Agatha Christie
I
Eran las once de una mañana de mayo en Londres. El señor Cowan estaba mirando por la ventana, de espaldas a un magnífico salón de una suite del Hotel Ritz. La suite en cuestión había sido reservada para madame Paula Nazorkoff, la famosa cantante de ópera que acababa de llegar a Londres. El señor Cowan, que era el representante de madame, estaba esperando para entrevistarse con ella. Al abrirse la puerta, volvió rápidamente la cabeza, pero era sólo la señorita Read, la secretaria de madame Nazorkoff, una joven pálida pero muy eficiente, quien entraba.
—¡Oh, es usted querida! —le dijo el señor Cowan—. ¿Madame no se ha levantado todavía?
La señorita Read meneó la cabeza.
—Me dijo que viniera a eso de las diez —dijo el señor Cowan—. Llevo esperando casi una hora.
No demostró ni resentimiento ni sorpresa. El señor Cowan estaba acostumbrado a las extravagancias de un temperamento artístico. Era un hombre alto, bien afeitado, con un esqueleto demasiado bien cubierto y ropas impecables. Sus cabellos eran negros y brillantes y sus dientes de un blanco agresivo. Cuando hablaba tenía la costumbre de arrastrar las «eses», cosa que si no era precisamente un defecto, se acercaba mucho. En aquel momento se abrió una puerta al otro lado de la habitación y entró apresuradamente una joven francesa.
—¿Se ha levantado ya madame? —le preguntó Cowan esperanzado— Dígame qué noticias hay, Elisa.
Elisa se llevó ambas manos a la cabeza.
—¡Esta mañana está como diecisiete demonios juntos, nada le complace! Las preciosas rosas amarillas que monsieur le envió anoche, dice que estaban bien para Nueva York, pero que es una imbecilidad enviárselas en Londres. Dice que aquí tienen que ser rojas, y acto seguido abre la puerta y arroja las rosas amarillas al pasillo en el momento en que pasaba un monsieur tres comme il faut, un militar, según creo, y el pobre está justamente indignado por el hecho.
Cowan enarcó las cejas, pero no dio otras pruebas de emoción. Luego, sacando un librito de notas de su bolsillo escribió en él: «rosas rojas».
Elisa volvió a salir por la otra puerta y Cowan regresó de nuevo junto a la ventana. Vera Read, sentándose ante el escritorio, empezó a abrir cartas y clasificarlas. Transcurrieron diez minutos en silencio y al fin abrióse la puerta del dormitorio y Paula Nazorkoff hizo aparición en el saloncito. El efecto inmediato fue que éste pareciera más reducido, Vera Read más pálida y que Cowan se convirtiera en una mera figura decorativa.
—¡Aja! ¡Hijos míos! —dijo la prima donna—. ¿No soy puntual?
Era una mujer de gran estatura y, para ser cantante, no demasiado gruesa. Sus brazos y piernas seguían siendo esbeltos y su cuello era una hermosa columna. Sus cabellos, que llevaba sujetos en un moño, tenían un color rojo oscuro brillante y si debían su color a la cosmética el resultado no era menos efectivo. Ya no era una mujer joven, por lo menos tendría cuarenta años, pero las líneas de su rostro no perdieron encanto, a pesar de las arrugas y bolsas que circundaban sus ojos, oscuros y llameantes. Tenía la risa de un niño, la digestión de un avestruz, el temperamento de una fiera, y se la conocía como la mejor soprano dramática de sus tiempos. Volvióse para dirigirse a Cowan.
—¿Ha hecho lo que le pedí? ¿Se ha llevado ese abominable piano inglés para arrojarlo al Támesis?
—Tengo otro para usted —dijo Cowan, indicando con un gesto el rincón donde estaba.
La cantante corrió hacia él y alzó la tapa.
—Un «Erard» —dijo— esto es otra cosa. Probemos.
La hermosa voz de soprano desgranó un arpegio y luego subió y bajó toda la escala de voces, luego se elevó suavemente hasta alcanzar una nota alta, la sostuvo, aumentándola paulatinamente de volumen, luego volvió a suavizarla hasta que murió en la nada.
—¡Ah! —dijo Paula Nazorkoff con ingenua satisfacción—. ¡Qué voz más hermosa tengo! Incluso en Londres mi voz es hermosa.
—Cierto —convino Cowan de corazón—. Y apuesto a que Londres se rendirá a sus pies, igual que Nueva York.
—¿Usted cree? —preguntó la cantante.
Había una ligera sonrisa en sus labios y era evidente que su pregunta era un mero comentario.
—Seguro —dijo Cowan.
Paula Nazorkoff cerró el piano y dirigióse a la mesa con el andar ondulante que tanto resultaba en la escena.
—Bien, bien —dijo—. Hablemos de negocios. ¿Lo tiene todo arreglado, amigo mío?
Cowan sacó unos papeles de la cartera que dejara sobre una silla.
—No se ha cambiado gran cosa —observó—. Cantará cinco veces en el Covent Garden, tres veces Tosca y dos Aida.
—¡Aida! Bah —dijo la prima donna—; será un aburrimiento insoportable, Tosca es distinta.
—Ah, sí —replicó Cowan—. Tosca es su papel.
Paula Nazorkoff se irguió.
—Soy la mejor Tosca del mundo —dijo sencillamente.
—Eso es —convino Cowan—. Nadie puede igualarla.
—Supongo que Roscari hará de «Scarpia»...
Cowan asintió.
—Y Emilio Lippi.
—¿Qué? —gritó la cantante—. Lippi, esa rana asquerosa... croac... croac... croac. No cantaré con él, le morderé... le arañaré la cara.
—Vamos, vamos —dijo Cowan, tranquilizándola.
—Le digo que no sabe cantar, es un perro ladrando.
—Bueno, veremos, veremos —dijo Cowan. Era demasiado inteligente para discutir con cantantes de temperamento.
—¿Y Cavaradossi? —preguntó la cantante.
—Hensdale, el tenor americano.
Ella asintió.
—Es un buen muchacho y canta muy bien.
—Y creo que Barrere lo cantará muy bien.
—Es un artista —replicó Paula generosamente—. ¡Pero dejar que esa rana croadora de Lippi cante el papel de Scarpia! Bah... yo no cantaré con él.
—Déjeme a mí —dijo Cowan para tranquilizarla, y aclarando su garganta sacó otros papeles.
—Estoy preparando un concierto especial en el Albert Hall.
Paula hizo una mueca.
—Lo sé, lo sé —dijo Cowan—; pero todo el mundo lo hace.
—Estará bien —dijo la cantante—. Habrá un lleno hasta el techo y tendré mucho dinero. Ecco!
Cowan revolvió de nuevo entre sus papeles.
—Aquí hay una proposición completamente distinta —le dijo— de lady Rustonbury: quiere que vaya a su casa y cante.
—¿Rustonbury?
La cantante frunció el entrecejo como si se esforzara por recordar algo.
—He leído ese nombre últimamente, sí, hace muy poco. Es una ciudad... o un pueblo, ¿verdad?
—Eso es, un pueblo pequeño muy bonito, en Hertfordshire. Y en cuanto a la mansión de lord Rustonbury, el castillo de Rustonbury, es una auténtica fortaleza feudal, con fantasmas, retratos de antepasados, escaleras secretas y un teatro privado. Nadan en la abundancia y siempre celebran representaciones privadas. Ella sugiere que demos una obra completa, preferiblemente la Butterfly.
—¿Butterfly?
Cowan asintió.
—Están dispuestos a pagar bien. Tendremos que dejar Covent Garden, naturalmente, pero a pesar de todo saldrá ganando económicamente. Hay que tener siempre presente a la nobleza. Será una magnífica propaganda.
Madame alzó su hermosa barbilla.
—¿Es que yo necesito propaganda? —preguntó con orgullo.
—Nunca sobra —dijo Cowan sin acobardarse.
—Rustonbury —murmuró la cantante—. ¿Dónde vi yo este nombre?
Y levantándose de pronto, corrió hasta la mesa, y empezó a hojear una revista ilustrada que había encima. Al fin su mano se detuvo en una de sus páginas y luego de contemplarla regresó a su butaca con toda lentitud. Con uno de sus bruscos cambios de genio, ahora parecía una persona completamente distinta y sus ademanes eran muy reposados, casi austeros.
—Dispóngalo todo para ir a Rustonbury. Me gustaría cantar allí, pero una condición... la ópera ha de ser Tosca.
Cowan parecía indeciso.
—Eso resultará bastante difícil... para una representación privada, compréndalo... decorados y demás.
—Tosca, o nada.
Cowan la miró de hito en hito y lo que vio le dejó convencido, pues haciendo una breve inclinación de cabeza en señal de asentimiento, se puso en pie.
—Veré si puedo arreglarlo —dijo con calma.
Paula Nazorkoff también se levantó y por una vez parecía deseosa de explicar su decisión.
—Es mi mejor papel, Cowan. Puedo cantarlo como ninguna mujer lo ha cantado jamás.
—Es una partitura muy bonita —le dijo Cowan—. Jeritza tuvo un gran éxito con ella el año pasado.
—¿Jeritza? —exclamó la cantante enrojeciendo mientras expresaba la opinión que le merecía.
Cowan, acostumbrado a oír la opinión que unas cantantes tienen de otras, distrajo su atención, hasta que Paula hubo terminado y entonces dijo, obstinado:
—De todas maneras, canta «Vissi d'Arte» tendida sobre su estómago.
—¿Y por qué no? —preguntó Paula Nazorkoff—. ¿Quién va a impedírselo? Yo lo cantaré tumbada de espaldas y haciendo la bicicleta con las piernas en el aire.
Cowan meneó la cabeza con perfecta seriedad.
—No creo que eso convenza a nadie —le dijo.
—Nadie puede cantar «Vissi d'Arte» como yo —dijo Paula Nazorkoff en tono confidencial—. Yo lo canto con la voz del convento... como las buenas monjas me enseñaron a cantar años y años. Con la voz de un niño, o de un ángel, sin sentimientos, sin pasión.
—Lo sé —le dijo Cowan de corazón—. La he oído a usted y es maravillosa.
—Esto es arte —continuó la prima donna—, pagar el precio, sufrir, perseverar, y al final no sólo haberlo aprendido todo, sino tener también el poder de volver atrás, de tornar al principio y recuperar la belleza perdida, y el corazón de un niño.
Cowan la miraba intrigado. Ella tenía los ojos fijos en el vacío con una extraña mirada ausente, que le produjo una sensación desagradable. Sus labios se entreabrieron y susurró unas palabras que él apenas pudo entender.
—Al fin —murmuró—. Al fin... después de tantos años.
II
Lady Rustonbury era una mujer ambiciosa y a la vez amiga del arte, que compaginaba ambas cualidades con éxito completo. Tenía la suerte de que a su marido no le preocupasen ni la ambición ni el arte, y por lo tanto no la estorbaba en ningún sentido. El conde Rustonbury era un hombre corpulento, a quien sólo interesaban las carreras de caballos. Admiraba a su esposa, sentíase orgulloso de ella y se alegraba de que su inmensa fortuna le permitiera poner en práctica sus placeres. El teatro particular había sido construido hacía más de cien años, por su abuelo. Era el juguete preferido de lady Rustonbury... donde había ofrecido ya un drama de Ibsen y una obra de la escuela ultra-moderna, a base de divorcios y drogas, y también una fantasía poética con un decorado cubista. La próxima representación de Tosca había despertado gran interés. Lady Rustonbury tenía la casa llena de distinguidos invitados, y el «todo Londres» pensaba acudir en sus automóviles.
Madame Nazorkoff y su acompañante habían llegado poco antes de la comida. El nuevo y joven tenor americano Hensdale, iba a cantar Cavaradossi, y Roscari, el famoso barítono italiano, haría el papel de Scarpia. Los gastos de la representación habían sido enormes pero a nadie le importaba. Paula Nazorkoff estaba del mejor humor y así resultaba encantadora, graciosa y cosmopolita. Cowan estaba agradablemente sorprendido y rezaba para que continuase aquel estado de cosas.
Después de comer, la compañía fue al teatro para inspeccionar el escenario. La orquesta estaba bajo la dirección de Samuel Ridge, uno de los más famosos directores ingleses. Todo iba sobre ruedas y por extraño que parezca, aquello preocupó al señor Cowan. Se encontraba más a gusto en un ambiente turbulento y aquella paz desacostumbrada le inquietaba.
—Todo va demasiado bien —murmuró el señor Cowan para sus adentros—. Madame está como un gato que se ha hartado de crema y eso es demasiado bueno para ser verdad. Algo tiene que ocurrir.
Quizá debido a su largo contacto con el mundo de la ópera, el señor Cowan había desarrollado un sexto sentido y cierto que sus pronósticos eran justificados. Eran poco antes de las siete de aquella tarde cuando Elisa, la doncella francesa, fue a buscarle corriendo con aspecto preocupado.
—Ah, señor Cowan, venga en seguida, le suplico que venga de prisa.
—¿Qué ocurre? —preguntó con ansiedad—. Madame se ha disgustado por algo... ha armado un alboroto, ¿verdad?
—No, no es madame, sino el signore Roscari, está enfermo... ¡se muere!
—¿Que se muere? ¡Oh, vamos!
Cowan corrió tras ella mientras le conducía al dormitorio del italiano. El pobre hombre estaba tendido en la cama, o mejor dicho, retorciéndose presa de convulsiones que hubieran resultado cómicas, de haber sido menos graves. Paula Nazorkoff hallábase inclinada sobre él y saludó a Cowan con ademán imperioso.
—¡Ah! Ya está usted aquí. Nuestro pobre Roscari sufre horriblemente. Sin duda ha comido algo que le ha hecho daño.
—Me muero —gimió el barítono—. El dolor... es terrible. ¡Oh!
Y volvió a contorsionarse llevándose ambas manos al estómago, mientras rodaba por la cama.
—Hay que avisar a un médico —dijo Cowan.
Paula le detuvo cuando él se dirigía a la puerta.
—El doctor ya está en camino y hará todo lo que esté en su mano por este pobre doliente, todo está ya preparado, pero nadie conseguirá que Roscari pueda cantar esta noche.
—Nunca volveré a cantar, me estoy muriendo — gimió el italiano.
—No, no se morirá usted —dijo Paula—. No es más que una indigestión, pero de todas formas es imposible que cante esta noche.
—Me han envenenado.
—Sí, es la ptomaína no cabe duda —dijo Paula—. Quédese con él, Elisa, hasta que llegue el médico.
La cantante se llevó a Cowan fuera de la habitación.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
Cowan meneó la cabeza desesperado. La hora era muy avanzada para que pudiera venir nadie de Londres a ocupar el puesto de Roscari. Lady Rustonbury, que acababa de ser informada de la enfermedad de su huésped, acudió corriendo por el pasillo para reunirse con ellos. Su principal preocupación, al igual que Paula Nazorkoff, era el éxito de Tosca.
—Si hubiera otro cantante a mano —gemía la prima donna.
—¡Ah! —lady Rustonbury lanzó un grito—. ¡Claro! Breón.
—¿Breón?
—Sí, Eduardo Breón, ya sabe, el famoso barítono francés. Vive cerca de aquí. Esta semana apareció publicada una fotografía de su casa en la revista semanal Casas de Campo. Es el hombre que necesitamos.
—Es como una respuesta a nuestra plegaria —exclamó Paula Nazorkoff—. Breón como Scarpia... le recuerdo muy bien. Era uno de sus mejores papeles. Pero ahora está retirado, ¿verdad?
—Yo lo traeré —dijo lady Rustonbury—. Déjenlo en mis manos.
Y siendo una mujer decidida ordenó en el acto que le prepararan el «Hispano Suiza». Diez minutos más tarde, el retiro campestre de monsieur Eduardo Breón se vio invadido por una agitada condesa. Lady Rustonbury, una vez tomaba una decisión, era una mujer muy obstinada, y sin duda Breón comprendió que no le quedaba otra cosa que hacer sino someterse. Además, hay que confesarlo, sentía debilidad por las condesas. Era un hombre de origen humilde, que había alcanzado la cima gracias a su profesión, la cual le permitía
codearse con duques y príncipes, cosa que siempre le satisfacía. No obstante, desde su retiro a aquel lugar olvidado del mundo, estaba descontento. Echaba de menos aquella vida de adulaciones y aplausos, y aquel condado inglés no le había reconocido con la prontitud que él hubiera esperado. Así que le halagó en extremo la petición de lady Rustonbury.
—Haré todo lo que pueda —le dijo sonriente—. Como ya sabe, no he cantado en público desde hace mucho tiempo. Ni siquiera tengo discípulos, sólo uno o dos como un gran favor. Pero vaya... puesto que el signore Roscari se halla indispuesto...
—Ha sido un golpe terrible —dijo lady Rustonbury.
—No es que sea un verdadero cantante —comentó Breón.
Y le explicó extensamente por qué no lo era. Al parecer no había habido ningún barítono que se distinguiese desde que se retiró Eduardo Breón.
—Madame Nazorkoff hará la Tosca —dijo lady Rustonbury—. La conoce, ¿verdad?
—Nunca me la han presentado —repuso Breón—. La oí cantar una vez en Nueva York. Una gran artista... tiene sentido del drama.
Lady Rustonbury sintióse aliviada... nunca sabe uno a qué atenerse con estos cantantes... tienen tan extraños celos y antipatías. Unos veinte minutos más tarde volvía a entrar en el castillo con aire triunfal.
—Le he traído —exclamó riendo—. El requerido señor Breón ha sido tan amable... nunca lo olvidaré.
• • •
Todos rodearon al francés y las frases de gratitud y aprecio fueron como incienso para él. Eduardo Breón, aunque estaba ya cerca de los sesenta, era todavía un hombre atractivo, alto y moreno, con una personalidad magnética.
—Veamos —dijo lady Rustonbury—. ¿Dónde está madame...? ¡Oh, ahí está!
Paula Nazorkoff no había tomado parte en la bienvenida general prodigada al artista francés. Y había permanecido sentada en una silla alta de roble junto a la sombra de la chimenea. Claro que no estaba el fuego encendido, puesto que la noche era calurosa y la cantante se abanicaba lentamente con un inmenso abanico hecho de palma. Tan ausente y apartada estaba, que lady Rustonbury temió que se hubiese ofendido.
—Monsieur Breón —le condujo hasta la cantante—. Dice usted que nunca le han presentado a madame Nazorkoff.
Con un último floreo del abanico que dejó a un lado, Paula Nazorkoff ofreció su mano al francés. Y al inclinarse éste sobre ella un ligero suspiro se escapó de labios de la prima donna.
—Madame —dijo Breón—, nunca hemos cantado juntos. ¡Es uno de los castigos de mi edad! Pero el azar ha sido bueno conmigo y ha acudido en mi ayuda.
Paula rió por lo bajo.
—Es usted demasiado amable, monsieur Breón. Cuando era todavía una pobre cantante desconocida, estuve sentada a sus pies. Su «Rigoleto»... ¡Qué arte, qué perfección! Nadie podría igualarle.
—¡Cielos! —exclamó Breón, simulando suspirar—. Mis días han terminado. Scarpia, Rigoleto, Radamés, Sharpless, cuántas veces los he representado, y ahora... nunca más.
—Sí... esta noche.
—Cierto, madame... Lo olvidaba. Esta noche.
—Ha cantado usted muchas Toscas —le dijo la Nazorkoff con arrogancia—, ¡pero nunca conmigo!
El francés se inclinó.
—Será un honor —dijo en tono bajo—. Es un gran papel, madame.
—Que requiere no sólo un cantante, sino una actriz —intervino lady Rustonbury.
—Cierto —convino Breón—. Recuerdo que una vez en Italia, cuando era joven, solía ir a un teatro de Milán un poco apartado. La butaca me costaba sólo un par de liras, pero aquella noche oí a una cantante tan buena como pudiera oír en el Metropolitan Opera House de Nueva York. Una jovencita cantó Tosca, como un ángel. Nunca olvidaré su voz en «Vissi d'Arte», su claridad, su pureza. Pero carecía de fuerza dramática.
Paula Nazorkoff asintió.
—Eso se adquiere después —dijo sin alterarse.
—Cierto. Esa joven se llamaba Bianca Capelli... y yo me interesé por su carrera. Gracias a mí tuvo oportunidad de mejores contratos, pero era tonta... lamentablemente tonta.
Se alzó de hombros.
—¿Por qué era tonta?
Era Blanche Amery, la hija de veinticuatro años de lady Rustonbury quien había hablado. Una joven esbelta de grandes ojos azules.
El francés volvióse cortésmente hacia ella.
—¡Cielos! Mademoiselle se enamoró de un individuo de baja estofa, un rufián miembro de la Camorra.
El se vio complicado con la policía y le condenaron a muerte; ella vino a suplicarme que hiciera algo por salvar a su amante.
Blanche Amery le contemplaba interesada.
—¿Y le ayudó usted? —preguntó sin aliento.
—¿Qué podía hacer yo, mademoiselle? ¿Un extranjero en el país?
—Podía tener influencias —sugirió la Nazorkoff con su voz profunda y vibrante.
—De haberlas tenido, dudo que las emplease. Aquel hombre no lo merecía. Hice cuanto pude por la muchacha.
Sonrió, y su sonrisa dio la impresión a la joven inglesa que ocultaba algo desagradable, y comprendió que en aquel momento sus palabras no reflejaban sus pensamientos.
—Hizo lo que pudo por ella —dijo la Nazorkoff—. Fue muy amable y ella se lo agradecería, ¿verdad?
El francés se alzó de hombros.
—El hombre fue ejecutado —explicó—, y ella entró en un convento. ¡Eh, voilá! El mundo ha perdido una cantante.
Paula Nazorkoff rió por lo bajo.
—Nosotros los rusos somos más mudables —dijo en tono ligero.
Blanche Amery estaba mirando casualmente a Cowan cuando la cantante pronunció estas palabras y vio su gesto de asombro y cómo entreabría los labios para hablar, siendo acallado por una mirada de advertencia de Paula.
El mayordomo apareció en la puerta.
—Ya está la cena —dijo lady Rustonbury poniéndose en pie—. Pobrecitos, qué pena me dan ustedes, debe ser terrible pasar hambre antes de cantar. Pero luego se les dispondrá una espléndida cena.
—Esperemos —dijo Paula Nazorkoff, riendo suavemente—. Hasta después.
III
En el interior del teatro, el primer acto de Tosca acababa de llegar a su fin. El público empezó a moverse haciendo comentarios. Sus majestades, encantadoras y graciosas, ocupaban tres butacas forradas de terciopelo de la primera fila. Todo el mundo hablaba en voz baja, pues la impresión general era que en el primer acto, Paula Nazorkoff apenas había estado a la altura de su gran fama. La mayoría no comprendían que en aquello la cantante demostraba su arte, ahorrando en el primer acto su voz y su persona. Hizo de la Tosca una figura frívola, ligera, jugando con el amor, coqueta, celosa y exigente. Breón, aunque la gloria de su voz había perdido vigor, todavía supo representar magníficamente al cínico Scarpia, sin que nada descubriera al decrépito libertino en la representación de su papel. Hizo de Scarpia una figura atrayente, casi benévola, dejando entrever ligeramente la sutil malevolencia que ocultaba su aspecto externo. En el último pasaje, con el órgano y la procesión, cuando Scarpia permanece absorto en sus pensamientos tramando un plan para conquistar a Tosca, Breón desplegó unas tablas maravillosas. Ahora el telón se alzó para dar paso al segundo acto. La escena ocurría en las habitaciones de Scarpia.
Esta vez, al aparecer Tosca en escena, se hizo patente su arte dramático. Allí era una mujer presa de terror, y representó su papel con la seguridad de una actriz consumada. ¡Su saludo a Scarpia, su indiferencia, sus sonrisas al contestarle! En esta escena, Paula Nazorkoff actuaba con sus ojos, moviéndose con gran lentitud y dejando su rostro sonriente e impasible. Sólo sus ojos que no cesaban de dirigir terribles miradas a Scarpia traicionaban sus verdaderos sentimientos, y así fue continuando la historia, la escena de tortura, el derrumbamiento de la compostura de Tosca y su completo abandono al caer a los pies de Scarpia suplicando en vano su clemencia. Lord Leconmere, buen entendido en música, hizo un gesto de aprobación, y un embajador extranjero sentado a su lado murmuró:
—Esta noche la Nazorkoff se supera a sí misma. No existe ninguna otra mujer que se abandone en la escena como ella.
Leconmere asintió.
Ahora Scarpia exige su precio y Tosca, horrorizada, corre hacia la ventana huyendo de él. Se oye el lejano batir de los tambores y Tosca se arroja desfallecida sobre el sofá. Scarpia, de pie junto a ella, relata cómo su gente es llevada al patíbulo... y luego silencio, y de nuevo el lejano batir de los tambores. La Nazorkoff continúa tendida en el sofá con la cabeza colgando hacia atrás, casi tocando el suelo y oculta por sus cabellos. Entonces, en exquisito contraste con la pasión violenta de los últimos veinte minutos, su voz vuelve a surgir,
alta y pura, la voz, como dijera a Cowan, de un niño o de un ángel.
Vissi d'arte, vissi d'amore, no feci mai male ad anima vival.
Con man furtiva quante miseria conobbi, aiutai.
Era la voz de un niño intrigado, o extasiado. Luego una vez más vuelve a arrodillarse implorante para suplicar, hasta el instante en que entra Spoletta. Tosca, agotada, accede, y Scarpia pronuncia las palabras fatales de doble sentido. Spoletta parte de nuevo, y entonces llega el momento dramático en que Tosca, alzando una copa de vino en su mano temblorosa, coge un cuchillo de encima de la mesa y lo oculta tras ella.
Breón se levanta y va hacia Tosca inflamado de pasión. ¡Tosca finalmente mía! Los focos hicieron brillar el cuchillo mientras Tosca murmuraba su grito de venganza:
—Questo e il baccio di Tosca! (Así es como besa Tosca.)
Paula Nazorkoff nunca había representado con tal propiedad el acto de venganza de Tosca. El último susurro fiero Mouri dannato y luego con voz extraña que llenó el teatro dijo:
—Or gli perdono! (Ahora te perdono.)
La suave melodía fúnebre empieza a sonar mientras Tosca realiza el ceremonial, colocando un candelabro a cada lado de la cabeza de Scarpia y un crucifijo sobre su pecho, y luego se detiene largamente en la puerta mirando hacia atrás para contemplar su obra, mientras se vuelven a oír los tambores y cae el telón.
Esta vez el público fue presa de verdadero entusiasmo, pero duró poco... Alguien salió de entre bastidores para hablar con lord Rustonbury. Este último se levantó, y después de un par de minutos de consulta, se volvió para llamar a sir Donald Clathorp, un médico eminente. Pronto circuló la verdad entre el público. Algo había ocurrido... un accidente... y alguien estaba gravemente herido. Uno de los cantantes apareció ante el telón, y explicó que el señor Breón había sufrido un accidente... y la ópera no podía continuar. Otra vez comenzaron los rumores. Breón había sido apuñalado, la Nazorkoff había perdido la cabeza, representando su papel tan a lo vivo que había apuñalado realmente al hombre que cantaba con ella. Lord Leconmere, mientras hablaba con su amigo el embajador, sintió que le tocaban en el brazo y al volverse pudo mirarse en los resplandecientes ojos de Blanche Amery.
—No fue un accidente —dijo la joven—. Estoy segura de que no ha sido un accidente. ¿No oyó usted poco antes de cenar, esa historia que él contaba de una joven italiana? Esa joven era Paula Nazorkoff. Poco después, al decir ella que era rusa, vi que el señor Cowan se extrañaba. Tal vez haya adoptado un nombre ruso, pero él sabe perfectamente que es italiana.
—Mi querida Blanche —dijo Leconmere.
—Le digo que estoy segura. En su habitación tiene una revista abierta
por la página donde aparece la fotografía de la casa de campo del señor Breón. Ella lo sabía antes de venir aquí. Y creo que le dio algo a ese pobre italiano para que se pusiera enfermo.
—Pero, ¿por qué? —exclamó lord Leconmere—. ¿Por qué razón?
—¿No lo comprende? Es la historia de Tosca que se repite. El quiso conquistarla en Italia, pero ella fue fiel a su amante, y acudió a él para que le salvara, y él simuló hacerlo, pero en vez de eso le dejó morir. Y ahora al fin ha conseguido vengarse. ¿No oyó usted cómo susurraba Yo soy Tosca? Y yo vi el rostro de Breón cuando ella lo dijo, y entonces... la reconoció.
En su camerino, Paula Nazorkoff permanecía sentada e inmóvil, cubierta por una capa de armiño, cuando llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo la prima donna.
Entró Elisa sollozando.
—¡Madame, madame, está muerto! Y...
—Sigue...
—Madame, ¿cómo decírselo? Hay dos caballeros que son de la policía y quieren hablar con usted.
Paula Nazorkoff se puso en pie irguiéndose en toda su estatura.
—Yo iré a verles —dijo tranquila.
Y quitándose el collar de perlas que rodeaba su cuello, lo puso en manos de la muchacha.
—Esto es para ti, Elisa, has sido una buena chica. No voy a necesitarlas a donde me llevan ahora. ¿Comprendes, Elisa? No volveré a cantar Tosca.
Se detuvo un momento junto a la puerta, mientras sus ojos recorrían el camerino, como si recordara sus treinta años de carrera artística.
Luego entre dientes, y sin alzar la voz, pronunció la última frase de otra ópera:
La comedia e finita!
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