La muchacha del tren
Agatha Christie
Eso es! —observó Jorge Rowland con rencor contemplando la imponente fachada oscurecida por el humo del edificio que acababa de abandonar. Podía decirse que representaba adecuadamente el poder del dinero... y el dinero, representado por William Rowland, tío del antes mencionado Jorge, había expresado su opinión con toda libertad. Durante el curso de diez breves minutos, de ser la niña de los ojos de su tío, el heredero de su fortuna, y un joven con una prometedora carrera ante él, se había convertido en un miembro que formaba en las filas del vasto ejército de los sin trabajo. —Y con estas ropas ni siquiera me darán comida —reflexionó Rowland con tristeza—, y en cuanto a escribir versos y venderlos en la esquina a dos peniques (o «lo que usted quiera darme, señora»), la verdad es que ni eso sabría. Cierto que Jorge iba embutido en un verdadero triunfo del arte del buen vestir. Llevaba un traje exquisitamente cortado. Poco tenía que envidiar a Salomón y los lirios del campo, pero el hombre no vive sólo de trajes... a menos que sea un experto cortador... y Rowland se daba perfecta cuenta de ello. «Y todo por culpa del lamentable espectáculo de anoche», reflexionó con pesar. El lamentable espectáculo había sido un baile en el Covent Garden. Rowland había regresado un poco tarde... o mejor dicho bastante temprano... aunque a decir verdad no podía asegurar que recordase exactamente la hora de su vuelta. Rogers, el mayordomo de su tío, era un individuo útil, que, sin duda, podría dar más detalles al respecto. Y el resultado: la cabeza espesa, una taza de café muy cargado, y la llegada a la oficina a las doce menos cinco, en vez de a las nueve y media, había precipitado la catástrofe. El señor Rowland, su tío, que durante veinticuatro años se había comportado como un pariente lleno de tacto, había abandonado de repente esta actitud, revelándose bajo un aspecto totalmente distinto. La incongruencia de las contestaciones de Jorge (cuya cabeza seguía abriéndose y cerrándose como cualquier instrumento de la Inquisición) aún le encolerizaron más. William Rowland estaba ya más que harto, y en pocas palabras puso a su sobrino de patitas en la calle, y volvió a ocuparse del interrumpido repaso de unos campos petrolíferos del Perú. Jorge Rowland sacudió el polvo de la oficina de su tío de sus zapatos, y salió a la ciudad de Londres. Jorge era un individuo práctico, y consideró que una buena comida era necesaria para revisar la situación. Y la tuvo. Luego dirigió sus pasos hacia la mansión familiar. Rogers le abrió la puerta, y su rostro no demostró la menor sorpresa al ver a Jorge a aquella hora desacostumbrada.
—
Buenas tardes, Rogers. ¿Quieres preparar mis cosas? Me
marcho de aquí.
—
Sí, señor. ¿Sólo por pocos días, señor?
—
Para siempre, Rogers. Esta tarde salgo para las colonias.
—
¿De veras, señor?
—
No tengo preferencias. Cualquiera me da lo mismo. Digamos
Australia. ¿Qué te parece la idea, Rogers?
Rogers carraspeó discretamente.
—
Pues, señor, estoy seguro de haber oído decir que allí hay
siempre sitio para cualquiera de desee trabajar de veras.
Rowland le contempló con interés y admiración.
—
Muy bien expuesto, Rogers. Precisamente lo que yo estaba
pensando. No iré a Australia... por lo menos hoy. Búscame un A. B.
C., ¿quieres? Escogeremos algo que esté más a mano.
Rogers le trajo el libro que le pedía, y Jorge lo abrió al azar y
enfrascóse a volver las páginas con mano rápida.
—
Perth... demasiado lejos... Putney Bridge... demasiado cerca.
¿Ramsgate? Creo que no. Reigate también me deja frío. Vaya...
¡qué cosa más extraordinaria! Existe un sitio llamado Castillo de
Rowland. ¿Lo habías oído nombrar, Rogers?
—
Creo, señor, que puede usted ir con Waterloo.
—
Eres un hombre extraordinario, Rogers. Lo sabes todo. ¡Bien,
bien, Castillo de Rowland! Quisiera saber qué clase de lugar es.
—
Yo diría que no es muy grande, señor.
—
Tanto mejor; así habrá menos competencia. Esas tranquilas
aldeas campesinas conservan todavía parte del antiguo espíritu
feudal. Los últimos Rowland debieran recibirme con inmediato
agrado. No me extrañaría que me eligieran alcalde dentro de una
semana.
Cerró el A. B. C. con un golpe brusco.
—
La suerte está echada. Prepárame una maleta pequeña,
¿quieres, Rogers? Y después de presentar mis respetos a la
cocinera, dile que le agradecería me prestara el gato. Cuando uno
se propone ser alcalde, un gato es imprescindible.
—
Lo siento, señor, pero el gato no está disponible.
—
¿Cómo es eso?
—
Esta mañana acaba de tener ocho gatitos.
—
No me digas. Yo pensaba que se llamaba Peter.
—
Yo también, señor. Ha sido una gran sorpresa para todos.
—
Un caso de bautismo equivocado... confusión de sexo, ¿verdad?
Bueno, bueno, tendré que irme sin gato. Prepárame las cosas en
seguida, ¿quieres?
—
Muy bien, señor.
Rogers desapareció para reaparecer diez minutos después.
—
¿Quiere que llame un taxi, señor?
—
Sí, haz el favor.
Rogers tuvo un instante de vacilación y luego dio un paso hacia
delante.
—
Me perdonará la libertad, señor, pero yo en su lugar no haría
mucho caso de lo que el señor Rowland dijera esta mañana.
Anoche fue a una de esas cenas y...
—
No digas más — dijo Jorge— . Comprendo.
—
Y como padece de gota...
—
Lo sé, lo sé. Habrá sido una noche terrible para ti, Rogers,
gracias a nosotros dos, ¿verdad? Pero me he propuesto
distinguirme en el Castillo de Rowland... la cuna de mi raza
histórica... esto quedaría bien en un discurso, ¿no te parece? Y un
telegrama, o un discreto anuncio en los periódicos de la mañana,
me recordará en cualquier momento que se prepara estofado de
ternera. Y ahora ¡a Waterloo...! como dijo la noche de la histórica
batalla.
La estación de Waterloo no estaba aquella tarde tan animada como
otras veces. Rowland encontró el tren que debía llevarle a su
destino, pero era un tren anodino... vulgar, un tren en el que nadie
parecía tener interés en viajar. Jorge encontró un vagón de primera
clase para él solo, a la cabeza del tren. La niebla iba descendiendo
sobre la metrópoli... y sus jirones ora se abrían, ora se espesaban.
El andén estaba desierto, y sólo la respiración asmática de la
máquina rompía el silencio.
Y entonces, de pronto, empezaron a ocurrir cosas con rapidez
sorprendente.
Primero apareció una muchacha, que abriendo la puerta penetró en
el compartimiento en el momento en que Rowland empezaba a
dormirse, y exclamó:
—
¡Oh! Escóndame... ¡Oh! Escóndame, por favor.
Jorge era un hombre de acción por excelencia... nunca preguntaba
el porqué de las cosas, y aquello parecía cuestión de vida o muerte.
Sólo hay un lugar donde poder esconderse en un compartimiento
del tren... debajo del asiento. En siete segundos la joven se había
refugiado allí, y la maleta de Jorge, colocada como por descuido
junto a un extremo, cubría su retirada. No fue demasiado pronto. Un
rostro iracundo asomó por la ventanilla.
—
¡Mi sobrina! Usted la ha ocultado aquí. Quiero a mi sobrina.
Jorge, un tanto falto de respiración, estaba reclinado en un rincón,
absorto en la columna deportiva del periódico de la tarde, treinta y una edición. Lo dejó a un lado con el aire de un hombre que vuelve de muy lejos.
—
¿Cómo dice usted, señor? — le preguntó cortés.
—
Mi sobrina... ¿qué ha hecho usted con mi sobrina?
Considerando que la política del ataque es siempre mejor que la de
defenderse, Jorge entró en acción.
—
¿Qué diantre está diciendo? — exclamó con una magnífica
imitación de los modales de su tío.
El otro se interrumpió un instante sorprendido por su repentina
ferocidad. Era un hombre grueso, que todavía jadeaba un poco
como si hubiera estado corriendo. Llevaba el cabello cortado en
brosse, y un bigote a lo Hohenzollern. Su voz era decididamente
gutural, y la rigidez de su tórax denotaba que se encontraba más
cómodo dentro de su uniforme que fuera de él. Jorge sentía el
prejuicio instintivo de un verdadero británico contra los extranjeros...
y una repulsión especial por los germánicos.
—
¿Qué diantre está diciendo? — repitió enojado.
—
Ella entró aquí — dijo el otro— . Yo la vi. ¿Qué es lo que ha hecho
con ella?
Jorge dobló el periódico y asomó la cabeza y los hombros por la
ventanilla.
—
De manera que es esto, ¿verdad? — rugió— . Chantaje. Pero se
ha equivocado de persona. Esta mañana he leído todo lo referente
a usted en el Daily Mail. ¡Aquí, guardia, guardia!
Un agente se acercó corriendo.
—
Oiga, guardia — dijo Rowland con ese aire de autoridad que
adoran las clases inferiores— . Este individuo me está molestando.
Si es necesario le denunciaré por intento de chantaje. Dice que
tengo a su sobrina escondida aquí. Hay una banda de extranjeros
que se dedican al chantaje. Debieran impedirlo. Lléveselo, ¿quiere?
Aquí tiene mi tarjeta por si la desea.
El guardia miró primero al uno y luego al otro, y pronto se decidió.
Le habían enseñado a despreciar a los extranjeros, y a respetar y
admirar a los caballeros bien vestidos que viajaban en primera.
Apoyó su mano en el hombro del intruso.
—
Vamos — dijo— , usted se viene conmigo.
En aquel momento falló el inglés del extranjero y se puso a maldecir
en su lengua nativa
—
Basta — dijo el guardia— . Apártese ya, ¿quiere? El tren va a salir.
Se dio la señal con la bandera, sonó el silbato y con una sacudida el
tren salió de la estación.
Jorge permaneció en su puesto de observación hasta que hubieron
dejado atrás el andén, y entonces retiró la cabeza de la ventanilla, y cogiendo su maleta la colocó en la red.
—
Está bien. Ya puede salir — dijo en tono tranquilizador.
La muchacha obedeció.
—
¡Oh! — exclamó— . ¿Cómo puedo agradecérselo?
—
No tiene importancia. Ha sido un placer, se lo aseguro — replicó
Jorge galante.
Le sonrió para tranquilizarla. En sus ojos vio una expresión
ligeramente intrigada... como si echara de menos algo a lo que
estaba acostumbrada. En aquel momento, viéndose en el cristal,
contuvo el aliento.
No se sabe a ciencia cierta si los encargados de la limpieza limpian
o no debajo de los asientos de los trenes. Las apariencias son de
que no lo hacen, pero es posible que las partículas de polvo y
carbonilla se abran camino como una paloma mensajera. Jorge
apenas había tenido tiempo de fijarse en la apariencia de la joven,
tan repentina fue su llegada y tan breve el espacio de tiempo
transcurrido antes de meterse en su escondite, pero estaba seguro
de que era una muchacha joven, pulcra y bien vestida la que
desapareciera debajo del asiento. Ahora su sombrerito rojo estaba
abollado y sucio, y su rostro desfigurado por largos tizones de
polvo.
—
¡Oh! — exclamó la muchacha.
Y empezó a revolver en su bolso. Jorge, con el tacto de un
auténtico caballero, permaneció con la mirada fija en la ventanilla
admirando las calles londinenses al sur del Támesis.
—
¿Cómo podré agradecérselo? — volvió a decir la joven.
Considerando que aquello era una indirecta para reanudar la
conversación, Jorge retiró la vista de la ventanilla para volver a
contarle galantemente, pero esta vez con algo más de calor.
¡La joven era realmente encantadora! Jorge tuvo que confesar que
nunca había visto una muchacha más adorable. El empressement
de sus modales se hizo más acentuado.
—
Ha estado usted magnífico — dijo ella entusiasmada.
—
En absoluto. Ha sido la cosa más sencilla del mundo. Estoy muy
satisfecho de haberle sido de utilidad — murmuró Jorge.
—
Estuvo magnífico — repitió la joven.
Sin duda es agradabilísimo ver a la muchacha más adorable del
mundo mirándose en nuestros ojos y diciéndonos que nos
encuentra magníficos, y Jorge disfrutó tanto como cualquiera.
Luego se hizo un silencio embarazoso. Parecía que la joven
necesitaba explicarse, y enrojeció ligeramente.
—
Lo más desagradable — dijo nerviosa— , es que no puedo
explicarme.
Le miró con aire lastimero.
—
¿No puede explicarse?
—
No.
—
¡Espléndido! — dijo Rowland con entusiasmo.
—
¿Cómo dice?
—
He dicho, «espléndido». Es como esas novelas que le mantienen
a uno despierto toda la noche. La protagonista siempre dice «no
puedo explicarme» en el primer capítulo. Y claro está, se explica en
el último, y nunca hay una razón verdadera para que no lo hiciera
desde el principio... como no sea que estropearía la historia. No
puedo decirle lo que celebro verme mezclado en un auténtico
misterio... no sabía que existieran estas cosas. Espero que tenga
algo que ver con documentos secretos de inmensa importancia, y el
expreso de los Balkanes. Adoro el expreso de los Balkanes.
La joven le miró con recelo.
— -¿Por qué ha dicho usted el expreso de los Balkanes? — preguntó
intrigada.
— -Espero no haber sido indiscreto — se apresuró a responder
Jorge— . Tal vez su tío viajaba en él...
—
Mi tío... — se detuvo y luego volvió a decir sin terminar— : Mi tío...
—
Cierto — dijo Jorge con simpatía— . Yo también tengo un tío.
Nadie debiera ser responsable de sus tíos. La naturaleza es muy
caprichosa... así es como yo lo veo.
La joven se echó a reír impulsivamente, y al hablar, Jorge observó
su ligero acento extranjero. Al principio la había tomado por inglesa.
—
Qué persona más tranquilizadora y original es usted, señor...
—
Rowland. Jorge para mis amigos.
—
Me llamo Isabel...
Se detuvo bruscamente.
—
Me gusta ese nombre — dijo Jorge para disimular su momentánea
confusión— . ¿No la llamarán Belita, o cualquier otra cosa horrible,
supongo?
Ella meneó la cabeza.
—
Bien — continuó Jorge— , ahora que nos conocemos, será mejor
que pasemos a tratar de negocios. Si se levanta le sacudiré la
espalda de su abrigo.
Ella obedeció y Jorge cumplió bien su cometido.
—
Gracias, señor Rowland.
—
Jorge. Recuerde, Jorge para mis amigos. Y no es posible que
entre usted en mi departamento, se esconda debajo del asiento, me
induzca a mentir a su tío, y luego se niegue a que seamos amigos,
¿no le parece?
—
Gracias, Jorge.
—
Así está mejor.
—
¿Estoy bien ahora? — preguntó Isabel intentando mirar por
encima de su hombro la espalda de su abrigo.
—
¡Está bien...! ¡Oh! Sí... ahora está perfectamente — dijo Jorge
conteniéndose.
—
Comprenda, ha sido todo tan repentino — exclamó la joven.
—
Debe haberlo sido.
—
El nos vio en el taxi y luego en la estación. Yo me metí aquí
sabiendo que me seguía de cerca. A propósito, ¿a dónde va este
tren?
—
Al Castillo de Rowland — replicó Jorge en tono firme.
La muchacha pareció extrañarse.
—
¿El Castillo de Rowland?
—
Claro que después de varias paradas. Pero confidencialmente, yo
espero llegar allí antes de medianoche. La antigua compañía Sur-
Oeste... era de confianza..., lenta pero segura... y estoy convencido
de que los ferrocarriles del sur conservan las antiguas tradiciones.
—
No sé si debo ir al Castillo de Rowland — dijo Isabel pensativa.
—
No me ofenda. Es un lugar delicioso.
—
¿Ha estado alguna vez allí?
—
Pues, exactamente, no. Pero hay muchísimos otros sitios a donde
puede ir, si no le atrae el Castillo de Rowland. Tal vez prefiera
Wokin, Wedbridge o Wimbledon. Seguro que el tren se detiene en
alguno de ellos.
— -Ya. Sí, podría apearme allí, y tal vez regresar a Londres en
coche. Creo que ése sería el mejor plan.
Mientras hablaba, el tren comenzó a disminuir su marcha y Rowland
la miró con ojos suplicantes.
—
Si puedo hacer algo...
—
No, ya ha hecho usted bastante.
Hubo una pausa y al fin la joven volvió a romper el silencio.
—
Yo... ojalá pudiera explicarme. Yo...
—
¡Por lo que más quiera, no lo haga! Lo estropearía todo.
—
Pero escuche, ¿no hay nada que yo pueda hacer? Llevar los
papeles secretos a Viena... o algo por el estilo? Siempre hay
documentos secretos. Déme una oportunidad.
El tren se había detenido e Isabel bajó precipitadamente al andén.
Luego volvió su rostro ansioso y le habló a través de la ventanilla.
—
¿Habla usted en serio? ¿Querría hacer algo por nosotros... por
mí?
—
Haría lo que fuese por usted, Isabel.
—
¿Aunque no pudiera explicarle los motivos?
—
¡Al diablo los motivos!
—
¿Aunque fuese... peligroso?
—
Cuanto más peligroso, mejor.
Tras vacilar unos instantes pareció tomar una determinación.
—
Inclínese fuera de la ventanilla y mire el andén como si en
realidad no lo mirara — el señor Rowland apresuróse a obedecer
aquella orden tan difícil— . ¿Ve usted a ese hombre que sube al
tren... que lleva una pequeña barba negra... y un abrigo claro?
Sígale, y vigile lo que hace y a dónde va.
—
¿Eso es todo? — preguntó Rowland— . ¿Qué he de...?
Ella le interrumpió:
—
Luego le enviaremos más instrucciones. Vigílele... y guarde esto
—
puso en su mano un paquete sellado— . Guárdelo con su vida. Es
la clave de todo.
El tren siguió adelante y Rowland permaneció contemplando por la
ventanilla la figura alta y graciosa de Isabel, que se alejaba por el
andén. En su mano aprisionaba el paquetito sellado.
El resto de su viaje fue monótono y aburrido. El tren era muy lento y
se detenía en todas partes. En cada estación, Jorge se asomaba a
la ventanilla, para ver si se apeaba su presa. Cuando la parada
prometía ser larga, se bajaba al andén para asegurarse de que el
hombre seguía allí.
El destino eventual del tren era Portsmouth, y fue allí donde se apeó
el sujeto de la barba. Se dirigió a un pequeño hotel de segunda
clase, donde le dieron habitación, y Rowland hizo lo propio.
Las habitaciones estaban en el mismo pasillo, separadas sólo por
dos puertas. Aquello satisfizo a Jorge. Era un completo novato en el
arte de la persecución, pero estaba deseando aprender y justificar
la confianza de Isabel.
Para cenar, dieron a Jorge una mesa próxima a su presa. El
comedor no estaba lleno y la mayoría de los comensales le
parecieron viajantes de comercio... hombres muy respetables que
engullían los alimentos con apetito. Sólo un hombre atrajo su
atención... uno menudo, de cabellos y bigotes rubios, y aspecto de
hombre acostumbrado a tratar con caballos. También él parecía
interesarse por Jorge, y cuando terminaron de cenar le propuso una
partida de billar, pero Jorge había visto que el hombre de la barba
negra se ponía el sombrero y el abrigo, y se negó cortésmente.. Al
minuto siguiente estaba en la calle en pos de aquel sujeto. La
persecución fue larga y pesada... y al fin pareció no conducir a parte
alguna. Después de deambular por las calles de Portsmouth por
espacio de cuatro kilómetros, el hombre regresó al hotel, y Jorge
pisándole los talones. Una duda asaltó a nuestro héroe. ¿Era
posible que aquel hombre se hubiera percatado de su presencia?
Mientras discutía esta cuestión, de pie en el vestíbulo, se abrió la
puerta principal y entró el hombrecillo de cabellos rubios. Al parecer,
también él había salido a dar un paseo.
Jorge se dio cuenta en el acto de que la hermosa damisela que
estaba en conserjería se dirigía a él.
—
El señor Rowland, ¿verdad? Dos caballeros han venido a verle.
Dos extranjeros. Están en el saloncito del final del pasillo
Un tanto asombrado, Jorge buscó la estancia en cuestión. Los dos
caballeros que se hallaban sentados allí, se pusieron de pie para
saludarle ceremoniosamente.
—
¿El señor Rowland? No me cabe la menor duda, señor, de que
adivina nuestra identidad.
Jorge miró primero a uno y luego al otro. El que había hablado era
el mayor de los dos, un caballero ceremonioso de cabellos grises
que hablaba un excelente inglés. Su acompañante era un joven
alto, rubio, de rostro granujiento y constitución germánica, que no
perdía atractivo a pesar del ceño fiero que ostentaba en aquellos
momentos.
Bastante aliviado al ver que ninguno de sus visitantes era el
caballero que encontrara en Waterloo, Jorge adoptó su aire más
cortés.
—
Por favor, siéntense, caballeros. Encantado de conocerles.
¿Quieren tomar algo?
El más anciano alzó ligeramente la mano en son de protesta.
—
Gracias, lord Rowland... Sólo disponemos de poco tiempo... el
preciso para que usted responda a una pregunta.
—
Es usted muy amable al darme ese título — repuso Jorge— . Y
lamento que no quieran tomar nada. ¿Cuál es esa pregunta tan
trascendental?
—
Lord Rowland, usted salió de Londres en compañía de cierta
dama. Y llegó aquí solo. ¿Dónde está la dama?
Jorge se puso en pie.
—
No comprendo su pregunta — dijo en tono frío, imitando en todo lo
posible a un héroe de novela— . Tengo el honor de desearles muy
buenas noches, caballeros.
— Pero usted sí que la entiende. La comprende perfectamente —
exclamó el más joven interviniendo de improviso— . ¿Qué ha hecho
usted de Alexa?
—
Cálmese, señor — murmuró el otro— . Le ruego que conserve la
calma.
—
Puedo asegurarle — dijo Jorge— , que no conozco a ninguna
dama de ese nombre. Debe haber algún error.
El más anciano le miraba de hito en hito.
—
No es posible — replicó en tono seco— . Me tomé la libertad de
examinar el libro de registro del hotel. Usted se inscribió como J.
Rowland del Castillo de Rowland.
Jorge se vio obligado a ruborizarse.
—
Una... una pequeña broma mía — explicó.
—
Una excusa muy trivial. Vamos, déjese de rodeos, ¿Dónde está
su alteza?
—
Si se refiere a Isabel...
Con un arrebato de furor el joven volvió a adelantarse.
—
¡Insolente! Hablar de ella en esos términos.
—
Me refiero — dijo el otro despacio— , como usted sabe muy bien, a
la gran duquesa Anastasia Sofía Alexandra María Elena Olga Isabel
de Catonia.
—
¡Oh! — exclamó Rowland sin poder contenerse.
Trató de recordar todo lo que sabía de Catonia... Que él supiese,
era un pequeño pueblo de los Balkanes, y tenía idea de que había
habido allí una revolución. Volvió a la realidad con un esfuerzo.
—
Evidentemente nos referimos a la misma persona — dijo
alegremente— , sólo que yo la llamo Isabel.
—
Tendrá que darme una satisfacción — gruñó el más joven— . Nos
batiremos.
—
¿Batirnos?
—
En duelo.
—
Yo nunca me bato — replicó Rowland con determinación.
—
¿Por qué no? — preguntó el otro en tono desagradable.
—
Tengo demasiado miedo de que me hieran.
—
¡Ah! ¿Por eso? Entonces por lo menos me daré el gusto de tirarle
de la nariz.
Y el joven avanzó con fiereza. Lo que ocurrió es algo difícil de
explicar, pero describió un repentino círculo en el aire para luego
caer al suelo pesadamente.
Se levantó aturdido ante la mirada sonriente de Rowland.
—
Como iba diciendo — observó— , siempre temo que me hieran.
Por eso creí conveniente aprender jiu-jitsu.
Hubo una pausa. Los dos extranjeros contemplaron vacilantes a
aquel joven de aspecto amable, como si hubieran comprendido de
pronto que tras sus modales corteses se escondía una cualidad
peligrosa. El joven teutón estaba lívido de ira.
—
Se arrepentirá de eso — siseó.
El anciano recuperó su compostura.
—
¿Es su última palabra, lord Rowland? ¿Se niega a comunicarnos
el paradero de su alteza?
—
Lo ignoro.
—
No esperará que lo crea.
—
Temo que sea usted de naturaleza incrédula, señor.
El otro limitóse a mover la cabeza, murmurando:
—
Este no es el fin. Volverá a saber de nosotros — y los hombres se
despidieron.
Jorge se pasó la mano por la frente. Los acontecimientos se
precipitaban con rapidez sorprendente. Sin duda se hallaba
mezclado en un escándalo europeo de primera categoría.
—
Tal vez represente otra guerra — pensó Jorge esperanzado,
mientras se volvía para ver lo que había sido del hombre de la
barba negra.
Para su tranquilidad le descubrió sentado en un extremo del salón.
Jorge ocupó la esquina opuesta, y al cabo de tres minutos el
hombre de la barba se levantó yendo a acostarse. Jorge le siguió
hasta verle entrar en su habitación y cerrar la puerta. Entonces
exhaló un suspiro de alivio.
—
Necesito descansar — murmuró— . Lo necesito
desesperadamente.
Entonces le asaltó un temor. Suponiendo que el hombre de la barba
hubiera comprendido que le seguía los pasos... ¿Y si escapaba
durante la noche mientras Jorge dormía el sueño de los justos?
Unos minutos de reflexión bastaron a Rowland para encontrar un
medio de vencer aquella dificultad. Deshizo uno de sus calcetines
hasta tener una hebra de lana lo bastante larga, y luego, saliendo
sigilosamente de su habitación, pegó uno de sus extremos en la
puerta del desconocido con un pedazo de papel de goma, y luego
hizo llegar hasta su propio dormitorio. Allí cogió el otro extremo
atándole una campanilla de plata... recuerdo de la juerga de la
noche anterior. Hizo todos estos preparativos con gran satisfacción.
Cuando el hombre de la barba negra intentara abandonar la
habitación, le avisaría instantáneamente el tintineo de la campanilla.
Una vez hechos estos arreglos, Jorge no perdió tiempo y se acostó.
Colocó el paquete sellado cuidadosamente debajo de la almohada,
y luego se entregó a un ejercicio mental. Sus pensamientos podían
traducirse así:
“Anastasia, Sofía, María, Alejandra, Olga, Isabel. Diantre, me he
olvidado uno. Quisiera saber...”
Fue incapaz de dormirse inmediatamente, pues se lo impedía su
afán de desentrañar la situación. ¿Qué significaba todo aquello?
¿Qué relación había entre la gran duquesa fugitiva, el paquete
sellado y el hombre de la barba negra? ¿De qué huía la gran
duquesa? ¿Sabían los dos extranjeros que el paquete sellado
estaba en su poder? ¿Qué contenía? Dando vueltas a estas cuestiones e irritado por no ver cercana la solución, Rowland se quedó dormido. Le despertó un ligero tintineo de la campanilla. No era de esos hombres que entren inmediatamente en acción al despertarse, y necesitó un minuto y medio para hacerse cargo de la situación. Entonces saltó de la cama, se puso las zapatillas y abriendo la puerta con sumas precauciones, salió al pasillo. Una leve sombra moviéndose por el centro del mismo le indicó la dirección de su hombre, y avanzando en el mayor silencio, le fue siguiendo. Llegó con el tiempo justo para ver cómo el barbudo desaparecía en el cuarto de baño. Aquello era muy extraño, pues había otro precisamente al lado de su habitación. Acercándose más a la puerta, que estaba entreabierta, Jorge atisbó por la rendija. El barbudo estaba de rodillas junto a la bañera haciendo algo en el borde de la misma. Permaneció allí durante unos cinco minutos y luego se puso en pie, momento que fue aprovechado por Jorge para emprender una prudente retirada. Una vez a salvo en la penumbra de su habitación, observó desde allí cómo el otro entraba en la suya.
—
Bien — díjose-. Mañana por la mañana habrá que investigar el
misterio del cuarto de baño.
Se metió en la cama, deslizando su mano debajo de la almohada
para asegurarse de que el paquete sellado seguía allí. Al minuto
siguiente estaba revolviendo frenéticamente toda la ropa de la cama
presa de pánico. ¡El paquete había desaparecido!
A la mañana siguiente fue un triste Jorge el que se sentó a
desayunar huevos con jamón. Había defraudado a Isabel,
permitiendo que le arrebataran el precioso paquete que ella le
confiara y lo del «misterio del cuarto de baño» fue un truco
miserable. Sí, no cabía duda de que Jorge había hecho el ridículo.
Después de desayunar, volvió a subir. En el pasillo encontró a una
camarera con aspecto perplejo.
¿Le ocurre algo? — le preguntó Jorge amablemente
—
Se trata del caballero de esta habitación, señor. Me pidió que le
llamara a las ocho y media, y no me contesta y la puerta está
cerrada.
—
No me diga — replicó Jorge.
Una extraña inquietud le fue invadiendo y corrió a su habitación.
Cualesquiera que fuesen los planes que estuviera trazando fueron
dejados de lado ante la vista de algo inesperado. Allí, sobre la
cómoda, estaba el paquetito que le habían robado la noche anterior.
Jorge lo cogió para examinarlo. Sí, sin duda era el mismo, pero el
sello había sido roto. Tras, un minuto de vacilación lo desenvolvió. Si otras personas habían visto su contenido, ¿por qué razón no podía también él? Además, era posible que hubieran robado su contenido. Al quitar el papel que lo envolvía descubrió una cajita de cartón, de las que emplean los joyeros. La abrió. En su interior, sobre un lecho de algodón en rama, había un sencillo aro de boda. Lo cogió, examinándolo. No llevaba ninguna inscripción en su interior... nada que lo diferenciara de cualquier otro anillo de oro. Jorge escondió la cabeza entre las manos, exhalando un gemido.
—
Es una locura — murmuró— . Eso es lo que es. Una locura. No
tiene sentido.
De pronto recordó la declaración de la camarera, y al mismo tiempo
observó que fuera de la ventana había un ancho parapeto. Era algo
que normalmente no hubiera hecho, pero, tentado por la curiosidad
y el coraje, estaba dispuesto a hacer frente a las dificultades. Saltó
al repecho de la ventana, y pocos segundos después se asomaba a
la de la habitación ocupada por el hombre de la barba negra. La
ventana estaba abierta y la habitación vacía. Un poco más allá
había una escalera de incendios. Era evidente que su presa ya
había tomado las de Villadiego.
Jorge saltó al interior del dormitorio. Las pertenencias del fugitivo
estaban esparcidas por doquier. Tal vez entre ellas hubiese algo
que iluminara su perplejidad. Empezó a buscar, comenzando por el
contenido de una maleta desvencijada.
Fue un ruido el que interrumpió su registro... un ruido muy ligero,
pero que sin duda había sonado en la habitación. Jorge dirigió la
vista hacia el gran armario guardarropa, y acercándose a él abrió la
puerta de golpe. Al hacerlo, un hombre saltó de su interior, cayendo
sobre él. Rodaron por el suelo abrazados. No era un contrincante
despreciable, y todos los trucos conocidos por Jorge le valieron de
bien poco. Al fin se separaron casi exhaustos y por primera vez
pudo ver quién era su adversario. ¡El hombrecillo del bigote rubio!
—
¿Quién diablos es usted? — le preguntó Jorge.
Por respuesta el otro le entregó una tarjeta que Jorge leyó en voz
alta.
—
«Detective inspector Jarrold, de Scotland Yard».
—
Eso es, señor. Y ahora hará bien en decirme todo lo que sepa de
este asunto.
—
¿Usted cree? — dijo Jorge pensativo— . ¿Sabe usted, inspector?
Creo que tiene razón. ¿No podríamos ir a un lugar más alegre?
En un apacible rincón del bar, Jorge desnudó su alma, mientras el
inspector Jarrold le escuchaba con simpatía.
—
Muy extraño, como bien dice usted, señor — observó cuando
Jorge hubo terminado— . Hay muchas cosas que no tienen ni pies ni cabeza, pero hay uno o dos puntos que puedo aclararle. Yo vine aquí siguiendo a Mardenber (su amigo de la barba negra), y su aparición y su vigilancia me hicieron entrar en sospechas. Anoche me introduje en su habitación, cuando usted había salido, y fui yo quien le quitó el paquetito sellado de debajo de la almohada. Al abrirlo vi que no era lo que yo andaba buscando y aproveché la primera oportunidad para devolvérselo.
—
Desde luego, eso aclara un poco las cosas — repuso Jorge
pensativo— . Parece que no he hecho más que ponerme en ridículo.
—
Yo no diría eso, señor. Lo hizo muy bien para ser un principiante.
¿Dice que visitó el cuarto de baño esta mañana y se llevó lo que
había escondido detrás de la bañera?
—
Sí. Pero es sólo una estúpida carta de amor — dijo Jorge con
pesar— . ¡Maldita sea! No era mi intención meterme en la vida
privada de ese pobre diablo.
—
¿Le importaría dejar que la viera, señor? Jorge sacó la carta
doblada de su bolsillo y se la entregó al inspector, que se dispuso a
leerla.
—
Una vulgar carta amorosa, como usted dice. Pero me parece que
si trazara líneas desde el punto de una i a otra, obtendría un
resultado muy distinto. Vaya, Dios le bendiga, señor, éste es el
plano de las defensas del puerto de Portsmouth.
—
¿Qué?
—
Sí. Hace tiempo que habíamos echado el ojo a ese caballero,
pero era demasiado listo para nosotros. Tiene a una mujer que hace
el trabajo más sucio.
—
¿Una mujer? — dijo Jorge aturdido— . ¿Cuál es su nombre?
—
Se la conoce por muchos, señor. El más corriente es Betty
Brighteyes. Es una mujer muy atractiva.
—
Betty... Brighteyes — dijo Jorge— . Gracias, inspector.
—
Perdóneme, señor, ¿no se encuentra bien?
—
No. Estoy muy enfermo. En resumen, creo que será mejor que
tome el primer tren para regresar a la ciudad.
El inspector consultó su reloj.
—
Me temo que sea un poco lento, señor. Será mejor que espere al
expreso.
—
No importa — replicó Jorge con voz lúgubre— . Ninguno será más
lento que el que me trajo ayer.
Sentado una vez más en un departamento de primera clase, Jorge
repasó perezosamente las noticias del día. De pronto se irguió
sobresaltado ante lo que leían sus ojos.
«Una boda romántica tuvo lugar ayer en Londres. Lord Rolando
Gaigh, segundo hijo del marqués de Exminster, contrajo matrimonio con la gran duquesa Anastasia de Catonia. La ceremonia se mantuvo en el más absoluto secreto. La gran duquesa había estado viviendo en París con su tío desde la sublevación de Catonia. Conoció a lord Rolando cuando era secretario de la Embajada británica en Catonia y su noviazgo data desde entonces.»
—
Vaya, que me...
Rowland no supo encontrar nada lo bastante fuerte para expresar
sus sentimientos, y continuó mirando fijamente al vacío. El tren se
detuvo en una pequeña estación y subió una dama que fue a
sentarse delante de él.
—
Buenos días, Jorge — le dijo con voz dulce.
—
¡Cielos! — exclamó Jorge— . ¡Isabel! Ella le sonrió. Estaba más
bonita que nunca, si ello fuera posible.
—
Escuche — suplicó Jorge, llevándose las manos a la cabeza— .
Dígame, por amor de Dios, ¿es usted la gran duquesa Anastasia o
Betty Brigtheyes?
Ella le miró.
—
Ninguna de las dos. Soy Isabel Gaigh. Ahora puedo explicárselo
todo, y también disculparme. Comprenda. Rolando (es mi hermano)
siempre había estado enamorado de Alexa...
—
¿Se refiere a la gran duquesa?
—
Sí, es así como la llaman en familia. Pues bien, como le decía,
Rolando siempre estuvo enamorado de ella, y ella de él. Y entonces
vino la revolución, y Alexa estuvo en París, y ya iban a arreglarlo
todo cuando el viejo Stüum, el canciller, se presentó insistiendo en
llevarse a Alexa y obligarla a casarse con el príncipe Karl, su primo,
un ser sencillamente horrible... y presuntuoso.
—
Me parece que le he conocido — replicó Jorge.
—
A quien ella odiaba. Y el viejo príncipe Osric, su tío, le prohibió
volver a ver a Rolando. De manera que huyó a Inglaterra, y yo vine
a reunirme con ella, y telegrafié a Rolando, que estaba en Escocia.
Y en el último momento, cuando nos dirigíamos al Registro Civil en
un taxi, nos encontramos frente a frente con el viejo príncipe Osric,
que iba en otro taxi. Claro que nos siguió, y estábamos
desesperados sin saber qué hacer, porque hubiera hecho una
escena terrible, y además es su guardián. Entonces se me ocurrió
la brillante idea de cambiarme con ella. Hoy en día no se ve nada
más que la punta de la nariz de una joven. Me puse el sombrero
rojo de Alexa y su abrigo castaño, y ella el mío gris. Entonces
dijimos al taxista que nos llevara a Waterloo, y allí yo me apeé
entrando apresuradamente en la estación. El viejo Osric siguió el
sombrero rojo, sin pensar ni un momento en la otra ocupante del
taxi que permanecía acurrucada en su interior, pero naturalmente no debía ver mi rostro. Así que me introduje en su departamento y me abandoné a su clemencia.
—
Lo demás ya lo sé — dijo Jorge— . Me lo merecía.
—
No diga eso. Tengo que disculparme. Espero que no esté
enfadado. Comprenda, parecía tan interesado por vivir un
verdadero misterio... como en las novelas, que no pude resistir la
tentación. Escogí un hombre de aspecto siniestro que había en el
andén y le dije a usted que le siguiera. Y luego le entregué el
paquete.
—
Conteniendo un anillo de boda.
—
Sí. Alexa y yo lo compramos porque Rolando no debía llegar de
Escocia hasta el momento de la boda. Y naturalmente, yo sabía que
cuando pudiera regresar a Londres ya no lo necesitarían... Habrán
utilizado una argolla de cortina o cualquier otra cosa.
—
Comprendo — dijo Jorge— . Es lo que ocurre siempre... ¡es tan
sencillo cuando se sabe! Permítame un instante, Isabel.
Y quitándole el guante exhaló un suspiro de alivio al ver su dedo
anular desnudo.
—
Estupendo — observó— . Al fin y al cabo este anillo servirá para
algo.
—
¡Oh! — exclamó Isabel— . ¡Pero si yo no sé nada de usted!
—
Sabes lo simpático que soy — replicó Jorge— . A propósito, acaba
de ocurrírseme que tú debes ser lady Isabel Gaigh, naturalmente.
—
¡Oh! Jorge, ¿acaso eres un snob?
—A decir verdad lo soy bastante. Mi mejor sueño fue uno en el que
el rey Jorge me pedía prestada media corona para pasar el fin de
semana. Pero estaba pensando en mi tío... el que me ha despedido.
El sí que es un snob terrible... ¡Cuando sepa que voy a casarme
contigo me convertirá en seguida en su socio!
—
¡Oh, Jorge! ¿Eres muy rico?
—
Isabel, ¿acaso eres interesada?
Mucho. Me encanta gastar dinero. Pero estaba pensando en mi
padre. Tiene cinco hijas pletóricas de belleza y sangre azul y está
deseando encontrar un yerno rico.
—
¡Um!... — replicó Jorge— . Será uno de esos enlaces preparados
por el cielo y aprobados en la tierra. ¿Viviremos en el Castillo de
Rowland? Seguro que me hacen alcalde, siendo tú mi mujer. ¡Oh,
querida Isabel! Es probable que lo prohíban las leyes de la
Compañía, pero no puedo remediarlo, he de besarte.
FIN
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