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viernes, 15 de octubre de 2010

UNA CONFLAGRACION IMPERFECTA - AMBROSE BIERCE

 UNA CONFLAGRACION IMPERFECTA

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AMBROSE BIERCE


Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me
impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando
vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estabamos en la biblioteca de
nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche.
Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división
equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas,
toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero
ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música
en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la
que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado,
mi padre podría estar vivo ahora.
Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas,
curiosamente tallada. No solo podía tocar gran variedad de temas sino que
también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo
todas las mañanas, se le diera cuerda o no, y recitaba los Diez Mandamientos.
Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a
cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera
cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo
sabía muy bien que en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo
principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas
como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía
que si, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: O sea, que la caja
cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la
división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba: Cuando la
luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se vio
oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la capa del
caballero, seguido de algunos compases del área de Tannhauser y finalizando con
un sonoro click. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano
que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tome. El anciano,
viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música
de entre su capa y la puso sobre la mesa.
- Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la
destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y
sentimiento.
Dije:
- No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer
juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la
disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros
robos un cascabel.
- No -dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería
una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mi.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí
orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada
caja de música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de
lágrimas. Una vez hecho sentí una pizca de desasosiego. No solo era mi padre -el
autor de mis días- sino que sin duda el cadáver sería descubierto. Era ya pleno
día y en cualquier momento mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales
circunstancias consideré que lo prudente era suprimirla también, cosa que hice.
Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí
consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado
público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la
usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe
comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino de amplia
experiencia. Después de consultar con el Juez que presidía la Corte de
Jurisdicción Variable me aconsejó esconder los cadáveres en una de las
bibliotecas, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí a
hacer.
En la biblioteca había una estantería que mi padre comprara recientemente a un
inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y
el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no
tienen placards, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía
puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos
como para mantenerse erectos de modo que los puse en la biblioteca que la que
había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinche unas cortinitas en
las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media
docena de veces frente al mueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa y, a través de
los bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las
arreglé para encontrarme en el momento en que la alegría estaba en su punto más
alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud
y llegué con ellos al lugar del incendio unas dos horas después de haberlo
provocado. La ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa
estaba completamente consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas
ascuas, enhiesta e incólume se veía esa biblioteca. El fuego había quemado las
cortinas, dejando a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la
fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre, "igualito a
cuando vivía" y a su lado la compañera de pesares y alegrías. No tenían ni un
pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas
de su cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto
obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un
milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me
sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse
borrado casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos
americanos falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi la
réplica exacta de mi biblioteca.
- La compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó el
vendedor-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron
rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto.
No creo que sea realmente a prueba de fuego... se la puedo dar al precio de una
biblioteca común.
- No -le dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no la
llevaré. Y le di los buenos días.
No la hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente
desagradables.

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