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jueves, 23 de julio de 2009

LA AVENTURA DE LA LIGA DE LOS PELIRROJOS


LA AVENTURA DE LA LIGA DE
LOS PELIRROJOS
ARTHUR CONAN DOYLE

Había ido yo a visitar a mi amigo el señor Sherlock Holmes, cierto día de otoño del año
pasado, y me lo encontré muy enzarzado en conversación con un caballero anciano muy
voluminoso, de cara rubicunda y cabellera de un subido color rojo. Iba ya a retirarme,
disculpándome por mi entremetimiento, pero Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón,
y cerró la puerta a mis espaldas.
–Mi querido Watson, no podía usted venir en mejor momento –me dijo con expresión cordial.
–Creí que estaba usted ocupado.
–Lo estoy, y muchísimo.
–Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
–De ninguna manera. Señor Wilson, este caballero ha sido compañero y colaborador mío en
muchos de los casos que mayor éxito tuvieron, y no me cabe la menor duda de que también
en el de usted me será de la mayor utilidad.
El voluminoso caballero hizo mención de ponerse en pie y me saludó con una inclinación de
cabeza, que acompañó de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos medio hundidos en
círculos de grasa.
–Tome asiento en el canapé –dijo Holmes, dejándose caer otra vez en su sillón, y juntando las
yemas de los dedos, como era costumbre suya cuando se hallaba de humor reflexivo–. De
sobra sé, mi querido Watson, que usted participa de mi afición a todo lo que es raro y se sale
de los convencionalismos y de la monótona rutina de la vida cotidiana. Usted ha demostrado
el deleite que eso le produce como el entusiasmo que le ha impulsado a escribir la crónica de
tantas de mis aventurillas, procurando embellecerlas hasta cierto punto, si usted me permite la
frase.
–Desde luego, los casos suyos despertaron en mi el más vivo interés –le contesté.
–Recordará usted que hace unos días, antes que nos lanzásemos a abordar el sencillo
problema que nos presentaba la señorita Mary Sutherland, le hice la observación de que los
efectos raros y las combinaciones extraordinarias debíamos buscarlas en la vida misma, que
resultaba siempre de una osadía infinitamente mayor que cualquier esfuerzo de la
imaginación.
–Sí, y yo me permití ponerlo en duda.
–En efecto, doctor, pero tendrá usted que venir a coincidir con mi punto de vista, porque, en
caso contrario, iré amontonando y amontonando hechos sobre usted hasta que su razón se
quiebre bajo su peso y reconozca usted que estoy en lo cierto. Pues bien: el señor Jabez
Wilson aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, dando
comienzo a un relato que promete ser uno de los más extraordinarios que he escuchado
desde hace algún tiempo.
Me habrá usted oído decir que las cosas más raras y singulares no se presentan con mucha
frecuencia unidas a los crímenes grandes, sino a los pequeños, y también, de vez en cuando,
en ocasiones en las que puede existir duda de si, en efecto, se ha cometido algún hecho
delictivo. Por lo que he podido escuchar hasta ahora, me es imposible afirmar si en el caso
actual estamos o no ante un crimen, pero el desarrollo de los hechos es, desde luego, uno de
los más sorprendentes de que he tenido jamás ocasión de enterarme. Quizá, señor Wilson,
tenga usted la extremada bondad de empezar de nuevo el relato. No se lo pido únicamente
porque mi amigo el doctor Watson, no ha escuchado la parte inicial, sino también porque la
índole especial de la historia despierta en mí el vivo deseo de oír de labios de usted todos los
detalles posibles. Por regla general, me suele bastar una ligera indicación acerca del
desarrollo de los hechos para guiarme por los millares de casos similares que se me vienen a
la memoria. Me veo obligado a confesar que, en el caso actual, y según yo creo firmemente,
los hechos son únicos.
El voluminoso cliente enarcó el pecho, como si aquello le enorgulleciera un poco, y sacó del
bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras él repasaba la columna de
anuncios, adelantando la cabeza, después de alisar el periódico sobre sus rodillas, yo le
estudié a él detenidamente, esforzándome, a la manera de mi compañero, por descubrir las
indicaciones que sus ropas y su apariencia exterior pudieran proporcionarme.
No saqué, sin embargo, mucho de aquel examen.
A juzgar por todas las señales, nuestro visitante era un comerciante inglés de tipo corriente,
obeso, solemne, y de lenta comprensión. Vestía unos pantalones abolsados de tela de pastor
a cuadros grises, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada delante, chaleco gris
amarillento con albertina de pesado metal, de la que colgaba para adorno un trozo, también
de metal, cuadrado y agujereado. A su lado, sobre una silla, había un raído sombrero de copa
y un gabán marrón descolorido con el arrugado cuello de terciopelo. En resumidas cuentas, y
por mucho que yo le mirase, nada de notable distinguí en aquel hombre, fuera de su pelo rojo
vivísimo, y la expresión de disgusto y pesar extremados que se leía en sus facciones.
La mirada despierta de Sherlock Holmes me sorprendió en mi tarea, y mi amigo movió la
cabeza, sonriéndome, en respuesta a las miradas mías interrogadoras:
–Fuera de los hechos evidentes de que en tiempos estuvo dedicado a trabajos manuales, de
que toma rapé, de que es francmasón, de que estuvo en China y de que en estos últimos
tiempos ha estado muy atareado en escribir, no puedo sacar nada más en limpio.
El señor Jabez Wilson se irguió en su asiento, puesto el dedo índice sobre el periódico, pero
con los ojos en mi compañero.
–Pero, por vida mía, ¿cómo ha podido usted saber todo eso, señor Holmes? ¿Cómo averiguó,
por ejemplo, que yo he realizado trabajos manuales? Todo lo que ha dicho es tan verdad
como el evangelio, y empecé mi carrera como carpintero de un barco.
–Por sus manos, señor. La derecha es un número mayor de medida que su mano izquierda.
Usted trabajó con ella y los músculos de la misma están más desarrollados.
–Bien, pero ¿y lo del rapé y la francmasonería?
–No quiero hacer una ofensa a su inteligencia explicándole de qué manera he descubierto
eso, especialmente porque, contrariando bastante las reglas de vuestra orden, usa usted un
alfiler de corbata que representa un arco y un compás.
–¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y lo de la escritura?
–¿Y qué otra cosa puede significar el que el puño derecho de su manga esté tan lustroso en
una anchura de cinco púas, mientras que el izquierdo muestra una superficie lisa cerca del
codo, indicando el punto en que lo apoya sobre el pupitre?
–Bien, ¿y lo de China?
–El pez que lleva usted tatuado más arriba de la muñeca sólo ha podido ser dibujado en
China. Yo llevo realizado un pequeño estudio acerca de los tatuajes, y he contribuido incluso a
la literatura que trata de ese tema. El detalle de colorear las escamas del pez con un leve
color sonrosado es completamente característico de China. Si, además de eso, veo colgar de
la cadena de su reloj una moneda china, el problema se simplifica aún más.
El señor Jabez Wilson se rió con risa torpona, y dijo:
–¡No lo hubiera creído! Al principio me pareció que lo que había hecho usted era una cosa por
demás inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún
mérito.
–Comienzo a creer, Watson –dijo Holmes–, que son un error de parte mía el dar
explicaciones. Omne i gnotum pro magrnfi co, como no ignora usted, y si yo sigo siendo tan
ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar. ¿Puede enseñarme usted ese
anuncio, señor Wilson?
–Sí, ya lo encontré –contestó él, con su dedo grueso y colorado fijo hacia la mitad de la
columna–. Aquí está. De aquí empezó todo. Léalo usted mismo, señor.
Le quité el periódico y leí lo que sigue:
«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.– Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins,
Penn. , EE.UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a
un salario de cuatro libras semanales a cambio de servicios de carácter puramente
nominal. Todos los pelirrojos sanos de cuerpo y de inteligencia, y de edad superior a
los veintiún años, pueden optar al puesto. Presentarse personalmente el lunes, a las
once, a Duncan Ross, en las oficinas de la Liga, Pope’s Court núm. 7, Fleet Street.»
–¿Qué diablos puede significar esto? –exclamé después de leer dos veces el extraordinario
anuncio.
Holmes se rió por lo bajo, y se retorció en su sillón, como solía hacer cuando estaba de buen
humor.
–¿Verdad que esto se sale un poco del camino trillado? –dijo–. Y ahora, señor Wilson,
arranque desde la línea de salida, y no deje nada por contar acerca de usted, de su familia y
del efecto que el anuncio ejerció en la situación de usted. Pero antes, doctor, apunte el
periódico y la fecha.
–Es el Morning Chronicle del veintisiete de abril de mil ochocientos noventa. Exactamente, de
hace dos meses.
–Muy bien. Veamos, señor. Wilson.
–Pues bien: señor Holmes, como le contaba a usted –dijo Jabez Wilson, secándose el sudor
de la frente –yo poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City.
El negocio no tiene mucha importancia, y durante los últimos años no me ha producido sino
para ir tirando. En otros tiempos podía permitirme tener dos empleados, pero en la actualidad
sólo conservo uno; y aun a éste me resultaría difícil poder pagarle, de no ser porque se
conforma con la mitad de la paga, con el propósito de aprender el oficio.
–¿Cómo se llama este joven de tan buen conformar? –preguntó Sherlock Holmes.
–Se llama Vicente Spaulding, pero no es precisamente un mozalbete. Resultaría difícil
calcular los años que tiene. Yo me conformaría con que un empleado mío fuese lo inteligente
que es él; sé perfectamente que él podría ganar casi doble de lo que yo puedo pagarle, y
mejorar de situación. Pero, después de todo, si él está satisfecho, ¿porqué voy a revolverle yo
el magín? naturalmente, ¿por qué va usted a hacerlo? Es para usted una verdadera fortuna el
poder disponer de un empleado que quiere trabajar por un salario inferior al del mercado. En
una época como la que atravesamos, no son muchos los patronos que están en la situación
de usted. Me está pareciendo que su empleado es tan extraordinario como su anuncio.
–Bien, pero también tiene sus defectos ese hombre –dijo el señor Wii-son–. Por ejemplo, el de
largarse por ahí con el aparato fotográfico en las horas en que debenía estar cultivando su
inteligencia, para luego venir y meterse en la bodega, lo mismo que un conejo en la
madriguera, a revelar sus fotografías. Ese es el mayor de sus defectos; pero, en conjunto, es
muy trabajador. Y carece de vicios.
–Supongo que seguirá trabajando con usted.
–Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos y, en la actualidad, componen mi casa él y una
chica de catorce años, que sabe cocinar algunos platos sencillos y hacer la limpieza. Los tres
llevamos una vida tranquila, señor; y gracias a eso, estamos bajo techado, pagamos nuestras
deudas, y no pasamos de ahí. Fue el anuncio lo que primero nos sacó de quicio. Spaulding se
presentó en la oficina, hoy hace exactamente ocho semanas, con este mismo periódico en la
mano, y me dijo: «iOjalá Dios que yo fuese pelirrojo, señor Wilson!» Yo le pregunté: «¿De qué
se trata?» Y él me contestó:«Pues que se ha producido otra vacante en la Liga de los
Pelirrojos. Para quien lo sea, equivale a una pequeña fortuna, y, según tengo entendido, son
más las vacantes que los pelirrojos, de modo que los albaceas testamentarios andan locos no
sabiendo qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo un huequecito a
pedir de boca donde meterme.» «Pero bueno, ¿de qué se trata?», le pregunté. Mire, señor
Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a mí, en vez de ir yo en
busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo ponga el pie fuera del felpudo de la
puerta del local. Por esa razón vivía sin enterarme mucho de las cosas de fuera, y recibía con
gusto cualquier noticia. «¿Nunca oyó us-ted hablar de la Liga de los Pelirrojos?», me preguntó
con asombro. «Nunca.-Sí que es extraño, siendo como es usted uno de los candidatos
elegibles para ocupar las vacantes.¿Y qué supone en dinero?», le pregunté. «Una minucia.
Nada más que un par de centenares de libras al año, pero casi sin trabajo, y sin que le
impidan gran cosa dedicarse a sus propias ocupaciones. » Se imaginará usted fácilmente que
eso me hizo afinar el oído, ya que mi negocio no marchaba demasiado bien desde hacía
algunos años, y un par de centenares de libras más me habrían venido de perlas.
«Explíqueme bien ese asunto», le dije. «Pues bien –me contestó mostrándome el anuncio–:
usted puede ver por sí mismo que la Liga tiene una vacante, y en el mismo anuncio viene la
dirección en que puede pedir todos los detalles. Según a mí se me alcanza, la Liga fue
fundada por un millonario norteamericano, Ezekiah Hopkins, hombre raro en sus cosas. Era
pelirrojo, y sentía mucha simpatía por los pelirrojos; por eso, cuando él falleció, se vino a
saber que había dejado su enorme fortuna encomendada a los albaceas, con las
instrucciones pertinentes a fin de proveer de empleos cómodos a cuantos hombres tuviesen el
pelo de ese mismo color. Por lo que he oído decir, el sueldo es espléndido, y el trabajo
escaso. » Yo le contesté:
«Pero serán millones los pelirrojos que los soliciten. » «No tantos como usted se imagina –me
contestó–. Fíjese en que el ofrecimiento está limitado a los londinenses, y a hombres mayores
de edad. El norteamericano en cuestión marchó de Londres en su juventud, y quiso favorecer
a su vieja y querida ciudad. Me han dicho, además, que es inútil solicitar la vacante cuando se
tiene el pelo de un rojo claro o de un rojo oscuro; el único que vale es el color rojo auténtico,
vivo, llameante, rabioso. Si le interesase solicitar la plaza, señor Wilson, no tiene sino
presentarse; aunque quizá no valga la pena para usted el molestarse por unos pocos
centenares de libras. » La verdad es, caballeros, como ustedes mismos pueden verlo, que mi
pelo es de un rojo vivo y brillante, por lo que me pareció que, si se celebraba un concurso, yo
tenía tantas probabilidades de ganarlo como el que más de cuantos pelirrojos había
encontrado en mi vida. Vicente Spaulding parecía tan enterado del asunto que pensé que
podría serme de utilidad, de modo, pues, que le di la orden de echar los postigos por aquel
día, y de acompañarme inmediatamente. Le cayó muy bien lo de tener un día de fiesta, de
modo, pues, que cerramos el negocio, y marchamos hacia la dirección que figuraba en el
anuncio. Yo no creo que vuelva a contemplar un espectáculo como aquél en mi vida, señor
Holmes. Procedentes del Norte, del Sur, del Este e este, todos cuantos hombres tenían un
algo de rubicundo en los cabellos se habían largado a la City respondiendo al anuncio. Fieet
Street estaba obstruida de pelirrojos, y Pope’s Court producía la impresión del carrito de un
vendedor de naranjas. Jamás pensé que pudieran ser tantos en el país como los que se
congregaron por un solo anuncio. Los había allí de todos los matices: rojo pajizo, limón,
naranja, ladrillo, perro stter, irlandés, hígado, arcilla. Pero, según hizo notar Spaulding, no
eran muchos los de un auténtico rojo, vivo y llameante. Viendo que eran tantos los que
esperaban, estuve a punto de renunciar, de puro desánimo; pero Spaulding no quiso ni oír
hablar de semejante cosa. Yo no sé cómo se las arregló, pero el caso es que a fuerza de
empujar a éste, apartar al otro, y chocar con el de más allá, me hizo cruzar por entre aquella
multitud, llevándome hasta la escalera que conducía a las oficinas.
–Fue la suya una experiencia divertidísima –comentó Holmes, mientras
su cliente se callaba y refrescaba su memoria con un pellizco de rapé–. Prosiga, por favor, el
interesante relato.
–En la oficina no había sino un par de sillas de madera y una mesa de ta-bla, a la que estaba
sentado un hombre pequeño, y cuyo pelo era aún más rojo que el mío. Conforme se
presentaban los candidatos, les decía algunas palabras, pero siempre se las arreglaba para
descalificarlos por algún defectillo. Después de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar
una vacante. Pero cuando nos llegó la vez a nosotros, el hombrecillo se mostró más inclinado
hacia mí que hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando estuvimos dentro, a fin de poder
conversar reservadamente con nosotros. «Este señor se llama Jabez Wilson –le dijo mi
empleado–y desearía ocupar la vacante que hay en la Liga. » «Por cierto, que se ajusta a
cuándo no he visto pelo tan hermoso. » Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza, y me
estuvo contemplando el pelo hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se abalanzó
hacia mí, me dio un fuerte apretón de manos, y me felicitó calurosamente por mi éxito. «El
titubear constituiría una injusticia –dijo–. Pero estoy seguro de que sabrá disculpar el que yo
tome una precaución elemental. » Y acto continuo me agarró del pelo con ambas manos, y
tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al soltarme, me dijo:
«Tiene usted lágrimas en los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es preciso que
tengamos sumo cuidado, porque ya hemos sido engañados en dos ocasiones, una de ellas
con peluca postiza, y la otra con el tinte. Podría contarle a usted anécdotas del empleo de
cera de zapatero remendón, como para que se asquease de la condición humana. » Dicho
esto, se acercó a la ventana, y anunció a voz en grito a los que estaban debajo, que había
sido ocupada la vacante. Se alzó un gemir de desilusión entre los que esperaban, y la gente
se desbandó, no quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y yo. » «Me llamo Duncan
Ross –dijo éste– y soy uno de los que cobran pensión procedente del legado de nuestro noble
bienhechor. ¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?» Contesté que no la
tenía. La cara de aquel hombre se nubló en el acto, y me dijo con mucha gra-vedad: ¡Vaya por
Dios, qué inconveniente más grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es natural, la
finalidad del legado es la de que aumenten y se propaguen los pelirrojos, y no sólo su
conservación. Es una gran desgracia que usted sea un hombre sin familia.» También mi cara
se nubló al oír aquello, señor Holmes, viendo que, después de todo, se me escapaba la
vacante; pero, después de pensarlo por espacio de algunos minutos, sentencio que eso no
importaba. «Tratándose de otro -dijo- esa objeción podría ser fatal, pero estiraremos la cosa
en favor de una persona de un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted hacerse cargo de
sus nuevas obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente, puesto que yo tengo un negocio
mío», contesté. ¡Oh! No se preocupe por eso, señor Wilson –dijo Vicente Spaulding–. Yo me
cuidaré de su negocio. ¿Cuál será el horario?», pregunté. «De diez a dos.» Pues bien: el
negocio de préstamos se hace principalmente a eso del anochecido, señor Holmes,
especialmente los jueves y los viernes, es decir, los días anteriores al de paga; me venia,
pues, perfecta-mente el ganarme algún dinerito por las mañanas. Además, yo sabía que mi
empleado es una buena persona y que atendería a todo lo que se le presen-tase. «Ese
horario me convendría perfectamente –le dije–. ¿Y el sueldo?» «Cuatro libras a la semana.»
¿En qué consistirá el trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.¿Qué entiende usted por
puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted que hacer acto de
presencia en esta oficina, o por lo menos en este edificio. Si usted se ausenta del mismo,
pierde para siempre su empleo. Sobre este punto es terminante el testamento. Si usted se
ausenta de la oficina en esas horas, falta a su compromiso.» «Son nada más que cuatro horas
al día, y no se me ocurrirá ausentarme», le contesté. «Si lo hiciese, no le valdrían excusas –
me dijo el señor Duncan Ross–. Ni por enfermedad, negocios, ni nada. Usted tiene que
permanecer aquí, so pena de perder la colocación.» «¿Y el trabajo?» «Consiste en copiarla
Enciclopedia Británica. En este estante tiene usted el primer volumen. Usted tiene que
procurarse tinta, plumas, y papel secante, pero no-sotros le suministramos esta mesa y esta
silla. ¿Puede usted empezar mañana?» «Desde luego que sí», le contesté. «Entonces, señor
Jabez Wilson, adiós, y permítame felicitarle una vez más por el importante empleo que ha
tenido usted la buena suerte de conseguir.» Se despidió de mí con una reverencia,
indicándome que podía retirarme, y yo me volví a casa con mi empleado, sin saber casi qué
decir ni qué hacer, de tan satisfecho como estaba con mi buena suerte. Pues bien: me pasé el
día dando vueltas en mi cabeza al asunto, y para cuando llegó la noche, volví a sentirme
abatido, porque estaba completamente convencido de que todo aquello no era sino una
broma o una superchería, aunque no acertaba a imaginarme qué finalidad podían proponerse.
Parecía completamente imposible que hubiese nadie capaz de hacer un testamento
semejante, y de pagar un sueldo como aquél por un trabajo tan sencillo como el de copiar la
Enciclopedia Británica. Vicente Spaulding hizo todo cuanto le fue posible por darme ánimos,
pero a la hora de acostarme había yo acabado por desechar del todo la idea. Sin embargo,
cuando llegó la mañana resolví ver en qué quedaba aquello, compré un frasco de tinta de a
penique, me proveí de una pluma de escribir y de siete pliegos de papel de oficio, y me puse
en camino para Pope’s Court. Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré las cosas todo
lo bien que podían estar. La mesa estaba a punto, y el señor Duncan Ross presente para
cerciorarse de que yo me ponía a trabajar. Me señaló para empezar la letra A, y luego se
retiró; pero de vez en cuando aparecía por allí para comprobar que yo seguía en mi sitio. A las
dos, me despidió, me felicitó por la cantidad de trabajo que había hecho, y cerró la puerta del
despacho después de salir yo. Un día tras otro, las cosas siguieron de la misma forma, y el
gerente se presentó el sábado, poniéndome encima de la mesa cuatro soberanos de oro, en
pago del trabajo que yo había realizado durante la semana. Lo mismo ocurrió la semana
siguiente, y la otra. Me presenté todas las maña-nas a las diez, y me ausenté a las dos. Poco
a poco, el señor Duncan Ross se limitó a venir una vez durante la mañana, y al cabo de un
tiempo, dejó de venir del todo. Como es natural, yo no me atreví a pesar de eso, a
ausentarme de la oficina un solo momento, porque no tenía la seguridad de que él no iba a
presentarse, y el empleo era tan bueno, y me venía tan bien, que no me arriesgaba a
perderlo. Transcurrieron de idéntica manera ocho semanas, durante las cuales yo escribí lo
referente a los Abades, Arqueros, Armaduras, Arquitectura y Atica, esperanzado de llegar, a
fuerza de diligencia, muy pronto a la b. Me gasté algún dinero en papel de oficio, y ya tenía
casi lleno un estante con mis escritos. Y de pronto, se acaba todo el asunto.
–¿Que se acabó?
–Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana mismo. Me presenté como de costumbre al trabajo
a las diez, pero la puerta estaba cerrada con llave, y en mitad de la hoja de la misma, clavado
con una tachuela, había un trocito de cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.
Nos mostró un trozo de cartulina blanca, más o menos del tamaño de un papel de cartas, que
decía lo siguiente:
HA QUEDADO DISUELTA
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
9 OCTUBRE 1890
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve anuncio y la cara afligida que había detrás del
mismo, hasta que el lado cómico del asunto se sobrepuso de tal manera a toda otra
consideración, que ambos rompimos en una carcajada estruendosa.
–Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida –exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta
la raíz de sus rojos cabellos–. Si no pueden ustedes hacer en favor mío otra cosa que reírse,
me dirigiré a otra parte.
–No, no –le contestó Holmes, empujándolo hacia el sillón del que había empezado a
levantarse–. Por nada del mundo me perdería yo este asunto suyo. Se sale tanto de la rutina,
que resulta un descanso. Pero no se me ofenda si le digo que hay en el mismo algo de
divertido. Vamos a ver, ¿qué pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?
–Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entré en las oficinas de al lado, pero nadie
sabía nada. Por último, me dirigí al dueño de la casa, que es contador y vive en la planta baja,
y le pregunté si podía darme al-guna noticia sobre lo ocurrido a la Liga de Pelirrojos. Me
contestó que ja-más había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el
señor Duncan Ross, y me contestó que era la vez primera que oía ese nombre. «Me refiero,
señor, al caballero de la oficina número cuatro», le dije. ¿Cómo? ¿El caballero pelirrojo?»
«Ese mismo.» «Su verdadero nombre es William Morris. Se trata de un procurador, y me
alquiló la habitación temporalmente, mientras quedaban listas sus propias oficinas. Ayer se
trasladó a ellas.» «¿Y dónde podría encontrarlo?» «En sus nuevas oficinas. Me dio su
dirección. Eso es, King Edward Street número diecisiete, junto a San Pablo.» Marché hacia
allí, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección, me encontré con que se trataba de
una fábrica de rodilleras artificia-les, y nadie había oído hablar allí del señor William Morris, ni
del señor Duncan Ross.
–¿Y qué hizo usted entonces? –le preguntó Holmes.
Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y consulté con mi empleado. No supo darme
ninguna solución, salvo la de decirme que esperase, porque con seguridad que recibiría
noticias por carta. Pero esto no me basta a, señor Holmes. Yo no quería perder una
colocación como aquélla así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su
bondad hasta aconsejar a la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.
–Y obró usted con gran acierto –dijo Holmes–. El caso de usted resulta extraordinario, y lo
estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha infor-mado, deduzco que aquí están en
juego cosas mucho más graves de lo que a primera vista parece.
–¡Que si se juegan cosas graves! –dijo el señorJabez Wilson–. Yo, por mi parte, pierdo nada
menos que cuatro libras semanales.
–Por lo que a usted respecta –le hizo notar Holmes– no veo que usted tenga queja alguna
contra esta extraordinaria Liga. Todo lo contrario; por lo que le he oído decir, usted se ha
embolsado unas treinta libras, dejando fuera de consideración los minuciosos conocimientos
que ha adquirido sobre cuantos temas caen bajo la letra A. A usted no le han causado ningún
perjuicio.
–No, señor. Pero quiero saber de esa gente, enterarme de quiénes son, y qué se propusieron
haciéndome esta jugarreta, porque se trata de una jugarreta. La broma les salió cara, ya que
les ha costado treinta y dos libras.
–Procuraremos ponerle en claro esos extremos. Empecemos por un par de preguntas, señor
Wilson. Ese empleado suyo que fue quien primero le llamó la atención acerca del anuncio,
¿qué tiempo llevaba con usted?
–Cosa de un mes.
–¿Cómo fue el venir a pedirle empleo?
–Porque puse un anuncio.
-¿se presentaron más aspirantes que él?
–Se presentaron en número de una docena.
–¿Por qué se decidió usted por él?
–Porque era listo y se ofrecía barato.
–A mitad de salario, ¿verdad?
–Sí.
–¿Cómo es ese Vicente Spaulding?
–Pequeño, grueso, muy activo, imberbe, aunque no bajará de los treinta años. Tiene en la
frente una mancha blanca de salpicadura de algún ácido.
Holmes se irguió en su asiento, muy excitado, y dijo:
–Me lo imaginaba. ¿Nunca se fijó usted en si tiene las orejas agujereadas como para llevar
pendientes?
–Sí, señor. Me contó que se las había agujereado una gitana cuando era todavía muchacho.
–¡Ejem! –dijo Holmes, recostándose de nuevo en su asiento–. ¿Y sigue todavía en casa de
usted?
–Sí, señor; no hace sino un instante que lo dejé.
–~Y estuvo bien atendido el negocio de usted durante su ausencia?
–No tengo queja alguna, señor. De todos modos, poco es el negocio que se hace por las
mañanas.
–Con esto me basta, señor Wilson. Tendré mucho gusto en exponerle mi opinión acerca de
este asunto dentro de un par de días. Hoy es sábado; espero haber llegado a una conclusión
allá para el lunes.
–Veamos, Watson –me dijo Holmes, una vez que se hubo marchado nuestro visitante–. ¿Qué
saca usted en limpio de todo esto?
–Yo no saco nada –le contesté, con franqueza–. Es un asunto por demás misterioso.
–Por regla general –me dijo Holmes– cuanto más estrambótica es una cosa, menos
misteriosa suele resultar. Los verdaderamente desconcertantes son esos crímenes vulgares y
adocenados, de igual manera que un rostro corriente es el más difícil de identificar. Pero en
este asunto de ahora ten-dré que actuar con rapidez.
–¿Y qué va usted a hacer? –le pregunté.
–Fumar –me respondió–. Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y yo le pido a
usted que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su sillón, levantando las rodillas hasta tocar su nariz
aguileña, y de ese modo permaneció con los ojos cerrados y la negra pipa de arcilla
apuntando fuera igual que el pico de algún ex-traordinario pajarraco. Yo había llegado a la
conclusión de que se había dormido, y yo mismo estaba cabeceando; pero Holmes Saltó de
pronto de su asiento con el gesto de un hombre que ha tomado una resolución, y dejó la pipa
encima de la repisa de la chimenea, diciendo:
–Esta tarde toca Sarasatc en St. James Hall. ¿Qué opina usted, Watson? ¿Pueden sus
enfermos prescindir de usted durante a unas oras?
–Hoy no tengo nada que hacer. Mi clientela no me acapara nunca mucho.
–En ese caso, póngase el sombrero y acompáñeme. Pasaré primero por la City, y por el
camino podemos almorzar alguna cosa. Me he fijado en que el programa incluye mucha
música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana y la francesa. Es música
introspectiva, y yo quiero hacer un examen de conciencia. Vamos.
Hasta Aldersgatc hicimos el viaje en el ferrocarril subterráneo; un corto paseo nos llevó hasta
Saxe-Coburg Square, escenario del extraño relato que habíamos escuchado por la mañana.
Era ésta una placita ahogada, pequeña, de quiero y no puedo, en la que cuatro hileras de
desaseadas casas de ladrillo de dos pisos miraban a un pequeño cercado, de verjas, dentro
del cual una raquítica cespedera y unas pocas matas de ajado laurel luchaban valerosamente
contra una atmósfera cargada de humo y adversa. Tres bolas doradas y un rótulo marrón con
el nombre «Jabez Wilson», en letras blancas, en una casa que hacía esquina, servían de
anuncio al local en que nuestro pelirrojo cliente realizaba sus transacciones. Sherlock Holmes
se detuvo delante del mismo, ladeó la cabeza y lo examinó detenidamente con ojos que
brillaban entre sus encogidos párpados. Después caminó despacio calle arriba, y luego calle
abajo hasta la esquina, siempre con la vista clavada en los edificios. Regresó, por último,
hasta la casa del prestamista, y, después de golpear con fuerza dos o tres veces en el suelo
con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió en el acto un joven de aspecto despierto,
bien afeitado y le invitó a entrar.
–No, gracias; quería sólo preguntar por dónde se va a Stran –dijo Holmes.
–Tres a la derecha, y luego cuatro a la izquierda –contestó el empleado, apresurándose a
cerrar.
–He ahí un individuo listo –comentó Holmes cuando nos alejábamos–. En mi opinión, es el
cuarto en listeza de Londres, y en cuanto a audacia, quizá pueda aspirar a ocupar el tercer
lugar. He tenido antes de ahora ocasión e intervenir en asuntos relacionados con él.
–Es evidente –dije yo– que el empleado del señor Wilson entra por mucho en este misterio de
la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le preguntó el camino únicamente para
tener ocasión de echarle la vista encima.
–No a él.
–¿A quién, entonces?
–A las rodilleras de sus pantalones.
–¿Y qué vio usted en ellas?
–Lo que esperaba ver.
–¿Y por qué golpeó usted el suelo de la acera?
–Mi querido doctor, éstos son momentos de observar, no de hablar. Somos espías en campo
enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las travesías que
tiene en su parte posterior.
La carretera por la que nos metimos al doblar a esquina de la apartada plaza de Saxe-Coburg
presentaba con ésta el mismo contraste que la cara de un cuadro con su reverso. Estábamos
ahora en una de las arterias principales por donde discurre el tráfico de la City hacia el Norte y
hacia el Oeste. La calzada hallábase bloqueada por el inmenso río del tráfico comercial que
fluía en una doble marca hacia dentro y hacia fuera, en tanto que los andenes hormigueaban
de gentes que caminaban presurosas. Contemplando la hilera de tiendas elegantes y de
magníficos locales de negocio, resultaba difícil hacerse a la idea de que, en efecto,
desembocasen por el otro lado en la plaza descolorida y muerta que acabábamos de dejar.
–Veamos –dijo Holmes, en pie en la esquina y dirigiendo su vista por la hilera de edificios
adelante–. Me gustaría poder recordar el orden en que están aquí las casas. Una de mis
aficiones es la de conocer Londres al dedi-llo. Tenemos el Mortimer’s, el despacho de
tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal Coburg del City and Suburban Bank, el
restaurante vegetalista y el depósito de las carrocerías McFarlane. Y con esto pasamos a la
otra manzana. Y ahora, doctor, ya hemos hecho nuestro trabajo, y es tiempo de que
tengamos alguna distracción. Un bocadillo, una taza de café, y acto seguido a los dominios
del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no existen clientes pelirrojos
que nos molesten con sus rompecabezas.Era mi amigo un músico entusiasta que no se
limitaba a su gran destreza de ejecutante, sino que escribía composiciones de verdadero
mérito. Permaneció toda la tarde sentado en su butaca sumido en la felicidad más completa;
de cuando en cuando marcaba gentilmente con el dedo el compás de la música, mientras que
su rostro de dulce sonrisa, y sus ojos ensoñadores se parecían tan poco a los de Holmes el
sabueso, a los de Holmes el perseguidor implacable, agudo, ágil, de criminales, como es
posible concebir. Los dos aspectos de su singular temperamento se afirmaban
alternativamente, y su extremada exactitud y astucia representaban, según yo pensé muchas
veces, la reacción contra el humor poético y contemplativo que, en ocasiones, se sobreponía
dentro de él. Ese vaivén de su temperamento lo hacía pasar desde la más extrema languidez
a una devoradora energía; y, según yo tuve oportunidad de saberlo bien, no se mostraba
nunca tan verdaderamente formidable como cuando se había pasado días enteros
descansando ociosamente en su sillón, entregado a sus improvisaciones y a sus libros de
letra gótica. Era entonces cuando le acometía de súbito el anhelo vehemente de la caza, y
cuando su brillante facultad de razonar se elevaba hasta el nivel de la intuición, llegando al
punto de quienes no estaban familiarizados con sus métodos le mirasen de soslayo, como a
persona cuyo saber no era el mismo de los demás mortales. Cuando aquella tarde lo vi tan
arrebujado en la música de St. James Hall, tuve la sensación de que quizá se les venían
encima malos momentos a aquellos en cuya persecución se había lanzado.
–Seguramente que querrá usted ir a su casa, doctor --me dijo cuando salíamos.
–Sí, no estaría de más.
–Y yo tengo ciertos asuntos que me llevarán varias horas. Este de la plaza de Coburg es cosa
grave.
–¿Cosa grave? ¿Por qué?
–Está preparándose un gran crimen. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos
a tiempo de evitarlo. Pero el ser hoy sábado complica bastante las cosas. Esta noche lo
necesitaré a usted.
–¿A qué hora?
–Con que venga a las diez será suficiente.
–Estaré a las diez en Baker Street.
–Perfectamente. ¡Oiga, doctor! Échese el revólver al bolsillo, porque quizá la cosa sea
peligrosilia.
Me saludó con un vaivén de la mano, giró sobre sus tacones, y desapareció instantaneamente
entre la multitud.
Yo no me tengo por más torpe que mis convecinos, pero siempre que te-nía que tratar con
Sherlock Holmes me sentía como atenazado por mi pro-pia estupidez. En este caso de ahora,
yo había oído todo lo que él había oído, había visto lo que él había visto y, sin embargo, era
evidente, a juzgar por sus palabras, que él veía con claridad no solamente lo que había
ocurrido, sino también lo que estaba a punto de ocurrir, mientras que a mí se me presentaba
todavía todo cl asunto como grotesco y confuso. Mientras iba en coche hasta mi casa de
Kensington, medité sobre todo lo ocurrido, desde el extraordinario relato del pelirrojo copista
de la Enciclopedia, hasta la visita a Saxe-Coburg Squarc, y las frases ominosas con que
Holmes se había despedido de mí. ¿Qué expedición nocturna era aquélla, y por qué razón
tenía yo que ir armado? ¿Adónde iríamos, y qué era lo que teníamos que hacer? Holmes me
había insinuado que el empleado barbilampiño del prestamista era un hombre temible, un
hombre que quizás estaba desarrollando un juego de gran alcance. Intenté desenredar el
enigma, pero renuncié a ello con desesperanza, dejando de lado el asunto hasta que la noche
me trajese una explicación.
Eran las nueve y cuarto cuando salí de mi casa y me encaminé, cruzando el parque y
siguiendo por Oxford Street, hasta Baker Street. Había parados delante de la puerta dos
coches hanso, y al entrar en el vestíbulo oí ruido de voces en el piso superior. Al entrar en la
habitación de Holmes, encontré a éste en animada conversación con dos hombres, en uno de
los cuales reconocí al agente oficial de Policía PeterJones; el otro era un hombre alto,
delgado, caritristón, de sombrero muy lustroso y levita abrumadoramente respetable.
–¡Ajá! Ya está completa nuestra expedición –dijo Holmes, abrochándose la zamarra de
marinero, y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza–. Creo que usted, Watson,
conoce ya al señorJones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor
Merryweather, que será esta noche compañero nuestro de aventuras.
–Otra vez salimos de caza por parejas, como usted ve, doctor –me dijo Jones con su
prosopopeya habitual–. Este amigo nuestro es asombroso para levantar la pieza. Lo que él
necesita es un perro viejo que le ayude a cazarla.
–Espero que, al final de nuestra caza, no resulte que hemos estado persiguiendo fantasmas –
comentó, lúgubre, el señor Merryweather.
–Caballero, puede usted depositar una buena dosis de confianza en el señor Holmes –dijo
con engreimiento el agente de Policía–. el tiene pequeños métodos propios, y éstos son, si él
no se ofende porque yo se lo diga, demasiado teóricos y fantásticos, pero lleva dentro de sí
mismo a un detective hecho y derecho. No digo nada de más afirmando que en una o dos
ocasiones, tales como el asunto del asesinato de Sholto y del tesoro de Agra, ha andado más
cerca de la verdad que la organización policíaca.
–Me basta con que diga usted eso, señor Jones –respondió con deferencia el desconocido–.
Pero reconozco que echo de menos mi partida de cartas. Por vez primera en veintisiete años,
dejo de jugar mi partida de cartas un sábado por la noche.
–Creo –le hizo notar Sherlock Holmes– que esta noche se juega usted algo de mucha mayor
importancia que todo lo que se ha jugado hasta ahora, y que la partida le resultará más
emocionante. Usted, señor Merryweather , se juega unas treinta mil libras esterlinas, y usted,
Jones, la oportunidad de echarle el guante al individuo a quien anda buscando.
–A John Clay, asesino, ladrón, quebrado fraudulento y falsificador. Se trata de un individuo
joven, señor Merryweather, pero marcha a la cabeza de su profesión, y preferiría esposarlo a
él mejor que a ningún otro de los criminales de Londres. Este John Clay es hombre
extraordinario. Su abuelo era duque de sangre real, y el nieto cursó estudios en Eton y en
Oxford. Su cerebro funciona con tanta destreza como sus manos, y aunque encontramos
rastros suyos a la vuelta de cada esquina, jamás sabemos dónde dar con él. Esta semana
violenta una casa en Escocia, y a la siguiente va y viene por Cornwall recogiendo fondos para
construir un orfanato. Llevo persiguiéndolo varios años, y nunca pude ponerle los ojos encima.
–Espero tener el gusto de presentárselo esta noche. También yo he tenido mis más y mis
menos con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que va a la cabeza de su
profesión. Pero son ya las diez bien pasa-das, y es hora de que nos pongamos en camino. Si
ustedes suben en el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante nuestro largo trayecto en coche, y
se arrellanó en su asiento, tarareando melodías que había oído aquella tarde. Avanzamos
traqueteando por un laberinto inacabable de calles alumbradas con gas, y desembocamos,
por fin, en Farringdon Street.
–Ya estamos llegando –comenté mi amigo–. Este Merryweather es director de un banco, y el
asunto le interesa de una manera personal. Me pareció asimismo bien el que nos
acompañase Jones. No es mala persona, aunque en su profesión resulte un imbécil perfecto.
Posee una positiva buena cualidad. Es valiente como un bulI-dog, y tan tenaz como una
langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos esperan.
Estábamos en la misma concurrida arteria que habíamos visitado por la mañana. Despedimos
a nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasaje,
y cruzamos una puerta lateral que se abrió al llegar nosotros. Al otro lado había un corto
pasillo, que terminaba en una pesadísima puerta de hierro. También ésta se abrió,
dejándonos pasar a una escalera de piedra y en curva, que terminaba en otra formidable
puerta. El señor Merryweathcr se detuvo para encender una linterna, y luego nos condujo por
un corredor oscuro y que olía a tierra; luego, después de abrir una tercera puerta,
desembocamos en una inmensa bóveda ó bodega en que había amontonadas por todo su
alrededor jaulas de embalaje con cajas macizas dentro.
–Desde arriba no resulta usted muy vulnerable –hizo notar Holmes, manteniendo en alto la
linterna y revisándolo todo con la mirada.
–Ni desde abajo –dijo cl señor Merrywcather, golpeando con su bastón en las losas con que
estaba empedrado el suelo–. ¡Por vida mía, esto suena a hueco! –exclamó, alzando
sorprendido la vista.
–Me veo obligado a pedir a usted que permanezca un poco más tranquilo –le dijo con
severidad Holmes–. Acaba usted de poner en peligro todo el éxito de la expedición. ¿Puedo
pedirle que tenga la bondad de sentarse encima de una de estas cajas, sin intervenir en
nada?
El solemne señor Merryweathcr se encaramé a una de las jaulas de embalaje mostrando gran
disgusto en su cara, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, sirviéndose de la linterna y
de una lente de aumento, comenzo a escudrinar minuciosamente las rendijas entre losa y
losa. Le bastaron pocos segundos para llegar al convencimiento, porque se puso ágilmente en
pie y se guardó su lente en el bolsillo.
–Tenemos por delante lo menos una hora –dijo a modo de comentario–, porque nada pueden
hacer mientras el prestamista no se haya metido en la cama. Pero cuando esto ocurra,
pondrán inmediatamente manos a la obra, pues cuanto antes le den fin, más tiempo les
quedará para la fuga. Doctor, en este momento nos encontramos, según usted habrá ya
adivinado, en los sótanos de la sucursal que tiene en la City uno de los principales bancos
londinenses. El señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección, y él explicará a
usted por qué razones puede esta bodega despertar ahora mismo vivo interés en los
criminales más audaces de Londres.
–Se trata del oro francés que aquí tenemos –cuchicheó el director–. Hemos recibido ya varias
advertencias de que quizá se llevase a cabo una tentativa para robárnoslo.
-¿El oro francés?
–Sí. Hace algunos meses se nos presentó la conveniencia de reforzar nuestros recursos, y
para ello tomamos en préstamo treinta mil napoleones de oro al Banco de Francia. Ha corrido
la noticia de que no habíamos tenido necesidad de desempaquetar el dinero, y que éste se
encuentra aún en nuestra bodega. Esta jaula sobre la que estoy sentado encierra dos mil
napoleones empaquetados entre capas superpuestas de plomo. En este momento, nuestras
reservas en oro son mucho más elevadas de lo que es corriente guardar en una sucursal, y el
consejo de dirección tenía sus recelos por este motivo.
–Recelos que estaban muy justificados –hizo notar Holmes–. Es hora ya de que pongamos en
marcha nuestros pequeños planes. Calculo que de aquí a una hora las cosas habrán hecho
crisis. Para empezar, señor Merryweather, es preciso que corra la.pantalla de esa linterna
sorda.
-¿vamos a permanecer en la oscuridad?
–Eso me temo. Traje conmigo un juego de cartas, pensando que, en fin de cuentas, siendo
como somos una partie carrée, quizá no se quedara usted sin echar su partidita habitual.
Pero, según he observado, los preparativos del enemigo se hallan tan avanzados, que no
podemos correr el riesgo de tener luz encendida. Y, antes que nada, tenemos que tomar
posiciones. Esta gente es temeraria y, aunque los situaremos en desventaja, podrían
causarnos daño si no andamos con cuidado. Yo me situaré detrás de esta jaula, y ustedes
escóndanse detrás de aquéllas. Cuando yo los enfoque con una luz, ustedes los cercan
rápidamente. Si ellos hacen fuego, no sienta remordimientos de tumbarlos a tiros, Watson.
Coloqué mi revólver, con el gatillo levantado, sobre la caja de madera detrás de la cual estaba
yo parapetado. Holmes corrió la cortina delantera de su linterna, y nos dejó sumidbos en
negra oscuridad, en la oscuridad más absoluta en que yo me encontré hasta entonces. El olor
del metal caliente seguía atestiguándonos que la luz estaba encendida, pronta a brillar
instantáneamente. Aquellas súbitas tinieblas, y el aire frío y húmedo de la bodega, ejercieron
una impresión deprimente y amortiguadora sobre mis nervios, tensos por la más viva
expectacion.
–Sólo les queda un camino para la retirada –cuchicheó Holmes–; el de volver a la casa y salir
a Saxe-Coburg Square. Habrá usted hecho ya lo que le pedí, ¿verdad?
–Un inspector y dos funcionarios esperan en la puerta delantera.
–Entonces, les hemos tapado todos los agujeros. Silencio, pues, y a esperar.
¡Qué larguísimo resultó aquello! Comparando notas más tarde, resulta que la espera fue de
una hora y cuarto, pero yo tuve la sensación de que había transcurrido la noche y que debía
de estar alboreando por encima de nuestras cabezas. Tenía los miembros entumecidos y
cansados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el
más alto punto de tensión, y mi oído se había agudizado hasta el punto de que no sólo
escuchaba la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía por su mayor
volumen la inspiración del voluminoso Jones, de la nota suspirante del director del banco.
Desde donde yo estaba, podía mirar por encima del cajón hacia el piso de la bodega. Mis ojos
percibieron de pronto el brillo de una luz.
Empezó por ser nada más que una leve chispa en las losas del empedrado, y luego se alargó
hasta convertirse en una línea amarilla; de pronto, sin ninguna advertencia ni ruido, pareció
abrirse un desgarrón, y apareció una mano blanca, femenina casi, que tanteó por el centro de
la pequeña superficie de luz. Por espacio de un minuto o más, sobresalió la mano del suelo,
con sus inquietos dedos. Se retiró luego tan súbitamente como había aparecido,. y todo volvió
a quedar sumido en la oscuridad, menos una chispita cárdena, reveladora de una grieta. entre
las losas.
Pero esa desaparición fue momentánea. Una de las losas, blancas y anchas, giró sobre uno
de sus lados, produciendo un ruido chirriante, de desgarramiento, dejando abierto un hueco
cuadrado, por el que se proyectó hacia fuera la luz de una linterna. Asomó por encima de los
bordes una cara barbilampiña, infantil, que miró con gran atención a su alrededor y luego,
haciendo palanca con las manos a un lado y otro de la abertura, se alzó hasta sacar pr’mero
los hombros, luego la cintura, y apoyó por fin una rodilla encima del borde. Un instante
después se irguio en pie a un costado del agujero, ayudando a subir a un compañero, delgado
y pequeño como él, de cara pálida y una mata de pelo de un rojo vivo.
–No hay nadie –cuchicheó–. ¿Tienes el cortafrío y los talegos?... ¡Válgame Dios! ¡Salta,
Archie, salta, yo le haré frente!
Sherlock Holmes había saltado de su escondite, agarrando al intruso por el cuello de la ropa.
El otro se zambulló en el agujero, y yo pude oír el desgarrón de sus faldones en los que Jones
había hecho presa. Centelleó la luz en el cañón de un revólver, pero el látigo de caza de
Holmes cayó sobre la muñeca del individuo, y el arma fue a parar al suelo, produciendo un
ruido metálido sobre las losas.
–Es inútil, John Clay –le dijo Holmes, sin alterarse–; no tiene usted la menor probabilidad a su
favor.
–Ya lo veo –contestó el otro con la mayor sangre fría–. Supongo que mi compañero está a
salvo, aunque, por lo que veo, se han quedado ustedes con las colas de su chaqueta.
–Le esperan tres hombres a la puerta -le dijo Holmes.
–¿Ah, sí? Por lo visto no se le ha escapado a usted detalle. Le felicito.
–Y y o a usted –le contestó Holmes–. Su idea de los pelirrojos tuvo gran novedad y eficacia.
–En seguida va usted a encontrarse con su compinche –dijo Jones–. Es más ágil que
yo descolgándose por los agujeros. Alargue las manos mientras le coloco las pulseras.–Haga
el favor de no tocarme con sus manos sucias --comentó el preso, en el momento en que se
oyó el clic de las esposas al cerrarse–. Quizás ignore que corre por mis venas sangre real.
Tenga también la amabilidad de darme el tratamiento de señor y de pedirme las cosas por
favor.
–Perfectamente –dijo Jones, abriendo los ojos y con una risita–. ¿Se digna, señor, caminar
escaleras arriba, para que podamos llamar a un coche y conducir a su alteza hasta la
Comisaría?
–Así está mejor –contestó John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con una gran
inclinación cortesana, y salió de allí tranquilo, custodiado por el detective.
–Señor Holmes –dijo el señor Merryweather, mientras íbamos tras ellos, después de salir de
la bodega–, yo no sé cómo podrá el banco agradecérselo y recompensárselo. No cabe duda
de que usted ha sabido descubrir y desbaratar del modo más completo una de las tentativas
más audaces de robo de bancos que yo he conocido.
–Tenía mis pequeñas cuentas que saldar con el señor John Clay –contestó Holmes–. El
asunto me ha ocasionado algunos pequenos desembolsos que espero que el banco me
reembolsará. Fuera de eso, estoy ampliamente recompensado con esta experiencia, que es
en muchos aspectos única, y con haberme podido enterar del extraordinario relato de la Liga
de los Pelirrojos.
Ya de mañana, sentados frente a sendos vasos de whisky con soda en Baker Street, me
explicó Holmes:
–Comprenda usted, Watson; resultaba evidente desde el principio que la única finalidad
posible de ese fantástico negocio del anuncio de la Liga y del copiar la Enciclopedia, tenía que
ser el alejar durante un numero determinado de horas todos los días a este prestamista, que
tiene muy poco de listo. El medio fue muy raro, pero la verdad es que habría sido difícil
inventar otro mejor. Con seguridad que fue el color del pelo de su cómplice lo que sugirió la
idea al cerebro ingenioso de Clay. Las cuatro libras semanales eran un espejuelo que
forzosamente tenía que atraerlo, ¿y qué suponía eso para ellos que se jugaban en el asunto
muchos millares? Insertan el anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la oficina, y
el otro incita al prestamista a que se presente a solicitar el empleo, y entre los dos se las
arreglan para conseguir que esté ausente todos los días laborables. Desde que me enteré de
que el empleado trabajaba a mitad de sueldo, vi con claridad que tenía algún motivo
importante para ocupar aquel empleo.
-¿ Y cómo llegó. usted a adivinar ese motivo?
–Si en la casa u iese habido mujeres, habría sospechado que se trataba de un vulgar enredo
amoroso. Pero no había que pensar en ello. El negocio que el prestamista hacía era pequeño,
y no a ia nada dentro de la casa que pudiera explicar una preparación tan complicada y un
desembolso como el que estaban haciendo. Por consiguiente, era por fuerza algo que estaba
fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Me dio en qué pensar a afición del empleado a la
fotografía, y el truco suyo de desaparecer en la bodega... ¡La bodega! En ella estaba uno de
los extremos de la complicada madeja. Pregunté detalles acerca del misterioso empleado, y
me encontré con que tenía que habérmelas con uno de los criminales más calculadores y
audaces de Londres. Este hombre estaba realizando en la bodega algún trabajo que le exigía
varias horas todos los días, y esto por espacio de meses. ¿Qué puede ser?, volví a
preguntarme. No me quedaba sino pensar que estaba abriendo un túnel que desembocaría en
algún otro edificio. A ese punto había llegado cuando fui a visitar e llugar de la acción. Lo
sorprendí a usted cuando golpeé el suelo con mi bastón. Lo que yo buscaba era descubrir si
la bodega se extendía hacia la parte delantera o hacia la parte posterior. No daba a la parte
delantera. Tiré entonces de la campanilla, y acudió, como yo esperaba, el empleado. El y yo
hemos librado algunas escaramuzas, pero nunca nos habíamos visto. Apenas si me fijé en su
cara. Lo que yo deseaba ver eran sus rodillas. Usted mismo debió de fijarse en lo
desgastadas y llenas de arrugas y de manchas que estaban. Pregonaban las horas que se
había pasado socavando el agujero. Ya sólo quedaba por determinar hacia dónde lo abrían.
Doblé la esquina, me fijé en que el City and Suburban Bank daba al local de nuestro amigo, y
tuve la sensación de haber resuelto el problema. Mientras usted, después del concierto,
marchó en coche a su casa, yo me fui de visita a Scotland Yard, y a casa del presidente del
directorio del banco, con el resultado que usted ha visto.
–¿Y cómo pudo usted afirmar que realizarían esta noche su tentativa? –le pregunté.
–Pues bien: al cerrar las oficinas de la Liga daban con ello a entender que ya les tenía sin
cuidado la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras, que habían terminado su
túnel. Pero resultaba fundamental que lo aprovechasen pronto, ante la posibilidad de que
fuese descubierto, o el oro trasladado a otro sitio. Les convenía el sábado, mejor que otro día
cualquiera, porque les proporcionaba dos días para huir. Por todas esas razones yo creí que
vendrían esta noche.
–Hizo usted sus deducciones magníficamente –exclamé con admiración sincera–. La cadena
es larga, pero, sin embargo, todos sus eslabones suenan a cosa cierta.
–Me libré de mi fastidio –contestó Holmes, bostezando–. Por desgracia, ya estoy sintiendo
que otra vez se apodera de mí. Mi vida se desarrolla en un largo esfuerzo para huir de las
vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.
–Y es usted un benefactor de la raza humana – le dije yo.
Holmes se encogió de hombros, y contestó a modo de comentarlo:
–Pues bien: en fin de cuentas, quizá tengan alguna pequeña utilidad. L ‘homme c’est rien,
l’oeuvre c’est tout, según escribió Gustavo Flaubert a George Sand.

FIN

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