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jueves, 8 de abril de 2010

EL ENFERMO INTERNO

EL ENFERMO INTERNO


Arthur Conan Doyle

«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada
de la justicia sigue presente para vengarle.»

Doctor Trevelyan

Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en escarlata y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.

No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.
—Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Ajá! Han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diria de un paseo a través de Londres?
Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un brougham esperaba ante nuestra puerta.
—¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro sanctum.

Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.
—Buenas noches, doctor —le saludó Holmes afablemente—. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.
—¿Ha hablado con mi cochero, pues?
—No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.
—Soy el doctor Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, y vivo en el número 403 de Brook Street.
—¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? —inquirí.
La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
—Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida —dijo—. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico...
—Cirujano militar retirado.
—Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
—Gustosamente procuraré darle ambas cosas —repuso—. Le ruego que me haga un relato detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.
—Alguna de ellas es tan trivial —dijo el doctor Treveyan—, que en realidad casi me avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.

»Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me esperaba una carrera distinguida.
»Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva totalmente nueva.
»Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.
»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo me incliné.
» —Contésteme con franqueza —prosiguió—, pues como verá, ello redunda en su interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el tacto?
»No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»—Confio tener el que me corresponde —repliqué.
»—¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
» —Verdaderamente, caballero... —exclamé.
»—¿Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»—Vamos, hombre, vamos —exclamó con voz estentórea—, la vieja historia de siempre: «Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en Brook Street?
»Me quedé mirándole estupefacto.
»—¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted!
—gritó—. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con usted.
»—¿Pero por qué? —balbuceé.
»—Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de ellas.
»—¿Y qué debo hacer yo, pues?
»—Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.
»Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.
»Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta noche.
»Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se encuentra.
»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva dirección ni fecha:

« Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»

»Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.
»Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»—Excuse mi intromisión, doctor —me dijo en inglés con un ligero ceceo—. Es mi padre, y su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me emocionó esta ansiedad filial y dije:
»—Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.
»—¡Por nada del mundo! —gritó con una expresión de horror—. Esto es para mí más penoso de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.
»Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!
»Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un mínimo de comunicación.
»Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como habían hecho antes.
»—Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer —dijo mi paciente.
»—Confieso que me sorprendió mucho —repuse.
»—Lo cierto es —explicó— que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»—Y yo —añadió el hijo—, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.
»—Bien —dije yo, riéndome—, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.
»Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha enloquecido el pánico.
»—¿Quién ha entrado en mi habitación? —gritó.
»—Nadie —contesté.
»—¡Mentira! —chilló—. ¡Suba y lo verá!
»Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.
»—¿Se atreverá a decir que son mías? —gritó.
»Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.

»El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.

Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.
Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.
—¡Tengo una pistola —chilló—, y les juro que dispararé si se acercan más!
—¡Esto ya es insultante, señor Blessington! —gritó a su vez el doctor Trevelyan.
—Ah, es usted, doctor —dijo la voz con un gran suspiro de alivio—. Pero estos otros señores... ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
—Sí, sí, está bien —aprobó por último la voz—. Pueden subir. Siento que mis precauciones les hayan molestado.
Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la guardó en el bolsillo.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
—Así es —contestó Holmes—. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarlo?
—Bueno —contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo—, es dificil, claro, decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.
—¿Ve esto? —dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama—. Nunca he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como les puede decir el
doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.
Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
—No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme —dijo.
—¡Pero si se lo he contado todo!
Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.
-¿Y no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
—El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni una sola palabra de mi compañero.
—Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson — dijo por fin—. No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
—Poco es lo que entiendo en él —confesé.
—Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.
—¿Y la catalepsia?
—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.
—¿Y qué más?
—Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante más comunicativo.
—¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? —sugerí—. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?
A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante planteamiento mío.
-Mi querido amigo —dijo—, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente a Brook Street.

La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
—Un brougham nos está esperando, Watson —me dijo.
—¿Qué ocurre, pues?
—El caso de Brook Street.
—¿Alguna noticia fresca?
—Trágica pero ambigua —me contestó, subiendo la persiana—. Fíjese en esto: una hoja de una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada urgente.
En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya calamidad! —gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué ha sucedido?
—Blessington se ha suicidado.
Holmes dejó escapar un silbido.
—Sí, se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala de espera.

—¡Apenas sé lo que hago! —exclamó—. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado una impresión tremenda.
—¿Cuándo lo descubrió?
—Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.
Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con su permiso -dijo por fin—, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos los dos seguidos por el doctor.
Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he hablado de la impresión
de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
—¡Ah, señor Holmes! —exclamó cordialmente al entrar mi amigo—. Me alegra mucho verle.
—Buenos días, señor Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no me considerará como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?
—Sí, algo he oído de ellos.
—¿Se ha formado alguna opinión?
—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.
—Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos —dije yo.
—¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? —preguntó Holmes.
—He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la chimenea.
—¡Hum! —hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
—No, no he visto ninguna.
—¿Su cigarrera, pues?
—Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
—Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.
Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
—Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella —prosiguió—. Dos fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre fría.
—¡Imposible! —exclamó el inspector.
—¿Por qué?
—¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de colgarlo?
—Esto es lo que tenemos que averiguar.
—¿Cómo pudieron entrar?
—Por la puerta principal.
—Estaba atrancada.
—Pues fue atrancada después de salir ellos.
—¿Cómo lo sabe?
—Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.
—¿Qué se sabe de esta cuerda? —preguntó.
—Ha sido cortada de aquí —contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había debajo de la cama—. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.
—Esto les debe haber allanado el camino —comentó Holmes pensativo—. Sí, los hechos en sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.
—¡Pero no nos ha dicho usted nada! —exclamó el doctor.
—Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos —repuso Holmes—. Interv-nieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
—Es que ese joven tunante no aparece —contestó el doctor Trevelyan—. La camarera y la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes se encogió de hombros.
—Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia — dijo—. Después de subir los tres hombres por la escaléra, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás...
—¡Mi querido Holmes! —no pude por menos que exclamar.
—Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.
»Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.
»Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta. Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su compinche.

Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
—Volveré a las tres —me dijo una vez terminada nuestra colación—. Tanto el inspector como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que todo le había salido redondo.
—¿Alguna noticia, inspector?
—Hemos dado con el muchacho, señor.
—Excelente. Y yo he dado con los hombres.
—¡Ha dado usted con ellos! —gritamos los tres a la vez.
—Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
—¡La banda del banco Worthingdon! —exclamó el inspector.
—Exactamente —confirmó Holmes.
—¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!
—Esto es.
—Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal —dijo el inspector.
Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
—Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco Worthingdon - dijo Holmes—, en el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?
—Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad—dijo el doctor—. Sin duda, el día que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos hombres.
—Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
—Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
—Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle.
Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.

FIN

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