La aventura de la casa vacía
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En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair, ocurrido en
las más extrañas e inexplicables circunstancias, tenía interesado a todo
Londres y consternado al mundo elegante. El público estaba ya informado de
los detalles del crimen que habían salido a la luz durante la investigación
policial; pero en aquel entonces se había suprimido mucha información, ya que
el ministerio fiscal disponía de pruebas tan abrumadoras que no se consideró
necesario dar a conocer todos los hechos. Hasta ahora, después de
transcurridos casi diez años', no se me ha permitido aportar los eslabones
perdidos que faltaban para completar aquella notable cadena. El crimen tenía
interés por sí mismo, pero para mí aquel interés se quedó en nada, comparado
con una derivación inimaginable, que me ocasionó el sobresalto y la sorpresa
mayores de toda mi vida aventurera. Aun ahora, después de tanto tiempo, me
estremezco al pensar en ello v siento de nuevo aquel repentino torrente de
alegría, asombro e incredulidad que inundó por completo mi mente. Aquí debo
pedir disculpas a ese público que ha mostrado cierto interés por las ocasiones
v fugaces visiones que yo le ofrecía de los pensamientos v actos de un hombre
excepcional, por no haber compartido con él mis conocimientos. Me habría
considerado en el deber de hacerlo de no habérmelo impedido una prohibición
terminante, impuesta por su propia boca, que no se levantó hasta el día 3 del
mes pasado.
Como podrán imaginarse, mi estrecha relación con Sherlock Holmes había
despertado en mí un profundo interés por el delito v, aun después de su
desaparición, nunca dejé de leer con atención los diversos misterios que salían
a la luz pública e, incluso, intenté más de una vez, por pura satisfacción
personal, aplicar sus métodos para tratar de solucionarlos, aunque sin
resultados dignos de mención. Sin embargo, ningún suceso me llamó tanto la
atención como esta tragedia de Ronald Adair. Cuando leí los resultados de las
pesquisas, que condujeron a un veredicto de homicidio intencionado, cometido
por persona o personas desconocidas, comprendí con más claridad que nunca
la pérdida que había sufrido la sociedad con la muerte de Sherlock Holmes.
Aquel extraño caso presentaba detalles que yo estaba seguro de que le
habrían atraído muchísimo, y el trabajo de la policía se habría visto reforzado o,
más probablemente, superado por las dotes de observación y la agilidad
mental del primer detective de Europa. Durante todo el día, mientras hacía mis
visitas médicas, no paré de darle vueltas al caso, sin llegar a encontrar una
explicación que me pareciera satisfactoria. Aun a riesgo de repetir lo que todos
saben, volveré a exponer los hechos que se dieron a conocer al público al
concluir la investigación.
El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth, por
aquel entonces gobernador de una de las colonias australianas. La madre de
Adair había regresado de Australia para operarse de cataratas, y vivía con su
hijo Adair y su hija Hilda en el 427 de Park Lane. El joven se movía en los
mejores círculos sociales, no se le conocían enemigos y no parecía tener vicios
de importancia. Había estado comprometido con la señorita Edith Woodley, de
Carstairs, pero el compromiso se había roto por acuerdo mutuo unos meses
antes, sin que se advirtieran señales de que la ruptura hubiera provocado
resentimientos. Por lo demás, su vida discurría por cauces estrechos v
convencionales, va que era hombre de costumbres tranquilas y carácter
desapasionado. Y sin embargo, este joven e indolente aristócrata halló la
muerte de la forma más extraña e inesperada.
A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas v jugaba constantemente, aunque
nunca hacía apuestas que pudieran ponerle en apuros. Era miembro de los
clubs de jugadores Baldwin, Cavendish y Bagatelle. Quedó demostrado que la
noche de su muerte, después de cenar, había jugado unas manos de whist en
el último de los clubs citados. También había estado jugando allí por la tarde.
Las declaraciones de sus compañeros de partida -el señor Murray, sir John
Hardy y el coronel Moran- confirmaron que se jugó al whisi y que la suerte
estuvo bastante igualada. Puede que Adair perdiera unas cinco libras, pero no
más. Puesto que poseía una fortuna considerable, una pérdida así no podía
afectarle lo más mínimo. Casi todos los días jugaba en un club o en otro, pero
era un jugador prudente y por lo general ganaba. Por estas declaraciones se
supo que, unas semanas antes, jugando con el coronel Moran de compañero,
les había ganado 420 libras en una sola partida a Godfrey Milner y lord
Balmoral. Y esto era todo lo que la investigación reveló sobre su historia
reciente.
La noche del crimen, Adair regresó del club a las diez en punto. Su madre y su
hermana estaban fuera, pasando la velada en casa de un pariente. La doncella
declaró que le oyó entrar en la habitación delantera del segundo piso, que solía
utilizar como cuarto de estar. Dicha doncella había encendido la chimenea de
esta habitación v, como salía mucho humo, había abierto la ventana. No oyó
ningún sonido procedente de la habitación hasta las once y veinte, hora en que
regresaron a casa lado Maynooth y su hija. La madre había querido entrar en la
habitación de su hijo para darle las buenas noches, pero la puerta estaba
cerrada por dentro y nadie respondió a sus gritos y llamadas. Se buscó ayuda v
se forzó la puerta. Encontraron al desdichado joven tendido junto a la mesa,
con la cabeza horriblemente destrozada por una bala explosiva de revólver,
pero no se encontró en la habitación ningún tipo de arma. Sobre la mesa había
dos billetes de
diez libras, v además 17 libras v 10 chelines en monedas de oro y plata,
colocadas en montoncitos que sumaban distintas cantidades. Se encontró
también una hoja de papel con una serie de cifras, seguidas por los nombres
de algunos compañeros de club, de lo que se dedujo que antes de morir había
estado calculando sus pérdidas o ganancias en el juego.
Un minucioso estudio de las circunstancias no sirvió más que para complicar
aún más el caso. En primer lugar, no se pudo averiguar la razón de que el
joven cerrase la puerta por dentro. Existía la posibilidad de que la hubiera
cerrado el asesino, que después habría escapado por la ventana. Sin embargo,
ésta se encontraba por lo menos a seis metros de altura v debajo había un
macizo de azafrán en flor. Ni las flores ni la tierra presentaban señales de
haber sido pisadas y tampoco se observaba huella alguna en la estrecha franja
de césped que separaba la casa de la calle. Así pues, parecía que había sido
el mismo joven el que cerró la puerta. Pero ¿cómo se había producido la
muerte? Nadie pudo haber trepado hasta la ventana sin dejar huellas.
Suponiendo que le hubieran disparado desde fuera de la ventana, tendría que
haberse tratado de un tirador excepcional para infligir con un revólver una
herida tan mortífera. Pero, además, Park Lane es una calle muy concurrida y
hay una parada de coches de alquiler a cien metros de la casa. Nadie había
oído el disparo. Y, sin embargo, allí estaba el muerto y allí la bala de revólver,
que se había abierto como una seta, como hacen las balas de punta blanda,
infligiendo así una herida que debió provocar la muerte instantánea. Estas eran
las circunstancias del misterio de Park Lane, que se complicaba aún más por la
total ausencia de móvil, ya que, como he dicho, al joven Adair no se le conocía
ningún enemigo y, por otra parte, nadie había intentado llevarse de la
habitación ni dinero ni objetos de valor.
Me pasé todo el día dándole vueltas a estos datos, intentando encontrar alguna
teoría que los reconciliase todos y buscando esa línea de mínima resistencia
que, según mi pobre amigo, era el punto de partida de toda investigación.
Confieso que no avancé mucho. Por la tarde di un paseo por el parque, y a eso
de las seis me encontré en el extremo de Park Lane que desemboca en Oxford
Street. En la acera había un grupo de desocupados, todos mirando hacia una
ventana concreta, que me indicó cuál era la casa que había venido a ver. Un
hombre alto v flaco, con gafas oscuras y todo el aspecto de ser un policía de
paisano, estaba exponiendo alguna teoría propia, mientras los demás se
apretujaban a su alrededor para escuchar lo que decía. Me acerqué todo lo que
pude, pero sus comentarios me parecieron tan absurdos que retrocedí con
cierto disgusto. Al hacerlo tropecé con un anciano contrahecho que estaba
detrás de mí, haciendo caer al suelo varios libros que llevaba. Recuerdo que, al
agacharme a recogerlos, me fijé en el título de uno de ellos, El origen del culto
a los árboles, lo que me hizo pensar que el tipo debía ser un pobre bibliófilo
que, por negocio o por afición, coleccionaba libros raros. Le pedí disculpas por
el tropiezo, pero estaba claro que los libros que yo había maltratado tan
desconsideradamente eran objetos preciosísimos para su propietario. Dio
media vuelta con una mueca de desprecio y vi desaparecer entre la multitud su
espalda encorvada y sus patillas blancas.
Mi observación del número 427 de Park Lane contribuyó bien poco a resolver el
enigma que me interesaba. La casa estaba separada de la calle por una tapia
baja con verja, que en total no pasaban del metro y medio de altura. Así pues,
cualquiera podía entrar en el jardín con toda facilidad; sin embargo, la ventana
resultaba absolutamente inaccesible, ya que no había tuberías ni nada que
sirviera de apoyo al escalador, por ágil que éste fuera. Más desconcertado que
nunca, dirigí mis pasos de vuelta hacia Kensington. No llevaba ni cinco minutos
en mi estudio cuando entró la doncella, diciendo que una persona deseaba
verme. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el visitante no era sino el extraño
anciano coleccionista de libros, con su rostro afilado y marchito enmarcado por
una masa de cabellos blancos, y sus preciosos volúmenes -por lo menos una
docena encajados bajo el brazo derecho.
-Parece sorprendido de verme, señor -dijo con voz extraña v cascada.
Reconocí que lo estaba.
-Verá usted, yo soy hombre de conciencia, así que vine cojeando detrás de
usted, y cuando le vi entrar en esta casa me dije: voy a pasar a saludar a este
caballero tan amable y decirle que aunque me he mostrado un poco grosero no
ha sido con mala intención, y que le agradezco mucho que haya recogido mis
libros.
-Da usted demasiada importancia a una nadería -dije yo-. ¿Puedo preguntarle
cómo sabía quién era yo?
-Bien, señor, si no es tomarme excesivas libertades, le diré que soy vecino
suyo; encontrará usted mi pequeña librería en la esquina de Church Street,
donde estaré encantado de recibirle, ya lo creo. A lo mejor es usted
coleccionista, señor; aquí tengo Aves: de Inglaterra, el Catulo, La guerra
santa..., auténticas gangas todos ellos. Con cinco volúmenes podría usted
llenar ese hueco del segundo estante. Queda feo, ¿no le parece, señor?
Volví la cabeza para mirar la estantería que tenía detrás y cuando miré de
nuevo hacia delante vi a Sherlock Holmes sonriéndome al otro lado de mi
mesa. Me puse en pie, lo contemplé durante algunos segundos con el más
absoluto asombro, y luego creo que me desmayé por primera y última vez en
mi vida. Recuerdo que vi una niebla gris girando ante mis ojos, y cuando se
despejó noté que me habían desabrochado el cuello y sentí en los labios un
regusto picante a brandy. Holmes estaba inclinado sobre mi silla con una
botellita en la mano.
-Querido Watson -dijo la voz inolvidable-. Le pido mil perdones. No podía
sospechar que le afectaría tanto.
Yo le agarré del brazo v exclamé:
-¡Holmes! ¿Es usted de verdad? ¿Es posible que esté vivo? ¿Cómo se las
arregló para salir de aquel espantoso abismo?
-Un momento -dijo él-. ¿Está seguro de encontrarse en condiciones de charlar?
Mi aparición, innecesariamente dramática, parece haberle provocado un terrible
sobresalto.
-Estoy bien. Pero, de verdad, Holmes, aún no doy crédito
a mis ojos. ¡Cielo santo! ¡Pensar que está usted aquí en mi estudio, usted
precisamente! -volví a agarrarlo de la manga y palpé el brazo delgado y fibroso
que había debajo-. Bueno, por lo menos sé que no es usted un fantasma -dije-.
Querido amigo, ¡cómo me alegro de verle! Siéntese y cuénteme cómo logró
salir vivo de aquel terrible precipicio.
Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo con el estilo desenfadado de
siempre. Todavía vestía la raída levita del librero, pero el resto de aquel
personaje había quedado reducido a una peluca blanca y un montón de libros
sobre la mesa. Holmes parecía aún más flaco y enérgico que antes, pero su
rostro aguileño presentaba una tonalidad blanquecina que me indicaba que no
había llevado una vida muy saludable en los últimos tiempos.
-¡Qué gusto da estirarse, Watson! -dijo-. Para un hombre alto, no es ninguna
broma rebajar su estatura un palmo durante varias horas seguidas. Ahora,
querido amigo, con respecto a esas explicaciones que me pide..., tenemos por
delante, si es que
puedo solicitar su cooperación, una noche bastante agitada y llena de peligros.
Tal vez sería mejor que se lo explicara todo cuando hayamos terminado el
trabajo.
-Soy todo curiosidad. Preferiría con mucho oírlo ahora.
-¿Vendrá conmigo esta noche?
-Cuando quiera y a donde quiera.
-Como en los viejos tiempos. Tendremos tiempo de comer un bocado antes de
salir. Pues bien, en cuanto a ese precipicio: no o tuve grandes dificultades para
salir de él, por la sencilla razón de que nunca caí en él.
-¿Que no cavó usted?
-No, Watson, no caí. La nota que le dejé era absolutamente sincera. Tenía
pocas dudas de haber llegado al final de mi carrera cuando percibí la siniestra
figura del difunto profesor Moriarty erguida en el estrecho sendero que
conducía a la salvación. Leí en sus ojos grises una determinación implacable.
Así pues, intercambié con él unas cuantas frases v obtuve su cortés permiso
para escribir la notita que usted recibió. La dejé con mi pitillera y mi bastón y
luego eché a andar por el desfiladero con Moriarty pisándome los talones.
Cuando llegamos al final, me dispuse a vender cara mi vida. Moriarty no sacó
ningún arma, sino que se abalanzó sobre mí, rodeándome con sus largos
brazos. También él sabía que su juego había terminado, y sólo deseaba
vengarse de mí. Forcejeamos al borde mismo del precipicio. Sin embargo, yo
poseo ciertos conocimientos de baritsu, el sistema japonés de lucha, que más
de una vez me han resultado muy útiles. Me solté de su presa y Moriarty lanzó
un grito horrible, pataleó como un loco durante unos instantes y trató de
agarrarse al aire con las dos manos. Pero, a pesar dé todos sus esfuerzos, no
logró mantener el equilibrio v se despeñó. Asomando la cara sobre el borde del
precipicio, le vi caer durante un largo trecho. Luego chocó con una roca, rebotó
y se hundió en el agua.
Yo escuchaba asombrado esta explicación, que Holmes iba dándome entre
chupada y chupada a su cigarrillo.
-Pero ¿y las huellas? -exclamé-. Yo vi con mis propios ojos dos series de
pisadas que entraban en el desfiladero, y ninguna de regreso.
-Esto es lo que sucedió: en el mismo instante de la muerte del profesor me di
cuenta de la extraordinaria oportunidad que me ofrecía el destino. Sabía que
Moriarty no era el único que había jurado matarme. Había, por lo menos, otros
tres hombres, cuyo afán de venganza se vería acrecentado por la muerte de su
jefe. Por otra parte, si todo el mundo me creía muerto, estos hombres se
confiarían, cometerían imprudencias y, tarde o temprano, yo podría acabar con
ellos. Entonces habría llegado el momento de anunciar que todavía pertenecía
al mundo de los vivos. Es tal la rapidez con que funciona el cerebro, que creo
que va había pensado todo esto antes de que el profesor Moriarty llegara al
fondo de la catarata de Reichenbach.
Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En el pintoresco relato
que usted escribió, y que yo leí con enorme interés varios meses más tarde,
aseguraba usted que la pared era lisa, lo cual no es del todo exacto. Había
algunos salientes pequeños y me pareció distinguir una cornisa. El precipicio
era tan alto que parecía completamente imposible trepar hasta arriba, pero
también resultaba imposible regresar por el sendero mojado sin dejar algunas
huellas. Es cierto que podría haberme puesto las botas al revés, como va he
hecho otras veces en ocasiones similares, pero la presencia de tres series de
pisadas en la misma dirección habría hecho sospechar un engaño. En
conclusión, me pareció que lo mejor era arriesgarme a trepar. Le aseguro,
Watson, que no fue una escalada agradable. La catarata rugía debajo de mí.
Soy propenso a imaginar cosas, pero le doy mi palabra que me parecía oír la
voz d e Moriarty llamándome desde el abismo. El menor desliz habría resultado
fatal. Más de una vez, cuando se desprendía el puñado de hierba al que me
agarraba o mis pies resbalaban en las grietas húmedas de la roca, pensé que
todo había terminado. Pero seguí trepando como pude, y por fin alcancé una
cornisa de más de un metro de anchura, cubierta de musgo verde y suave,
donde podía permanecer tendido cómodamente sin ser visto. Allí me
encontraba, querido Watson, cuando usted y sus acompañantes investigaban,
de la forma más conmovedora e ineficaz, las circunstancias de mi muerte.
Por fin, cuando todos ustedes hubieron sacado sus inevitables y
completamente erróneas conclusiones, se marcharon al hotel y yo quedé solo.
Pensaba que ya habían terminado mis aventuras, pero un hecho
completamente inesperado me demostró que aún me aguardaban sorpresas.
Un enorme peñasco cayó de lo alto, pasó rozándome, chocó contra el sendero
v se precipitó en el abismo. Por un momento pensé que se trataba de un
accidente, pero un instante después miré hacia arriba v vi la cabeza de un
hombre recortada contra el cielo nocturno, mientras una segunda roca
golpeaba la cornisa misma en la que yo me encontraba, a un palmo escaso de
mi cabeza. Por supuesto, aquello sólo podía significar una cosa: Moriarty no
había estado solo. Un cómplice -y me había bastado aquel fugaz vistazo para
saber lo peligroso que era dicho cómplice había montado guardia mientras el
profesor me atacaba. Desde lejos, sin que yo lo advirtiera, había sido testigo de
la muerte de su amigo y de mi escapatoria. Había aguardado su momento y
ahora, tras dar un rodeo hasta lo alto del precipicio, estaba intentando
conseguir lo que su camarada no había logrado.
»No tuve mucho tiempo para pensar en ello, Watson. Volví a ver aquel siniestro
rostro sobre el borde del precipicio y supe que anunciaba la caída de otra
piedra. Me descolgué hasta el sendero. Creo que habría sido incapaz de
hacerlo a sangre fría, porque bajar era cien veces más difícil que subir, pero no
tuve tiempo de pensar en el peligro, pues otra roca pasó zumbando junto a mí
mientras yo colgaba agarrado con las manos al borde de la cornisa. A la mitad
del descenso resbalé, pero gracias a Dios fui a caer en el sendero, lleno de
arañazos y sangrando. Eché a correr, recorrí en la oscuridad diez millas de
montaña y una semana después me encontraba en Florencia, con la certeza de
que nadie en el mundo sabía lo que había sido de mí.
Sólo he tenido un confidente, mi hermano Mycroft. Le pido mil perdones,
querido Watson, pero era fundamental que todos me creyeran muerto, y estoy
completamente seguro de que usted no habría podido escribir un relato tan
convincente de mi desdichado final si no hubiera estado convencido de que era
cierto. Varias veces he tomado la pluma para escribirle durante estos tres años,
pero siempre temí que el afecto que usted siente por mí le impulsara a cometer
alguna indiscreción que traicionara mi secreto. Por esta razón me alejé de
usted esta tarde cuando usted tiró mis libros, porque la situación era peligrosa y
cualquier señal de sorpresa y emoción por su parte podría haber llamado la
atención hacia mi identidad, con consecuencias lamentables e irreparables. En
cuanto a Mycroft, tuve que confiar en él para obtener el dinero que necesitaba.
En Londres, las cosas no salieron tan bien como yo había esperado, ya que el
juicio contra la banda de Moriarty dejó en libertad a dos de sus miembros más
peligrosos, mis dos enemigos más encarnizados. Así pues, me dediqué a viajar
durante dos años por el Tibet, y me entretuve visitando Lhassa y pasando unos
días con el Gran Lama. Quizás haya leído usted acerca de las notables
exploraciones de un noruego apellidado Sigerson, pero estoy seguro de que
jamás se le ocurrió pensar que estaba recibiendo noticias de su amigo.
Después atravesé Persia, me detuve en La Meca y realicé una breve pero
interesante visita al califa de Jartum, cuyos resultados he comunicado al
Foreign Office. De regreso a Francia, pasé varios meses investigando sobre los
derivados del alquitrán de carbón en un laboratorio de Montpellier, en el sur de
Francia. Habiendo concluido la investigación con resultados satisfactorios, y
enterado de que sólo quedaba en Londres uno de mis enemigos, me disponía
a regresar cuando recibí noticias de este curioso misterio de Park Lane, que
me hicieron ponerme en marcha antes de lo previsto porque el caso no sólo me
resultaba atractivo por sus propios méritos, sino que parecía ofrecer
interesantes oportunidades de tipo personal. Llegué en seguida a Londres, me
presenté en Baker Street provocándole un violento ataque de histeria a la
señora Hudson, y comprobé que Mycroft había mantenido mis habitaciones y
mis papeles tal y como siempre habían estado. Y así, querido Watson, a las
dos en punto del día de hoy me encontraba sentado en mi vieja butaca, en mi
vieja habitación, deseando que mi viejo amigo Watson ocupara la otra butaca,
que tantas veces había adornado con su persona.
Este fue el extraordinario relato que escuché aquella tarde de abril, un relato
que me habría parecido absolutamente increíble de no haberlo confirmado la
visión de la alta y enjuta figura y del rostro agudo y vivaz que yo habría creído
que nunca volvería a ver. De algún modo, Holmes se había enterado de la
trágica pérdida que yo había sufrido', y demostró sus simpatías con sus
maneras mejor que con sus palabras.
-El trabajo es el mejor antídoto contra las penas, querido Watson -dijo-, y esta
noche tengo una tarea para nosotros (los que, si consigo rematarla con éxito,
justificaría por sí sola la vida de un hombre en este mundo.
Le rogué en vano que me explicara algo más.
-Antes de que amanezca habrá visto v oído lo suficiente -respondió-. Hay
mucho que hablar sobre los tres últimos años. Así ocuparemos el tiempo hasta
las nueve y media, hora en que emprenderemos la trascendental aventura de
la casa vacía.
A la hora mencionada, verdaderamente como en los viejos tiempos, yo iba
sentado junto a Holmes en un cabriolé, con un revólver en el bolsillo v la
emoción de la aventura en el corazón. Cada vez que la luz de las farolas
iluminaba sus austeras facciones, yo me fijaba en que tenía las cejas fruncidas
v los finos labios apretados, en señal de reflexión. Yo no sabía qué clase de
fiera salvaje íbamos a cazar en la tenebrosa selva del delito de Londres, pero
por la actitud de aquel maestro de cazadores me daba perfecta cuenta de que
la aventura era de las más serias, y la sonrisa sardónica que de cuando en
cuando rompía su ascética seriedad no presagiaba nada bueno para el objeto
de nuestra persecución.
Había pensado que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes hizo detenerse
el coche en la esquina de Cavendish Square. Al bajarse, me fijé en que dirigía
inquisitivas miradas a derecha e izquierda, y cada vez que llegábamos a una
esquina tomaba las máximas precauciones para asegurarse de que nadie nos
seguía. Holmes conocía a la perfección todas las callejuelas de Londres, y en
esta ocasión me llevó con paso rápido y seguro a través de una red de
cocheras y establos cuya existencia yo ni siquiera había sospechado. Salimos
por fin a una callecita de casas antiguas y fúnebres por las que llegamos a
Manchester Street, y de ahí a Blanford Street. Aquí nos metimos rápidamente
por un estrecho pasaje, cruzamos un portón de madera que daba a un patio
desierto y entonces Holmes sacó una llave y abrió la puerta trasera de una
casa. Entramos en ella y Holmes cerró la puerta con llave.
Aunque la oscuridad era absoluta, resultaba evidente que se trataba de una
casa vacía. Nuestros pies hacían crujir y rechinar las tablas desnudas del
suelo, y al extender la mano toqué una pared cuyo empapelado colgaba en
jirones. Los fríos y huesudos dedos de Holmes se cerraron alrededor de mi
muñeca y me guiaron a través de un largo vestíbulo, hasta que percibí la luz
mortecina que se filtraba por el sucio tragaluz de la puerta. Entonces Holmes
giró bruscamente a la derecha y nos encontramos en una amplia habitación
cuadrada, completamente vacía, con los rincones envueltos en sombras y el
centro débilmente iluminado por las luces de la calle. No había ninguna
lámpara a mano v las ventanas estaban cubiertas por una gruesa capa de
polvo, de manera que apenas podíamos distinguir nuestras figuras. Mi
compañero me puso la mano sobre el hombro v acercó los labios a mi oreja.
-¿Sabe usted dónde estamos? -susurró.
-Yo diría que ésa es Baker Street -respondí, mirando a través de la polvorienta
ventana.
-Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros viejos
aposentos.
-¿Y por qué estamos aquí?
-Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole.
¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la
ventana, con mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un vistazo a
nuestras viejas habitaciones, punto de partida de tantas de nuestras pequeñas
aventuras? Veamos si mis tres años de ausencia me han hecho perder la
capacidad de sorprenderle.
Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al posar los
ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La persiana estaba
bajada y una fuerte luz iluminaba la habitación. A través de la persiana
iluminada se distinguía claramente la negra silueta de un hombre sentado en
un sillón. La postura de la cabeza, la forma cuadrada de los hombros, las
facciones afiladas, todo resultaba inconfundible. Tenía la cara medio ladeada, y
el efecto era similar al de aquellas siluetas de cartulina negra que nuestros
abuelos solían enmarcar. Se trataba de una imagen perfecta de Holmes. Tan
asombrado me sentía que extendí la mano para asegurarme de que el original
se encontraba a mi lado. Allí estaba, estremeciéndose de risa silenciosa.
-¿Qué tal? -preguntó.
-¡Cielo santo! -exclamé-. ¡Es maravilloso!
-Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita variedad -
dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo del artista ante su
creación-. Se parece bastante a mí, ¿no cree?
-Estaría dispuesto a jurar que es usted.
-El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de
Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto de cera.
El resto lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker Street.
-Pero ¿por qué?
-Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que
ciertas personas creyeran que yo estaba aquí, cuando en realidad me
encontraba en otra parte.
-¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa? -Sabía que la vigilaban.
-¿Quiénes?
-Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe yace
en la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y sólo ellos, saben
que sigo vivo. Suponían que tarde o temprano regresaría a mis habitaciones,
así que montaron una vigilancia permanente v esta mañana me vieron llegar.
-¿Cómo lo sabe?
-Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un tipejo
inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy buen tocador de
birimbao. Él no me preocupaba nada. Pero sí que me preocupaba, y mucho, el
formidable personaje que tiene detrás, el amigo íntimo de Moriarty, el hombre
que me arrojó las rocas en el desfiladero, el criminal más astuto y peligroso de
Londres. Ese es el hombre que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que
no sabe es que nosotros vamos a por él.
Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel cómodo
escondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los perseguidores. La
silueta angulosa de la casa de enfrente era el cebo y nosotros éramos los
cazadores. Aguardamos silenciosos en la oscuridad, observando las
apresuradas figuras que pasaban y volvían a pasar frente a nosotros. Holmes
permanecía callado e inmóvil, pero yo me daba cuenta de que se mantenía en
constante alerta, sin despegar los ojos de la corriente de transeúntes. Era una
noche fría y turbulenta v el viento silbaba estridentemente a lo largo de la calle.
Muchas personas iban y venían, casi todas embozadas en sus abrigos y
bufandas. Una o dos veces, me pareció ver pasar una figura que va había visto
antes, y me fijé sobre todo en dos hombres que parecían resguardarse del
viento en el portal de una casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté llamar la
atención de mi compañero hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una
exclamación de impaciencia y continuó clavando la mirada en la calle. Más de
una vez dio pataditas en el suelo v tamborileó rápidamente con los dedos en la
pared. Resultaba evidente que se estaba impacientando y que sus planes no
iban saliendo tal y como había calculado. Por fin, ya cerca de la medianoche,
cuando la calle se iba vaciando poco a poco, Holmes se puso a dar zancadas
por la habitación, presa de una agitación incontrolable. Me disponía a hacer
algún comentario cuando levanté la mirada hacia la ventana iluminada y sufrí
una nueva sorpresa, casi tan fuerte como la anterior. Agarré a Holmes por el
brazo y señalé hacia arriba.
-¡La sombra se ha movido!
Efectivamente, va no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la espalda.
Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado las asperezas
de su carácter ni su irritabilidad ante inteligencias menos activas que la suya.
-¡Pues claro que se ha movido! -bufó-. ¿Me cree tan chapucero, Watson, como
para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los hombres más
astutos de Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos horas en esta
habitación, y durante este tiempo la señora Hudson ha cambiado de posición el
busto ocho veces, es decir, cada cuarto de hora. Se acerca siempre por
delante de la figura, de manera que no se vea su propia sombra. ¡Ah!
Holmes aspiró con agitación. En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba
la cabeza hacia delante, con todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es
posible que los dos hombres que yo había visto siguieran acurrucados en el
portal, pero va no los veía. Toda la calle estaba silenciosa v oscura, con
excepción de aquella brillante ventana amarilla que teníamos enfrente, con la
negra silueta proyectada en su centro. En medio del absoluto silencio volví a oír
aquel suave silbido que indicaba una intensa emoción reprimida. Un instante
después, Holmes me arrastró hacia el rincón más oscuro de la habitación y me
puso la mano sobre la boca en señal de advertencia. Los dedos que me
aferraban estaban temblando. Jamás había visto tan alterado a mi amigo, a
pesar de que la oscura calle permanecía aún desierta y silenciosa.
Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos, va
habían captado. A mis oídos llegó un sonido bajo v furtivo que no procedía de
Baker Street, sino de la parte trasera de la casa en la que nos ocultábamos.
Una puerta se abrió v volvió a cerrarse. Un instante después, se oyeron pasos
en el pasillo, pasos que pretendían ser sigilosos, pero que resonaban con
fuerza en la casa vacía. Holmes se agazapó contra la pared y yo hice lo mismo,
con la mano cerrada sobre la culata de mi revólver. Atisbando a través de las
tinieblas, logré distinguir los contornos difusos de un hombre, una sombra
apenas más negra que la negrura de la puerta abierta. Se quedó parado un
instante v luego avanzó para entrar en la habitación, encogido y amenazador.
La siniestra figura se encontraba a menos de tres metros de nosotros, y yo ya
tensaba los músculos, dispuesto a resistir su ataque, cuando me di cuenta de
que él no había advertido nuestra presencia. Pasó muy cerca de nosotros, se
acercó con sigilo a la ventana y la alzó como un palmo, con mucha suavidad y
sin hacer ruido. Al agacharse hasta el nivel de la abertura, la luz de la calle, ya
sin el filtro del cristal polvoriento, cayó de lleno sobre su rostro. El hombre
parecía fuera de sí a causa de la emoción. Sus ojos brillaban como estrellas y
sus facciones temblaban. Se trataba de un hombre de edad avanzada, con
nariz fina y pronunciada, frente alta y calva, y un enorme bigote canoso.
Llevaba un sombrero de copa echado hacia atrás, y bajo su abrigo
desabrochado brillaba la pechera de un traje de etiqueta. Su rostro era sombrío
y atezado, surcado por profundas arrugas. En la mano llevaba algo que parecía
un bastón, pero que al apoyarlo en el suelo resonó con ruido metálico. A
continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un objeto voluminoso y se enfrascó
en una tarea que concluyó con un fuerte chasquido, como el que produce un
muelle o un resorte al encajar en su sitio. Siempre con la rodillas en el suelo, se
inclinó hacia delante, aplicando todo su peso y su fuerza sobre alguna especie
de palanca; el resultado fue un prolongado chirrido que terminó también con un
fuerte chasquido. Entonces el hombre se enderezó y vi que lo que sostenía en
la mano era una especie de fusil, con una culata de forma extraña. Abrió la
recámara, metió algo en ella v cerró de golpe el cerrojo. Luego se volvió a
agachar, apoyó el extremo del cañón en el borde de la ventana abierta v vi
cómo sus largos bigotes rozaban la culata mientras sus ojos brillaban al enfilar
el punto de mira. Oí un ligero suspiro de satisfacción cuando se acomodó la
culata en el hombro y comprobé el magnífico blanco que ofrecía la silueta
negra sobre fondo amarillo, en plena línea de tiro. El hombre permaneció rígido
e inmóvil durante un instante v luego su dedo se cerró sobre el gatillo. Se oyó
un fuerte y extraño zumbido y el prolongado tintineo de un cristal hecho
pedazos. En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda del
tirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse y agarró
a Holmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en la cabeza con la
culata de mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me lancé sobre él v, mientras lo
sujetaba, mi compañero hizo sonar con fuerza un silbato. Se oyeron pasos que
corrían por la acera y dos policías de uniforme, más un inspector de paisano,
penetraron en tromba por la puerta delantera.
-¿Es usted, Lestrade? -preguntó Holmes.
-Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría
volverle a ver en Londres, señor!
-Pensé que no le vendría mal un poco de ayuda extraoficial. Tres asesinatos
sin resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin embargo, en el
misterio de Molesey no se comportó usted con su habitual..., quiero decir, lo
llevó usted bastante bien.
Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente con un
fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse grupillos de
curiosos. Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó las persianas.
Lestrade había sacado dos velas y los policías habían destapado sus linternas.
Entonces pude, por fin, echarle un buen vistazo a nuestro prisionero.
El rostro que nos encaraba era tremendamente viril, pero de expresión
siniestra, con la frente de un filósofo por arriba y la mandíbula de un depravado
por abajo. Debía de tratarse de un hombre con grandes dotes tanto para el bien
como para el mal, pero resultaba imposible mirar sus ojos azules y crueles, con
los párpados caídos y la mirada cínica, o la agresiva nariz en punta y la
amenazadora frente surcada de arrugas, sin leer en ellos las claras señales de
peligro colocadas por la Naturaleza. No hacía caso de ninguno de nosotros y
mantenía los ojos clavados en el rostro de Holmes, con una expresión que
combinaba a partes iguales el odio y el asombro. Y no dejaba de murmurar
entre dientes:
-¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto!
-¡Ah coronel! -dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la camisa-.
Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo que no he tenido
el gusto de verle desde que me hizo objeto de sus atenciones cuando yo
estaba en aquella cornisa sobre la catarata de Reichenbach.
El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance.
-Todavía no les he presentado -dijo Holmes-. Este caballero es el coronel
Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en la India y que
ha sido el mejor cazador de caza mayor que ha producido nuestro Imperio
Occidental. ¿Me equivoco, coronel, al decir que nadie le ha superado aún en
número de tigres cazados?
El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a mi
compañero; con sus ojos de salvaje y su hirsuto bigote, él mismo se parecía
prodigiosamente a un tigre.
-Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a un shikari5
con tanta experiencia -dijo Holmes-. Debería resultarle muy conocida. ¿Nunca
ha atado usted un cabrito debajo de un árbol, para apostarse entre las ramas
con su rifle y aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casa vacía es
mi árbol y usted es mi tigre. Es posible que llevara usted rifles de reserva, por si
se presentaban varios tigres o por si se daba la improbable circunstancia de
que le fallara la puntería. Pues bien -dijo señalando a su alrededor-, éstos son
mis rifles de reserva. El paralelismo es exacto.
El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los policías le
hicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era algo terrible de
contemplar.
-Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa -continuó
Holmes-. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía y esta
ventana tan conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde la calle,
donde mi amigo Lestrade y sus alegres camaradas le estaban aguardando.
Exceptuando este detalle, todo ha salido como yo esperaba.
El coronel Moran se volvió hacia el inspector.
-Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme v puede que
no -dijo-. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que tenga que
aguantar las burlas de este individuo. Si estoy en manos de la ley, que las
cosas se hagan de manera legal. -Bien, eso es bastante razonable -dijo
Lestrade-. ¿No tiene nada más que decir antes de que nos vayamos, señor
Holmes? Holmes había recogido del suelo el potente fusil de aire comprimido v
estaba examinando su mecanismo.
-Un arma admirable y originalísima -dijo-. Silenciosa y de tremenda potencia.
Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que la construyó por
encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he sabido de su existencia,
pero hasta ahora no había tenido la oportunidad de examinarla. Se la
encomiendo de manera muy especial, Lestrade, junto con sus
correspondientes balas.
-Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes -dijo Lestrade mientras
todo el grupo se dirigía hacia la puerta-. ¿Algo más?
-Sólo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido.
-¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor Sherlock
Holmes.
-De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el asunto.
A usted, y sólo a usted, le corresponde el mérito de la importantísima detención
que acaba de practicar. Sí, Lestrade, le felicito. Con su habitual combinación de
astucia v audacia, ha conseguido usted atraparlo.
-¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes?
-Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel
Sebastian Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala
explosiva, disparada con un fusil de aire comprimido a través de la ventana del
segundo piso de Park Lane, número 427, el día 30 del mes pasado. Esa es la
acusación, Lestrade. Y ahora, Watson, si es usted capaz de soportar la
corriente que se forma con una ventana rota, creo que le resultará muy
entretenido y provechoso pasar media hora en mi estudio mientras fuma un
cigarro.
Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias a la
supervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la señora
Hudson. Es cierto que al entrar observé una pulcritud desacostumbrada, pero
los viejos puntos de referencia seguían todos en su sitio. Allí estaba el rincón
de química, con la mesa de madera manchada de ácido. Sobre un estante se
veía la formidable hilera de álbumes de recortes y libros de consulta que tantos
de nuestros conciudadanos habrían quemado con sumo placer. Los gráficos, el
estuche de violín, el colgador de pipas..., hasta la babucha persa que contenía
el tabaco..., todo me saltaba a la vista al mirar a mi alrededor. En la habitación
había dos ocupantes: uno de ellos era la señora Hudson, que nos miró radiante
al vernos entrar; el otro era el extraño maniquí que tan importante papel había
desempeñado en las aventuras de aquella noche. Era un busto de mi amigo en
cera de color, admirablemente ejecutado v con un parecido absoluto. Estaba
colocado sobre una mesita que le servía de pedestal v envuelto en una vieja
bata de Holmes, de manera que, visto desde la calle, la ilusión era perfecta.
-Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson -dijo
Holmes.
-Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo.
-Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar la bala?
-Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le atravesó
la cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la alfombra y aquí la
tiene.
Holmes me la mostró.
-Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial.
¿Quién iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de aire
comprimido? Muy bien, señora Hudson, le estoy agradecido por su
cooperación. Y ahora, Watson, haga el favor de ocupar una vez más su antiguo
asiento, ya que me gustaría discutir con usted varios detalles.
Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los viejos
tiempos, con el batín de color pardusco con que había vestido a su efigie.
-Los nervios del viejo shikari siguen tan bien templados como siempre, y su
vista igual de aguda -dijo riendo, mientras inspeccionaba la frente reventada de
su busto-. Un balazo en el centro de la nuca, que atraviesa el cerebro de parte
a parte. Era el mejor tirador de la India y no creo que haya muchos en Londres
que le superen. ¿No había oído hablar de él?
-Nunca.
-¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había usted
oído hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los mejores
cerebros de este siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de biografías, que
está en ese estante.
Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su asiento
y emitiendo grandes nubes de humo con su cigarro.
-Mi colección de emes es de lo mejorcito -dijo-. Sólo con Moriarty bastaría para
dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a Morgan, el envenenador,
Merridew, de funesto recuerdo, y Mathews, que me saltó el colmillo izquierdo
de un puñetazo en la sala de espera de Charing Cross. Y aquí tenemos por fin
a nuestro amigo de esta noche.
Me pasó el libro y leí: Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió en el 1. °
de Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de sir Augustus
Moran, C.B., ex embajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford.
Sirvió en la campaña de Jowaki, en la campaña de Afganistán, en Charasiab
(menciones elogiosas), Sherpur y Kabul. Autor de Caza mayor en el Himalaya
occidental, 1881; Tres meses en la jungla, 1884. Dirección: Conduit Street.
Clubs: el Anglo-Indio, el Tankerville, el Bagatelle Card Club.»
Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes:
El segundo hombre más peligroso de Londres.»
-Es asombroso -dije, devolviéndole el volumen-. La carrera de este hombre es
la de un militar honorable.
-Es cierto -respondió Holmes-. Hasta cierto punto, se portó muy bien. Siempre
fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la India la historia
de cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a un tigre herido,
devorador de hombres. Algunos árboles, Watson, crecen derechos hasta cierta
altura y de pronto desarrollan cualquier extraña deformidad. Lo mismo sucede
a menudo con las personas. Sostengo la teoría de que el desarrollo de cada
individuo representa la sucesión completa de sus antepasados, y que cualquier
giro repentino hacia el bien o hacia el mal obedece a una poderosa influencia
introducida en su árbol genealógico. La persona se convierte, podríamos decir,
en una recapitulación de la historia de su familia.
-Una teoría bastante extravagante, diría yo.
-Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran, empezó a
descarriarse. Aún sin dar lugar a ningún escándalo público, la india le llegó a
resultar demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres y también aquí adquirió
mala reputación. Fue entonces cuando le localizó el profesor Moriarty, para
quien actuó durante algún tiempo como jefe de su Estado Mayor. Moriarty le
proporcionaba dinero en abundancia, y sólo le utilizó en uno o dos trabajos de
primerísima categoría, que quedaban fuera del alcance de un criminal
corriente. Quizás recuerde usted la muerte de la señora Stewart, de Lauder, en
1887. ¿No? Bueno, pues estoy seguro que Moran estuvo en el fondo del
asunto; pero no se pudo demostrar nada. El coronel tenía las espaldas tan bien
cubiertas que, incluso después de la desarticulación de la banda de Moriarty,
resultó imposible acusarle de nada. ¿Se acuerda de aquella noche en que fui a
su casa y cerré las contraventanas por temor a los fusiles de aire comprimido?
Sabía muy bien lo que me hacía: estaba enterado de la existencia de este
extraordinario fusil v sabía también que lo manejaba uno de los mejores
tiradores del mundo. Cuando fuimos a Suiza, él nos siguió en compañía de
Moriarty, y no cabe duda de que fue él quien me hizo pasar aquellos cinco
minutos de infierno en la cornisa de Reichenbach.
Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con bastante
atención los periódicos, a la espera de una oportunidad de echarle el guante.
Mi vida no tenía sentido mientras él anduviese suelto por Londres. Su sombra
pesaría sobre mí noche v día, v tarde o temprano encontraría una oportunidad
de caer sobre mí. ¿Qué podía hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro,
porque iría a parar a la cárcel. Tampoco serviría de nada recurrir a un
magistrado. Los jueces no pueden actuar basándose en lo que a ellos tiene
que parecerles una sospecha disparatada. Así que no podía hacer nada. Pero
seguía leyendo los sucesos, porque estaba seguro de que tarde o temprano le
pillaría. Y entonces se produjo la muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin había
llegado mi oportunidad! Sabiendo lo que yo sabía, ¿no resultaba evidente que
el coronel Moran era el culpable? Había jugado a las cartas con el joven; le
había seguido a su casa desde el club; le había disparado a través de la
ventana abierta. No cabía duda alguna. Sólo con las balas bastaría para
echarle la soga al cuello . Así que vine inmediatamente. El hombre que vigilaba
mi casa me vio, y yo estaba seguro de que informaría a su jefe de mi
presencia. Como es natural, el coronel relacionaría mi súbito regreso con su
crimen y se alarmaría terriblemente. No me cabía duda de que intentaría
quitarme de en medio cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le
dejé un blanco perfecto en la ventana v, después de avisar a la policía de que
sus servicios podrían ser necesarios -por cierto, Watson, usted los localizó a la
perfección en aquel portal-, me instalé en lo que me pareció un excelente
puesto de observación, sin imaginar que él elegiría el mismo lugar para atacar.
Y ahora, querido Watson, ¿queda algo por aclarar?
-Sí -dije-. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moran para
asesinar al honorable Ronald Adair. -¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el
terreno de las conjeturas, donde la mente más lógica puede fracasar! Cada uno
puede elaborar su propia hipótesis, basándose en las pruebas existentes, y la
suya tiene tantas posibilidades de acertar como la mía.
-Pero usted tiene ya la suya, ¿no?
-Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que el
coronel Moran v el joven Adair habían ganado una suma considerable jugando
de compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas; sé desde
hace mucho tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen Adair se dio
cuenta de que Moran era un tramposo. Lo más probable es que hablara con él
en privado, amenazándole con revelar la verdad a menos que Moran se diese
de baja en el club v prometiera no volver a jugar a las cartas. Es muy poco
probable que un joven como Adair provocase un escándalo de buenas a
primeras denunciando a un hombre muy conocido v mucho mayor que él. Lo
lógico es que actuara tal como yo digo. Para Moran, quedar excluido de los
clubs significaba la ruina, ya que vivía de lo que ganaba trampeando a las
cartas. Así que asesinó a Adair, que en aquel mismo momento estaba
calculando el dinero que tenía que devolver, ya que consideraba inaceptable
quedarse con el fruto de las trampas de su compañero. Cerró la puerta para
que las damas no le sorprendieran e insistieran en que les explicara lo que
estaba haciendo con la lista y el dinero. ¿Qué tal se sostiene esto?
-Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo.
-El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que pase, el
coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire comprimido de
Von Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y Sherlock Holmes
queda libre de nuevo para dedicar su vida a examinar los interesantes
problemillas que la complicada vida de Londres nos plantea sin cesar.
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