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viernes, 6 de agosto de 2010

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- LA AVENTURA DE LA LIGA DE LOS PELIRROJOS



LA AVENTURA DE LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
ARTHUR CONAN DOYLE
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Había ido yo a visitar a mi amigo el señor Sherlock Holmes, cierto día de otoño
del año pasado, y me lo encontré muy enzarzado en conversación con un
caballero anciano muy voluminoso, de cara rubicunda y cabellera de un subido
color rojo. Iba ya a retirarme, disculpándome por mi entremetimiento, pero
Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón, y cerró la puerta a mis
espaldas.
–Mi querido Watson, no podía usted venir en mejor momento –me dijo con
expresión cordial.
–Creí que estaba usted ocupado.
–Lo estoy, y muchísimo.
–Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
–De ninguna manera. Señor Wilson, este caballero ha sido compañero y
colaborador mío en muchos de los casos que mayor éxito tuvieron, y no me
cabe la menor duda de que también en el de usted me será de la mayor
utilidad.
El voluminoso caballero hizo mención de ponerse en pie y me saludó con una
inclinación de cabeza, que acompañó de una rápida mirada interrogadora de
sus ojillos medio hundidos en círculos de grasa.
–Tome asiento en el canapé –dijo Holmes, dejándose caer otra vez en su
sillón, y juntando las yemas de los dedos, como era costumbre suya cuando se
hallaba de humor reflexivo–. De sobra sé, mi querido Watson, que usted
participa de mi afición a todo lo que es raro y se sale de los convencionalismos
y de la monótona rutina de la vida cotidiana. Usted ha demostrado el deleite
que eso le produce como el entusiasmo que le ha impulsado a escribir la
crónica de tantas de mis aventurillas, procurando embellecerlas hasta cierto
punto, si usted me permite la frase.
–Desde luego, los casos suyos despertaron en mi el más vivo interés –le
contesté.
–Recordará usted que hace unos días, antes que nos lanzásemos a abordar el
sencillo problema que nos presentaba la señorita Mary Sutherland, le hice la
observación de que los efectos raros y las combinaciones extraordinarias
debíamos buscarlas en la vida misma, que resultaba siempre de una osadía
infinitamente mayor que cualquier esfuerzo de la imaginación.
–Sí, y yo me permití ponerlo en duda.
–En efecto, doctor, pero tendrá usted que venir a coincidir con mi punto de
vista, porque, en caso contrario, iré amontonando y amontonando hechos
sobre usted hasta que su razón se quiebre bajo su peso y reconozca usted que
estoy en lo cierto. Pues bien: el señor Jabez Wilson aquí presente, ha tenido la
amabilidad de venir a visitarme esta mañana, dando comienzo a un relato que
promete ser uno de los más extraordinarios que he escuchado desde hace
algún tiempo.
Me habrá usted oído decir que las cosas más raras y singulares no se
presentan con mucha frecuencia unidas a los crímenes grandes, sino a los
pequeños, y también, de vez en cuando, en ocasiones en las que puede existir
duda de si, en efecto, se ha cometido algún hecho delictivo. Por lo que he
podido escuchar hasta ahora, me es imposible afirmar si en el caso actual
estamos o no ante un crimen, pero el desarrollo de los hechos es, desde luego,
uno de los más sorprendentes de que he tenido jamás ocasión de enterarme.
Quizá, señor Wilson, tenga usted la extremada bondad de empezar de nuevo el
relato. No se lo pido únicamente porque mi amigo el doctor Watson, no ha
escuchado la parte inicial, sino también porque la índole especial de la historia
despierta en mí el vivo deseo de oír de labios de usted todos los detalles
posibles. Por regla general, me suele bastar una ligera indicación acerca del
desarrollo de los hechos para guiarme por los millares de casos similares que
se me vienen a la memoria. Me veo obligado a confesar que, en el caso actual,
y según yo creo firmemente, los hechos son únicos.
El voluminoso cliente enarcó el pecho, como si aquello le enorgulleciera un
poco, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado.
Mientras él repasaba la columna de anuncios, adelantando la cabeza, después
de alisar el periódico sobre sus rodillas, yo le estudié a él detenidamente,
esforzándome, a la manera de mi compañero, por descubrir las indicaciones
que sus ropas y su apariencia exterior pudieran proporcionarme.
No saqué, sin embargo, mucho de aquel examen.
A juzgar por todas las señales, nuestro visitante era un comerciante inglés de
tipo corriente, obeso, solemne, y de lenta comprensión. Vestía unos pantalones
abolsados de tela de pastor a cuadros grises, una levita negra y no demasiado
limpia, desabrochada delante, chaleco gris amarillento con albertina de pesado
metal, de la que colgaba para adorno un trozo, también de metal, cuadrado y
agujereado. A su lado, sobre una silla, había un raído sombrero de copa y un
gabán marrón descolorido con el arrugado cuello de terciopelo. En resumidas
cuentas, y por mucho que yo le mirase, nada de notable distinguí en aquel
hombre, fuera de su pelo rojo vivísimo, y la expresión de disgusto y pesar
extremados que se leía en sus facciones.
La mirada despierta de Sherlock Holmes me sorprendió en mi tarea, y mi amigo
movió la cabeza, sonriéndome, en respuesta a las miradas mías
interrogadoras:
–Fuera de los hechos evidentes de que en tiempos estuvo dedicado a trabajos
manuales, de que toma rapé, de que es francmasón, de que estuvo en China y
de que en estos últimos tiempos ha estado muy atareado en escribir, no puedo
sacar nada más en limpio.
El señor Jabez Wilson se irguió en su asiento, puesto el dedo índice sobre el
periódico, pero con los ojos en mi compañero.
–Pero, por vida mía, ¿cómo ha podido usted saber todo eso, señor Holmes?
¿Cómo averiguó, por ejemplo, que yo he realizado trabajos manuales? Todo lo
que ha dicho es tan verdad como el evangelio, y empecé mi carrera como
carpintero de un barco.
–Por sus manos, señor. La derecha es un número mayor de medida que su
mano izquierda. Usted trabajó con ella y los músculos de la misma están más
desarrollados.
–Bien, pero ¿y lo del rapé y la francmasonería?
–No quiero hacer una ofensa a su inteligencia explicándole de qué manera he
descubierto eso, especialmente porque, contrariando bastante las reglas de
vuestra orden, usa usted un alfiler de corbata que representa un arco y un
compás.
–¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y lo de la escritura?
–¿Y qué otra cosa puede significar el que el puño derecho de su manga esté
tan lustroso en una anchura de cinco púas, mientras que el izquierdo muestra
una superficie lisa cerca del codo, indicando el punto en que lo apoya sobre el
pupitre?
–Bien, ¿y lo de China?
–El pez que lleva usted tatuado más arriba de la muñeca sólo ha podido ser
dibujado en China. Yo llevo realizado un pequeño estudio acerca de los
tatuajes, y he contribuido incluso a la literatura que trata de ese tema. El detalle
de colorear las escamas del pez con un leve color sonrosado es
completamente característico de China. Si, además de eso, veo colgar de la
cadena de su reloj una moneda china, el problema se simplifica aún más.
El señor Jabez Wilson se rió con risa torpona, y dijo:
–¡No lo hubiera creído! Al principio me pareció que lo que había hecho usted
era una cosa por demás inteligente, pero ahora me doy cuenta de que,
después de todo, no tiene ningún mérito.
–Comienzo a creer, Watson –dijo Holmes–, que son un error de parte mía el
dar explicaciones. Omne i gnotum pro magrnfi co, como no ignora usted, y si yo
sigo siendo tan ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar.
¿Puede enseñarme usted ese anuncio, señor Wilson?
–Sí, ya lo encontré –contestó él, con su dedo grueso y colorado fijo hacia la
mitad de la columna–. Aquí está. De aquí empezó todo. Léalo usted mismo,
señor.
Le quité el periódico y leí lo que sigue:
«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.– Con cargo al legado del difunto
Ezekiah Hopkins, Penn. , EE.UU., se ha producido otra vacante que da
derecho a un miembro de la Liga a un salario de cuatro libras semanales a
cambio de servicios de carácter puramente nominal. Todos los pelirrojos
sanos de cuerpo y de inteligencia, y de edad superior a los veintiún años,
pueden optar al puesto. Presentarse personalmente el lunes, a las once, a
Duncan Ross, en las oficinas de la Liga, Pope’s Court núm. 7, Fleet
Street.»
–¿Qué diablos puede significar esto? –exclamé después de leer dos veces el
extraordinario anuncio.
Holmes se rió por lo bajo, y se retorció en su sillón, como solía hacer cuando
estaba de buen humor.
–¿Verdad que esto se sale un poco del camino trillado? –dijo–. Y ahora, señor
Wilson, arranque desde la línea de salida, y no deje nada por contar acerca de
usted, de su familia y del efecto que el anuncio ejerció en la situación de usted.
Pero antes, doctor, apunte el periódico y la fecha.
–Es el Morning Chronicle del veintisiete de abril de mil ochocientos noventa.
Exactamente, de hace dos meses.
–Muy bien. Veamos, señor. Wilson.
–Pues bien: señor Holmes, como le contaba a usted –dijo Jabez Wilson,
secándose el sudor de la frente –yo poseo una pequeña casa de préstamos en
Coburg Square, cerca de la City. El negocio no tiene mucha importancia, y
durante los últimos años no me ha producido sino para ir tirando. En otros
tiempos podía permitirme tener dos empleados, pero en la actualidad sólo
conservo uno; y aun a éste me resultaría difícil poder pagarle, de no ser porque
se conforma con la mitad de la paga, con el propósito de aprender el oficio.
–¿Cómo se llama este joven de tan buen conformar? –preguntó Sherlock
Holmes.
–Se llama Vicente Spaulding, pero no es precisamente un mozalbete.
Resultaría difícil calcular los años que tiene. Yo me conformaría con que un
empleado mío fuese lo inteligente que es él; sé perfectamente que él podría
ganar casi doble de lo que yo puedo pagarle, y mejorar de situación. Pero,
después de todo, si él está satisfecho, ¿porqué voy a revolverle yo el magín?
naturalmente, ¿por qué va usted a hacerlo? Es para usted una verdadera
fortuna el poder disponer de un empleado que quiere trabajar por un salario
inferior al del mercado. En una época como la que atravesamos, no son
muchos los patronos que están en la situación de usted. Me está pareciendo
que su empleado es tan extraordinario como su anuncio.
–Bien, pero también tiene sus defectos ese hombre –dijo el señor Wii-son–. Por
ejemplo, el de largarse por ahí con el aparato fotográfico en las horas en que
debenía estar cultivando su inteligencia, para luego venir y meterse en la
bodega, lo mismo que un conejo en la madriguera, a revelar sus fotografías.
Ese es el mayor de sus defectos; pero, en conjunto, es muy trabajador. Y
carece de vicios.
–Supongo que seguirá trabajando con usted.
–Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos y, en la actualidad, componen mi
casa él y una chica de catorce años, que sabe cocinar algunos platos sencillos
y hacer la limpieza. Los tres llevamos una vida tranquila, señor; y gracias a eso,
estamos bajo techado, pagamos nuestras deudas, y no pasamos de ahí. Fue el
anuncio lo que primero nos sacó de quicio. Spaulding se presentó en la oficina,
hoy hace exactamente ocho semanas, con este mismo periódico en la mano, y
me dijo: «iOjalá Dios que yo fuese pelirrojo, señor Wilson!» Yo le pregunté:
«¿De qué se trata?» Y él me contestó:«Pues que se ha producido otra vacante
en la Liga de los Pelirrojos. Para quien lo sea, equivale a una pequeña fortuna,
y, según tengo entendido, son más las vacantes que los pelirrojos, de modo
que los albaceas testamentarios andan locos no sabiendo qué hacer con el
dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo un huequecito a pedir de
boca donde meterme.» «Pero bueno, ¿de qué se trata?», le pregunté. Mire,
señor Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a mí,
en vez de ir yo en busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo
ponga el pie fuera del felpudo de la puerta del local. Por esa razón vivía sin
enterarme mucho de las cosas de fuera, y recibía con gusto cualquier noticia.
«¿Nunca oyó us-ted hablar de la Liga de los Pelirrojos?», me preguntó con
asombro. «Nunca.-Sí que es extraño, siendo como es usted uno de los
candidatos elegibles para ocupar las vacantes.¿Y qué supone en dinero?», le
pregunté. «Una minucia. Nada más que un par de centenares de libras al año,
pero casi sin trabajo, y sin que le impidan gran cosa dedicarse a sus propias
ocupaciones. » Se imaginará usted fácilmente que eso me hizo afinar el oído,
ya que mi negocio no marchaba demasiado bien desde hacía algunos años, y
un par de centenares de libras más me habrían venido de perlas. «Explíqueme
bien ese asunto», le dije. «Pues bien –me contestó mostrándome el anuncio–:
usted puede ver por sí mismo que la Liga tiene una vacante, y en el mismo
anuncio viene la dirección en que puede pedir todos los detalles. Según a mí se
me alcanza, la Liga fue fundada por un millonario norteamericano, Ezekiah
Hopkins, hombre raro en sus cosas. Era pelirrojo, y sentía mucha simpatía por
los pelirrojos; por eso, cuando él falleció, se vino a saber que había dejado su
enorme fortuna encomendada a los albaceas, con las instrucciones pertinentes
a fin de proveer de empleos cómodos a cuantos hombres tuviesen el pelo de
ese mismo color. Por lo que he oído decir, el sueldo es espléndido, y el trabajo
escaso. » Yo le contesté:
«Pero serán millones los pelirrojos que los soliciten. » «No tantos como usted
se imagina –me contestó–. Fíjese en que el ofrecimiento está limitado a los
londinenses, y a hombres mayores de edad. El norteamericano en cuestión
marchó de Londres en su juventud, y quiso favorecer a su vieja y querida
ciudad. Me han dicho, además, que es inútil solicitar la vacante cuando se tiene
el pelo de un rojo claro o de un rojo oscuro; el único que vale es el color rojo
auténtico, vivo, llameante, rabioso. Si le interesase solicitar la plaza, señor
Wilson, no tiene sino presentarse; aunque quizá no valga la pena para usted el
molestarse por unos pocos centenares de libras. » La verdad es, caballeros,
como ustedes mismos pueden verlo, que mi pelo es de un rojo vivo y brillante,
por lo que me pareció que, si se celebraba un concurso, yo tenía tantas
probabilidades de ganarlo como el que más de cuantos pelirrojos había
encontrado en mi vida. Vicente Spaulding parecía tan enterado del asunto que
pensé que podría serme de utilidad, de modo, pues, que le di la orden de echar
los postigos por aquel día, y de acompañarme inmediatamente. Le cayó muy
bien lo de tener un día de fiesta, de modo, pues, que cerramos el negocio, y
marchamos hacia la dirección que figuraba en el anuncio. Yo no creo que
vuelva a contemplar un espectáculo como aquél en mi vida, señor Holmes.
Procedentes del Norte, del Sur, del Este e este, todos cuantos hombres tenían
un algo de rubicundo en los cabellos se habían largado a la City respondiendo
al anuncio. Fieet Street estaba obstruida de pelirrojos, y Pope’s Court producía
la impresión del carrito de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que pudieran
ser tantos en el país como los que se congregaron por un solo anuncio. Los
había allí de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, perro stter,
irlandés, hígado, arcilla. Pero, según hizo notar Spaulding, no eran muchos los
de un auténtico rojo, vivo y llameante. Viendo que eran tantos los que
esperaban, estuve a punto de renunciar, de puro desánimo; pero Spaulding no
quiso ni oír hablar de semejante cosa. Yo no sé cómo se las arregló, pero el
caso es que a fuerza de empujar a éste, apartar al otro, y chocar con el de más
allá, me hizo cruzar por entre aquella multitud, llevándome hasta la escalera
que conducía a las oficinas.
–Fue la suya una experiencia divertidísima –comentó Holmes, mientras
su cliente se callaba y refrescaba su memoria con un pellizco de rapé–.
Prosiga, por favor, el interesante relato.
–En la oficina no había sino un par de sillas de madera y una mesa de ta-bla, a
la que estaba sentado un hombre pequeño, y cuyo pelo era aún más rojo que
el mío. Conforme se presentaban los candidatos, les decía algunas palabras,
pero siempre se las arreglaba para descalificarlos por algún defectillo. Después
de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar una vacante. Pero cuando nos
llegó la vez a nosotros, el hombrecillo se mostró más inclinado hacia mí que
hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando estuvimos dentro, a fin de
poder conversar reservadamente con nosotros. «Este señor se llama Jabez
Wilson –le dijo mi empleado–y desearía ocupar la vacante que hay en la Liga. »
«Por cierto, que se ajusta a maravilla para el puesto –contestó el otro–. Reúne
todos los requisitos. No recuerdo desde cuándo no he visto pelo tan hermoso. »
Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza, y me estuvo contemplando el
pelo hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se abalanzó hacia mí,
me dio un fuerte apretón de manos, y me felicitó calurosamente por mi éxito.
«El titubear constituiría una injusticia –dijo–. Pero estoy seguro de que sabrá
disculpar el que yo tome una precaución elemental. » Y acto continuo me
agarró del pelo con ambas manos, y tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al
soltarme, me dijo:
«Tiene usted lágrimas en los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es
preciso que tengamos sumo cuidado, porque ya hemos sido engañados en dos
ocasiones, una de ellas con peluca postiza, y la otra con el tinte. Podría
contarle a usted anécdotas del empleo de cera de zapatero remendón, como
para que se asquease de la condición humana. » Dicho esto, se acercó a la
ventana, y anunció a voz en grito a los que estaban debajo, que había sido
ocupada la vacante. Se alzó un gemir de desilusión entre los que esperaban, y
la gente se desbandó, no quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y
yo. » «Me llamo Duncan Ross –dijo éste– y soy uno de los que cobran pensión
procedente del legado de nuestro noble bienhechor. ¿Es usted casado, señor
Wilson? ¿Tiene usted familia?» Contesté que no la tenía. La cara de aquel
hombre se nubló en el acto, y me dijo con mucha gra-vedad: ¡Vaya por Dios,
qué inconveniente más grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es
natural, la finalidad del legado es la de que aumenten y se propaguen los
pelirrojos, y no sólo su conservación. Es una gran desgracia que usted sea un
hombre sin familia.» También mi cara se nubló al oír aquello, señor Holmes,
viendo que, después de todo, se me escapaba la vacante; pero, después de
pensarlo por espacio de algunos minutos, sentencio que eso no importaba.
«Tratándose de otro -dijo- esa objeción podría ser fatal, pero estiraremos la
cosa en favor de una persona de un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted
hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente,
puesto que yo tengo un negocio mío», contesté. ¡Oh! No se preocupe por eso,
señor Wilson –dijo Vicente Spaulding–. Yo me cuidaré de su negocio. ¿Cuál
será el horario?», pregunté. «De diez a dos.» Pues bien: el negocio de
préstamos se hace principalmente a eso del anochecido, señor Holmes,
especialmente los jueves y los viernes, es decir, los días anteriores al de paga;
me venia, pues, perfecta-mente el ganarme algún dinerito por las mañanas.
Además, yo sabía que mi empleado es una buena persona y que atendería a
todo lo que se le presen-tase. «Ese horario me convendría perfectamente –le
dije–. ¿Y el sueldo?» «Cuatro libras a la semana.» ¿En qué consistirá el
trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.¿Qué entiende usted por
puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted que hacer
acto de presencia en esta oficina, o por lo menos en este edificio. Si usted se
ausenta del mismo, pierde para siempre su empleo. Sobre este punto es
terminante el testamento. Si usted se ausenta de la oficina en esas horas, falta
a su compromiso.» «Son nada más que cuatro horas al día, y no se me ocurrirá
ausentarme», le contesté. «Si lo hiciese, no le valdrían excusas –me dijo el
señor Duncan Ross–. Ni por enfermedad, negocios, ni nada. Usted tiene que
permanecer aquí, so pena de perder la colocación.» «¿Y el trabajo?»
«Consiste en copiarla Enciclopedia Británica. En este estante tiene usted el
primer volumen. Usted tiene que procurarse tinta, plumas, y papel secante,
pero no-sotros le suministramos esta mesa y esta silla. ¿Puede usted empezar
mañana?» «Desde luego que sí», le contesté. «Entonces, señor Jabez Wilson,
adiós, y permítame felicitarle una vez más por el importante empleo que ha
tenido usted la buena suerte de conseguir.» Se despidió de mí con una
reverencia, indicándome que podía retirarme, y yo me volví a casa con mi
empleado, sin saber casi qué decir ni qué hacer, de tan satisfecho como estaba
con mi buena suerte. Pues bien: me pasé el día dando vueltas en mi cabeza al
asunto, y para cuando llegó la noche, volví a sentirme abatido, porque estaba
completamente convencido de que todo aquello no era sino una broma o una
superchería, aunque no acertaba a imaginarme qué finalidad podían
proponerse. Parecía completamente imposible que hubiese nadie capaz de
hacer un testamento semejante, y de pagar un sueldo como aquél por un
trabajo tan sencillo como el de copiar la Enciclopedia Británica. Vicente
Spaulding hizo todo cuanto le fue posible por darme ánimos, pero a la hora de
acostarme había yo acabado por desechar del todo la idea. Sin embargo,
cuando llegó la mañana resolví ver en qué quedaba aquello, compré un frasco
de tinta de a penique, me proveí de una pluma de escribir y de siete pliegos de
papel de oficio, y me puse en camino para Pope’s Court. Con gran sorpresa y
satisfacción mía, encontré las cosas todo lo bien que podían estar. La mesa
estaba a punto, y el señor Duncan Ross presente para cerciorarse de que yo
me ponía a trabajar. Me señaló para empezar la letra A, y luego se retiró; pero
de vez en cuando aparecía por allí para comprobar que yo seguía en mi sitio. A
las dos, me despidió, me felicitó por la cantidad de trabajo que había hecho, y
cerró la puerta del despacho después de salir yo. Un día tras otro, las cosas
siguieron de la misma forma, y el gerente se presentó el sábado, poniéndome
encima de la mesa cuatro soberanos de oro, en pago del trabajo que yo había
realizado durante la semana. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y la otra.
Me presenté todas las maña-nas a las diez, y me ausenté a las dos. Poco a
poco, el señor Duncan Ross se limitó a venir una vez durante la mañana, y al
cabo de un tiempo, dejó de venir del todo. Como es natural, yo no me atreví a
pesar de eso, a ausentarme de la oficina un solo momento, porque no tenía la
seguridad de que él no iba a presentarse, y el empleo era tan bueno, y me
venía tan bien, que no me arriesgaba a perderlo. Transcurrieron de idéntica
manera ocho semanas, durante las cuales yo escribí lo referente a los Abades,
Arqueros, Armaduras, Arquitectura y Atica, esperanzado de llegar, a fuerza de
diligencia, muy pronto a la b. Me gasté algún dinero en papel de oficio, y ya
tenía casi lleno un estante con mis escritos. Y de pronto, se acaba todo el
asunto.
–¿Que se acabó?
–Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana mismo. Me presenté como de
costumbre al trabajo a las diez, pero la puerta estaba cerrada con llave, y en
mitad de la hoja de la misma, clavado con una tachuela, había un trocito de
cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.
Nos mostró un trozo de cartulina blanca, más o menos del tamaño de un papel
de cartas, que decía lo siguiente:
HA QUEDADO DISUELTA
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
9 OCTUBRE 1890
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve anuncio y la cara afligida que
había detrás del mismo, hasta que el lado cómico del asunto se sobrepuso de
tal manera a toda otra consideración, que ambos rompimos en una carcajada
estruendosa.
–Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida –exclamó nuestro cliente,
sonrojándose hasta la raíz de sus rojos cabellos–. Si no pueden ustedes hacer
en favor mío otra cosa que reírse, me dirigiré a otra parte.
–No, no –le contestó Holmes, empujándolo hacia el sillón del que había
empezado a levantarse–. Por nada del mundo me perdería yo este asunto
suyo. Se sale tanto de la rutina, que resulta un descanso. Pero no se me
ofenda si le digo que hay en el mismo algo de divertido. Vamos a ver, ¿qué
pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?
–Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entré en las oficinas de al
lado, pero nadie sabía nada. Por último, me dirigí al dueño de la casa, que es
contador y vive en la planta baja, y le pregunté si podía darme al-guna noticia
sobre lo ocurrido a la Liga de Pelirrojos. Me contestó que ja-más había oído
hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan
Ross, y me contestó que era la vez primera que oía ese nombre. «Me refiero,
señor, al caballero de la oficina número cuatro», le dije. ¿Cómo? ¿El caballero
pelirrojo?» «Ese mismo.» «Su verdadero nombre es William Morris. Se trata de
un procurador, y me alquiló la habitación temporalmente, mientras quedaban
listas sus propias oficinas. Ayer se trasladó a ellas.» «¿Y dónde podría
encontrarlo?» «En sus nuevas oficinas. Me dio su dirección. Eso es, King
Edward Street número diecisiete, junto a San Pablo.» Marché hacia allí, señor
Holmes, pero cuando llegué a esa dirección, me encontré con que se trataba
de una fábrica de rodilleras artificia-les, y nadie había oído hablar allí del señor
William Morris, ni del señor Duncan Ross.
–¿Y qué hizo usted entonces? –le preguntó Holmes.
Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y consulté con mi empleado. No
supo darme ninguna solución, salvo la de decirme que esperase, porque con
seguridad que recibiría noticias por carta. Pero esto no me basta a, señor
Holmes. Yo no quería perder una colocación como aquélla así como así; por
eso, como había oído decir que usted llevaba su bondad hasta aconsejar a la
pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.
–Y obró usted con gran acierto –dijo Holmes–. El caso de usted resulta
extraordinario, y lo estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha informado,
deduzco que aquí están en juego cosas mucho más graves de lo que a
primera vista parece.
–¡Que si se juegan cosas graves! –dijo el señorJabez Wilson–. Yo, por mi
parte, pierdo nada menos que cuatro libras semanales.
–Por lo que a usted respecta –le hizo notar Holmes– no veo que usted tenga
queja alguna contra esta extraordinaria Liga. Todo lo contrario; por lo que le he
oído decir, usted se ha embolsado unas treinta libras, dejando fuera de
consideración los minuciosos conocimientos que ha adquirido sobre cuantos
temas caen bajo la letra A. A usted no le han causado ningún perjuicio.
–No, señor. Pero quiero saber de esa gente, enterarme de quiénes son, y qué
se propusieron haciéndome esta jugarreta, porque se trata de una jugarreta. La
broma les salió cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.
–Procuraremos ponerle en claro esos extremos. Empecemos por un par de
preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo que fue quien primero le llamó la
atención acerca del anuncio, ¿qué tiempo llevaba con usted?
–Cosa de un mes.
–¿Cómo fue el venir a pedirle empleo?
–Porque puse un anuncio.
-¿se presentaron más aspirantes que él?
–Se presentaron en número de una docena.
–¿Por qué se decidió usted por él?
–Porque era listo y se ofrecía barato.
–A mitad de salario, ¿verdad?
–Sí.
–¿Cómo es ese Vicente Spaulding?
–Pequeño, grueso, muy activo, imberbe, aunque no bajará de los treinta años.
Tiene en la frente una mancha blanca de salpicadura de algún ácido.
Holmes se irguió en su asiento, muy excitado, y dijo:
–Me lo imaginaba. ¿Nunca se fijó usted en si tiene las orejas agujereadas
como para llevar pendientes?
–Sí, señor. Me contó que se las había agujereado una gitana cuando era
todavía muchacho.
–¡Ejem! –dijo Holmes, recostándose de nuevo en su asiento–. ¿Y sigue todavía
en casa de usted?
–Sí, señor; no hace sino un instante que lo dejé.
–~Y estuvo bien atendido el negocio de usted durante su ausencia?
–No tengo queja alguna, señor. De todos modos, poco es el negocio que se
hace por las mañanas.
–Con esto me basta, señor Wilson. Tendré mucho gusto en exponerle mi
opinión acerca de este asunto dentro de un par de días. Hoy es sábado; espero
haber llegado a una conclusión allá para el lunes.
–Veamos, Watson –me dijo Holmes, una vez que se hubo marchado nuestro
visitante–. ¿Qué saca usted en limpio de todo esto?
–Yo no saco nada –le contesté, con franqueza–. Es un asunto por demás
misterioso.
–Por regla general –me dijo Holmes– cuanto más estrambótica es una cosa,
menos misteriosa suele resultar. Los verdaderamente desconcertantes son
esos crímenes vulgares y adocenados, de igual manera que un rostro corriente
es el más difícil de identificar. Pero en este asunto de ahora ten-dré que actuar
con rapidez.
–¿Y qué va usted a hacer? –le pregunté.
–Fumar –me respondió–. Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y
yo le pido a usted que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su sillón, levantando las rodillas hasta
tocar su nariz aguileña, y de ese modo permaneció con los ojos cerrados y la
negra pipa de arcilla apuntando fuera igual que el pico de algún ex-traordinario
pajarraco. Yo había llegado a la conclusión de que se había dormido, y yo
mismo estaba cabeceando; pero Holmes Saltó de pronto de su asiento con el
gesto de un hombre que ha tomado una resolución, y dejó la pipa encima de la
repisa de la chimenea, diciendo:
–Esta tarde toca Sarasatc en St. James Hall. ¿Qué opina usted, Watson?
¿Pueden sus enfermos prescindir de usted durante a unas oras?
–Hoy no tengo nada que hacer. Mi clientela no me acapara nunca mucho.
–En ese caso, póngase el sombrero y acompáñeme. Pasaré primero por la
City, y por el camino podemos almorzar alguna cosa. Me he fijado en que el
programa incluye mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la
italiana y la francesa. Es música introspectiva, y yo quiero hacer un examen de
conciencia. Vamos.
Hasta Aldersgatc hicimos el viaje en el ferrocarril subterráneo; un corto paseo
nos llevó hasta Saxe-Coburg Square, escenario del extraño relato que
habíamos escuchado por la mañana. Era ésta una placita ahogada, pequeña,
de quiero y no puedo, en la que cuatro hileras de desaseadas casas de ladrillo
de dos pisos miraban a un pequeño cercado, de verjas, dentro del cual una
raquítica cespedera y unas pocas matas de ajado laurel luchaban
valerosamente contra una atmósfera cargada de humo y adversa. Tres bolas
doradas y un rótulo marrón con el nombre «Jabez Wilson», en letras blancas,
en una casa que hacía esquina, servían de anuncio al local en que nuestro
pelirrojo cliente realizaba sus transacciones. Sherlock Holmes se detuvo
delante del mismo, ladeó la cabeza y lo examinó detenidamente con ojos que
brillaban entre sus encogidos párpados. Después caminó despacio calle arriba,
y luego calle abajo hasta la esquina, siempre con la vista clavada en los
edificios. Regresó, por último, hasta la casa del prestamista, y, después de
golpear con fuerza dos o tres veces en el suelo con el bastón, se acercó a la
puerta y llamó. Abrió en el acto un joven de aspecto despierto, bien afeitado y
le invitó a entrar.
–No, gracias; quería sólo preguntar por dónde se va a Stran –dijo Holmes.
–Tres a la derecha, y luego cuatro a la izquierda –contestó el empleado,
apresurándose a cerrar.
–He ahí un individuo listo –comentó Holmes cuando nos alejábamos–. En mi
opinión, es el cuarto en listeza de Londres, y en cuanto a audacia, quizá pueda
aspirar a ocupar el tercer lugar. He tenido antes de ahora ocasión e intervenir
en asuntos relacionados con él.
–Es evidente –dije yo– que el empleado del señor Wilson entra por mucho en
este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le preguntó
el camino únicamente para tener ocasión de echarle la vista encima.
–No a él.
–¿A quién, entonces?
–A las rodilleras de sus pantalones.
–¿Y qué vio usted en ellas?
–Lo que esperaba ver.
–¿Y por qué golpeó usted el suelo de la acera?
–Mi querido doctor, éstos son momentos de observar, no de hablar. Somos
espías en campo enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square.
Exploremos ahora las travesías que tiene en su parte posterior.
La carretera por la que nos metimos al doblar a esquina de la apartada plaza
de Saxe-Coburg presentaba con ésta el mismo contraste que la cara de un
cuadro con su reverso. Estábamos ahora en una de las arterias principales por
donde discurre el tráfico de la City hacia el Norte y hacia el Oeste. La calzada
hallábase bloqueada por el inmenso río del tráfico comercial que fluía en una
doble marca hacia dentro y hacia fuera, en tanto que los andenes
hormigueaban de gentes que caminaban presurosas. Contemplando la hilera
de tiendas elegantes y de magníficos locales de negocio, resultaba difícil
hacerse a la idea de que, en efecto, desembocasen por el otro lado en la plaza
descolorida y muerta que acabábamos de dejar.
–Veamos –dijo Holmes, en pie en la esquina y dirigiendo su vista por la hilera
de edificios adelante–. Me gustaría poder recordar el orden en que están aquí
las casas. Una de mis aficiones es la de conocer Londres al dedi-llo. Tenemos
el Mortimer’s, el despacho de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal
Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetalista y el depósito de
las carrocerías McFarlane. Y con esto pasamos a la otra manzana. Y ahora,
doctor, ya hemos hecho nuestro trabajo, y es tiempo de que tengamos alguna
distracción. Un bocadillo, una taza de café, y acto seguido a los dominios del
violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no existen
clientes pelirrojos que nos molesten con sus rompecabezas.Era mi amigo un
músico entusiasta que no se limitaba a su gran destreza de ejecutante, sino
que escribía composiciones de verdadero mérito. Permaneció toda la tarde
sentado en su butaca sumido en la felicidad más completa; de cuando en
cuando marcaba gentilmente con el dedo el compás de la música, mientras que
su rostro de dulce sonrisa, y sus ojos ensoñadores se parecían tan poco a los
de Holmes el sabueso, a los de Holmes el perseguidor implacable, agudo, ágil,
de criminales, como es posible concebir. Los dos aspectos de su singular
temperamento se afirmaban alternativamente, y su extremada exactitud y
astucia representaban, según yo pensé muchas veces, la reacción contra el
humor poético y contemplativo que, en ocasiones, se sobreponía dentro de él.
Ese vaivén de su temperamento lo hacía pasar desde la más extrema
languidez a una devoradora energía; y, según yo tuve oportunidad de saberlo
bien, no se mostraba nunca tan verdaderamente formidable como cuando se
había pasado días enteros descansando ociosamente en su sillón, entregado a
sus improvisaciones y a sus libros de letra gótica. Era entonces cuando le
acometía de súbito el anhelo vehemente de la caza, y cuando su brillante
facultad de razonar se elevaba hasta el nivel de la intuición, llegando al punto
de quienes no estaban familiarizados con sus métodos le mirasen de soslayo,
como a persona cuyo saber no era el mismo de los demás mortales. Cuando
aquella tarde lo vi tan arrebujado en la música de St. James Hall, tuve la
sensación de que quizá se les venían encima malos momentos a aquellos en
cuya persecución se había lanzado.
–Seguramente que querrá usted ir a su casa, doctor --me dijo cuando salíamos.
–Sí, no estaría de más.
–Y yo tengo ciertos asuntos que me llevarán varias horas. Este de la plaza de
Coburg es cosa grave.
–¿Cosa grave? ¿Por qué?
–Está preparándose un gran crimen. Tengo toda clase de razones para creer
que llegaremos a tiempo de evitarlo. Pero el ser hoy sábado complica bastante
las cosas. Esta noche lo necesitaré a usted.
–¿A qué hora?
–Con que venga a las diez será suficiente.
–Estaré a las diez en Baker Street.
–Perfectamente. ¡Oiga, doctor! Échese el revólver al bolsillo, porque quizá la
cosa sea peligrosilia.
Me saludó con un vaivén de la mano, giró sobre sus tacones, y desapareció
instantaneamente entre la multitud.
Yo no me tengo por más torpe que mis convecinos, pero siempre que te-nía
que tratar con Sherlock Holmes me sentía como atenazado por mi pro-pia
estupidez. En este caso de ahora, yo había oído todo lo que él había oído,
había visto lo que él había visto y, sin embargo, era evidente, a juzgar por sus
palabras, que él veía con claridad no solamente lo que había ocurrido, sino
también lo que estaba a punto de ocurrir, mientras que a mí se me presentaba
todavía todo cl asunto como grotesco y confuso. Mientras iba en coche hasta
mi casa de Kensington, medité sobre todo lo ocurrido, desde el extraordinario
relato del pelirrojo copista de la Enciclopedia, hasta la visita a Saxe-Coburg
Squarc, y las frases ominosas con que Holmes se había despedido de mí.
¿Qué expedición nocturna era aquélla, y por qué razón tenía yo que ir armado?
¿Adónde iríamos, y qué era lo que teníamos que hacer? Holmes me había
insinuado que el empleado barbilampiño del prestamista era un hombre
temible, un hombre que quizás estaba desarrollando un juego de gran alcance.
Intenté desenredar el enigma, pero renuncié a ello con desesperanza, dejando
de lado el asunto hasta que la noche me trajese una explicación.
Eran las nueve y cuarto cuando salí de mi casa y me encaminé, cruzando el
parque y siguiendo por Oxford Street, hasta Baker Street. Había parados
delante de la puerta dos coches hanso, y al entrar en el vestíbulo oí ruido de
voces en el piso superior. Al entrar en la habitación de Holmes, encontré a éste
en animada conversación con dos hombres, en uno de los cuales reconocí al
agente oficial de Policía PeterJones; el otro era un hombre alto, delgado,
caritristón, de sombrero muy lustroso y levita abrumadoramente respetable.
–¡Ajá! Ya está completa nuestra expedición –dijo Holmes, abrochándose la
zamarra de marinero, y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza–. Creo
que usted, Watson, conoce ya al señorJones, de Scotland Yard. Permítame
que le presente al señor Merryweather, que será esta noche compañero
nuestro de aventuras.
–Otra vez salimos de caza por parejas, como usted ve, doctor –me dijo Jones
con su prosopopeya habitual–. Este amigo nuestro es asombroso para levantar
la pieza. Lo que él necesita es un perro viejo que le ayude a cazarla.
–Espero que, al final de nuestra caza, no resulte que hemos estado
persiguiendo fantasmas –comentó, lúgubre, el señor Merryweather.
–Caballero, puede usted depositar una buena dosis de confianza en el señor
Holmes –dijo con engreimiento el agente de Policía–. el tiene pequeños
métodos propios, y éstos son, si él no se ofende porque yo se lo diga,
demasiado teóricos y fantásticos, pero lleva dentro de sí mismo a un detective
hecho y derecho. No digo nada de más afirmando que en una o dos ocasiones,
tales como el asunto del asesinato de Sholto y del tesoro de Agra, ha andado
más cerca de la verdad que la organización policíaca.
–Me basta con que diga usted eso, señor Jones –respondió con deferencia el
desconocido–. Pero reconozco que echo de menos mi partida de cartas. Por
vez primera en veintisiete años, dejo de jugar mi partida de cartas un sábado
por la noche.
–Creo –le hizo notar Sherlock Holmes– que esta noche se juega usted algo de
mucha mayor importancia que todo lo que se ha jugado hasta ahora, y que la
partida le resultará más emocionante. Usted, señor Merryweather , se juega
unas treinta mil libras esterlinas, y usted, Jones, la oportunidad de echarle el
guante al individuo a quien anda buscando.
–A John Clay, asesino, ladrón, quebrado fraudulento y falsificador. Se trata de
un individuo joven, señor Merryweather, pero marcha a la cabeza de su
profesión, y preferiría esposarlo a él mejor que a ningún otro de los criminales
de Londres. Este John Clay es hombre extraordinario. Su abuelo era duque de
sangre real, y el nieto cursó estudios en Eton y en Oxford. Su cerebro funciona
con tanta destreza como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a la
vuelta de cada esquina, jamás sabemos dónde dar con él. Esta semana
violenta una casa en Escocia, y a la siguiente va y viene por Cornwall
recogiendo fondos para construir un orfanato. Llevo persiguiéndolo varios años,
y nunca pude ponerle los ojos encima.
–Espero tener el gusto de presentárselo esta noche. También yo he tenido mis
más y mis menos con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que
va a la cabeza de su profesión. Pero son ya las diez bien pasa-das, y es hora
de que nos pongamos en camino. Si ustedes suben en el primer coche,
Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante nuestro largo
trayecto en coche, y se arrellanó en su asiento, tarareando melodías que había
oído aquella tarde. Avanzamos traqueteando por un laberinto inacabable de
calles alumbradas con gas, y desembocamos, por fin, en Farringdon Street.
–Ya estamos llegando –comenté mi amigo–. Este Merryweather es director de
un banco, y el asunto le interesa de una manera personal. Me pareció
asimismo bien el que nos acompañase Jones. No es mala persona, aunque en
su profesión resulte un imbécil perfecto. Posee una positiva buena cualidad. Es
valiente como un bulI-dog, y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus
garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos esperan.
Estábamos en la misma concurrida arteria que habíamos visitado por la
mañana. Despedimos a nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather,
nos metimos por un estrecho pasaje, y cruzamos una puerta lateral que se
abrió al llegar nosotros. Al otro lado había un corto pasillo, que terminaba en
una pesadísima puerta de hierro. También ésta se abrió, dejándonos pasar a
una escalera de piedra y en curva, que terminaba en otra formidable puerta. El
señor Merryweathcr se detuvo para encender una linterna, y luego nos condujo
por un corredor oscuro y que olía a tierra; luego, después de abrir una tercera
puerta, desembocamos en una inmensa bóveda ó bodega en que había
amontonadas por todo su alrededor jaulas de embalaje con cajas macizas
dentro.
–Desde arriba no resulta usted muy vulnerable –hizo notar Holmes,
manteniendo en alto la linterna y revisándolo todo con la mirada.
–Ni desde abajo –dijo cl señor Merrywcather, golpeando con su bastón en las
losas con que estaba empedrado el suelo–. ¡Por vida mía, esto suena a hueco!
–exclamó, alzando sorprendido la vista.
–Me veo obligado a pedir a usted que permanezca un poco más tranquilo –le
dijo con severidad Holmes–. Acaba usted de poner en peligro todo el éxito de la
expedición. ¿Puedo pedirle que tenga la bondad de sentarse encima de una de
estas cajas, sin intervenir en nada?
El solemne señor Merryweathcr se encaramé a una de las jaulas de embalaje
mostrando gran disgusto en su cara, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo
y, sirviéndose de la linterna y de una lente de aumento, comenzo a escudrinar
minuciosamente las rendijas entre losa y losa. Le bastaron pocos segundos
para llegar al convencimiento, porque se puso ágilmente en pie y se guardó su
lente en el bolsillo.
–Tenemos por delante lo menos una hora –dijo a modo de comentario–, porque
nada pueden hacer mientras el prestamista no se haya metido en la cama.
Pero cuando esto ocurra, pondrán inmediatamente manos a la obra, pues
cuanto antes le den fin, más tiempo les quedará para la fuga. Doctor, en este
momento nos encontramos, según usted habrá ya adivinado, en los sótanos de
la sucursal que tiene en la City uno de los principales bancos londinenses. El
señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección, y él explicará a
usted por qué razones puede esta bodega despertar ahora mismo vivo interés
en los criminales más audaces de Londres.
–Se trata del oro francés que aquí tenemos –cuchicheó el director–. Hemos
recibido ya varias advertencias de que quizá se llevase a cabo una tentativa
para robárnoslo.
-¿El oro francés?
–Sí. Hace algunos meses se nos presentó la conveniencia de reforzar nuestros
recursos, y para ello tomamos en préstamo treinta mil napoleones de oro al
Banco de Francia. Ha corrido la noticia de que no habíamos tenido necesidad
de desempaquetar el dinero, y que éste se encuentra aún en nuestra bodega.
Esta jaula sobre la que estoy sentado encierra dos mil napoleones
empaquetados entre capas superpuestas de plomo. En este momento,
nuestras reservas en oro son mucho más elevadas de lo que es corriente
guardar en una sucursal, y el consejo de dirección tenía sus recelos por este
motivo.
–Recelos que estaban muy justificados –hizo notar Holmes–. Es hora ya de
que pongamos en marcha nuestros pequeños planes. Calculo que de aquí a
una hora las cosas habrán hecho crisis. Para empezar, señor Merryweather, es
preciso que corra la.pantalla de esa linterna sorda.
-¿vamos a permanecer en la oscuridad?
–Eso me temo. Traje conmigo un juego de cartas, pensando que, en fin de
cuentas, siendo como somos una partie carrée, quizá no se quedara usted sin
echar su partidita habitual. Pero, según he observado, los preparativos del
enemigo se hallan tan avanzados, que no podemos correr el riesgo de tener luz
encendida. Y, antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es
temeraria y, aunque los situaremos en desventaja, podrían causarnos daño si
no andamos con cuidado. Yo me situaré detrás de esta jaula, y ustedes
escóndanse detrás de aquéllas. Cuando yo los enfoque con una luz, ustedes
los cercan rápidamente. Si ellos hacen fuego, no sienta remordimientos de
tumbarlos a tiros, Watson.
Coloqué mi revólver, con el gatillo levantado, sobre la caja de madera detrás de
la cual estaba yo parapetado. Holmes corrió la cortina delantera de su linterna,
y nos dejó sumidbos en negra oscuridad, en la oscuridad más absoluta en que
yo me encontré hasta entonces. El olor del metal caliente seguía
atestiguándonos que la luz estaba encendida, pronta a brillar
instantáneamente. Aquellas súbitas tinieblas, y el aire frío y húmedo de la
bodega, ejercieron una impresión deprimente y amortiguadora sobre mis
nervios, tensos por la más viva expectacion.
–Sólo les queda un camino para la retirada –cuchicheó Holmes–; el de volver a
la casa y salir a Saxe-Coburg Square. Habrá usted hecho ya lo que le pedí,
¿verdad?
–Un inspector y dos funcionarios esperan en la puerta delantera.
–Entonces, les hemos tapado todos los agujeros. Silencio, pues, y a esperar.
¡Qué larguísimo resultó aquello! Comparando notas más tarde, resulta que la
espera fue de una hora y cuarto, pero yo tuve la sensación de que había
transcurrido la noche y que debía de estar alboreando por encima de nuestras
cabezas. Tenía los miembros entumecidos y cansados, porque no me atrevía a
cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el más alto punto de
tensión, y mi oído se había agudizado hasta el punto de que no sólo escuchaba
la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía por su mayor
volumen la inspiración del voluminoso Jones, de la nota suspirante del director
del banco. Desde donde yo estaba, podía mirar por encima del cajón hacia el
piso de la bodega. Mis ojos percibieron de pronto el brillo de una luz.
Empezó por ser nada más que una leve chispa en las losas del empedrado, y
luego se alargó hasta convertirse en una línea amarilla; de pronto, sin ninguna
advertencia ni ruido, pareció abrirse un desgarrón, y apareció una mano
blanca, femenina casi, que tanteó por el centro de la pequeña superficie de luz.
Por espacio de un minuto o más, sobresalió la mano del suelo, con sus
inquietos dedos. Se retiró luego tan súbitamente como había aparecido,. y todo
volvió a quedar sumido en la oscuridad, menos una chispita cárdena,
reveladora de una grieta. entre las losas.
Pero esa desaparición fue momentánea. Una de las losas, blancas y anchas,
giró sobre uno de sus lados, produciendo un ruido chirriante, de
desgarramiento, dejando abierto un hueco cuadrado, por el que se proyectó
hacia fuera la luz de una linterna. Asomó por encima de los bordes una cara
barbilampiña, infantil, que miró con gran atención a su alrededor y luego,
haciendo palanca con las manos a un lado y otro de la abertura, se alzó hasta
sacar pr’mero los hombros, luego la cintura, y apoyó por fin una rodilla encima
del borde. Un instante después se irguio en pie a un costado del agujero,
ayudando a subir a un compañero, delgado y pequeño como él, de cara pálida
y una mata de pelo de un rojo vivo.
–No hay nadie –cuchicheó–. ¿Tienes el cortafrío y los talegos?... ¡Válgame
Dios! ¡Salta, Archie, salta, yo le haré frente!
Sherlock Holmes había saltado de su escondite, agarrando al intruso por el
cuello de la ropa. El otro se zambulló en el agujero, y yo pude oír el desgarrón
de sus faldones en los que Jones había hecho presa. Centelleó la luz en el
cañón de un revólver, pero el látigo de caza de Holmes cayó sobre la muñeca
del individuo, y el arma fue a parar al suelo, produciendo un ruido metálido
sobre las losas.
–Es inútil, John Clay –le dijo Holmes, sin alterarse–; no tiene usted la menor
probabilidad a su favor.
–Ya lo veo –contestó el otro con la mayor sangre fría–. Supongo que mi
compañero está a salvo, aunque, por lo que veo, se han quedado ustedes con
las colas de su chaqueta.
–Le esperan tres hombres a la puerta -le dijo Holmes.
–¿Ah, sí? Por lo visto no se le ha escapado a usted detalle. Le felicito.
–Y y o a usted –le contestó Holmes–. Su idea de los pelirrojos tuvo gran
novedad y eficacia.
–En seguida va usted a encontrarse con su compinche –dijo Jones–. Es más
ágil que
yo descolgándose por los agujeros. Alargue las manos mientras le coloco las
pulseras.–Haga el favor de no tocarme con sus manos sucias --comentó el
preso, en el momento en que se oyó el clic de las esposas al cerrarse–. Quizás
ignore que corre por mis venas sangre real. Tenga también la amabilidad de
darme el tratamiento de señor y de pedirme las cosas por favor.
–Perfectamente –dijo Jones, abriendo los ojos y con una risita–. ¿Se digna,
señor, caminar escaleras arriba, para que podamos llamar a un coche y
conducir a su alteza hasta la Comisaría?
–Así está mejor –contestó John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con
una gran inclinación cortesana, y salió de allí tranquilo, custodiado por el
detective.
–Señor Holmes –dijo el señor Merryweather, mientras íbamos tras ellos,
después de salir de la bodega–, yo no sé cómo podrá el banco agradecérselo y
recompensárselo. No cabe duda de que usted ha sabido descubrir y desbaratar
del modo más completo una de las tentativas más audaces de robo de bancos
que yo he conocido.
–Tenía mis pequeñas cuentas que saldar con el señor John Clay –contestó
Holmes–. El asunto me ha ocasionado algunos pequenos desembolsos que
espero que el banco me reembolsará. Fuera de eso, estoy ampliamente
recompensado con esta experiencia, que es en muchos aspectos única, y con
haberme podido enterar del extraordinario relato de la Liga de los Pelirrojos.
Ya de mañana, sentados frente a sendos vasos de whisky con soda en Baker
Street, me explicó Holmes:
–Comprenda usted, Watson; resultaba evidente desde el principio que la única
finalidad posible de ese fantástico negocio del anuncio de la Liga y del copiar la
Enciclopedia, tenía que ser el alejar durante un numero determinado de horas
todos los días a este prestamista, que tiene muy poco de listo. El medio fue
muy raro, pero la verdad es que habría sido difícil inventar otro mejor. Con
seguridad que fue el color del pelo de su cómplice lo que sugirió la idea al
cerebro ingenioso de Clay. Las cuatro libras semanales eran un espejuelo que
forzosamente tenía que atraerlo, ¿y qué suponía eso para ellos que se jugaban
en el asunto muchos millares? Insertan el anuncio; uno de los granujas alquila
temporalmente la oficina, y el otro incita al prestamista a que se presente a
solicitar el empleo, y entre los dos se las arreglan para conseguir que esté
ausente todos los días laborables. Desde que me enteré de que el empleado
trabajaba a mitad de sueldo, vi con claridad que tenía algún motivo importante
para ocupar aquel empleo.
-¿ Y cómo llegó. usted a adivinar ese motivo?
–Si en la casa u iese habido mujeres, habría sospechado que se trataba de un
vulgar enredo amoroso. Pero no había que pensar en ello. El negocio que el
prestamista hacía era pequeño, y no a ia nada dentro de la casa que pudiera
explicar una preparación tan complicada y un desembolso como el que estaban
haciendo. Por consiguiente, era por fuerza algo que estaba fuera de la casa.
¿Qué podía ser? Me dio en qué pensar a afición del empleado a la fotografía, y
el truco suyo de desaparecer en la bodega... ¡La bodega! En ella estaba uno de
los extremos de la complicada madeja. Pregunté detalles acerca del misterioso
empleado, y me encontré con que tenía que habérmelas con uno de los
criminales más calculadores y audaces de Londres. Este hombre estaba
realizando en la bodega algún trabajo que le exigía varias horas todos los días,
y esto por espacio de meses. ¿Qué puede ser?, volví a preguntarme. No me
quedaba sino pensar que estaba abriendo un túnel que desembocaría en algún
otro edificio. A ese punto había llegado cuando fui a visitar e llugar de la acción.
Lo sorprendí a usted cuando golpeé el suelo con mi bastón. Lo que yo buscaba
era descubrir si la bodega se extendía hacia la parte delantera o hacia la parte
posterior. No daba a la parte delantera. Tiré entonces de la campanilla, y
acudió, como yo esperaba, el empleado. El y yo hemos librado algunas
escaramuzas, pero nunca nos habíamos visto. Apenas si me fijé en su cara. Lo
que yo deseaba ver eran sus rodillas. Usted mismo debió de fijarse en lo
desgastadas y llenas de arrugas y de manchas que estaban. Pregonaban las
horas que se había pasado socavando el agujero. Ya sólo quedaba por
determinar hacia dónde lo abrían. Doblé la esquina, me fijé en que el City and
Suburban Bank daba al local de nuestro amigo, y tuve la sensación de haber
resuelto el problema. Mientras usted, después del concierto, marchó en coche
a su casa, yo me fui de visita a Scotland Yard, y a casa del presidente del
directorio del banco, con el resultado que usted ha visto.
–¿Y cómo pudo usted afirmar que realizarían esta noche su tentativa? –le
pregunté.
–Pues bien: al cerrar las oficinas de la Liga daban con ello a entender que ya
les tenía sin cuidado la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras,
que habían terminado su túnel. Pero resultaba fundamental que lo
aprovechasen pronto, ante la posibilidad de que fuese descubierto, o el oro
trasladado a otro sitio. Les convenía el sábado, mejor que otro día cualquiera,
porque les proporcionaba dos días para huir. Por todas esas razones yo creí
que vendrían esta noche.
–Hizo usted sus deducciones magníficamente –exclamé con admiración
sincera–. La cadena es larga, pero, sin embargo, todos sus eslabones suenan
a cosa cierta.
–Me libré de mi fastidio –contestó Holmes, bostezando–. Por desgracia, ya
estoy sintiendo que otra vez se apodera de mí. Mi vida se desarrolla en un
largo esfuerzo para huir de las vulgaridades de la existencia. Estos pequeños
problemas me ayudan a conseguirlo.
–Y es usted un benefactor de la raza humana – le dije yo.
Holmes se encogió de hombros, y contestó a modo de comentarlo:
–Pues bien: en fin de cuentas, quizá tengan alguna pequeña utilidad. L ‘homme
c’est rien, l’oeuvre c’est tout, según escribió Gustavo Flaubert a George Sand.
FIN

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