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martes, 7 de diciembre de 2010

FRUTO NEGRO Robert Bloch

FRUTO NEGRO

Robert Bloch

Aquella noche, todo estaba en perfecta calma antes de que se presentase aquel dichoso problema.
Ben Kerry estaba apoyado en la barandilla bajo el porche de su chalet, con los ojos desmesuradamente abiertos como una lechuza. Su mirada estaba fija en la vasta extensión de terreno situada frente a él, en el condado de Kettle Moraine. Luego se frotó las manos y murmuró:
-Hay oro en esas malditas colinas. Podía haberlo cogido directamente del mismo suelo con mis propias manos, pero no lo sabía entonces.
Ted Hibbard dirigió su mirada hacia él y le dijo:
-¿Acaso se refiere a aquella época en que el glaciar se deslizó por las colinas poniéndolo al descubierto? Vamos, Ben, no es tan viejo como para recordar aquel suceso.
Ben hizo un gesto afirmativo con la cabeza y a continuación enucudió su pipa. 
-Tiene razón, amigo mío. Yo no estaba aquí cuando el glaciar se deslizó por las colinas, ni cuando llegaron los indios. Estos solían utilizar las colinas para hacer señales y para sus ceremonias religiosas. No, no había ningún dinero que ganar, se lo aseguro.
-Ya lo sé -respondió Hibbard-. Leí su libro en el que hablaba de este asunto.
-No, no había ningún dinero que ganar en eso -insistió Kerry-. Si no fuese por las revistas científicas de las universidades, nosotros los antropólogos nos moriríamos de hambre esperando que un editor nos publicase nuestros trabajos. Y es que nunca vemos lo que hay debajo de nuestras propias narices.
Kerry volvió a dirigir su mirada hacia las colinas cuando el ocaso las iba ya envolviendo con su manto oscuro, y continuó:
-Desde luego, los granjeros tampoco se dieron cuenta cuando llegaron aquí. Prefirieron establecerse en las tierras llanas. Y sus hijos y nietos se decidieron a buscar mejores tierras, pero limitándose a acercarse adonde abundaba el agua. De modo que todas estas colinas rocosas, con sus afloramientos de filones, permanecieron desiertas hasta hace casi treinta años. Luego el automóvil trajo los primeros cazadores y pescadores de sus ciudades a este lugar. Montaron costosas tiendas de campaña sobre tan ricas tierras, pero no vieron el oro como tampoco lo vi yo cuando llegué aquí poco antes de empezar la guerra. Mi única intención al venir a este lugar era el hallar un lugar pacífico donde pasar el verano lejos del ruido y de la gente.
Ted Hibbard sonrió y le contestó:
-Jamás he oído una cosa tan divertida: un antropólogo que odia a la gente.
-Yo no he dicho que odio a la gente -le replicó Kerry-. Al menos no a toda. Incluso en la actualidad la mayoría de los habitantes de la Tierra son unos salvajes. Siempre me he llevado bien con ellos, con los salvajes; son los civilizados los que me asustan.
-¿Se refiere a sus alumnos actuales y a los antiguos? -dijo Hibbard, sonriendo-. Pues, francamente, pensé que iba a ser bien recibido por usted en este lugar.
-Y es así, puedes crerme. Pero es una cxcepción. Usted no es como los demás. Desde que llegó ha estado picando rocas para buscar minerales.
-¡Oh! -exclamó Hibbard-. ¿A eso se refería usted al hablar de oro?
-Desde luego. Lo que tiene ahora delante de sus ojos ya no es una colina de un campo bucólico y virgen sino propiedad privada. Apenas terminó la guerra, la gente de la ciudad acudió a este lugar. Pero no los cazadores y pescadores, sino los ex habitantes de las ciudades. Los opulentos ex habitantes de las ciudades que podían permitirse el lujo de alejarse cuarenta millas de las mismas en lugar de quince solamente. Y ahora nos encontramos con que han edificado hermosos ranchos de lujo con espaciosos y amplios garajes para guardar sus costosos coches con remolque.
-Pues, a pesar de todo -respondió Hibbard-, para mí esto sigue siendo una espantosa región solitaria. Demasiado solitaria; sobre todo después del atardecer.
-Los indios se asustaban cuando llegaba la noche -le explicó Kerry-. Solían encerrarse en sus tiendas de campaña situadas en círculo alrededor del fuego, del mismo modo que suelen hacer hoy los granjeros alrededor de su aparato de televisión, seguros y protegidos. 
-Supongo que tiene usted derecho a estar resentido -dijo Hibbard-, pues el valor de todas estas tierras y granjas cada día sube más y más. Si usted no hubiese anticipado en su libro la riqueza de esta región, habría sido el primero en escoger la mejor tierra y a estas alturas tendría ya una gran fortuna.
-No necesito ninguna fortuna -respondió Kerry, encogiéndose de hombros-, sino sólo el dinero necesario para vivir. Si quisiera, ahora podría tener un pequeño bungalow, situado en la inhóspita costa de Florida Keys, en un lugar que bauticé con el nombre de Key Pout.
Un rostro blanco apareció en ese instante detrás de la esquina del porche.
-Hola, papá. Dice mamá que ya es casi la hora de comer.
-De acuerdo, hijo -le contestó Hibbard-. Dile que pronto llegaré.
El rostro desapareció.
-Es un chico excelente su hijo -dijo Kerrv.
-Sí, tanto su madre como yo pensamos que Hank es muy bueno. Siempre está estudiando matemáticas o cualquier otra materia. Está loco porque llegue el otoño para volver a ir al colegio. Creo que entiende de más cosas de las que entendía yo cuando tenía su edad. Incluso más de las que conocen actualmente los otros chicos.
-Es por esto por lo que me agrada tanto su hijo -contestó Kerry, mientras apagaba su pipa-. Y ahora le voy a decir otra cosa. No soy un misántropo como la gente pretende. Mi aspecto de ermitaño es simplemente una «fachada», pero también es, al mismo tiempo, una defensa contra esa gentuza que se apodera de nuestras ciudades, de nuestra cultura. Hace ya más de quince años que vivo este problema. Por eso me vine aquí. Ya soporto bastante con estar casi todo el año en el pueblo, para enseñar en el colegio. Por eso, cuando llega la época de las vacaciones salgo corriendo y me traslado a mi bungalow. Pues bien, he aquí que incluso este pequeño dominio mío de soledad también se ve invadido por toda esa gentuza. Las tiendas de bocadillos calientes pronto invadirán Walden Pond; aunque esto es una suposición mía.
-Supongo -respondió Hibbard- que no estará resentido conmigo por haberme establecido en este lugar. 
-¡Santo cielo, claro que no! Cuando llegó el pasado mes, me a]egré muchísimo de ello, más de lo que usted se imagina. No olvide que sigo siendo un miembro de la raza humana, a pesar de que considero a la mayoría de los residentes en este lugar como verdaderos extranjeros, lo mismo que a esos trogloditas procedentes de las ciudades. Puede estar usted seguro que siempre será bienvenido aquí en esta tierra, en mi propio bungalow. Aprecio mucho a su esposa y a su hijo. Son auténticas personas.
-¿Es que quiere decirme que el resto no lo son?
-No me atormente, amigo mío -respondió Kerry-. Usted sabe perfectamente bien de lo que le estoy hablando, a lo que me estoy refiriendo. ¿No es verdad que fue precisamente por eso por lo que se estableció en este lugar?
Hibbard se dirigió hacia la esquina del porche.
-Sí, así es. Aunque en realidad vinimos a este lugar a causa de mi hijo Hank, ya que no le agradan los colegios de la ciudad, ni los otros chicos con los que jugaba en el pueblo. A mí tampoco me gustaban esos chicos, pues parecen..., no se..., diferentes. Bueno, me refiero a esos jóvenes delincuentes. Ya me entiende usted, ¿no es así?
-Claro que le entiendo, amigo mío, demasiado bien -respondió Kerry, moviendo la cabeza-. Precisamente me he pasado casi todo el verano tomando notas sobre este asunto para luego publicar una monografía. Nada pretensioso, compréndame, ya que la sociología no es mi fuerte, pero sí lo considero un estudio muy interesante. Por añadidura, esto resulta ser un campo ideal para investigaciones antropológicas; sí, este lugar. 
-¿Quiere usted decir que abundan aquí los delincuentes juveniles rurales? -le contestó asombrado Hibbard-. Precisamente al venir a este lugar confiaba en alejar a mi hijo de ese tipo de jóvenes, de ese ambiente.
-No se preocupe por ello -le tranquilizó Kerry-. Por lo que he podido ver, las granjas se mantienen inmunes al problema de la delincuencia juvenil. Desde luego, siempre hay un número reducido de sádicos, tunantes y tipos desequilibrados. Pero no tiene que preocuparse de que su hijo Hank corra ningún riesgo, ya que esos jóvenes delincuentes se encuentran en edad de ingresar en el servicio militar, si es que no han entrado ya. Yo he estado investigando sobre los jovencitos de la ciudad.
-¿Se refiere usted a chicos como el mío? ¿O acaso quiere insinuar que por los alrededores de este lugar hay un campamento de esa clase de chicos?
-Ni a lo uno ni a lo otro. Estoy hablándole de nuestros visitantes de fin de semana. No me diga que no los ha visto en el pueblo durante el verano.
-Pues no, no los he visto. Ultimamente he estado tan atareado arreglando nuestro bungalow que no he tenido tiempo siquiera de bajar al pueblo. Sólo una vez por semana, generalmente los miércoles, acostumbro a bajar al pueblo para comprar los alimentos y demás cosas que necesitamos. Pero he oído que los fines de semana el pueblo está abarrotado de esa clase de jóvenes delincuentes.
-Pues ha oído correctamente -contestó Kerry-. Pero quizá tenga usted interés en ver lo que le estoy contando. Pienso bajar al pueblo mañana por la mañana, alrededor de las nueve. De modo que si tiene interés en acompañarme, puede hacerlo. 
-Lo haré -dijo Hibbard, mientras se alejaba.
Kerry permaneció en el porche viendo alejarse a su visitante por el sendero de la colina, mientras su sombra se proyectaba en la pared del porche a la luz de los últimos rayos del sol.
Desde el lejano horizonte llegó un ruido retumbante, extraño, algo que en un principio le pareció como el estallido de un trueno distante.
Pero ninguno de los dos hombres sabía que aquel ruido tan raro era el heraldo de algo espantoso que pronto iba a suceder en aquel lugar.


Aquel extraño ruido se oyó durante toda la noche y aún continuaba al día siguiente, cuando alrededor de las diez, Ben Kerry y Hibbard se dirigían al pueblo en el viejo «Ford» del primero.
Su primer encuentro con aquel infernal sonido fue cuando ambos amigos se encontraban fuera de los límites del pueblo a la altura de una señal de carretera que rezaba: «Bienvenido a Hilltop», debajo de la cual había otra en la que se leía: «Velocidad máxima, 25 millas por hora».
Esta vez el ruido se presentó bajo forma de un fuerte rumor sordo, pero ambos amigos pudieron comprobar que se habían equivocado al pensar que se trataba de un trueno. La motocicleta rugía por la carretera detrás de ellos, e intentaba adelantarlos sin disminuir su endiablada velocidad. Cuando se cruzaban con ella, Hibbard alcanzó a ver que en el asiento de la misma iba sentado un chico envuelto en una zamarra de cuero negro, con un mono a su espalda. Sólo unos instantes después, cuando se disipó la polvareda que había levantado aquella máquina infernal, se dieron cuenta que no se trataba de un mono sino de una chica con los cabellos revueltos agarrada con ambas manos al conductor.
Una vez que la moto les hubo adelantado, Hibbard vio que la chica les saludaba, levantando la mano y haciéndoles una señal cariñosa con la misma. En el instante en que Hibbard apanaba la mirada de aquella escena, Kerry le dio con el codo en el costado mientras le gritaba:
-¡Cuidado, aparte la cabeza!
Segundos después, algo chocó contra el cristal anterior del coche, rebotó y cayó luego al suelo. Fue entonces cuando Hibbard comprendió que la chica no había hecho un gesto con su mano para saludarlos, sino para lanzarles una lata vacía de cerveza.
-¡Esta desvergonzada ha estado a punto de romper el parabrisas del coche! -exclamó Hibbard.
-Esto ocurre todos los días -contestó Kerry, mientras hacía un gesto afirmativo con la cabeza-. Cuando llegue la noche comprobará que ambos lados de la carretera están llenos de latas y vidrios rotos.
-Pero si ni siquiera parecían tener la edad que marca la ley para beber cerveza -respondió Hibbard-. ¿Acaso no existe esa ley en este estado?
-También dice la ley que no se puede ir a más de veinticinco millas por hora, y, sin embargo, ese par de jovencitos iban a más de cincuenta.
-Habla usted como si estuviera resignado a que sucedieran estas cosas -comentó Hibbard.
-Así es, mi querido amigo. Estas cosas suelen suceder todos los fines de semana durante el verano. Todo el mundo sabe por aquí a qué atenerse.
-¿Y nadie trata de impedirlo?
-Espere y lo verá -se limitó a contestar Kerry.
En aquel momcnto estaban entrando en el pueblo; pasaban frente a una hilera de moteles. Aunque era media mañana, había un gran número de coches aparcados delante de dichos moteles, como asimismo gran cantidad de motocicletas. Todos estos vehículos estaban pintados de una forma llamativa, con colores chillones y extraños accesorios complementarios.
-Ya veo que se ha dado cuenta de la clase de medios de transporte que utilizan nuestros visitantes de fines de semana -dijo Kerry-. Comprendo que ello le resulte violento, pero así son estas gentes. Como grupo, creo que no les gusta lo que yo acostumbro a lamar el «Hierro de Detroit». Por lo que puede usted deducir que esta gente utiliza sus motores como una señal de protesta. Como hago constar en las notas que estoy tomando, parece que estos jóvenes son unos automotivos dentro de su propia locura.
Kerry disminuyó la velocidad al entrar en la angosta y corta calle del pueblo considerada como la principal. En las aceras de la misma permanecían los grupos de jóvenes campesinos que, como todos los sábados, solían acudir al pueblo. Pero mezclados entre ellos, también estaban aquellos jovencitos que acudían todos los fines de semana.
No era muy dfícil diferenciarlos, ya que los jovencitos visitantes vestían la clásica zamarra de cuero con brillo metálico, botas altas y gorra con visera echada hacia atrás, aparte de los clásicos y ceñidos pantalones vaqueros, de color azul. Algunos de ellos tenían la cabeza rapada y parecían orgullosos de lucir un cráneo bien afeitado, pero la mayoría hacía gala de largas cabelleras, cortadas segúu un modo que ellos mismos habían llamado «Mohawk». Un jovencito que se hallaba algo apartado de los demás tenía un aspecto totalmente distinto; se distinguía por sus grasientos rizos y por las patillas exageradamente largas. Algunos otros portaban barbas puntiagudas, lo que les confería la apariencia de cabras montañesas. La semejanza con los sátiros quizá estaba realzada por la presencia de sus acomparlantes femeninos. En realidad, todas ellas eran parecidas a la chica que vieron sentada en el asiento posterior de la motocicleta con la que se cruzaron en la carretera: cabellos revueltos, rostros exageradamente pintarrajeados, jerseys muy ceñidos y pantalones muy ajustados.
La forma de hablar tan chillona de estas chicas resonaba y producía eco en aquel anfiteatro artificial formado por el inmenso círculo de jóvenes; a este espantoso ruido venía a añadirse el que producía una máquina de discos existente en un bar cercano.
Alrededor de esta máquina electrónica se hallaba un grupo de muchachos, y algunas parejas bailaban en las aceras de la calle, al son de aquel ruido infernal, indiferentes de aquellos que tenían que utilizarlas para entrar o salir de sus casas. Los rayos del sol se reflejaban en el cristal de las jarras de cerveza que sostenían mientras reían y gritaban alborozadamente. Todo ello daba la impresión de hallarse en medio de una gran orgía.
-Ahora ya me estoy dando cuenta de lo que usted me insinuó por el camino -dijo Hibbard, volviéndose hacia su compañero-. Creo haber leído algo sobre lo que acabamos de presenciar en un libro que compré hace unos dos años. ¿Acaso no hubo por esa época una convención de motociclistas en un pequeño pueblo de California? Hubo una reyerta entre miembros de diferentes bandas, que acabó en una espantosa revuelta en la que tuvo que intervenir la policía.
-Exactamente, así fue -respondió Kerry-. Y lo mismo ocurrió al año siguiente en un pueblo de otro estado. Luego volví a leer algo parecido este verano en un periódico que cayó por casualidad en mis manos. Si intentara usted estudiar estas cosas, comprobaría que este fenómeno presente en la juventud de nuestros días se ha extendido por todo el mundo.
-¿Y era esto lo que usted quería enseñarme? -preguntó Hibbard-. ¿Que comprobara con mis propios ojos cómo esos gamberros acuden al pueblo todos los fines de semana para aterrorizar a los pacíficos pueblerinos?
Kerry asintió con la cabeza.
-No sea usted melodramático -murmuró-. En primer lugar, esta gente no constituye una banda de gangsters motorizados; a lo sumo puede comparárseles a una reunión de jóvenes amantes de los deportes motorizados o a un grupo de jóvenes fanáticos de Elvis Presley. Estos jóvenes vienen de todas partes: de las grandes ciudades, de los barrios bajos o de las pequeñas comunidades industriales situados alrededor de las mismas. No hay ningún signo externo de que pertenezcan a algún gang, grupo, organización o club de siniestros fines. Aparentemente, sólo se puede decir que se reúnen simplemente para divertirse. Y si se fija usted más detenidamente, comprobará que no aterrorizan a ninguno de los ciudadanos de este pueblo, tal como me indicó anteriormente. En realidad, la mayoría de los comerciantes del pueblo se alegran de su presencia, ya que ganan lo suyo -al decir esto, Kerry indicó con su mano en dirección al bar-. Son unos excelentes clientes para ellos, pues cada fin de semana suelen dejar un buen puñado de dólares en sus cajas. El cielo es el límite.
-Pero usted mismo dijo que infringían la ley. Pueden producir alborotos, reñirse entre ellos mismos o llegar a causar daños irreparables.
-Supongo que pagan lo que hacen o destrozan.
-¿Y qué pasa con las autoridades locales? ¿Qué piensan de todo esto?
Kerry sonrió, y luego contestó a su acompañante:
-Se refiere usted al alcalde? Es el plomero del pueblo y le dan cien dólares al año para que ostente este título como un trabajo para pasar el tiempo. Por consiguiente, no se preocupa mucho por ello.
-Pero ¿y la policía...?
-Tenemos un sheriff local, pero nada más. Por añadidura, el pueblo es tan pequeño que ni siquiera tiene una prisión. Esta se encuentra en la capital del condado.
-Y los ciudadanos que no son comerciantes ¿no se quejan? ¿Es que les agrada el permanecer cruzados de brazos mientras esos gamberros alteran el orden y alborotan la vecindad con el ruido espantoso de sus endiabladas motocicletas?
-Sí, creo que se quejan. Pero al menos por lo que yo sé, me parece que nunca decidieron llevar a cabo ninguna acción en contra de estos delincuentes juveniles. Y por lo que a mí respecta, no temo nada de estos muchachos. Se quedaría usted pasmado de lo que he podido observar durante todo este verano. Ahora lo que pretendo es poder contemplar sus competiciones motociclistas.
-¿Carreras de motocicletas?
-Exactamente. Supongo que no habrá pensado que estos jóvenes vienen a nuestro pueblo para sentarse en las aceras y charlar entre ellos, ¿no es así? Los sábados o los domingos por la tarde, siempre los encontrará usted en las colinas, en esas carreteras de segundo orden, al borde de las principales del condado. Generalmente suelen alquilar un terreno de alguno de los granjeros de la comarca y hacen carreras de obstáculos, saltan y corren por esas colinas, y hacen todo género de piruetas con sus motocicletas. Creo que esta semana harán una de esas carreras en nuestra vecindad. Antes solían efectuar estas competiciones al oeste del pueblo, pero algo debió ocurrir porque ahora han escogido este lado. Creo que el viejo Lautenshlager les va a permitir utilizar la gran colina existente detrás de sus tierras. Espero que podamos ver la fogata esta noche.
-¿La fogata?
-Así es como suelen llamar a la competición motociclista estos jóvenes -afirmó Kerry-, aparte de que acostumbran encender fogatas para orientarse durante la misma.
-Pero, ¿es que creen que son indios? -dijo Hibbard, mientras observaba a un trío que se hallaba cerca de ellos; un joven muy delgado tocaba epilépticamente una guitarra, mientras una pareja bailaba, gesticulaba y se contorsionaba grotescamente como si hubiesen improvisado de repente una danza guerrera apache. Al final tuvo que reírse burlonamente de todo aquel extraño espectáculo. Sí, quizá, en el fondo son realmente unos indios. Ni unos salvajes harían tan espantosa gritería.
-Puro rock-and-roll, mi querido amigo; es la música de moda -comentó Kerry, sonriéndose.
De repente, la sonrisa burlona de Hibbard se le heló en los labios. Luego, dirigiéndose a su acompañante, le dijo:
-Mire usted eso -mientras indicaba hacia la parte alta de la calle.


Un coche descapotable avanzaba hacia ellos repleto de jóvenes, y los gritos que proferían apagaban el ruido ensordecedor del motor. Al ver avanzar al automóvil, un gato dio un salto que milagrosamente lo salvó de morir aplastado bajo sus ruedas. Bueno, esto sería lo que pensó el pobre animal, ya que los gamberros invadieron la acera con el coche y lograron matar al gato bajo los neumáticos. Esta feroz hazaña fue coreada con gritos de júbilo y aplausos seguidos de risas y alborozo por parte de todos los ocupantes del automóvil.
-¿Se ha fijado usted en lo que han hecho esos miserables? -dijo indignado Hibbard a su acompañante-. Se han subido expresamente a la acera con su coche para matar al pobre animal. Déjeme usted salir del coche, que voy a demostrarles a esos canallas...
-No, no se lo permitiré -le respondió Kerry, mientras apretaba con su pie el acelerador y ponía en marcha su viejo «Ford»-. El animal ya está muerto. No puede usted hacer nada. No tiene ningún sentido el meternos en líos con esos jóvenes carentes de escrúpulos.
-Pero ¿qué es lo que le pasa? -preguntó Hibbard, con voz ansiosa-. ¿Es que acaso va usted a permitir que estos bribones se salgan con la suya? Es triste y doloroso que una criatura de tierna edad torture a un pobre animal empujada por su infantil curiosidad, pero estos muchachos no son unas criaturas. Ya son lo suficientemente mayorcitos como para saber lo que hacen.
-Tiene usted razón -admitió Kerry-. Tal como dijo antes, son unos verdaderos salvajes. Pero acuérdese de las revueltas de las que hablamos antes: no hay nada que hacer.
Kerry siguió conduciendo el coche en silencio, y giró al llegar al final de la calle, luego atravesó un camino vecinal que circunvalaba al pueblo y se adentró en la carretera principal. Ya se habían alejado bastante, y, sin embargo, aún podían oír el griterío de los gamberros, la ruidosa música de la máquina eléctrica y el rugido espantoso de sus endiabladas motocicletas.
-Por lo visto, tienen que hacer ruido por doquiera que van -dijo Kerry al cabo de unos instantes-. Supongo que esto es lo que los psiquiatras suelen llamar «agresión oral».
Hibbard no respondió nada.
-El rock-and-roll también es otro signo de esta nueva generación -volvió a insistir Kerry-; pero tampoco debemos olvidar que cuando usted era joven existía el swing, y que cuando lo era yo existía el jazz. En realidad, existe un cierto paralelismo si nos fijamos detenidamente en todo esto. Ropas excéntricas, cabelleras largas, exceso en las bebidas, y por si fuera poco, rebelión contra la autoridad.
-Pero lo que no se puede permitir es esa crueldad sin motivos ni justificación -volvió a hablar Hibbard-. Admito que durante mi juventud acostumbrábamos a armar jaleo después de un partido de fútbol, e incluso, a veces, llegábamos a pelearnos. Pero todos estos gamberros se comportan como auténticos psicópatas. Así está la juventud de nuestros días.
-Pero su hijo no es como ésos -contestó Kerry-. Hay muchos chicos que son normales.
-Así es; pero es mayor el número de los que no son normales. Y cada año hay más de estos últimos. No me diga que no se ha dado cuenta de ello, pues no hace mucho me dijo que había estado estudiando a esta clase de chicos. Y hace un rato, cuando estábamos en el pueblo, me di cuenta de que usted estaba asustado.
-Sí, he estado estudiando a esta clase de muchachos -respondió Kerry-. Y tengo miedo. ¿Qué le parece si viene a mi casa y se queda a comer algo? Creo que debo enseñarle algo que le interesará.
Hibbard asintió con un gesto. El campo, a aquella hora de la tarde, estaba silencioso, o casi silencioso. Sólo aguzando el oído se podía oír levemente el ruido de las motocicletas en los caminos escarpados de las distantes colinas.


Después de la merienda, Kerry extendió sobre la mesa un montón de hojas mecanografiadas y dijo a su acompañante:
-Hace algún tiempo que empecé esto, y hace unos días escribí algo muy interesante.
Kerry empezó a buscar entre las hojas algo que quería mostrar a su amigo.
-Mire, aquí describo esas carreras de motocicletas de las que le hablé, como asimismo hago un apartado sobre las peleas que sostienen esos jóvenes delincuentes entre ellos. Esto es un informe del jefe de Policía de Nueva York sobre el aumento de la delincuencia juvenil. Aquí tiene una lista de las armas que les fueron confiscadas a unos estudiantes de Detroit: cuchillos afilados como bisturíes, navajas de afeitar, nudillos de bronce, dos pistolas y un hacha. Todas ellas fueron utilizadas en una pelea callejera. Aquí tenemos un capítulo sobre narcóticos, robo de armas y algunos casos de incendios provocados intencionadamente. Como observará, he eliminado todo aquello referente a casos que se dan muy poco entre los jóvenes delincuentes, tales oomo asesinatos, crímenes sexuales, violaciones y perversiones sádicas. A pesar de todo, ya ve que también se presentan con cierta frecuencia entre ellos. En este capítulo trato exclusivamente de delitos recientes de tortura. Le puedo asegurar que no es muy agradable su lectura; no, ni mucho menos.
No lo era. Mientras lo leía por encima, Hibbard sintió que se le secaba la garganta. Desde luego, había leído casos como aquellos descritos en el libro de Kerry en los periódicos, pero nunca se había fijado con cuánta frecuencia se presentaban. En el libro de Kerry vio, por primera vez, un gigantesco cúmulo de aquellos casos; tanto que le pareció una auténtica antología del terror.


Estuvo leyendo un caso sobre unos delincuentes juveniles de Chicago que raptaron a un niño y después de mutilarlo salvajemente lo mataron; luego, otro caso sobre un joven de un estado del Sur que descuartizó a su propia hermana, como asimismo el de un jovencito que le voló la cabeza a su madre con un disparo de escopeta. Casos y más casos de infanticidio, fratricidio, parricidio, y asesinatos sin motivo ni justificación alguna.
Kerry dirigió su mirada al rostro asombrado de Hibbard, y comprendiendo su estado de ánimo, le dijo: 
-Sí, amigo mío, la verdad es mucho más horripilante que la ficción, que lo imaginado por algún Allan Poe de nuestra época. Estaría usted muchas horas hojeando mi libro sin encontrar casos delictivos como esos de Penrod o Baxter. No, estimado señor Hibbard, éste ya no es un mundo de bondad, de ternura, de sacrificios por el prójimo. Investigaría en vano si tratase de encontrar un caso como el de ese pobre minero que el año pasado perdió su vida por salvar a su compañero.
-Estoy plenamente de acuerdo con usted -dijo Hibbard-. Pero no lo comprendo, no puedo comprenderlo. Desde luego, siempre han existido los delincuentes juveniles, pero me parecían simples víctimas desgraciadas fruto de la depresión, y, por supuesto, siempre los he considerado como unas excepciones. Y en cuanto a esos jóvenes que proliferan después de cada guerra, también lo considero como una cosa muy lógica, ya que la pérdida de los padres siempre es la causa primordial de su carencia de valores morales. Incluso he leído muchos casos de jóvenes de buena familia que, al morir los padres en la guerra, se convirtieron en unos malvados. Pero estos jovencitos que hemos visto hace unos instantes son muy diferentes de esos de que le hablo. ¿Qué ocurre con nuestra joven generación? ¿Qué es lo que les sucede, señor Kerry, a los chicos de nuestro tiempo?
-No lo sé; pero aún existen buenos chicos, serios, estudiosos, incapaces de hacer mal a nadie. Su hijo Hank es uno de ellos, señor Hibbard.
-Pero ¿qué es lo que influye en la mayoría? ¿Por qué ha habido un cambio tan radical en los últimos años? Esto es lo que no comprendo.
Kerry retiró la pipa de su boca y le contestó:
-Existen muchas explicaciones para todo lo que me ha expuesto. Por ejemplo, según el doctor Wertham, una de las causas de la delincuencia juvenil radica en la lectura de libros morbosos, de gangsters, de crímenes y otros por el estilo. Para algunos psicoterapeutas, el principal motivo es la televisión. Según algunos sociólogos, el origen del mal está en la guerra; los chicos viven a la sombra del servicio militar, y por eso luego se rebelan. Estos jóvenes han llegado a identificarse con los héroes de la gran pantalla, como James Dean, Marlon Brando, etcétera. Sí, amigo mío, existe toda una extensa literatura sobre este tema tan delicado y doloroso.
-Pues todas estas teorías no me explican nada -respondió Hibbard-. Puede que en una conferencia suene muy bonito, pero en la realidad, ¿cómo explicarían todas estas teorías el espantoso espectáculo de crueldad que acabamos de ver? Mire, aquí en sus anotaciones veo un caso que sucedió el mes anterior: Un chico de catorce años, residente en un pueblecito del Sur, se levanta de la cama a medianoche, coge una escopeta y mata a sus padres a sangre fría, mientras éstos dormían. El chico confiesa luego en la comisaría que no tenía ningún motivo para haberlo hecho, y los psiquiatras que después lo examinaron afirmaron que el jovencito estaba perfectamente bien desde el punto de vista de sus facultades mentales. Sin embargo, el muchacho confesó que se había despertado de un profundo sueño y que sintió una irresistible necesidad de matar. Y así lo hizo. Y si se piensa en todo esto, verá usted que la mayoría de los jóvenes delincuentes siempre vienen a decir lo mismo: que sienten un «impulso», que «algo les vino misteriosamente» a la cabeza, o bien que «querían ver lo que se sentía al matar a una persona». Y al día siguiente, he aquí a los agentes de policía tratando de localizar el paradero de una pobre niña desaparecida, o los trozos de un cuerpo mutilado de un recién nacido, y muchos otros hechos tan horripilantes como éstos. Créame, no tiene sentido.
Hibbard apartó aquel montón de papeles, y dirigiéndose a Kerry, le dijo:
-Ha tenido que trabajar mucho para recopilar estos casos. También me ha dicho que ha estado estudiando el caso de la delincuencia juvenil durante todo el verano. Por consiguiente, supongo, señor Kerry, que habrá llegado a alguna conclusión.
-Quizá -respondió Kerry, encogiéndose de hombros-. Pero en este momento no me encuentro en condiciones de asegurar nada con pruebas irrefutables. Necesito más datos para llegar a establecer mis teorías, mis puntos de vista.
Al pronunciar las últimas palabras, Kerry se detuvo, miró fijamente a su amigo, y continuó:
-Me consta que en su época de universitario era usted un excelente estudiante. Pues bien, me agradaría saber cuál es su opinión sobre el tema que estamos tratando.
-Pues verá usted... En primer lugar, pienso en esta insistencia, en estos casos, uno tras otro, día tras día; en ese impulso irresistible que dicen sentir los jóvenes de cometer un asesinato. Generalmente, en tales casos se trata de un chico que está solo, es decir, que no forma parte de una banda de jóvenes delincuentes. Asimismo, casi siempre se trata de un hijo único o de un muchacho que vive absolutamente solo. 
Kerry clavó su mirada en el rostro de Hibbard. Luego le dijo:
-Continúe usted, es muy interesante lo que dice.
-Por otro lado -continuó Hibbard-, tenemos el caso de los gangs, las bandas, cuyos miembros tienden a adoptar una conducta «oficial», con su uniforme, códigos secretos y reglamento propio. Dan la impresión de querer fundar asociaciones secretas, misteriosas, clandestinas. Utilizan un lenguaje que sólo ellos entienden, se ponen apodos terroríficos, y demás cosas por el estilo. Y por si fuera poco, dan la impresión de que antes de llevar a cabo una acción delictiva o un crimen lo meditan antes con todo detenimiento. Es decir, existen dos clases totairnente distintas de delincuentes juveniles. No, rectifico lo que acabo de decir: todos estos chicos tienen una cosa en común.
-¿Qué cosa? -dijo Kerry, inclinándose hacia él.
-No sienten nada: ninguna vergüenza, ninguna culpabilidad, ningún remordimiento, nada. Por otro lado, no sienten ningún odio hacia sus víctimas. La mayoría de ellos lo confiesan luego en la comisaría. Matan por matar, pero no por un motivo determinado. En otras palabras, esta clase de delincuentes juveniles son unos psicópatas.
-Maravilloso; ahora hemos llegado a un punto determinado, a un punto muy importante -respondió Kerry-. Según usted, son psicópatas. Pero dígame, míster Hibbard, ¿qué es un psicópata?
-Pues una persona que no posee sentimientos normales, que carece del sentido de la responsabilidad. Usted ha estudiado psicología y debe saberlo mejor que yo.
Kerry se levantó y se dingió a una estantería de libros situada encima de la chimenea. Cogió unos cuantos y volvió a sentarse junto a Hibbard.
-En esa estantería tengo toda una colección completa de libros sobre psicoterapia. Pues bien, le aseguro a usted que estaría horas y horas buscando inútilmente una definición clara y concisa de lo que suele llamarse una personalidad psicopática. Esta clase de enfermos no están considerados como psicópatas. No reaccionan ante ninguna clase de tratamiento. Actualmente no existe ninguna teoría psiquiátrica que exponga claramente cómo empieza y evoluciona; por el contrario, son muchas las autoridades médicas en esta especialidad que sostienen que se nace así.
-¿Y cree usted eso?
-Sí. Pero al revés de los psicoterapeutas ortodoxos, tengo un motivo para pensar así. Creo que sé lo que es un psicópata. Y...
-¡Papá!
Ambos volvieron el rostro al oír aquel horrible grito. 
El hijo de Hibbard estaba en la puerta, y los últimos rayos del sol se reflejaban en la sangre brillante que se deslizaba por un lado de su cara.
-¡Hank! ¿Qué te ha sucedido? ¿Tuviste un accidente? -preguntó Hibbard, mientras se dirigía hacia su hijo.
-No te preocupes, papá, me encuentro bien. Es que no quería ir a casa de esta manera y asustar a mama, pues seguramente se desmayaría al ver la sangre.
-Siéntate, joven valiente -le dijo Kerry, mientras lo conducía hacia una silla-. Y ahora déjame que te limpie la cara con agua caliente.
A continuación, Kerry se dirigió a la cocina y regresó instantes después con un trozo de tela limpio y una jofaina de agua caliente. Con sumo cuidado, eliminó todo vestigio de sangre, y dejó al descubierto la herida.
-No es muy profunda -dijo, dirigiéndose a Hibbad-. Bastará un poco de agua oxigenada y un buen vendaje. Vamos, Hank, no te muevas, que te hago la cura.
El chico dio un salto al sentir el ardor que le produjo el agua oxigenada, pero luego se sentó, y entonces pudo terminar el improvisado médico la desinfección y el vendaje.
-¿Te encuentras mejor?
-Me encuentro perfectamente bien -respondió Hank-. Lo único que me pasó fue que me hirieron con la cadena.
-¿Quién te hirió?
-No lo sé. Unos chicos. Resulta que esta tarde salí a dar un paseo y oí un ruido espantoso detrás de las tierras del viejo Lautenshlager; arriba en la colina, ya conocen ustedes a qué sitio me refiero. Entonces me acerqué y vi a un grupo numeroso de muchachos, bueno, y también a varias chicas. Estaban conduciendo sus motocicletas, subiendo y bajando por la colina, y armando un jaleo espantoso con sus máquinas. Luego quise acercarme más, para ver mejor lo que allí ocurría, sólo para eso, y entonces...
Los labios del chico comenzaron a temblar, y Hibbard le puso las manos sobre sus hombros para tranquilizarlo.
-Estoy seguro de ello y lo comprendo -le dijo su padre, tratando de sosegarle-. De modo que subiste. Bueno, ¿y qué ocurrió luego?
-Pues empecé a subir la colina. Pero antes de que pudiera alcanzar la cima, aqulos muchachos grandotes se echaron encima mío. Debían ser cinco o seis, y salieron de improviso de detrás de unos arbustos y me cogieron. Uno de ellos tenía un palo, y el otro una cadena; este último me pegó con ella en el rostro y me produjo esta herida. Entonces eché a correr y ellos me persiguieron, pero conseguí desorientarlos y me escondí en el bosquecillo de Lautenshlager; allí me perdieron de vista.
-¿Conseguiste verles el rostro a esos muchachos?
-Pues uno de ellos tenía barba. Todos llevaban una zamarra de cuero negro e iban calzados con botas altas y sucias.
-Ya entiendo; se trata de la banda de esos sinvergüenzas de delincuentes juveniles -respondió su padre-. Sí, nuestros amigos los psicópatas. Bueno, si puedes andar, levántate y sígueme.
-¿Adónde vamos a ir?
-A casa, naturalmente. Quiero que te acuestes inmediatamente, pues has recibido un buen porrazo y conviene que descanses. Luego cogeré el coche e iré a ver al sheriff, pues esto ya ha pasado de la raya y es imprescindible que intervenga la policía.
-¿Está usted seguro de que nos conviene armar ese jaleo y hacer intervenir a la policía? -preguntó Kerry, mientras dejaba su pipa sobre la mesa-. ¿No se imagina lo que puede ocurrir si va a informar a la policía? ¿No comprende que entonces sí que surgirán problemas?
-Acaba de producirse un hecho delictivo hace unos instantes -respondió Hibbard-, y mi deber es ir a avisar a la policía. En cuanto al jaleo, para mí ya se ha producido cuando esa banda de desalmados se echaron sobre mi hijo como perros sedientos de sangre y le hirieron en la cabeza. Vamos, hijo, vámonos para casa.
Hibbard se dirigió con su hijo hacia la puerta sin volver la mirada hacia Kerry, y emprendió luego el camino por la vereda existente frente al bungalow de este último.
Kerry hizo un gesto de desaprobación. Por un momento estuvo a punto de llamar a Hibbard, pero no lo hizo y cerró la puerta. Durante unos instantes permaneció de pie, inmóvil, con la mirada fija en la distante colina que se divisaba a través de la ventana junto a la chimenea. No se veía ninguna luz en aquella colina, pero sí se oía perfectamente el ruido producido por las motocicletas de aquellos jóvenes. Kerry estuvo escuchando durante largo tiempo. Luego, lentamente, se dirigió a la habitación que tenía frente a él. Minutos después salió y se sentó junto a la chimenea, para avivar el fuego de la misma. A continuación cogió una libreta y comenzó a escribir en ella, levantando de vez en cuando la cabeza como si esperara oír de un momento a otro un ruido inesperado. Su rostro tenía el aspecto de un hombre que había estado mucho tiempo esperando que se produjera un jaleo... y al final se había metido en él. Kerry se puso cómodo en su butacón y se concentró profundamente.
Seguramente había transcurrido más de una hora antes de que se produjera aquel ruido. Aunque Kerry lo esperaba, dio un salto cuando oyó aquellos pasos. Rápidamente se dirigió hacia la puerta, y llegó a ella justo en el momento en que Hibbard la franqueaba.
-¡Ah, es usted! -Su voz pareció sosegarse al ver a su amigo-. Está tan oscuro que al principio no le había reconocido. ¿Qué ha sucedido?
Hibbard no le contestó. Durante unos instantes permaneció mudo, clavado en el suelo como un poste, tratando de recuperar el aliento.
-He estado corriendo durante mucho tiempo y apenas tengo aire en los pulmones.
-¿Qué le ha sucedido? -preguntó Kerry-. ¿Acaso se trata de Hank?
-No, el chico está bien. Lo metí en la cama apenas llegué a casa, y su madre no sabe nada de lo que ha ocurrido. Se limitó a curarle, pues ya sabe usted que años atrás trabajó como enfermera en un hospital. Antes de ir a ver al sheriff, decidí comer un bocadillo. Teníamos la puerta cerrada, y quizá fue por eso por lo que no oí nada. Seguramente entraron y salieron rápidamente de mi jardín sin hacer el menor ruido. Mi esposa no los oyó.
-¿A quiénes?
-A nuestros amiguitos los gamberros. Me imagino que pensaron que Hank me lo habría contado todo y que yo iría a denunciarlos a la oficina del sheriff. Seguramente se fijaron en que yo no tenía teléfono en la casa para avisar al sheriff, por lo que decidieron destrozar los neumáticos de mi coche para evitar que yo fuera a denunciarlos. Pero ya les enseñaré yo a esos miserables delincuentes quien es Hibbard; ya lo verán.
-Vamos, amigo mío, tranquilícese.
-Pero si estoy tranquilo, muy tranquilo. Si estoy aquí es para pedirle que me preste su coche, solamente por eso, nada más.
-¿Aún insiste en denunciarlos a la policía?
-¿Qué quiere decirme con ese «aún»? Después de lo que ha sucedido nada podrá detenerme. Antes de salir de mi casa me aseguré bien de que todas las puertas y ventanas estaban perfectamente cerradas. Pero temo que sean capaces de prenderle fuego durante la noche.
-Pues yo creo -respondió Kerry- que si usted regresa a su casa y permanece en ella tranquilamente, no se atreverán a nada, se acabará todo este jaleo. Lo único que desean es que los dejen en paz.
-Bueno, entre lo que ellos pretenden y lo que van a recibir de mí hay una diferencia como un abismo. Voy a buscar a todo policía que haya en este territorio, a todo soldado que esté de servicio en este lugar. Y entre todos pondremos fin a esta situación. 
-No, no podrá acabar con este estado de cosas. Por lo menos, de esa forma.
-Escuche, no he venido a charlar con usted, sino a que me deje las llaves de su coche.
-No, no pienso dárselas hasta que haya escuchado lo que tengo que decirle.
-Ya le he oído bastante desde el día en que esos miserables mataron salvajemente a aquel pobre gato -respondió Hibbard, con voz ahogada por la rabia-. Bueno, de acuerdo, ¿qué es lo que quiere decirme?
Kerry avanzó unos pasos y se colocó junto a la estantería de libros cerca de la chimenea.
-Esta tarde, como usted recordará, estuvimos hablando sobre los psicópatas. Le dije que los psiquiatras no comprenden a fondo esta enfermedad, pero que yo, en cambio. sí. Y es que a veces sucede que un antropólogo comprende mejor estas cosas. Durante muchos años, y en mis horas libres, he estado estudiando el llamado «espíritu de banda de delincuentes» y las sociedades secretas de muchas culturas. Se encuentran en casi todos los sitios, y existen ciertas características que son comunes a todas. Por ejemplo, ¿sabía usted que en algunos sitios incluso las mujeres jóvenes tienen sus propios grupos o sociedades clandestinas? Pues bien, según afirma el doctor Lips en su libro...
-Perdone que le interrumpa -dijo Hibbard-, pero no me interesa lo que pueda decir ese doctor Lips.
-Le interesará si me deja hablar -insistió Kerry-. Lips asegura que sólo en Africa existen centenares de esas sociedades secretas. La sociedad secreta Bundu, en Nigeria, utiliza unas máscaras especiales como asimismo unas extrañas vestimentas durante sus ritos secretos. Si algún aventurero osa espiarlos durante sus ritos, es castigado cruelmente, o incluso asesinado.
-Oiga, amigo mío, una banda de delincuentes juveniles no es una sociedad secreta.
-Pues esta tarde, señor Hibbard, usted mismo pudo comprobar su similitud.
-Admito que algunos chicos se reúnen y forman una banda, pero otros no lo hacen. ¿Qué me dice usted de los «solitarios», esa clase de delincuentes que sienten un impulso incontenible de matar?
-Pues sencillamente que no saben lo que hacen ni lo que son -respondió Kerry-. En este aspecto, podemos estar satisfechos de que no sepan por qué se reúnen y cometen semejantes barbaridades. Lo único que ansío es que nunca sepan el motivo por el cual suelen reunirse en bandas.
-Yo conozco cuál es el motivo: todos son unos psicópatas.
-¿Y qué es un psicópata? -preguntó Kerry, con voz suave-. Un psicoterapeuta no se lo podría explicar, pero yo sí puedo. Y puedo hacerlo porque soy antropólogo. Escuche, un psicópata es un demonio.
-¡Cómo!
-Un demonio, un diablo. Una criatura admitida en todas las religiones, en todos los lugares, por todos los hombres. Es el fruto de la unión entre un demonio y una mujer mortal.
Al llegar a este punto, Kerry sonrió al ver el asombro reflejado en el rostro de su amigo. Luego, prosiguió:
-Sí, comprendo que se extrañe de esto que acabo de decirle, pero le agradeceré que lo piense por un momento. Piense en cuando empezó todo esto; esta ola de crímenes juveniles, de crueldad psicopática. ¿No fue acaso hace unos pocos años? Pues bien, comenzó exactamente cuando los bebés nacidos durante los primeros años de la guerra llegaron a la adolescencia, esa etapa de la vida comprendida entre los trece y los dieciocho años. Era la guerra, y los hombres estaban en el frente, fuera de sus hogares. Sus eposns empezaron a tener pesadillas; esa clase de pesadillas que todas las mujeres han tenido desde la más remota antigüedad. La pesadilla del íncubo, es decir, la unión del demonio con ellas cuando están durmiendo. Este fenómeno se presentó durante las Cruzadas. Y luego continuó con el apogeo de la brujería en toda Europa; los cultos demoníacos, llevados a cabo por brujos y brujas, y presididos por el diablo, de los que se esperaba el fruto de la unión de una mujer carnal con un demonio; un ser semihumano fruto de una unión maquiavélica, blasfema, horripilante. ¿Comprende usted ahora como todo esto encaja con lo que estamos presenciando hoy día? El insano deseo de crueldad; la repentina, apremiante y maníaca necesidad de torturar y destruir que se presenta durante el sueño; la repugnante incapacidad de poder reaccionar ante los sentimientos nobles y normales; la extraña sensación que sienten los jóvenes delincuentes juveniles de nuestros días de reunirse en bandas para llevar a cabo actos de violencia. Como le decía antes, no creo que ellos mismos sepan lo que les hace comportarse de esa forma: pero si algún día lograsen adivinarlo, entonces brotaría una oleada de satanismo y magia negra mucho peor que la existente durante la Edad Media. Incluso hoy día, se reúnen alrededor de una hoguera durante las noches de verano en las cavernas de las cimas de las colinas.
-¡Se ha vuelto loco! -exclamó Hibbard, furioso, mientras sacudía a Kerry por los hombros-. Estos jovencitos no son más que unos niños, unas criaturas, y lo único que necesitan es una buena azotaina, todos ellos, y quizá un par de años en un reformatorio.
-Está usted hablando como las autoridades; quiero decir como esos incompetentes policías, esos ignorantes jueces de los tribunales de menores, como los directores de esas escuelas de beneficencia donde pretenden redimir a los jóvenes descarriados a base de garrotazos y dura disciplina. ¿Es que acaso aún no se ha dado usted cuenta de que todos esos métodos de rehabilitación nunca han dado resultado desde hace muchos años hasta el día de hoy? ¿Acaso todo esto se puede resolver con simples medios psicoterapéuticos? Cuando se está continuamente en contacto con algo, al final se llega a no comprender la verdadera naturaleza del problema. Y usted y todos nosotros estamos en contacto con demonios, con verdaderos hijos del diablo. Lo que se necesita es exorcismo. Ya le he dicho todo lo que tenía que decirle. Y precisamente por esto es por lo que no le presto mi coche para que vaya esta noche a avisar a la policía. Si interviene la policía, habrá una oleada de violencia, de disturbios en todo el pueblo, y se cometerán crímenes y...
Hibbard le dio un puñetazo a Kerry y éste cayó al suelo. Al caer, se golpeó la cabeza con el borde inferior de la chimenea, y quedó inmóvil mientras un hilillo de sangre manaba de su sien derecha. Hibbard le tomó el pulso, y a continuación le registró los bolsillos hasta que localizó las llaves del coche de Kerry.
Luego se levantó, se dirigió a la puerta y huyó del bungalow de su amigo.
Cuando Kerry recuperó el conocimiento se sobresaltó. Sentía un intenso dolor de cabeza. Se apoyó en la mesa y a duras penas logró incorporarse. Entonces el dolor aumentó. Luego sintió algo así como un ruido continuo y agudo dentro de su cráneo. Pero no era sólo el efecto de su malestar, parte del mismo procedía de un sitio distante. Entonces comprendió que aquel ruido procedía de las colinas.
Se frotó la frente y se dirigió rápidamente hacia el porche. La oscuridad distante se hallaba disuelta por un resplandor rojizo que, como pudo luego comprobar, correspondía a las hogueras encendidas en la cima de la colina. Kerry se dirigió hacia la puerta mientras metía las manos en sus bolsillos; al llegar a ésta, titubeó, volvió a su bufete y se dirigió al escritorio. Abrió un cajón de éste y sacó un pequeño revólver. Lo introdujo en su bolsillo y de nuevo se dirigió hacia la puerta.
El sendero estaba oscuro, pero pudo caminar por él gracias al resplandor de las hogueras. Cuando llegó al fondo del valle que formaban las colinas, comprobó que su coche no estaba allí, pero pudo observar claramente las huellas de los neumáticos y dedujo la dirección que aquél había tomado. Hibbard había escogido la carretera secundaria que conducía más prontamente a la autopista para poder así llegar lo antes posible al pueblo. Kerry decidió entonces rodear la colina existente detrás de las tierras del viejo Lautenshlager pensando que éste sería el camino más corto, aunque luego consideró que quizá habría sido mejor dirigirse directamente a la autopista y así alcanzar a Hibbard antes de que éste llegase al puesto de policía. No había logrado nada tratando de convencer a Hibbard de que no acudiese a la policía, pero debía intentarlo de nuevo. La policía no podría solucionar aquella situación; lo único que haría sería agravarla más aún. Si al menos pudiese solucionar aquel problema a su manera, de poder hablar con aquellos que aún confiaban en los viejos remedios del exorcismo, de la expulsión de demonios...
Kerry aceleró el paso mientras una sonrisa amarga se dibujaba en su rostro. No podía censurar la reacción de Hibbard. La mayoría de los hombres pensaban como él. Los más civilizados, es decir, aquella pequeña minoría de nuestro mundo occidental que caminan con los ojos vendados, ignorando a aquel otro billón y medio que incluso hoy día admiten la existencia y el poder de las fuerzas oscuras, ocultas, misteriosas. Fuerzas no sólo poderosas, sino capaces de multiplicarse.
A lo mejor hacían bien en no creer en ellos. Había dicho la verdad a Hibbard; la única esperanza consistía en que no comprendiesen su propia naturaleza. Los demonios aquellos no sabían que lo eran; si llegasen a saberlo...
Kerry apartó inmediatamente este pensamiento de su mente mientras rodeaba la colina donde ardían las hogueras. Avanzó amparándose en las sombras de la noche, mientras los ruidos ensordecedores de las motocicletas le destrozaban los tímpanos. Al volver un recodo de la vereda vio un coche en la cuneta. Al acercarse a él, pudo comprobar que se trataba del suyo. ¿Acaso Hibbard había tenido un accidente? Entonces, Kerry empezó a repetir en voz baja:
-Hibbard, ¿dónde se encuentra usted? ¿Está usted por aquí, Hibbard?
Unas sombras emergieron de la oscuridad, detrás de un grupo de arbustos. Una de ellas le gritó, con voz preñada de ironía y sarcasmo:
-Ha hecho muy bien al no querer acompañar a su amigo.
Kerry sólo tuvo tiempo de oír aquella voz; sólo ese tiempo, y nada más. En efecto, en cuestión de segundos todas aquellas sombras le rodearon, y mientras unas le sujetaban, las demás empezaron a golpearle hasta que se desvaneció. 
Cuando recuperó el conocimiento, se encontró en la cima de la colina; sí, tenía que hallarse en aquel sitio ya que se encontraba al lado de una inmensa hoguera, mientras aquellas sombras rugían y brincaban alrededor de él. Aquella espantosa escena le recordó los grabados en madera en los que se representaba el Sabbat y la Adoración del Maestro. Sólo que no había ningún Maestro en el centro del fuego; lo que sí había era una extraña figura, una especie de espantapájaros atado a un poste ennegrecido y quemado por el fuego de la hoguera. Los jóvenes danzaban y daban saltos, mientras uno de ellos tocaba una guitarra con rabioso frenesí; simplemente un grupo de chicos tratando de divertirse. Algunos de ellos bebían cerveza, mientras otros se habían subido a sus motocicletas y empezaron a dar vueltas en círculos alrededor de las llamas.
No existía la menor duda de que habían conseguido producirle un espantoso pánico, aparte de que le habían pegado salvajemente, pero pensó que en el fondo no eran más que unos jóvenes delincuentes, y esta conducta era propia de esta clase de chicos. Kerry creyó que tenía que explicarles que su conducta era impropia, que no debían haber hecho aquello, pero no tuvo tiempo. En ese instante empezaron a empujarle hacia el centro del círculo. El más alto de ellos, un mocetón que llevaba una capa de cuyo borde pendían colas de castor, se puso frente a Kerry y le dijo con voz sarcástica:
-Encontramos al otro hombre, y le dimos lo que merecía antes de que se escapase.
-Fijaos, el hombre está temblando -dijo otro.
-Tenemos que darle un buen escarmiento -intervino otro de los muchachos-, pues iba camino del pueblo, seguramente a avisar a la policía. 
-Pues si lo hubiera conseguido nos habría proporcionado un gran problema, un buen lío -aseguró un tercero.
-Sí, nos habría creado un gran problema.
-¿Qué hacemos con él?
Kerry empezó a mirar a uno y otro lado, tratando de localizar el origen de aquellas voces. Sólo pudo ver, a la luz de las llamas de la hoguera, unos rostros en los que se reflejaban unas sonrisas burlonas, siniestras.
-¿Qué os parece, chicos, si hiciéramos el sacrificio? -propuso una de las muchachas que bailaba alrededor de la hoguera, en cuyos ojos se reflejaba una expresión salvaje.
-Sí, sí, el sacrificio; es una buena idea -empezaron todos a gritar a coro.
¿Sacrificio? ¿Hombre? ¿El «hombre negro» del Sabbat?
Kerry empezó a luchar contra estas ideas que le vinieron inmediatamente a la mente. No, no podía creer en eso; no podía admitirlo, sería espantoso. De repente todos empezaron a empujarle en dirección al fuego, y entonces Kerry pudo ver al ennegrecido espantapájaros que había visto al principio.
Cuando al final pudo reconocer al espantapájaros en llamas, ya no lo dudó más; pero era demasiado tarde. Aquellas manos le tenían sujeto, le apretaban, le empujaban hacia las llamas.
Se oyó un grito espantoso, y Kerry hizo un último esfuerzo para no desmayarse. ¡Si al menos pudiese entender lo que estaban gritando! Con ello conseguiría, por fin, conocer la verdad; comprobar la autenticidad de sus teorías. ¿Sabían o no sabían aquerlos jóvenes lo que realmente eran?
Pero no pudo; en aquel instante, Kerry cayó al suelo, se desvaneció mientras las motocicletas giraban alrededor de la hoguera haciendo un ruido infernal.
El rugido de aquellos motores ahogó todas las voces, por lo que Kerry murió sin haber logrado enterarse de lo que decían en sus cánticos rituales.


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