La aventura de la piedra preciosa de Mazarino
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Fue agradable para el Dr. Watson encontrarse una vez más en la desordenada sala del primer piso en Baker
Street, la cual había sido el punto de partida para tantas rememorables aventuras. Miró alrededor suyo hacia
las gráficas científicas sobre la pared, el banco de ácidos químicos calcinados, el estuche de violín recostado
en el rincón, el balde para carbones, que contenía viejas pipas y tabaco. Finalmente, sus ojos se posaron en
la fresca y sonriente cara de Billy, un joven pero muy sabio y diplomático ayudante, quien lo había ayudado
en parte a cubrir los espacios de soledad y aislamiento que rodeaban la saturnina figura del gran detective.
—Parece que nada ha cambiado, Billy. Nunca cambies. ¿Espero que se pueda decir lo mismo de él?
Billy echó una mirada con cuidado sobre la cerrada puerta de la habitación.
—Creo que está acostado y durmiendo —dijo.
Eran las siete de la tarde de un hermoso día de verano, pero el Dr. Watson estaba suficientemente
familiarizado con la irregularidad de las horas de su viejo amigo para no sentirse sorprendido con la idea.
—¿Eso significa un caso, supongo?
—Sí, señor, está muy complicado en este momento. Estoy asustado por su salud. Se pone pálido y delgado,
y no come nada. “¿Cuándo estará disponible para cenar, Sr. Holmes?” preguntó la Sra. Hudson. “Siete y
media, pasado mañana”, le contestó. Usted sabe sus maneras cuando está compenetrado en un caso.
—Sí, Billy, lo sé.
—Está siguiendo a alguien. Ayer salió como un obrero en busca de trabajo. Hoy era una anciana.
Honestamente me atrapo, lo hizo, y debo conocer sus maneras por ahora —Billy apuntó con una sonrisa
burlona a un hinchado parasol reclinado contra el sofá—. Eso es parte del vestido de anciana — dijo.
—¿Pero de qué se trata todo esto, Billy?
Billy disminuyó su voz, como uno que discute grandes secretos de estado.
—No está en mi mente contarle, señor, pero no debería ir más lejos. Es este caso de la corona de diamantes.
—¡Qué! ¿El robo de cientos de miles de libras?
—Sí, señor. Deben regresarlo, señor. Porque, tenemos al Primer Ministro y el Secretario de Estado ambos
sentados en ese sofá. El Sr. Holmes fue muy amigable con ellos. Prontamente los puso en su cuidado y
prometió hacer todo lo que pudiera. Entonces está Lord Cantlemere…
—¡Ah!
—Sí, señor, usted sabe que significa. Es un arrogante, señor, si puedo decirlo. Puedo permanecer con el
Primer Ministro, y no tengo nada contra el Secretario de Estado, quien parece un hombre civilizado y de
complaciente estilo, pero no puedo permanecer con su señoría. Ninguno puede, ni el Sr. Holmes, señor.
Verá, él no cree en el Sr. Holmes y estaba en contra de emplearlo. El piensa que fallará.
—¿Y el Sr. Holmes lo sabe?
—El Sr. Holmes siempre sabe lo que hay que saber.
—Bien, esperemos que no falle y que Lord Cantlemere resulte sorprendido. Pero debo decir, Billy, ¿Qué es
esa cortina que tapa la ventana?
—El Sr. Holmes la puso hace tres días. Tenemos algo gracioso tras de ella.
Billy avanzó y retiró la cortina que apantallaba la alcoba de la arqueada ventana.
El Dr. Watson no pudo reprimir un grito de asombro. Allí había un maniquí de su antiguo camarada, vestido
con camisón, la cara volcada tres cuartos hacia la ventana y hacia abajo, como que estuviera leyendo un
libro invisible, mientras el cuerpo estaba profundamente hundido sobre un sillón. Billy desprendió la cabeza
y la sostuvo en el aire.
—La pusimos en diferentes ángulos, pero esta es la que parecía más real. No debería atreverme a
tocarla si la persiana no estuviera baja. Pero cuando está arriba puede verlo desde la otra calle.
—Nosotros usamos algo parecido una vez hace tiempo.
—Antes de mi tiempo —dijo Billy. Luego apartó las cortinas y miró hacia la calle—. Ahí hay personas que
nos observan a lo lejos. Puedo ver a uno en este momento por la ventana. Véalo usted mismo.
Watson avanzó un paso cuando la puerta de la habitación se abrió, y a lo largo, la delgada forma de Holmes
emergió, con su pálida y dibujada cara pero con sus pasos y su porte tan activos como siempre. Con un solo
brinco ya estaba en la ventana, y cerró las persianas una vez más.
—Eso lo habrá hecho, Billy —dijo—. Ahora estás en peligro de muerte, mi muchacho, no puedo hacerlo sin
ti ahora. Bien, Watson, es bueno verte en tu viejo cuarto una vez más. Has venido en un momento crítico.
—Así lo deduzco.
—Puedes irte, Billy. Ese chico es un problema, Watson. ¿Cuan lejos estoy justificado a permitir que esté en
peligro?
—¿Peligro de qué, Holmes?
—De muerte súbita. Estoy esperando algo esta noche.
—¿Esperando qué?
—Ser asesinado, Watson.
—¡No, no, está bromeando, Holmes!
—Incluso mi limitado sentido del humor puede cultivar una mejor broma que esa. Pero debemos
permanecer cómodos mientras tanto, ¿No deberíamos? ¿Está permitido el alcohol? El gasógeno y los
cigarros están en su antiguo lugar. Déjeme ver una vez más en el acostumbrado sillón. ¿Espero, que no haya
aprendido a despreciar mi pipa y mi lamentable tabaco? Ha debido tomar el lugar de la comida en estos días.
—¿Pero por qué no come?
—Porque las facultades se refinan cuando se está muy hambriento. Porque, seguramente, como un doctor,
mi querido Watson, debes admite que la digestión gana en el almacenamiento de sangre tanto que pierde en
el cerebro. Yo soy un cerebro, Watson. El resto de mí es meramente un apéndice. En consecuencia, es el
cerebro el que debo considerar.
—¿Pero, y este peligro, Holmes?
—Ah, sí, en caso de que algo ocurra, debería quizás estar bien que cargues en la memoria con el nombre y
la dirección del asesino. Puedes dárselo a Scotland Yard, con mi cariño y una oración de despedida. Sylvius
es el nombre… Conde Negretto Sylvius. ¡Escríbalo, hombre, escríbalo! Moorside Gardens 136, N.W. ¿Lo
tiene?
La honesta cara de Watson fue crispándose con ansiedad. Conocía demasiado bien los inmensos riesgos
tomados por Holmes y era consciente que lo que él dijera sería más una subestimación que una exageración.
Watson era siempre un hombre de acción, y se elevó a la ocasión.
—Inclúyame, Holmes. No tengo nada que hacer por un día o dos.
—Su moral no mejora, Watson. Ha agregado la mentira a sus otros vicios. Alberga cada señal de un médico
ocupado, con llamadas sobre los pacientes a cada hora.
—No son casos importantes. ¿Pero no puede arrestar a este hombre?
—Sí, Watson, puedo. Eso es lo que lo preocupa.
—¿Pero por qué no lo hace?
—Porque no sé dónde está el diamante.
—Ah! Billy me contó… ¡la corona de gemas perdida!
—Sí, la gran piedra amarilla de Mazarino. He lanzado mi red y he atrapado al pez. Pero no tengo la piedra.
¿Cuál es el sentido de atraparlos? Podemos hacer al mundo un mejor lugar pisándole los talones. Pero no es
eso lo que busco. Es la piedra lo que quiero.
—¿Y es este Conde Sylvius uno de sus peces? —Sí, y él es un tiburón. Muerde. El otro es Sam Merton, el
boxeador. No es una mala persona, Sam, pero el Conde lo ha usado. Sam no es un tiburón. Es un gran y
obstinado pez. Pero está siendo atrapado por mi red como todos los demás.
—¿Dónde está este Conde Sylvius?
—He estado a su lado toda la mañana. Debería haberme visto como una anciana, Watson. Nunca fui tan
convincente. De hecho levantó el parasol por mí una vez. “Con su permiso, madame” dijo, en un tono medio
italiano, usted sabe, y con la maneras agraciadas del sur cuando está de humor, pero un diablo encarnado en
el otro estado. La vida está llena de caprichosos hechos, Watson.
—Debió ser una tragedia.
—Bien, quizás debió serlo. Lo seguí al viejo taller de Straubenzee en las Minorías. Straubenzee hizo el rifle
de aire, una hermosa pieza de arte, como yo lo entiendo, y como puede imaginarse está en la ventana
opuesta en este preciso momento. ¿Ha visto al maniquí? Por supuesto, Billy se lo ha mostrado. Bien, debería
obtener un proyectil a través de su preciosa cabeza en cualquier momento. ¿Ah, Billy, qué es esto?
El chico reapareció en la sala con una tarjeta sobre una bandeja. Holmes la ojeó con sus elevadas pestañas y
con irónica sonrisa.
—El hombre por sí mismo. Era difícil de esperar. ¡Captó la ofensa, Watson! Un hombre de audacia.
Posiblemente haya oído hablar de su reputación como un tirador de grandes juegos. Sería ciertamente un
final triunfante para su excelente record deportivo si me agrega a su bolsa. Es una prueba de que siente mi
punta del pie detrás de su talón.
—Envíe por la policía.
—Probablemente lo haga. Pero no ahora. ¿Quisiera asomarse cuidadosamente por la ventana, Watson, y
verificar si alguien está esperando en la calle?
Watson observó cautelosamente rodeando el borde de la cortina.
—Sí, hay un tipo rudo cerca de la puerta.
—Ese debe ser Sam Merton... el leal aunque mejor dicho vanidoso Sam. ¿Dónde está este caballeroso Billy?
—En la sala de espera, señor.
—Tráelo cuando suene el timbre.
—Sí, señor.
—Y si no estoy en la sala, tráelo igual.
—Sí, señor.
Watson esperó hasta que la puerta se cerrara, y entonces se volvió encarecidamente hacia su compañero.
—Mire, Holmes, esto es sencillamente imposible. Este es un hombre desesperado, quien no se adhiere a
nada. Quizás haya venido a matarlo.
—No debería estar sorprendido.
—Insisto sobre permanecer con usted.
—Sería horrible en el camino.
—¿En su camino?
—No, mi querido amigo… en mi camino.
—Bien, no puedo dejarlo.
—Sí, usted puede, Watson. Y lo hará, porque nunca ha fallado en jugar el juego. Debo asegurarme que
jugará hasta el final. Este hombre ha venido por sus propios propósitos, pero debe permanecer por mí —
Holmes tomó su anotador y garabateó algunas líneas—. Tome un coche de alquiler hasta Scotland Yard y
déle esto a Youghal de la División de Investigaciones Criminales. Regrese con la policía. El arresto del
cómplice seguirá después.
—Lo haré con alegría.
—Antes de que regrese debería tener suficiente tiempo para encontrar donde está la piedra — tocó la
campana—. Creo que deberíamos salir por la habitación. Esta segunda salida es excesivamente útil. Quiero
preferiblemente ver a mi tiburón sin que me vea, y tengo, como recordará, mi propia forma de hacerlo.
Fue, en consecuencia, una habitación vacía a la cual Billy, un minuto después, condució al Conde Sylvius.
El famoso tirador, deportista, y hombre de ciudad era una persona morena, con un formidable bigote oscuro
sombreando una cruel y delgada boca, y transpuesta por una larga y curvada nariz como el pico de un
águila. Estaba bien vestido, pero su brillante corbata, su resplandeciente alfiler, y sus relucientes anillos eran
extravagantes para su efecto. Cuando la puerta se cerró tras de él, miró alrededor con feroces y sobresaltados
ojos, como uno que sospecha una trampa a cada paso. Entonces se puso violento al notar la impasible
cabeza y el collar del camisón que se proyectaba por encima del sillón en la ventana. Primero su expresión
fue una de puro asombro. Entonces la luz de una horrible esperanza centelleó en sus oscuros y sangrientos
ojos. Tomó un vistazo a su alrededor para ver que no hubiera testigos, y entonces, en puntas de pie, levantó
su gruesa vara, y se aproximó a la silenciosa figura. Se estaba agachando para su salto y estallido final
cuando una fría y sardónica voz lo saludo desde la puerta abierta de la habitación:
—¡No lo rompa, Conde! ¡No lo rompa!
El asesino trastabilló, asombrado en su convulsa cara. Por un instante levantó su cargado bastón una vez
más, como si pudiera volcar su violencia desde la imagen hacia el original; pero había algo en esos firmes
ojos grises y sonrisa burlona que causaron que su mano se posara a un lado.
—Es un objeto hermoso —dijo Holmes, avanzando hacia la imagen—. Tavernier, el modelador francés, lo
hizo. El es tan bueno para las figuras de cera como su amigo Straubenzee es para los rifles de aire.
—¡Rifles de aire, señor! ¿A qué se refiere?
—Ponga su sombrero y la vara en el costado de la mesa. ¡Gracias! Por favor, tome asiento. ¿Podría tener la
amabilidad de quitarse su revolver también? Oh, muy buen, si prefiere sentarse sobre él. Su visita es
realmente oportuna, porque de mala manera quería tener unos pocos minutos de charla con usted.
El Conde frunció el ceño, con pesadas y amenazadoras cejas.
—Yo, también, deseaba tener algunas palabras con usted, Holmes. Es por eso que estoy aquí. No negaré que
intentaba embestirlo.
Holmes meció sus piernas en el borde de la mesa.
—Más bien deduzco que tenía alguna especie de idea en su cabeza —dijo.
—¿Pero por qué estas atenciones personales?
—Porque ha salido de su camino para fastidiarme. Porque ha puesto sus criaturas sobre mi camino.
—¡Mis criaturas! !Le aseguro que no!
—¡Absurdo! Los tengo vigilados. Dos pueden jugar el mismo juego, Holmes.
—Hay un pequeño punto, Conde Sylvius, pero quizás querría amablemente darme un sobreaviso cuando me
visita. Puede entender eso, con mi, rutina de trabajo, debo encontrarme en familiares términos con la mitad
de la galería de bribones, y entenderá que las excepciones son odiosas.
—Bien, Sr. Holmes, entonces.
—¡Excelente! Pero le aseguro que está equivocado acerca de mis supuestos agentes.
El Conde Sylvius rió desdeñosamente.
—Otras personas pueden observarlo tan bien como usted. Ayer fue un viejo deportista. Hoy fue una anciana
mujer. Ellos me vigilan todo el día.
—Realmente, señor, usted me elogia. El viejo Barón Dowson dijo la noche anterior a que fuera colgado que
en mi caso lo que la ley ha ganado el escenario lo ha perdido. ¿Y ahora usted me halaga por mis pequeñas
interpretaciones?
—¿Fue... fue usted? —Holmes se encogió hombros.
—Puede ver en el rincón el parasol que tan educadamente me sostuvo en la Minorías antes de que empezara
a sospechar.
—Si lo hubiese sabido, nunca...
—Hubiera visto esta horrible casa nuevamente. Estaba consciente de ello. Todos hemos descuidado
oportunidades para lamentar. ¡Como sucedió, no lo sabe, así que aquí estamos!
Las nudosas cejas del Conde se acumularon más pesadamente sobre sus amenazantes ojos.
—Lo que dice sólo empeora la situación. ¡No eran sus agentes pero usted actuando, entrometido! Admite
que me ha estado acosando. ¿Por qué? —Venga, Conde. Usted solía disparar a leones en Algeria.
—¿Y bien?
—¿Pero qué?
—¿Qué? ¡El deporte... la excitación... el peligro!
—¿Y, sin dudas, liberar al país de la peste?
—¡Exactamente!
—¡Mis razones en pocas palabras!
El Conde se puso de pie, y su mano involuntariamente retrocedió a su bolsillo.
—¡Siéntese, señor, siéntese! Hay otra, más práctica, razón. ¡Quería ese diamante amarillo!
El Conde Sylvius se apoyó en su silla con una malévola sonrisa.
—¡Sobre mi cadáver! —dijo.
—Usted sabía que estaba tras suyo por eso. La verdadera razón por la que está aquí esta noche es para
encontrar cuanto sé acerca del asunto y cuan lejos mi eliminación es absolutamente esencial. Bien, debería
decir que, desde su punto de vista, es absolutamente esencial, porque lo sé todo, excepto una cosa, que está
dispuesto a contarme.
—¡Oh, efectivamente! ¿Y por favor, cuál es el hecho faltante?
—Donde está la corona de diamantes.
El Conde miró tajantemente a su compañía.
—¿Oh, usted quiere saberlo, no es cierto? ¿Cuán endemoniado debo ser para permitirme contarle donde
está?
—Puede, y debe.
—¡Por supuesto!
—No puede engañarme, Conde Sylvius —Los ojos de Holmes, cuando lo contemplaba, se contrajeron y se
iluminaron hasta que se volvieron como dos amenazantes puntos de acero—. Es absolutamente de vidrio.
Puedo ver hasta el fondo de su mente.
—¡Entonces, por supuesto, puede ver donde está el diamante!
Holmes aplaudió con sus manos con diversión, y luego apuntó un sarcástico dedo.
—¡Entonces lo sabe. Lo admite!
—Yo no admito nada.
—Ahora, Conde, si es razonable podemos hacer negocios. Si no, saldrá herido.
El Conde Sylvius lanzó sus ojos hacia el techo.
—¡Y usted habla acerca de engaños! —dijo.
Holmes lo observó atentamente como un maestro jugador de ajedrez quien medita su culminante movida.
Entonces abrió el cajón de la mesa y sacó un relleno anotador.
—¿Sabe lo que guardo en este libro?
—¡No, señor, no lo sé!
—¡Usted!
—¡Yo!
—¡Sí, señor, usted! Usted está aquí… toda acción de su vil y peligrosa vida.
—¡Maldito sea, Holmes! —gritó el Conde con flameantes ojos—. Hay límites para mi paciencia!
—Está todo aquí, Conde. Los hechos reales de la muerte de la anciana Sra. Harold, quien le dejó la herencia
de Blymer, la cual tan rápidamente apostó.
—¡Está soñando!
—Y la completa historia de vida de la Srita. Minnie Warrender.
—¡Tonterías! !Usted no hará nada con eso!
—Aquí tenemos mucho más, Conde. Aquí esta el robo en el tren de lujo hacia el Riviera el 13 de Febrero de
1892. Aquí esta el cheque falsificado en el mismo año en el Crédito Lyonnais.
—No; usted se equivoca en eso.
—¡Entonces tengo razón sobre los otros! Ahora, Conde, usted es un jugador de cartas. Cuando el otro
compañero tiene todos los triunfos, es tiempo de arrojar la mano.
—¿Qué tiene que ver toda esta conversación con la gema de la cual habló?
—Gentilmente, Conde. ¡Contenga esa fervorosa mente! Déjeme llegar a los puntos en mi propia y monótona
manera. Tengo todo esto contra usted; pero, por sobre todo, tengo un limpio caso contra ambos, usted y su
farsante peleador en el caso de la corona de diamantes.
—¡Ciertamente!
—Tengo el chofer que lo llevó hasta Whitehall y el chofer que lo trajo de vuelta. Tengo al comisionado que
lo vio cerca del caso. Tengo a Ikey Sanders, quien rehúsa interceder por usted. Ikey lo ha delatado, y el
juego ha terminado.
Las venas saltaron en la frente del Conde. Sus oscuras y peludas manos se cerraron con fuerza en una
convulsión de emoción controlada. Trató de hablar, pero las palabras no tomaban forma.
—Esa es la mano que estoy jugando —dijo Holmes—. Están puestas en la mesa. Pero una carta está
perdida. Es el Rey de Diamantes. No sé donde está la piedra.
—Y Nunca lo sabrá.
—¿No? Ahora, sea razonable, Conde. Considere la situación. Está encerrándose por veinte años. También
Sam Merton. ¿Qué tiene de bueno alejarse del diamante? Nada en el mundo. Pero si lo toma... bien, ello
compondría un crimen. No queremos ni a usted ni a Sam. Queremos la piedra. Dénosla, y tanto como me
concierna puede mantenerse libre tanto tiempo como se comporte en el futuro. Si hace otro desliz... bueno,
será el último. Pero en este tiempo mi encargo es conseguir la piedra, no a usted.
—¿Pero si me rehúso?
—Porque, entonces... ¡Que pena...! Será usted y no la piedra.
Billy apareció en respuesta a un timbre.
—Creo, Conde, que sería bueno tener a su amigo Sam en esta conferencia. Después de todo, sus intereses
deberían estar representados. Billy, verás un gran y feo caballero afuera, en la puerta de entrada. Pregúntale
si quiere subir.
—¿Y si el no quiere venir, señor?
—Sin violencia, Billy. No seas rudo con él. Si le dices que el Conde Sylvius lo quiere seguramente vendrá.
—¿Qué es lo que va a hacer ahora? —preguntó el Conde cuando Billy desapareció.
—Mi amigo Watson estuvo conmigo. Le dije que tenía un tiburón y un pez en mis redes; ahora estoy
trazando la red y juntándolos.
El Conde se levantó de su silla, y su mano fue tras su espalda. Holmes sostuvo algo que sobresalía del
bolsillo de su camisón.
—No morirás en tu cama, Holmes.
—He tenido a menudo la misma idea. ¿Acaso importa? Después de todo, Conde, su propia salida se parece
más a una perpendicular que a una horizontal. Pero esas anticipaciones del futuro son mórbidas. ¿Por qué no
nos rendimos al incontenible deleite del presente?
Una repentina luz de bestia salvaje emanó en la oscuridad, amenazantes ojos de un maestro criminal. La
figura de Holmes pareció agrandarse mientras él se ponía tenso y listo para disparar.
—No es bueno que manosee el revolver, mi amigo —dijo con una voz calma—. Conoce perfectamente bien
que no se atrevería a usarla, incluso si le diera el tiempo para jalarlo. Sucio, cosas ruidosas, revólveres,
Conde. Mejor la vara a los rifles de aire. Ah! Creo que oigo las pisadas de su estimable compañero. Buen
día, Sr. Merton. Permanecía aburrido en la calle, ¿No es cierto?
El galardonado boxeador, un duramente edificado joven con una estúpida, obstinada y endurecida cara,
permanecía torpemente en la puerta, mirando con expresión desconcertada. La cortés manera de Holmes era
una nueva experiencia, y aunque vagamente notaba que era hostil, no sabía como contrarrestarla. Se volvió
hacia su astuto camarada en busca de ayuda.
—¿Qué es este juego, Conde? ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Qué pasa? —Su voz era profunda y
ronca.
El Conde se encogió de hombros, y fue Holmes quien respondió.
—Si puedo ponerlo en pocas palabras, Sr. Merton, debería decir que todo está arreglado.
El boxeador seguía en la misma dirección observando a su socio.
—¿Este hombre está tratando de ser gracioso, o qué? No estoy de humor.
—No, no lo espero —dijo Holmes—. Creo que puedo prometerle que se sentirá incluso menos divertido
cuando la noche avance. Ahora, mire aquí, Conde Sylvius. Soy un hombre ocupado y no puedo perder
tiempo. Me voy a esa habitación. Por favor siéntense como en sus casas en mi ausencia. Puede explicarle a
su amigo cual es la situación del asunto sin la limitación de mi presencia. Debería practicar la Barcarole de
Hoffman sobre mi violín. En cinco minutos regresaré por su respuesta final. ¿Ha comprendido la alternativa,
no? ¿Lo apresamos a usted, o nos entrega la piedra?
Holmes se retiró, levantando su violín del rincón por el que pasaba. Unos pocos momentos después, las
melancólicas notas del mayor hechizo vinieron débilmente a través de la cerrada puerta de la habitación.
—¿Qué es esto, entonces? —preguntó Merton ansiosamente a su compañero cuando se volvió— ¿Sabe
acaso de la piedra?
—El sabe condenadamente demasiado sobre ello. Pero no estoy seguro que sepa todo.
—¡Por Dios! —La lívida cara del boxeador se tornó una sombra blanca.
—Ikey Sanders nos ha delatado.
—¿Qué ha que? Le haré pedazos por eso si soy colgado.
—Eso no nos ayudará de mucho. Necesitamos mentalizar lo que hay que hacer.
—Cuidado —dijo el boxeador, mirando suspicazmente a la puerta de la habitación—. Es un tramposo que
quiere vigilarnos. ¿Se supone que no nos está escuchando?
—¿Cómo puede escucharnos con esa música?
—Es correcto. Quizás alguien detrás de la cortina. Demasiadas cortinas en esta habitación — Mientras
miraba alrededor repentinamente observó por primera vez la imagen en la ventana, y permaneció quieto y
apuntando, demasiado asombrado para pronunciar palabra.
—¡Tonterías! Es solo un muñeco —dijo el Conde.
—¿Es falso, no es cierto? ¡Bueno, me asusta! Madame Tussaud no está ahí. Es el espíritu viviente de ella,
vestida y todo. ¡Pero las cortinas, Conde!
—¡Oh, te desconciertan las cortinas! Estamos perdiendo nuestro tiempo, y no hay demasiado. El puede
encarcelarnos por esta piedra.
—¡Diantre si puede!
—Pero él nos dejará irnos si solamente le decimos donde está el botín.
—¡Qué! ¿Dárselo? ¿Darle cientos de miles de libras?
—Es lo uno o lo otro.
Merton sacudió su rapada calva.
—Está solo. Hagámoslo. Si no tuviera su luz no tendríamos nada que temer.
El Conde sacudió su cabeza.
—Está armado y listo. Si le disparamos a duras penas podríamos alejarnos de un lugar como este. Además,
es suficiente como para que la policía sepa cualquier evidencia que él tenga. ¡Espera! ¿Qué es esto?
Había un vago sonido que parecía venir de la ventana. Ambos hombres se agazaparon, pero todo estaba
calmo. Excepto por la única extraña figura sentada en la silla, la habitación estaba ciertamente vacía.
—Hay algo en la calle —dijo Merton—. Mire, jefe, usted tiene el cerebro. Seguramente encontrará la forma
de salir. Si asestarle un golpe no lo es entonces es todo suyo.
—He engañado a mejores hombre que él —contestó el Conde—. La piedra está aquí en mi bolsillo secreto.
No tomé riesgos al dejarlo. Puede estar fuera de Inglaterra esta noche y dividido en cuatropiezas en
Ámsterdam antes del Domingo. No sabe nada de Van Seddar.
—Pensé que Van Seddar se iría la próxima semana.
—Lo estaba. Pero ahora debe salir en el próximo ferry. Uno u otro de nosotros debe escabullirse con la
piedra hacia la calle Lima y decirle.
—Pero el falso fondo no está hecho.
—Bien, debe tomarlo como está y arriesgarse. No hay ni un momento que perder — nuevamente, con el
sentido de peligro que se convierte en un instinto en el deportista, se detuvo y observó duramente hacia la
ventana. Sí, era seguro que desde la calle venía ese débil sonido.
—Respecto a Holmes —continuó—, podemos engañarlo suficientemente fácil. Verás, el condenado tonto
no nos arrestará si le damos la piedra. Bien, le prometeremos la piedra. Lo pondremos sobre el camino
equivocado, y antes de que descubra que está por mal camino estará en Holanda y nosotros fuera del país.
—¡Eso suena genial! —exclamó Sam Merton con una amplia sonrisa.
—Puedes irte y decirle al holandés que se mueva. Yo veré a este tonto y lo llenaré con confesiones falsas.
Le diré que la piedra está en Liverpool. Como me aturde esa melancólica música; ¡Me pone de los nervios!
En el momento en que encuentre que no está en Liverpool ya estará en cuartos y nosotros sobre el agua azul.
Regresa, fuera de la línea de la cerradura. Aquí está la piedra.
—Me extraña que no se atreva a llevarla.
—¿Dónde puedo mantenerla segura? Si pudiéramos sacarla de Whitehall alguien más podría seguramente
alejarla de mí.
—Echémosle una mirada.
El Conde Sylvius lanzó algo así como una mirada poco halagadora hacia su socio e hizo caso omiso de las
manos sucias que se extendían hacia él.
—¿Qué… piensas que voy a robártelo? Mire, señor, me estoy cansando de sus métodos.
—Bien, bien, sin ofensas, Sam. No podemos permitirnos una disputa. Ve por la ventana si quieres ver la
adecuada belleza. ¡Ahora sostén la lámpara! ¡Aquí!
—¡Gracias!
Con un simple salto Holmes brincó de la silla del maniquí y atrapó la preciosa gema. La sostuvo en una sola
mano, mientras que con la otra apuntaba un revolver a la cabeza del Conde. Los dos villanos retrocedieron
en absoluto asombro. Antes de que se recobraran Holmes presionó la campana eléctrica.
—¡Sin violencia, caballeros… sin violencia, les ruego! ¡Consideren el amueblado! Debe ser evidente para
usted que en su posición es imposible. La policía está esperando abajo.
La perplejidad del Conde sobrepasó su furia y su temor.
—¿Pero cómo dedujo...? —balbuceó.
—Su sorpresa es muy natural. No estaba enterado que una segunda puerta de mi habitación se dirige
directamente detrás de la cortina. Me imaginé que debió oírme cuando desplacé la imagen, pero la suerte
estaba de mi lado. Me dio una chance de escuchar a su graciosa conversación que hubiese sido penosamente
embarazosa si estuvieran percatados de mi presencia.
El Conde brindó un gesto de resignación.
—Lo subestimamos, Holmes. Creo que eres el mismísimo diablo.
—No tan lejos, de cualquier forma —Holmes respondió con una cortés sonrisa.
El lento intelecto de Sam Merton sólo gradualmente fue apreciando la situación. Ahora, con los sonidos de
pesados pasos viniendo por las escaleras, rompió el silencio.
—¡Un polizonte! —dijo—. ¡Pero, digo, que hay acerca de ese violín! Yo lo oí.
—¡Tonterías, tonterías! —respondió Holmes—. Tienes perfectamente la razón. ¡Encendámoslo! Estos
modernos gramófonos son una memorable invención.
Hubo un apresuramiento de la policía, los grilletes chasquearon y los criminales fueron llevados al coche.
Watson se demoró con Holmes, felicitándolo por esta fresca hoja añadida a sus laureles. Una vez más su
conversación fue interrumpida por el imperturbable Billy con su tarjetero.
—Lord Cantlemere, señor.
—Tráelo, Billy. Este es un eminente noble que representa los más altos intereses —dijo Holmes—. Es una
excelente y leal persona, pero sin embargo del viejo régimen. ¿Deberíamos enderezarlo? ¿Nos atreveríamos
a aventurar sobre él con una despreciada libertad? No sabe, debemos conjeturar, nada de lo que ocurrió.
La puerta se abrió para admitir una delgada y austera imagen con una cara feroz y bigotes encorvados de la
era victoriana y de una reluciente negrura que duramente correspondería con los redondeados hombros y
endeble caminar. Holmes avanzó amablemente y agitó una apática mano. —¿Cómo le va, Lord Cantlemere?
Está helado para este momento del año, pero seguramente caliente puertas adentro. ¿Puedo tomar su abrigo?
—No, gracias; no me lo quitaré.
Holmes apoyó su mano insistentemente sobre la manga.
—¡Permítame! Mi amigo el Dr. Watson le asegurará que estos cambios de temperatura son de los más
tendenciosos.
Su señoría se agitó libremente con un poco de impaciencia.
—Estoy cómodo, señor. No necesito quedarme. Vengo simplemente a observar e interiorizarme como está
progresando la tarea que se le encargó.
—Es difícil... muy difícil.
—Me temo que no lo encuentre.
Hubo una distintiva burla en las palabras y maneras del viejo cortesano.
—Todo hombre encuentra sus limitaciones, Sr. Holmes, pero por lo menos nos cura de la impotencia de la
autosatisfacción.
—Sí, señor, he estado desconcertado.
—Sin duda.
—Especialmente sobre un punto. ¿Posiblemente pueda ayudarme en él?
—Solicita por mi consejo cuando ya ha avanzado el día. Pienso que usted tiene sus propios y suficientes
métodos. Sin embargo, estoy listo para ayudarlo.
—Verá, Lord Cantlemere, no tenemos dudas en enmarcar un caso contra los actuales ladrones.
—Cuando los atrape.
—Exactamente. Pero la cuestión es... ¿Cómo deberemos proceder contra el receptor?
—¿No es algo prematuro?
—Es bueno tener nuestros planes listos. Ahora, ¿Qué nos recomendaría como evidencia final contra el
receptor?
—La posesión de la piedra.
—¿Usted lo arrestaría por eso?
—Indudablemente.
Holmes raramente reía, pero estaba tan cerca como su amigo Watson podía recordar.
—En ese caso, mi querido señor, estoy en la penosa necesidad de avisarle que esta bajo arresto.
Lord Cantlemere estaba muy enfurecido. Alguno de los antiguos fuegos ardieron sobre sus lívidas mejillas.
—Se está tomando una gran libertad, Sr. Holmes. En cincuenta años de vida oficial nunca recuerdo tal
hecho en un caso. Soy un hombre ocupado, señor, involucrado en importantes asuntos, y no tengo tiempo o
gusto de bromas. Debo decirle francamente, señor, que nunca he sido un creyente en sus poderes, y que
siempre fui de la opinión que el asunto era más seguro tenerlo en las manos de la fuerza policial regular. Su
conducta confirma todas mis conclusiones. Tengo el honor, señor, de desearle buenas noches.
Holmes velozmente cambió su posición y se puso entre el colega y la puerta.
—Un momento, señor —dijo—. Dejarlo ir con la piedra Mazarino sería una ofensa mayor que encontrarlo
en posesión temporal de ella.
—¡Señor, esto es intolerable! Déjeme pasar.
—Ponga su mano en el bolsillo derecho de su abrigo.
—¿Qué quiere decir, señor?
—Venga… venga, haga lo que le digo.
Un instante después el asombrado colega permaneció, parpadeando y balbuceando, con la gran piedra
amarilla en su temblante palma. —¡Qué! ¡Qué! ¿Cómo es esto, Sr. Holmes?
—¡Muy mal, Lord Cantlemere, muy mal! —exclamó Holmes—. Mi viejo amigo aquí presente le dirá que
tengo un impulsivo hábito de practicar bromas. También que nunca puedo resistir una situación dramática.
Me tomé la libertad… la gran libertad, debo admitir… de poner la piedra en su bolsillo al comienzo de
nuestra entrevista.
El viejo colega clavó los ojos desde la piedra a la sonriente cara tras de él.
—Señor, estoy desconcertado. Pero… si… es por cierto la piedra Mazarino. Somos gratamente sus
deudores, Sr. Holmes. Su sentido del humor puede, como admite, ser algo pervertido, y su exhibición
memorablemente inoportuna, pero por lo menos debo retirar cualquier reflexión que hice sobre sus
asombrosos poderes profesionales. Pero cómo…
—El caso está medio concluido; los detalles pueden esperar. Sin duda, Lord Cantlemere, su placer en contar
este exitoso resultado en el enardecido rol de su regreso será una pequeña expurgación de mi broma pesada.
Billy, muéstrale la salida a su señoría y dile a la Sra. Hudson que estaría agradecido si pudiera enviar una
cena para dos tan pronto como sea posible.
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