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miércoles, 1 de diciembre de 2010

“MISS MARPLE Y 13 PROBLEMAS” -- Agatha Christie -- La casa del ídolo de Astarté


“MISS MARPLE Y 13 PROBLEMAS” 
Agatha Christie
La casa del ídolo de Astarté



LA CASA DEL ÍDOLO DE ASTARTÉ
Y ahora doctor Pender, ¿qué va usted a contarnos?
El anciano clérigo sonrió amablemente.
—Mi vida ha transcurrido en lugares tranquilos—dijo—. He sido testigo de muy pocos
acontecimientos memorables. No obstante, en cierta ocasión, cuando era joven, tuve una
extraña y trágica experiencia.
—¡Ah! —exclamó Joyce Lempriére en tono alentador.
—Nunca la he olvidado —continuó el clérigo—. Entonces me causó una profunda impresión,
e incluso ahora, con un ligero esfuerzo de mi memoria, puedo sentir de nuevo todo el horror y
la angustia de aquel terrible momento en que vi caer muerto a un hombre al parecer sin causa
aparente.
—Ha conseguido ponerme la piel de gallina, Pender—se lamentó sir Henry.
—A mí sí que se me puso la piel de gallina, como usted dice —replicó el otro—. Desde
entonces nunca he vuelto a reírme de las personas que emplean la palabra «atmósfera».
Existe. Hay ciertos lugares saturados de buenos o malos influjos que hacen sentir sus efectos.
—Esa casa, The Larches, es uno de esos lugares infortunados —señaló miss Marple—. El
viejo Mr. Smither perdió todo su dinero y tuvo que abandonarla. Luego la alquilaron los
Carlslake y Johnny se cayó por la escalera y se rompió una pierna, y Mrs. Carlslake se vio
obligada a marcharse al sur de Francia para reponerse. Ahora la tienen los Burden y he oído
decir que el pobre Mr Burden tendrá que ser operado de urgencia.
—Hay mucha superstición en lo que toca a todos estos temas —dijo Mr. Petherick—. Y por
culpa de muchos de los estúpidos rumores que corren se ocasionan innumerables daños a
estas fincas.
—Yo he conocido un par de fantasmas que tenían una robusta personalidad —comentó sir
Henry con una risita.
—Creo —dijo Raymond— que deberíamos dejar que el doctor Pender continuara su
historia.
Joyce se puso en pie para apagar las dos lámparas, dejando la habitación iluminada solamente
por el resplandor de las llamas.
—Atmósfera —explicó—. Ahora podemos continuar.
El doctor Pender le dirigió una sonrisa y, tras acomodarse en su butaca y quitarse las gafas,
comenzó su relato con voz suave y evocadora.
—Ignoro si alguno de ustedes conocerá Dartmoor. El lugar de que les hablo se halla situado
cerca de los límites de Dartmoor Era una preciosa finca, aunque estuvo varios años en venta
sin encontrar comprador Tal vez resulta algo apartada en invierno, pero la vista es magnífica y
la casa misma posee características ciertamente curiosas y originales. Fue adquirida por un
hombre llamado Haydon, sir Richard Haydon. Yo lo había conocido en la universidad y,
aunque le perdí de vista durante algunos años, seguíamos manteniendo lazos de amistad y
acepté con agrado su invitación de ir al Bosque Silencioso, como se llamaba su nueva
propiedad.
»La reunión no era muy numerosa. Estaba el propio Richard Haydon, su primo Elliot Haydon
y una tal lady Mannering con su hija, una joven pálida e inconspicua, llamada Violeta. El
capitán Rogers con su esposa, buenos jinetes, personas curtidas que sólo vivían para 
caballos y la caza. En la casa estaba también el joven doctor Symonds y miss Diana Ashley.
Yo había oído algo sobre esta última. Su fotografía aparecía a menudo en las revistas de
sociedad y era una de las bellezas destacadas de la temporada. Desde luego era realmente
atractiva. Morena, alta, con un hermoso cutis de tono crema pálido y unos ojos oscuros y
rasgados que le daban una pícara expresión oriental. Poseía además una maravillosa voz,
profunda y musical.
»Vi en seguida que mi amigo Richard Haydon estaba muy interesado por la muchacha y
deduje que aquella reunión había sido organizada únicamente por ella. De los sentimientos de
ella no estaba tan seguro. Era caprichosa al conceder sus favores. Un día hablaba con Richard
como si los demás no existiéramos y, al otro, el favorito era su primo Elliot y no parecía notar
la existencia de Richard, para acabar dedicándole sus más seductoras sonrisas al tranquilo y
retraído doctor Symonds.
»La mañana que siguió a mi llegada, nuestro anfitrión nos mostró el lugar. La casa en sí no era
nada extraordinaria, y estaba sólidamente construida con granito de Devonshire para resistir
las inclemencias del tiempo. No era romántica, pero si muy confortable. Desde sus ventanas
se divisaba el panorama del páramo y las vastas colinas coronadas por peñascos moldeados
por el viento.
»En las laderas de los peñascos más cercanos a nosotros había varios círculos de menhires,
reliquias de los remotos días de la Edad de Piedra. En otra colina se veía un túmulo
recientemente excavado y en el que habían sido encontrados diversos objetos de bronce.
Haydon sentía un gran interés por las antigüedades y nos hablaba con gran entusiasmo de
aquel lugar que, según nos explicó, era particularmente rico en reliquias del pasado.
»Se habían encontrado restos de refugios neolíticos, de druidas celtas, de romanos, e incluso
indicios de los primeros fenicios.
»—Pero este lugar es el más interesante de todos —nos dijo—. Ya conocéis su nombre, el
Bosque Silencioso. Bien, no es difícil comprender por qué se llama así.
»Señaló con el brazo. En aquella zona, el paisaje se mostraba especialmente desolado; rocas,
brezos, helechos, pero a unos cien metros de la casa había una magnífica y espesa arboleda.
»—Es una reliquia de tiempos muy remotos —dijo Haydon—. Los árboles han ido muriendo,
pero han sido replantados y en conjunto se ha conservado tal como estaba tal vez en tiempos
de los fenicios. Vengan a verlo.
»Todos le seguimos. Al entrar en el bosquecillo me sentí invadido por una curiosa opresión.
Creo que fue el silencio, ningún pájaro parecía anidar en aquellos árboles. Se podía palpar la
desolación y el horror en el aire. Vi que Haydon me contemplaba con una extraña sonrisa.
»—¿No le causa alguna sensación este lugar, Pender? —me preguntó—. ¿De hostilidad? ¿O
de intranquilidad?
»—No me gusta —repliqué tranquilamente.
»—Está en su derecho. Este lugar fue la plaza fuerte de uno de los antiguos enemigos de la fe.
Este es el Bosque de Astarté.
»—¿Astarté?
»—Astarté, Isthar, Ashtoreth o como quiera llamarla. Yo prefiero el nombre fenicio de
Astarté. Creo que se conoce otro Bosque de Astarté en este país, al norte de la muralla de
Adriano. No tengo pruebas, pero me gusta pensar que el de aquí es el auténtico. Ahí, en el
centro de ese espeso círculo de árboles, se llevaban a cabo los ritos sagrados.
»—Ritos sagrados —murmuró Diana Ashley con mirada soñadora—. Me gustaría saber
cómo eran.
»—Nada recomendables— dijo el capitán Rogers con una risa estruendosa pero
inexpresiva—. Imagino que algo fuertes.
»Haydon no le prestó atención.
»—En el centro del bosque debía de haber un templo —dijo—. No es que haya conseguido
encontrar alguno, pero me he dejado llevar un poco por mi imaginación.
»Para entonces ya habíamos penetrado en un pequeño claro en el centro de la arboleda,
donde se elevaba una especie de glorieta de piedra. Diana Ashley miró inquisitivamente a
Haydon.
»—Yo la llamo la Casa del Ídolo —dijo éste—. Es la Casa del Ídolo de Astarté.
»Y avanzó hacia ella. En su interior, sobre un tosco pilar de ébano, reposaba una curiosa
imagen que representaba a una mujer con cuernos en forma de media luna y que estaba
sentada sobre un león.
»—Astarté de los fenicios —dijo Haydon—. La diosa de la Luna.
»—¡La diosa de la Luna! —exclamó Diana—. Oh, organicemos una fiesta pagana para esta
noche. Disfrazados. Vendremos aquí a medianoche para celebrar los ritos de Astarté.
»Yo hice un gesto brusco y Elliot Haydon, el primo de Richard Haydon, se volvió
rápidamente hacia mí.
»—A usted no le gusta todo esto, ¿verdad, Pender? —me dijo.
»—Sí —repliqué en tono grave—, no me gusta. —Me miró con extrañeza.
»—Pero si es una broma. Dick no puede saber si esto era realmente un bosque sagrado. Sólo
es pura imaginación. Le gusta jugar con la idea. Y de todos modos, si de verdad lo fuera...
»—¿Y si lo fuera...?
»—Bueno —dijo con una sonrisa un tanto incómoda—. Usted no puede creer en esas cosas,
¿no? Es un párroco.
»—Precisamente, no estoy seguro de como párroco no deba creer en ello.
»—Aun así, todo es ya parte del pasado.
»—No estaría tan seguro —dije pensativo—. Yo sólo sé una cosa. Por lo general no soy
hombre que se deje impresionar fácilmente por un ambiente, pero desde que he penetrado en
este círculo de árboles, tengo una extraña sensación de maldad y amenaza a mi alrededor.
» Miró intranquilo por encima de su hombro.
»—Sí —dijo--, es curioso en cierto modo. Sé lo que quiere decir, pero supongo que es sólo
nuestra imaginación lo que nos produce esa sensación. ¿Qué dice a esto, Symonds?
»El doctor guardó silencio unos momentos antes de replicar con calma:
»—No me gusta esto y no sé decirles por qué. Pero sea por lo que sea no me gusta.
»En aquel momento se acercó a mi Violeta Mannering.
»—Aborrezco este lugar —exclamó—, lo aborrezco. Salgamos de aquí.
»Echamos a andar y los demás nos siguieron. Sólo Diana Ashley se resistía a marcharse. Volví
la cabeza y la vi ante la casa del ídolo contemplando fijamente la imagen.
»El día era magnífico y excepcionalmente caluroso, y la idea de Diana Ashley de celebrar una
fiesta de disfraces aquella noche fue recibida con entusiasmo general. Hubo las acostumbradas
risas, los cuchicheos, el frenesí de los preparativos y, cuando hicimos nuestra aparición a la
hora de la cena, no faltaron exclamaciones de alegría. Rogers y su esposa iban disfrazados de
hombres del neolítico, lo cual explicaba la repentina desaparición de ciertas alfombras.
Richard Haydon se presentó como un marino fenicio y su primo como un capitán de
bandidos. El doctor Symonds se vistió de cocinero, lady Mannering de enfermera y su hija de
esclava circasiana. Yo mismo me había arreglado para parecerme en lo posible a un monje.
Diana Ashley bajó la última y nos quedamos algo decepcionados al verla aparecer envuelta en
un dominó negro.
»—Lo Desconocido —declaró con aire alegre—, eso es lo que soy. Y ahora, por lo que más
quieras, vamos a cenar.
»Después de cenar salimos afuera. Hacía una noche deliciosa y cálida, y empezaba a salir la
luna.
»Paseamos de un lado a otro, charlando, y el tiempo pasó muy de prisa. Debió de ser
aproximadamente una hora más tarde cuando nos dimos cuenta de que Diana Ashley no
estaba con nosotros.
»—Seguro que no se ha ido a la cama —dijo Richard Haydon.
»Violeta Mannering negó con la cabeza. No —dijo—. La vi marcharse en esa dirección hará
cosa de un cuarto de hora.
»Y al hablar señaló el bosquecillo de árboles que se alzaban negros y sombríos a la luz de la
luna.
»—Quisiera saber qué se propone —dijo Richard Haydon-. Alguna diablura, seguro.
Vayamos a ver.
»Avanzamos en pelotón intrigados por saber qué tramaba miss Ashley. No obstante, yo sentía
de nuevo cierto recelo ante la idea de penetrar en el oscuro cinturón de árboles. Algo más
Fuerte que yo parecía retenerme y me urgía a que no entrara allí. Sentí más claramente que
nunca el maleficio de aquel lugar. Creo que algunos de los demás experimentaron la misma
sensación que yo, aunque no lo hubieran admitido por nada del mundo. Los árboles estaban
tan juntos que no dejaban penetrar la luz de la luna y, a nuestro alrededor, se oían multitud de
ruidos, susurros y suspiros. Era un lugar que imponía y, de común acuerdo, todos nos
mantuvimos juntos.
»De pronto llegamos al claro del centro de la arboleda y nos quedamos como clavados en el
suelo, pues en el umbral de la Casa del Ídolo se alzaba una figura resplandeciente, envuelta en
una vestidura de gasa muy sutil y con dos cuernos en forma de media luna surgiendo de entre
la oscura cabellera.
»—¡Cielo santo! —exclamó Richard Haydon mientras su frente se perlaba de sudor.
»Pero Violeta Mannering fue más aguda.
»—¡Vaya, si es Diana! —observó—. ¿Y qué ha hecho? Oh, no sé qué es, pero está muy
distinta.
»La figura del umbral elevó sus manos y, dando un paso hacia delante, en voz alta y dulce,
recitó:
»—Soy la sacerdotisa de Astarté. Guardaos de acercaros a mí porque llevo la muerte en mi
mano.
»—No hagas eso, querida —protestó lady Mannering—. Nos estás poniendo nerviosos de
verdad.
»Haydon avanzó hacia ella.
»—¡Dios mío, Diana! —exclamó—. Estás maravilla.
»Mis ojos se habían acostumbrado ya a la luz de la luna y podía ver con más claridad. Desde
luego, como había dicho Violeta, Diana estaba muy distinta. Su rostro tenía una expresión
mucho más oriental, sus ojos rasgados un brillo cruel y sus labios la sonrisa más extraña que
viera jamás en mi vida.
»—¡Cuidado! —exclamó—. No os acerquéis a la diosa. Si alguien pone la mano sobre mí,
morirá.
»—Estás maravillosa, Diana —dijo Haydon--, pero ahora ya basta. No sé por qué, pero esto
no me gusta en absoluto.
»Iba avanzando sobre la hierba y ella extendió una mano hacia él.
»—Detente —gritó—. Un paso más y te aniquilaré con la magia de Astarté.
»Richard Haydon se echó a reír apresurando el paso y entonces ocurrió algo muy curioso.
Vaciló un momento, tuvimos la sensación de que tropezaba y cayó al suelo cuan largo era.
»No se levantó, sino que permaneció tendido en el lugar donde cayó.
»De pronto, Diana comenzó a reírse histéricamente. Fue un sonido extraño y horrible que
rompió el silencio del claro.
»Elliot se adelantó y lanzó una exclamación de disgusto.
»—No puedo soportarlo —exclamó--. Levántate, Dick, levántate, hombre.
»Pero Richard Haydon seguía inmóvil en el lugar en que había caído. Elliot Haydon llegó hasta
él y, arrodillándose a su lado, le dio la vuelta. Se inclinó sobre él y escudriñó su rostro.
»Luego se puso bruscamente en pie, medio tambaleándose.
»—Doctor —dijo—, doctor venga, por amor de Dios. Yo... yo creo que está muerto.
»Symonds corrió hacia el caído y Elliot se vino hacia nosotros caminando muy despacio. Se
miraba las manos de un modo que no supe comprender.
»En aquel momento Diana lanzó un grito salvaje.
»—Lo he matado —gritó--. ¡oh, Dios mío! No quise hacerlo, pero lo he matado.
»Y cayó desvanecida sobre la hierba.
»Mrs. Rogers lanzó un grito.
»—Salgamos de este horrible lugar —gimió—. Aquí puede ocurrirnos cualquier cosa. ¡Oh es
espantoso!.
»Elliot me cogió por un hombro.
»—No es posible, hombre —murmuró—. Le digo que no es posible. Un hombre no puede
ser asesinado así. Va... va contra la naturaleza.
»Traté de calmarlo.
»—Debe de haber alguna explicación —respondí—. Su primo puede haber tenido un fallo
cardíaco repentino a causa de la sorpresa y la excitación...
»Me interrumpió.
»—Usted no lo comprende —dijo extendiendo sus manos y pude contemplar en ellas una
mancha roja.
»—Dick no ha muerto del corazón, sino apuñalado... apuñalado en medio del corazón y no
hay arma alguna.
»Lo miré con incredulidad. En aquel momento Symonds acababa de examinar el cadáver y se
aproximó a nosotros, pálido y temblando de pies a cabeza.
»—Es que estamos todos locos? —se preguntó—. ¿Qué tiene este lugar para que sucedan en
él cosas semejantes?
»—Entonces es cierto.
» Asintió.
»—La herida es igual a la que hubiera producido una daga larga y fina, pero aquí no hay
ninguna daga.
»Nos miramos unos a otros.
»Pero tiene que estar aquí -.exclamó Elliot Haydon—. Debe haberse caído. Tiene que estar
por el suelo. Busquémosla.
»Todos buscamos en vano. Violeta Mannering exclamó de pronto:
»—Diana llevaba algo en la mano. Una especie de daga. Yo la vi claramente. Vi cómo
brillaba cuando le amenazó.
»Elliot Haydon meneó la cabeza.
»—El no llegó siquiera a tres metros de ella.
»Larry Mannering se había inclinado sobre la muchacha tendida en el suelo.
»—Ahora no tiene nada en la mano —anunció—, y no veo nada por el suelo. ¿Estás segura
de que la viste, Violeta? Yo no la recuerdo.
»El doctor Symonds se acercó a la joven.
»—Debemos llevarla a la casa —sugirió—. Rogers, ¿quiere ayudarme?
»Entre los dos llevamos a la muchacha de nuevo a la casa y luego regresamos en busca del
cadáver de sir Richard.
El doctor Pender se interrumpió mirando a su alrededor —Ahora sabemos más cosas —dijogracias
a la afición por las novelas policíacas. Hasta un chiquillo de la calle sabe que un
cadáver debe dejarse donde se encuentra. Pero entonces no teníamos estos conocimientos y
por tanto llevamos el cuerpo de Richard Haydon a su dormitorio de la casa cuadrada de
granito y enviamos al mayordomo para que fuese a buscar a la policía en su bicicleta: un paseo
de unas doce millas.
»Fue entonces cuando Elliot Haydon me llevó aparte.
»—Escuche —me dijo—. Voy a volver al bosque. Hay que encontrar el arma.
»Si es que la hubo —dije en tono dubitativo.
»Cogiéndome por un brazo, me sacudió con fuerza.
»—Se le han metido todas esas ideas supersticiosas en la cabeza. Usted cree que esta muerte
ha sido sobrenatural. Pues yo voy a volver al bosquecillo para averiguarlo.
»Me mostré extrañamente contrario a que hiciera esto. Hice lo posible por disuadirlo, pero sin
resultado. Sólo imaginar aquel círculo de árboles se me ponía la piel de gallina y sentí el fuerte
presentimiento de otro desastre, pero Elliot estaba decidido. Creo que también estab
asustado, aunque no quería admitirlo. Se marchó dispuesto a dar con la solución del misterio.
»Fue una noche horrible, nadie pudo conciliar el sueño, ni intentarlo siquiera. La policía,
cuando llegó, se mostró del todo incrédula ante lo ocurrido. Manifestaron el deseo de
interrogar a miss Ashley, pero tuvieron que desistir puesto que el doctor Symonds se opuso
con vehemencia. Miss Ashley había vuelto en sí después de su desmayo o trance y le había
dado un sedante para dormir, por lo que no debía ser molestada hasta el día siguiente.
»Hasta las siete de la mañana, nadie pensó en ElIiot Haydon, cuando Symonds preguntó de
pronto dónde estaba. Yo expliqué lo que Elliot había hecho y el rostro de Symonds se tomó
todavía más pálido y preocupado.
»—Ojalá no hubiera ido. Es una temeridad —dijo.
»—¿No pensará que haya podido ocurrirle algo?
»—Espero que no. Creo, padre, que será mejor que usted y yo vayamos a ver.
»Sabía que no le faltaba razón, pero necesité todo mi valor y fuerza de voluntad para hacerlo.
Salimos juntos y penetramos una vez más en la arboleda maldita. Le llamamos un par de
veces y no respondió. Al cabo de uno instantes llegamos al claro, que se nos apareció pálido
y fantasmal a la temprana luz de la mañana. Symonds se agarró a mi brazo y yo ahogué una
exclamación. La noche anterior, cuando lo vimos bañado por la luz de la luna, había el cuerpo
de un hombre tendido de bruces sobre la hierba. Ahora, a la luz del amanecer, nuestros ojos
contemplaron el mismo cuadro. Elliot Haydon estaba tendido exactamente en el mismo lugar
donde cayera su primo.
»—¡Dios mío! —dijo Symonds—. ¡A él también le ha ocurrido!
»Echamos a correr por el césped. Elliot Haydon estaba inconsciente, pero respiraba
débilmente y esta vez no cabía la menor duda de la causa de la tragedia. Una larga daga de
bronce permanecía clavada en la herida.
»—Le ha atravesado el hombro y no el corazón. Es una suerte —dijo el médico—. Palabra
que no sé qué pensar De todas formas, no está muerto y podrá contarnos lo ocurrido.
»Pero eso fue precisamente lo que Elliot Haydon no pudo hacer. Su descripción fue
extremadamente vaga. Había buscado el arma en vano y, al fin, dando por terminada la
búsqueda, se aproximó a la Casa del Ídolo. Fue entonces cuando tuvo la sensación de que
alguien le observaba desde el cinturón de árboles. Luchó por librarse de aquella impresión sin
poder conseguirlo. Describió cómo empezó a soplar un viento extraño y helado que parecía
venir no de los árboles, sino del interior de la Casa del ídolo. Se volvió para escudriñar su
interior y, al ver la pequeña imagen de la diosa, creyó sufrir una ilusión óptica. La figura fue
creciendo y creciendo, y luego de pronto creyó percibir como un golpe en las sienes que le
hizo tambalearse y, mientras caía, sintió un dolor ardiente y agudo en el hombro izquierdo.
»Esta vez, la daga fue identificada como la misma que había sido encontrada en el túmulo de la
colina y que fue comprada por Richard Haydon. Nadie sabía dónde la guardaba, si en la Casa
del Ídolo o en la suya.
»La policía opinaba que había sido apuñalado por miss Ashley, pero dado que todos
declaramos que no había estado en ningún momento a menos de tres metros de distancia de
él, no podían tener esperanzas de sostener la acusación contra ella. Por consiguiente, todo fue
y continúa siendo un misterio. »
Se hizo un profundo silencio.
—Parece que no haya nada que decir —habló al fin Joyce Lempriére—. Es todo tan horrible
y misterioso. ¿Ha encontrado usted alguna explicación, doctor Pender?
El anciano asintió.
—Sí —contestó—. Tengo una explicación, una cierta explicación, eso es todo. Una bastante
curiosa, pero en mi mente quedan aún ciertos aspectos sin aclarar.
—He asistido a sesiones de espiritismo —dijo Joyce— y pueden ustedes decir lo que gusten,
pero en ellas ocurren cosas muy extrañas. Supongo que pueden explicarse por algún tipo de
hipnotismo. La muchacha se convirtió realmente en una sacerdotisa de Astarté y supongo que,
de una manera u otra, debió apuñalarlo. Tal vez le arrojara la daga que miss Mannering vio en
su mano.
—O pudo ser una jabalina —sugirió Raymond West—. Al fin y al cabo, la luz de la luna no es
muy fuerte. Podía llevar una especie de lanza en la mano y cavársela a distancia. Y luego entra
en juego el hipnotismo colectivo. Quiero decir que todos ustedes estaban preparados para
verle caer víctima de un poder sobrenatural y eso vieron.
—He visto realizar cosas maravillosas con lanzas y cuchillos en los escenarios —afirmó sir
Henry—. Creo que es posible que un hombre estuviera oculto en el cinturón de árboles y
desde allí arrojara un cuchillo o una daga con suficiente puntería, suponiendo, desde luego,
que fuese un profesional. Admito que es una idea un tanto descabellada, pero me parece la
única teoría realmente aceptable. Recuerden que el otro hombre tuvo la impresión de que
alguien le observaba desde los árboles. Y en cuanto a que miss Mannering dijera que miss
Ashley tenía una daga en la mano que ninguno de los otros vio, eso no me sorprende. Si
tuvieran mi experiencia sabrían que la impresión de cinco personas acerca de la misma cosa
difiere tan ampliamente que resulta casi increíbe.
Mr. Petherick carraspeó.
—Pero en todas esas teorías parece que hemos pasado por alto un factor esencial —
declaró—. ¿Qué fue del arma? Difícilmente hubiera podido librarse miss Ashley de una
jabalina, estando como estaba de pie en medio de un espacio abierto. Y si un asesino oculto
hubiera arrojado una daga, ésta debería seguir aún en la herida cuando dieron la vuelta al
cadáver. Creo que debemos descartar todas esas teorías absurdas y ceñirnos a los hechos
concretos.
—¿Y adónde nos conducen?
—Bien, una cosa parece clara. Nadie estaba cerca del hombre cuando cayó al suelo, de
modo que tuvo que ser él mismo quien se apuñalase. En resumen, un suicidio.
—¿Pero por qué diablos iba a querer suicidarse? -preguntó Raymond West con tono de
incredulidad. El abogado carraspeó de nuevo.
—Oh, eso nos llevaría a formular una vez más una cuestión teórica —dijo—. Y de momento
no me interesan las teorías. A mí me parece, excluyendo lo sobrenatural, en lo que no creo ni
por un momento, que ésa es la única manera en que pudieron ocurrir las cosas: se mató él y, al
caer, alargó los brazos extrayendo la daga de la herida y arrojándola lejos entre los árboles.
Esta es, aunque un tanto improbable, una explicación posible.
—Yo no lo aseguraría —replicó miss Marple—. Todo esto me ha dejado muy perpleja, pero
ocurren cosas muy curiosas. El año pasado, en una fiesta al aire libre en casa de lady Sharpy,
el hombre que estaba arreglando el reloj del golf tropezó con uno de los hoyos y perdió
completamente el conocimiento por espacio de cinco minutos.
—Sí, querida tía —dijo Raymond en tono amable—, pero a él no le apuñalaron, ¿no es
cierto?
—Claro que no, querido —contestó miss Marple—. Eso es lo que voy a explicar. Claro que
existe sólo un medio de que pudieran apuñalar al pobre sir Richard, pero primero quisiera
saber qué es lo que le hizo caer. Desde luego pudo ser la raíz de un árbol. Debía ir mirando a
la joven y con la escasa luz de la luna es fácil tropezar con esas cosas.
—¿Dice usted que sólo existe un medio en que sir Richard pudo ser apuñalado, miss Marple?
—preguntó el clérigo mirándola con curiosidad.
—Es muy triste y no me gusta pensarlo. El era diestro, ¿verdad? Quiero decir que, para
clavarse él mismo la daga en el hombro izquierdo, tuvo que utilizar la mano derecha. Siempre
me dio mucha pena el pobre Jack Baynes. Cuando estuvo en la guerra, se disparó en un pie
después de una batalla, en Arras, ¿recuerdan? Me lo contó cuando fui a verlo al hospital.
Estaba muy avergonzado. No creo que este pobre hombre, Elliot Haydon, se beneficie gran
cosa con su malvado crimen.
—Elliot Haydon -exclamó Raymond—. ¿Crees que fue él?
—No veo que pudiera hacerlo otra persona —dijo miss Marple abriendo los ojos con
sorpresa—. Quiero decir que, como dice sabiamente Mr. Petherick, hay que considerar los
hechos y descartar toda esa atmósfera de deidades paganas, que no me resulta agradable.
Fue el primero que se aproximó a Richard y le dio la vuelta. Y para hacerlo, tuvo que volverse
de espaldas a todos. Yendo vestido de capitán de bandidos seguro que llevaba algún arma en
el cinturón. Recuerdo que una vez bailé con un hombre disfrazado así cuando era jovencita.
Llevaba cinco clases de cuchillos y dagas, y no hará falta que les diga lo molesto que resultaba
para la pareja.
Todas las miradas se volvieron hacia el doctor Pender
—Yo supe la verdad —exclamó— cinco años después de ocurrida la tragedia. Me llegó en
forma de carta escrita por Elliot Haydon. En ella me decía que siempre imaginó que yo
sospechaba de él. Dijo que fue víctima de una tentación repentina. El también amaba a Diana
Ashley, pero era sólo un pobre ahogado que luchaba por abrirse camino. Quitando a Richard
de en medio y heredando su título y hacienda, veía abrirse ante él un futuro maravilloso. Sacó
la daga de su cinturón al arrodillarse junto a su primo, se la clavó y la devolvió a su sitio, y
luego se hirió él mismo para alejar sospechas. Me escribió la noche antes de partir con una
expedición al Polo Sur, por si no regresaba. No creo que tuviera intención de regresar y sé
que, como ha dicho miss Marple, su crimen no le proporcionó ningún beneficio. «Por espacio
de cinco años —me escribió— he vivido en un infierno. Espero que por lo menos pueda
expiar mi crimen muriendo con honor»
Hubo una pausa.
—Y murió con honor —dijo sir Henry—. Ha cambiado usted los nombres de los personajes
de su historia, doctor Pender, pero creo reconocer al hombre al que usted se refiere.
—Como les dije —terminó el clérigo—, no creo que esta confesión explique todos los
hechos. Sigo pensando todavía que en aquel bosque había algo maligno, una influencia que
impulsó a Elliot Haydon a cometer su crimen. Incluso ahora no puedo recordar sin
estremecerme la Casa del Ídolo de Astarté.

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