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domingo, 10 de octubre de 2010

El canto del cisne -- Agatha Christie




El canto 
del cisne 



Agatha Christie 





Eran las once de una mañana de mayo en Londres. El señor Cowan 
estaba mirando por la ventana, de espaldas a un magnífico salón de 
una suite del Hotel Ritz. La suite en cuestión había sido reservada 
para madame Paula Nazorkoff, la famosa cantante de ópera que 
acababa de llegar a Londres. El señor Cowan, que era el 
representante de madame, estaba esperando para entrevistarse con 
ella. Al abrirse la puerta, volvió rápidamente la cabeza, pero era sólo 
la señorita Read, la secretaria de madame Nazorkoff, una joven 
pálida pero muy eficiente, quien entraba. 

—¡Oh, es usted querida! —le dijo el señor Cowan—. ¿Madame no se 
ha levantado todavía? 

La señorita Read meneó la cabeza. 

—Me dijo que viniera a eso de las diez —dijo el señor Cowan—. Llevo 
esperando casi una hora. 

No demostró ni resentimiento ni sorpresa. El señor Cowan estaba 
acostumbrado a las extravagancias de un temperamento artístico. Era 
un hombre alto, bien afeitado, con un esqueleto demasiado bien 
cubierto y ropas impecables. Sus cabellos eran negros y brillantes y 
sus dientes de un blanco agresivo. Cuando hablaba tenía la 
costumbre de arrastrar las «eses», cosa que si no era precisamente 
un defecto, se acercaba mucho. En aquel momento se abrió una 
puerta al otro lado de la habitación y entró apresuradamente una 
joven francesa. 

—¿Se ha levantado ya madame? —le preguntó Cowan esperanzado— 
Dígame qué noticias hay, Elisa. 

Elisa se llevó ambas manos a la cabeza. 

—¡Esta mañana está como diecisiete demonios juntos, nada le 
complace! Las preciosas rosas amarillas que monsieur le envió 
anoche, dice que estaban bien para Nueva York, pero que es una 
imbecilidad enviárselas en Londres. Dice que aquí tienen que ser 
rojas, y acto seguido abre la puerta y arroja las rosas amarillas al 
pasillo en el momento en que pasaba un monsieur tres comme il faut, 
un militar, según creo, y el pobre está justamente indignado por el 
hecho. 

Cowan enarcó las cejas, pero no dio otras pruebas de emoción. 
Luego, sacando un librito de notas de su bolsillo escribió en él: «rosas 
rojas». 

Elisa volvió a salir por la otra puerta y Cowan regresó de nuevo junto 
a la ventana. Vera Read, sentándose ante el escritorio, empezó a 
abrir cartas y clasificarlas. Transcurrieron diez minutos en silencio y al 
fin abrióse la puerta del dormitorio y Paula Nazorkoff hizo aparición 
en el saloncito. El efecto inmediato fue que éste pareciera más 
reducido, Vera Read más pálida y que Cowan se convirtiera en una 
mera figura decorativa. 

—¡Aja! ¡Hijos míos! —dijo la prima donna—. ¿No soy puntual? 

Era una mujer de gran estatura y, para ser cantante, no demasiado 
gruesa. Sus brazos y piernas seguían siendo esbeltos y su cuello era 
una hermosa columna. Sus cabellos, que llevaba sujetos en un moño, 
tenían un color rojo oscuro brillante y si debían su color a la 
cosmética el resultado no era menos efectivo. Ya no era una mujer 
joven, por lo menos tendría cuarenta años, pero las líneas de su 
rostro no perdieron encanto, a pesar de las arrugas y bolsas que 
circundaban sus ojos, oscuros y llameantes. Tenía la risa de un niño, 
la digestión de un avestruz, el temperamento de una fiera, y se la 
conocía como la mejor soprano dramática de sus tiempos. Volvióse 
para dirigirse a Cowan. 

—¿Ha hecho lo que le pedí? ¿Se ha llevado ese abominable piano 
inglés para arrojarlo al Támesis? 

—Tengo otro para usted —dijo Cowan, indicando con un gesto el 
rincón donde estaba. 

La cantante corrió hacia él y alzó la tapa. 

—Un «Erard» —dijo— esto es otra cosa. Probemos. 

La hermosa voz de soprano desgranó un arpegio y luego subió y bajó 
toda la escala de voces, luego se elevó suavemente hasta alcanzar 
una nota alta, la sostuvo, aumentándola paulatinamente de volumen, 
luego volvió a suavizarla hasta que murió en la nada. 

—¡Ah! —dijo Paula Nazorkoff con ingenua satisfacción—. ¡Qué voz 
más hermosa tengo! Incluso en Londres mi voz es hermosa. 

—Cierto —convino Cowan de corazón—. Y apuesto a que Londres se 
rendirá a sus pies, igual que Nueva York. 

—¿Usted cree? —preguntó la cantante. 

Había una ligera sonrisa en sus labios y era evidente que su pregunta 
era un mero comentario. 

—Seguro —dijo Cowan. 

Paula Nazorkoff cerró el piano y dirigióse a la mesa con el andar 
ondulante que tanto resultaba en la escena. 

—Bien, bien —dijo—. Hablemos de negocios. ¿Lo tiene todo 
arreglado, amigo mío? 

Cowan sacó unos papeles de la cartera que dejara sobre una silla. 

—No se ha cambiado gran cosa —observó—. Cantará cinco veces en 
el Covent Garden, tres veces Tosca y dos Aida. 

—¡Aida! Bah —dijo la prima donna—; será un aburrimiento 
insoportable, Tosca es distinta. 

—Ah, sí —replicó Cowan—. Tosca es su papel. 

Paula Nazorkoff se irguió. 

—Soy la mejor Tosca del mundo —dijo sencillamente. 

—Eso es —convino Cowan—. Nadie puede igualarla. 

—Supongo que Roscari hará de «Scarpia»... 

Cowan asintió. 

—Y Emilio Lippi. 

—¿Qué? —gritó la cantante—. Lippi, esa rana asquerosa... croac... 
croac... croac. No cantaré con él, le morderé... le arañaré la cara. 

—Vamos, vamos —dijo Cowan, tranquilizándola. 

—Le digo que no sabe cantar, es un perro ladrando. 

—Bueno, veremos, veremos —dijo Cowan. Era demasiado inteligente 
para discutir con cantantes de temperamento. 

—¿Y Cavaradossi? —preguntó la cantante. 

—Hensdale, el tenor americano. 

Ella asintió. 

—Es un buen muchacho y canta muy bien. 

—Y creo que Barrere lo cantará muy bien. 

—Es un artista —replicó Paula generosamente—. ¡Pero dejar que esa 
rana croadora de Lippi cante el papel de Scarpia! Bah... yo no cantaré 
con él. 

—Déjeme a mí —dijo Cowan para tranquilizarla, y aclarando su 
garganta sacó otros papeles. 

—Estoy preparando un concierto especial en el Albert Hall. 

Paula hizo una mueca. 

—Lo sé, lo sé —dijo Cowan—; pero todo el mundo lo hace. 

—Estará bien —dijo la cantante—. Habrá un lleno hasta el techo y 
tendré mucho dinero. Ecco! 

Cowan revolvió de nuevo entre sus papeles. 

—Aquí hay una proposición completamente distinta —le dijo— de lady 
Rustonbury: quiere que vaya a su casa y cante. 

—¿Rustonbury? 

La cantante frunció el entrecejo como si se esforzara por recordar 
algo. 

—He leído ese nombre últimamente, sí, hace muy poco. Es una 
ciudad... o un pueblo, ¿verdad? 

—Eso es, un pueblo pequeño muy bonito, en Hertfordshire. Y en 
cuanto a la mansión de lord Rustonbury, el castillo de Rustonbury, es 
una auténtica fortaleza feudal, con fantasmas, retratos de 
antepasados, escaleras secretas y un teatro privado. Nadan en la 
abundancia y siempre celebran representaciones privadas. Ella 
sugiere que demos una obra completa, preferiblemente la Butterfly. 

—¿Butterfly? 

Cowan asintió. 

—Están dispuestos a pagar bien. Tendremos que dejar Covent 
Garden, naturalmente, pero a pesar de todo saldrá ganando 
económicamente. Hay que tener siempre presente a la nobleza. Será 
una magnífica propaganda. 

Madame alzó su hermosa barbilla. 

—¿Es que yo necesito propaganda? —preguntó con orgullo. 

—Nunca sobra —dijo Cowan sin acobardarse. 

—Rustonbury —murmuró la cantante—. ¿Dónde vi yo este nombre? 

Y levantándose de pronto, corrió hasta la mesa, y empezó a hojear 
una revista ilustrada que había encima. Al fin su mano se detuvo en 
una de sus páginas y luego de contemplarla regresó a su butaca con 
toda lentitud. Con uno de sus bruscos cambios de genio, ahora 
parecía una persona completamente distinta y sus ademanes eran 
muy reposados, casi austeros. 

—Dispóngalo todo para ir a Rustonbury. Me gustaría cantar allí, pero 
una condición... la ópera ha de ser Tosca. 

Cowan parecía indeciso. 

—Eso resultará bastante difícil... para una representación privada, 
compréndalo... decorados y demás. 

—Tosca, o nada. 

Cowan la miró de hito en hito y lo que vio le dejó convencido, pues 
haciendo una breve inclinación de cabeza en señal de asentimiento, 
se puso en pie. 

—Veré si puedo arreglarlo —dijo con calma. 

Paula Nazorkoff también se levantó y por una vez parecía deseosa de 
explicar su decisión. 

—Es mi mejor papel, Cowan. Puedo cantarlo como ninguna mujer lo 
ha cantado jamás. 

—Es una partitura muy bonita —le dijo Cowan—. Jeritza tuvo un gran 
éxito con ella el año pasado. 

—¿Jeritza? —exclamó la cantante enrojeciendo mientras expresaba la 
opinión que le merecía. 

Cowan, acostumbrado a oír la opinión que unas cantantes tienen de 
otras, distrajo su atención, hasta que Paula hubo terminado y 
entonces dijo, obstinado: 

—De todas maneras, canta «Vissi d'Arte» tendida sobre su estómago. 

—¿Y por qué no? —preguntó Paula Nazorkoff—. ¿Quién va a 
impedírselo? Yo lo cantaré tumbada de espaldas y haciendo la 
bicicleta con las piernas en el aire. 

Cowan meneó la cabeza con perfecta seriedad. 

—No creo que eso convenza a nadie —le dijo. 

—Nadie puede cantar «Vissi d'Arte» como yo —dijo Paula Nazorkoff 
en tono confidencial—. Yo lo canto con la voz del convento... como 
las buenas monjas me enseñaron a cantar años y años. Con la voz de 
un niño, o de un ángel, sin sentimientos, sin pasión. 

—Lo sé —le dijo Cowan de corazón—. La he oído a usted y es 
maravillosa. 

—Esto es arte —continuó la prima donna—, pagar el precio, sufrir, 
perseverar, y al final no sólo haberlo aprendido todo, sino tener 
también el poder de volver atrás, de tornar al principio y recuperar la 
belleza perdida, y el corazón de un niño. 

Cowan la miraba intrigado. Ella tenía los ojos fijos en el vacío con una 
extraña mirada ausente, que le produjo una sensación desagradable. 
Sus labios se entreabrieron y susurró unas palabras que él apenas 
pudo entender. 

—Al fin —murmuró—. Al fin... después de tantos años. 



II 



Lady Rustonbury era una mujer ambiciosa y a la vez amiga del arte, 
que compaginaba ambas cualidades con éxito completo. Tenía la 
suerte de que a su marido no le preocupasen ni la ambición ni el arte, 
y por lo tanto no la estorbaba en ningún sentido. El conde Rustonbury 
era un hombre corpulento, a quien sólo interesaban las carreras de 
caballos. Admiraba a su esposa, sentíase orgulloso de ella y se 
alegraba de que su inmensa fortuna le permitiera poner en práctica 
sus placeres. El teatro particular había sido construido hacía más de 
cien años, por su abuelo. Era el juguete preferido de lady 
Rustonbury... donde había ofrecido ya un drama de Ibsen y una obra 
de la escuela ultra-moderna, a base de divorcios y drogas, y también 
una fantasía poética con un decorado cubista. La próxima 
representación de Tosca había despertado gran interés. Lady 
Rustonbury tenía la casa llena de distinguidos invitados, y el «todo 
Londres» pensaba acudir en sus automóviles. 

Madame Nazorkoff y su acompañante habían llegado poco antes de la 
comida. El nuevo y joven tenor americano Hensdale, iba a cantar 
Cavaradossi, y Roscari, el famoso barítono italiano, haría el papel de 
Scarpia. Los gastos de la representación habían sido enormes pero a 
nadie le importaba. Paula Nazorkoff estaba del mejor humor y así 
resultaba encantadora, graciosa y cosmopolita. Cowan estaba 
agradablemente sorprendido y rezaba para que continuase aquel 
estado de cosas. 

Después de comer, la compañía fue al teatro para inspeccionar el 
escenario. La orquesta estaba bajo la dirección de Samuel Ridge, uno 
de los más famosos directores ingleses. Todo iba sobre ruedas y por 
extraño que parezca, aquello preocupó al señor Cowan. Se 
encontraba más a gusto en un ambiente turbulento y aquella paz 
desacostumbrada le inquietaba. 

—Todo va demasiado bien —murmuró el señor Cowan para sus 
adentros—. Madame está como un gato que se ha hartado de crema 
y eso es demasiado bueno para ser verdad. Algo tiene que ocurrir. 

Quizá debido a su largo contacto con el mundo de la ópera, el señor 
Cowan había desarrollado un sexto sentido y cierto que sus 
pronósticos eran justificados. Eran poco antes de las siete de aquella 
tarde cuando Elisa, la doncella francesa, fue a buscarle corriendo con 
aspecto preocupado. 

—Ah, señor Cowan, venga en seguida, le suplico que venga de prisa. 

—¿Qué ocurre? —preguntó con ansiedad—. Madame se ha disgustado 
por algo... ha armado un alboroto, ¿verdad? 

—No, no es madame, sino el signore Roscari, está enfermo... ¡se 
muere! 

—¿Que se muere? ¡Oh, vamos! 


Cowan corrió tras ella mientras le conducía al dormitorio del italiano. 
El pobre hombre estaba tendido en la cama, o mejor dicho, 
retorciéndose presa de convulsiones que hubieran resultado cómicas, 
de haber sido menos graves. Paula Nazorkoff hallábase inclinada 
sobre él y saludó a Cowan con ademán imperioso. 

—¡Ah! Ya está usted aquí. Nuestro pobre Roscari sufre horriblemente. 
Sin duda ha comido algo que le ha hecho daño. 

—Me muero —gimió el barítono—. El dolor... es terrible. ¡Oh! 

Y volvió a contorsionarse llevándose ambas manos al estómago, 
mientras rodaba por la cama. 

—Hay que avisar a un médico —dijo Cowan. 

Paula le detuvo cuando él se dirigía a la puerta. 

—El doctor ya está en camino y hará todo lo que esté en su mano por 
este pobre doliente, todo está ya preparado, pero nadie conseguirá 
que Roscari pueda cantar esta noche. 

—Nunca volveré a cantar, me estoy muriendo — gimió el italiano. 

—No, no se morirá usted —dijo Paula—. No es más que una 
indigestión, pero de todas formas es imposible que cante esta noche. 

—Me han envenenado. 

—Sí, es la ptomaína no cabe duda —dijo Paula—. Quédese con él, 
Elisa, hasta que llegue el médico. 

La cantante se llevó a Cowan fuera de la habitación. 

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó. 

Cowan meneó la cabeza desesperado. La hora era muy avanzada 
para que pudiera venir nadie de Londres a ocupar el puesto de 
Roscari. Lady Rustonbury, que acababa de ser informada de la 
enfermedad de su huésped, acudió corriendo por el pasillo para 
reunirse con ellos. Su principal preocupación, al igual que Paula 
Nazorkoff, era el éxito de Tosca. 

—Si hubiera otro cantante a mano —gemía la prima donna. 

—¡Ah! —lady Rustonbury lanzó un grito—. ¡Claro! Breón. 

—¿Breón? 

—Sí, Eduardo Breón, ya sabe, el famoso barítono francés. Vive cerca 
de aquí. Esta semana apareció publicada una fotografía de su casa en 
la revista semanal Casas de Campo. Es el hombre que necesitamos. 

—Es como una respuesta a nuestra plegaria —exclamó Paula 
Nazorkoff—. Breón como Scarpia... le recuerdo muy bien. Era uno de 
sus mejores papeles. Pero ahora está retirado, ¿verdad? 

—Yo lo traeré —dijo lady Rustonbury—. Déjenlo en mis manos. 

Y siendo una mujer decidida ordenó en el acto que le prepararan el 
«Hispano Suiza». Diez minutos más tarde, el retiro campestre de 
monsieur Eduardo Breón se vio invadido por una agitada condesa. 
Lady Rustonbury, una vez tomaba una decisión, era una mujer muy 
obstinada, y sin duda Breón comprendió que no le quedaba otra cosa 
que hacer sino someterse. Además, hay que confesarlo, sentía 
debilidad por las condesas. Era un hombre de origen humilde, que 
había alcanzado la cima gracias a su profesión, la cual le permitía 


codearse con duques y príncipes, cosa que siempre le satisfacía. No 
obstante, desde su retiro a aquel lugar olvidado del mundo, estaba 
descontento. Echaba de menos aquella vida de adulaciones y 
aplausos, y aquel condado inglés no le había reconocido con la 
prontitud que él hubiera esperado. Así que le halagó en extremo la 
petición de lady Rustonbury. 

—Haré todo lo que pueda —le dijo sonriente—. Como ya sabe, no he 
cantado en público desde hace mucho tiempo. Ni siquiera tengo 
discípulos, sólo uno o dos como un gran favor. Pero vaya... puesto 
que el signore Roscari se halla indispuesto... 

—Ha sido un golpe terrible —dijo lady Rustonbury. 

—No es que sea un verdadero cantante —comentó Breón. 

Y le explicó extensamente por qué no lo era. Al parecer no había 
habido ningún barítono que se distinguiese desde que se retiró 
Eduardo Breón. 

—Madame Nazorkoff hará la Tosca —dijo lady Rustonbury—. La 
conoce, ¿verdad? 

—Nunca me la han presentado —repuso Breón—. La oí cantar una vez 
en Nueva York. Una gran artista... tiene sentido del drama. 

Lady Rustonbury sintióse aliviada... nunca sabe uno a qué atenerse 
con estos cantantes... tienen tan extraños celos y antipatías. Unos 
veinte minutos más tarde volvía a entrar en el castillo con aire 
triunfal. 

—Le he traído —exclamó riendo—. El requerido señor Breón ha sido 
tan amable... nunca lo olvidaré. 







• • • 







Todos rodearon al francés y las frases de gratitud y aprecio fueron 
como incienso para él. Eduardo Breón, aunque estaba ya cerca de los 
sesenta, era todavía un hombre atractivo, alto y moreno, con una 
personalidad magnética. 

—Veamos —dijo lady Rustonbury—. ¿Dónde está madame...? ¡Oh, ahí 
está! 

Paula Nazorkoff no había tomado parte en la bienvenida general 
prodigada al artista francés. Y había permanecido sentada en una silla 
alta de roble junto a la sombra de la chimenea. Claro que no estaba 
el fuego encendido, puesto que la noche era calurosa y la cantante se 
abanicaba lentamente con un inmenso abanico hecho de palma. Tan 
ausente y apartada estaba, que lady Rustonbury temió que se 
hubiese ofendido. 

—Monsieur Breón —le condujo hasta la cantante—. Dice usted que 
nunca le han presentado a madame Nazorkoff. 


Con un último floreo del abanico que dejó a un lado, Paula Nazorkoff 
ofreció su mano al francés. Y al inclinarse éste sobre ella un ligero 
suspiro se escapó de labios de la prima donna. 

—Madame —dijo Breón—, nunca hemos cantado juntos. ¡Es uno de 
los castigos de mi edad! Pero el azar ha sido bueno conmigo y ha 
acudido en mi ayuda. 

Paula rió por lo bajo. 

—Es usted demasiado amable, monsieur Breón. Cuando era todavía 
una pobre cantante desconocida, estuve sentada a sus pies. Su 
«Rigoleto»... ¡Qué arte, qué perfección! Nadie podría igualarle. 

—¡Cielos! —exclamó Breón, simulando suspirar—. Mis días han 
terminado. Scarpia, Rigoleto, Radamés, Sharpless, cuántas veces los 
he representado, y ahora... nunca más. 

—Sí... esta noche. 

—Cierto, madame... Lo olvidaba. Esta noche. 

—Ha cantado usted muchas Toscas —le dijo la Nazorkoff con 
arrogancia—, ¡pero nunca conmigo! 

El francés se inclinó. 

—Será un honor —dijo en tono bajo—. Es un gran papel, madame. 

—Que requiere no sólo un cantante, sino una actriz —intervino lady 
Rustonbury. 

—Cierto —convino Breón—. Recuerdo que una vez en Italia, cuando 
era joven, solía ir a un teatro de Milán un poco apartado. La butaca 
me costaba sólo un par de liras, pero aquella noche oí a una cantante 
tan buena como pudiera oír en el Metropolitan Opera House de Nueva 
York. Una jovencita cantó Tosca, como un ángel. Nunca olvidaré su 
voz en «Vissi d'Arte», su claridad, su pureza. Pero carecía de fuerza 
dramática. 

Paula Nazorkoff asintió. 

—Eso se adquiere después —dijo sin alterarse. 

—Cierto. Esa joven se llamaba Bianca Capelli... y yo me interesé por 
su carrera. Gracias a mí tuvo oportunidad de mejores contratos, pero 
era tonta... lamentablemente tonta. 

Se alzó de hombros. 

—¿Por qué era tonta? 

Era Blanche Amery, la hija de veinticuatro años de lady Rustonbury 
quien había hablado. Una joven esbelta de grandes ojos azules. 

El francés volvióse cortésmente hacia ella. 

—¡Cielos! Mademoiselle se enamoró de un individuo de baja estofa, 
un rufián miembro de la Camorra. 

El se vio complicado con la policía y le condenaron a muerte; ella vino 
a suplicarme que hiciera algo por salvar a su amante. 

Blanche Amery le contemplaba interesada. 

—¿Y le ayudó usted? —preguntó sin aliento. 

—¿Qué podía hacer yo, mademoiselle? ¿Un extranjero en el país? 

—Podía tener influencias —sugirió la Nazorkoff con su voz profunda y 
vibrante. 


—De haberlas tenido, dudo que las emplease. Aquel hombre no lo 
merecía. Hice cuanto pude por la muchacha. 

Sonrió, y su sonrisa dio la impresión a la joven inglesa que ocultaba 
algo desagradable, y comprendió que en aquel momento sus palabras 
no reflejaban sus pensamientos. 

—Hizo lo que pudo por ella —dijo la Nazorkoff—. Fue muy 
amable y ella se lo agradecería, ¿verdad? 

El francés se alzó de hombros. 

—El hombre fue ejecutado —explicó—, y ella entró en un convento. 
¡Eh, voilá! El mundo ha perdido una cantante. 

Paula Nazorkoff rió por lo bajo. 

—Nosotros los rusos somos más mudables —dijo en tono ligero. 

Blanche Amery estaba mirando casualmente a Cowan cuando la 
cantante pronunció estas palabras y vio su gesto de asombro y cómo 
entreabría los labios para hablar, siendo acallado por una mirada de 
advertencia de Paula. 

El mayordomo apareció en la puerta. 

—Ya está la cena —dijo lady Rustonbury poniéndose en pie—. 
Pobrecitos, qué pena me dan ustedes, debe ser terrible pasar hambre 
antes de cantar. Pero luego se les dispondrá una espléndida cena. 

—Esperemos —dijo Paula Nazorkoff, riendo suavemente—. Hasta 
después. 








III 





En el interior del teatro, el primer acto de Tosca acababa de llegar a 
su fin. El público empezó a moverse haciendo comentarios. Sus 
majestades, encantadoras y graciosas, ocupaban tres butacas 
forradas de terciopelo de la primera fila. Todo el mundo hablaba en 
voz baja, pues la impresión general era que en el primer acto, Paula 
Nazorkoff apenas había estado a la altura de su gran fama. La 
mayoría no comprendían que en aquello la cantante demostraba su 
arte, ahorrando en el primer acto su voz y su persona. Hizo de la 
Tosca una figura frívola, ligera, jugando con el amor, coqueta, celosa 
y exigente. Breón, aunque la gloria de su voz había perdido vigor, 
todavía supo representar magníficamente al cínico Scarpia, sin que 
nada descubriera al decrépito libertino en la representación de su 
papel. Hizo de Scarpia una figura atrayente, casi benévola, dejando 
entrever ligeramente la sutil malevolencia que ocultaba su aspecto 
externo. En el último pasaje, con el órgano y la procesión, cuando 
Scarpia permanece absorto en sus pensamientos tramando un plan 
para conquistar a Tosca, Breón desplegó unas tablas maravillosas. 
Ahora el telón se alzó para dar paso al segundo acto. La escena 
ocurría en las habitaciones de Scarpia. 

Esta vez, al aparecer Tosca en escena, se hizo patente su arte 
dramático. Allí era una mujer presa de terror, y representó su papel 
con la seguridad de una actriz consumada. ¡Su saludo a Scarpia, su 
indiferencia, sus sonrisas al contestarle! En esta escena, Paula 
Nazorkoff actuaba con sus ojos, moviéndose con gran lentitud y 
dejando su rostro sonriente e impasible. Sólo sus ojos que no 
cesaban de dirigir terribles miradas a Scarpia traicionaban sus 
verdaderos sentimientos, y así fue continuando la historia, la escena 
de tortura, el derrumbamiento de la compostura de Tosca y su 
completo abandono al caer a los pies de Scarpia suplicando en vano 
su clemencia. Lord Leconmere, buen entendido en música, hizo un 
gesto de aprobación, y un embajador extranjero sentado a su lado 
murmuró: 

—Esta noche la Nazorkoff se supera a sí misma. No existe ninguna 
otra mujer que se abandone en la escena como ella. 

Leconmere asintió. 

Ahora Scarpia exige su precio y Tosca, horrorizada, corre hacia la 
ventana huyendo de él. Se oye el lejano batir de los tambores y 
Tosca se arroja desfallecida sobre el sofá. Scarpia, de pie junto a ella, 
relata cómo su gente es llevada al patíbulo... y luego silencio, y de 
nuevo el lejano batir de los tambores. La Nazorkoff continúa tendida 
en el sofá con la cabeza colgando hacia atrás, casi tocando el suelo y 
oculta por sus cabellos. Entonces, en exquisito contraste con la 
pasión violenta de los últimos veinte minutos, su voz vuelve a surgir, 


alta y pura, la voz, como dijera a Cowan, de un niño o de un ángel. 



Vissi d'arte, vissi d'amore, no feci mai male ad anima vival. 

Con man furtiva quante miseria conobbi, aiutai. 



Era la voz de un niño intrigado, o extasiado. Luego una vez más 
vuelve a arrodillarse implorante para suplicar, hasta el instante en 
que entra Spoletta. Tosca, agotada, accede, y Scarpia pronuncia las 
palabras fatales de doble sentido. Spoletta parte de nuevo, y 
entonces llega el momento dramático en que Tosca, alzando una 
copa de vino en su mano temblorosa, coge un cuchillo de encima de 
la mesa y lo oculta tras ella. 

Breón se levanta y va hacia Tosca inflamado de pasión. ¡Tosca 
finalmente mía! Los focos hicieron brillar el cuchillo mientras Tosca 
murmuraba su grito de venganza: 

—Questo e il baccio di Tosca! (Así es como besa Tosca.) 

Paula Nazorkoff nunca había representado con tal propiedad el acto 
de venganza de Tosca. El último susurro fiero Mouri dannato y luego 
con voz extraña que llenó el teatro dijo: 

—Or gli perdono! (Ahora te perdono.) 

La suave melodía fúnebre empieza a sonar mientras Tosca realiza el 
ceremonial, colocando un candelabro a cada lado de la cabeza de 
Scarpia y un crucifijo sobre su pecho, y luego se detiene largamente 
en la puerta mirando hacia atrás para contemplar su obra, mientras 
se vuelven a oír los tambores y cae el telón. 

Esta vez el público fue presa de verdadero entusiasmo, pero duró 
poco... Alguien salió de entre bastidores para hablar con lord 
Rustonbury. Este último se levantó, y después de un par de minutos 
de consulta, se volvió para llamar a sir Donald Clathorp, un médico 
eminente. Pronto circuló la verdad entre el público. Algo había 
ocurrido... un accidente... y alguien estaba gravemente herido. Uno 
de los cantantes apareció ante el telón, y explicó que el señor Breón 
había sufrido un accidente... y la ópera no podía continuar. Otra vez 
comenzaron los rumores. Breón había sido apuñalado, la Nazorkoff 
había perdido la cabeza, representando su papel tan a lo vivo que 
había apuñalado realmente al hombre que cantaba con ella. Lord 
Leconmere, mientras hablaba con su amigo el embajador, sintió que 
le tocaban en el brazo y al volverse pudo mirarse en los 
resplandecientes ojos de Blanche Amery. 

—No fue un accidente —dijo la joven—. Estoy segura de que no ha 
sido un accidente. ¿No oyó usted poco antes de cenar, esa historia 
que él contaba de una joven italiana? Esa joven era Paula Nazorkoff. 
Poco después, al decir ella que era rusa, vi que el señor Cowan se 
extrañaba. Tal vez haya adoptado un nombre ruso, pero él sabe 
perfectamente que es italiana. 

—Mi querida Blanche —dijo Leconmere. 

—Le digo que estoy segura. En su habitación tiene una revista abierta 


por la página donde aparece la fotografía de la casa de campo del 
señor Breón. Ella lo sabía antes de venir aquí. Y creo que le dio algo a 
ese pobre italiano para que se pusiera enfermo. 

—Pero, ¿por qué? —exclamó lord Leconmere—. ¿Por qué razón? 

—¿No lo comprende? Es la historia de Tosca que se repite. El quiso 
conquistarla en Italia, pero ella fue fiel a su amante, y acudió a él 
para que le salvara, y él simuló hacerlo, pero en vez de eso le dejó 
morir. Y ahora al fin ha conseguido vengarse. ¿No oyó usted cómo 
susurraba Yo soy Tosca? Y yo vi el rostro de Breón cuando ella lo dijo, 
y entonces... la reconoció. 

En su camerino, Paula Nazorkoff permanecía sentada e inmóvil, 
cubierta por una capa de armiño, cuando llamaron a la puerta. 

—Adelante —dijo la prima donna. 

Entró Elisa sollozando. 

—¡Madame, madame, está muerto! Y... 

—Sigue... 

—Madame, ¿cómo decírselo? Hay dos caballeros que son de la policía 
y quieren hablar con usted. 

Paula Nazorkoff se puso en pie irguiéndose en toda su estatura. 

—Yo iré a verles —dijo tranquila. 

Y quitándose el collar de perlas que rodeaba su cuello, lo puso en 
manos de la muchacha. 

—Esto es para ti, Elisa, has sido una buena chica. No voy a 
necesitarlas a donde me llevan ahora. ¿Comprendes, Elisa? No 
volveré a cantar Tosca. 

Se detuvo un momento junto a la puerta, mientras sus ojos recorrían 
el camerino, como si recordara sus treinta años de carrera artística. 

Luego entre dientes, y sin alzar la voz, pronunció la última frase de 
otra ópera: 



La comedia e finita! 

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