LOS PLANOS DEL BRUCE-PARTINGTON
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La tercera semana de noviembre del año 1895, se cernió sobre Londres una densa niebla amarillenta. Entre el lunes y el jueves dudo que fuera posible ver un solo instante, desde nuestras ventanas de la calle Baker, la sombra de las casas de en frente. Holmes pasó el primer día sistematizando con un índice su voluminoso libro de referencias. El segundo y el tercero los ocupó pacientemente en un tema que desde hacía poco tiempo se había convertido en su afición favorita: la música medieval. Pero cuando, por última vez, al apartar nuestras sillas de la mesa del desayuno, vimos el espeso remolino pardusco y grasiento pasar por delante de nosotros y condensarse en gotas aceitosas en los paños de las ventanas, la naturaleza impaciente y activa de mi camarada no pudo soportar más aquella vida monótona. Se puso a caminar inquieto por nuestra sala de estar, en una fiebre de energía contenida, mordiéndose las uñas, tamborileando en los muebles, e irritándose contra la inactividad.
—¿Nada de interés en el periódico, Watson? —dijo. Yo sabia que "nada de interés" significaba para Holmes
"nada de interés criminal". Había las noticias de una revolución, una posible guerra, y un inminente cambio de gobierno; pero todo eso no entraba en el horizonte de mi compañero. No vi nada impreso en forma de crimen que no resultara vulgar y fútil. Holmes gruñó y reanudó su inquieto deambular.
—El criminal londinense es desde luego un tipo aburrido —dijo, con el tono displicente del deportista a quien le ha fallado su juego—. Asómese a esta ventana, Watson. Fíjese cómo las siluetas se acercan borrosas, se dejan ver vagamente, y se funden de nuevo en el banco de nubes. En un día como este el ladrón o el asesino podrían recorrer Londres como el tigre la jungla, sin ser visto hasta que ataca, e incluso entonces solo por su víctima.
—Ha habido —dije— numerosos robos pequeños.
Holmes emitió un resoplido de desdén.
—Este escenario enorme y sombrío ha sido montado para cosas más dignas —dijo—. Esta comunidad es muy afortunada de que yo no sea un criminal.
—¡Desde luego! —respondí yo, de corazón.
—Suponga que fuera Brooks o Woodhouse, o uno de los cincuenta hombres que tienen razones para quitarme la vida; ¿cuánto tiempo sobreviviría a mi propia persecución? Un aviso, una cita falsa, y todo habría acabado. Menos mal que no tienen días de niebla en los países latinos, que son los de los asesinatos. ¡Demonios! Aquí viene algo que por fin va a romper nuestra mortal monotonía.
Era la criada con un telegrama. Holmes lo abrió bruscamente y estalló en carcajadas.
—¡Bien, bien! ¿Y qué más? —dijo—. Va a venir mi hermano Mycroft.
—¿Por qué no? —pregunté.
—¿Que por qué no? Es como toparse con un tranvía bajando por un camino campestre. Mycroft tiene sus raíles y rueda sobre ellos. Sus aposentos en el Pall Mall, el club Diógenes, y Whitehall: ese es su ciclo. Ha estado aquí una vez, sólo una. ¿Qué cataclismo puede haberle hecho descarrilar?
—¿No lo explica?
Holmes me alargó el telegrama de su hermano.
"Necesito verte a propósito de Cadogan West. Voy en seguida. MYCROFT".
—¿Cadogan West? Me suena ese nombre.
—A mi no me dice nada. ¡Pero que Mycroft aparezca de pronto de esta forma tan excéntrica! Es como si un planeta abandonara su órbita. Por cierto, ¿sabe a qué se dedica Mycroft?
Recordaba vagamente una explicación de cuando la aventura del intérprete griego.
—Me dijo usted que ocupaba un pequeño cargo en el Gobierno británico.
Holmes rió entre dientes.
—En aquella época aún no le conocía a usted bien. Uno tiene que ser discreto cuando habla de altos asuntos de Estado. Tiene razón al pensar que trabaja para el Gobierno británico. Y también la tendría en cieno sentido si dijera que de vez en cuando es el Gobierno británico.
—¡Mi querido Holmes!
—Sabía que se sorprendería. Mycroft gana cuatrocientas cincuenta libras al año, será siempre un subordinado, no posee ambiciones de ningún género, no ha de recibir honores o títulos; pero es el hombre más indispensable del país.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, su posición es única. El mismo se la ha creado. Nunca antes se había dado nada similar, ni volverá a darse. Tiene un cerebro más metódico y ordenado, con mayor capacidad para almacenar hechos, que cualquier otro ser viviente. Las mismas facultades que yo he consagrado a la detección del crimen, él
las ha utilizado para su peculiar actividad. Se le pasan las conclusiones de cada uno de los departamentos, y él es la central de intercambio, la cámara de compensación que hace el balance. Los demás hombres son especialistas, pero su especialidad es la omnisciencia. Supongamos que un ministro necesita información relativa a un asunto que afecta a la Marina, la India, Canadá y la cuestión del Bimetalismo; él recibiría informes por separado de los diversos departamentos sobre cada uno de los puntos, pero sólo Mycroft puede concentrarlos todos en su persona y decir de inmediato cómo cada factor influye en los otros. Empezaron utilizándole como un atajo, una comodidad; pero ahora se ha hecho imprescindible. En ese gran cerebro suyo todo está archivado, y puede salir de su casilla en cualquier instante. En repetidas ocasiones él ha tenido la última palabra en cuestiones de política nacional. Vive en ella. No piensa en ninguna otra cosa salvo cuando, como ejercicio intelectual, se relaja al ir yo a visitarle y a pedirle consejo en uno de mis pequeños problemas. Pero Júpiter desciende hoy hasta aquí. ¿Qué diablos puede significar eso? ¿Quién es Cadogan West, y qué tiene que ver con Mycroft?
—Ya lo tengo —exclamé, zambulléndome en el mar de periódicos que había sobre el sofá—, SÍ, si, aquí está, seguro. Cadogan West era el joven que fue encontrado muerto en el ferrocarril subterráneo el martes por la mañana.
Holmes se incorporó atento, con la pipa a medio camino de los labios.
—Debe ser algo grave, Watson. Una muerte que ha hecho que mi hermano altere sus costumbres no puede ser normal y corriente. ¿Pero qué relación puede tener con ella? Si no recuerdo mal, era un caso gris. Aparentemente el joven se había caído del tren y se había matado. No le habían robado, y no había ninguna razón especial para sospechar que había habido violencia. ¿No es así?
—Se ha realizado una investigación —dije— y han salido a la luz numerosos hechos hasta ahora desconocidos. Mirado más de cerca, yo diría que es un caso curioso.
—A juzgar por el efecto que ha producido en mi hermano, estoy seguro de que debe ser extraordinario. —Volvió a arrellanarse en su sillón—. Y ahora, Watson, consideremos los hechos.
—El hombre se llamaba Arthur Cadogan West. Tenía veintisiete años, era soltero, y trabajaba como administrativo en el arsenal de Woolwich.
—Empleado del Gobierno. ¡Ahí tiene el eslabón que le une a mi hermano Mycroft!
—El lunes por la noche abandonó súbitamente Woolwich. Fue visto por última vez con su prometida, Miss Violet Westbury, a la que dejó abruptamente en la niebla sobre las 7.30 de aquella misma tarde. No hubo ninguna riña entre ellos y la muchacha no puede decimos el motivo de su actuación. Lo siguiente que se supo de él fue que su cuerpo había sido descubierto por un peón de ferrocarril llamado Masón, justo a la salida de la estación de Aldgate, en el sistema de trenes subterráneos londinense.
—¿Cuándo?
—El cadáver fue encontrado a las seis de la mañana del martes. Yacía a cierta distancia de los raíles, a la izquierda de la vía en dirección este, en un punto cercano a la estación, allí donde la línea emerge del túnel que hay en ese lugar del recorrido. Tenía la cabeza terriblemente aplastada, herida que bien podría haber causado una caída del tren. Sólo de ese modo pudo quedar el cuerpo junto a la vía; si lo hubiesen arrastrado hasta allí desde alguna calle de la vecindad, tendrían que haber cruzado el paso a nivel, donde siempre hay un empleado de servicio. Ese punto parece totalmente seguro.
—Muy bien. El caso se presenta bastante concreto. El hombre, vivo o muerto, o bien se cayó o bien fue precipitado desde un tren. Hasta aquí todo me parece claro. Continúe.
—Los trenes que recorren la vía junto a la cual se encontró el cadáver son los que viajan de oeste a este; algunos son exclusivamente metropolitanos, y otros vienen de Willesden y empalmes más lejanos. Puede darse por sentado que el joven estaba viajando en esta dirección cuando encontró la muerte, bien entrada la noche; pero es imposible determinar en qué punto subió al tren.
—Su billete, sin duda, esclarecería eso.
—No tenía ningún billete en sus bolsillos.
—¿Que no tenía billete? Madre mía, Watson, esto es realmente singular. Según mi propia experiencia no es posible llegar al andén del tren metropolitano sin exhibir el billete. Así que lo más probable es que el joven tuviera el suyo. ¿Se lo quitaron para que no se supiera de qué estación venía? Es posible. ¿O quizá lo tiró en el vagón? También eso es posible. Pero el punto posee un curioso interés. Creo haberle oído decir que no había señales de robo.
—En apariencia no. Aquí hay una lista de sus pertenencias. En el billetero llevaba dos libras con quince. También llevaba un talonario de la sucursal de Woolwich del banco Capital and Counties. Gracias a él se estableció su identidad. Se hallaron asimismo dos entradas de anfiteatro para el teatro Woolwich, para aquella misma noche. Y un pequeño paquete de documentos técnicos.
Holmes dejó escapar una exclamación de júbilo:
—¡Por fin lo tenemos, Watson! Gobierno británico, arsenal de Woolwich, documentos técnicos, mi hermano
Mycroft. La cadena está completa. Pero aquí llega, si no me equivoco, para hablar por si mismo.
Un momento después la figura alta y corpulenta de Mycroft Holmes fue introducida en la estancia. Su cuerpo, de constitución voluminosa y maciza, sugería una desmañada inercia física, pero sobre su pesada forma se erguía una cabeza tan imperiosa en la frente, tan alerta en el gris acerado de sus ojos hundidos, tan firme en sus labios y tan sutil en su juego expresivo, que pasada la primera impresión olvidaba uno su cuerpo masivo y no recordaba sino la mente dominante.
Traía a sus talones a nuestro viejo amigo Lestrade, de Scotland Yard, delgado y austero. La gravedad de la expresión de ambos anunciaba una investigación de mucho peso. El detective estrechó nuestras manos sin pronunciar palabra. Mycroft Holmes luchó por librarse de su gabán y se dejó caer en un sillón.
—Un asunto muy desagradable, Sherlock —dijo—. Me disgusta enormemente alterar mis costumbres, pero las autoridades en funciones no admitirían una negativa. En el estado actual de Siam es muy inconveniente que tenga que abandonar la oficina. Pero estamos en una autentica crisis. Nunca había visto al primer ministro tan trastornado. Y en cuanto al Almirantazgo, está zumbando como una colmena puesta del revés. ¿Has leído el caso?
—Acabamos de hacerlo. ¿Qué eran los documentos técnicos?
—¡Esa es la cuestión! Por fortuna, aún no se ha divulgado. De hacerse la oficina de prensa se habría enfurecido. Los documentos que ese infortunado joven llevaba en el bolsillo eran los planos del submarino Bruce-Partington.
Mycroft Holmes hablaba con una solemnidad que denotaba su sentido de la importancia del asunto. Su hermano y yo estábamos sentados, expectantes.
—Sin duda habrás oído hablar de él. Creía que todo el mundo estaba enterado.
—Sólo me suena el nombre.
—No se puede exagerar su importancia. Ha sido el más celosamente guardado de todos los secretos del Gobierno. Puedes tener por seguro que toda batalla naval se hace imposible dentro del radio de operaciones de un Bruce-Partington. Hace dos años se hizo entrar de forma disimulada en los presupuestos una suma muy elevada, que se invirtió en la adquisición del monopolio del invento. Se hicieron todos los esfuerzos necesarios para guardar el secreto. Los planos, que son tremendamente complicados y comprenden unas treinta patentes diferentes, están a buen recaudo en una sofisticada caja fuerte en una oficina confidencial adyacente al arsenal, con puertas y ventanas a prueba de ladrones. Bajo ninguna circunstancia podían salir los planos de esta oficina. Si el primer armador de la Marina deseaba consultarlos, incluso él estaba obligado a ir al despacho de Woolwich. Y luego nos encontramos esos planos en los bolsillos de un empleado muerto en el corazón de Londres. Desde un punto de vista oficial es simplemente catastrófico.
—¿Pero los habéis recuperado?
—¡No, Sherlock, no! Ahí está el problema. No los tenemos. De Woolwich sacaron diez documentos. Había sólo siete en los bolsillos de Cadogan West. Los tres más esenciales han desaparecido, han sido robados, se han esfumado. Tienes que dejarlo todo, Sherlock. Olvida esos rompecabezas pueriles en los que sueles ayudar a la policía. Lo que tienes que resolver ahora es un problema vital, internacional. ¿Por qué se llevó los documentos Cadogan West, dónde están los que faltan, cómo murió, cómo llegó su cuerpo al lugar donde fue encontrado, qué hay que hacer para reparar el mal? Hállame las respuestas a todas estas preguntas, y le habrás hecho un buen servicio a tu país.
—¿Por qué no lo resuelves tú mismo, Mycroft? Tu vista tiene tan largo alcance como la mía.
—Posiblemente, Sherlock. Pero es una cuestión en la que hay que ir recopilando detalles. Dame tus detalles, y desde mi sillón te devolveré una excelente opinión de experto. Correr de un lado a otro, interrogar a guardavías del ferrocarril y tumbarme boca abajo con una lupa pegada al ojo... no es mi oficio. No, no; tú eres el único hombre capaz de esclarecer los hechos. Si tienes el capricho de ver tu nombre inscrito en la próxima lista de honores...
Mi amigo sonrió y meneó la cabeza.
—Yo tomo parte en el juego por puro amor al juego —dijo—. Pero desde luego el problema presenta algunos puntos de interés, y estaré encantado de iniciar una investigación. Más hechos, por favor.
—He apuntado los más esenciales en esta hoja de papel, así como algunas direcciones que te resultarán útiles. El actual guardián oficial de los documentos es el famoso experto del Gobierno, Sir James Walter, cuyas condecoraciones y títulos adicionales llenan dos líneas de uno de los libros de referencias. Ha envejecido en el servicio y es un caballero, un invitado de honor en todas las casas de rango y sobre todo un hombre cuyo patriotismo está por encima de cualquier sospecha. El es uno de los dos que tienen llave de la caja fuerte. Quizá deba añadir que los documentos estaban en la oficina el lunes en las horas de trabajo, y que Sir James viajó a Londres a eso de las tres, llevándose su llave consigo. Estuvo en casa de su amigo el almirante Sinclair, en la plaza Barclay, durante toda la velada del incidente.
—¿Se ha comprobado este hecho?
—Sí; su hermano, el coronel Valentine Walter, ha corroborado su marcha de Woolwich, y el almirante Sinclair su llegada a Londres; así que Sir James no puede ser un factor directo del problema.
—¿Quién era e! otro hombre que tenía llave?
—El veterano empleado y dibujante, Mr. Sidney Johnson. Tiene cuarenta años; es casado y con cinco hijos. Se trata de un hombre callado y adusto, pero tiene, en conjunto, un excelente historial dentro del servicio público. Es muy poco popular entre sus colegas, pero siempre ha destacado como un gran trabajador. Según su propia declaración, corroborada sólo por su esposa, estuvo en casa el lunes por la tarde después de las horas de trabajo, y su llave nunca ha salido de la cadena de reloj donde la guarda.
—Háblanos de Cadogan West.
—Estuvo diez años en el servicio, e hizo un buen trabajo. Tenía fama de apasionado e impetuoso, pero era un hombre recto y honesto. No tenemos nada contra él. Era el segundo después de Sidney Johnson, en la oficina. Por sus funciones estaba en un contacto personal diario con los planos. Nadie más estaba autorizado a manejarlos.
—¿Quién guardó aquella noche los planos en la caja?
—Mr. Sidney Johnson, el primer empleado.
—Pues entonces queda perfectamente claro quién se los llevó. Lo cierto es que fueron encontrados en la persona del segundo empleado, Cadogan West. Parece definitivo, ¿no es así?
—Así es, Sherlock; y sin embargo quedan muchas cosas por explicar. En primer lugar, ¿por qué se los llevó?
—Supongo que poseían un valor económico, ¿no?
—Podría haber obtenido fácilmente por ellos unos cuantos miles.
—¿Sugieres algún posible motivo para llevarse los documentos a Londres, como no fuera venderlos?
—No.
—En ese caso debemos tomar eso como nuestra hipótesis inicial. El joven West se llevó los planos. Sólo pudo hacerlo si poseía una llave falsa.
—Varias llaves falsas. Tenia que abrir el edificio y la habitación.
—Bueno, pues varias llaves falsas. Se llevó los documentos a Londres para vender el secreto, sin duda con la intención de devolver los planos a la caja fuerte a la mañana siguiente, antes de que fueran echados en falta. Estando en Londres, cumpliendo su traidora misión, encontró la muerte.
—¿Cómo?
—Supondremos que viajaba de vuelta a Woolwich cuando fue asesinado y lanzado fuera del compartimento.
—Aldgate, donde se encontró el cadáver, está pasada, y de largo, la estación del Puente de Londres, que era la que le servía de enlace en su ruta a Woolwich.
—Cabe imaginar numerosas circunstancias en las que pudo pasar sin detenerse por el Puente de Londres. Por ejemplo había alguien en el vagón, con quien estaba manteniendo una conversación que le tenía absorbido. Esta conversación culminó en una escena violenta en la que perdió la vida. Quizá quiso abandonar el vagón, cayó a la vía, y encontró la muerte. El otro cerró la puerta. Había una espesa niebla, así que nadie vio nada.
—No podría darse una explicación mejor con lo que sabemos hasta el momento: pero considera, Sherlock, lo mucho que te queda por explicar. Supongamos, siguiendo tu argumentación, que el joven Cadogan West había decidido llevar los documentos a Londres. En ese caso habría fijado una cita con el agente extranjero y se habría dejado la tarde libre. En vez de eso adquirió dos entradas de teatro, acompañó a su prometida hasta mitad del camino, y desapareció de pronto.
—Un truco, para despistar —dijo Lestrade, que había permanecido sentado escuchando la conversación con cierta impaciencia.
—Un truco muy singular. Esa es nuestra objeción núm. 1. Objeción núm. 2: Supongamos que llega a Londres y se encuentra con el agente extranjero. Tiene que devolver los documentos a su sitio antes de la mañana, o se descubrirá su desaparición. Se llevó diez. Sólo se hallaron siete en su bolsillo. ¿Qué ha ocurrido con los otros tres? Desde luego no se habría desprendido de ellos por su propia voluntad. Y además, ¿dónde está el precio de su traición? Cabía esperar que hubiera en su bolsillo una elevada suma de dinero.
—A mi me parece perfectamente claro —dijo Lestrade—. No me queda la menor duda sobre qué fue lo que ocurrió. Se llevó los documentos para venderlos. Se entrevistó con el agente. No llegaron a un acuerdo en cuanto al precio. Emprendió el regreso a casa, pero el agente fue con él. En el tren el agente le asesinó, le quitó los documentos esenciales, y arrojó su cuerpo a la vía. Eso lo explicaría todo, ¿no es así?
—¿Por qué no llevaba billete?
—El billete nos indicaría qué estación era la más cercana a la casa del agente. Así que éste se lo quitó también del bolsillo al hombre asesinado.
—Bien, Lestrade, muy bien —dijo Holmes—. Su teoría resulta coherente. Pero si es cierta, el caso ha concluido. Por una parte el traidor está muerto, y por otra los planos del submarino Bruce-Partington se hallan ya probablemente en el continente. ¿Qué nos queda por hacer?
—¡Actuar, Sherlock, actuar! —exclamó Mycroft, poniéndose en pie de un salto—- Todos mis instintos están en contra de esta explicación. ¡Usa tus facultades! ¡Ve a la escena del crimen! ¡Interroga a las personas implicadas! ¡No dejes ni una piedra por remover! En toda tu vida profesional nunca has tenido una oportunidad como esta de servir a tu país.
—¡Está bien, está bien! —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—. ¡Vamos, Watson! Y usted, Lestrade, ¿nos honraría con su compañía durante una o dos horas? Iniciaremos nuestra investigación visitando la estación de AIdgate. Adiós Mycroft. Te haré llegar un informe antes de la noche, pero ya te advierto de antemano que no esperes demasiado.
Una hora después, Holmes, Lestrade y yo estábamos en el ferrocarril subterráneo, en el punto donde la línea emerge del túnel inmediatamente anterior a la estación de AIdgate. Nos acompañaba un hombre ya entrado en años, cortés y rubicundo, en representación de la compañía.
—Aquí es donde estaba el cuerpo de aquel joven —dijo, indicando un punto que distaba unos tres pies de la vía—. No pudo caer desde arriba porque, como ven, sólo pudo precipitarse desde un tren, y ese tren, según nuestros cálculos, tuvo que pasar por aquí a medianoche del lunes.
—¿Han sido examinados los vagones, por si había señales de violencia?
—No había tales señales, y no se ha encontrado ningún billete.
—¿Ni informó nadie de haber hallado abierta alguna puerta?
—No.
—Esta mañana hemos obtenido nuevos datos —dijo Lestrade—. Un pasajero que pasó por Aldgate en un metropolitano, a eso de las 11.40 del lunes por la noche, declaró haber oído un ruido sordo y pesado, como de un cuerpo al golpearse contra la vía, antes de que el tren llegara a la estación. Pero había una niebla muy densa y no pudo ver nada. No se lo comunicó a nadie en el mismo momento. Pero bueno, ¿qué es lo que le ocurre a Mr. Holmes?
Mi amigo estaba inmóvil, con una expresión de tensa atención en la cara y la mirada clavada en las vías del ferrocarril, allí donde describían una curva a la salida del túnel. AIdgate es una estación de empalmes, y había toda una red de agujas. En ellas estaban prendidos sus ojos vehementes e inquisitivos, y pude advertir en su rostro alerta y anhelante aquellos labios apretados, aquellas ventanillas nasales temblorosas y aquellas cejas pobladas pesadamente concentradas, que tan bien conocía.
—Agujas —murmuró—; las agujas.
—¿Qué hay con eso? ¿Qué quiere decir?
—Supongo que no habrá muchas agujas en un sistema como éste.
—No, hay muy pocas.
—Y también una curva. Agujas y una curva. ¡Diablos! Si eso pudiera ser...
—¿De que se trata, Mr. Holmes? ¿Tiene alguna pista?
—Una idea, una indicación, nada más. Pero sin duda el caso se presenta cada vez más interesante. Extraordinario, totalmente extraordinario, y sin embargo, ¿por que no? No veo ninguna huella de sangre en la vía.
—Apenas había.
—Pero tengo entendido que la herida era de envergadura.
—El cráneo estaba aplastado, pero no había muchas señales externas.
—A pesar de todo era de esperar que sangrase. ¿Puedo inspeccionar el tren en el que viajaba el pasajero que oyó el ruido sordo de una caída en la niebla?
—Me temo que no, Mr. Holmes. el tren ya ha sido separado y sus vagones distribuidos en otros trenes.
—Puedo asegurarle, Mr. Holmes —dijo Lestrade—, que se han examinado cuidadosamente todos los vagones. Yo mismo me ocupé de ello.
Uno de los defectos más palpables de mi amigo era su impaciencia con las inteligencias menos despiertas que la suya.
—Probablemente —dijo, volviéndose de espaldas—. Pero resulta que no eran los vagones lo que deseaba examinar. Watson, aquí ya no tenemos nada que hacer. No hay necesidad de molestarle más, Mr. Lestrade. Creo que nuestras investigaciones nos llevan ahora a Woolwich.
En el Puente de Londres, Holmes le escribió un telegrama a su hermano, y me permitió leerlo antes de despacharlo. Rezaba así:
"Veo alguna luz en la oscuridad, pero es posible que se apague. Mientras tanto, te ruego me envíes mediante un emisario, que aguardará mi regreso en la calle Baker, una lista completa de todos los espías
extranjeros o agentes internacionales que se sepa que están en Inglaterra, con sus direcciones correspondientes. SHERLOCK".
—Eso debería sernos útil, Watson —comentó, cuando tomábamos asiento en el tren de Woolwich—. Desde luego estamos en deuda con mi hermano Mycroft, por introducirnos en lo que promete ser un caso realmente extraordinario.
En su rostro anhelante aún se reflejaba aquella expresión de energía intensa y nerviosa que me indicaba que alguna circunstancia nueva y sugestiva había abierto en él una estimulante línea de pensamiento. Fíjense en el perro zorrero, con las orejas colgando y el rabo caído mientras permanece tendido en su perrera, y compárenlo con ese mismo perro cuando, con ojos centelleantes y músculos tensos, corre tras una pista cuyo olor le llega a la altura del pecho; ese era el cambio que se había operado en Holmes desde la mañana. El de ahora no tenía nada que ver con la figura laxa y abandonada que unas horas antes había estado recorriendo de un lado a otro la estancia rodeada de niebla, con un batín color de rata.
—Hay materia en todo esto. Hay campo de acción —dijo—. He sido bien torpe al no ser capaz de comprender sus posibilidades.
—Para mí siguen siendo oscuras.
—También para mí está oscuro el final, pero me ha asaltado una idea que quizá nos lleve lejos. El hombre murió en algún otro lugar, y su cuerpo estaba en el techo de un vagón.
—¡En el techo!
—Extraordinario, ¿verdad? Pero considere los hechos. ¿Es una coincidencia que fuera hallado en el punto exacto donde el tren se balancea y vibra, al girar sobre las agujas? ¿No es ese el lugar donde en principio debería caer un objeto colocado sobre el techo? Las agujas no afectarían a nadie que viajara dentro del tren. O bien el cuerpo cayó del techo, o bien ha ocurrido una curiosa coincidencia. Pero ahora considere la cuestión de la sangre. Es evidente que no podía haber sangre en la vía si el cuerpo había sangrado en otro lugar. Cada uno de estos hechos es sugerente por sí mismo. Juntos, tienen fuerza acumulativa.
—¡Y eso explicaría también lo del billete! —exclamé.
—Exacto. No comprendíamos la ausencia del billete. Esto lo explica. Todo encaja.
—Pero aún suponiendo que sea así, seguimos estando tan lejos como antes de desentrañar el misterio de su muerte. Lo cierto es que el caso no se vuelve más simple, sino sólo más extraño.
—Quizá —dijo Holmes, pensativo—; quizá. —Se abandonó a un ensueño silencioso, que se prolongó hasta que el lento tren se detuvo por fin en la estación de Woolwich. Allí llamó a un coche y se sacó del bolsillo el papel de Mycroft.
—Tenemos que efectuar toda una ronda de visitas vespertinas —dijo—. Creo que Sir James Walter es el primero que reclama nuestra atención.
La casa del famoso funcionario era una bonita mansión, con verdes céspedes que se extendían hasta el Támesis. Cuando llegamos estaba levantando la niebla y se abría paso entre ella una luminosidad débil y acuosa. Un mayordomo respondió a nuestra llamada.
—jSir James, señor! —dijo, con expresión solemne—. Sir James ha fallecido esta mañana.
—¡Cielo santo! —exclamó Holmes, perplejo—. ¿Cómo ha sido?
—Quizá el señor desee pasar y hablar con su hermano, el coronel Valentine.
—Si, creo que será lo mejor.
Fuimos introducidos en una sala de estar medio en penumbra, donde un instante después se reunió con nosotros un hombre de unos cincuenta años, muy alto, apuesto, de barba rubia; era el hermano menor del fallecido científico. Su expresión desencajada, sus mejillas descoloridas y el cabello enmarañado delataban el golpe imprevisto que había azotado a la casa. Apenas articulaba las palabras al hablar de ello.
—Ha sido ese horrible escándalo —dijo—. Mi hermano, Sir James, era un hombre muy puntilloso con el honor, y no ha sobrevivido a un caso como este. Le ha destrozado el corazón. Se había sentido siempre muy orgulloso de la eficiencia de su departamento, y le han asestado un duro golpe.
—Esperábamos que nos diera algunas indicaciones que pudieran ayudarnos a esclarecer los hechos.
—Le aseguro que para él todo esto era tan misterioso como para usted o cualquiera de nosotros. Ya había puesto cuanto sabía a disposición de la policía. Desde luego, no le cabía ninguna duda de la culpabilidad de Cadogan West. Pero lo demás le parecía inconcebible.
—¿No puede echar ninguna luz nueva sobre el asunto?
—No sé nada, excepto lo que he leído y oído comentar. No deseo ser descortés, pero comprenda, Mr. Holmes, que en este momento estamos muy trastornados y debo rogarle que abrevie esta entrevista cuanto le sea posible.
—Sin duda esta es una novedad inesperada —dijo mi amigo, ya de nuevo en el coche—. Me pregunto si ha fallecido de muerte natural o si el pobre tipo se ha suicidado. Si ha sido esto último, quizá debamos
tomárnoslo como un acto de autorreproche por negligencia en sus obligaciones. Dejemos esta cuestión para más adelante. Ahora vamos a ver a la familia de Cadogan West.
Una casa pequeña, pero bien cuidada, de las afueras de la población, cobijaba a la desconsolada madre. La pobre señora estaba demasiado perturbada por el dolor para podernos ser de alguna utilidad, pero había a su lado una joven muy pálida, que se presentó como Miss Violet Westbury; era la prometida del muerto y la última persona que lo vio en la noche fatal.
—No consigo explicármelo, Mr. Holmes —dijo—. No he pegado ojo desde la tragedia, pensando y pensando, día y noche, qué puede significar todo esto. Arthur era el hombre más sincero, caballeroso y patriota del mundo. Antes se habría dejado cortar la mano derecha que vender un secreto de Estado confiado a su cuidado. Es absurdo, imposible, disparatado, para cualquiera que le conociera.
—¿Pero y los hechos, Miss Westbury?
—Si, si; admito que no puedo explicarlos.
—¿Estaba en un apuro económico?
—No; sus necesidades eran muy modestas y su sueldo amplio. Había ahorrado unos cientos de libras, e íbamos a casarnos por Año Nuevo.
—¿Ninguna muestra de excitación mental? Vamos, Miss Westbury, sea totalmente franca con nosotros.
La mirada ágil de mi compañero había percibido un cambio en sus maneras. Se ruborizó y vaciló.
—Si —dijo por fin—. Tenia la sensación de que algo le estaba ocurriendo.
—¿Desde cuándo?
—Desde hacía una semana, más o menos. Estaba pensativo y preocupado. Una vez le insté a confiarse a mí. Admitió que le pasaba algo, relacionado con su vida profesional. "Es demasiado serio para hablar de ello, incluso contigo", me dijo. No logré sonsacarle nada más.
Holmes se había puesto grave.
—Adelante, Miss Westbury. Aunque le parezca que le está perjudicando, le ruego que prosiga. No sabemos a dónde puede llevarnos lo que nos diga.
—Lo cierto es que no tengo nada más que contarles. Una o dos veces tuve la impresión de que estaba a punto de explicarme algo. Una noche me habló de la importancia del secreto, y creo recordar que dijo que sin duda los espías extranjeros pagarían una buena cantidad para hacerse con él.
La expresión de mi amigo se tornó aún más grave.
—¿Algo más?
—Dijo que éramos poco cuidadosos con estas cuestiones, que a un traidor le resultaría fácil llegar hasta los planos.
—¿Y sólo últimamente hacía estos comentarios?
—Sí, sólo últimamente.
—Ahora cuéntenos lo que pasó la última tarde.
—Ibamos a ir al teatro. La niebla era tan densa que no valía la pena tomar un coche. Así que fuimos a pie, y pasamos cerca de la oficina. De pronto salió disparado en la niebla.
—¿Sin decir palabra?
—Dejó escapar una exclamación; eso fue todo. Esperé, pero no regresó. Entonces volví a casa caminando. A la mañana siguiente, después de abrir la oficina, vinieron a preguntar por él. A eso de las doce nos enteramos de la terrible noticia. ¡Oh, Mr. Holmes, si usted pudiera salvar su honor! ¡Sólo eso! Significaba mucho para él.
Holmes meneó tristemente la cabeza.
—Vamos, Watson —dijo—, el deber nos reclama en otros lugares. Nuestra próxima parada será la oficina de la que sustrajeron los documentos.
—El asunto ya se presentaba feo para el joven desde un principio, pero con nuestras pesquisas se le presenta aún peor —comentó, mientras el coche se alejaba con lentitud—. Su inminente boda le da un móvil para el crimen. Es evidente que necesitaba dinero. Le rondaba la idea en la cabeza, puesto que habló de ello. Casi convirtió a la muchacha en cómplice de la traición, confiándole sus planes. Eso es terrible.
—Pero sin duda, Holmes, el carácter también cuenta. Y además, ¿por qué dejar a la muchacha en la calle y salir disparado a cometer su felonía?
—¡Exacto! Desde luego, hay objeciones. Pero es con un caso realmente extraordinario con lo que tenemos que enfrentarnos.
Mr. Sidney Johnson, el empleado veterano, salió a nuestro encuentro en la oficina, y nos recibió con el respeto que siempre inspiraba la tarjeta de visita de mi compañero. Era un hombre de mediana edad, delgado, ceñudo y con gafas; tenía las mejillas macilentas y las manos crispadas a causa de la tensión nerviosa a la que había estado sometido.
—¡Es terrible, Mr. Holmes, espantoso! ¿Se ha enterado de la muerte del jefe?
—Acabamos de pasar por su casa.
—Este lugar está desorganizado. El jefe muerto, Cadogan West muerto, los documentos robados. Y sin embargo, cuando cerrarnos la puerta el lunes por la tarde éramos una oficina tan eficiente como la que más en el servicio del Gobierno. ¡Dios mío, es horrible pensaren ello! ¡Que haya sido precisamente West el que ha hecho una cosa así!
—¿Está seguro de su culpabilidad?
—No veo ninguna otra explicación. Y a pesar de todo habría confiado en él como en mí mismo.
—¿A qué hora se cerró esta oficina el lunes?
—A las cinco.
—¿La cerró usted?
—Soy siempre el último en salir.
—¿Dónde estaban los planos?
—En la caja fuerte. Yo mismo los puse allí.
—¿No hay vigilante en c! edificio?
—Sí; pero tiene que guardar también otros departamentos. Es un antiguo soldado y un hombre de toda confianza. No vio nada aquella noche. Claro que la niebla era muy densa.
—Suponga que Cadogan West quisiera colarse en el edificio después de las horas de trabajo; habría necesitado tres llaves para tener acceso a los documentos, ¿no es cierto?
—En efecto. La llave de la puerta principal, la de la oficina y la de la caja fuerte.
—¿Sólo Sir James Walter y usted tenían esas llaves?
—Yo no tenía llave de las puertas; sólo la de la caja fuerte.
—¿Era Sir James hombre metódico en sus costumbres?
—Si, creo que sí. Sé, en lo concerniente a esas tres llaves, que las guardaba todas en el mismo llavero. Se las he visto con frecuencia.
—¿Y se llevaba el llavero a Londres?
—Eso decía.
—¿Y usted siempre ha tenido su llave en su posesión?
—Siempre.
—En ese caso West, si ha sido el culpable, tenía que tener un duplicado. Sin embargo, no se encontró ninguno en su cadáver. Otra pregunta: si un empleado de esta oficina desease vender los planos, ¿no sería más sencillo copiarlos personalmente que llevarse los originales, como hizo él?
—Se requieren unos considerables conocimientos técnicos para copiar esos planos de forma efectiva.
—Pero supongo que tanto Sir James, como usted, como West poseían esos conocimientos.
—Desde luego, pero le suplico, Mr. Holmes, que no trate de complicarme a mí en el asunto. ¿Cuál es el objeto de todas estas especulaciones, si el hecho es que los planos originales se encontraron en el cadáver de West?
—Bueno, me parece singular que corriera el riesgo de sustraer los originales, cuando habría sido más seguro sacar copias, ya que éstas le habrían servido igualmente para su propósito.
—Desde luego es singular, pero eso fue lo que hizo.
—Cada pesquisa que llevo a cabo en este caso me revela algo inexplicable. Veamos: faltan todavía tres documentos. Tengo entendido que son los más vitales.
—Así es.
—¿Quiere eso decir que cualquiera que posea esos tres documentos, sin los siete restantes, podría construir un submarino Bruce-Partington?
—Eso fue lo que comuniqué al Almirantazgo. Pero hoy, después de haber vuelto a repasar los planos, no estoy seguro de ello. Las válvulas dobles con dispositivos de ajuste automático están dibujadas en uno de los documentos que han sido devueltos. Hasta que inventen eso por sí mismos, los extranjeros no podrán armar la nave. Desde luego, pueden salvar pronto esta dificultad.
—Pero los tres planos que faltan son los más importantes.
—No hay duda de eso.
—Creo que, con su permiso, voy a echar un vistazo al local. No recuerdo ahora ninguna otra pregunta que desee hacerle.
Examinó la cerradura de la caja fuerte, la puerta de la estancia y por fin los postigos de hierro de la ventana. Sólo cuando estuvimos en el césped de fuera se excitó vivamente su interés. Había un laurel en la parte exterior de la ventana, y algunas de sus ramas presentaban señales de haber sido retorcidas o cortadas. Las examinó atentamente con su lupa, y luego unas huellas borrosas y contusas en el suelo, justo debajo. Por fin le pidió al primer empleado que cerrase los postigos, y me hizo notar que no encajaban bien en el centro, y que era posible para cualquiera ver desde fuera lo que estaba pasando en el interior de la estancia.
—Todos estos indicios se han echado a perder por este lapso de tres días. Puede significar algo o no. Bien, Watson, no creo que Woolwich pueda ayudarnos más. Hemos recogido una pequeña cosecha. Veamos si en Londres se nos da mejor la cosa.
Pero aún añadimos una gavilla más a nuestra recolección, antes de abandonar la estación de Woolwich. El empleado de la ventanilla nos dijo que estaba seguro de haber visto a Cadogan West —al que conocía de vista— el lunes por la noche, cuando se disponía a tomar el tren de las 8.15 con destino al Puente de Londres. Viajaba solo, y había adquirido un billete de tercera clase. Al empleado le habían llamado la atención sus maneras excitadas y nerviosas. Le temblaban tanto las manos que casi no podía recoger su cambio, y el taquillero había tenido que ayudarle. Una consulta a la tabla de horarios demostró que el tren de las 8. 15 era el primero que podía haber tomado West después de abandonar a su prometida a eso de las 7.30.
—Reconstruyamos los hechos, Watson —dijo Holmes, tras media hora de silencio—. No recuerdo que en todas nuestras investigaciones haya habido nunca un caso más difícil de abordar. Cualquier avance que hacemos no sirve sino para revelarnos la existencia de una nueva loma que escalar. Y sin embargo, seguro que hemos hecho algunos progresos apreciables.
"El resultado de nuestras pesquisas en Woolwich tiende, por regla general, a inculpar al joven Cadogan West; pero los indicios de la ventana podrían llevarnos hacia una hipótesis más favorable. Supongamos, por ejemplo, que fue abordado por algún agente extranjero. Podría haber ocurrido en unos términos que a él le hubieran impedido hablar del asunto, pero que hubieran influido en sus pensamientos de la manera que ponen de manifiesto los comentarios hechos a su prometida. Muy bien. Supongamos ahora que cuando iba al teatro con su novia de pronto, en la niebla, vislumbró a este mismo agente que andaba en dirección de la oficina. Era un hombre impetuoso, de decisiones rápidas. Su deber era lo mas importante. Siguió al hombre, llegó a la ventana, vio cómo eran sustraídos los documentos y persiguió al ladrón. De ese modo salvamos la objeción de que nadie se llevaría los originales pudiendo hacer copias. El extraño tenía que hacerse con los originales. Hasta ahora es coherente.
—¿Cuál es el siguiente paso?
—Aquí ya nos encontramos con dificultades. Es de imaginar que en tales circunstancias lo primero que habría hecho el joven Cadogan West habría sido atrapar al villano y darla alarma. ¿Por qué no lo hizo? ¿Acaso fue un funcionario superior quien robó los documentos? Eso explicaría la conducta de West. ¿O quizá ese superior le dio esquinazo en la niebla, y West fue al instante a Londres, para llegar antes que él a sus aposentos, suponiendo que supiera dónde vivía? Sus motivos debieron ser muy apremiantes, cuando dejó a la muchacha sola en la niebla y no hizo nada por comunicarse con ella. Aquí se pierde nuestro rastro, y se abre una gran brecha entre las hipótesis y el cadáver de West yaciendo, con siete documentos en el bolsillo, en el lecho de un tren metropolitano. Mi instinto me dice ahora que trabaje desde el otro extremo. Si Mycroft nos ha dado la lista de direcciones, quizá podamos seleccionar a nuestro hombre y seguir dos pistas en vez de una.
Como era de esperar, nos aguardaba una nota en la calle Baker. La había traído un mensajero del Gobierno como despacho urgente. Holmes le echó un vistazo y me la pasó a mí:
"Hay mucha morralla, pero pocos capaces de cumplir una misión de esta importancia. Los únicos hombres dignos de atención son Adolph Meyer, calle Great George, 13, Westminster; Louis La Rothière, Campden Mansions, Notting Hill; y Hugo Oberstein, 12 Caulfield Gardens, Kensington. De este último se sabe que estaba en la ciudad el lunes, pero se ha marchado. Me alegra saber que has visto algo de luz. El Gabinete espera tu informe definitivo con la máxima ansiedad. Ha llegado una delegación urgente de la más alta esfera. Las Fuerzas del Estado están listas para apoyarte si lo necesitas. MYCROFT".
—Me temo —dijo Holmes, sonriendo—, que todos los caballos y hombres de la reina unidos no iban a servirnos de mucho en este asunto. —Había extendido su gran mapa de Londres y se había inclinado vehementemente sobre él—. Bien, bien —dijo al rato, con una exclamación de júbilo—, parece que por fin las aguas vienen un poco a nuestro molino.
Vaya, Watson, creo sinceramente que después de todo vamos a desenmarañar la madeja. —Me dio una palmada en el hombro, en un repentino estallido de hilaridad—. Ahora voy a salir. Se trata sólo de un reconocimiento. No haría nada importante sin tener junto a mí a mi fiel camarada y biógrafo. Quédese aquí, y le apuesto a que volverá a verme dentro de una o dos horas. Si la espera se le hace pesada, consiga papel de oficio y una buena pluma, e inicie su relato de cómo salvamos al Estado.
Aquel optimismo se reflejó en parte en mi propio ánimo, porque sabía muy bien que Holmes no habría olvidado hasta aquel punto su austeridad y comportamiento habituales, de no tener buenas razones para
dejarse llevar por el júbilo. Estuve toda aquella larga tarde de noviembre esperando, lleno de impaciencia, su regreso. Por fin, poco después de las nueve, llegó un mensajero con una nota:
"Estoy cenando en el restaurante Goldini, Gloucester Road, Kensington. Por favor venga en seguida a reunirse conmigo. Traiga una llave de mecánico, una linterna sorda, un buril y un revólver. S.H.".
¡Lindo equipo para ser transportado por un ciudadano respetable a través de las calles oscuras y envueltas en niebla! Lo guardé todo de forma discreta en mi gabán, y me encaminé directamente a la dirección que me había dado. Allí estaba mi amigo, sentado ante una mesita redonda cercana a la puerta del vistoso restaurante italiano.
—¿Ya ha cenado? Entonces acompáñeme con el café y el curaçao. Pruebe uno de los cigarros del dueño. Son menos venenosos de lo que cabría esperar. ¿Tiene las herramientas?
—Las llevo en el gabán.
—Excelente. Permítame que le resuma lo que he hecho, y que le dé algunas indicaciones de lo que vamos a hacer. Supongo que le parecerá evidente, Watson, que el cuerpo de ese joven fue colocado en el techo del tren. Eso quedó claro desde el instante en que demostré que había caído desde el techo, y no desde el vagón.
—¿No podría haber sido tirado desde un puente?
—Yo diría que eso es imposible. Si examina los techos comprobará que son un poco redondeados y que no tienen barandilla. Por lo tanto, podemos afirmar que el joven Cadogan fue depositado en uno.
—¿Cómo pudieron depositarlo ahí?
—Esa era una de las preguntas que teníamos que contestar. Sólo existe un modo posible. Ya sabe usted que el metropolitano recorre al aire libre, sin túneles, algunos tramos del West End. Conservaba el vago recuerdo de haber visto algunas veces, viajando por esa zona, ventanas encima de mi cabeza. Suponga que un tren se detuvo debajo de una de esas ventanas; ¿sería difícil depositar un cuerpo sobre el techo?
—Parece muy improbable.
—Tenemos que echar mano del viejo axioma según el cual, cuando fallan todas las demás contingencias, la que queda, por improbable que parezca, tiene que ser cierta. En este caso todas las demás contingencias han fallado. Al descubrir que el principal agente internacional, que acaba de abandonar Londres, vivía en un inmueble que da al ferrocarril, me he alegrado tanto, que usted se ha quedado perplejo ante mi súbita frivolidad.
—¡Oh! Así que ha sido eso.
—Si, ha sido eso. Mr. Hugo Oberstein, del 12 de Caulfield Gardens, se ha convertido en mi objetivo. He iniciado mis operaciones en la estación de Gloucester Road, donde un empleado muy servicial ha ido caminando conmigo por la vía y me ha dado la satisfacción de comprobar, no sólo que las ventanas de la escalera trasera de Caulfield Gardens dan a la línea, sino también, y este hecho es mucho más esencial, que, debido a la intersección con un tren de largo recorrido, el metropolitano debe permanecer con frecuencia varios minutos inmóvil en ese preciso lugar.
—¡Espléndido, Holmes! ¡Ya lo tiene!
—Hasta aquí, Watson, hasta aquí. Vamos avanzando, pero la meta aún está lejos. Después de ver la parte trasera de Caulfield Gardens, he visitado la delantera, asegurándome de que el pájaro había volado. Es una casa espaciosa, sin amueblar, por lo que he podido juzgar, en las habitaciones superiores. Oberstein vivía con un único ayuda de cámara, que probablemente era un cómplice de su confianza. Debemos tener bien presente que Oberstein se ha ido al continente a entregar su botín, pero no con el propósito de huir, ya que no tenía ningún motivo para temer una orden de detención, y estoy seguro de que no se le ha ocurrido la idea de una visita domiciliaria amateur. Y sin embargo eso es precisamente lo que nos disponemos a hacer.
—¿No podríamos obtener una orden judicial y legalizar la cosa?
—Lo veo difícil, con las pruebas que tenemos.
—¿Y qué esperamos encontrar?
—No sabemos qué correspondencia puede haber allí.
—No me gusta esto, Holmes.
—Mi querido compañero, usted montará guardia en la calle. Seré yo quien se encargue de la parte criminal. No es momento de pararse en barras. Piense en la nota de Mycroft, en el Almirantazgo, el Gabinete, la persona de rango que espera noticias. Hemos de ir.
Mi respuesta fue levantarme de la mesa y decir:
—Tiene razón, Holmes. Hemos de ir.
Se puso en pie de un salto y estrechó mi mano.
—Sabía que en el momento de la verdad no se me echaría atrás —dijo, y por un momento vi algo en sus ojos que era lo más cercano a la ternura que había visto nunca en ellos. Al instante siguiente volvía a ser el hombre dominante y práctico de siempre.
—Está casi a media milla, pero no hay prisa. Vayamos paseando —dijo—. Cuidado, no se le caigan las herramientas. Su detención por sospechoso sería una complicación de lo más desagradable.
Caulfield Gardens era una de esas hileras de casas del West End de Londres, con fachadas chatas, columnas y pórtico que constituyen un producto característico de la época media victoriana. En el edificio de al lado parecía haber una fiesta infantil, ya que resonaban en la noche el alegre zumbido de voces jóvenes y el matraqueo de un piano. La niebla seguía envolviéndolo todo y nos ocultaba con su amistosa sombra. Holmes encendió la linterna y proyectó su luz sobre la masiva puerta.
—Esto es un contratiempo grave —dijo—. Además de cerrarla con llave, le han echado el pestillo. Quizá tengamos más suerte en el patio del sótano. Hay un magnífico arco de puerta en el caso de que se entremetiera un policía celoso de su deber. Écheme una mano Watson, y luego yo se la echaré a usted.
Un minuto después estábamos los dos en el patio inferior. Aún no nos habíamos metido en sus negras sombras cuando oímos en la niebla, encima de nosotros, pasos de policía.
Así que se hubo apagado su ritmo acompasado, Holmes se puso a trabajar en la puerta inferior. Le vi encorvarse y hacer fuerza, hasta que se abrió con un chasquido seco. Nos colamos en el oscuro pasillo cerrando la puerta a nuestras espaldas. Holmes abrió la marcha por la escalera acaracolada y sin alfombra. Con su haz de luz amarilla iluminó una ventana baja.
—Ya hemos llegado, Watson, tiene que ser ésta. —La abrió con violencia, y al hacerlo oímos un murmullo tenue, seco, que fue aumentando rápidamente hasta convertirse en el potente rugido de un tren que cruzaba como una exhalación la oscuridad. Holmes recorrió con su luz el alféizar de la ventana. Estaba cubierto por una gruesa capa de hollín de las locomotoras, pero en algunos lugares la negra superficie estaba borrosa y desigual.
—Aquí es donde apoyaron el cadáver. ¡Hola, Watson! ¿Qué es esto? No cabe duda de que es una mancha de sangre. —Estaba señalando con el dedo unas débiles decoloraciones en el marco de la ventana—. Y hay mas aquí, en la piedra del escalón. La demostración es completa. Quedémonos aquí, hasta que se detenga un tren.
No tuvimos que esperar mucho. El siguiente tren salió rugiendo del túnel como antes, pero aminoró la marcha cuando estaba al aire libre y, con un chirriar de frenos, se detuvo justo debajo nuestro. No había ni cuatro pies entre la repisa de la ventana y el techo de los vagones. Holmes cerró suavemente la ventana.
—Hasta ahora estamos justificados —dijo—. ¿Qué piensa de esto, Watson?
—Es una obra maestra. Nunca subió a tanta altura.
—En eso no puedo estar de acuerdo con usted. Desde el instante en que concebí la idea de que el cadáver estaba sobre el techo, idea que tampoco eran tan abstrusa, lo demás era inevitable. Si no fuera por los graves intereses que hay en juego, el asunto sería hasta aquí insignificante. Aún tenemos por delante algunas dificultades. Pero quizá encontremos aquí algo que pueda ayudarnos.
Subimos la escalera de la cocina, y entramos en la hilera de habitaciones del primer piso. Una era un comedor, amueblado de forma austera, que no contenía nada interesante. La segunda era un dormitorio, que también resultó nulo. La que quedaba parecía más prometedora, y mi compañero inició en ella un examen sistemático. Había allí amontonados libros y pápeles, y era obvio que se utilizaba como estudio. Holmes revolvió de prisa y con método el contenido de todos los cajones y armarios, pero el resplandor del éxito no vino a iluminar su rostro austero. Al cabo de una hora no había avanzado nada.
—Ese zorro astuto ha borrado sus huellas —dijo—. No ha dejado nada que pueda incriminarle. Su correspondencia peligrosa o bien ha sido destruida o bien se la ha llevado consigo. Esta es nuestra última oportunidad.
Se refería a una cajita de hojalata que había sobre el escritorio. Holmes la abrió con el buril. Había en su interior varios rollos de papel, llenos de cifras y cálculos, sin ninguna nota que indicase a qué correspondían. Las palabras, varias veces repetidas, "Presión de agua" y "Presión por pulgada cuadrada" sugerían una posible relación con un submarino. Holmes apartó los rollos violenta e impacientemente. Sólo
quedaba un sobre con algunos recortes de periódico en su interior. Vació dicho sobre encima de la mesa, y al instante comprendí, por la vehemencia de su expresión, que había renacido la esperanza.
—¿Qué es esto, Watson? ¿Eh? ¿Qué es? Una serie de mensajes publicados en la sección de anuncios de un periódico. La columna de "agonías" del Daily Telegraph, a juzgar por el tipo de letra y el papel. Esquina superior derecha de una página. No hay fechas, pero los mensajes se ordenan por sí mismos. Este debe ser el primero:
“Esperaba noticias antes. Condiciones acordadas. Escribir con todos los detalles a la dirección de la tarjeta. Pierrot”.
El siguiente es: “Demasiado complejo para describirlo. Necesito informe completo. Le espera una buena suma cuando entregue documentos. Pierrot”.
Luego viene éste: “Asunto apremiante. Retiraré oferta si no se cumple el contrato. Cita por carta. Confirmaremos por anuncio. Pierrot”.
Y por último: “Lunes noche después de las nueve. Dos golpes. Nosotros solos. No tenga tantas sospechas. Pago al contado rabioso contra entrega de mercancía. Pierrot”.
¡La serie completa, Watson! ¡Si pudiéramos llegar hasta el hombre que hay en el otro extremo!
Se quedó sentado, perdido en sus pensamientos, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Por fin se puso en pie de un salto y dijo:
—¡Bueno, quizá después de todo no sea tan difícil! Aquí ya no nos queda nada que hacer, Watson. Creo que debemos tomar un coche e ir a las oficinas del Daily Telegraph, concluyendo así un día de trabajo positivo.
Mycroft Holmes y Lestrade nos visitaron al día siguiente, después de desayunar, en respuesta a la cita de Sherlock Holmes, quien les puso al corriente de nuestras gestiones de la víspera. El profesional meneó la cabeza al confesarle nuestro allanamiento.
—Los policías no podemos hacer estas cosas, Mr. Holmes —dijo—. No me extraña que obtenga mejores resultados que nosotros. Pero un día de estos va a llegar demasiado lejos, y usted y su compañero se van a ver en dificultades.
—Por Inglaterra, el hogar y la belleza, ¿eh, Watson? Mártires en el altar de nuestra patria, ¿Pero que piensas tú de esto, Mycroft?
—¡Excelente, Sherlock! ¡Admirable! ¿Qué partido le vas a sacar?
Holmes cogió el Daily Telegraph que había encima de la mesa.
—¿Han visto el anuncio de hoy de Pierrot?
—¿Cómo? ¿Otro?
—Sí, aquí está: "Esta noche. A la misma hora. En el mismo lugar. Dos golpes. Importancia vital. Su propia seguridad en juego. Pierrot".
—¡Cielo santo! —exclamó Lestrade—. ¡Si responde ya le tenemos!
—Esa ha sido mi idea al hacerlo publicar. Si pueden combinárselo para ir con nosotros a eso de las ocho a Caulfield Gardens, quizá nos acerquemos un poco más a la solución.
Una de las más peculiares características de Sherlock Holmes era su gran capacidad para desconectar la actividad de su cerebro y concentrar todos sus pensamientos en asuntos triviales, siempre que llegaba al convencimiento de que era estéril seguir trabajando. Recuerdo que durante todo aquel día memorable se perdió en la confección de una monografía que tenía empezada acerca de los Motetes Polifónicos de Lassus. Yo no poseía ese poder de abstracción, así que el día se me hizo interminable. La enorme importancia del resultado a nivel nacional, la expectativa en las altas esferas, y la naturaleza misma del experimento que estábamos realizando, se unían para consumirme los nervios. Me sentí aliviado cuando por fin, tras una cena frugal, se puso en marcha nuestra expedición. Lestrade y Mycroft se reunieron con nosotros, fieles a su cita, a la salida de la estación de Gloucester Road. La puerta del sótano de la casa de Oberstein se había quedado abierta y no tuve más remedio, cuando Mycroft Holmes se negó indignada y rotundamente a saltar la barandilla, que colarme y abrir la puerta del vestíbulo. A eso de las nueve estábamos todos sentados en el estudio, esperando pacientemente a nuestro hombre.
Pasó una hora, y luego otra. Cuando dieron las once, los tañidos acompasados de las campanas de la gran iglesia fueron como el doblar fúnebre de nuestras esperanzas. Lestrade y Mycroft no cesaron de agitarse en sus asientos, consultando sus relojes dos veces por minuto. Holmes permanecía sentado sin perder la compostura, con los párpados entornados, pero con todos los sentidos alerta. De pronto levantó la cabeza en una súbita convulsión.
—Ya viene —dijo.
Unos pasos furtivos habían cruzado por delante de la puerta. Ahora volvían atrás. Oímos un ruido de pies que se arrastraban y dos aldabonazos secos. Holmes se levantó haciéndonos señal de permanecer sentados. La luz de gas del vestíbulo era un mero puntito. Abrió la puerta de entrada y, cuando una figura oscura se hubo deslizado ante él, volvió a cerrarla, atrancándola. "¡Por aquí!", le oímos decir, y un momento después teníamos a nuestro hombre frente a nosotros. Holmes le había seguido de cerca, y al volverse el hombre con un grito de sorpresa y alarma, le agarro por el cuello del abrigo y le empujó de nuevo al interior de la estancia. Antes de que nuestro prisionero hubiera recuperado el equilibrio, la puerta estaba cerrada y Holmes apoyaba su espalda contra ella. El hombre lanzó una mirada a su alrededor, se tambaleó, y cayó al suelo desmayado. Con el impacto, el sombrero de ala ancha salió disparado de su cabeza, la bufanda que
le tapaba la boca cedió, y vimos, ante nosotros, la larga barba rubia y los rasgos suaves, hermosos y delicados del coronel Valentine Walter.
Holmes emitió un silbido de sorpresa.
—Esta vez puede escribir de mí que soy un asno, Watson —dijo—. No es éste el pájaro que esperaba cazar.
—¿Quién es? —preguntó ansioso Mycroft.
—El hermano menor del fallecido Sir James Walter, jefe del departamento del submarino. Si, si, ya veo qué cartas se han dado en este juego. Está volviendo en sí. Creo que será mejor que me dejen a mí el interrogatorio.
Habíamos llevado el cuerpo inerte al sofá. Nuestro prisionero se incorporó, miró a su alrededor con expresión de terror, y se pasó la mano por la frente, como si no diese crédito a sus ojos.
—¿Qué es esto? —preguntó—. He venido aquí a visitar a Mr. Oberstein.
—Lo sabemos todo, coronel Walter —dijo Holmes—. No comprendo cómo es posible que un caballero inglés se comporte de esta manera. Pero estamos enterados de su correspondencia y sus relaciones con Oberstein, así como de las circunstancias que rodearon la muerte del joven Cadogan West. Permítame aconsejarle que se gane por lo menos un poco de nuestro respeto mediante el arrepentimiento y la confesión, ya que hay detalles que sólo sus palabras pueden aclararnos.
El hombre gimió y hundió su cabeza entre las manos. Esperamos, pero siguió callado.
—Puedo asegurarle —dijo Holmes—, que sabemos ya lo esencial. Sabemos que necesitaba dinero; que se hizo hacer un duplicado de las llaves que guardaba su hermano; y que sostuvo una correspondencia con Oberstein, el cual respondía a sus cartas mediante las columnas de anuncios del Daily Telegraph. Ahora ya podemos afirmar también que el lunes por la noche fue usted a la oficina protegido por la niebla, pero fue visto y seguido por el joven Cadogan West, que probablemente tenía motivos para sospechar de usted. Vio su robo, pero no pudo dar la alarma, porque cabía la posibilidad de que fuera a llevarle los documentos a su hermano en Londres. Dejando todo compromiso particular, como buen ciudadano que era, le siguió de cerca en la niebla, y no se separó de sus talones hasta llegar a esta casa. Entonces intervino y fue cuando usted, coronel Walter, añadió a la traición el crimen, aún más terrible, de asesinato.
—¡No fui yo! ¡No fui yo! ¡Juro ante Dios que no fui yo! —exclamó nuestro desesperado prisionero.
—Cuéntenos, entonces, cómo encontró la muerte Cadogan West antes de que lo depositaran en el techo de un vagón del ferrocarril.
—Lo haré. Le juro que lo haré. Hice todo lo demás. Lo confieso. Fue como usted acaba de decir. Tenía que pagar una deuda contraída en la Bolsa. Necesitaba dinero. Oberstein me ofreció cinco mil. Eso me salvaría de la ruina. Pero en cuanto al asesinato, soy tan inocente como ustedes.
—¿Qué ocurrió?
—West tenía sus sospechas, y me siguió como usted ha descrito. No me di cuenta hasta llegar a esa puerta. La niebla era densa, y no se veía nada a tres yardas. Di dos golpes y Oberstein vino a abrir. El joven irrumpió de pronto, y nos exigió que le dijéramos qué íbamos a hacer con los documentos. Oberstein tenía una cachiporra. Siempre la llevaba encima. Al tratar West de entrar en el piso a viva fuerza, Oberstein le golpeó en la cabeza. El golpe fue fatal. A los cinco minutos estaba muerto. Quedó tendido en el vestíbulo, mientras nosotros nos volvíamos locos buscando una solución. Fue entonces cuando a Oberstein se le ocurrió la idea de tirarlo a uno de los trenes que se detenían debajo de la ventana trasera. Pero primero examinó los documentos que le había traído. Dijo que tres de ellos eran esenciales, y tenía que quedárselos. "No puede hacer eso —le dije yo—. Habrá una gran conmoción en Woolwich si no los devolvemos".
"Tengo que quedármelos —dijo—, porque son tan técnicos que con el tiempo que tenemos es imposible copiarlos". "Lo que quiera—repliqué—, pero hay que devolverlos todos esta noche". Estuvo reflexionando un rato, y luego exclamó que tenía la solución. "Me quedaré con tres —añadió—y meteremos los otros en el bolsillo de este joven. Cuando le encuentren seguro que le cargarán todo el asunto a él". No veía otra salida, así que hicimos lo que el había sugerido. Estuvimos media hora esperando en la ventana hasta que se detuvo un tren. Tan densa era la niebla, que nadie podía vernos, y no tuvimos ninguna dificultad en bajar el cuerpo de West hasta el tren. Ese fue, en lo que a mí respecta, el final de la cuestión.
—¿Y su hermano?
—No dijo nada, pero me sorprendió una vez con sus llaves, y creo que sospechaba de mí. Lo leí en sus ojos. Como sabe, no volvió a levantar cabeza.
Se produjo un silencio en la estancia, que fue roto por Mycroft Holmes.
—¿No puede reparar el daño causado? Aligeraría su conciencia y posiblemente su castigo.
—¿Cómo puedo repararlo?
—¿Dónde está Oberstein con los documentos?
—Lo ignoro.
—¿No le dejó ninguna dirección?
—Dijo que todas las cartas dirigidas al hotel del Louvre, en París, acabarían por llegarle.
—Entonces aún tiene en su mano reparar el daño —dijo Sherlock Holmes.
—Haré cuanto pueda. No le debo a ese individuo ningún agradecimiento. Ha sido mi ruina y mi perdición.
—Aquí hay papel y pluma. Siéntese en el escritorio y escriba lo que yo lo dicte. Ponga en el sobre las señas que él le dio. Muy bien. Y ahora, la carta: "Apreciado señor. En lo que a nuestra transacción concierne, sin duda habrá observado ya que falta un detalle esencial. Dispongo de un calco que la completará. Eso me ha ocasionado, sin embargo, algunas molestias suplementarias, que me obligan a solicitar un nuevo adelanto de quinientas libras. No he de confiar el documento al correo, ni aceptare nada que no sea oro o billetes. Iría a visitarle al extranjero pero llamaría la atención que saliera del país en estos momentos. Por consiguiente, espero encontrarme con usted en la sala de fumar del hotel Charing Cross el sábado a mediodía. Recuerde que únicamente aceptare oro o billetes ingleses". Así está bien. Me extrañaría mucho que no atrajera a nuestro hombre.
¡Y lo atrajo! Es un hecho histórico —pertenece a esa historia secreta de toda la nación que es mucho más íntima e interésame que sus crónicas públicas— que Oberstein, ansioso por completar el golpe de su vida, se tragó el señuelo y estuvo quince años encerrado, a buen recaudo, en un calabozo inglés. Se encontraron en su baúl los valiosísimos planos del Bruce-Partington, que había puesto a subasta en todos los centros navales de Europa.
El coronel Walter murió en la cárcel antes de cumplir el segundo año de condena. En cuanto a Holmes, volvió reconfortado a su monografía sobre los Motetes Polifónicos de Lassus, impreso más adelante para circulación privada, y según los expertos, última palabra en este tema. Unas semanas después me enteré de forma accidental de que mi amigo había pasado un día en Windsor, de donde volvió con un magnifico alfiler de corbata de esmeraldas. Al preguntarle si se lo había comprado, respondió que era un obsequio de cierta graciosa dama en favor de cuyos intereses había tenido la fortuna de realizar un pequeño servicio. No dijo nada más; pero presiento que podría adivinar el augusto nombre de esa dama, y no me cabe duda de que el alfiler de esmeraldas le recordará para siempre a mi amigo la aventura de los planos del Bruce-Partington.
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