La cara amarilla
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Es perfectamente natural que yo, al publicar estos breves bocetos, basados en
los numerosos casos en que las extraordinarias cualidades de mi compañero
me convirtieron a mí en un oyente y, en ocasiones, en actor de algún drama
extraño, es perfectamente natural, digo, que yo ponga de relieve con
preferencia sus éxitos y no sus fracasos. No lo hago tanto por cuidar de su
reputación, porque era precisamente cuando él ya no sabía qué hacer cuando
su energía y su agilidad mental resultaban más admirables; lo hago más bien
porque solía ser lo más frecuente que nadie tuviese éxito allí donde él había
fracasado, quedando en tales casos, para siempre, la novela sin un final. Sin
embargo, dio varias veces la casualidad de que se descubriese la verdad, aun
en aquellos casos en que él iba equivocado. Tengo tomadas notas de una
media docena de casos de esta clase; de todos ellos, el de la segunda
mancha, y este que voy a relatar ahora, son los que ofrecen rasgos de mayor
interés.
Sherlock Holmes era un hombre que rara vez hacía ejercicio físico por el puro
placer de hacerlo. Pocos hombres eran capaces de un esfuerzo muscular
mayor, y resultaba, sin duda alguna, uno de los más hábiles boxeadores de su
peso que yo he conocido; pero el ejercicio corporal sin una finalidad concreta
considerábalo como un derroche de energía, y era raro que él se ajetrease si
no existía alguna finalidad de su profesión a la que acudir. Cuando esto ocurría,
era hombre incansable e infatigable. Resultaba digno de notar que Sherlock
Holmes se conservase muscularmente a punto en tales condiciones, pero su
régimen de comidas era de ordinario de lo más sobrio, y sus costumbres
llegaban en su sencillez hasta el borde de la austeridad. Salvo que, de cuando
en cuando, recurría a la cocaína, Holmes no tenía vicios, y si echaba mano de
esa droga era como protesta contra la monotonía de la vida, cuando
escaseaban los asuntos y cuando los periódicos no ofrecían interés.
Cierto día, en los comienzos de la primavera, llegó hasta el extremo de
holgarse dando conmigo un paseo por el Park, en el que los primeros blandos
brotes de verde asomaban en las ramas de los olmos y las pegajosas
moharras de los castaños comenzaban a romperse y dejar paso a sus hojas
quíntuples. Vagabundeamos juntos por espacio de dos horas, en silencio la
mayor parte del tiempo, como cumple a dos hombres que se conocen
íntimamente. Eran casi las cinco cuando nos hallábamos otra vez en Baker
Street.
-Con permiso, señor -nos dijo el muchacho, al abrirnos la puerta-. Estuvo un
caballero preguntando por usted.
Holmes me dirigió una mirada cargada de reproches, y me dijo:
-Se acabaron los paseos vespertinos. ¿De modo que ese caballero se marchó?
-Sí, señor.
-¿le invitaste a entrar?
-Sí, señor. El entró.
-¿cuánto tiempo estuvo esperando?
-Media hora, señor. Estaba muy inquieto, señor, y no hizo otra cosa que
pasearse y patalear mientras permaneció aquí. Yo le oí porque estaba de
guardia del lado de acá de la puerta Finalmente, salió al pasillo, y me gritó:
«¿No va a venir nunca ese hombre?» Esas fueron sus mismas palabras, señor.
«Bastará con que espere usted un poquito más», le dije. «Pues entonces,
esperaré al aire libre, porque me siento medio ahogado -me contestó-. Volveré
dentro de poco.» Y dicho esto, se levanta y se marcha, sin que nada de lo que
yo le decía fuese capaz de retenerlo.
-Bueno, bueno; has obrado lo mejor que podías -dijo Holmes, cuando
entrábamos en nuestra habitación-. Sin embargo, Watson, esto me molesta
mucho, porque necesitaba perentoriamente un caso, y, a juzgar por la
impaciencia de este hombre, se diría que el de ahora es importante. ¡Hola! Esa
pipa que hay encima de la mesa no es la de usted. Con seguridad que él se la
dejó aquí. Es una bonita pipa de eglantina, con una larga boquilla de eso que
los tabaqueros llaman ámbar. Yo me pregunto cuántas boquillas de ámbar
auténtico habrá en Londres. Hay quienes toman como demostración de que lo
es el que haya una mosca dentro de la masa. Pero eso de meter falsas moscas
en la masa del falso ámbar es casi una rama del comercio. Bueno, muy turbado
estaba el espíritu de ese hombre para olvidarse de una pipa a la que es
evidente que él tiene en gran aprecio.
-¿Cómo sabe usted que él la tiene en gran aprecio? -le pregunté.
-Veamos. Yo calculo que el precio primitivo de la pipa es de siete chelines y
seis peniques. Fíjese ahora en que ha sido arreglada dos veces: la una, en la
parte de madera de la boquilla, y la otra, en la parte de ámbar. Las dos
composturas, hechas con aros de plata, como puede usted ver, le han tenido
que costar más que la pipa cuando la compró. Un hombre que prefiere
remendar la pipa a comprar una nueva con el mismo dinero, es que la aprecia
en mucho.
-¿Nada más? -le pregunté, porque Holmes daba vueltas a la pipa en su mano y
la examinaba con la expresión pensativa característica en él.
Holmes levantó en alto la pipa y la golpeó con su dedo índice, largo y delgado,
como pudiera hacerlo un profesor que está dando una lección sobre un hueso.
-Las pipas ofrecen en ocasiones un interés extraordinario -dijo-. No hay nada,
fuera de los relojes y de los cordones de las botas, que tenga mayor
individualidad. Sin embargo, las indicaciones que hay en ésta no son muy
importantes ni muy marcadas. El propietario de la misma es, evidentemente, un
hombre musculoso, zurdo, de muy, buena dentadura, despreocupado y que no
necesita ser económico.
Mi amigo largó todos estos datos como al desgaire; pero me fijé en que me
miraba con el rabillo del ojo para ver si yo seguía su razonamiento.
-¿De modo que usted considera como de buena posición a un hombre que
emplea para fumar una pipa de siete chelines? -le pregunté.
-Este tabaco es la mezcla Grosvenor, y cuesta ocho peniques la onza -contestó
Holmes, sacando a golpecitos una pequeña cantidad de la cazoleta sobre la
palma de su mano-. Como es posible comprar tabaco excelente a la mitad de
ese precio, está claro que no necesita economizar.
-¿Y los demás puntos de que habló?
-Este hombre tiene la costumbre de encender la pipa en las lámparas y en los
picos de gas. Fíjese que está completamente chamuscada de arriba abajo por
un lado. Claro está que esto no le habría ocurrido de haberla encendido con
una cerilla. ¿Cómo va nadie a aplicar una cerilla al costado de su pipa? Pero no
es posible encenderla en una lámpara sin que la cazoleta de la pipa resulte
chamuscada. Esto le ocurre a esta pipa en el lado derecho, y de ello deduzco
que este hombre es zurdo. Acerque usted su propia pipa a la lámpara y verá
con qué naturalidad, usted, que es diestro, aplica el lado izquierdo a la llama Es
posible que le ocurra una vez hacer lo contrario, pero no constantemente. Esta
pipa ha sido aplicada siempre de esa forma. Además, los dientes del fumador
han penetrado en el ámbar. Esto denota que se trata de un hombre musculoso,
enérgico y con buena dentadura Pero, si no me equivoco, le oigo subir por las
escaleras, de manera que vamos a tener algo más interesante que su pipa
como tema de estudio.
Un instante después se abrió la puerta y entró un hombre alto y joven. Vestía
traje correcto, pero poco llamativo, de color gris oscuro, y llevaba en la mano
un sombrero pardo de fieltro, blando y de casco bajo. Yo le habría calculado
unos treinta años, aunque, en realidad, tenía alguno más.
-Ustedes perdonen -dijo con cierto embarazo-. Me olvidé de llamar. Sí, porque
debí haber llamado. La verdad es que estoy un poco trastornado, y pueden
ustedes atribuirlo a eso.
Se pasó la mano por la frente como quien está medio aturdido, y, acto
continuo, se dejó caer en la silla, más bien que se sentó.
-Veo que usted lleva una o dos noches sin dormir -le dijo Holmes con su
simpática familiaridad-. El no dormir agota los nervios más que el trabajo, y aún
más que el placer. ¿En qué puedo servir a usted?
-Quería que me diese consejo. No sé qué hacer, y parece como si mi vida se
hubiese hecho pedazos.
-¿Desea usted emplearme como detective consultor?
-No es eso sólo. Necesito su opinión de hombre de buen criterio..., de hombre
de mundo. Necesito saber qué pasos tengo que dar inmediatamente. ¡Quiera
Dios que usted pueda decírmelo!
Se expresaba en estallidos cortos, secos y nerviosos, y me pareció que incluso
el hablar le resultaba doloroso, haciéndolo únicamente porque su voluntad se
sobreponía a su tendencia.
-Se trata de un asunto muy delicado -dijo-. A uno le molesta tener que hablar a
gentes extrañas de sus propios problemas domésticos. Es angustioso el
discutir la conducta de mi propia mujer con dos hombres a los que no conocía
hasta ahora. Es horrible tener que hacer semejante cosa. Pero yo he llegado al
límite extremo de mis fuerzas, y necesito consejo.
-Mi querido señor Grant Munro... -empezó a decir Holmes.
Nuestro visitante se puso en pie de un salto, exclamando:
-¡Cómo! ¿Sabe usted cómo me llamo?
-Me permito apuntarle la idea de que cuando usted desee conservar el
incógnito -le dijo Holmes, sonriente-, deje de escribir su nombre en el forro de
su sombrero, o, si lo escribe, vuelva la parte exterior del caso hacia la persona
con quien está usted hablando. Yo iba a decirle que mi amigo y yo hemos
escuchado en esta habitación muchas confidencias extraordinarias y que
hemos tenido la buena suerte de llevar la paz a muchas almas conturbadas.
Confío en que nos será posible hacer lo mismo en favor de usted. Como quizá
el tiempo pueda ser un factor importante, yo le ruego que me exponga sin más
dilación todos los hechos referentes a su asunto.
Nuestro visitante volvió a pasarse la mano por la frente como si aquello le
resultase muy cuesta arriba Yo estaba viendo, por todos sus gestos y su
expresión, que teníamos delante a un hombre reservado y circunspecto, de
carácter algo orgulloso, más propenso a ocultar sus heridas que a mostrarlas.
Pero de pronto, con fiero ademán de su mano cerrada con el que pareció
arrojar a los vientos su reserva, empezó a decir.
-El hecho es, señor Holmes, que yo soy un hombre casado, y que llevo tres
años de matrimonio. Durante ese tiempo mi esposa y yo nos hemos querido el
uno al otro con tanta ternura y hemos vivido tan felices como la pareja más feliz
que haya existido. No hemos tenido diferencia alguna, ni una sola, de
pensamiento, palabra o hecho. Y de pronto, desde el lunes pasado, ha surgido
entre nosotros una barrera y me encuentro con que, en su vida y en sus
pensamientos, existe algo tan escondido para mí como si se tratase de una
mujer que pasa a mi lado en la calle. Somos dos extraños, y yo quiero saber la
causa
Antes de seguir adelante, señor Holmes, quiero dejarle convencido de una
cosa Effie me ama. Que no haya ningún error acerca de este punto. Ella me
ama con todo su corazón y con toda su alma, hoy más que nunca Lo sé, lo
palpo. Sobre esto no quiero discutir. El hombre puede fácilmente ver si su
mujer le ama Pero se interpone entre nosotros este secreto, y ya no podremos
ser los mismos mientras no lo aclaremos.
-Señor Munro, tenga la amabilidad de exponerme los hechos
-dijo Holmes, con cierta impaciencia
-Voy a decirle lo que yo sé de la vida anterior de Effie. Era viuda cuando yo la
conocí, aunque muy joven, pues sólo tenía veinticinco años. Su apellido de
entonces era señora Hebron. Marchó a Norteamérica siendo joven y residió en
la ciudad de Atlanta, donde contrajo matrimonio con este Hebron, que era
abogado con buena clientela Tenían una hija única pero se declaró en la
población una grave epidemia de fiebre amarilla y murieron ambos el marido y
la niña Yo he visto el certificado de defunción del marido. Esto hizo que ella
sintiese disgusto de vivir en América. Regresó .a Middlesex, donde vivió con
una tía soltera en Pinner. No estará de más que diga que su madre la dejó en
una posición bastante buena y que disponía de un capital de unas cuatro mil
quinientas libras, tan bien invertidas por él, que le producía una renta media del
siete por ciento. Cuando yo conocí a mi mujer ella llevaba sólo seis meses en
Pinner, -nos enamoramos el uno del otro y nos casamos pocas semanas más
tarde.
Yo soy un comerciante de lúpulo, y como tengo un ingreso de setecientas a
ochocientas libras al año, nuestra situación era próspera y alquilamos en
Norbury un lindo chalet por ochenta libras anuales. Teniendo en cuenta lo
cerca que vivíamos de la capital, nuestro pequeño pueblo resulta muy
campero. Poco antes de nuestra casa hay un mesón y dos casas; al otro lado
del campo que tenemos delante hay una casita aislada; fuera de éstas no se
encuentran más casas hasta llegar a la mitad de camino de la estación. La
índole de mi negocio me llevaba a la capital en determinadas estaciones, pero
el trabajo aflojaba durante el verano y entonces mi esposa y yo vivíamos en
nuestra casa todo lo felices que se puede desear. Le aseguro a usted que
jamás hubo entre nosotros una sombra hasta que empezó este condenado
asunto de ahora.
Antes de pasar adelante tengo que decirle una cosa. Cuando nos casamos, mi
mujer me hizo entrega de sus bienes..., bastante a disgusto mío, porque yo
comprendía que si mis negocios me iban mal, la situación resultaría bastante
molesta. Sin embargo, ella se empeñó, y así se hizo. Pues bien, hará seis
semanas ella vino a decirme:
-Jack, cuando te hiciste cargo de mi dinero me dijiste que siempre que yo
necesitase una cantidad debía pedírtela.
-Claro que sí, porque todo él es tuyo -le contesté.
-Pues bien: necesito cien libras -me dijo ella.
Me causó gran sorpresa aquello, porque yo creí que se trataría simplemente de
un vestido nuevo o de algo por el estilo, y le pregunté:
-¿Para qué diablos las quieres?
-Mira -me dijo ella, juguetona-, me dijiste que tú eras únicamente mi banquero,
y ya sabes que los banqueros no hacen nunca preguntas.
-Naturalmente que tendrás ese dinero, si verdaderamente lo quieres.
-¡Oh!, sí, lo quiero.
-¿Y no quieres decirme para qué lo necesitas?
-Quizá te lo diga algún día Jack, pero no por el momento.
Tuve, pues, que conformarme con eso, aunque era la primera vez que surgía
entre nosotros un secreto. Le di un cheque, y ya no volví a pensar más en el
asunto. Quizá nada tenga que ver con lo que vino después, pero me pareció
justo contárselo.
Pues bien: hace un momento les he dicho que no lejos de nuestro chalet hay
una casita aislada. Nos separa nada más que un campo; pero si se quiere ir
hasta allí es preciso tomar por la carretera y meterse luego por un sendero. Al
final del sendero hay un lindo bosquecillo de pinos albares, y a mí me gustaba
mucho ir paseando hasta ese lugar, porque los árboles son siempre cosa
simpática. La casita aquélla llevaba sin habitar los últimos ocho meses, y era
una lástima, porque se trata de un lindo edificio de dos pisos, con un pórtico al
estilo antiguo, rodeado de madreselvas. Yo lo contemplé muchas veces
pensando que era una linda casita para hacer en ella un hogar.
Pues bien: el lunes pasado iba yo al atardecer paseándome por ese camino,
cuando me crucé con un carro de transporte, vacío, que volvía a la carretera
por ese sendero, y vi junto al pórtico un montón de alfombras y de enseres
amontonados en la cespedera. Era evidente que la casita se había alquilado
por fin. Pasé por delante de ella y me detuve a examinarla, como pudiera
hacerlo un desocupado, preguntándome qué clase de gente sería la que venía
a vivir cerca de nosotros. Estando mirando, advertí que desde una de las
ventanas del piso superior me estaba acechando una cara.
Yo no sé, señor Holmes, qué tenía aquella cara; pero el hecho es que sentí un
escalofrío por toda la espalda Yo estaba un poco apartado, y por eso no pude
distinguir bien sus facciones, pero era una cara que tenía un algo de antinatural
y de inhumano. Esa fue la impresión que me produjo, y avancé rápidamente
para poder examinar más de cerca a la persona que me estaba mirando. Pero,
al hacer eso, la cara desapareció súbitamente, tan súbitamente como si alguien
la hubiese apartado a viva fuerza para meterla en la oscuridad de la habitación.
Permanecí durante cinco minutos meditando sobre lo ocurrido y esforzándome
por analizar mis impresiones. No habría podido decir si la cara era de un
hombre o de una mujer. Lo que se me había quedado impreso con más fuerza
era su color. Un color amarillo lívido, apagado, con algo como rígido y yerto,
dolorosamente antinatural. Me produjo tal turbación que resolví enterarme algo
más acerca de los nuevos inquilinos de la casita. Me acerqué y llamé a la
puerta, siendo ésta abierta en el acto por una mujer, alta y trasijada, de rostro
duro y antipático.
-¿Qué desea usted? -preguntó con acento norteño.
-Soy el vecino de ustedes y vivo allí -le dije apuntando con un movimiento de
mi cabeza hacia mi casa-. Veo que acaban de trasladarse aquí, y pensé que si
puedo ayudarlos en algo...
-Cuando lo necesitemos, le pediremos ayuda -dijo, y me cerró la puerta en la
cara.
Molesto por una respuesta tan descortés, volví la espalda y me encaminé a mi
casa Durante toda la velada, y a pesar de que yo me esforzaba por pensar en
otras cosas, mi imaginación volvía siempre a aquella visión que yo había visto
en la ventana y a la grosería de la mujer. Decidí no hablar nada a mi esposa de
aquella aparición, porque es de temperamento nervioso y muy excitado, y yo
no quería que participase de la molesta impresión que a mí me había
producido. Sin embargo, le comuniqué antes de dormirse que la casita se había
alquilado, a lo que ella no contestó.
Yo soy por lo general hombre de sueño muy pesado. En la familia siempre
bromean diciéndome que no había nada capaz de despertarme durante la
noche; pero lo cierto es que precisamente aquella noche, ya fuese por la ligera
excitación que me había producido mi pequeña aventura, o por otra causa, que
yo no lo sé, lo cierto es, digo, que mi sueño fue más ligero que de costumbre. Y
entre mis sueños tuve una confusa sensación de que algo ocurría en mi cuarto;
me fui despertando gradualmente hasta caer en la cuenta de que mi esposa se
había vestido y se estaba echando encima el abrigo y el sombrero. Abrí los
labios para murmurar algunas palabras, adormilado, de sorpresa y de
reconvención por una cosa tan a destiempo, cuando de pronto mis ojos
entreabiertos cayeron sobre su cara, iluminada por la luz de una vela. El
asombro me dejó mudo. Tenía ella una expresión como jamás yo la había visto
hasta entonces..., una expresión de la que yo la habría creído incapaz.- Estaba
mortalmente pálida y respiraba agitadamente; mientras se abrochaba el abrigo,
dirigía miradas furtivas hacia la cama para ver si me había despertado. Luego,
creyéndome todavía dormido, se deslizó con mucho tiento fuera de la
habitación, y a los pocos momentos llegó a mis oídos un agudo rechinar que
sólo podía ser producido por los goznes de la puerta delantera. Me senté en la
cama y di con mis nudillos en la barandilla de la misma para cerciorarme de
que estaba verdaderamente despierto. Luego saqué mi reloj de debajo de la
almohada. Eran las tres de la madrugada ¿Qué diablos podía estar haciendo
mi esposa en la carretera a las tres de la madrugada?
Llevaba sentado unos veinte minutos, dándole vueltas en mi cerebro al asunto,
y procurando encontrarle una posible explicación. Cuanto más lo pensaba, más
extraordinario y más inexplicable me parecía Todavía estaba tratando de
solucionar el enigma, cuando oí que la puerta volvía a cerrarse con mucho
tiento, y acto seguido los. pasos de mi mujer que subía por las escaleras:
-Dónde diablos has estado, Effie? -le pregunté al entrar ella.
Al oírme hablar dio un violento respingo y lanzó un grito que parecía de
persona que se ha quedado sin habla. Ese grito y aquel sobresalto me turbaron
aún más, porque había en ambos una sensación indescriptible de culpabilidad.
Mi esposa se había portado siempre con sinceridad y franqueza, y me dio un
escalofrío al verla penetrar furtivamente en su propia habitación y dejar escapar
un grito y dar un respingo cuando su marido habló.
-¿Tú despierto, Jack? -exclamó con risa nerviosa-. Yo creí que no había nada
capaz de despertarte.
-¿Dónde has estado? -le pregunté con mayor serenidad.
-No me extraña que te sorprendas -me dijo, y yo pude ver que sus dedos
temblaban al soltar los cierres de su capa-. No recuerdo haber hecho otra cosa
igual en toda mi vida. Lo que me ocurrió fue que sentí como que me ahogaba, y
que tuve un ansia incontenible de respirar aire puro. Creo firmemente que de
no haber salido fuera, me habría desmayado. Permanecí en la puerta algunos
minutos, y ya me he repuesto.
Mientras hacía este relato no miró ni una sola vez hacia donde yo estaba, y el
tono de su voz era completamente distinto del corriente. Vi claro que lo que
decía era falso. Nada le contesté, pero me volví
hacia la pared, con el corazón asqueado y el cerebro lleno de mil venenosas
dudas y recelos. ¿Qué era lo que mi mujer me ocultaba? ¿Dónde estuvo
durante aquella extraña excursión? Tuve la sensación de que ya no volvería a
gozar de paz mientras no lo supiese, y, sin embargo, me abstuve de hacerle
más preguntas después que ella me contó una falsedad. En todo el resto de
aquella noche no hice sino revolverme y dar saltos en la cama, haciendo
hipótesis y más hipótesis, todas ellas a cuál más inverosímiles.
Tenía necesidad de ir aquel día a la City, pero mis pensamientos estaban
demasiado revueltos para poder atender a los negocios. Mi mujer parecía tan
trastornada como yo, y las rápidas miradas escrutadoras que a cada momento
me dirigía, me hicieron comprender que ella se daba cuenta de que yo no creía
sus explicaciones, y que ella no sabía qué hacer.
Apenas si durante el desayuno cambiamos algunas palabras, e
inmediatamente después salí yo a dar un paseo a fin de poder meditar, oreado
por el aire puro de la mañana, en lo ocurrido.
Llegué en mi paseo hasta el Crystal Palace, pasé una hora en sus terrenos y
regresé a Norbury para la una de la tarde, Mi caminata me llevó casualmente
por delante de la casita de campo, y me detuve un instante para ver si
conseguía ver por alguna ventana a aquella extraña cara que el día anterior me
había estado mirando. ¡Imagínese, señor Holmes, mi sorpresa cuando mientras
yo miraba, se abrió la puerta y salió por ella mi esposa!
Al verla me quedé mudo de asombro, pero mis emociones no eran nada
comparadas con las que exteriorizó su cara cuando nuestras miradas se
encontraron. En el primer momento pareció querer echarse hacia atrás y
meterse de nuevo en la casa, pero luego, al ver que todo ocultamiento era
inútil, avanzó palidísima y con una mirada de susto que desmentía la sonrisa
de sus labios.
-¡Oh Jack! -me dijo-. Acababa. de entrar en esa casa para ver si podía ser útil
en algo a nuestros nuevos convecinos. ¿Por qué me miras de ese modo, Jack?
¿Verdad que no estás enojado conmigo?
-¿De modo que es ahí donde fuiste la noche pasada? -le dije.
-Pero ¿adónde vas a parar? -gritó ella.
-Tú viniste aquí. Estoy seguro de ello. ¿Qué gentes son ésas para que tú
tengas que visitarlas a una hora semejante?
-Yo no había venido aquí hasta ahora.
-¿Cómo puedes decirme una cosa que tú sabes que es falsa? -exclamé yo-. Si
hasta la voz se te altera cuando hablas. ¿Tuve yo alguna vez un secreto para
ti? Entraré en esa casa y veré lo que hay en el fondo de todo eso.
-¡No, Jack; no lo hagas, por amor de Dios!--dijo ella, jadeante y sin poder
dominar su emoción.
Y al ver que yo me acercaba a la puerta, me agarró de la manga y tiró de mí
hacia atrás con energía convulsiva:
-Jack, yo te suplico que no hagas eso. Te juro que algún día te lo contaré todo;
pero tu entrada en esa casa sólo puede acarrear desdichas.
Y como intentase librarme de ella, se aferró a mí, y llegó en sus súplicas hasta
desvariar.
-Ten fe en mí, Jack ~-exclamó--. Ten fe en mí, por esta vez. No tendrás nunca
motivos para arrepentirte. Sabes que yo no soy capaz de tener un secreto
como no sea en bien de ti mismo. Están en juego aquí para siempre nuestras
vidas. Si vienes a nuestra casa conmigo, nada malo ocurrirá. Si entras a la
fuerza en esta casita, todo habrá terminado entre nosotros.
Tenían sus palabras tal ansiedad y delataban sus maneras tal desesperación,
que consiguieron detenerme, y me quedé indeciso delante de la puerta.
-Tendré fe en ti con una condición, y sólo con una condición
-dije, al fin-. Todos esos manejos misteriosos deben terminar ahora mismo.
Eres libre de guardar tu secreto, pero has de prometerme que no habrá más
visitas nocturnas, ni más andanzas a espaldas mías. Estoy dispuesto a olvidar
los hechos pasados, a condición de que me prometas que no volverán a
repetirse en adelante.
-Estaba segura de que tendrías fe en mí -exclamó, dando un gran suspiro de
alivio-. Se hará como tú lo deseas. ¡Vámonos de aquí! ¡Oh, vámonos de aquí
hasta nuestro hogar! -me alejó de la casita, sin dejar de tirar de mi manga.
Mientras íbamos caminando, volví yo la vista hacia atrás, y allí estaba aquella
cara amarilla y cadavérica, mirándonos desde la venta del piso alto. ¿Qué
eslabón podía unir a aquel ser y a mí esposa? ¿O cómo aquella mujer ruda y
grosera estaba ligada a Effie? Era aquél un enigma extraño, y yo estaba seguro
de que no podría sosegar hasta haberlo aclarado.
Permanecí sin salir de casa dos días, y pareció que mi mujer cumplía lealmente
nuestro compromiso; no salió a la calle ni una sola vez, por lo que yo supe. Sin
embargo, al tercer día tuve pruebas sobradas de que ni siquiera una solemne
promesa bastaba para impedir que aquella influencia secreta la arrastrase,
alejándola de su marido y de su deber.
Yo vine ese día a la capital; pero regresé con el tren de las dos y cuarenta, en
vez de hacerlo, como es mi costumbre, con el de las tres y treinta y seis. Al
entrar yo en mi casa, acudió la doncella presurosa al vestíbulo, con la cara
sobresaltada.
-¿Dónde está la señora? -le pregunté.
-Creo que ha salido a dar un paseo -me contestó.
Se me llenó el alma instantáneamente de recelos. Corrí al piso superior para
cerciorarme de que no estaba en la casa. Una vez arriba, miré casualmente por
una de las ventanas, y vi que la doncella con la que yo acababa de hablar
corría a campo traviesa en dirección a la casita. Comprendí con exactitud lo
que había ocurrido. Mi esposa había ido allí, dejando encargo a la criada de
que se le avisase si yo regresaba Eché a correr escaleras abajo, ardiendo en
ira, y tiré a campo traviesa, resuelto a terminar de una vez para siempre con
aquel asunto. Vi que mi mujer y la doncella venían a toda prisa por el sendero,
pero no me detuve a hablar con ella. Era en la casa donde estaba el secreto
que ensombrecía mi vida. Me juré que dejaría de serlo, ocurriese lo que
ocurriese. Ni siquiera llamé al llegar a la casa. Hice girar el manillar de la puerta
y me abalancé pasillo adelante.
Todo era quietud y silencio en la planta baja Una olla cantaba puesta al fuego
en la cocina, y un gatazo negro dormía acurrucado dentro de un canasto, pero
no había ni rastro de la mujer que yo había visto en una ocasión anterior. Corrí
a la otra habitación, y también la encontré vacía Me precipité entonces
escaleras arriba, sólo para encontrarme con que las dos habitaciones estaban
vacías y desiertas. No había nadie en toda la casa Mobiliario y cuadros eran de
lo más corriente y vulgares, salvo los de la habitación en cuya ventana yo había
visto la cara extraña. Esta habitación era cómoda y elegante, y todas mis
sospechas se inflamaron hasta convertirse en una hoguera furiosa y violenta
cuando descubrí, encima de la repisa de la chimenea, una fotografía, a todo
tamaño, de mi mujer, que había sido hecha, a petición mía, sólo tres meses
antes.
Permanecí dentro de la casa todo el tiempo necesario para convencerme de
que estaba vacía en absoluto. Luego la dejé, sintiendo sobre mi corazón un
peso como jamás lo había sentido. Al entrar yo en casa, mi mujer salió al
vestíbulo; pero yo me encontraba demasiado dolido y enojado para hablar con
ella La aparté a un lado y me metí en mi despacho. Sin embargo, ella se metió
detrás de mí, antes que yo pudiera cerrar la puerta
-Me pesa el haber roto mi promesa, Jack -me dijo entonces-. Pero estoy segura
de que me lo perdonarías si lo supieses todo.
-Cuéntamelo, pues.
-¡No puedo, Jack, no puedo! -exclamó ella
-No puede existir confianza alguna entre nosotros dos mientras no me
expliques quién vive en esa casita y a quién has dado tu fotografía -le contesté,
me aparté de ella y abandoné mi casa.
Eso ocurrió ayer, señor Holmes, y desde entonces no he vuelto a ver a mi
esposa, y nada más he sabido de este extraño suceso. Es la primera sombra
que se ha interpuesto entre nosotros, y me ha trastornado de tal manera, que
no sé lo que más me conviene hacer. Esta mañana se me ocurrió de pronto
que era usted el hombre indicado para aconsejarme, me he dado prisa en venir
y me pongo sin reservas entre sus manos. Por encima de todo, le suplico que
me diga rápidamente qué es lo que debo hacer, porque esta calamidad me
resulta insoportable.
Holmes y yo habíamos escuchado con el máximo interés tan extraordinario
relato, hecho de la manera nerviosa e inconexa propia de una persona que se
encuentra bajo la influencia de una emoción extremada Mi compañero
permaneció algún tiempo sentado y en silencio, con la barbilla apoyada en la
mano, perdido en sus pensamientos.
-Veamos -dijo al fin-. ¿Podría usted jurar que la cara que vio en la ventana era
la de un hombre?
-Me sería imposible afirmar tal cosa, porque siempre que la vi fue desde
bastante distancia
-Sin embargo, la impresión que a usted le produjo fue de desagrado.
-No parecía ser el suyo un color natural, y mostraba además una rara rigidez
de facciones. Cuando me acerqué, la cara desapareció como de un tirón.
-¿Cuánto tiempo hace que su señora le pidió las cien libras?
-Cerca de dos meses.
-¿Ha visto usted en alguna ocasión una fotografía de su primer marido?
-No; muy poco después de la muerte de éste hubo en Atlanta un gran incendio,
y quedaron destruidos todos los documentos de mi esposa.
-Pero ella conservaba un certificado de defunción. Usted ha dicho que lo vio
con sus propios ojos ¿no es así?
-Sí; ella consiguió un certificado después del incendio.
-¿Ha tratado usted con alguna persona que conociera a su esposa en
Norteamérica?
-No.
-¿Le ha hablado en alguna ocasión de volver por aquel país?
-No.
-¿Tampoco ha recibido cartas de allí?
-No, que yo sepa.
-Gracias. Desearía poder meditar un poco más sobre el asunto. Si la casita en
cuestión se halla deshabitada constantemente, quizá tengamos alguna
dificultad. Por otro lado, si sus moradores fueron advertidos por alguien de que
usted iba a presentarse allí, y eso es lo que yo me imagino, y se marcharon
ayer antes de que usted llegase, entonces es posible que estén ya de regreso,
y podríamos aclararlo todo con facilidad. Permítame, pues, que le aconseje que
regrese a Norbury y que vuelva a fijarse en las ventanas de la casita. Si usted
llega a la convicción de que la casa está habitada, no entre en ella a la fuerza y
envíenos un telegrama a mi amigo y a mí. A la hora de recibirlo estaremos con
usted, y nos costará muy poco tiempo llegar al fondo del asunto.
-¿Y si la casa sigue vacía?
-En ese caso iremos a visitarlo a usted mañana, y charlaremos del asunto.
Adiós, y por encima de todo, no se preocupe hasta que esté seguro de que
tiene razón seria para ello.
-Me temo, Watson, que este negocio resulte desagradable -dijo -mi compañero,
después de acompañar al señor Grant Munro hasta la puerta-. ¿Usted qué ha
sacado en limpio?
-A mí me sonó a cosa fea- contesté.
-En efecto. O mucho me equivoco o hay en el fondo un caso de chantaje.
-Pero ¿quién es el chantajista?
-Pues verá usted: debe de ser esa persona que vive en la única habitación
cómoda de la casita de campo y que tiene la fotografía de la señora encima de
la repisa de la chimenea. Le aseguro, Watson, que en eso de la cara
cadavérica de la ventana hay algo muy atrayente, y que por nada del mundo
querría haberme perdido este caso.
-¿Tiene usted formada ya una teoría?
-Sí, una teoría provisional. Pero me sorprendería que no resulte correcta. En
esa casita está el primer marido de esta señora
-¿Por qué piensa usted semejante cosa?
-¿Cómo podemos explicar de otra manera la ansiedad febril de que su segundo
marido no entre allí? Los hechos, tal como yo los veo, son, más o menos, así:
esta mujer se casó en Norteamérica. Su marido resultó tener ciertas cualidades
odiosas, o quizá estemos en lo cierto diciendo que contrajo alguna enfermedad
repugnante, y resultó ser leproso o idiota Ella, entonces, huyó de su lado,
regresó a Inglaterra, cambió de nombre e inició de nuevo, ella al menos así lo
creía, su vida. Llevaba ya aquí casada tres años, y se creía en una situación
completamente segura... porque había mostrado a su marido el certificado de
defunción de algún hombre cuyo apellido ella se había apropiado... De pronto
el primer marido, o también cabe suponer, alguna mujer falta de escrúpulos
que se había unido al inválido, descubrió el paradero suyo. Escribieron a la
señora Munro y la amenazaron con presentarse y ponerla en la picota. Ella
pide entonces cien libras, e intenta comprar su silencio. A pesar de todo, ellos
vienen a Inglaterra Cuando el señor trae casualmente a colación la noticia de
que en la casita hay gente nueva, la señora sabe ya, de una manera u otra,
que se trata de sus perseguidores. Entonces espera a que su marido esté
dormido, y sale de casa precipitadamente para tratar de convencerlos de que la
dejen en paz No habiendo tenido éxito, vuelve otra vez, a la mañana siguiente,
y es entonces cuando su marido tropieza con ella en el momento en que salía
de la casita, tal como él nos lo ha explicado. La mujer le promete entonces que
no volverá a ir, pero dos días más tarde el anhelo de desembarazarse de
aquellos vecinos temibles se impone a ella con demasiada fuerza, y hace otra
tentativa, llevando la fotografía, que es probable le hubiesen exigido antes.
Cuando se hallan en esa entrevista, llega corriendo la doncella para anunciar
que el amo está de regreso; la esposa, entonces, segura de que aquél irá
derecho a la casita, hace salir apresuradamente a sus moradores por la puerta
trasera, y ellos se esconden probablemente en el bosquecillo de pinos albares
que, según dijo antes, hay cerca de allí. De ese modo el marido se encuentra
con la casa desierta. Sin embargo, me sorprendería muchísimo que siga
estándolo cuando el señor Munro lleve a cabo esta noche su reconocimiento.
¿Qué opina usted de mi teoría?
-Que toda ella es una pura suposición.
-Por lo menos con ella se explican todos los hechos. Tendremos tiempo de
rectificarla cuando lleguen a nuestro conocimiento otros hechos nuevos que no
quepan en la misma Por ahora no podemos hacer otra cosa hasta que
recibamos un nuevo mensaje de nuestro amigo de Norbury.
No tuvimos que esperar mucho. Nos llegó en el momento que acabábamos de
tomar el té. El mensaje decía
«La casita sigue habitada. He vuelto a ver la cara en la ventana Saldré a la
llegada del tren de las siete, y no daré ningún paso hasta entonces.»
Nos esperaba en el andén cuando nosotros nos apeamos, y pudimos ver, a la
luz de las lámparas de la estación, que se hallaba muy pálido y que temblaba
de excitación.
-Señor Holmes, siguen allí -dijo, apoyando una mano en el brazo de mi amigo-.
Cuando venía para aquí vi las luces. Ahora lo pondremos todo en claro de una
vez y para siempre.
-¿Qué plan tiene usted, según eso? -preguntó Holmes, mientras avanzábamos
por la carretera, oscura y bordeada de árboles.
-Voy a entrar a la fuerza, y veré con mis propios ojos quién hay dentro de la
casa. Quisiera que ustedes dos estuvieran allí en calidad de testigos.
-¿Está usted completamente resuelto a ello, no obstante la advertencia de su
esposa de que es preferible que usted no aclare ese misterio?
-Sí, estoy resuelto.
-Yo creo que hace usted bien. Es preferible la verdad, cualquiera que sea, a
una duda indefinida Lo mejor que podemos hacer es llegarnos allí ahora
mismo. Mirando las cosas desde el punto de vista legal, no cabe duda de que
cometemos un acto indudablemente incorrecto; pero yo creo que vale la pena
correr ese riesgo.
La noche era muy oscura, y empezaba a caer una fina llovizna, cuando
desembocamos desde la carretera en un estrecho sendero, de profundas
huellas y con setos a uno y otro lado. Sin embargo, el señor Grant Munro
avanzó impaciente, y nosotros le seguimos a trompicones lo mejor que
pudimos.
-Aquellas luces son las de mi casa -nos dijo por lo bajo, apuntando hacia un
leve resplandor que se veía entre los árboles-, y aquí tenemos la casita en la
que yo voy a entrar.
Al decir esto, doblamos un recodo del sendero y nos encontramos muy cerca
del edificio en cuestión. Una franja amarilla que cruzaba en sentido vertical el
fondo negro nos mostró que la puerta no se hallaba cerrada del todo, y en el
piso de arriba velase una ventana brillantemente iluminada. Al dirigir hacia ella
nuestra vista, vimos cruzar por detrás del visillo una sombra negra borrosa
-Allí la tienen ustedes -exclamó Grant Munro-. Ya ven por sus propios ojos que
en esa habitación hay alguien. Y ahora, síganme, y pronto lo sabremos todo.
Se acercó a la puerta, pero súbitamente salió de la oscuridad una mujer, y
quedó dibujada por el foco luminoso de la lámpara Yo no podía verle la cara en
la oscuridad del contraluz, pero sí vi que ella alzaba los brazos en actitud de
súplica
-¡Por amor de Dios, Jack, no entres! -gritó-. Tenía el. presentimiento de que
vendrías esta noche. Piénsalo mejor, corazón. Vuelve a tener fe en mí, y nunca
tendrás que arrepentirte de ello.
-Effie, he tenido fe en ti demasiado tiempo -exclamó él con severidad-.
¡Suéltame! Tengo que seguir adelante. Mis amigos y yo vamos a poner en
claro el asunto de una vez y para siempre.
Hizo a un lado a su esposa, y nosotros le seguimos, muy de cerca. Cuando
abrió de par en par la puerta, corrió a cerrarle el paso una mujer anciana, pero
él la hizo retroceder, y un instante después subíamos todos escaleras arriba.
Grant Munro se abalanzó hacia el cuarto iluminado, y nosotros entramos
pisándole los talones.
Era un cuartito acogedor y bien amueblado, con dos velas ardiendo encima de
la mesa y otras dos encima de la repisa de la chimenea. En un ángulo,
inclinada sobre un pupitre, se hallaba una persona, que parecía ser una
muchachita. Cuando entramos, ella tenía vuelta la cara hacia otro lado, pero
pudimos ver que vestía un vestido encarnado y tenía puestos unos guantes
blancos y largos. Al darse media vuelta para mirarnos, yo dejé escapar un
pequeño grito de sorpresa y horror. La cara que nos presentó era del más
extraordinario color cadavérico y sus rasgos carecían en absoluto de expresión.
Un instante después quedaba aclarado el misterio. Holmes, acompañando su
acción con una risa, pasó sus manos por detrás de la oreja de la niña y arrancó
de su cara la corteza de una máscara, presentándosenos delante una niña
negrita como el carbón, que mostraba todo el brillo de su blanca dentadura con
una expresión divertida al ver el asombro pintado en nuestros rostros. La
alegría de la niña hizo que rompiera yo a reír por un efecto de simpatía; pero
Grant Munro permaneció inmóvil, asombrado, y agarrándose la garganta con la
mano.
-¡Válgame Dios! ¿Qué puede significar esto? -exclamó.
-Yo te diré lo que significa -le gritó su mujer, entrando en la habitación con una
expresión de orgullo y de firmeza en su rostro-. Me has obligado, contrariando
mi propio criterio, a que te lo diga, y ya veremos cómo tú y yo podemos
arreglarlo. Mi marido falleció en Atlanta. Mi hija le sobrevivió.
-¡Tu hija!
La señora Munro se sacó del pecho un gran medallón de plata, y dijo:
-Nunca lo has visto abierto.
-Yo tenía entendido que no se abría.
Ella apretó un resorte, y la parte delantera del medallón giró hacia atrás. En el
interior había el retrato de un hombre, de gran belleza y expresión inteligente,
pero cuyos rasgos llevaban el sello inconfundible de su raza africana.
-Este es John Hebron, de Atlanta--dijo la señora-, y no hubo jamás en el mundo
un hombre más noble. Yo rompí con mi raza por casarme con él. Mientras él
vivió yo no lamenté ni un instante ese matrimonio. Nuestra desgracia consistió
en que la hija única que tuvimos sacó el parecido a la raza de mi marido más
bien que a la mía. Es cosa que ocurre con frecuencia en semejantes
matrimonios, y la pequeña Lucy salió más morena aún que su padre. Pero,
morena o rubia, ella es mi hijita querida, y el cariño de su madre -la muchachita
al oír esas palabras, cruzó corriendo el cuarto y se apretujó contra el vestido de
la señora Munro. Esta agregó:
-Cuando vine de Norteamérica la dejé allí; pero fue únicamente porque andaba
delicada de salud y el cambio de clima pudiera haberle perjudicado. La
entregué al cuidado de una leal escocesa que había sido en tiempos sirvienta
nuestra Jamás pensé ni por un momento negar que ella fuese hija mía Pero
cuando la casualidad te puso a ti en mi camino, Jack, y aprendí a quererte, me
entró miedo de hablarte acerca de mi hija Que Dios me perdone. Temía
perderte, y me faltó valor entonces para confesártelo. Me veía en la necesidad
de escoger entre vosotros dos, y tuve la flaqueza de alejarme de mi hijita. He
mantenido oculta su existencia durante tres años para que tú no lo supieses,
pero recibía noticias de su niñera y sabía que vivía bien. Sin embargo, acabó
por apoderarse de mí un abrumador deseo de volver a estar con mi hija Luché
contra ese deseo, pero fue en vano. Aunque sabía el peligro a que me exponía,
decidí que viniese mi hija, aunque sólo fuese por algunas semanas. Envié un
centenar de libras a la niñera, y le di instrucciones acerca de la casita, a fin de
que pudiera venir como vecina sin que yo apareciese en modo alguno como
relacionada con ella. Llevé mis precauciones hasta el punto de darle orden de
que no dejase salir de casa durante el día a la niña y de que le cubriese la
carita y las manos de manera que ni aún quienes la veían en la ventana
pudiesen chismorrear con la noticia de que había una niña negra en la
vecindad. Si no hubiese tomado tantas precauciones, quizá hubiese
demostrado una prudencia mayor pero me volvía medio loca el temor de que tú
averiguases la verdad. Fuiste tú quien primero me anunció que la casita estaba
ocupada Yo habría esperado hasta la mañana, pero no pude dormir del
nerviosismo, y acabé escabulléndome fuera, sabedora de que era muy difícil
que tú te despertases. Pero me viste, marchar, y allí empezaron todas mis
dificultades. Al siguiente día estaba mi secreto a merced tuya; pero tú te
abstuviste noblemente de llevar adelante tu ventaja. Sin embargo, tres días
más tarde la niñera y la niña tuvieron el tiempo justo para escapar por la puerta
trasera en el momento en que tú te metías en casa por la puerta delantera. Y
esta noche lo has sabido por fin todo. Ahora yo te pregunto qué va a ser de
nosotros, de mi niña y de mí.
La señora Munro entrelazó las manos en ademán de súplica y esperó la
contestación.
Pasaron dos largos minutos antes de que Grant Munro rompiese el silencio, y
cuando contestó, lo hizo con una respuesta de la que a mí me agrada hacer
memoria. Alzó del suelo a la niña, la besó, y luego, siempre con ella en brazos,
alargó la otra mano a su esposa y dio media vuelta en dirección a la puerta
-Podemos hablar de todo esto con más comodidad en nuestra casa dijo-. Effie,
yo no soy un hombre muy bueno; pero creo, con todo, que soy mejor de lo que
tú me has juzgado.
Holmes y yo bajamos tras ellos hasta salir al sendero, y mi amigo me tiró de la
manga en el momento en que cruzamos la puerta, diciéndome:
-Estoy pensando que seremos más útiles en Londres que en Norbury.
Ya no volvió a hablar una palabra de aquel caso hasta muy entrada la noche,
en el momento en que, con la palmatoria encendida en la mano, se dirigía a su
dormitorio.
-Watson -me dijo-, si en alguna ocasión le parece que yo me muestro
demasiado confiado en mis facultades, o si dedico a un caso un esfuerzo
menor del que se merece, tenga usted la amabilidad de cuchichearme al oído
la palabra Norbury, y le quedaré infinitamente agradecido.
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