos feroces y crueles y una expresión de maldad
concentrada. Mi hermano y yo corrimos hacia la ventana, pero el
hombre había desaparecido. Cuando regresamos junto a nuestro
padre, su cabeza se había desplomado y su pulso había dejado de
latir.
»Aquella noche registramos el jardín sin encontrar ni rastro del
intruso, exceptuando una única pisada bajo la ventana, en un macizo
de flores. De no ser por aquella huella, habríamos podido pensar que
aquel rostro feroz era un producto de nuestra imaginación. Sin
embargo, pronto tuvimos una nueva y contundente prueba de que
alguna fuerza secreta actuaba a nuestro alrededor. Por la mañana
encontramos abierta la ventana de la habitación de nuestro padre;
habían revuelto todos sus armarios y cajones, y le habían prendido al
pecho un papel arrugado, con las palabras "El signo de los cuatro".
jamás supimos lo que significaba aquella frase, ni quién podía haber
sido nuestro misterioso visitante. Por lo que pudimos apreciar, no
había robado ninguna de las pertenencias de nuestro padre, aunque
lo había revuelto todo. Naturalmente, mi hermano y yo relacionamos
este curioso incidente con el miedo que había atormentado a nuestro
padre cuando estaba vivo; pero sigue siendo un completo misterio
para nosotros.
El hombrecillo se inclinó para volver a encender su hookah y estuvo
unos momentos dando chupadas, con expresión pensativa. Todos
habíamos quedado absortos escuchando aquel extraordinario relato.
Durante la breve descripción de la muerte de su padre, la señorita
Morstan se había puesto pálida como un cadáver, y por un momento
temí que fuera a desmayarse. Sin embargo, se recuperó bebiendo un
vaso de agua que yo le serví de una garrafa veneciana que había en
una mesita. Sherlock Holmes estaba echado hacia atrás en su
asiento, con expresión abstraída y los párpados medio cerrados
sobre sus ojos relucientes. Al mirarlo no pude evitar acordarme de
que aquel mismo día se había estado quejando de las vulgaridades
de la vida. Por lo menos, aquí tenía un problema capaz de poner a
prueba toda su sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miró a
todos, visiblemente orgulloso del efecto que había producido su
relato, y continuó, entre chupada y chupada a su voluminosa pipa:
––Como podrán suponer ––dijo––, mi hermano y yo estábamos
excitadísimos por aquel tesoro del que nos había hablado nuestro
padre. Durante semanas y meses, cavamos y registramos en todos
los rincones del jardín y de la casa sin localizar el escondrijo. Era
como para volverse loco, pensar que lo tenía en la punta de la lengua
en el mismo instante de morir. La diadema que nos había enseñado
daba idea del esplendor de las riquezas ocultas. Mi hermano
Bartholomew y yo tuvimos algunas discusiones acerca de aquella
diadema. Era evidente que las perlas tenían muchísimo valor, y él se
resistía a desprenderse de ellas, porque, aquí entre nosotros,
también mi hermano tiene cierta tendencia al pecado de mi padre.
Además, creía que entregar la diadema podría dar lugar a
habladurías que, al final, nos meterían en apuros. Lo más que pude
hacer fue convencerle de que me permitiera averiguar la dirección de
la señorita Morstan y enviarle las perlas una a una, a intervalos fijos,
para que, al menos, nunca más pasara necesidades.
––Fue una idea muy generosa ––dijo nuestra acompañante,
emocionada––. Ha sido usted muy amable.
El hombrecillo agitó la mano en señal de negativa.
––Nosotros éramos como sus albaceas ––dijo––. Así es como lo
veía yo, aunque mi hermano Bartholomew no acababa de estar de
acuerdo. Nosotros teníamos ya mucho dinero; yo no deseaba más.
Además, habría sido de muy mal gusto tratar a una joven de manera
tan mezquina. Le mauvais groût mène au crime, como dicen los
franceses, que tienen una manera muy fina de decir estas cosas.
Nuestras diferencias de opinión sobre el tema llegaron a tal extremo
que juzgué conveniente buscarme una casa propia, así que me
marché del Pabellón Pondicherry, llevándome conmigo al viejo
khitmutgar y a Williams. Pero ayer mismo me enteré de que había
ocurrido un acontecimiento de la máxima importancia. Se ha
descubierto el tesoro. Al instante, Me puse en contacto con la
señorita Morstan, y ahora sólo nos queda ir a Norwood y reclamar
nuestra parte. Anoche le expuse mis opiniones a mi hermano
Bartholomew, así que seremos visitantes esperados, aunque no
bienvenidos.
El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió temblequeando,
sentado en su lujoso canapé. Todos quedamos callados, pensando
en el nuevo giro que había adoptado aquel misterioso asunto. Holmes
fue el primero en ponerse en pie.
––Caballero, ha obrado usted bien de principio a fin ––dijo––. Es
posible que podamos corresponderle en cierta medida, arrojando algo
de luz sobre lo que todavía está oscuro para usted. Pero, como dijo
hace poco la señorita Morstan, se hace tarde y lo mejor será que
resolvamos el asunto sin más dilación.
Nuestro nuevo conocido enrolló muy parsimoniosamente el tubo de
su hookah y sacó de detrás de una cortina un abrigo muy largo,
abrochado con alamares y con cuello y puños de astracán. Se lo
abotonó hasta arriba, a pesar de que la noche era bastante
sofocante, y completó su atuendo encasquetándose un gorro de piel
de conejo con orejeras, de manera que no quedó visible parte alguna
de su cuerpo, excepto su cara gesticulante y puntiaguda.
––Tengo la salud algo frágil ––comentó mientras abría la marcha
por el pasillo––. Me veo obligado a vivir como un achacoso.
El coche nos aguardaba fuera y era evidente que nuestro programa
estaba organizado de antemano, porque el cochero arrancó
inmediatamente a paso rápido. Thaddeus Sholto hablaba sin parar,
con una voz que destacaba muy por encima del traqueteo de las
ruedas.
––Bartholomew es un tipo listo ––dijo––. ¿Cómo creen que averiguó
dónde estaba el tesoro? Había llegado a la conclusión de que tenía
que estar en alguna parte de la casa, así que calculó todo el espacio
cúbico de la casa y tomó medidas por todas partes, de manera que
no quedara por comprobar ni una pulgada. Entre otras cosas,
descubrió que la altura del edificio era de setenta y cuatro pies, pero
que sumando las alturas de todas las habitaciones y dejando margen
suficiente para los espacios entre ellas, que verificó haciendo calas,
el total no pasaba de setenta pies. Faltaban cuatro pies por alguna
parte. Sólo podían estar en lo alto del edificio; así que abrió un
agujero en el techo de yeso de la habitación más alta y allí,
efectivamente, encontró un pequeño desván, completamente tapiado,
que nadie conocía. En el centro estaba el cofre del tesoro, colocado
sobre dos vigas. Lo descolgó a través del agujero y allí lo tiene. Ha
calculado el valor de las joyas en medio millón de libras esterlinas,
como mínimo.
Al oír aquella gigantesca cifra, todos nos miramos con ojos
desorbitados. Si podíamos hacer valer sus derechos, la señorita
Morstan dejaría de ser una humilde institutriz para convertirse en la
heredera más rica de Inglaterra. Cualquier amigo leal habría tenido
que alegrarse ante semejante noticia, pero confieso avergonzado que
me dejé vencer por el egoísmo y sentí que el corazón me pesaba
como si fuera de plomo. Balbuceé unas cuantas y entrecortadas
palabras de felicitación y me quedé abatido, con la cabeza gacha,
sordo al parloteo de nuestro nuevo amigo. Decididamente, el hombre
era un hipocondríaco sin remedio, y yo era vagamente consciente de
que iba enumerando interminables series de síntomas y suplicando
información acerca de la composición y efectos de innumerables
potingues de charlatán, varios de los cuales llevaba en el bolsillo, en
un estuche de cuero. Confío en que no recuerdo ninguna de las
respuestas que le di aquella noche. Holmes asegura que me oyó
advertirle del gran peligro que supone tomar más de dos gotas de
aceite de ricino, y que le recomendé estricnina en grandes dosis
como sedante. Sea lo que fuere, lo cierto es que sentí un gran alivio
cuando nuestro coche se detuvo con una sacudida y el cochero saltó
a tierra para abrirnos la puerta.
––Esto, señorita Morstan, es el Pabellón Pondicherry ––dijo
Thaddeus Sholto mientras le ofrecía la mano para bajar.
Capítulo V
La tragedia del Pabellón Pondicherry
Eran casi las once de la noche cuando llegamos a esta etapa final
de nuestra aventura nocturna. Habíamos dejado atrás la niebla
húmeda de la ciudad y hacía bastante buena noche. Soplaba un
viento cálido del Oeste, y por el cielo se desplazaban densas nubes,
entre cuyas aberturas asomaba de vez en cuando la media luna.
Había bastante claridad como para ver a cierta distancia, pero
Thaddeus Sholto descolgó uno de los faroles laterales del carruaje
para iluminar mejor nuestro camino.
El Pabellón Pondicherry se alzaba en terreno propio, rodeado por
una tapia de piedra muy alta y rematada con cristales rotos. La única
vía de entrada era una puerta estrecha con refuerzos de hierro.
Nuestro guía llamó a esta puerta con un típico toc––toc como el de
los carteros.
––¿Quién es? ––gritó desde dentro una voz ronca.
––Soy yo, McMurdo. Ya deberías conocer mi llamada.
Oímos una especie de gruñido y el tintineo y rechinar de llaves. La
puerta se abrió con dificultad hacia dentro y un hombre bajo y ancho
de pecho apareció en el hueco; la luz amarillenta del farol caía sobre
su rostro de facciones prominentes, haciéndole guiñar los ojos
desconfiados.
––¿Es usted, señor Thaddeus? ¿Pero quiénes son esos otros? El
señor no me ha dicho nada de ellos.
––¿Cómo que no, McMurdo? Me sorprendes. Anoche le dije a mi
hermano que traería unos amigos.
––No ha salido de su habitación en todo el día, señor Thaddeus, y
no me ha dado instrucciones. Usted sabe muy bien que debo
atenerme a las normas. Puedo dejarle entrar a usted, pero sus
amigos tienen que quedarse donde están.
Aquél era un obstáculo inesperado. Thaddeus Sholto miró a su
alrededor con aire perplejo e indefenso.
––Esto no puede ser, McMurdo ––dijo––. Si yo respondo de ellos,
con eso debe bastarte. ¿Y qué me dices de la señorita? No puede
quedarse esperando en la carretera a estas horas.
––Lo siento mucho, señor Thaddeus ––dijo el portero, inexorable––
.Esta gente pueden ser amigos suyos y no serlo del señor. Él me
paga bien para que cumpla mi tarea, y yo cumplo mi tarea. No
conozco a ninguno de sus amigos.
––Sí que conoce a alguno, McMurdo ––exclamó Sherlock Holmes
jovialmente––. No creo que se haya olvidado de mí. ¿No se acuerda
del aficionado que peleó tres asaltos con usted en los salones Alison
la noche de su homenaje, hace cuatro años?
––¡No será usted Sherlock Holmes! ––rugió el boxeador––.
¡Válgame Dios! ¡Mira que no reconocerle! Si en lugar de quedarse ahí
tan callado se hubiera adelantado para atizarme aquel gancho suyo
en la mandíbula, le habría conocido a la primera. ¡Ah, usted sí que ha
desaprovechado su talento! Habría podido llegar muy alto si hubiera
puesto ganas.
––Ya lo ve, Watson, si todo lo demás me falla, aún tengo abierta
una de las profesiones científicas ––dijo Holmes, echándose a reír––.
Estoy seguro de que nuestro amigo no nos dejará ahora a la
intemperie.
––Pase, señor, pase... usted y sus amigos ––respondió el portero––
. Lo siento mucho, señor Thaddeus, pero las órdenes son muy
estrictas. Tenía que asegurarme de quiénes eran sus amigos antes
de dejarlos entrar.
Una vez dentro, un sendero de grava serpenteaba a través de un
terreno desolado hacia la enorme mole de una casa cuadrada y
prosaica, toda sumida en sombras excepto una esquina, donde un
rayo de luna se reflejaba en la ventana de una buhardilla. El enorme
tamaño del edificio, con su aspecto lóbrego y su silencio mortal,
helaba el corazón. Hasta Thaddeus Sholto parecía sentirse
incómodo, y el farol temblaba estrepitosamente en su mano.
––No lo entiendo ––dijo––. Tiene que haber algún error. Le dije bien
claro a Bartholomew que vendríamos, pero no hay luz en su ventana.
No sé qué pensar.
––¿Siempre tiene la casa así de bien guardada? ––preguntó
Holmes.
––Sí, ha seguido la costumbre de mi padre. Era el hijo favorito,
¿sabe usted?, y a veces pienso que es posible que mi padre le dijera
a él cosas que no me dijo a mí. Aquella de arriba es la ventana de
Bartholomew, donde cae la luz de la luna. Brilla mucho, pero me
parece que dentro no hay luz.
––No, nada ––dijo Holmes––. Pero sí que se ve brillar una luz en
aquella ventanita, al lado de la puerta.
––Ah, ésa es la habitación del ama de llaves. Allí vive la anciana
señora Bernstone. Ella podrá informarnos. Pero tal vez lo mejor sea
que esperen ustedes aquí un par de minutos, porque si entramos
todos juntos y ella no está enterada de que veníamos, puede
asustarse. Pero... ¡silencio! ¿Qué es eso?
Levantó el farol y su mano se puso a temblar hasta que los círculos
de luz empezaron a dar vueltas y parpadeos en torno nuestro. La
señorita Morstan me agarró de la muñeca y todos nos quedamos
inmóviles, con el corazón palpitando con furia y el oído aguzado.
Desde el gran caserón negro, atravesando el silencio de la noche,
nos llegaba el sonido más triste y lastimero que existe: los sollozos
agudos y entrecortados de una mujer aterrorizada.
––¡Es la señora Bernstone! ––dijo Sholto––. No hay otra mujer en la
casa. Esperen aquí. Vuelvo ahora mismo.
Echó a correr hacia la puerta y llamó con su típica llamada. Vimos
que una anciana alta le abría y se echaba a temblar de gozo nada
más verlo.
––¡Ay, señor Thaddeus, qué alegría que haya venido! ¡Qué alegría
que haya venido, señor Thaddeus!
Seguimos oyendo sus reiteradas manifestaciones de alegría hasta
que la puerta se cerró y su voz se apagó, quedando reducida a un
zumbido monótono.
Nuestro guía nos había dejado el farol. Holmes lo giró lentamente a
nuestro alrededor y observó con atención la casa y los montones de
tierra removida que salpicaban el terreno. La señorita Morstan y yo
nos quedamos juntos, cogidos de la mano. ¡Qué cosa tan
maravillosamente sutil es el amor! Allí estábamos los dos, que nunca
nos habíamos visto hasta aquel día, que no habíamos intercambiado
ni una palabra, ni tan siquiera una mirada de cariño, y sin embargo,
ahora que pasábamos un momento de apuro, nuestras manos se
habían buscado instintivamente. Siempre que pienso en ello me
maravilla, pero en entonces me pareció la cosa más natural volverme
hacia ella, y ella me ha contado a veces que también fue el instinto el
que la hizo recurrir a mí en busca de protección. Y así nos quedamos,
cogidos de la mano como dos niños, y había paz en nuestros
corazones a pesar de todas las cosas siniestras que nos rodeaban.
––¡Qué lugar tan extraño! ––dijo ella, mirando alrededor. ––Parece
como si hubieran soltado por aquí a todos los topos de Inglaterra. He
visto algo parecido en la ladera de una montaña de Ballarat, donde
habían estado los buscadores de oro.
––Y por los mismos motivos ––dijo Holmes––. Éstas son las huellas
de los buscadores de tesoros. Recuerden que han estado buscándolo
durante seis años. No es de extrañar que el terreno parezca una
cantera de grava.
En aquel momento, la puerta de la casa se abrió de golpe y
Thaddeus Sholto salió corriendo, con los brazos extendidos y una
expresión de terror en sus ojos.
––¡A Bartholomew le ha ocurrido algo malo! ––gritó––. Estoy
asustado. Mis nervios no aguantan más. Efectivamente, balbuceaba
de miedo y su rostro gesticulante y débil, que asomaba sobre el gran
cuello de astracán, tenía la expresión desamparada de un niño
asustado.
––Entremos en la casa ––dijo Holmes con su tono firme y decidido.
––¡Sí, entremos! ––gimió Thaddeus Sholto––. La verdad, no me
siento capaz de dar órdenes.
Todos le seguimos a la habitación del ama de llaves, que se
encontraba a la izquierda del pasillo. La anciana estaba andando de
un lado a otro con gesto asustado y dedos inquietos, pero la
presencia de la señorita Morstan pareció ejercer en ella un efecto
tranquilizador.
––¡Dios bendiga su cara dulce y serena! ––exclamó con un sollozo
histérico––. ¡Es un consuelo verla! ¡Ay, qué día tan espantoso he
pasado!
Nuestra acompañante le dio unas palmaditas en las manos
huesudas y estropeadas por el trabajo, y murmuró algunas palabras
de consuelo, amables y femeninas, que devolvieron el color a las
mejillas cadavéricas de la pobre mujer.
––El señor se ha encerrado y no me responde ––explicó––. He
estado todo el día esperando que llame, porque a veces le gusta
estar solo sin que le molesten, pero hace una hora temí que pasara
algo malo, subí a su cuarto y miré por el ojo de la cerradura. Tiene
usted que subir, señor Thaddeus..., tiene que subir y verlo usted
mismo. Llevo diez largos años viendo al señor Bartholomew Sholto,
en momentos buenos y momentos malos, pero jamás lo he visto con
una cara como la que tiene ahora.
Sherlock Holmes tomó el farol y abrió la marcha, ya que a Thaddeus
Sholto le castañeteaban los dientes y estaba tan trastornado que tuve
que pasarle la mano bajo el brazo para sostenerlo cuando subíamos
las escaleras, porque le temblaban las rodillas.
Durante la ascensión, Holmes sacó dos veces su lupa del bolsillo y
examinó atentamente marcas que a mí me parecieron simples
manchas de polvo en la estera de palma que servía como alfombra
de la escalera. Caminaba despacio, de escalón en escalón,
sosteniendo la lámpara a poca altura y lanzando atentas miradas a
derecha e izquierda. La señorita Morstan se había quedado con la
aterrorizada ama de llaves.
El tercer tramo de escaleras terminaba en un pasillo recto bastante
largo, con un gran tapiz indio a la derecha y tres puertas a la
izquierda. Holmes avanzó por dicho pasillo del mismo modo lento y
metódico, y los demás le seguíamos los pasos, proyectando negras y
largas sombras a nuestras espaldas. La tercera puerta era la que
buscábamos. Holmes llamó sin obtener respuesta, y después intentó
girar el picaporte y abrirlo a la fuerza. Pero la puerta estaba cerrada
por dentro, y con una cerradura muy grande y resistente, como
pudimos apreciar alumbrándola con la lámpara. No obstante, como
habían hecho girar la llave, el ojo de la cerradura no estaba tapado
del todo. Sherlock Holmes se agachó para mirar y se incorporó al
instante, tomando aire ruidosamente.
––Aquí hay algo diabólico, Watson ––dijo, más emocionado que lo
que yo le había visto nunca––. ¿Qué le parece a usted?
Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz
de la luna entraba en la habitación, iluminándola con un resplandor
difuso y desigual. Mirándome de frente y como suspendida en el aire,
ya que todo lo demás estaba en sombras, había una cara..., la
mismísima cara de nuestro compañero Thaddeus. Tenía el mismo
cráneo puntiagudo y brillante, la misma orla circular de pelo rojo, la
misma palidez en el rostro. Sin embargo, sus facciones estaban
contraídas en una sonrisa horrible, una sonrisa agarrotada y
antinatural, que en aquella habitación silenciosa y a la luz de la luna
resultaba más perturbadora que cualquier contorsión o mal gesto.
Tanto se parecía aquel rostro al de nuestro pequeño amigo que me
volví a mirarlo para asegurarme de que seguía con nosotros. Sólo
entonces me acordé de que nos había dicho que su hermano y él
eran gemelos.
––¡Es terrible! ––le dije a Holmes––. ¿Qué hacemos? ––Hay que
echar abajo la puerta ––respondió, lanzándose contra ella y aplicando
todo su peso sobre la cerradura.
La puerta crujió y gimió, pero no cedió. De nuevo nos lanzamos
contra ella, los dos juntos, y esta vez se abrió con un súbito
chasquido y nos encontramos dentro de la habitación de
Bartholomew Sholto.
Parecía estar equipada como un laboratorio químico. En la pared
más alejada de la puerta se alineaba una doble hilera de frascos con
tapón de cristal, y en la mesa había un revoltijo de mecheros Bunsen,
tubos de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido
en cestos de mimbre. Una de ellas tenía un agujero o estaba rota,
porque había dejado escapar un reguero de líquido oscuro y el aire
estaba cargado de un olor picante, como de alquitrán. A un lado de la
habitación había una escalera de mano, en medio de un montón de
tablas rotas y trozos de escayola, y encima de ella se veía un agujero
en el techo, lo bastante grande para que pasara por él un hombre. Al
pie de la escalera había un largo rollo de cuerda, tirado de cualquier
manera.
Junto a la mesa, sentado en un sillón de madera, estaba sentado el
dueño de la casa, desmadejado y con la cabeza caída sobre el
hombro izquierdo, y con aquella sonrisa espantosa e inescrutable en
su rostro. Estaba rígido y frío, y se notaba que llevaba muerto
muchas horas. Me dio la impresión de que no sólo sus facciones, sino
todos sus miembros, estaban retorcidos y contraídos de la manera
más fantástica. Sobre la mesa, junto a la mano del muerto, había un
instrumento muy curioso: un mango de madera oscura y de grano
fino con una cabeza de piedra, como la de un martillo, atada
toscamente con una cuerda áspera. Junto a esta especie de maza
había una hoja de cuaderno rasgada, en la que se veían
garabateadas unas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me
la pasó.
––Mire ––dijo, levantando elocuentemente las cejas.
A la luz de la linterna, leí con un estremecimiento de horror: «El
signo de los cuatro.»
––¡Por amor de Dios! ¿Qué significa esto? ––pregunté.
––Significa asesinato ––respondió Holmes, inclinándose sobre el
cadáver––. ¡Ajá! Lo que yo suponía. ¡Mire aquí!
Estaba señalando algo que parecía una espina larga y oscura,
clavada en la piel justo encima de la oreja.
––Parece una espina ––dije.
––Es una espina. Puede usted arrancarla, pero tenga cuidado,
porque está envenenada.
La cogí entre el índice y el pulgar. Salió con tanta facilidad que
prácticamente no dejó señal en la piel. El único rastro del pinchazo
era una minúscula gotita de sangre.
––Para mí, todo esto es un misterio insoluble ––dije––. En lugar de
aclararse, cada vez se enturbia más.
––Al contrario ––respondió Holmes––. Se va aclarando más a cada
instante. Ya sólo me faltan unos pocos eslabones para tener el caso
completamente explicado.
Desde que entramos en la habitación, casi nos habíamos olvidado
de nuestro compañero, que seguía de pie en el umbral, convertido en
la imagen misma del terror, retorciendo las manos y gimoteando en
voz baja. Pero de pronto estalló en un grito penetrante y angustiado.
––¡El tesoro ha desaparecido! ––exclamó––. ¡Le han robado el
tesoro! Ése es el agujero por donde lo bajamos. Yo le ayudé a
hacerlo. Fui la última persona que vio a mi hermano. Lo dejé aquí
anoche, y le oí cerrar la puerta mientras yo bajaba la escalera.
––¿Qué hora era?
––Las diez de la noche. Y ahora está muerto, y llamarán a la policía,
y sospecharán que yo he tenido parte en el asunto. Sí, seguro que
sospecharán. Pero ustedes no creerán eso, ¿verdad, caballeros?
¿Verdad que no creen que fui yo? ¿Los habría traído aquí si hubiera
sido yo? ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! Sé que me voy a volver loco.
Se puso a agitar los brazos y patear el suelo, en una especie de
frenesí convulsivo.
––No debe temer nada, señor Sholto ––dijo Holmes amablemente,
poniéndole la mano en el hombro––. Siga mi consejo y vaya en el
coche a la comisaría para informar a la policía. Ofrézcase para
ayudarlos en todo lo que haga falta. Nosotros aguardaremos aquí
hasta que usted vuelva.
El hombrecillo obedeció medio atontado y le oímos bajar las
escaleras en la oscuridad, dando tropezones.
Capítulo VI
Sherlock Holmes hace una demostración
––Y ahora, Watson ––dijo Holmes, frotándose las manos––,
disponemos de media hora, así que vamos a aprovecharla. Como ya
le he dicho, tengo el caso prácticamente completo; pero no hay que
errar por exceso de confianza. Aunque ahora el caso parece muy
sencillo, puede que oculte alguna complicación.
––¡Sencillo! ––exclamé yo.
––Pues claro ––dijo él, con cierto aire de profesor de medicina
explicando en clase––. Ande, siéntese en ese rincón para que sus
pisadas no compliquen el asunto. Y ahora, ¡a trabajar! En primer
lugar: ¿cómo entró esa gente, y cómo salió? La puerta no se ha
abierto desde anoche. ¿Y la ventana?
Acercó la lámpara a la ventana, comentando en voz alta sus
observaciones, pero hablando más consigo mismo que conmigo.
––La ventana está cerrada por la parte de dentro. El marco es
sólido. No hay bisagras a los lados. Vamos a abrirla. No hay tuberías
cerca. El tejado está fuera del alcance. Sin embargo, a esta ventana
ha subido un hombre. Anoche llovió un poco y aquí en el alféizar se
ve la huella de un pie. Y aquí hay una huella circular de barro, y
también ahí en el suelo, y otra más junto a la mesa. ¡Mire esto,
Watson! Ésta sí que es una bonita demostración.
Yo miré los discos de barro, redondos y bien definidos.
––Eso no es una pisada ––dije.
––Es algo que para nosotros tiene mucho más valor. Es la huella de
una pata de palo. ¿Ve? Aquí en el alféizar de la ventana hay una
huella de bota, una bota pesada, con refuerzo metálico en el tacón; Y,
junto a ella, la huella de la pata de palo.
––¡El hombre de la pata de palo!
––Exacto. Pero aquí ha habido alguien más. Un cómplice muy hábil
y eficiente. ¿Sería usted capaz de escalar esa pared, doctor?
Miré por la ventana abierta. La luna seguía iluminando bien aquella
esquina de la casa. Estábamos por lo menos a dieciocho metros del
suelo y, por mucho que miré, no pude encontrar ningún asidero ni
punto de apoyo, ni tan siquiera una grieta en la pared de ladrillo.
––Es completamente imposible ––respondí.
––Sin ayuda, desde luego. Pero suponga que tiene usted un amigo
aquí arriba que le echa esa cuerda tan buena y resistente que hay en
ese rincón, atando un extremo a ese gancho de la pared. De ese
modo, si fuera usted un hombre ágil, yo creo que podría trepar, a
pesar de la pata de palo. Luego se marcharía, claro está, de la misma
manera, y su cómplice recogería la cuerda, la desataría del gancho,
cerraría la ventana, echaría el pestillo por dentro y se marcharía por
donde había venido. Como detalle secundario ––continuó, pasando
los dedos por la cuerda––, podemos añadir que nuestro amigo de la
pata de palo, a pesar de ser buen escalador, no es un marino
profesional. No tiene las manos encallecidas. Mi lupa descubre más
de una mancha de sangre, sobre todo hacia el final de la cuerda, de
lo que deduzco que se dejó deslizar a tal velocidad que se despellejó
las manos.
––Todo eso está muy bien ––dije yo––, pero el asunto se vuelve
más incomprensible que nunca. ¿Qué me dice de ese misterioso
cómplice? ¿Cómo entró en la habitación?
––¡Sí, el cómplice! ––repitió Holmes, pensativo––. Esta cuestión del
cómplice tiene aspectos interesantes. Es lo que eleva el caso por
encima de la vulgaridad. Me da la impresión de que este cómplice
abre nuevos campos en los anales del crimen en este país..., aunque
se han dado casos similares en la India y, si no me falla la memoria,
en Senegambia.
––A ver: ¿cómo entró? ––insistí––. La puerta está cerrada, la
ventana es inaccesible. ¿Entró por la chimenea?
––La rejilla es demasiado pequeña ––respondió––. Ya había
considerado esa posibilidad.
––Pues entonces, ¿cómo? ––insistí.
––Se empeña en no aplicar mis preceptos ––dijo él, meneando la
cabeza––. ¿Cuántas veces le he dicho que si eliminamos lo
imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la
verdad? Sabemos que no entró por la puerta, ni por la ventana, ni por
la chimenea. También sabemos que no podía estar escondido en la
habitación, ya que no hay escondite posible. Así pues, ¿por dónde
entró?
––¡Por el agujero del techo! ––exclamé.
––Pues claro. Tiene que haber entrado por ahí. Si tiene la
amabilidad de sujetar la lámpara, extenderemos nuestras
investigaciones al cuarto de arriba. El cuarto secreto donde se
encontró el tesoro.
Se subió a la escalerilla y, agarrándose a una viga con cada mano,
se izó hasta el desván. Luego se tumbó boca abajo para recoger la
lámpara y la sostuvo mientras yo le seguía.
La cámara en la que nos encontrábamos medía unos tres metros
por dos. El suelo estaba formado por las vigas, con listones y yeso
entre medias, de manera que había que andar poniendo los pies de
viga en viga. El techo abuhardillado terminaba en punta y era
evidentemente la parte interior del verdadero tejado de la casa. No
había muebles de ninguna clase, y en el suelo se acumulaba el polvo
de muchos años en una gruesa capa.
––Ahí lo tiene. ¿Lo ve? ––dijo Sherlock Holmes, apoyando la mano
en la pared inclinada––. Aquí hay una trampilla que da al tejado. La
empujo y aquí está el tejado mismo, levemente inclinado. Así pues,
por aquí entró el Número Uno. Veamos si podemos encontrar alguna
otra huella de su personalidad.
Dejó la lámpara en el suelo y al hacerlo vi que, por segunda vez en
aquella noche, en su rostro aparecía una expresión de sorpresa y
sobresalto. En cuanto a mí, seguí su mirada y sentí un escalofrío bajo
mis ropas. El suelo estaba cubierto de huellas de pies desnudos:
claras, bien definidas, perfectamente formadas, pero apenas la mitad
de grandes que las de un hombre normal.
––Holmes ––dije en un susurro––, ha sido un niño el que ha hecho
este horrible trabajo.
El había recuperado en un instante el control de sí mismo.
––Por un momento, me ha desconcertado ––dijo––, pero es algo
muy natural. Lo que pasa es que me falló la memoria; de lo contrario,
me lo habría imaginado de antemano. De aquí no sacaremos nada
más. Vamos abajo.
––¿Y cuál es su teoría acerca de esas huellas? ––pregunté.
––Querido Watson, intente analizarlo usted mismo ––dijo con un
tonillo de impaciencia––. Conoce mis métodos. Aplíquelos y será muy
instructivo comparar los resultados.
––No se me ocurre nada que abarque los hechos ––respondí.
––Pronto lo verá todo claro ––dijo con aire despreocupado––. No
creo que aquí quede ninguna otra cosa de interés, pero echaré una
mirada.
Sacó la lupa y una cinta métrica y recorrió la habitación de rodillas,
midiendo, comparando, examinando, con su larga nariz a pocos
centímetros de las tablas del suelo y sus ojos redondos brillando
desde el fondo de sus cuencas, como los de un pájaro. Tan rápidos,
silenciosos y furtivos eran sus movimientos, como los de un sabueso
bien adiestrado siguiendo un rastro, que no pude evitar pensar en el
terrible criminal que habría podido ser si hubiera aplicado su energía
y sagacidad en contra de la ley, en lugar de aplicarlas en su defensa.
Mientras husmeaba, no paraba de murmurar para sí mismo, hasta
que al final estalló en un fuerte cacareo de júbilo.
––Desde luego, estamos de suerte ––dijo––. De aquí en adelante,
ya no deberíamos tener problemas. El Número Uno ha tenido la
desgracia de pisar la creosota. Vea el contorno de su piececito ahí, al
lado de ese pringue maloliente. Como ve, la garrafa se ha agrietado,
y el producto se ha derramado.
––¿Y eso, qué? ––pregunté.
––Pues que ya lo tenemos, así de simple ––dijo él––. Conozco un
perro capaz de seguir ese olor hasta el fin del mundo. Si una jauría es
capaz de seguir el rastro de un arenque por todo un condado, ¿qué
no podrá hacer un perro especialmente adiestrado con un olor tan
penetrante como éste? Es como un problema de regla de tres. La
respuesta nos dará el... ¡Ah, vaya! Aquí tenemos a los representantes
oficiales de la ley.
De la planta baja llegaba el sonido de fuertes pisadas y un clamor
de voces, y la puerta del vestíbulo se cerró con un ruidoso portazo.
––Antes de que lleguen ––dijo Holmes––, ponga la mano aquí, en el
brazo de este pobre hombre, y aquí, en la pierna. ¿Qué nota?
––Los músculos están duros como una tabla ––respondí.
––Exacto. Están en un estado de contracción extrema, que supera
con mucho el rigor mortis normal. Si combinamos eso con esta
distorsión de la cara, esta sonrisa hipocrática o risus sardonicus como
la llamaban los autores antiguos, ¿qué conclusión se le ocurre?
––Muerte causada por algún potente alcaloide vegetal ––respondí––
. Alguna sustancia parecida a la estricnina, capaz de provocar
tétanos.
––Eso es lo que se me ocurrió a mí desde el instante mismo en que
vi los músculos contraídos de la cara. En cuanto entré en la
habitación, lo primero que busqué fue el medio empleado para
inocular el veneno. Como usted vio, encontré una espina en el cuero
cabelludo, clavada o disparada sin mucha fuerza. Fíjese en que, si el
hombre estaba sentado derecho, la espina se clavó en la parte que
daba al agujero del techo. Y ahora, examinemos la espina.
La cogí con cuidado y la sostuve a la luz de la linterna. Era larga,
afilada y negra, con una especie de esmalte hacia la punta, como si
allí se hubiera secado alguna sustancia resinosa. El extremo romo
había sido cortado y redondeado con un cuchillo.
––¿Es una espina inglesa? ––preguntó Holmes.
––No, desde luego que no.
––Pues con todos estos datos, ya debería usted haber sacado
alguna deducción correcta. Pero aquí llegan las fuerzas oficiales; lo
mejor será que las fuerzas auxiliares nos batamos en retirada.
Mientras Holmes hablaba, los pasos se habían ido acercando y ya
resonaban con fuerza en el pasillo. Un hombre muy corpulento y de
aire autoritario, vestido con un traje gris, entró dando zancadas en la
habitación. Tenía el rostro colorado, voluminoso y pletórico, con un
par de ojillos muy pequeños y centelleantes, que miraban con viveza
entre unos párpados hinchados y fofos. Le seguían de cerca un
inspector de uniforme y el todavía tembloroso Thaddeus Sholto.
––¡Aquí hay lío! ––dijo con voz ronca y apagada––. ¡Un bonito lío!
Pero ¿quiénes son todos éstos? ¡Caramba, esta casa parece tan
llena como una madriguera de conejos!
––Supongo que se acordará de mí, señor Athelney Jones ––dijo
Holmes, muy tranquilo.
––¡Pues claro que sí! ––resolló el policía––. Es el señor Sherlock
Holmes, el teórico. ¡Que si me acuerdo! Nunca olvidaré la charla que
nos dio sobre causas, inferencias y efectos en el caso de las joyas de
Bishopgate. Es cierto que nos puso sobre la buena pista; pero ahora
reconocerá que fue más por buena suerte que por buen criterio.
––Fue un trabajo de razonamiento muy sencillo.
––¡Ande, ande! No le dé vergüenza reconocerlo. Pero ¿qué es todo
esto? ¡Mal asunto, mal asunto! Aquí tenemos hechos escuetos. No
hay lugar para teorías. Ha sido una suerte que yo estuviera en
Norwood, ocupándome de otro caso. Estaba en la comisaría cuando
llegó el mensaje. ¿De qué cree usted que murió este tipo?
––Oh, no creo que sea un caso en el que yo pueda teorízar ––dijo
Holmes secamente.
––No, claro que no. Aun así, no se puede negar que a veces da
usted en el clavo. ¡Válgame Dios! Me dicen que la puerta estaba
cerrada. Y que faltan joyas que valían medio millón. ¿Qué hay de la
ventana?
––Cerrada; pero hay pisadas en el alféizar.
––Bueno, bueno. Si estaba cerrada, esas pisadas no pueden tener
nada que ver con el asunto. Eso es de sentido común. Puede que el
hombre haya muerto de un ataque; pero el caso es que han
desaparecido las joyas. ¡Ajá! Tengo una teoría. A veces me vienen de
golpe. Haga el favor de salir fuera, sargento, y usted también, señor
Sholto. Su amigo puede quedarse. ¿Qué opina de esto, Holmes?
Según ha confesado él mismo, Sholto estuvo con su hermano
anoche. El hermano murió de un ataque y Sholto se largó con el
tesoro. ¿Qué le parece?
Y luego, el muerto tuvo la gentileza de levantarse y cerrar la puerta
por dentro.
––¡Hum! Sí, ahí hay algo que falla. Apliquemos al asunto el sentido
común. Este Sholto estuvo con su hermano. Hubo una pelea. Eso
nos consta. El hermano está muerto y las joyas han desaparecido;
eso también nos consta. Nadie ha visto al hermano desde que
Thaddeus lo dejó. No ha dormido en su cama. Thaddeus se
encuentra en un estado de alteración mental de lo más evidente. Su
aspecto es..., bueno, no es nada atractivo. Como ve, estoy tejiendo
mi red en torno a Thaddeus. Y la red empieza a cerrarse sobre él.
––No conoce aún todos los hechos ––dijo Holmes––. Esta astilla de
madera, que tengo buenas razones para suponer que está
envenenada, estaba clavada en el cuero cabelludo del muerto; aún
se puede ver la señal. Este papel, con esta inscripción que usted ve,
estaba sobre la mesa. Y junto a él estaba ese curioso instrumento
con cabeza de piedra. ¿Cómo encaja todo esto en su teoría?
––La confirma en todos los aspectos ––dijo pomposamente el obeso
policía––. La casa está llena de curiosidades indias. Thaddeus debió
de subir este chisme. Y si esta astilla es venenosa, Thaddeus puede
haberla usado para matar tan bien como cualquier otro. El papel es
una tomadura de pelo, una pista falsa, probablemente. El único
problema es: ¿cómo se marchó? Ah, claro, hay un agujero en el
techo. Con sorprendente agilidad, dado su tamaño, trepó por la
escalerilla y se escurrió en el desván; un instante después, oímos su
voz jubilosa, anunciando que había encontrado la trampilla.
––A veces encuentra algo ––comentó Holmes, encogiéndose de
hombros––. De cuando en cuando tiene algún chispazo de razón il
n'y a pas des sots si incomodes que ceux qui ont de l’ésprit!
––¿Lo ven? ––dijo Athelney Jones, reapareciendo escalera abajo––.
A fin de cuentas, los hechos valen más que las teorías. Se confirma
mi opinión del caso. Hay una trampilla que da al tejado, y está medio
abierta.
––La abrí yo.
––¿Ah, sí? Conque se había fijado, ¿eh? ––parecía un poco
decepcionado por la noticia––. Bueno, la viera quien la viera, ya
sabemos por dónde escapó nuestro caballero. ¡Inspector!
––¿Sí, señor? ––respondieron desde el pasillo.
––Dígale al señor Sholto que venga para acá. Señor Sholto, es mi
deber informarle de que cualquier cosa que diga podrá utilizarse en
contra suya. Queda usted detenido en nombre de la reina, por
participación en la muerte de su hermano.
––¡Ya está! ¿No se lo dije? ––exclamó el pobre hombre,
extendiendo las manos y mirándonos a Holmes y a mí.
––No se preocupe, señor Sholto ––dijo Holmes––. Creo que puedo
comprometerme a librarle de esta acusación.
––No prometa demasiado, señor teórico, no prometa demasiado ––
cortó el policía––. Podría resultarle más difícil de lo que cree.
––No sólo le libraré de la acusación, señor Jones, sino que voy a
hacerle a usted un regalo: le voy a dar, completamente gratis, el
nombre y la descripción de una de las dos personas que estuvieron
aquí anoche. Tengo toda clase de razones para creer que se llama
Jonathan Small. Es un hombre sin estudios, pequeño y ágil; le falta la
pierna derecha y lleva una pata de palo que está desgastada por la
parte de dentro. En el pie izquierdo calza una bota de suela gruesa y
puntera cuadrada, con un refuerzo de hierro en el tacón. Es un
hombre de mediana edad, muy curtido por el sol, y ha estado en la
cárcel. Puede que estos pocos datos le sirvan de alguna ayuda,
sobre todo si añadimos que le falta una buena parte de la piel de la
palma de la mano. El otro hombre...
––¡Ah! ¿Conque hay otro? ––preguntó Athelney Jones en tono
burlón, aunque pude darme cuenta de que estaba impresionado por
la seguridad con que hablaba Holmes.
––Se trata de una persona bastante curiosa ––dijo Sherlock
Holmes, dando media vuelta––. Espero poder presentarle a los dos
dentro de poco. Tengo que hablar con usted, Watson.
Me condujo al final de la escalera.
––Este acontecimiento inesperado ––dijo–– nos ha hecho perder de
vista el propósito de nuestra excursión.
––Ya he estado pensando en ello ––respondí––. No está bien que la
señorita Morstan permanezca en esta casa de desgracias.
––No. Tiene usted que acompañarla a su casa. Vive con la señora
de Cecil Forrester, en Lower Camberwell. No queda muy lejos.
Esperaré aquí a que usted regrese. ¿O está demasiado cansado?
––Nada de eso. No creo que pueda descansar mientras no sepa
algo más de este fantástico asunto. Yo ya he visto algo del lado malo
de la vida, pero le doy mi palabra de que esta rápida serie de
extrañas sorpresas me ha alterado los nervios por completo. No
obstante, ya que hemos llegado hasta aquí, me gustaría acompañarle
hasta ver resuelto el caso.
––Su presencia me resultará muy útil ––respondió––.
Investigaremos el caso por nuestra cuenta y dejaremos que ese
infeliz de Jones presuma todo lo que quiera con los disparates que se
le ocurren. Cuando haya dejado en su casa a la señorita Morstan,
quiero que vaya al número 3 de Pinchin Lane, en Lambeth, cerca de
la orilla del río. En la tercera casa de la derecha vive un taxidermista,
que se llama Sherman. En el escaparate verá una comadreja
disecada atrapando a un conejo. Despierte al viejo Sherman, salúdele
de mi parte y dígale que necesito a Toby ahora mismo. Tráigase a
Toby en el coche.
––Será un perro, supongo.
––Sí, un perro mestizo, de mezcla rara, con un olfato absolutamente
increíble. Confío más en la ayuda de Toby que en la de todo el
cuerpo de policía de Londres.
––Pues yo se lo traeré ––dije––. Ahora es la una. Si consigo un
caballo de refresco, podré estar de vuelta antes de las tres.
––Y yo veré lo que puedo averiguar por medio de la señora
Bernstone y del sirviente indio, que, según me ha dicho el señor
Thaddeus, duerme en la buhardilla de al lado. Luego estudiaré los
métodos del gran Jones y aguantaré sus no muy delicados
sarcasmos. «Wir sind gewohnt dass die Menschen verhöhnen was
sie nicht verstehen». ¡Cuánta razón tenía Goethe!
Capítulo VII
El episodio del barril
Los policías habían llegado en coche, y en ese coche acompañé a
su casa a la señorita Morstan. Con un estilo angelical típicamente
femenino, había sobrellevado los malos momentos con expresión
serena mientras hubo alguien más débil que ella a quien consolar, y
yo la había visto animada y tranquila al lado de la aterrada ama de
llaves. Sin embargo, en el coche estuvo primero a punto de
desmayarse y luego estalló en llantos apasionados, de tanto que la
habían afectado las aventuras de aquella noche. Tiempo después me
confesó que durante aquel trayecto yo le había parecido frío y
distante. Poco sospechaba la lucha que tenía lugar en mi pecho y el
esfuerzo que tuve que hacer para contener mis impulsos. Estaba
dispuesto a ofrecerle todas mis simpatías y mi amor, como le había
ofrecido la mano en el jardín. Estaba convencido de que aquel único
día de extrañas aventuras me había permitido conocer su carácter
dulce y valeroso como no habría podido llegar a conocerlo en muchos
años de trato convencional. Sin embargo, dos pensamientos tenían
sellados mis labios, impidiendo salir de ellos las palabras de afecto.
Ella se encontraba débil e indefensa, con la mente y los nervios
trastornados; hablarle de amor en aquel momento era jugar con
ventaja. Pero había algo aun peor: era rica. Si las investigaciones de
Holmes tenían éxito, heredaría una fortuna. ¿Era justo, era honorable
que un médico con media paga se aprovechara de una intimidad que
sólo se debía al azar? Ella podría pensar que yo era un vulgar
cazadotes, y yo no podía arriesgarme a que se le pasara por la
cabeza semejante pensamiento. Aquel tesoro de Agra se interponía
entre nosotros como una barrera infranqueable.
Eran casi las dos cuando llegamos a la casa de la señora Forrester.
La servidumbre se había acostado hacía horas, pero la señora
Forrester estaba tan intrigada por el extraño mensaje que había
recibido la señorita Morstan que se había quedado levantada
esperando su regreso. Ella misma nos abrió la puerta; era una
atractiva mujer de edad madura, y me alegró ver con cuánta ternura
rodeó con su brazo la cintura de la joven y con qué voz tan maternal
la saludaba. Estaba claro que para ella la señorita Morstan no era
una simple empleada, sino una amiga apreciada. Fuimos
presentados, y la señora Forrester insistió en que entrara y le contara
nuestras aventuras; pero yo le expliqué la importancia de mi misión y
le prometí solemnemente pasar a visitarla para informarle de los
progresos que hiciéramos en el caso. Cuando me alejaba, eché un
vistazo hacia atrás y aún me parece estar viéndolas, allí en los
escalones: las dos elegantes figuras abrazadas, la puerta medio
abierta, la luz del vestíbulo brillando a través de la vidriera,
reflejándose en el barómetro y en las varillas de la escalera... Qué
reconfortante resultaba aquella imagen de tranquilo hogar inglés, por
muy fugaz que fuera, en medio del violento y tenebroso asunto que
nos tenía absorbidos.
Y cuanto más pensaba en lo sucedido, más extraño e
incomprensible me parecía. Mientras traqueteábamos por las
silenciosas calles iluminadas por farolas de gas, fui repasando toda la
extraordinaria serie de acontecimientos. Lo primero, el problema
original: eso, por lo menos, estaba ya bastante claro. La muerte del
capitán Morstan, el envío de las perlas, el anuncio, la carta..., todo
aquello lo habíamos aclarado. Sin embargo, eso nos había conducido
a un misterio aun más complicado y mucho más trágico. El tesoro
indio, el curioso plano encontrado en el equipaje de Morstan, la
extraña escena de la muerte del mayor Sholto, el descubrimiento del
tesoro, seguido inmediatamente por la muerte del descubridor, las
extrañísimas circunstancias del crimen, las pisadas, las armas
exóticas, las palabras escritas en el papel, que coincidían con las del
plano del capitán Morstan..., un verdadero laberinto, en el que un
hombre que no poseyera las extraordinarias facultades de mi
compañero de alojamiento no tendría la menor esperanza de
encontrar una sola pista.
Pinchin Lane era una manzana de destartaladas casas de ladrillo,
de dos pisos, en la zona más baja de Lambeth. Tuve que llamar
durante un buen rato al número 3 antes de que dieran señales de
oírme. Por fin, vi brillar la luz de una vela detrás de la persiana y una
cara se asomó a la ventana de arriba.
––Largo de ahí, borracho, vagabundo ––dijo la cara––. Si das un
solo golpe más, abro las perreras y te suelto cuarenta y tres perros.
––Me basta con que suelte a uno, a eso he venido ––dije.
––¡Largo! ––exclamó la voz––. Por Dios que tengo una palanca en
esta bolsa y te la voy a tirar a la cabeza a ver si la coges al vuelo.
––Es que necesito un perro ––grité.
––¡Conmigo no se discute! ––chilló el señor Sherman––. Y ahora,
quítate de ahí porque, en cuanto cuente tres, tiro la palanca.
––El señor Sherlock Holmes... ––empecé a decir.
Estas palabras tuvieron un efecto absolutamente mágico, porque al
instante la ventana se cerró de golpe y en menos de un minuto la
puerta estaba desatrancada y abierta. El señor Sherman era un
hombre mayor, larguirucho y flaco, con los hombros caídos, el cuello
fibroso y gafas de cristales azules.
––Los amigos del señor Holmes son siempre bienvenidos ––dijo––.
Pase, caballero. No se acerque al tejón, que muerde. ¡Ah,
desvergonzada! ¿Querías darle un mordisco al caballero, eh? ––esto
se lo dijo a una comadreja que asomaba su maligna cabeza de ojos
rojizos entre los barrotes de su jaula––. De ése no se asuste, señor;
es sólo un lución. No tiene colmillos y lo dejo suelto para que acabe
con las cucarachas. Tiene que perdonarme que haya estado algo
seco con usted al principio. Es que los niños no me dejan en paz, y
muchos de ellos vienen a esta calle sólo para llamar a mi puerta.
¿Qué es lo que deseaba el señor Holmes?
––Necesita uno de sus perros.
––¡Ah! Será Toby, sin duda.
––Sí, Toby era el nombre.
––Toby vive en el número 7, aquí a la izquierda.
Avanzó despacio con la vela entre la pintoresca familia de animales
que había reunido a su alrededor. A la luz débil y vacilante de la vela
pude entrever que desde todos los rincones nos miraban ojos
relucientes y curiosos. Hasta las vigas que se extendían sobre
nuestras cabezas estaban cubiertas de aves de aspecto solemne,
que se movían perezosamente, cambiando el peso del cuerpo de una
pata a la otra al despertarse a causa de nuestras voces.
Toby resultó ser un animal feo, de pelo largo y orejas caídas, mitad
spaniel y mitad ratonero, de colores castaño y blanco, de andares
desgarbados y torpes. Tras dudar un momento, aceptó un terrón de
azúcar que el viejo naturalista me había dado y, habiendo sellado así
nuestra alianza, me siguió hasta el coche y no puso ninguna dificultad
para acompañarme.
Acababan de dar las tres en el reloj de palacio cuando llegué de
nuevo al Pabellón Pondicherry. Allí me enteré de que el exboxeador
McMurdo había sido detenido como cómplice, y que lo habían
conducido a comisaría junto con el señor Sholto.
Dos agentes de uniforme vigilaban la puerta exterior, pero me
dejaron pasar con el perro cuando mencioné el nombre del detective.
Holmes estaba de pie en el umbral de la casa, con las manos en los
bolsillos, fumando una pipa.
––¡Ah, ya lo trae! ––dijo–– ¡Hola, perrito! Athelney Jones se ha
marchado. Desde que usted nos dejó, ha habido aquí un auténtico
derroche de energía. No sólo ha detenido al amigo Thaddeus:
también al portero, al ama de llaves y al criado indio. Tenemos toda la
casa para nosotros solos, aparte de un sargento que está arriba. Deje
al perro aquí y subamos.
Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y volvimos a subir las
escaleras. La habitación estaba tal como la habíamos dejado, aunque
habían cubierto la figura central con una sábana. Apoyado en un
rincón, había un sargento de policía de aspecto muy fatigado.
––Déjeme su linterna sorda, sargento ––dijo mi compañero––.
Ahora, átenme al cuello este cordel, para colgármela por delante.
Gracias. Ahora tengo que quitarme los zapatos y los calcetines. Haga
el favor de llevárselos cuando baje, Watson. Yo voy a hacer un poco
de escalada. Moje mi pañuelo en la creosota. Con eso bastará. Ahora
suba un momento conmigo a la buhardilla.
Trepamos a través del agujero y Holmes dirigió una vez más la luz
hacia las pisadas en el polvo.
––Quiero que se fije muy bien en estas pisadas ––dijo––. ¿Nota
algo de particular en ellas?
––Que son de un niño o de una mujer pequeña ––respondí.
Aparte del tamaño, hombre. ¿No ve nada más?
––A mí, francamente, me parecen como cualquier otra pisada.
––Ni mucho menos. ¡Mire usted aquí! Esta es la huella de un pie
derecho en el polvo. Ahora voy a dejar yo otra a su lado, con mi pie
descalzo. ¿Cuál es la principal diferencia?
––Los dedos de su pie están juntos. Los de la otra huella están
perfectamente separados.
––Exacto. Eso mismo. Acuérdese de esto. Y ahora, haga el favor de
asomarse a esa trampilla y olfatee el marco de madera. Yo me
quedaré aquí, porque llevo el pañuelo en la mano.
Hice lo que me indicaba y al instante percibí un olor fuerte, como de
alquitrán.
––Ahí es donde puso el pie al escapar. Y si usted puede captar ese
rastro, no creo que Toby tenga la menor dificultad. Baje corriendo,
suelte al perro, y prepárese a ver a Blondin.
Para cuando salí al jardín, Sherlock Holmes estaba ya en el tejado,
y parecía una enorme luciérnaga reptando muy despacio por el
caballete. Lo perdí de vista cuando pasó por detrás de una batería de
chimeneas, pero volvió a aparecer y después desapareció de nuevo
por el otro lado. Doblé la esquina de la casa y lo encontré sentado en
la esquina del alero.
––¿Es usted, Watson?
––Sí.
––Éste es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que hay abajo?
––Un barril de agua.
––¿Con la tapa puesta?
––¿Sí?
––¿No hay por ahí una escalera?
––No.
––¡Condenado individuo! Esto es como para partirse el cuello. Yo
debería poder bajar por donde él subió. La tubería parece bastante
sólida. Allá vamos, pase lo que pase.
Se oyó un arrastrar de pies y la luz de la linterna empezó a
descender poco a poco por la esquina de la pared. Por fin, dando un
ágil salto, Holmes aterrizó sobre el barril, y de ahí bajó al suelo.
––Ha sido fácil seguirlo ––dijo, mientras se ponía los calcetines y los
zapatos––. Había tejas sueltas marcando todo el camino y con las
prisas se le cayó esto. Como dicen ustedes los médicos, esto
confirma mi diagnóstico.
El objeto que me mostró era una bolsita tejida con hierbas de
colores, con algunas cuentas brillantes ensartadas. Por el tamaño y la
forma, no era muy diferente de una petaca. En su interior había
media docena de espinas de madera oscura, con un extremo afilado
y el otro redondo, iguales a la que tenía clavada Bartholomew Sholto.
––Unos chismes infernales ––dijo Holmes––. Tenga cuidado de no
pincharse. Me alegra mucho haberlas encontrado, porque lo más
probable es que el hombre no tuviera más que éstas, y así hay
menos peligro de que cualquier día de éstos usted o yo acabemos
con una de ellas clavada en la piel. Prefiero con mucho una bala
Martini. ¿Se siente en forma para dar un paseíto de seis millas,
Watson?
––Desde luego ––respondí.
––¿Aguantará su pierna?
––Claro que sí.
––¡Vamos allá, perrito! ¡El bueno de Toby! ¡Huele, Toby, huele!
Colocó el pañuelo mojado en creosota bajo el hocico del perro, y el
animal lo olfateó, con las peludas patas muy separadas y la cabeza
torcida en un gesto muy cómico, como si fuera un entendido en vinos
apreciando el buqué de un famoso reserva. A continuación, Holmes
arrojó lejos el pañuelo, ató una fuerte cuerda al collar del chucho y lo
condujo al pie del barril de agua. Al instante, el animal estalló en una
serie de gañidos agudos y trémulos y, con el hocico pegado al suelo y
la cola en alto, se lanzó a seguir la pista .a tal velocidad que mantenía
la cuerda siempre tirante y nos obligaba a caminar lo más deprisa
que podíamos.
Empezaba a clarear poco a poco por el Este, y la luz fría y gris nos
permitía ya ver a cierta distancia. El gran caserón cuadrado, con sus
ventanas negras y vacías y sus muros altos y desnudos, se alzaba a
nuestras espaldas, triste y desolado. Nuestro recorrido nos llevó a
través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo de las zanjas y
agujeros que se abrían como cicatrices. Todo aquel lugar, con sus
montones de tierra por todas partes y sus raquíticos arbustos, tenía
un aspecto de ruina y malos augurios que casaba a la perfección con
la siniestra tragedia que se cernía sobre él.
Al llegar a la tapia exterior, Toby corrió a lo largo de su sombra
dando gemidos de ansiedad, hasta que se detuvo en un rincón
ocupado por un haya joven. En el ángulo de las dos paredes alguien
había aflojado varios ladrillos, y las grietas resultantes estaban
gastadas y redondeadas por la parte inferior, como si se hubieran
utilizado a menudo como escalera. Holmes trepó por ellas, hizo que
yo le pasara el perro y lo dejó caer al otro lado.
––Aquí hay una huella de la mano de Patapalo ––me dijo cuando
trepé hasta llegar a su lado––. Mire esa manchita de sangre sobre el
yeso blanco. Es una suerte que no haya llovido mucho desde ayer. El
olor aún seguirá en la carretera, a pesar de que nos llevan veintiocho
horas de ventaja.
Confieso que yo tenía mis dudas, pensando en la cantidad de tráfico
que había pasado por la carretera de Londres en el tiempo
transcurrido. Pero muy pronto se disiparon mis temores. Toby no
vaciló ni se desvió ni una sola vez, y siguió adelante con su curioso
bamboleo al andar. No cabía duda de que el penetrante olor de la
creosota dominaba con gran diferencia a todos los demás olores que
pudieran competir con él.
––No vaya a creer ––dijo Holmes–– que mi éxito en este caso
depende de una pura casualidad, como es el que uno de esos tipos
haya pisado esta sustancia. Dispongo ya de datos que me permitirían
seguirles la pista de otras muchas maneras; pero ésta es la más
directa y, puesto que hemos tenido esa suerte, sería una vergüenza
desaprovecharla. Sin embargo, esto impide que el caso se convierta
en el interesante problemilla intelectual que al principio prometía ser.
Podríamos haber ganado algo de prestigio con él, de no ser por esta
pista tan palpable.
––Hay prestigio para dar y tomar ––dije yo––. Le aseguro, Holmes,
que me dejan maravillado los métodos con los que obtiene estos
resultados, más aun que en el caso del asesinato de Jefferson Hope.
A mí, el asunto me parece cada vez más oscuro e inexplicable. Por
ejemplo: ¿cómo ha podido describir con tanta exactitud al hombre de
la pata de palo?
––¡Bah! Pero, hombre, si eso es la sencillez misma. No pretendo ser
teatral. Está todo a la vista, encima de la mesa. Dos oficiales que
están al mando de la guardia de un presidio se enteran de un
importante secreto referente a un tesoro escondido. Un inglés
llamado Jonathan Small les dibuja un plano. Acuérdese de que vimos
el nombre en el plano que tenía el capitán Morstan. Lo firmó en
nombre propio y de sus socios: el signo de los cuatro, como él lo
llamaba en plan dramático. Con la ayuda de ese plano, los oficiales
se hacen con el tesoro y uno de ellos lo trae a Inglaterra, parece que
incumpliendo alguna de las condiciones bajo las cuales lo obtuvieron.
Ahora bien: ¿por qué no se apoderó del tesoro el propio Jonathan
Small? La respuesta es evidente: el plano está fechado en una época
en la que Morstan estaba en estrecha relación con presos. Jonathan
Small no podía hacerse con el tesoro porque él y sus socios estaban
presos y no podían salir.
––Pero eso es pura especulación ––dije yo.
––Es mucho más que eso. Es la única hipótesis que abarca todos
los hechos. Veamos ahora cómo encaja todo esto con la segunda
parte del drama. El mayor Sholto vive en paz durante algunos años,
feliz con su tesoro. Luego recibe una carta de la India que le deja
aterrorizado. ¿Qué pudo ser?
––Una carta que decía que los hombres a los que había estafado
habían salido en libertad.
––O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él
debía saber cuándo terminaban sus condenas y, por lo tanto, eso no
le habría sorprendido. ¿Qué es lo que hace entonces? Se pone en
guardia contra un hombre con pata de palo..., un hombre blanco,
fíjese, porque una vez confundió con él a un vendedor ambulante y le
disparó un tiro. Ahora bien, en el plano sólo aparece un nombre
europeo; todos los demás son indios o mahometanos, no hay ningún
otro hombre blanco. Así pues, podemos afirmar con seguridad que el
hombre de la pata de palo es el mismo Jonathan Small. ¿Encuentra
algún fallo en este razonamiento?
––No; es claro y conciso.
––Pues bien, ahora vamos a ponernos en el lugar de Jonathan
Small. Consideremos el asunto desde su punto de vista. Viene a
Inglaterra con la doble idea de recuperar lo que cree que le pertenece
y vengarse del hombre que le traicionó. Averigua dónde vive Sholto y
probablemente se pone en contacto con alguien de la casa. Está ese
mayordomo, Lal Rao, al que aún no hemos visto. La señora
Bernstone no tiene una opinión nada buena de él. Sin embargo,
Small no puede averiguar dónde está escondido el tesoro, porque
eso no lo sabía nadie más que el mayor y un criado leal, que ya había
muerto. De pronto, Small se entera de que el mayor está en su lecho
de muerte. Frenético ante la idea de que el secreto del tesoro muera
con él, sortea a la guardia, consigue llegar hasta la ventana del
moribundo y lo único que le disuade de entrar es la presencia de los
dos hijos. A pesar de todo, ciego de odio contra el difunto, entra en la
habitación aquella misma noche, registra sus papeles privados con la
esperanza de encontrar alguna información sobre el tesoro y, por
último, deja un recuerdo de su visita con la frase escrita en el papel.
No cabe duda de que lo tenía todo planeado de antemano y que si
hubiera podido matar al mayor, habría dejado una notita similar sobre
el cadáver, para indicar que no se trataba de un asesinato vulgar,
sino, desde el punto de vista de los cuatro socios, de algo parecido a
un acto de justicia. Las reivindicaciones de este tipo, pintorescas y
extravagantes, son bastante corrientes en los anales del crimen y, por
lo general, proporcionan valiosa información acerca del criminal. ¿Me
sigue hasta ahora?
––Todo está muy claro.
––Pues sigamos. ¿Qué podía hacer Jonathan Small? Nada, aparte
de seguir vigilando en secreto los esfuerzos que se hacían para
encontrar el tesoro. Es posible que se marchara de Inglaterra y sólo
volviera de vez en cuando. Entonces se descubre la buhardilla y él es
informado al instante. Una vez más, encontramos indicios de la
presencia de un cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna
postiza, nunca habría podido llegar hasta la habitación de
Bartholomew Sholto, en el piso más alto. Pero le acompaña un aliado
bastante curioso que consigue superar esta dificultad, aunque mete el
pie desnudo en la creosota. Y aquí entra Toby y la penosa caminata
de seis millas para un pobre funcionario a media paga con un tendón
de Aquiles estropeado.
––Pero entonces fue el compañero, y no Jonathan, quien cometió el
crimen.
––Exacto. Y con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera
en que pateó el suelo cuando entró en la habitación. No tenía nada
personal contra Bartholomew Sholto y habría preferido limitarse a
atarlo y amordazarlo. No sentía ningún deseo de meter la cabeza en
la horca. Sin embargo, la cosa ya no tenía remedio; los instintos
salvajes de su compañero se habían desatado y el veneno había
hecho su trabajo. Así que Jonathan Small dejó su tarjeta de visita,
bajó la caja del tesoro al suelo y luego descendió él. Ésta es la
secuencia de acontecimientos, hasta donde puedo descifrarla. En
cuanto a su aspecto personal, desde luego tiene que ser de edad
madura y tiene que estar tostado por el sol después de haber
cumplido condena en un horno como las islas Andaman. La estatura
se deduce fácilmente de la longitud de sus pasos, y sabemos que
tenía barba, porque la barba fue lo único en que se fijó Thaddeus
Sholto cuando lo vio en la ventana. No sé si queda algo más.
––¿El cómplice?
––Ah, sí, en eso no hay mucho misterio. Pero muy pronto lo sabrá
usted todo. ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Mire cómo flota
aquella nubecilla. Parece una pluma rosa de un flamenco gigante. Y
ya asoma el borde rojo del sol sobre las nubes de Londres. Lucirá
sobre muchísima gente, pero me atrevería a apostar que entre ella no
hay nadie que esté enfrascado en una tarea tan extraña como la
nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos, con nuestras insignificantes
ambiciones y conflictos, en presencia de las grandes fuerzas
elementales de la Naturaleza! ¿Qué tal lleva la lectura de Jean-Paul?
––Bastante bien. Lo descubrí gracias a Carlyle.
––Eso es como remontar el río hasta llegar al lago donde nace.
Pues este hombre dice una cosa muy curiosa pero muy profunda:
que la principal prueba de la grandeza del hombre está en su
capacidad de percibir su propia pequeñez. Eso demuestra una
capacidad de comparación y apreciación que es, en sí misma, una
prueba de nobleza. Hay mucho alimento para la mente en Richter. No
lleva usted pistola, ¿verdad?
––Llevo el bastón.
––Es posible que necesitemos algo por el estilo si llegamos hasta su
cubil. A Jonathan se lo dejo a usted, pero si el otro se pone
desagradable, tendré que matarlo de un tiro.
Mientras hablaba, sacó su revólver y, tras cargar dos de las
recámaras, volvió a guardárselo en el bolsillo derecho de la chaqueta.
Durante todo aquel tiempo nos habíamos dejado guiar por Toby,
siguiendo las carreteras semirrurales, flanqueadas de mansiones,
que conducen a la metrópoli. Pero ahora empezábamos a meternos
ya en calles continuas, donde los trabajadores y obreros del puerto se
habían puesto ya en movimiento, mientras mujeres desaliñadas
abrían las ventanas y barrían los escalones de las puertas. Los bares
de tejado plano de las esquinas habían comenzado ya el negocio, y
de ellos salían hombres de aspecto rudo, limpiándose la barba con la
manga después de su trago matutino. Perros extraños iban de un
lado a otro y nos miraban con curiosidad cuando pasábamos, pero
nuestro inimitable Toby no desvió la mirada ni a la derecha ni a la
izquierda y siguió trotando hacia delante, con el hocico pegado al
suelo y soltando de vez en cuando un gañido de ansiedad que
indicaba que el rastro estaba claro.
Habíamos atravesado Streatham, Brixton y Camberwell, y ahora nos
encontrábamos en Kennington Lane, después de habernos desviado
por las callejuelas laterales al este del Oval. Parecía que los hombres
que perseguíamos habían seguido una curiosa ruta en zigzag,
probablemente con objeto de no llamar la atención. Al final de
Kennington Lane habían torcido a la izquierda por Bond Street y Miles
Street. Esta última calle desemboca en Knight's Place, y allí Toby
dejó de avanzar y empezó a correr de un lado a otro, con una oreja
levantada y la otra caída, convertido en la perfecta imagen de la
indecisión canina. Luego se puso a andar en círculos, mirándonos de
vez en cuando como si solicitara nuestra simpatía en aquel momento
de desconcierto.
––¿Qué demonios le pasa al perro? ––gruñó Holmes––. Seguro que
no tomaron un coche ni se fueron volando en globo.
––Puede que se detuvieran aquí un rato ––sugerí.
––¡Ah! Todo va bien. Ahí va de nuevo ––dijo mi compañero, en tono
de alivio.
Efectivamente, después de olfatear una vez más por todas partes, el
perro parecía haber tomado de pronto una decisión y se había puesto
en marcha, lanzándose con una energía y una determinación que no
le habíamos visto hasta entonces. El olor parecía ser mucho más
fuerte que antes, porque ya ni siquiera tenía que arrimar el hocico al
suelo, sino que tiraba de la cuerda intentando echar a correr. Por la
manera en que brillaban los ojos de Holmes, supe que nos
acercábamos al final de nuestro recorrido.
Así bajamos por Nine Elms hasta llegar al gran almacén de maderas
de Broderick, pasada la taberna del Águila Blanca. Al llegar allí, el
perro, excitado hasta el frenesí, se metió por una puerta lateral del
almacén, donde ya había aserradores trabajando. Avanzó a la carrera
entre el aserrín y las virutas, recorrió un callejón, torció por un pasillo
entre dos pilas de maderos y por fin, con un ladrido de triunfo, se
subió de un salto a un gran barril, colocado aún sobre la carretilla en
la que lo habían traído. Con la lengua fuera y los ojos parpadeantes,
Toby se quedó encima del barril, mirándonos a Holmes y a mí en
espera de alguna señal de aprobación. Las duelas del barril y las
ruedas de la carretilla estaban manchadas de un líquido oscuro y
todo el ambiente estaba cargado de olor a creosota.
Sherlock Holmes y yo nos miramos el uno al otro con mirada
inexpresiva y luego estallamos al mismo tiempo en una incontenible
carcajada.
Capítulo VIII
Los irregulares de Baker Street
––¿Y ahora, qué? ––pregunté––. Toby ha perdido su reputación de
infalible.
––Ha actuado según su entendimiento ––dijo Holmes, cogiéndolo
para bajarlo del barril y sacarlo del almacén––. Si se piensa en la
cantidad de creosota que se transporta por Londres cada día, no
puede extrañar que el rastro se haya cruzado con otro. Ahora se
utiliza mucho la creosota, sobre todo para tratar la madera. El pobre
Toby no tiene la culpa.
––Supongo que habrá que volver al rastro principal.
––Sí. Por suerte, no tendremos que ir lejos. Está claro que lo que
desconcertó al perro en la esquina de Knight's Place fue que allí
había dos rastros diferentes, que iban en direcciones opuestas.
Hemos seguido el que no era, y lo único que tenemos que hacer
ahora es seguir el otro.
No tuvimos ninguna dificultad. En cuanto llevamos a Toby al sitio en
el que había cometido el error, recorrió un amplio círculo y por fin
salió disparado en una nueva dirección.
––Habrá que tener cuidado de que no nos lleve ahora al lugar de
donde vino el barril de creosota ––comenté.
––Ya había pensado en ello. Pero fíjese en que ahora va por la
acera, mientras que el barril iba por la calzada. No, esta vez
seguimos la pista buena.
El rastro bajaba hacia la ribera del río, pasando por Belmont Place y
Prince's Street. Al final de Broad Street llegamos hasta la orilla
misma, donde había un pequeño muelle de madera. Toby nos
condujo hasta el borde del embarcadero y allí se paró, gimiendo y
mirando la negra corriente de agua que pasaba a sus pies.
––Se nos acabó la suerte ––dijo Holmes––. Han tomado una
embarcación.
Amarrados al borde del muelle había varios pontones y esquifes
pequeños. Hicimos que Toby los recorriera de uno en uno pero, por
mucho que olfateó, no dio ninguna señal.
Cerca del tosco embarcadero había una casita de ladrillo con un
letrero de madera colgado de la ventana del primer piso. En él se
leía, pintado en letras grandes, «Mordecai Smith», y debajo «Se
alquilan embarcaciones por horas y por días». Un segundo letrero,
encima de la puerta, nos informó de que disponían de una lancha de
vapor, información que quedaba confirmada por un gran montón de
carbón que había en el muelle. Sherlock Holmes miró lentamente a
nuestro alrededor y su rostro adoptó una expresión ominosa.
––Esto no me gusta ––dijo––. Estos fulanos son más listos de lo
que yo esperaba. Parece que han borrado su rastro. Me temo que lo
tenían todo planeado de antemano.
Se estaba acercando a la puerta de la casa cuando ésta se abrió y
un chiquillo de unos seis años, con el pelo rizado, salió corriendo de
la casa, seguido por una mujer corpulenta y coloradota, que llevaba
en la mano una esponja grande.
––¡Vuelve aquí y deja que te lave, Jack! ––gritó la mujer––. ¡Vuelve,
diablillo! Como venga tu padre y te vea así, nos vamos a enterar.
––¡Qué encanto de niño! ––exclamó Holmes, estratégicamente––.
¡Qué mejillas tan sonrosadas tiene el granuja! A ver, Jack, ¿quieres
alguna cosa?
El niño se lo pensó un momento.
––Me gustaría un chelín ––dijo.
––¿No hay algo que te guste más?
––Me gustarían más dos chelines ––respondió aquel prodigio, tras
pensarlo un poco.
––Pues ahí los tienes. ¡Cógelos! Un niño muy guapo, señora Smith.
––Dios le bendiga, señor. Es guapo, pero muy revoltoso. Yo casi no
puedo controlarlo, sobre todo cuando mi hombre está fuera varios
días seguidos.
––¿Dice que está fuera? ––preguntó Holmes en tono contrariado––.
Pues es una pena, porque quería hablar con el señor Smith.
––Lleva fuera desde ayer por la mañana, señor, y la verdad,
empiezo a estar preocupada por él. Pero si se trata de alquilar un
bote, señor, tal vez yo pueda atenderles. ––Quería alquilar la lancha
de vapor.
––Vaya por Dios. Precisamente se marchó en la de vapor. Eso es lo
que me extraña, porque sé que con el carbón que llevaba sólo tenía
para ir hasta Woolwich y volver. Si se hubiera llevado la gabarra, no
me extrañaría: más de una vez ha tenido que ir hasta Gravesend, y si
tenía mucho trabajo se quedaba allí a dormir. Pero ¿de qué le sirve
una lancha de vapor sin carbón?
––Puede haber comprado más en otro muelle, río abajo.
––Podría hacerlo, pero no es su estilo. Le he oído protestar muchas
veces de los precios que cobran por unos pocos sacos. Además, no
me gusta ese hombre de la pata de palo, con esa cara tan fea y ese
acento extranjero.
––¿Un hombre con pata de palo? ––preguntó Holmes, apenas
sorprendido.
––Sí, señor, un tío moreno, con cara de mono, que ha venido más
de una vez a ver a mi hombre. La noche anterior lo sacó de la cama;
y lo que es más, mi hombre sabía que iba a venir, porque le había
dado presión a la lancha de vapor. Se lo digo francamente, señor, no
me hace ninguna gracia este asunto.
––Pero, querida señora Smith ––dijo Holmes, encogiéndose de
hombros––, se está usted preocupando por nada. ¿Cómo sabe que
fue el hombre de la pata de palo el que vino la otra noche? No
entiendo cómo puede estar tan segura.
––Por la voz, señor. Conozco su voz, que es como ronca y
desagradable. Llamó a la ventana, a eso de las tres, y dijo: «Levanta,
compañero. Es la hora del cambio de guardia.» Mi hombre despertó a
Jim, que es mi hijo mayor, y allá se fueron, sin decirme ni palabra. Y
oí el ruido de su pata de palo al andar por el empedrado.
––¿Y venía solo ese hombre de la pata de palo?
––Eso no podría decírselo, la verdad. No oí a nadie más.
––Pues lo lamento, señora Smith, porque necesito una lancha de
vapor y me habían dado buenos informes del..., vamos a ver, ¿cómo
se llamaba?
––El Aurora, señor.
––¡Ajá! ¿No será una vieja lancha verde, con una raya amarilla, muy
ancha de manga?
––Nada de eso. Es la lancha más bonita y marinera de todo el río. Y
está recién pintada de negro con dos rayas rojas.
––Gracias. Espero que pronto tenga noticias del señor Smith. Yo
voy río abajo, y si le echo el ojo al Aurora, le haré saber que está
usted preocupada. ¿Ha dicho que la chimenea es negra?
––No, señor: negra con una franja blanca.
––Ah, sí, claro. Eran los costados los que eran negros. Buenos días,
señora Smith. Mire, Watson, allí hay un barquero con una chalana. La
tomaremos para cruzar el río.
Mientras nos sentábamos en el banco de la chalana, Holmes me
explicó:
––Con esta clase de gente, lo más importante es no darles nunca a
entender que la información que te dan tiene la menor importancia
para ti. Si piensan que te interesa, se cierran al instante como una
ostra. En cambio, si haces como que los escuchas porque no te
queda otro remedio, lo más probable es que te digan todo lo que
quieres saber.
––Ahora, nuestra línea de acción parece bastante clara.
––¿Ah, sí? ¿Qué es lo que haría usted?
––Alquilar una lancha y bajar por el río siguiendo el rastro del
Aurora.
––Querido amigo, ésa sería una tarea colosal. Puede haber
atracado en cualquiera de los muelles de una u otra orilla, de aquí a
Greenwich. Más allá del puente hay todo un laberinto de
embarcaderos, de muchas millas. Nos llevaría días y días recorrerlos
todos si lo hacemos solos.
––Pues recurra a la policía.
––No. Aunque es probable que en el último momento llame a
Athelney Jones. No es mala persona y no me gustaría hacer algo que
le perjudicara profesionalmente. Pero ahora que hemos llegado tan
lejos, me apetece resolver el caso yo mismo.
––¿Y si ponemos un anuncio pidiendo información a los encargados
de los muelles?
––Mucho peor. Nuestros hombres sabrían que les pisamos los
talones y huirían del país. Tal como están las cosas, ya es bastante
probable que se marchen, pero mientras crean que están a salvo, no
tendrán prisa. En este sentido, nos va a venir bien la energía de
Jones, porque seguro que su versión del caso aparece en los diarios,
y los fugitivos creerán que todo el mundo sigue una pista falsa.
––Pues entonces, ¿qué hacemos? ––pregunté mientras
desembarcábamos cerca del penal de Millbank.
––Tomar ese cabriolé, hacer que nos lleve a casa, desayunar y
dormir una horita. Tal como marcha el juego, es posible que
tengamos que pasar otra noche en pie. Cochero, pare en una oficina
de telégrafos. Nos quedaremos con Toby, porque aún puede sernos
útil.
Nos detuvimos en la oficina de Correos de Great Peter Street para
que Holmes enviara un telegrama.
––¿A quién cree que he telegrafiado? ––me preguntó cuando
reemprendimos la marcha.
––No tengo ni idea.
––¿Se acuerda de la sección policial de Baker Street, a la que
recurrí en el caso de Jefferson Hope?
––Sí, ¿y qué? ––respondí, echándome a reír.
––Ésta es la clase de situación en la que pueden resultar utilísimos.
Si fracasan, tengo otros recursos; pero primero probaré con ellos. El
telegrama iba dirigido a mi pequeño y mugriento teniente Wiggins, y
espero que venga a vernos con toda su pandilla antes de que
acabemos de desayunar. Eran ya entre las ocho y las nueve, y yo
empezaba a notar una fuerte reacción a la serie de emociones de la
noche. Estaba agotado y renqueante, con la mente confusa y el
cuerpo fatigado. Ni poseía el entusiasmo profesional que hacía
aguantar a mi compañero, ni era capaz de considerar el asunto como
un mero problema intelectual abstracto. En cuanto a la muerte de
Bartholomew Sholto, pocas cosas buenas había oído de él y no
sentía demasiada antipatía por sus asesinos. En cambio, lo del tesoro
era ya otra cosa. Por lo menos parte del mismo le pertenecía con
todo derecho a la señorita Morstan. Mientras existiera una posibilidad
de recuperarlo, yo estaba dispuesto a dedicar mi vida a tal objetivo.
Aunque lo cierto era que si lo encontraba, lo más probable sería que
ella quedara fuera de mi alcance para siempre. Aun así, muy ruin y
egoísta tendría que ser un amor que se dejara influir por una idea
semejante. Si Holmes era capaz de esforzarse por encontrar a los
asesinos, yo tenía diez veces más razones para esforzarme por
encontrar el tesoro.
Un baño y un cambio completo de ropas en Baker Street me
reanimaron de manera maravillosa. Cuando bajé a nuestro cuarto de
estar, encontré el desayuno preparado y a Holmes sirviendo el café.
––Ahí viene todo ––dijo, echándose a reír y señalando un periódico
abierto––. Entre el infatigable Jones y el ubicuo periodista lo han
resuelto todo. Pero debe usted estar harto del caso. Primero cómase
los huevos con jamón.
Tomé el periódico y leí la breve noticia, que habían titulado
«Misterioso suceso en Upper Norwood»:
«Hacia las doce de la noche pasada, el señor Bartholomew Sholto,
residente en el Pabellón Pondicherry, Upper Norwood, fue
encontrado muerto en su habitación, en circunstancias muy
sospechosas. Hasta donde hemos podido saber, en el cuerpo del
señor Sholto no se encontraron señales de violencia, pero le había
sido robada una valiosa colección de joyas indias que el difunto había
heredado de su padre. El cadáver lo descubrieron el señor Sherlock
Holmes y el doctor Watson, que habían acudido a la casa en
compañía de Thaddeus Sholto, hermano del fallecido. Por una
afortunada casualidad, el inspector Athelney Jones, conocido
miembro del cuerpo de policía, se encontraba en la comisaría de
Norwood y pudo llegar al lugar de los hechos menos de media hora
después de darse la primera voz de alarma. Inmediatamente, sus
grandes dotes de policía experimentado se concentraron en la tarea
de identificar a los criminales, con el satisfactorio resultado de la
detención del hermano, Thaddeus Sholto, del ama de llaves, señora
Bernstone, del mayordomo indio Lal Rao y de un portero o vigilante
llamado McMurdo. La policía está segura de que el ladrón o ladrones
conocían la casa, ya que los probados conocimientos técnicos del
señor Jones y sus dotes de minuciosa observación le han permitido
demostrar de manera concluyente que los malhechores no pudieron
entrar por la puerta ni por la ventana, sino que tuvieron que llegar por
el tejado de la casa, penetrando por una trampilla en una habitación
que comunica con el cuarto donde se encontró el cadáver. Esto ha
quedado claramente establecido y demuestra sin lugar a dudas que
no se trata de un vulgar robo cometido al azar. La rápida y enérgica
acción de los agentes de la ley demuestra lo que vale en tales
ocasiones la presencia de una inteligencia poderosa y dominante. No
podemos dejar de pensar que esto refuerza la postura de los que
abogan por una mayor descentralización de nuestros inspectores de
policía, que así podrían tener un contacto más directo y eficaz con los
casos que les corresponde investigar.»
––¿A que es magnífico? ––dijo Holmes, sonriendo por encima de su
taza de café––. ¿Qué le parece?
––Pues me parece que nos hemos librado por los pelos de que nos
detuvieran también a nosotros por este crimen.
––Lo mismo creo yo. Incluso ahora, no respondo de nuestra
seguridad si le da por tener otro de sus ataques de energía.
En aquel momento, el timbre de la puerta sonó con fuerza y pude oír
que la señora Hudson, nuestra casera, levantaba la voz en un gemido
de protesta y desaliento.
––Cielos, Holmes ––dije, comenzando a incorporarme––. Parece
que de verdad vienen a por nosotros.
––No, no es tan grave como eso. Son las fuerzas extraoficiales: los
irregulares de Baker Street.
Mientras tanto, se oyó un rápido pataleo de pies descalzos que
subían por la escalera, un estruendo de voces chillonas, y en la
habitación irrumpió una docena de golfillos de la calle, sucios y
desarrapados. A pesar de su tumultuosa entrada, se notaba en ellos
una cierta disciplina, pues al instante formaron en fila y se quedaron
ante nosotros con el rostro expectante. Uno de ellos, más alto y
mayor que los otros, se adelantó con aire de ociosa superioridad que
resultaba muy gracioso en un mamarracho tan impresentable.
––Recibí su mensaje, señor ––dijo––, y los he traído volando. Tres
chelines y seis peniques de los billetes.
––Aquí tienes ––dijo Holmes, sacando unas monedas––. En el
futuro, Wiggins, que ellos te informen a ti, y tú a mí. No puedo dejar
que invadáis la casa de este modo. No obstante, conviene que todos
escuchéis las instrucciones. Quiero averiguar el paradero de una
lancha de vapor llamada Aurora, perteneciente a Mordecai Smith, con
dos rayas rojas y chimenea negra con una franja blanca. Tiene que
estar en alguna parte del río. Quiero que uno de vosotros se quede
en el embarcadero de Mordecai Smith, enfrente de Millbank, por si la
lancha regresa. Tendréis que repartiros la tarea e inspeccionar a
fondo las dos orillas. Avisadme en cuanto sepáis algo. ¿Está todo
claro?
––Sí, jefe ––dijo Wiggins.
––Pago la tarifa de siempre, más una guinea para el chico que
encuentre la lancha. Aquí tenéis un día por adelantado. Y ahora,
fuera de aquí.
Les entregó un chelín a cada uno y salieron zumbando escaleras
abajo. Un momento después los vi bajando a la carrera por la calle.
––Si la lancha está a flote, ellos la encontrarán ––dijo Holmes,
levantándose de la mesa y encendiendo su pipa––. Pueden meterse
en todas partes, verlo todo, escuchar cualquier conversación. Confío
en que la encuentren antes de esta noche. Mientras tanto, lo único
que podemos hacer es esperar los resultados. No podemos retomar
la pista perdida hasta que sepamos dónde están el Aurora o
Mordecai Smith.
––Supongo que Toby puede comerse estas sobras. ¿Va usted a
acostarse, Holmes?
––No; no estoy cansado. Tengo un organismo muy curioso. No
recuerdo que el trabajo me haya cansado nunca; en cambio, no hacer
nada me deja completamente agotado. Voy a fumar mientras repaso
este extraño asunto en el que nos ha metido mi bella cliente. Si ha
habido alguna vez una búsqueda fácil, debería ser ésta que nos
ocupa. Los hombres con pata de palo no abundan demasiado, pero el
otro individuo me atrevo a decir que es absolutamente único.
––¡Otra vez ese otro hombre!
––Mire, no quiero que parezca que hago de esto un misterio, pero
usted ya tiene que haberse formado una opinión. Vamos a ver,
considere los datos: pisadas diminutas, pies descalzos, que nunca
han estado oprimidos por zapatos, maza de madera con cabeza de
piedra, muy ágil, dardos envenenados... ¿Qué saca usted de todo
esto?
––¡Un salvaje! ––exclamé––. ¡Tal vez uno de esos individuos que
estaban asociados con Jonathan Small.
––Nada de eso ––dijo Holmes––. Al principio, cuando vi señales de
armas exóticas, yo también me incliné a pensar eso; pero el carácter
extraordinario de las pisadas me hizo reconsiderar mis teorías.
Algunos habitantes de la Península India son pequeños, pero ninguno
podría haber dejado huellas como aquéllas. Los hindúes propiamente
dichos tienen los pies largos y delgados. Los mahometanos, que
usan sandalias, tienen el pulgar bastante separado de los otros
dedos, porque la correa de la sandalia suele pasar entre medias.
Además, esos pequeños dardos sólo se pueden disparar de una
manera: con una cerbatana. Pues bien: ¿dónde debemos buscar a
nuestro salvaje?
––¿En Sudamérica? ––aventuré.
Holmes estiró el brazo y sacó un grueso volumen de un estante.
––Éste es el primer volumen de una Geografía que se está
publicando por tomos. Podemos considerarla como la referencia más
al día. ¿Qué tenemos aquí? «Islas Andaman, situadas 340 millas al
norte de Sumatra, en el golfo de Bengala». Mmm... Mmm... ¿Qué es
todo esto? Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones, Puerto Blair,
colonias penitenciarias, isla de Rudand, plantaciones de algodón...
¡Ah, aquí está! «Los aborígenes de las islas Andaman podrían optar
al título de la raza más pequeña de la Tierra, aunque algunos
antropólogos votarían por los bosquimanos de África, los indios
paiutes de América o los nativos de la Tierra del Fuego. La estatura
media es inferior al metro y medio, y existen numerosos adultos que
miden mucho menos. Son feroces, malhumorados e intratables,
aunque capaces de entablar una amistad a toda prueba si uno se
gana su confianza.» Fíjese en esto, Watson. Y escuche lo que viene
a continuación: «Tienen un aspecto horrible, con cabezas grandes y
deformes, ojos pequeños y feroces y facciones distorsionadas. Sin
embargo, los pies y las manos son muy pequeños. Son tan hostiles y
feroces que han fracasado todos los esfuerzos de los funcionarios
británicos por establecer relaciones con ellos. Siempre han sido el
terror de las tripulaciones de barcos naufragados, porque aplastan el
cráneo de los supervivientes con sus mazas de piedra o los acribillan
con dardos envenenados. Estas matanzas concluyen invariablemente
con un banquete caníbal.» ¡Un pueblo encantador y de lo más
simpático, Watson! Si a este sujeto se le hubiera dejado actuar a su
aire, el asunto habría tomado un cariz mucho más sangriento. Aun
así, tal como se han desarrollado las cosas, me figuro que Jonathan
Small estará lamentando haber recurrido a él.
––Pero ¿cómo ha llegado a tener un compañero tan raro?
––¡Ah!, eso es más de lo que yo puedo decir. Sin embargo, puesto
que ya hemos dejado establecido que Small viene de las Andaman,
tampoco es tan descabellado que le acompañe este isleño. Sin duda,
con el tiempo lo averiguaremos todo. Oiga, Watson, parece usted
hecho polvo. Túmbese aquí, en el sofá, y voy a ver si consigo
dormirle.
Sacó el violín de un rincón y, mientras yo me tumbaba, empezó a
tocar una melodía suave y soñadora... de su propia cosecha, sin
duda, porque poseía un notable talento para la improvisación.
Recuerdo vagamente sus miembros enjutos, su rostro concentrado y
el subir y bajar del arco. Luego me pareció que flotaba apaciblemente
sobre un suave mar de sonido, hasta que me encontré en el país de
los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan mirándome desde lo
alto.
Capítulo IX
Se rompe la cadena
Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando me desperté,
fortalecido y reanimado. Sherlock Holmes seguía sentado
exactamente igual que la última vez que lo vi, salvo que había dejado
a un lado el violín y ahora se hallaba absorto en un libro. Me miró de
refilón cuando empecé a moverme y noté que tenía una expresión
sombría y preocupada.
––Ha dormido como un tronco ––dijo––. Temí que nuestra
conversación le despertara.
––No he oído nada ––respondí––. ¿Así que ha tenido nuevas
noticias?
––Por desgracia, no. Confieso que estoy sorprendido y
decepcionado. Esperaba tener algo concreto a estas horas. Wiggins
acaba de pasar a informar. Dice que no han encontrado ni rastro de
la lancha. Es un parón irritante, porque cada hora cuenta.
––¿Puedo hacer algo? Estoy perfectamente recuperado y listo para
otra salida nocturna.
––No, no podemos hacer nada. Únicamente esperar. Si salimos, el
mensaje puede llegar durante nuestra ausencia y se produciría un
retraso. Usted haga lo que quiera, pero yo tengo que quedarme de
guardia.
––En tal caso, me pasaré por Camberwell y le haré una visita a la
señora de Cecil Forrester. Me lo pidió ayer.
––¿A la señora de Cecil Forrester? ––preguntó Holmes con una
chispa de sonrisa en la mirada.
––Bueno, claro, y también a la señorita Morstan. Estaban ansiosas
por enterarse de lo ocurrido.
––Yo no les contaría demasiado ––dijo Holmes––. Nunca hay que
fiarse del todo de las mujeres..., ni siquiera de las mejores.
No me entretuve en discutir tan despreciable opinión. Volveré dentro
de una o dos horas ––fue lo único que dije.
––Muy bien. Buena suerte. Pero, oiga: si va a cruzar el río, podría
aprovechar para devolver a Toby, porque ya no creo que lo
necesitemos para nada.
De manera que me llevé a nuestro chucho y lo dejé, junto con medio
soberano, en casa del viejo naturalista de Pinchin Lane. En
Camberwell encontré a la señorita Morstan un poco fatigada tras sus
aventuras nocturnas, pero ansiosa por escuchar las noticias. También
la señora Forrester se moría de curiosidad. Les conté todo lo que
habíamos hecho, omitiendo, no obstante, las partes más siniestras de
la tragedia. Por ejemplo, aunque les hablé de la muerte del señor
Sholto, no les dije nada del método exacto empleado. Sin embargo,
aun con todas mis omisiones, había material suficiente para
asombrarlas y sobresaltarlas.
––¡Es como una novela! ––exclamó la señora Forrester––. Una
dama agraviada, un tesoro de medio millón, un caníbal negro y un
rufián con pata de palo. Vienen a sustituir al dragón y al malvado
conde tradicionales.
––Y dos caballeros andantes al rescate ––añadió la señorita
Morstan, dirigiéndome una mirada encendida. ––Caramba, Mary, del
resultado de esta búsqueda depende tu fortuna. Me parece que no
estás lo bastante emocionada. Imagínate lo que debe ser hacerte rica
y tener el mundo a tus pies.
Sentí un ligero estremecimiento de alegría al observar que aquella
perspectiva no provocaba en ella ninguna muestra de entusiasmo.
Por el contrario, levantó su orgullosa cabeza como si aquel asunto no
le interesara lo más mínimo.
––Lo que sí me preocupa es el señor Thaddeus Sholto ––dijo––.
Todo lo demás carece de importancia. Pero creo que él se ha portado
en todo momento como un hombre absolutamente decente y
honrado, y nuestro deber es librarlo de esa terrible e infundada
acusación.
Estaba ya anocheciendo cuando me marché de Camberwell y
cuando llegué a casa era completamente de noche. El libro y la pipa
de mi compañero estaban junto a su sillón, pero él se había
esfumado. Eché un vistazo con la esperanza de encontrar una nota,
pero no había ninguna.
––¿Ha salido el señor Holmes? ––le pregunté a la señora Hudson
cuando entró para bajar las persianas.
––No, señor. Está en su habitación. ¿Sabe usted, señor? ––dijo,
bajando la voz hasta convertirla en un impresionante susurro––.
Temo por su salud.
––¿Por qué dice eso, señora Hudson?
––¡Es que es tan raro! Cuando se marchó usted, se puso a andar de
un lado a otro, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que llegué a
hartarme de oír sus pasos. Luego le oí hablar y cuchichear solo, y
cada vez que sonaba el timbre salía a la escalera a preguntar:
«¿Quién es, señora Hudson?» Y ahora se ha metido en su cuarto,
dando un portazo, pero le oigo pasear lo mismo que antes. Ojalá no
se ponga enfermo, señor. Me atreví a decirle algo sobre tomar un
calmante y me miró con una mirada que no sé ni cómo pude salir de
la habitación.
––No creo que haya motivos para preocuparse, señora Hudson ––
respondí––. Ya lo he visto así otras veces. Tiene algún asunto en la
cabeza que no le deja tranquilo.
Procuré hablar con nuestra estupenda casera en tono
despreocupado, pero yo mismo empecé a preocuparme, porque
durante toda la larga noche seguí oyendo de vez en cuando el sonido
apagado de sus pasos, y comprendí que su espíritu inquieto se
rebelaba con todas sus fuerzas contra aquella inactividad
involuntaria.
A la hora del desayuno lo encontré fatigado y ojeroso, con un toque
de color febril en las mejillas.
––Se está usted destrozando, amigo mío ––comenté––. Le he oído
desfilar toda la noche.
––Es que no podía dormir ––respondió––. Este problema infernal
me está consumiendo. ¡Mira que quedarnos atascados en un
obstáculo tan insignificante, después de haber superado todo lo
demás! Conozco a los hombres, la lancha, todo..., y sin embargo, no
me llegan noticias. He puesto en acción a otros agentes y he
empleado todos los medios a mi disposición. Se ha buscado en todo
el río por las dos orillas y no hay novedades, y tampoco la señora
Smith ha sabido nada de su marido. De seguir así, habrá que llegar a
la conclusión de que han echado a pique la lancha. Pero existen
objeciones a esta hipótesis.
––Puede que la señora Smith nos haya mandado tras una pista
falsa.
––No, creo que eso podemos descartarlo. He hecho averiguaciones
y existe una lancha que responde a la descripción.
––¿Y no podría haber ido río arriba?
––También he considerado esa posibilidad, y tengo un grupo
encargado de buscar hasta Richmond. Si hoy no llegan noticias,
mañana me pondré en acción personalmente, y buscaré a los
hombres en vez de buscar la lancha. Pero seguro, seguro, que hoy
sabremos algo.
Sin embargo, no fue así. No nos llegó ni una palabra, ni de parte de
Wiggins ni de los demás agentes. En casi todos los periódicos se
publicaron artículos acerca de la tragedia de Norwood, y todos se
mostraban bastante hostiles respecto al desdichado Thaddeus
Sholto. Pero en ninguno de ellos se aportaban nuevos detalles,
excepto que al día siguiente tendría lugar la investigación judicial. Por
la tarde me acerqué paseando hasta Camberwell para informar a las
señoras de nuestra falta de éxito, y a mi regreso encontré a Holmes
abatido y de bastante mal humor. Apenas se dignó responder a mis
preguntas y estuvo toda la noche ocupado en un abstruso análisis
químico que incluía mucho calentamiento de retortas y destilación de
vapores, culminando en un olor tan desagradable que casi me
expulsó del apartamento. Hasta las primeras horas de la madrugada
estuve oyendo el tintineo de sus tubos de ensayo, que me indicaba
que continuaba enfrascado en su maloliente experimento.
Empezaba a amanecer cuando me desperté sobresaltado y me
sorprendió verlo de pie junto a mi cama, vestido con toscas ropas de
marinero, con chaquetón y una áspera bufanda roja al cuello.
––Me voy río abajo, Watson ––dijo––. He estado dándole vueltas al
asunto y no veo más que una salida. En cualquier caso, vale la pena
intentarlo.
––Podré ir con usted, ¿verdad? ––pregunté.
––No; será usted mucho más útil si se queda aquí en
representación mía. No me hace gracia marcharme, porque es muy
posible que llegue algún mensaje durante el día, aunque anoche
Wiggins se mostró bastante pesimista. Quiero que abra usted todas
las notas y telegramas que lleguen, y actúe según su propio criterio si
llega alguna noticia. ¿Puedo contar con usted?
––Naturalmente que sí.
––Me temo que no podrá telegrafiarme, porque no puedo decirle
dónde voy a estar. Pero si tengo suerte, no estaré fuera mucho
tiempo. Y cuando regrese, tendré noticias de una u otra clase.
A la hora del desayuno, aún no había sabido nada de él. Pero al
abrir el Standard encontré publicada una nueva alusión al caso:
«Con respecto a la tragedia de Upper Norwood, tenemos motivos
para creer que el asunto promete ser aun más complicado y
misterioso de lo que se suponía en principio. Nuevas averiguaciones
han demostrado que es completamente imposible que el señor
Thaddeus Sholto estuviera implicado en modo alguno. Tanto él como
el ama de llaves, la señora Bernstone, fueron puestos en libertad ayer
por la tarde. No obstante, se cree que la policía dispone de una pista
acerca de los verdaderos culpables, que está siendo seguida por el
inspector Athelney Jones, de Scotland Yard, con toda la energía y
sagacidad que le han hecho famoso. Se esperan nuevas detenciones
en cualquier momento.»
«Hasta cierto punto, esto marcha bien ––pensé––. Por lo menos, el
amigo Sholto está a salvo. Me pregunto cuál será esa nueva pista,
aunque más parece una fórmula estereotipada para decir que la
policía ha metido la pata.»
Dejé el periódico sobre la mesa, pero en aquel momento mis ojos se
fijaron en un anuncio de la sección de personales. Decía así:
«DESAPARECIDO.–– Mordecai Smith, barquero, y su hijo Jim
zarparon del embarcadero de Smith a eso de las tres de la
madrugada del martes pasado, en la lancha de vapor Aurora, negra
con dos franjas rojas, chimenea negra con franja blanca. Se pagará la
suma de cinco libras a quien pueda dar información sobre el paradero
del mencionado Mordecai Smith y de la lancha Aurora a la señora
Smith, en el embarcadero, o en el 22111 de Baker Street.»
Aquello era, sin duda, obra de Holmes. La dirección de Baker Street
bastaba para demostrarlo. Me pareció bastante ingenioso, porque los
fugitivos podían leerlo sin ver en ello más que la angustia natural de
una esposa por la desaparición de su marido.
El día se me hizo larguísimo. Cada vez que llamaban a la puerta o
se oían pasos rápidos por la calle, me imaginaba que era Holmes que
volvía o alguien que venía en respuesta a su anuncio. Intenté leer
algo, pero mis pensamientos se desviaban constantemente hacia
nuestra extraña búsqueda y la pintoresca y maligna pareja a la que
perseguíamos. ¿Era posible, me preguntaba, que existiera un fallo de
raíz en el razonamiento de mi compañero? ¿No podría haber
cometido un error monumental? ¿Cabía la posibilidad de que su
mente ágil y especulativa hubiera elaborado toda aquella
descabellada teoría sobre una base equivocada? Que yo supiera,
nunca se había equivocado, pero hasta el razonador más agudo
puede engañarse de vez en cuando. Pensé que era probable que
hubiera caído en el error a causa del excesivo refinamiento de su
lógica, de su preferencia por las explicaciones sutiles y extravagantes
cuando tenía a mano otras más vulgares y sencillas. Pero por otra
parte, yo mismo había visto las pruebas y había escuchado las
razones de sus deducciones. Si repasaba la larga cadena de curiosas
circunstancias ––muchas de ellas triviales en sí mismas, pero todas
apuntando en la misma dirección––, no podía dejar de pensar que,
aun en el caso de que la explicación de Holmes resultara errónea, la
verdadera tenía que ser igualmente extravagante y sorprendente.
A las tres en punto de la tarde oí un fuerte timbrazo en la puerta y
una voz autoritaria en el vestíbulo y, con gran sorpresa por mi parte,
se presentó en nuestro cuarto nada menos que el señor Athelney
Jones. Sin embargo, se le veía muy diferente del brusco y dominante
profesor de sentido común que con tanta confianza se había hecho
cargo del caso de Upper Norwood. Traía una expresión abatida y sus
modales eran suaves, casi como si se disculpara.
––Buenos días, señor, buenos días ––dijo––. Tengo entendido que
el señor Holmes ha salido.
––Sí, y no sé a ciencia cierta cuándo regresará. Pero si quiere
esperarle, puede sentarse en esa butaca y fumar uno de estos
cigarros.
––Gracias, no tengo inconveniente ––dijo, secándose el sudor de la
cara con un pañuelo rojo estampado.
––¿Y un whisky con soda?
––Bueno, medio vaso. Hace mucho calor para esta época del año y
he tenido bastantes problemas y dificultades. ¿Conoce usted mi
teoría acerca del caso de Norwood?
––Recuerdo sólo que expuso una.
––Bueno, me he visto obligado a reconsiderarla. Tenía ya al señor
Sholto bien atrapado en mis redes cuando, zas, se me cuela por un
agujero. Consiguió presentar una coartada imposible de echar abajo.
Desde el instante en que salió de la habitación de su hermano,
estuvo en todo momento a la vista de una u otra persona, así que no
pudo ser él quien trepó por los tejados y se metió por las trampillas.
Es un caso muy complicado y me juego en él mi prestigio profesional.
Me vendría muy bien una pequeña ayuda.
––Todos necesitamos ayuda de vez en cuando ––dije yo.
––Su amigo, el señor Sherlock Holmes, es un hombre maravilloso –
–dijo en tono ronco y confidencial––. No hay quien pueda con él. He
visto a ese jovencito meter la nariz en un buen montón de casos, y
aún no ha habido un caso en el que no haya podido arrojar algo de
luz. Sus métodos son irregulares, y tal vez se precipita un poco al
inventar teorías, pero, en conjunto, creo que habría sido un policía
muy prometedor, y no me importa decirlo. Esta mañana he recibido
un telegrama suyo, dando a entender que dispone de alguna pista en
el caso Sholto. Aquí está su mensaje.
Sacó el telegrama del bolsillo y me lo entregó. Se había enviado
desde Poplar, a las doce. «Vaya inmediatamente a Baker Street ––
decía––. Si aún no he regresado, espéreme. Sigo de cerca la pista de
la banda del caso Sholto. Si quiere intervenir en el final, puede
acompañarnos esta noche.»
––Esto suena bien. Está claro que ha vuelto a encontrar el rastro ––
dije.
––¡Ah!, entonces es que también él había fallado ––exclamó Jones,
con evidente satisfacción––. Hasta los mejores nos despistamos
alguna que otra vez. Claro que esto podría ser una falsa alarma, pero
mi deber como agente de la ley es no pasar por alto ninguna
posibilidad. ¡Ah!, hay alguien en la puerta. Tal vez sea él.
Se oyeron unos pasos inseguros que subían por la escalera,
acompañados de fuertes resoplidos y jadeos, como de un hombre
que tiene grandes dificultades para respirar. Se detuvo un par de
veces, como si el ascenso fuera demasiado fatigoso para él, pero al
fin consiguió llegar a nuestra puerta y entrar. Su aspecto cuadraba
bien con los sonidos que habíamos oído. Era un hombre de edad
avanzada, vestido de marinero, con un viejo chaquetón abotonado
hasta el cuello. Tenía la espalda doblada, le temblaban las rodillas y
su respiración era dolorosamente asmática. Se apoyaba en un
grueso bastón de roble y sus hombros se alzaban con esfuerzo para
aspirar aire hacia los pulmones. Llevaba una bufanda de colores
tapándole la barbilla y pude ver poco de su cara, aparte de un par de
ojos oscuros y penetrantes, enmarcados por unas cejas blancas y
pobladas y un par de largas patillas grises. En conjunto, me dio la
impresión de un respetable patrón de barco cargado de años y
empobrecido.
––¿Qué desea, buen hombre? ––pregunté.
El hombre miró a su alrededor al estilo lento y metódico de los
ancianos.
––¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? ––preguntó. ––No, pero yo
actúo en su nombre. Puede darme cualquier mensaje que traiga para
él.
––Tenía que decírselo a él en persona.
––Pero ya le digo que actúo en su nombre. ¿Es algo referente a la
lancha de Mordecai Smith?
––Sí. Yo sé muy bien dónde está. Y sé dónde están los hombres
que busca. Y sé dónde está el tesoro. Lo sé todo.
––Pues dígamelo y yo se lo haré saber.
––Tenía que decírselo a él ––insistió, con la obstinación petulante
de un hombre muy viejo.
––Pues tendrá que esperar a que venga.
––Ni hablar. No voy a perder todo un día para dar gusto a nadie. Si
el señor Holmes no está, el señor Holmes tendrá que averiguarlo todo
por su cuenta. No me gusta el aspecto de ninguno de ustedes dos y
no pienso decir ni una palabra.
Arrastró los pies hacia la puerta, pero Athelney Jones se le puso
delante.
––Un momento, amigo ––dijo––. Usted posee información
importante y no debe marcharse. Le guste o no, vamos a retenerlo
aquí hasta que regrese nuestro amigo.
El anciano intentó una carrerita hacia la puerta, pero al ver que
Athelney Jones apoyaba en ella su ancha espalda se convenció de la
inutilidad de su resistencia.
––¡Bonita manera de tratarle a uno! ––exclamó, golpeando el suelo
con su bastón––. Vengo aquí a ver a un caballero y dos tipos a los
que no he visto en mi vida me sujetan y me tratan de esta manera.
––No perderá nada con esto ––dije––. Le recompensaremos por el
tiempo perdido. Siéntese ahí, en el sofá, y no tendrá que esperar
mucho.
El hombre cruzó la habitación de muy mal humor y se sentó con la
cara apoyada en las manos. Jones y yo seguimos fumando y
reanudamos nuestra charla. Pero de pronto, sonó sobre nuestras
cabezas la voz de Holmes.
––Ya podrían ustedes ofrecerme también a mí un cigarro ––dijo.
Los dos dimos un salto en nuestros asientos. Allí estaba Holmes,
sentado junto a nosotros, con expresión de tranquilo regocijo.
––¡Holmes! ––exclamé––. ¡Usted aquí! Pero... ¿dónde está el
anciano?
––Aquí está el anciano ––dijo Holmes, extendiendo un montón de
pelo blanco––. Aquí lo tiene. Peluca, patillas, cejas y todo lo demás.
Estaba convencido de que mi disfraz era bastante bueno, pero no
esperaba que llegara a superar esta prueba.
––¡Qué bribón! ––exclamó Jones, absolutamente encantado––.
Habría podido ser actor, y de los buenos. Tenía la tos exacta de un
viejo del asilo, y esas piernas temblorosas valen diez libras a la
semana. Aun así, me pareció reconocer el brillo de sus ojos. Ya ve
que no es tan fácil burlarnos.
––Llevo todo el día actuando con este disfraz ––dijo Holmes,
mientras encendía un cigarro––. Resulta que ya empieza a
conocerme un buen número de miembros de la clase criminal, sobre
todo desde que a nuestro amigo, aquí presente, le dio por publicar
algunos de mis casos. Así que ya sólo puedo recorrer el sendero de
guerra bajo algún disfraz sencillo, como éste. ¿Recibió usted mi
telegrama?
––Sí, por eso he venido.
––¿Qué tal va progresando su caso?
––Todo se ha quedado en nada. He tenido que soltar a dos de mis
detenidos y no hay pruebas contra los otros dos.
––No se preocupe. Le proporcionaremos otros dos a cambio de
ésos. Pero tiene usted que ponerse a mis órdenes. Puede usted
quedarse con todo el crédito oficial, pero tiene que actuar tal como yo
le indique. ¿Está de acuerdo?
––Por completo, si me ayuda a cazar a esos hombres.
––Muy bien. En primer lugar, necesitaré una lancha rápida de la
policía, una lancha de vapor, que debe estar en el embarcadero de
Westminster a las siete en punto.
––Eso se arregla fácilmente. Siempre hay una por allí. Pero para
estar seguro puedo cruzar la calle y telefonear.
––También necesitaré dos hombres fuertes y valientes, por si
ofrecen resistencia.
––Habrá dos o tres en la lancha. ¿Qué más?
––Cuando atrapemos a los hombres, nos haremos con el tesoro.
Creo que para este amigo mío sería un placer llevarle personalmente
la caja a la joven a quien pertenece por derecho la mitad. Que sea
ella la primera en abrirla. ¿Eh, Watson?
––Sería un gran placer para mí.
––Es un procedimiento bastante irregular ––dijo Jones, meneando
la cabeza––. Sin embargo, el asunto entero es irregular, y supongo
que tendremos que hacer la vista gorda. Pero luego habrá que
entregar el tesoro a las autoridades hasta que concluya la
investigación oficial.
––Desde luego. Eso es fácil de arreglar. Una cosa más: me gustaría
que el propio Jonathan Small me explicara algunos detalles del caso.
Ya sabe usted que me gusta dejar resueltos mis casos hasta el último
detalle. ¿Hay alguna objeción a que mantenga una entrevista
extraoficial con él, aquí en mis habitaciones o en cualquier otro lugar,
teniéndolo en todo momento convenientemente vigilado?
––Bueno, usted controla la situación. Aún no tengo ninguna prueba
de la existencia de ese Jonathan Small, pero si es usted capaz de
atraparlo, no veo por qué iba a negarme a que hable con él.
––¿De acuerdo, pues?
––Por completo. ¿Hay algo más?
––Sólo que insisto en que cene usted con nosotros. La cena estará
lista en media hora. Tengo ostras y gallo de bosque, con una buena
selección de vinos blancos. Watson, usted todavía no ha apreciado
mis habilidades de ama de casa.
Capítulo X
Fin del isleño
Fue una comida muy entretenida. Cuando quería, Holmes podía ser
un magnífico conversador, y aquella noche estaba bien dispuesto.
Parecía encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Jamás lo
he visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas:
autos sacramentales, cerámica medieval, violines Stradivarius, el
budismo en Ceylán, los barcos de guerra del futuro..., tratando cada
tema como si lo hubiera estudiado a fondo. Su buen humor indicaba
que había superado la negra depresión de los días anteriores.
Athelney Jones resultó ser un tipo muy sociable en sus horas de
relajación y atacó la cena con el aire de un bon vivant. Yo, por mi
parte, me sentía excitadísimo al pensar que nos acercábamos al final
de nuestra empresa y se me contagió parte de la alegría de Holmes.
Ninguno de los tres hizo la menor alusión durante la cena a la causa
que nos había reunido.
Una vez retirado el mantel, Holmes consultó su reloj y llenó tres
vasos de oporto.
––Levantemos la copa por el éxito de nuestra pequeña expedición –
–dijo––. Y ahora, ha llegado el momento de ponerse en marcha.
¿Tiene usted pistola, Watson?
––Tengo mi viejo revólver del ejército en el escritorio.
––Será mejor que lo coja. Conviene ir bien preparados. Veo que el
coche ya está en la puerta. Encargué que viniera a las seis y media.
Eran poco más de las siete cuando llegamos al embarcadero de
Westminster y encontramos la lancha aguardándonos. Holmes la
miró con ojo crítico.
––¿Hay algo que la identifique como una lancha de la policía?
––Sí, ese farol verde al costado.
––Pues quítenlo.
Se efectuó el pequeño cambio, saltamos a bordo y soltamos
amarras. Jones, Holmes y yo nos sentamos a popa. Había un hombre
al timón, otro atendiendo las máquinas y dos corpulentos agentes de
policía a proa.
––¿Dónde vamos? ––preguntó Jones.
––A la Torre. Dígales que se detengan enfrente del astillero de
Jacobinos.
Se notaba que nuestra embarcación era muy rápida.
Adelantábamos a las largas hileras de gabarras de carga como si
estuvieran paradas. Holmes sonrió con satisfacción cuando
alcanzamos a un vapor fluvial y lo dejamos atrás.
––Parece que somos capaces de alcanzar cualquier embarcación
del río ––dijo.
––Bueno, no tanto. Pero no creo que haya muchas que nos ganen.
––Tenemos que cazar al Aurora, que tiene fama de rápido. Le voy a
explicar cómo andan las cosas, Watson. ¿Recuerda lo mucho que me
molestó verme frustrado por un obstáculo tan pequeño?
––Sí.
––Pues bien, le concedí a mi cerebro un descanso completo,
enfrascándome en un análisis químico. Uno de nuestros más grandes
estadistas ha dicho que el mejor descanso es un cambio de
ocupación. Y es verdad. Cuando conseguí disolver el hidrocarburo
con el que estaba trabajando, volví al problema de los Sholto y
repasé una vez más todo el asunto. Mis muchachos habían mirado
río arriba y río abajo sin resultados. La lancha no estaba en ningún
muelle o embarcadero, y tampoco había regresado al suyo. Sin
embargo, era muy poco probable que la hubieran hundido para borrar
sus huellas, aunque siempre cabía esa posibilidad si todo lo demás
fallaba. Yo sabía que este Small posee un cierto grado de astucia de
poca monta, pero no lo consideraba capaz de demasiadas sutilezas.
Eso suele ser consecuencia de una educación superior. Entonces se
me ocurrió que si Small llevaba bastante tiempo en Londres, y
tenemos evidencia de que mantenía una vigilancia constante sobre el
Pabellón Pondicherry, era difícil que pudiera marcharse de buenas a
primeras; necesitaría algún tiempo, aunque sólo fuera un día, para
dejar arreglados sus asuntos. En cualquier caso, parecía bastante
probable.
––Eso me parece un poco flojo ––dije––. Es más probable que
hubiera arreglado sus asuntos antes de emprender esta expedición.
––No, yo no lo creo así. Ese cubil suyo era un refugio demasiado
valioso en caso de necesidad como para abandonarlo antes de estar
seguro de que podía prescindir de él. Pero hay una segunda
consideración que me hizo pensar. Jonathan Small tenía que ser
consciente de que el extraño aspecto de su compañero, por mucho
que lo cubriera de ropas, daría que hablar a la gente, e incluso era
posible que lo relacionaran con la tragedia de Norwood. Es lo
bastante listo como para darse cuenta de eso. Habían salido de su
cuartel general al abrigo de la oscuridad, y le interesaba estar de
vuelta antes de que se hiciera completamente de día. Ahora bien,
según la señora Smith, eran más de las tres de la mañana cuando
abordaron la lancha. Una hora más tarde ya habría bastante luz y
gente levantada. Por lo tanto, me dije, no debieron ir muy lejos. Le
pagaron bien a Smith para que cerrara la boca, reservaron su lancha
para la fuga final y se marcharon corriendo a su escondite con la caja
del tesoro. Al cabo de un par de noches, habiendo tenido tiempo para
ver qué contaban los periódicos y si se sospechaba algo, saldrían en
la oscuridad para tomar algún barco en Gravesend o en los Downs,
donde sin duda ya habían reservado pasajes para América o las
Colonias.
––¿Pero, y la lancha? No podían llevársela a su alojamiento.
––Claro que no. Yo supuse que, a pesar de su invisibilidad, la
lancha no debía estar muy lejos. Así que me puse en el lugar de
Small y consideré el asunto como lo haría un hombre de su
capacidad. Probablemente, pensó que devolver la lancha o dejarla en
un embarcadero facilitaría la persecución, en el caso de que la policía
le siguiera la pista. ¿Cómo podía ocultar la lancha y aun así tenerla a
mano cuando la necesitara? Me pregunté lo que haría yo si estuviera
en su pellejo. Sólo se me ocurrió una manera de hacerlo: dejar la
lancha en algún astillero donde hagan reparaciones, con el encargo
de que hicieran algún arreglo sin importancia. De este modo, la
lancha quedaría guardada en alguna nave o cobertizo, perfectamente
oculta, y aun así podría disponer de ella avisando con unas horas de
anticipación.
––Eso parece bastante sencillo.
––Son estas cosas tan sencillas las que más fácilmente se pasan
por alto. En cualquier caso, decidí actuar partiendo de esa idea. Me
puse en marcha inmediatamente, disfrazado de inofensivo marino, y
pregunté en todos los astilleros río abajo. No saqué nada de los
quince primeros, pero en el decimosexto, el de Jacobson, me enteré
de que, dos días antes, un hombre con pata de palo había llevado allí
el Aurora, para que hicieran algún ligero arreglo en el timón. «Al timón
no le pasa nada», me dijo el capataz. «Ahí la tiene, ésa de las rayas
rojas.» ¿Y quién cree que se presentó en aquel mismo momento?
Pues nada menos que Mordecai Smith, el propietario desaparecido.
Venía en bastante mal estado, a causa de la bebida. Como es
natural, yo no le habría reconocido, pero iba voceando a grito pelado
su nombre y el nombre de la lancha. «La quiero para esta noche a las
ocho», dijo. «A las ocho en punto, ¿se entera?. Tengo dos caballeros
a los que no les gusta esperar.» Estaba claro que le habían pagado
bien, porque tenía dinero en abundancia y estuvo repartiendo
chelines a los hombres. Lo seguí durante un trecho, pero se metió en
una taberna, así que volví al astillero. Por el camino tuve la suerte de
encontrarme con uno de mis muchachos y lo dejé de guardia,
vigilando la lancha. Tiene instrucciones de quedarse en la orilla y
hacer ondear su pañuelo cuando zarpen. Nosotros estaremos al
acecho en medio de la corriente y raro será que no logremos atrapar
a esos hombres, con tesoro y todo.
––Lo tiene todo muy bien planeado, tanto si son los hombres que
buscamos como si no ––dijo Jones––. Pero si el asunto estuviera en
mis manos, habría situado un destacamento de policía en el astillero
de Jacobson, para detenerlos en cuanto aparecieran.
––Es decir, nunca. Este Small es un individuo bastante listo. Lo más
probable es que envíe un explorador por delante, y si algo le hace
recelar, seguirá escondido una semana más.
––Podría usted haberse pegado a Mordecai Smith, y éste le habría
conducido al escondite ––dije yo.
––Hacer eso habría sido perder el tiempo. Creo que hay una
posibilidad entre cien de que Smith sepa dónde viven. Mientras tenga
licor y le paguen bien, ¿para qué va a hacer preguntas? Ellos le
envían mensajes diciéndole lo que tiene que hacer. No; he
considerado todas las líneas de acción posibles y ésta es la mejor.
Mientras manteníamos esta conversación, habíamos ido pasando
bajo la larga serie de puentes que cruzan el Támesis.
Cuando pasábamos ante la City, los últimos rayos de sol daban un
brillo dorado a la cruz que remata la catedral de San Pablo. Al llegar a
la Torre ya estaba anocheciendo.
––Ése es el astillero de Jacobson ––dijo Holmes, señalando un
bosquecillo de mástiles y aparejos en la orilla de Surrey––. Nos
moveremos despacio, arriba y abajo, al abrigo de esta hilera de
barcazas.
Sacó del bolsillo un par de gemelos y observó la orilla durante un
buen rato.
––Veo a mi centinela en su puesto ––comentó––, pero no hay
señales del pañuelo.
––¿Y si avanzamos un poco corriente abajo y los aguardamos? ––
dijo Jones, ansioso.
Todos nos sentíamos ansiosos a esas alturas, incluso los policías y
los fogoneros, que tenían una idea muy vaga de lo que estaba
ocurriendo.
––No estamos en condiciones de dar nada por supuesto ––
respondió Holmes––. Desde luego, hay diez posibilidades contra una
de que vayan río abajo, pero no podemos estar seguros. Desde aquí
podemos ver la entrada del astillero, y es difícil que ellos nos vean. La
noche va a ser clara, con bastante luz. Tenemos que quedarnos
donde estamos. Miren qué hormigueo de gente hay allí enfrente, a la
luz de las farolas.
––Son los obreros del astillero, que salen del trabajo.
––Tienen una pinta de rufianes lamentable, pero supongo que todos
poseen una pequeña chispa inmortal oculta en su interior. Nadie lo
diría al verlos. A priori, no parece probable. ¡Qué extraño enigma es
el hombre!
––Hay quien lo ha descrito como un alma escondida dentro de un
animal ––comenté yo.
––Winwood Reade ha dicho cosas muy interesantes sobre el tema –
–dijo Holmes––. Asegura que, si bien el individuo es un
rompecabezas insoluble, cuando forma parte de una multitud se
convierte en una certeza matemática. Por ejemplo, nunca se puede
predecir lo que hará un hombre cualquiera, pero se puede decir con
exactitud lo que hará la población por término medio. Los individuos
varían, pero los porcentajes se mantienen constantes. Eso dicen los
expertos en estadística. Pero... ¿es aquello un pañuelo? Sí, se ve
algo blanco ondear por allí.
––¡Sí, es su muchacho! ––exclamé––. Lo veo perfectamente.
––¡Y ahí está el Aurora! ––exclamó Holmes––. Y corre como un
diablo. ¡A toda máquina, maquinista! Siga a aquella lancha del farol
amarillo. Por Dios que no me perdonaré nunca si resulta que nos deja
atrás.
La lancha se había deslizado sin que la viéramos por la entrada del
astillero y había pasado por detrás de dos o tres embarcaciones
pequeñas, de manera que ya casi había alcanzado su máxima
velocidad cuando la vimos. Ahora volaba corriente abajo, muy cerca
de la orilla, a una velocidad tremenda. Jones la miró con gesto serio y
meneó la cabeza.
––Es muy rápida ––dijo––. No sé si la alcanzaremos.
––¡Tenemos que alcanzarla! ––gritó Holmes, apretando los dientes–
–. ¡Llenadla a tope, fogoneros! Que dé todo lo que pueda dar de sí.
¡Hay que cogerlos aunque quememos la lancha Íbamos ya detrás de
ellos a buena marcha. Las calderas rugían y las potentes máquinas
zumbaban y latían como un enorme corazón metálico. La alta y
afilada proa cortaba las tranquilas aguas del río, formando dos
grandes olas a derecha e izquierda. A cada palpitación de las
máquinas, saltábamos y nos estremecíamos como si todos
formáramos un organismo vivo. Un gran foco amarillo situado a proa
proyectaba frente a nosotros un largo y tembloroso haz de luz. Más
por delante, una mancha oscura sobre el agua nos indicaba la
posición del Aurora, y la estela de espuma blanca que dejaba a su
paso hablaba bien a las claras de la velocidad que llevaba. Dejamos
atrás barcazas, vapores, barcos mercantes, sorteándolos por uno y
otro lado, pasando por detrás de unos y rodeando otros. Oímos voces
que nos gritaban desde la oscuridad, pero el Aurora seguía como un
rayo, y nosotros detrás, pegados a su estela.
––¡Más carbón, muchachos, más carbón! ––gritaba Holmes,
asomándose a la sala de máquinas, cuyo intenso resplandor
iluminaba desde abajo su rostro aguileño y ansioso––. ¡Sacadle toda
la presión que podáis!
––Creo que vamos ganando un poco de terreno ––dijo Jones, con
los ojos fijos en el Aurora.
––Sí, estoy seguro ––dije yo––. La alcanzaremos en unos minutos.
Pero en aquel momento, como por obra de la fatalidad, un
remolcador que arrastraba tres barcazas se interpuso entre nosotros.
Conseguimos evitar la colisión dando un brusco giro al timón, pero
antes de que pudiéramos rodearlo y recuperar el rumbo, el Aurora
nos había sacado sus buenas doscientas yardas de ventaja. Aun así,
todavía lo teníamos al alcance de la vista, y el turbio e incierto
crepúsculo se iba transformando en una noche clara y estrellada.
Llevábamos las calderas forzadas al máximo, y el frágil cascarón
vibraba y crujía a causa de la furiosa energía que nos impulsaba.
Recorrimos a toda marcha el Pool, dejando atrás el muelle de las
Indias Occidentales, bajamos por el largo canal de Deptford y lo
volvimos a subir después de rodear la isla de los Perros. Por fin, la
mancha borrosa que veíamos delante fue cobrando forma hasta
transformarse en la elegante silueta del Aurora. Jones dirigió hacia
ella nuestro foco, y pudimos ver con claridad las figuras que iban en
cubierta. Había un hombre sentado a popa, inclinado sobre algo
negro que llevaba entre las rodillas. A su lado se veía una masa
oscura, que parecía un perro de Terranova. El muchacho manejaba
la caña del timón y, recortado contra el resplandor rojo de la máquina,
pude distinguir al viejo Smith, desnudo de cintura para arriba y
paleando carbón como si le fuera la vida en ello. Al principio, puede
que hubieran tenido alguna duda acerca de si verdaderamente los
íbamos persiguiendo o no, pero ahora que seguíamos cada uno de
sus giros y sus curvas ya no podía caber duda alguna. A la altura de
Greenwich nos llevaban una ventaja de unos trescientos pasos. Al
llegar a Blackwall, ya no eran más que doscientos cincuenta. A lo
largo de mi accidentada carrera, he perseguido y cazado El Pool es el
tramo del Támesis comprendido entre el puente de Londres y el
puente de Cuckolds. muchos animales en muchos países, pero
ninguna cacería me había producido una excitación tan frenética
como la de aquella enloquecida caza del hombre, volando Támesis
abajo. Poco a poco, metro a metro, les fuimos ganando terreno. En el
silencio de la noche se oían los jadeos y golpeteos de sus máquinas.
El hombre de popa seguía agachado sobre la cubierta y movía los
brazos como si estuviera haciendo algo; de cuando en cuando,
levantaba la mirada y medía con la vista la distancia que aún nos
separaba. Nos fuimos acercando más y más. Jones les gritó que se
detuvieran. Ya sólo nos llevaban cuatro largos de ventaja, y las dos
lanchas volaban a velocidad de vértigo. Habíamos llegado a un tramo
del río que estaba despejado, entre Barking Level a un lado y las
melancólicas marismas de Plumstead al otro. Al oír nuestros gritos, el
hombre de popa se puso en pie y agitó hacia nosotros los puños
cerrados, maldiciéndonos con voz chillona y cascada. Era un hombre
fuerte y corpulento y, al verlo de pie con las piernas separadas, me di
cuenta de que la pierna derecha, desde la rodilla hasta abajo, no era
más que un mástil de madera. Como en respuesta a sus gritos
estridentes y airados, se produjo un movimiento en la masa
acurrucada sobre la cubierta. Cuando se incorporó, vimos que era un
hombrecillo negro, el más pequeño que he visto en mi vida, con una
cabeza grande y deforme y una gran mata de cabellos revueltos y
enmarañados. Holmes ya había sacado su revólver y yo eché mano
al mío nada más ver a aquella criatura deforme y salvaje. Estaba
envuelto en una especie de capote o manta oscura, que sólo dejaba
al descubierto su cara; pero aquella cara bastaba para quitarle el
sueño a cualquiera. Nunca he visto unas facciones que expresaran
tanta bestialidad y crueldad. Sus ojillos brillaban y ardían con luz
siniestra y sus gruesos labios se arrugaban, dejando a la vista los
dientes, que rechinaban y nos hacían muecas con una furia casi
animal.
––Si levanta la mano, dispare ––dijo Holmes tranquilamente.
Estábamos ya a un largo de distancia, con nuestra presa casi al
alcance de la mano. Aún ahora me parece que los estoy viendo a los
dos: el hombre blanco, de pie, con las piernas separadas, vociferando
maldiciones; y el diabólico enano, con su rostro espantoso y sus
afilados dientes amarillos, tirándonos mordiscos a la luz de nuestro
foco.
Y fue una suerte que pudiéramos verlo con tanta claridad, porque
mientras lo mirábamos sacó de debajo de su capote un instrumento
de madera corto y redondo, parecido a una regla, y se lo llevó a los
labios. Nuestras dos pistolas dispararon a la vez. El hombre se
retorció, extendió hacia arriba los brazos y, con una especie de tos
ahogada, cayó de costado al río.
En aquel mismo instante, el hombre de la pata de palo se lanzó
sobre el timón y dio un brusco giro al mismo, dirigiendo la lancha
hacia la orilla sur, mientras nosotros pasábamos rozando su popa, a
unos pocos pies de distancia. Sólo tardamos unos segundos en virar
tras él, pero para entonces ya casi había llegado a la orilla. Era un
lugar salvaje y desolado: la luz de la luna iluminaba una amplia
extensión de marisma, con charcas de agua estancada y masas de
vegetación en descomposición. Con un golpe seco, la lancha encalló
en un banco de fango, quedando con la proa al aire y la popa al nivel
del agua. El fugitivo saltó a tierra, pero su pata de palo se hundió por
completo en el suelo enfangado. Todos sus esfuerzos y contorsiones
fueron en vano: le resultaba imposible dar un paso, ni hacia delante ni
hacia atrás. Gritó de rabia e impotencia, y pateó frenéticamente el
barro con el otro pie; pero lo único que consiguió con sus forcejeos
fue clavar aun más su ancla de madera en el fango de la orilla.
Cuando la lancha llegó hasta él, estaba tan firmemente anclado que
tuvimos que pasarle una cuerda bajo los hombros para desclavarlo e
izarlo por la borda, como si hubiéramos pescado un pez maligno. Los
dos Smith, padre e hijo, se habían quedado sentados en su lancha
con expresión abatida, pero subieron mansamente a bordo de la
nuestra cuando se los ordenamos. Desembarrancamos el Aurora y lo
amarramos a nuestra popa. Sobre su cubierta había un sólido cofre
de hierro, de artesanía india. No cabía duda de que aquella era la
caja que contenía el infausto tesoro de los Sholto. No tenía llave, pero
pesaba muchísimo, así que lo llevamos con cuidado a nuestro
pequeño camarote.
Mientras remontábamos de nuevo el río a poca velocidad,
enfocamos nuestro proyector en todas direcciones, pero no vimos ni
rastro del isleño. En algún lugar del fondo del Támesis, entre el fango
negro, yacen los huesos de aquel extraño visitante de nuestras
costas.
––Mire esto ––dijo Holmes, señalando la escotilla de madera––.
Parece que no fuimos lo bastante rápidos con nuestras pistolas.
Efectivamente, justo detrás de donde nosotros habíamos estado, se
había clavado uno de aquellos dardos asesinos que conocíamos tan
bien. Debió pasar zumbando entre nosotros cuando disparamos.
Holmes sonrió y se encogió de hombros con su característico aire
despreocupado, pero yo tengo que confesar que me dieron mareos al
pensar en la horrible muerte que tan cerca de nosotros había pasado
aquella noche.
Capítulo XI
El gran tesoro de Agra
Nuestro prisionero estaba sentado en el camarote, enfrente de la
caja de hierro por cuya posesión tanto se había esforzado y tanto
tiempo había aguardado. Era un sujeto curtido por el sol, de mirada
temeraria, con rasgos de color caoba surcados por una red de líneas
y arrugas, que daban fe de una vida dura al aire libre. Su mandíbula
barbuda era particularmente saliente, lo cual indicaba que se trataba
de un hombre al que no era fácil desviar de sus propósitos. Debía de
tener unos cincuenta años, más o menos, porque entre sus cabellos
negros y ensortijados asomaban numerosas mechas grises. Su rostro
no resultaba desagradable cuando estaba en reposo, aunque sus
espesas cejas y su agresiva mandíbula le daban, como habíamos
tenido ocasión de comprobar, una expresión terrible cuando se
enfurecía. En aquel momento estaba sentado, apoyando en el regazo
las manos esposadas y con la cabeza caída sobre el pecho, mirando
con ojos ansiosos y centelleantes la caja que había sido la causa de
todas sus fechorías. Me pareció que había más pena que rabia en su
expresión rígida y controlada. Incluso me miró una vez con una
especie de brillo divertido en los ojos.
––Bueno, Jonathan Small ––dijo Holmes, encendiendo un cigarro––.
Lamento que todo haya acabado así.
––También lo lamento yo, señor ––respondió Small con franqueza–
–. Pero no creo que me puedan colgar por esto. Le doy mi palabra,
sobre la Biblia, de que no levanté la mano contra el señor Sholto. Fue
ese pequeño diablo de Tonga, que le disparó uno de sus malditos
dardos. Yo no participé en ello, señor. Me dolió como si se hubiera
tratado de un pariente mío. Azoté al pequeño diablo con el extremo
suelto de la cuerda, pero ya estaba hecho y yo no podía remediarlo.
––Tenga un cigarro ––dijo Holmes––. Y lo mejor será que eche un
trago de este frasco, porque está usted empapado. ¿Cómo esperaba
que un hombre tan pequeño y débil como ese negro dominara al
señor Sholto y lo inmovilizara mientras usted trepaba por la cuerda?
––Parece que sabe usted lo que ocurrió como si hubiera estado allí.
La verdad es que esperaba encontrar la habitación vacía. Conocía
bastante bien las costumbres de la casa, y sabía que Sholto solía
bajar a cenar a aquella hora. No pienso andarme con secretos. Como
mejor puedo defenderme es diciendo la pura verdad. Eso sí, si se
hubiera tratado del viejo comandante, no me importaría nada que me
ahorcaran por haberlo matado. Lo habría acuchillado con la misma
tranquilidad con que me fumo este cigarro. Pero es una mala faena ir
a prisión por la muerte de ese joven Sholto, con el que no tenía
ninguna cuenta pendiente.
––Se encuentra usted en manos del inspector Athelney Jones, de
Scotland Yard. Va a llevarlo a mi domicilio, y le voy a pedir que me
cuente toda la verdad de lo ocurrido. Le conviene ser sincero, porque
si lo es, tal vez yo pueda ayudarle. Creo poder demostrar que el
veneno actúa con tal rapidez que Sholto ya estaba muerto antes de
que usted llegara a la habitación.
––Ya lo creo que lo estaba. En la vida me he llevado un susto tan
grande como cuando entré por la ventana y lo vi sonriéndome con la
cabeza caída sobre un hombro. Le aseguro que fue un golpe, señor.
Habría medio matado a Tonga por hacer aquello si no se llega a
escabullir. Precisamente por eso se dejó olvidada su maza y algunos
de sus dardos, según me dijo, y apuesto a que fue eso lo que les
puso sobre mi pista, aunque no me explico cómo pudo seguirla hasta
el fin. No le guardo rencor por ello, pero no deja de resultar extraño –
–añadió, con una sonrisa de amargura–– que yo, que tengo derecho
a reclamar parte de una fortuna de medio millón, me haya pasado la
primera mitad de mi vida construyendo una presa en las Andaman y
me vaya a pasar la otra mitad cavando letrinas en Dartmoor. Fue un
día nefasto para mí aquél en que puse los ojos sobre el mercader
Achmet y entró en mi vida el tesoro de Agra, que no ha hecho sino
acarrear la perdición de todo aquel que lo ha poseído. A Achmet le
causó la muerte; al mayor Sholto, miedo y remordimientos; y a mí, la
esclavitud durante toda una vida.
En aquel momento, Athelney Jones asomó la cara y los hombros al
interior del pequeño camarote.
––Parece una reunión familiar ––comentó––. Creo que voy a echar
un trago de ese frasco, Holmes. Bueno, me parece que podemos
felicitarnos. Es una pena que no cogiéramos vivo al otro, pero no
había elección. La verdad, Holmes, hay que reconocer que la cosa ha
salido bien por los pelos. Un poco más y se nos escapan.
––Bien está lo que bien acaba ––dijo Holmes––. Pero lo cierto es
que no sospechaba que el Aurora fuera tan rápido.
––Smith asegura que es una de las lanchas más rápidas del río, y
que si hubiera tenido a alguien que le ayudara con las máquinas,
jamás la habríamos alcanzado. También jura que no sabía nada del
asunto de Norwood.
––Y dice la verdad ––exclamó nuestro prisionero––. No sabía ni una
palabra. Elegí su lancha porque había oído decir que volaba. No le
dijimos nada, pero le pagamos bien, y habría recibido una espléndida
gratificación si hubiéramos llegado a nuestro barco, el Esmeralda,
que zarpa de Gravesend con rumbo a Brasil.
––Bueno, si no ha hecho nada malo, ya nos ocuparemos de que
nada malo le ocurra. Nos damos bastante prisa en atrapar a nuestros
hombres, pero no tanta en condenarlos.
Tenía gracia la manera en que aquel engreído de Jones empezaba
ya a darse aires de importancia por la captura. Por la leve sonrisa que
asomó al rostro de Sherlock Holmes, comprendí que no le habían
pasado inadvertidas aquellas palabras.
––Estamos a punto de llegar al puente de Vauxhall ––dijo Jones––.
Allí desembarcaremos al doctor Watson con la caja del tesoro. No
hace falta que le diga que asumo una gran responsabilidad al hacer
esto. Es algo muy irregular, pero un trato es un trato. No obstante,
dado el valor del cargamento, tengo el deber de hacer que le
acompañe un inspector. Irá en coche, ¿verdad?
––Sí, en coche.
––Es una pena que no tengamos la llave para hacer antes un
inventario. Tendrán ustedes que forzar el cierre. ¿Dónde está la llave,
señor mío?
––En el fondo del río ––respondió Small escuetamente.
––¡Hum! No sé por qué tenía que causarnos esta dificultad
innecesaria. Bastantes problemas nos ha ocasionado ya. En fin,
doctor, no hace falta que le advierta que tenga cuidado. Lleve
después la caja al apartamento de Baker Street. Allí nos encontrará,
camino de la comisaría.
Desembarqué en Vauxhall, con la pesada caja de hierro y en
compañía de un inspector campechano y simpático. Un coche nos
llevó en un cuarto de hora a casa de la señora de Cecil Forrester. La
sirvienta parecía sorprendida de que llegara una visita tan tarde. Nos
explicó que la señora Forrester había salido y era probable que
regresara muy tarde. Pero la señorita Morstan sí que estaba en la
sala de estar, y a la sala me fui, con la caja en la mano, dejando al
considerado inspector en el coche.
Mary Morstan estaba sentada junto a una ventana abierta, con un
vestido de algún tejido diáfano y blanco, con ligeros toques escarlatas
en el cuello y la cintura. La suave luz de una lámpara de pantalla caía
sobre la figura recostada en un sillón de mimbre, creando efectos en
su rostro dulce y serio y arrancando apagados brillos metálicos a los
hermosos rizos de su espléndida cabellera. Un brazo blanco y su
mano colgaban al costado del sillón, y toda su figura y su actitud
denotaban una profunda melancolía. Sin embargo, al oír mis pisadas
se puso en pie de un salto y un vivo rubor de sorpresa y placer
coloreó sus pálidas mejillas.
––Oí que se detenía un coche ––dijo–– y pensé que era la señora
Forrester, que regresaba antes de lo previsto, pero no imaginaba que
pudiera ser usted. ¿Qué noticias me trae?
––Le traigo algo mejor que noticias ––dije, poniendo la caja sobre la
mesa y hablando en tono animado y jovial, aunque por dentro tenía el
corazón encogido––. Le he traído algo que vale más que todas las
noticias del mundo. Le he traído una fortuna.
Ella miró la caja de hierro.
––¿De modo que ése es el tesoro? ––preguntó con bastante
frialdad.
––Sí, el gran tesoro de Agra. La mitad es suya, y la otra mitad de
Thaddeus Sholto. Les tocarán unas doscientas mil libras a cada uno.
¡Piense en eso! Una renta anual de diez mil libras. Habrá pocas
muchachas más ricas en Inglaterra. ¿No es estupendo?
Es bastante posible que me excediera en mis manifestaciones de
alegría y que ella detectara un tonillo falso en mis felicitaciones,
porque vi que alzaba un poco las cejas y me miraba con curiosidad.
––Si lo he conseguido ––dijo––, ha sido gracias a usted.
––No, no ––respondí––. A mí, no. Gracias a mi amigo Sherlock
Holmes. Aunque hubiera puesto en ello toda mi voluntad, yo jamás
habría podido seguir un rastro que incluso ha puesto a prueba su
genio analítico. Lo cierto es que casi se nos escapan en el último
momento.
––Por favor, siéntese y cuéntemelo todo, doctor Watson ––dijo ella.
Le relaté en pocas palabras lo ocurrido desde la última vez que la vi:
el nuevo método de búsqueda empleado por Holmes, la localización
del Aurora, la aparición de Athelney Jones, nuestra expedición
nocturna y la frenética persecución Támesis abajo. Ella escuchaba la
narración de nuestras aventuras con los labios entreabiertos y los
ojos brillantes. Cuando mencioné el dardo que nos había fallado por
tan poco, se puso tan pálida que temí que estuviera a punto de
desmayarse.
––No es nada ––dijo, mientras yo me apresuraba a servirle un poco
de agua––. Ya estoy bien. Es que me horroriza saber que he puesto
a mis amigos en un peligro tan espantoso.
––Eso ya terminó ––respondí––. No tuvo importancia. Ya no le
contaré más detalles macabros. Pensemos en algo más alegre. Aquí
está el tesoro. ¿Puede existir algo más alegre? Conseguí que me
autorizaran a traerlo aquí, porque pensé que le interesaría ser la
primera en verlo.
––Me interesa muchísimo ––dijo.
Pero no había ningún entusiasmo en su voz. Estaba claro que
consideraba que habría sido una descortesía por su parte mostrarse
indiferente ante un premio que tanto había costado ganar.
––¡Qué caja tan bonita! ––dijo, inclinándose sobre ella––. Hecha en
la India, supongo.
––Sí, artesanía de Benarés.
––¡Y cuánto pesa! ––exclamó, intentando levantarla––. La caja sola
ya debe valer algo. ¿Y la llave?
––Small la tiró al Támesis ––respondí––. Tendré que usar este
atizador de la señora Forrester.
En la parte delantera de la caja había un pasador ancho y grueso
con la forma de un Buda sentado. Metí el extremo del atizador por
debajo e hice palanca hacia fuera. El pasador saltó con un fuerte
chasquido. Levanté la tapa con dedos temblorosos y los dos nos
quedamos mirando atónitos. ¡La caja estaba vacía!
No era de extrañar que pesara tanto. Las planchas de hierro medían
más de centímetro y medio de espesor. Era un cofre sólido, bien
construido y resistente, como si lo hubieran fabricado expresamente
para transportar objetos de gran valor, pero en su interior no había ni
rastro de joyas o metales preciosos. Estaba completa y
absolutamente vacío.
––El tesoro ha desaparecido ––dijo la señorita Morstan
tranquilamente.
Al oír aquellas palabras y darme cuenta de lo que significaban, me
pareció que en mi alma se disipaba una enorme sombra. Hasta aquel
momento, cuando por fin se hubo esfumado, no me había dado
cuenta de hasta qué punto me había tenido abrumado aquel tesoro
de Agra. Sin duda aquello era egoísta, desleal, injusto, pero lo único
que yo veía era que había desaparecido la barrera de oro que nos
separaba.
––¡Gracias a Dios! ––exclamé.
Ella me miró con una rápida e inquisitiva sonrisa.
––¿Por qué dice eso? ––preguntó.
––Porque ahora está usted otra vez a mi alcance ––dije, tomándola
de la mano. Ella no la retiró––. Porque la amo, Mary, con toda la
fuerza con que un hombre puede amar a una mujer. Porque este
tesoro, estas riquezas, tenían sellados mis labios. Ahora que han
desaparecido puedo decirle cuánto la amo. Por eso exclamé
«Gracias a Dios».
––Entonces, yo también digo «Gracias a Dios» ––susurró, mientras
yo la atraía hacia mí.
Y supe que, aunque alguien hubiera perdido un tesoro aquella
noche, yo había encontrado el mío.
Capítulo XII
La extraña historia de Jonathan Small
Aquel inspector que se había quedado en el coche era un hombre
muy paciente, porque transcurrió bastante rato antes de que me
reuniera con él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja
vacía.
––Adiós a la recompensa ––dijo en tono abatido––. Si no hay
dinero, no hay paga. Si el tesoro hubiera estado ahí, el trabajo de
esta noche nos habría valido a Sam Brown y a mí diez libras por
cabeza.
––El señor Thaddeus Sholto es rico ––dije––. Él se ocupará de que
sean recompensados, con tesoro o sin él.
Pero el inspector negó con la cabeza en un gesto de desaliento.
––Un mal trabajo ––repitió––. Y lo mismo pensará Athelney Jones.
Su predicción resultó acertada, porque el policía se quedó
completamente pálido cuando llegué a Baker Street y le mostré la
caja vacía. Holmes, el detenido y él acababan de llegar, porque
habían cambiado de plan por el camino y habían ido a informar a una
comisaría. Mi compañero estaba arrellanado en su butaca con su
habitual expresión de indiferencia, y Small se sentaba impasible
frente a él, con la pata de palo cruzada sobre la pierna buena.
Cuando presenté la caja vacía, se echó hacia atrás en su asiento y
soltó una carcajada.
––Esto es obra suya, Small ––dijo Athelney Jones, furioso.
––Sí, yo lo tiré donde ustedes jamás podrán echarle mano ––
exclamó alborozado––. El tesoro era mío, y si no puedo quedarme
con él, ya pondré buen cuidado de que no se lo quede ningún otro.
Les aseguro que ningún ser viviente tiene derecho a él, con
excepción de tres hombres que cumplen condena en el presidio de
Andaman y de mí mismo. Me consta que yo ya no podré
aprovecharlo, y sé que ellos tampoco. En todo momento he actuado
en su nombre, tanto como en el mío propio. Siempre hemos sido
fieles al signo de los cuatro. Pues bien, sé que ellos habrían querido
que hiciera lo que he hecho: arrojar el tesoro al Támesis antes que
permitir que se lo quedasen los amigos y familiares de Sholto o de
Morstan. No le hicimos a Achmet lo que le hicimos para enriquecerlos
a ellos. Encontrarán ustedes el tesoro en el mismo sitio que la llave y
que al pobre Tonga. Cuando vi que su lancha nos iba a alcanzar,
escondí el botín en lugar seguro. No hay rupias para ustedes en este
viaje.
––Usted nos quiere engañar, Small ––dijo Athelney Jones en tono
firme––. Si hubiera querido tirar el tesoro al Támesis, le habría
resultado más fácil tirarlo con caja y todo.
––Más fácil para mí tirarlo, y más fácil para ustedes recuperarlo ––
respondió Small, con una astuta mirada de soslayo––. Un hombre lo
bastante listo como para seguirme la pista tiene que ser también lo
bastante listo como para sacar una caja de hierro del fondo de un río.
Pero ahora que las joyas están esparcidas a lo largo de unas cinco
millas, puede que le resulte más difícil. La verdad es que me rompió
el corazón tirarlas. Estaba medio loco cuando ustedes nos
alcanzaron. Pero de nada sirve lamentarse. He pasado buenos y
malos momentos en mi vida, pero he aprendido a no arrepentirme de
nada.
––Éste es un asunto muy serio, Small ––dijo el inspector––. Si
hubiera usted ayudado a la justicia, en lugar de burlarla de este
modo, habría tenido más posibilidades a favor en su juicio.
––¡La justicia! ––se burló el expresidiario––. ¡Bonita justicia! ¿A
quién pertenecía ese botín sino a nosotros? ¿Dónde está la justicia
en que se lo regale a quien no ha hecho nada por ganárselo? ¡Miren
cómo me lo gané yo! Veinte largos años en aquel pantano plagado de
fiebres, trabajando todo el día en los manglares y encadenado toda la
noche en las mugrientas barracas de los presos, comido por los
mosquitos, atormentado por la fiebre intermitente, sufriendo los
abusos de todos aquellos malditos policías negros, encantados de
poder ajustarle las cuentas a un blanco. Así me gané el tesoro de
Agra, ¡y ustedes me hablan de justicia porque no puedo soportar la
idea de haber pagado este precio sólo para que otro lo disfrute! Antes
me dejaría colgar una docena de veces, o que me clavaran en la piel
uno de los dardos de Tonga, que vivir en una celda de la cárcel
sabiendo que otro vive cómodamente en un palacio con el dinero que
debería haber sido mío.
Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y todo este
discurso lo soltó en un furioso torbellino de palabras, con los ojos
echando llamas y haciendo chocar las esposas con los apasionados
movimientos de sus manos. Al contemplar la furia y el ardor de aquel
hombre, comprendí que no era nada infundado ni ridículo el terror
que se había apoderado del mayor Sholto al enterarse de que el
agraviado presidiario le seguía la pista.
––Olvida usted que no sabemos nada de todo eso ––dijo Holmes
tranquilamente––. No conocemos su historia y no podemos decir
hasta qué punto pudo estar la justicia de su parte en un principio.
––Mire, señor, usted me habla con mucha amabilidad, aunque me
doy perfecta cuenta de que es a usted a quien debo estos grilletes
que llevo en las muñecas. Aun así, no le guardo rencor por ello. Ha
jugado limpio, con las cartas encima de la mesa. Si quiere escuchar
mi historia, no tengo ningún motivo para callármela. Lo que le voy a
contar es la pura verdad, hasta la última palabra. Gracias, puede
dejar el vaso aquí, a mi lado, y arrimaré los labios si tengo sed.
Yo soy de Worcestershire, nacido cerca de Pershore. Apuesto a que
si se pasan por allí, encuentran un montón de gente apellidada Small.
Muchas veces he pensado en ir a echar un vistazo por allá, pero la
verdad es que nunca fui un motivo de orgullo para la familia, y dudo
de que se alegraran mucho de verme. Son todos gente respetable,
que va a la iglesia, pequeños granjeros, conocidos y respetados en
toda la región, y yo siempre fui un bala perdida. Por fin, cuando tenía
unos dieciocho años, dejé de causarles problemas, porque me metí
en un lío por culpa de una chica y la única manera que encontré de
salir fue aceptando el salario de la reina, alistándome en el Tercero
de Casacas Amarillas, que estaba a punto de partir hacia la India.
Sin embargo, no estaba destinado a ser soldado mucho tiempo.
Apenas había aprendido el paso de la oca y el manejo del mosquete
cuando cometí la tontería de ponerme a nadar en el Ganges. Tuve la
suerte de que John Holder, el sargento de mi compañía, que era uno
de los mejores nadadores de todo el ejército, estuviera también en el
agua en aquel momento. Cuando estaba en medio del río, un
cocodrilo me atacó y me arrancó la pierna derecha tan limpiamente
como lo habría hecho un cirujano. Con el susto y la pérdida de
sangre, me desmayé, y me habría ahogado si Holder no me hubiera
sostenido y llevado a la orilla. Pasé cinco meses en el hospital y
cuando por fin pude salir renqueando con esta pata de palo sujeta al
muñón, me encontré dado de baja en el ejército e incapacitado para
cualquier ocupación activa.
Como podrán imaginar, aquello fue un golpe muy duro: sin haber
cumplido aún los veinte años, me veía convertido en un inválido. No
obstante, al poco tiempo mi desgracia resultó ser una bendición
disfrazada. Un hombre llamado Abel White, que se había establecido
allí para cultivar añíl, buscaba un capataz que supervisara a sus
peones y se ocupara de que trabajaran. Dio la casualidad de que era
amigo de nuestro coronel, el cual se había interesado por mí desde
mi accidente. Para abreviar la historia, el coronel me recomendó
encarecidamente para el puesto y, como la mayor parte del trabajo se
hacía a caballo, mi pierna no era un grave inconveniente porque me
sujetaba perfectamente a la silla con la rodilla. Lo que tenía que hacer
era recorrer la plantación, vigilar a los hombres durante el trabajo y
dar parte de los holgazanes. La paga era buena, tenía un alojamiento
confortable y, en general, me daba por satisfecho con pasar el resto
de mi vida en una plantación de añil. El señor Abel White era un
hombre amable y se pasaba con frecuencia por mi cabaña a fumar
una pipa conmigo, porque en aquellos lugares los hombres blancos
se tratan unos a otros con mucha más consideración que aquí en su
país.
Pero la buena suerte nunca me duró mucho. De pronto, sin una
señal de advertencia, nos cayó encima la gran rebelión. Un mes
antes, la India parecía tan tranquila y pacífica como Surrey o Kent; al
mes siguiente había doscientos mil diablos negros sueltos por allí, y
el país era un completo infierno.
Pero ustedes, caballeros, ya deben saber todo esto...,
probablemente, mejor que yo, porque nunca fui muy aficionado a la
lectura. Yo sólo sé lo que vi con mis propios ojos. Nuestra plantación
se encontraba en un lugar llamado Muttra, cerca de la frontera de las
provincias del noroeste. Noche tras noche, el cielo entero se
iluminaba con las llamas de los búngalos incendiados, y día tras día
veíamos pasar por nuestras tierras pequeños grupos de europeos
con sus mujeres y niños, que se dirigían hacia Agra, donde se
encontraba la guarnición más cercana.
El señor Abel White era un hombre obstinado. Se le había metido en
la cabeza que estaban exagerando el asunto y que la insurrección se
extinguiría tan de golpe como había estallado. Y se quedó sentado en
su terraza, bebiendo vasos de whisky con soda y fumando puros,
mientras el país ardía a su alrededor. Como es natural, Dawson y yo
nos quedamos con él. Dawson vivía con su mujer y se encargaba de
llevar los libros y la administración. Y un buen día llegó la catástrofe.
Yo había estado en una plantación bastante alejada y al atardecer
cabalgaba despacio hacia la casa, cuando mis ojos se fijaron en un
bulto informe que yacía en el fondo de una hondonada. Descendí a
caballo para ver lo que era y se me heló el corazón al descubrir que
se trataba de la mujer de Dawson, cortada en tiras y medio devorada
por los chacales y perros salvajes. Un poco más adelante, en la
carretera, estaba el propio Dawson caído de bruces y completamente
muerto, con un revólver vacío en la mano y cuatro cipayos tendidos
uno sobre otro delante de él. Tiré de las riendas de mi caballo,
preguntándome hacia dónde debía dirigirme; pero en aquel momento
vi una espesa columna de humo que se elevaba del búngalo de Abel
White, de cuyo tejado empezaban a surgir llamas. Comprendí que ya
no podía hacer nada por mi patrón, y que interviniendo no lograría
más que perder yo también la vida. Desde donde me encontraba
podía ver cientos de aquellos demonios morenos, todavía vestidos
con sus casacas rojas, bailando y aullando en torno a la casa en
llamas. Algunos señalaron hacia mí y un par de balas pasaron
silbando junto a mi cabeza; así que emprendí la huida a través de los
arrozales y aquella misma noche me puse a salvo dentro de los
muros de Agra.
Sin embargo, pronto quedó claro que allí tampoco se estaba muy
seguro. El país entero estaba revuelto como un enjambre de abejas.
Allí donde los ingleses conseguían reunirse en pequeños grupos,
podían mantener el terreno justo hasta donde alcanzaban sus fusiles.
En todos los demás sitios eran fugitivos indefensos. Fue una lucha de
millones contra centenares; y lo más sangrante del asunto era que
aquellos hombres contra los que luchábamos, infantería, caballería y
artillería, eran nuestras propias tropas selectas, soldados a los que
habíamos enseñado y preparado nosotros, que manejaban nuestras
propias armas y utilizaban nuestros propios toques de corneta. En
Agra estaban el Tercero de Fusileros Bengalíes, algunos sikhs, dos
compañías de caballería y una batería de artillería. Se había formado
también un cuerpo voluntario de empleados y comerciantes, y a él me
incorporé con mi pata de palo y todo. A principios de julio hicimos una
salida para enfrentarnos con los rebeldes en Shahgunge, y los
hicimos retroceder por algún tiempo, pero se nos acabó la pólvora y
tuvimos que volver a refugiarnos en la ciudad.
De todas partes nos llegaban las peores noticias, lo cual no es de
extrañar, porque si miran ustedes el mapa verán que nos
encontrábamos en el corazón mismo del conflicto. Lucknow está a
poco más de cien millas al Este, y Kanpur aproximadamente a la
misma distancia por el Sur. En cualquier dirección de la brújula no
había más que torturas, matanzas y atrocidades.
Agra es una gran ciudad, en la que proliferan toda clase de
fanáticos y feroces adoradores del demonio. Nuestro puñado de
hombres habría estado perdido en sus estrechas y tortuosas calles.
Así pues, nuestro jefe decidió cruzar el río y tomar posiciones en el
viejo fuerte de Agra. No sé si alguno de ustedes, caballeros, habrá
leído u oído algo acerca de aquel viejo fuerte. Es un sitio muy
extraño..., el más extraño que he visto, y eso que he estado en
rincones de los más raros. En primer lugar, tiene un tamaño enorme.
Yo creo que el recinto debe abarcar varias hectáreas. Hay una parte
moderna, donde se instaló toda la guarnición, las mujeres, los niños,
las provisiones y todo lo demás, y aún sobraba cantidad de sitio. Pero
la parte moderna no es nada, comparada con el tamaño de la parte
vieja, donde no iba nadie, y que había quedado abandonada a los
escorpiones y los cienpiés. Está toda llena de grandes salas vacías,
pasadizos tortuosos y largos pasillos que tuercen a un lado y a otro,
de manera que es bastante fácil perderse allí. Por está razón, casi
nunca se metía nadie por aquella parte, aunque de vez en cuando se
enviaba un grupo con antorchas a explorar.
El río pasa por la parte de delante del viejo fuerte, que así queda
protegida, pero por los lados y por detrás hay muchas puertas y,
naturalmente, había que vigilarlas, tanto en la parte vieja como en la
que ocupaban nuestras tropas. Andábamos escasos de personal y
apenas disponíamos de hombres suficientes para controlar las
esquinas del edificio y atender los cañones. Así pues, nos resultaba
imposible montar una fuerte guardia en cada una de las innumerables
puertas. Lo que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central
en medio del fuerte y dejar cada puerta a cargo de un hombre blanco
y dos o tres nativos. A mí me escogieron para vigilar durante ciertas
horas de la noche una puertecilla aislada, en la fachada sudoeste del
edificio. Pusieron bajo mi mando a dos soldados sikhs y se me
ordenó que si ocurría algo disparase mi mosquete, asegurándome
que inmediatamente llegaría ayuda desde el cuerpo de guardia
central. Pero como el cuerpo de guardia se encontraba a sus buenos
doscientos pasos de distancia, y el espacio intermedio estaba
formado por un laberinto de pasadizos y corredores, yo tenía grandes
dudas de que la ayuda pudiera llegar a tiempo en caso de un
verdadero ataque.
La verdad es que yo me sentía bastante orgulloso de que me
hubieran confiado aquella pequeña posición de mando, siendo como
era un recluta sin experiencia, y encima cojo. Durante dos noches
monté guardia con mis punjabíes. Eran unos tipos altos y de aspecto
feroz, llamados Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos
combatientes que habían empuñado las armas contra nosotros en
Chilian Wallah. Hablaban inglés bastante bien, pero yo apenas pude
arrancarles unas pocas palabras. Preferían quedarse juntos y charlar
toda la noche en su extraña jerga sikh. Yo solía situarme fuera de la
puerta, contemplando el ancho y ondulante río y el centelleo de las
luces de la gran ciudad. El redoblar de los tambores, el batir de los
timbales y los gritos y alaridos de los rebeldes, ebrios de opio y de
bhang, bastaban para que nos acordáramos durante toda la noche de
los peligrosos vecinos que teníamos al otro lado del río. Cada dos
horas, el oficial de noche recorría todos los puestos de guardia para
asegurarse de que todo iba bien.
La tercera noche de mi guardia era oscura y tenebrosa, con una fina
y pertinaz llovizna. Era un verdadero fastidio permanecer hora tras
hora en la puerta con aquel tiempo. Intenté una y otra vez hacer
hablar a mis sikhs, pero sin mucho éxito. A las dos de la madrugada
pasó la ronda, rompiendo por un momento la monotonía de la noche.
Viendo que resultaba imposible entablar conversación con mis
compañeros, saqué mi pipa y dejé a un lado el mosquete para
encender una cerilla. Al instante, los dos sikhs cayeron sobre mí. Uno
de ellos se apoderó de mi fusil y me apuntó con él a la cabeza,
mientras el otro me aplicaba un enorme cuchillo a la garganta y
juraba entre dientes que me lo clavaría si me movía un paso.
Lo primero que pensé fue que aquellos hombres estaban
confabulados con los rebeldes y que aquello era el comienzo de un
asalto. Si nuestra puerta caía en manos de los cipayos, todo el fuerte
caería, y las mujeres y niños recibirían el mismo tratamiento que en
Kanpur. Es posible que ustedes, caballeros, crean que pretendo
darme importancia, pero les doy mi palabra de que cuando pensé
aquello, a pesar de sentir en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la
boca con la intención de dar un grito, aunque fuera el último de mi
vida, para alertar a la guardia principal. El hombre que me sujetaba
pareció leer mis pensamientos, porque cuando yo tomaba aliento
susurró: «No hagas ningún ruido. El fuerte está seguro. No hay
perros rebeldes a este lado del río.» Se notaba en su voz que decía
la verdad, y supe que si levantaba la voz era hombre muerto. Podía
leerlo en los ojos castaños de aquel hombre. Así que aguardé en
silencio, hasta enterarme de lo que querían de mí.
––Escúchame, sahib––dijo el más alto y feroz de los dos, al que
llamaban Abdullah Khan––. O te pones de nuestra parte ahora mismo
o tendremos que hacerte callar para siempre. El riesgo que corremos
es demasiado grande para que vacilemos. O te unes a nosotros en
cuerpo y alma, jurando sobre la cruz de los cristianos, o esta noche tu
cuerpo irá a parar al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros
hermanos del ejército rebelde. No hay término medio. ¿Qué eliges, la
vida o la muerte? Sólo podemos darte tres minutos para decidir,
porque el tiempo corre y todo tiene que hacerse antes de que vuelva
a pasar la ronda.
––¿Cómo puedo decidir? ––dije––. No me habéis explicado lo que
queréis de mí. Pero os aseguro desde ahora que si es algo contra la
seguridad del fuerte, no quiero saber nada del asunto y podéis
clavarme el cuchillo en cuanto queráis.
––No se trata de nada contra el fuerte ––dijo él––. Sólo te pedimos
que hagas lo que todos tus compatriotas vienen a hacer a esta tierra.
Te proponemos que te hagas rico. Si te unes a nosotros esta noche,
te juramos sobre este cuchillo desenvainado, y con el triple juramento
que ningún sikh ha roto jamás, que tendrás tu parte equitativa del
botín. Una cuarta parte del tesoro será tuya. No podemos hacer una
oferta más justa.
––Pero ¿de qué tesoro me hablas? ––pregunté––. Estoy tan
dispuesto a hacerme rico como podáis estarlo vosotros, pero tenéis
que decirme cómo vamos a lograrlo.
––Entonces, ¿estás dispuesto a jurar por los huesos de tu padre,
por el honor de tu madre, por la cruz de tu religión, que no levantarás
la mano ni dirás una palabra contra nosotros, ni ahora ni después?
––Lo juraré ––dije––, siempre que el fuerte no corra peligro.
––En tal caso, mi compañero y yo juraremos que tendrás una cuarta
parte del tesoro, que dividiremos a partes iguales entre nosotros
cuatro.
––No somos más que tres ––dije yo.
––No. Dost Akbar debe recibir su parte. Te contaremos la historia
mientras lo esperamos. Quédate en la puerta, Mahomet Singh, y
avisa cuando lleguen. El asunto es el siguiente, sahib, y te lo cuento
porque sé que los feringhees se sienten obligados por sus juramentos
y que podemos confiar en ti. Si fueras un embustero hindú, aunque
hubieras jurado por todos los dioses de sus falsos templos, tu sangre
habría corrido por mi cuchillo y tu cuerpo estaría ya en el agua. Pero
los sikhs conocemos a los ingleses y los ingleses conocen a los
sikhs. Escucha, pues, lo que voy a decirte.
En las provincias del Norte hay un rajá que posee muchas riquezas,
aunque sus tierras son pequeñas. Gran parte la heredó de su padre,
y mucho más lo reunió él mismo, porque es un hombre de carácter
ruin, más propenso a acaparar oro que a gastarlo. Cuando estalló la
revuelta, quiso estar a bien con el león y con el tigre, con los cipayos
y con el gobierno de la Compañía. Sin embargo, poco después
empezó a creer que se acercaba el fin de los hombres blancos,
porque las noticias que le llegaban de todas partes no hablaban más
que de su muerte y su derrota. Aun así, como era hombre precavido,
trazó sus planes de manera que, pasara lo que pasara, le quedara al
menos la mitad de su tesoro. Todo el oro y la plata los guardó
consigo en las bóvedas de su palacio; pero las piedras más preciosas
y las perlas más perfectas que poseía las metió en un cofre de hierro
y se las confió a un sirviente de confianza, para que éste, disfrazado
de mercader, las trajera a la fortaleza de Agra, donde estarían a salvo
hasta que vuelva a haber paz. Así, si triunfan los rebeldes, él
conservará su dinero; pero si vence la Compañía, salvará sus joyas.
Después de dividir así su tesoro, se sumó a la causa de los cipayos,
porque éstos eran los más fuertes en torno a sus fronteras. Fíjate,
sahib, en que al hacer esto, su propiedad se convierte en botín
legítimo de los que se han mantenido leales. Este falso mercader,
que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad
de Agra y pretende entrar en el fuerte. Lleva como compañero de
viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto.
Dost Akbar le ha prometido guiarle esta noche a una puerta lateral del
fuerte, y ha elegido ésta para sus propósitos. Está a punto de llegar, y
aquí nos encontrará a Mahomet Singh y a mí aguardándolo. Es un
lugar solitario y nadie se enterará de su llegada. El mundo no volverá
a saber del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá se dividirá
entre nosotros. ¿Qué dices a eso, sahib?
En Worcestershire, la vida de un hombre parece algo importante y
sagrado; pero la cosa es muy diferente cuando estás rodeado de
fuego y sangre y te has acostumbrado a tropezar con la muerte en
cada esquina. Que Achmet el mercader viviera o muriera me tenía
completamente sin cuidado, pero al oír hablar del tesoro se me había
animado el corazón y pensé en lo que podría hacer con él en mi
tierra, en la cara que pondría mi familia al ver que el vástago inútil
regresaba con los bolsillos repletos de monedas de oro. Así que ya
había tomado mi decisión. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo
que aún vacilaba, insistió todavía un poco más.
––Ten en cuenta, sahib ––dijo––, que si este hombre cae en manos
del comandante, éste le hará ahorcar o fusilar, y sus joyas pasarán a
poder del Gobierno, sin que nadie salga ganando ni una rupia. Pues
bien, si lo atrapamos nosotros, ¿por qué no íbamos a hacer también
lo demás? Las joyas estarán igual de bien con nosotros que en las
arcas de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos a los cuatro
en hombres ricos y poderosos. Nadie sabrá nada del asunto, porque
estamos aislados de todos. ¿Puede haber una oportunidad mejor?
Así pues, sahib, dime otra vez si estás con nosotros o si debemos
considerarte como un enemigo.
––Estoy con vosotros en cuerpo y alma ––dije.
––Está bien ––respondió él, devolviéndome mi fusil––. Ya ves que
nos fiamos de ti, porque creemos que, igual que nosotros, no faltarás
a tu palabra. Ahora sólo tenemos que esperar a que lleguen mi
hermano y el mercader.
––¿Sabe tu hermano lo que vais a hacer? ––pregunté.
––El plan es suyo. Él lo ha ideado. Vamos a la puerta a montar
guardia junto a Mahomet Singh.
La lluvia seguía cayendo insistentemente, porque nos
encontrábamos al comienzo de la estación lluviosa. Densas y oscuras
nubes cruzaban por el cielo y resultaba difícil ver más allá de un tiro
de piedra. Delante de nuestra puerta se abría un profundo foso, pero
estaba casi seco por algunos lugares y era fácil cruzarlo. Me parecía
extraño encontrarme allí con aquellos dos feroces punjabíes,
aguardando a un hombre que se encaminaba hacia la muerte.
De pronto, mis ojos captaron el brillo de una linterna sorda al otro
lado del foso. Desapareció entre los montículos de tierra y volvió a
aparecer, acercándose despacio a nuestra posición.
––¡Ahí están!––exclamé.
––Tú les darás el alto, sahib, como de costumbre ––susurró
Abdullah––. Que no sospeche nada. Envíalo adentro con nosotros y
nosotros haremos el resto mientras tú te quedas aquí de guardia. Ten
preparada la linterna, para estar seguros de que es nuestro hombre.
La vacilante luz continuaba acercándose, deteniéndose unas veces
y avanzando otras, hasta que pude distinguir dos figuras oscuras al
otro lado del foso. Las dejé descender por el terraplén, chapotear a
través del fango y trepar hasta la mitad del camino a la puerta, y
entonces les di el alto.
––¿Quién va? ––dije con voz apagada.
––Somos amigos ––me respondieron. Descubrí mi linterna y
proyecté un chorro de luz sobre ellos. El primero era un sikh enorme,
con una barba negra que le llegaba casi hasta la faja. No siendo en
una feria, jamás he visto un hombre tan alto. El otro era un tipo bajo y
gordo, con un gran turbante amarillo, que llevaba en la mano un bulto
envuelto en un chal. Parecía estar temblando de miedo, porque
retorcía las manos como si tuviera fiebre y giraba constantemente la
cabeza a derecha e izquierda, escudriñando con sus ojillos
relucientes y parpadeantes, como un ratón al aventurarse fuera de su
madriguera. Me daba escalofríos pensar en matarlo, pero entonces
me acordé del tesoro y el corazón se me volvió duro como el
pedernal. Al ver mi rostro blanco, soltó un pequeño gorjeo de alegría
y vino corriendo hacia mí.
––Protégeme, sahib ––gimió––. Protege al desdichado mercader
Achmet. He atravesado toda Rajputana en busca de la seguridad del
fuerte de Agra. Me han robado, golpeado e insultado por haber sido
amigo de la Compañía. Bendita sea esta noche, en la que vuelvo a
estar a salvo... yo y mis humildes pertenencias.
––¿Qué llevas en ese paquete? ––pregunté.
––Una caja de hierro ––respondió––, que contiene uno o dos
recuerdos de familia, que no tienen ningún valor para otros, pero que
lamentaría perder. Sin embargo, no soy un mendigo, y le
recompensaré, joven sahib, y también a su gobernador, si me da la
protección que le pido.
Se me hizo imposible seguir hablando con aquel hombre. Cuanto
más miraba su rostro gordo y asustado, más difícil me resultaba
pensar que íbamos a matarlo a sangre fría. Lo mejor era acabar de
una vez.
––Llevadlo a la guardia principal ––dije.
Los dos sikhs se situaron a sus lados y el gigante detrás, y así
emprendieron la marcha a través del oscuro pasillo de entrada. jamás
hombre alguno caminó tan cercado por la muerte. Yo me quedé en la
puerta con la linterna.
Oí el ruido acompasado de sus pasos avanzando por los solitarios
pasillos. De pronto, se detuvieron y oí voces, un forcejeo y algunos
golpes. Un instante después, oí con espanto pasos precipitados que
venían en mi dirección y la respiración jadeante de un hombre que
corría. Dirigí mi linterna hacia el largo y recto pasillo, y vi que por él
venía el hombre gordo, corriendo como el viento, con una mancha de
sangre cruzándole la cara; pisándole los talones y saltando como un
tigre, venía el enorme sikh de la barba negra, con un cuchillo
lanzando destellos en su mano. jamás he visto un hombre que
corriera tan rápido como aquel pequeño mercader. Iba sacándole
ventaja al sikh y me di cuenta de que si pasaba por donde yo estaba
y lograba salir al aire libre, todavía podría salvarse. Mi corazón
empezó a ablandarse, pero, una vez más, pensar en el tesoro me
volvió duro y despiadado. Cuando pasaba corriendo junto a mí, le
metí mi fusil entre las piernas y cayó dando un par de vueltas, como
un conejo alcanzado por un disparo. Antes de que pudiera
incorporarse, el sikh cayó sobre él y le hundió el puñal dos veces en
el costado. El hombre no soltó ni un gemido, ni movió un solo
músculo, quedando tendido donde había caído. Yo creo que se había
roto el cuello al caer. Ya ven, caballeros, que cumplo mi promesa: les
estoy contando la historia al detalle, exactamente tal como sucedió,
tanto si me favorece como si no.
Small dejó de hablar y extendió las manos esposadas para coger el
whisky con agua que Holmes le había preparado. Confieso que, a
estas alturas, aquel hombre me inspiraba el horror más absoluto, no
sólo por el crimen a sangre fría en el que había participado, sino,
sobre todo, por la manera indiferente y hasta jactanciosa en que lo
había narrado. Fuera cual fuera el castigo que le aguardaba, que no
esperara ninguna simpatía por mi parte. Sherlock Holmes y Jones
permanecían sentados con las manos sobre las rodillas,
profundamente interesados por la historia, pero con la misma
expresión de repugnancia en sus caras. Es posible que Small se
diera cuenta, porque cuando prosiguió su relato había un toque de
desafío en su voz y su actitud.
Aquello estuvo muy mal, no cabe duda ––dijo––. Pero me gustaría
saber cuántos hombres, estando en mi situación, habrían rechazado
una parte del botín, sabiendo que la alternativa era dejarse cortar el
cuello. Además, una vez que hubo entrado en el fuerte, era su vida o
la mía. Si hubiera escapado, todo el asunto habría salido a la luz, y
me habrían juzgado en consejo de guerra y, seguramente, fusilado.
En momentos como aquellos, la gente no suele ser muy indulgente.
––Continúe su relato ––dijo Holmes, tajante.
––Bueno, pues entre Abdullah, Akbar y yo cargamos con él. Y vaya
si pesaba, a pesar de lo bajo que era. Mahomet Singh se quedó de
guardia en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs ya tenían
preparado. Quedaba algo lejos, en un pasillo tortuoso que llevaba a
una gran sala vacía, y cuyas paredes de ladrillo se estaban cayendo
a pedazos. En un punto, el suelo de tierra se había hundido,
formando una tumba natural, y allí dejamos a Achmet el mercader,
después de cubrir su cuerpo con ladrillos sueltos. Una vez hecho
esto, fuimos todos por el tesoro.
Estaba donde Achmet lo había dejado caer al sufrir el primer
ataque. La caja era esa misma que tienen abierta sobre la mesa. Del
asa tallada que tiene arriba colgaba una llave atada con un cordel de
seda. La abrimos, y la luz de la linterna hizo brillar una colección de
joyas como las que aparecían en los cuentos que me hacían soñar de
niño en Pershore. Se quedaba uno totalmente deslumbrado al
mirarlas. Cuando nos saciamos de contemplarlas, las sacamos todas
e hicimos una lista. Había ciento cuarenta y tres diamantes de
primera calidad, entre ellos uno que creo que llamaban «El Gran
Mogol» y que dicen que es el segundo más grande del mundo.
Había, además, noventa y siete esmeraldas preciosísimas y ciento
setenta rubíes, aunque algunos eran pequeños. También había
cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y una ágatas y
gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras
piedras cuyos nombres yo no conocía entonces, aunque los aprendí
más tarde. Además de todo esto, había aproximadamente trescientas
perlas bellísimas, doce de ellas montadas en una diadema de oro.
Por cierto, estas últimas ya no estaban en el cofre cuando lo
recuperé; alguien las había sacado. Después de contar nuestros
tesoros, los volvimos a meter en el cofre y los llevamos a la puerta
para que los viera Mahomet Singh. Luego renovamos solemnemente
nuestro juramento de apoyarnos unos a otros y guardar el secreto.
Acordamos esconder el botín en un lugar seguro hasta que el país
volviera a estar en paz, y entonces dividirlo entre nosotros a partes
iguales. No tenía sentido repartirlo en aquel momento, porque si nos
encontraban encima joyas de tanto valor se despertarían sospechas,
y en el fuerte no había intimidad ni existía lugar alguno donde poder
guardarlas. Así pues, llevamos la caja a la misma sala donde
habíamos enterrado el cadáver y allí, debajo de unos ladrillos de la
pared mejor conservada, abrimos un hueco y metimos en él nuestro
tesoro. Tomamos buena nota del lugar, y al día siguiente yo dibujé
cuatro planos, uno para cada uno de nosotros, y al pie de cada plano
puse el signo de nosotros cuatro, porque habíamos jurado que cada
uno defendería siempre los intereses de los demás, de manera que
ninguno saliera más favorecido. Y puedo asegurar, con la mano
sobre el corazón, que jamás he quebrantado aquel juramento.
Bueno, caballeros, no hace falta que les cuente como concluyó la
rebelión india. Cuando Wilson tomó Delhi y Sir Colin liberó Lucknow,
se rompió la columna vertebral del asunto. Llegaron nuevas tropas a
montones y Nana Sahib se esfumó por la frontera. Una columna
volante, mandada por el coronel Greathed, avanzó sobre Agra y puso
en fuga a los pandies. Parecía que se iba restableciendo la paz en el
país, y nosotros cuatro empezábamos a confiar en que se acercaba
el momento de poder largarnos sin problemas con nuestra parte del
botín. Pero nuestras esperanzas se hicieron pedazos en un
momento, al vernos detenidos por el asesinato de Achmet.
La cosa sucedió así: cuando el rajá puso sus joyas en manos de
Achmet, lo hizo porque sabía que éste era digno de confianza. Sin
embargo, esos orientales son gente muy recelosa. ¿Qué creen que
hizo el rajá? Pues recurrir a un segundo sirviente, todavía más leal, y
ponerlo a espiar al primero. A este segundo hombre se le ordenó que
no perdiera nunca de vista a Achmet y que lo siguiera como si fuese
su sombra. Aquella noche lo había seguido y lo había visto entrar por
la puerta. Como es natural, pensó que se había refugiado en el
fuerte, y al día siguiente también él solicitó ser admitido, pero no pudo
encontrar ni rastro de Achmet. Esto le pareció tan extraño que habló
del asunto con un sargento de exploradores, el cual lo puso en
conocimiento del comandante. Inmediatamente se procedió a un
registro minucioso y se descubrió el cadáver. Y de este modo, justo
cuando creíamos estar a salvo, los cuatro fuimos detenidos y llevados
ajuicio por asesinato: tres de nosotros por haber estado de guardia en
la puerta aquella noche, y el cuarto porque se sabía que había
acompañado a la víctima. Durante el juicio no se dijo ni una palabra
acerca de las joyas, porque el rajá había sido derrocado y desterrado
de la India, así que nadie tenía un interés particular por ellas. Sin
embargo, lo del asesinato quedó perfectamente demostrado, y estaba
claro que los cuatro teníamos que haber participado en él. A los tres
sikhs les cayeron trabajos forzados a perpetuidad, y a mí me
condenaron a muerte, aunque más adelante me conmutaron la
sentencia por la misma que a los demás.
Nos encontrábamos, pues, en una situación bastante curiosa. Allí
estábamos los cuatro, con una cadena al tobillo y poquísimas
probabilidades de salir alguna vez en libertad, a pesar de que cada
uno de nosotros conocía un secreto que le habría permitido vivir en
un palacio, si hubiera podido aprovecharlo. Era como para volverse
loco de rabia, tener que aguantar las patadas y los puñetazos de
todos aquellos fantasmones, tener que alimentarnos de arroz y agua,
cuando fuera teníamos aquella fastuosa fortuna, aguardando que la
recogiéramos. Aquello podría haberme vuelto loco, pero siempre fui
bastante tozudo, así que aguanté y esperé a que llegara mi momento.
Y por fin me pareció que el momento había llegado. Me trasladaron
desde Agra a Madrás, y de allí a la isla de Blair, en las Andamán. En
aquella prisión hay muy pocos presos blancos y, como yo me porté
bien desde el principio, no tardé en convertirme en una especie de
privilegiado. Se me asignó una cabaña en Hope Town, que es un
poblado pequeño en la ladera del monte Harriet, y me dejaron
prácticamente a mi aire. Es un lugar horrible e infecto, y todo él,
excepto los pequeños claros donde vivíamos, está plagado de
salvajes caníbales, siempre dispuestos a dispararnos un dardo
envenenado si les dábamos ocasión. Teníamos que cavar, abrir
zanjas, plantar ñame y otra docena de actividades, de manera que
nos manteníamos bastante ocupados todo el día; pero por la noche
disponíamos de algo de tiempo libre. Entre otras cosas, aprendí a
preparar y administrar medicinas para ayudar al médico, y adquirí
ligeras nociones de su ciencia. Me mantenía en constante alerta por
si surgía una oportunidad de escapar; pero aquello está a cientos de
millas de la tierra más próxima y en aquellos mares apenas sopla el
viento, de modo que la fuga resultaba terriblemente difícil.
Nuestro médico, el doctor Somerton, era un joven vividor y
aficionado al juego, y los demás funcionarios jóvenes se reunían por
la noche en sus habitaciones para jugar a las cartas. La enfermería,
donde yo solía preparar las medicinas, estaba al lado de su cuarto de
estar, y había una ventanita que comunicaba las dos habitaciones.
Muchas noches, cuando me sentía solo, apagaba la lámpara de la
enfermería y me quedaba allí, escuchando lo que decían y viéndolos
jugar. A mí también me gustan las partidas de cartas, y mirarlos era
casi tan entretenido como jugar uno mismo. Además del médico, allí
iban el mayor Sholto, el capitán Morstan y el teniente Bromley Brown,
que estaban al mando de las tropas nativas, y también dos o tres
funcionarios de prisiones, unos viejos zorros que jugaban un juego
fino, astuto y seguro. Formaban una cuadrilla muy apañadita.
Pues bien, pasaba una cosa que en seguida me llamó la atención, y
era que los militares solían perder siempre y los civiles ganaban. Mire
que no estoy diciendo que hicieran trampas, pero lo cierto es que
ganaban. Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho
otra cosa que jugar a las cartas desde que llegaron a las Andamán, y
conocían al dedillo el juego de los demás, mientras que los militares
jugaban sólo para pasar el rato y manejaban las cartas de cualquier
manera. Noche tras noche, los militares se iban empobreciendo, y
cuanto más perdían, más ansiosos estaban por jugar. Al que peor le
iba era al mayor Sholto. Al principio, solía pagar en billetes y
monedas de oro, pero pronto empezó a firmar pagarés, y por grandes
sumas. A veces ganaba unas cuantas manos, lo suficiente para
cobrar ánimos, y entonces la suerte se volvía contra él, peor que
nunca. Se pasaba el día andando de un lado a otro con un humor de
perros, y empezó a beber mucho más de lo que le convenía.
Una noche, perdió aun más de lo habitual. Yo estaba sentado en mi
cabaña cuando él y el capitán Morstan pasaron tambaleándose,
camino de sus aposentos. Los dos eran amigos íntimos y no se
separaban nunca. El mayor iba rabiando por sus pérdidas.
––Esto se acabó, Morstan ––iba diciendo al pasar ante mi cabaña––
. Tendré que enviar mi dimisión. Estoy en la ruina.
––¡Tonterías, amigo mío! ––dijo el otro, palmeándole la espalda––.
A mí también me ha ido mal, pero...
Eso fue todo lo que oí, pero fue suficiente para ponerme a pensar.
Un par de días después, el mayor Sholto fue a dar un paseo por la
playa y aproveché la oportunidad para hablar con él.
––Me gustaría pedirle un consejo, señor ––dije.
––Bien, Small, ¿de qué se trata? ––preguntó, sacándose el puro de
la boca.
––Quería preguntarle, señor, cuál sería la persona más indicada
para hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay un
botín que vale medio millón de libras y, como yo no puedo
aprovecharlo, he pensado que tal vez lo mejor sería entregárselo a
las autoridades competentes, y de ese modo es posible que me
redujeran la condena.
––¿Medio millón, Small? jadeó, mirándome con fijeza para
asegurarse de que hablaba en serio.
––Eso mismo, señor. En joyas y perlas. Está a disposición de quien
vaya a cogerlo. Y lo más curioso del caso es que el auténtico
propietario está fuera de la ley y no puede reclamar sus propiedades,
de manera que pertenece al primero que llegue.
––Pertenece al Gobierno, Small, al Gobierno ––balbuceó. Pero lo
dijo sin demasiada convicción y yo supe en el fondo de mi corazón
que lo tenía atrapado.
––Entonces, señor, ¿cree que debería dar la información al
gobernador general? ––pregunté muy tranquilo.
––Bueno, no debe usted precipitarse, porque luego podría
arrepentirse. Cuéntemelo todo, Small. Deme más detalles.
Le conté toda la historia, con ligeras alteraciones para que no
pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, se quedó
completamente inmóvil, pensando intensamente. Por el modo en que
le temblaba el labio, me di perfecta cuenta de que en su interior se
libraba una lucha.
––Éste es un asunto muy importante, Small ––dijo por fin––. Lo
mejor es que no le diga una palabra a nadie. Pronto volveremos a
hablar.
Dos noches después, el mayor vino a mi cabaña en mitad de la
noche, alumbrándose con una linterna y acompañado por su amigo,
el capitán Morstan.
––Small, quiero que el capitán Morstan oiga esa historia de sus
propios labios ––dijo.
Yo la repetí tal como la había contado la vez anterior.
––Suena a auténtico, ¿verdad? ––dijo––. Parece lo bastante bueno
como para hacer algo al respecto.
El capitán Morstan asintió.
––Mire usted, Small ––dijo el mayor––. Mi amigo y yo hemos estado
hablando del asunto y hemos llegado a la conclusión de que, a fin de
cuentas, ese secreto suyo no puede considerarse competencia del
Gobierno, sino que es un asunto privado; y usted, desde luego, tiene
derecho a disponer de él como mejor le parezca. Ahora, la pregunta
es: ¿qué precio pediría usted? Si nos pusiéramos de acuerdo en las
condiciones, podría interesarnos hacernos cargo del asunto o, al
menos, tomarlo en consideración.
Procuraba hablar en tono frío y despreocupado, pero le brillaban los
ojos de excitación y codicia.
––En cuanto a eso, caballeros ––respondí, procurando también
mostrarme frío, pero sintiéndome tan excitado como él––, sólo hay un
trato que pueda hacer un hombre en mi situación. Quiero que ustedes
me ayuden a conseguir la libertad, y que hagan lo mismo con mis tres
compañeros. Entonces los aceptaremos en la sociedad y les daremos
una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.
––¡Hum! ––dijo él––. ¡Una quinta parte! Eso no es muy tentador.
––Vendrían a ser unas cincuenta mil libras por cabeza ––dije yo.
––Pero ¿cómo vamos a conseguirle la libertad? Sabe muy bien que
pide un imposible.
––Nada de eso ––respondí––. Lo tengo todo pensado hasta el
último detalle. El único impedimento para la fuga es que no podemos
conseguir una embarcación adecuada para el viaje, ni provisiones
que nos duren tanto tiempo. Pero en Calcuta o en Madrás hay
montones de yates y quichés pequeños que nos servirían
perfectamente. Nosotros subiremos a bordó por la noche, y si
ustedes nos dejan en cualquier parte de la costa india, habrán
cumplido su parte del trato.
––Si se tratara sólo de una persona... ––dijo.
––O todos o ninguno ––respondí––. Lo hemos jurado. Tenemos que
ir siempre los cuatro juntos.
––Ya lo ve, Morstan ––dijo el mayor––. Small es un hombre de
palabra. No abandona a sus amigos. Creo que podemos fiarnos de
él.
––Es un negocio sucio ––respondió el otro––. Pero, como tú dices,
ese dinero nos sacaría a flote perfectamente.
––Muy bien, Small ––dijo el mayor––, supongo que tendremos que
aceptar sus condiciones. Pero, como es natural, antes tendremos que
comprobar la veracidad de su historia. Dígame dónde está escondida
la caja y yo solicitaré un permiso e iré a la India en el barco mensual
de suministros, para investigar el asunto.
––No tan deprisa ––dije yo, que me iba enfriando a medida que él
se acaloraba––. Tengo que obtener el visto bueno de mis tres
camaradas. Ya le digo que tenemos que ser los cuatro o ninguno.
––¡Tonterías! ––estalló––. ¿Qué pintan esos tres negros en nuestro
trato?
––Negros o azules ––dije yo––, están conmigo en esto y vamos
todos juntos.
Pues bien, el trato se cerró en una segunda reunión, a la que
asistieron Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a
discutir el asunto y al final nos pusimos de acuerdo. Nosotros
proporcionaríamos a los dos oficiales sendos planos de aquella parte
del fuerte de Agra, marcando el lugar en el que estaba escondido el
tesoro. El mayor Sholto iría a la India a verificar nuestra historia. Si
encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, enviar un pequeño
yate pertrechado para el viaje, con instrucciones de atracar frente a la
isla de Rutland (ya nos las arreglaríamos nosotros para llegar allá), y
por último, regresar a su puesto. A continuación, el capitán Morstan
solicitaría un permiso, iría a reunirse con nosotros en Agra y allí
repartiríamos por fin el tesoro. El capitán se llevaría su parte y la del
mayor. Todo esto lo sellamos con los juramentos más solemnes que
la mente pueda concebir y los labios pronunciar. Me pasé toda la
noche dándole a la pluma, y por la mañana tenía terminados los dos
planos, firmados con el signo de los cuatro: es decir, Abdullah, Akbar,
Mahomet y yo.
Bien, caballeros, los estoy aburriendo con mi larga historia y sé que
mi amigo el señor Jones está impaciente por dejarme bien guardado
en la jaula. Seré lo más breve que pueda. Aquel canalla de Sholto
marchó a la India, pero ya no regresó jamás. Muy poco tiempo
después, el capitán Morstan me enseñó su nombre en una lista de
pasajeros de un buque correo. Había muerto un tío suyo, dejándole
en herencia una fortuna, y él había abandonado el ejército. Sin
embargo, aquello no le impidió rebajarse hasta el punto de traicionar
a cinco hombres como lo hizo con nosotros. Poco después, Morstan
fue a Agra y, tal como esperábamos, descubrió que el tesoro había
volado. Aquella sabandija lo había robado todo, sin cumplir ninguna
de las condiciones bajo las que le habíamos confiado el secreto.
Desde aquel día, viví sólo para la venganza. Pensaba en ella de día
y me recreaba en ella por la noche. Se convirtió en una pasión
absorbente que me dominó por completo. No me importaba nada la
ley, ni me asustaba la horca. Escapar, seguirle la pista a Sholto,
echarle la mano al cuello... aquellos eran mis únicos pensamientos.
Incluso el tesoro de Agra se había convertido para mí en algo
secundario, comparado con matar á Sholto.
Pues bien, en esta vida yo me he propuesto muchas cosas, y jamás
hubo una que dejara de hacer. Pero pasaron largos años hasta que
llegó mi momento. Ya les he dicho que había aprendido algo de
medicina. Un día, cuando el doctor Somerton estaba en cama con
fiebre, un grupo de presos recogió en el bosque a uno de aquellos
pequeños nativos de las Andamán. Estaba mortalmente enfermo y
había buscado un lugar solitario para morir. Me hice cargo de él,
aunque era tan venenoso como una cría de serpiente, y al cabo de un
par de meses lo tuve curado y capaz de andar. A partir de entonces,
me cogió cariño y se quedó siempre rondando alrededor de mi
cabaña, sin regresar casi nunca a su bosque. Aprendí de él un poco
de su idioma, y esto hizo que se encariñara aún más conmigo.
Tonga, que así se llamaba, era un hábil piragüista y poseía una
canoa grande y espaciosa. Cuando comprendí que sentía devoción
por mí y que haría cualquier cosa por ayudarme, vi la oportunidad de
fugarme. Hablé con él del asunto. Le dije que llevara su canoa cierta
noche a un viejo embarcadero que nunca estaba vigilado y que me
recogiera allí. Le indiqué además que llevara varias calabazas de
agua y un buen montón de ñames, cocos y batatas.
¡Qué firme y leal era el pequeño Tonga! Nadie tuvo jamás un
camarada más fiel. La noche convenida, llevó su bote al
embarcadero. Pero dio la casualidad de que allí se encontraba uno
de los guardias del presidio, un asqueroso afgano que jamás había
dejado pasar una ocasión de insultarme y humillarme. Yo había
jurado vengarme de él, y ahora tenía la oportunidad. Era como si el
destino lo hubiera puesto en mi camino para que saldara cuentas con
él antes de abandonar la isla. Estaba de pie a la orilla del agua, de
espaldas a mí, con la carabina al hombro. Busqué una piedra con la
que aplastarle los sesos, pero no encontré ninguna.
Entonces se me ocurrió una idea extraña, y supe dónde podía
conseguir un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi
pata de palo. Con tres largos saltos a la pata coja, caí sobre él. Se
llevó la carabina al hombro, pero yo le golpeé de lleno, hundiéndole
toda la parte delantera del cráneo. Todavía se ve la muesca en la
madera, donde pegó el golpe. Los dos caímos al suelo juntos, porque
yo no pude mantener el equilibrio, pero cuando me incorporé vi que él
se quedaba caído e inmóvil. Salté a la canoa y en menos de una hora
estábamos ya bastante mar adentro. Tonga se había llevado todas
sus posesiones, sus armas y sus dioses. Entre otras cosas, tenía una
larga lanza de bambú y varias esteras de palma de cocotero, con las
que construí una especie de vela. Navegamos sin rumbo fijo durante
diez días, confiando en la suerte, y al undécimo nos recogió un barco
mercante que iba de Singapur a Yidda con un pasaje de peregrinos
malayos. Era una gente bastante rara, pero Tonga y yo tardamos
muy poco en instalarnos entre ellos. Tenían una buena cualidad: que
te dejaban en paz y no hacían preguntas.
En fin, si fuera a contarles todas las aventuras que corrimos mi
pequeño camarada y yo, no creo que ustedes me lo agradecieran,
porque los entretendría aquí hasta después de salir el sol. Fuimos de
un lado a otro, dando tumbos por el mundo, y siempre ocurría algo
que nos impedía llegar a Londres. Pero en ningún momento perdí de
vista mi objetivo. Por las noches soñaba con Sholto. Lo habré matado
en sueños cientos de veces. Pero por fin, hace tres o cuatro años,
conseguimos llegar a Inglaterra. No me resultó muy difícil averiguar
donde vivía Sholto, y me propuse descubrir si había vendido el tesoro
o todavía lo tenía en su poder. Hice amistad con alguien que estaba
en condiciones de ayudarme, y no doy nombres, porque no quiero
meter en líos a nadie más, y pronto averigüé que aún tenía las joyas.
Entonces intenté llegar hasta él de muchas maneras; pero era un tipo
astuto, y siempre tenía dos boxeadores protegiéndolo, además de
sus hijos y su khitmutgar
Sin embargo, un día me avisaron de que se estaba muriendo. Corrí
inmediatamente a su jardín, enloquecido al pensar que se me iba a
escapar de las manos de aquella manera. Miré por la ventana y lo vi
tendido en su cama, con uno de sus hijos a cada lado. Estaba
dispuesto a entrar y enfrentarme a los tres, pero justo en aquel
momento vi que se le desplomaba la mandíbula y comprendí que
había muerto. A pesar de todo, aquella misma noche entré en su
habitación y registré sus papeles para ver si había dejado alguna
constancia de dónde estaban escondidas las joyas. Sin embargo, no
encontré nada y tuve que marcharme, frustrado y enfurecido a más
no poder. Antes de retirarme, se me ocurrió que si alguna vez volvía
a ver a mis amigos sikhs, les agradaría saber que había dejado
alguna señal de nuestro odio; así que garabateé el signo de los
cuatro, igual que en el plano, y se lo clavé en el pecho con un alfiler.
No podíamos permitir que lo llevaran a la tumba sin algún recuerdo
de los hombres a los que había robado y engañado.
Por aquella época nos ganábamos la vida exhibiendo al pobre
Tonga, en ferias y sitios así, como «el caníbal negro». Comía carne
cruda y bailaba su danza de guerra, y al final de la jornada siempre
teníamos el sombrero lleno de peniques. Seguía al corriente de todo
lo que sucedía en el Pabellón Pondicherry, y durante varios años no
hubo novedades, aparte de que continuaban buscando el tesoro.
Pero por fin llegó la noticia que tanto tiempo llevaba esperando:
habían encontrado el tesoro. Estaba en el piso alto de la casa, en el
laboratorio de química del señor Bartholomew Sholto. Me fui para allá
de inmediato y eché un vistazo al sitio, pero no vi manera de llegar
hasta él con mi pata de palo. Sin embargo, me enteré de que había
una trampilla en el tejado y me informé de la hora a la que cenaba el
señor Sholto. Me pareció que, con ayuda de Tonga, podía
conseguirlo con facilidad. Lo llevé allí y le enrollé a la cintura una
cuerda larga. Tonga trepaba como un gato y no tardó en alcanzar el
tejado. Pero la mala suerte quiso que Bartholomew Sholto se
encontrara aún en su habitación, y eso le costó caro. Tonga pensaba
que había hecho algo muy inteligente al matarlo, porque cuando yo
llegué arriba trepando por la cuerda, lo encontré pavoneándose,
orgulloso como un pavo real. Y qué sorpresa se llevó cuando lo azoté
con el cabo de la cuerda y lo maldije, llamándole diablo sediento de
sangre. Cogí la caja del tesoro y la descolgué por la ventana. Luego
bajé yo, pero antes dejé el signo de los cuatro sobre la mesa, para
que se supiera que las joyas habían vuelto por fin a manos de los que
más derecho tenían a ellas. Entonces Tonga recogió la cuerda, cerró
la ventana y salió por donde había entrado.
Creo que no tengo más que contarles. Había oído a un barquero
hablar de lo veloz que era la lancha de Smith, la Aurora, y pensé que
nos vendría muy bien para escapar. Me puse de acuerdo con el viejo
Smith, y pensaba pagarle una fuerte suma si nos llevaba a salvo a
nuestro barco. Supongo que Smith se daba cuenta de que aquí había
gato encerrado, pero no sabía nada de nuestro secreto. Esta es toda
la verdad, y si se la he contado no ha sido para divertirlos, ya que
ustedes me han jugado una mala pasada, sino porque creo que mi
mejor defensa consiste en no ocultar nada y dejar que todos sepan lo
mal que se portó conmigo el mayor Sholto y lo inocente que soy de la
muerte de su hijo.
––Un relato extraordinario ––dijo Sherlock Holmes––. Un cierre
apropiado para un caso sumamente interesante. En la última parte de
su narración no había nada nuevo para mí, excepto lo de que llevó
usted la cuerda. Eso no lo sabía. Por cierto, tenía la esperanza de
que Tonga hubiera perdido todos sus dardos, pero se las arregló para
dispararnos uno en la lancha.
––Los había perdido todos, excepto el que llevaba montado en la
cerbatana.
––Ah, claro ––dijo Holmes––. No se me había ocurrido.
––¿Hay algún otro detalle que deseen preguntarme? ––preguntó el
preso en tono afable.
––Creo que no, gracias ––respondió mi compañero.
––Bien, Holmes ––dijo Athelney Jones––. Ya le hemos dado gusto y
todos sabemos que es usted un entendido en crímenes; pero el deber
es el deber y ya he llegado bastante lejos haciendo lo que usted y su
amigo me pidieron. Estaré más tranquilo cuando haya puesto a buen
recaudo a nuestro narrador. El coche aún espera y tengo dos
inspectores abajo. Les estoy muy agradecido por su ayuda. Como es
natural, tendrán que asistir al juicio. Buenas noches.
––Buenas noches, caballeros ––dijo Jonathan Small.
––Usted delante, Small ––dijo el prudente Jones al salir de la
habitación––. Pienso poner especial cuidado en que no me aporree
con su pata de palo, como dice que le hizo a aquel caballero en las
islas Andaman.
––Bien, con esto termina nuestro pequeño drama ––comenté,
después de que hubiéramos estado un buen rato fumando en
silencio––. Me temo que ésta puede ser la última investigación en la
que tenga ocasión de estudiar sus métodos. La señorita Morstan me
ha hecho el honor de aceptarme como futuro marido.
Holmes dejó escapar un gemido de lamentación.
––Me temía algo así ––dijo––. Y, sinceramente, no puedo felicitarle.
Me sentí un poco ofendido.
––¿Tiene algún motivo para que le desagrade mi elección? ––
pregunté.
––No, en absoluto. Opino que es una de las muchachas más
encantadoras que he conocido, y podría haber resultado muy útil en
un trabajo como el nuestro. Posee verdadero talento para estas
cosas. Fíjese en cómo conservó el plano de Agra, seleccionándolo
entre todos los demás papeles de su padre. Pero el amor es una
cosa emotiva, y todo lo emotivo es contrario a la razón pura y serena,
que yo valoro por encima de todo lo demás. Yo nunca me casaría,
porque eso podría condicionar mi buen juicio.
––Confío ––dije, echándome a reír–– en que mi buen juicio logre
sobrevivir a esta prueba. Pero le veo fatigado.
––Sí, ya me viene la reacción. Durante la próxima semana estaré
más flojo que un trapo.
––Es extraño ––dije–– cómo alternan en usted períodos de lo que
en otra persona podríamos llamar vagancia con arranques de energía
y vigor deslumbrantes.
––Sí ––respondió––. Llevo dentro de mí materiales para hacer un
vago de campeonato y también un tipo de lo más activo. A veces me
acuerdo de aquella frase del viejo Goethe: «Schade, dass die Natur
nur einen Mensch aus dir schuf,/Denn zum würdigen Mann war und
zum Schelmen der Stoff.» Y por cierto, volviendo al asunto de
Norwood, ya ve usted que, como yo sospechaba, tenían un cómplice
en la casa, que no puede ser otro que Lal Rao, el mayordomo. Así
pues, a Jones le corresponde en exclusiva el honor de haber
capturado al menos un pez en su gran redada.
––El reparto me parece tremendamente injusto ––comenté––. Usted
ha hecho todo el trabajo en este asunto. Yo he conseguido una
esposa, Jones se lleva el mérito... ¿Quiere decirme qué le queda a
usted?
––A mí ––dijo Sherlock Holmes–– me queda todavía el frasco de
cocaína.
Y levantó su mano blanca y alargada para cogerlo.

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