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lunes, 11 de octubre de 2010

LA CASA DE SUS SUEÑOS -- Agatha Christie




LA CASA DE SUS SUEÑOS
Agatha Christie



Esta es la historia de John Segrave: de su vida, que fue 
insatisfactoria; de su amor, no correspondido; de sus sueños, y de su 
muerte. Y si en estos últimos encontró lo que en aquellos le había 
sido negado, podría considerarse que en suma disfrutó de una vida 
venturosa. ¿Quién sabe?
La familia de John Segrave andaba de capa caída desde hacía un 
siglo. Sus antepasados habían sido ricos hacendados desde la época 
isabelina, pero no quedaban ya más tierras por vender. Se había 
juzgado oportuno que al menos uno de los hijos se instruyese en el 
provechoso arte de amasar fortuna. Una involuntaria ironía del 
destino quiso que fuese John el elegido.
Viendo su boca peculiarmente sensual y sus ojos garzos y alargados, 
apenas dos rendijas que le conferían un aire de elfo o fauno, de 
criatura montaraz salida de los bosques, resultaba incomprensible 
que fuese él la ofrenda, el sacrificio en el altar de las finanzas. El olor 
de la tierra, el sabor del salitre en los labios, el cielo raso sobre la 
cabeza... esas eran las cosas que John Segrave más quería, y a las 
que debía decir adiós.
A los dieciocho años entró como joven empleado en una importante 
compañía. Siete años más tarde seguía siendo empleado, ya no tan 
joven pero con idéntica categoría. Su modo de ser no incluía la 
facultad de «prosperar en la vida». Era puntual, voluntarioso, 
diligente... un empleado y nada más que un empleado.
Y sin embargo podría haber sido... ¿qué? Él mismo era incapaz de 
responder a esa pregunta, pero tenía la firme convicción de que en 
alguna parte existía una vida en la que su presencia sería digna de 
consideración. Poseía una fuerza, una rapidez de percepción, una 
cualidad indefinida que sus compañeros de fatigas no imaginaban 
siquiera. Les caía bien. Despertaba simpatía por su despreocupada 
cordialidad, y nadie reparaba en el hecho de que excluía a los demás 
de cualquier forma de verdadera intimidad, aunque, eso sí, con igual 
despreocupación.
El sueño se presentó de manera súbita. No era una fantasía infantil 
aumentada y desarrollada a lo largo de los años. Lo asaltó una noche 
a mediados de verano, o para ser más exactos ya de madrugada. 
John Segrave se despertó estremecido e intentó denodadamente 
retenerlo mientras se esfumaba, escurriéndosele entre los dedos con 
la evanescencia propia de los sueños.
Se aferró a él con desesperación. No debía dejarlo escapar. No debía. 
Debía fijar aquella casa en su memoria. Era la casa, sin duda. La casa 
que tan bien conocía. ¿Era una casa real o existía únicamente en sus 
sueños? No lo recordaba; pero desde luego la conocía, la conocía muy 
bien.
La luz tenue y gris del alba se filtraba en la habitación. La quietud era 
extraordinaria. A las cuatro y media de la mañana Londres, el 
cansado Londres, hallaba un breve instante de paz.
John Segrave permaneció inmóvil, arrebujado en su júbilo, en la 
exquisita belleza del prodigioso sueño. ¡Con qué habilidad había 
conseguido grabárselo en la mente! Por norma, los sueños pasaban 
de manera fugaz, se desvanecían mientras uno, con la gradual 
conciencia del despertar, trataba de atraparlos y detenerlos con sus 
torpes manos. Pero él había sido más rápido que aquel sueño. Lo 
había asido cuando se deslizaba velozmente ante él.
Era un sueño fuera de lo común. Aparecía la casa y... Un sobresalto 
interrumpió sus cavilaciones, pues al pararse a pensar cayó en la 
cuenta de que nada recordaba aparte de la casa.
Y de pronto, con un asomo de decepción, descubrió que en realidad 
no conocía aquella casa. Ni siquiera había soñado antes con ella.
Era una casa blanca, construida en lo alto de un promontorio. Se 
veían árboles alrededor y colinas azules a lo lejos; pero su peculiar 
encanto no residía en el paisaje, puesto que (y ahí estaba la clave, el 
climax del sueño) era una casa preciosa, singularmente preciosa. Se 
le aceleró el corazón al revivir de nuevo la insólita belleza de la casa.
El exterior, por supuesto, ya que nunca había estado dentro. A ese 
respecto no había duda, la menor duda.
Luego, a medida que cobraban forma los lóbregos contornos de su 
habitación de alquiler, experimentó la desilusión del soñador. Quizá, 
después de todo, el sueño no había sido tan prodigioso, ¿o acaso la 
parte prodigiosa, la parte esclarecedora, se le había escapado, 
mofándose de sus vanos esfuerzos por aprehenderla? Una casa 
blanca, en lo alto de un promontorio... Aparentemente no había en 
eso motivo alguno para tanto entusiasmo. Era una casa grande, 
recordaba, con muchas ventanas, y todas las persianas bajadas no 
porque sus moradores se hubiesen marchado (de eso estaba seguro), 
sino porque era tan temprano que nadie se había levantado aún.
De pronto se rió del sinsentido de sus imaginaciones y recordó que 
esa noche tenía que cenar con el señor Wetterman.
Maisie Wetterman era la única hija de Rudolf Wetterman y estaba 
acostumbrada a conseguir todo cuanto quería. En una visita al 
despacho de su padre se había fijado en John Segrave. A petición de 
su padre, el joven había entrado unas cartas. Cuando salió, Maisie 
preguntó por él a su padre. Wetterman le habló con franqueza.
—Es hijo de sir Edward Segrave. Una familia de alcurnia, pero ida a 
menos. Este muchacho nunca llegará a nada. Yo lo aprecio, pero es 
un cero a la izquierda. Le falta empuje.
Quizá a Maisie el empuje la traía sin cuidado. Era una cualidad a la 
que su progenitor atribuía más valor que ella. Fuera como fuese, 
quince días después convenció a su padre de que invitase a John 
Segrave a cenar. Sería una cena íntima: Maisie, su padre, John 
Segrave y una amiga que pasaba una temporada en casa con ella.
La amiga no pudo reprimir ciertos comentarios.
—Supongo, Maisie, que tienes derecho a devolución. Después, si 
estás satisfecha de la adquisición, tu padre lo envolverá para regalo y 
se lo traerá a su querida hijita, comprado y pagado como debe ser.
—¡Allegra, eres el colmo!
Allegra Kerr se echó a reír.
—Maisie, no te privas de ningún capricho, bien lo sabes. Me gusta ese 
sombrero, me lo quedo. Si puede hacerse con los sombreros, ¿por 
qué no con los maridos?
—No digas tonterías. Apenas he hablado con él todavía.
—No. Pero ya has tomado una decisión —repuso Allegra—. ¿Qué ves 
en él, Maisie?
—No lo sé —dijo pausadamente Maisie Wetterman—. Es... distinto.
—¿Distinto?
—Sí. No sabría explicártelo. A su manera es apuesto, sí, pero no se 
trata de eso. Cuando estás ante él, parece no verte. A decir verdad, 
no creo que me mirase siquiera el otro día en el despacho de mi 
padre.
Allegra volvió a reír.
—Ese es un truco muy viejo. Un joven astuto, diría yo.
—¡Allegra, eres odiosa!
—Anímate, querida. Papá se encargará de traerle un manso corderito 
a su pequeña Maisie.
—No es ese mi deseo.
—El amor con mayúsculas, ¿eso es lo que esperas? —preguntó 
Allegra.
—¿Por qué no iba a enamorarse de mí?
—Por nada en particular. Ojalá se enamore.
Allegra sonrió y observó a su amiga de arriba abajo. Maisie 
Wetterman era una muchacha de corta estatura, tirando a rellena, y 
cabello castaño cortado a lo garçon y artísticamente ondulado. Los 
colores de moda en polvos y carmín realzaban su excelente cutis. 
Tenía la boca proporcionada y los dientes regulares, los ojos 
pequeños y chispeantes, y la barbilla quizá un poco pronunciada. 
Vestía con buen gusto.
—Sí —añadió Allegra una vez concluido su escrutinio—. Estoy 
convencida de que se enamorará. En conjunto causas un efecto 
francamente bueno, Maisie.
Maisie la miró con escepticismo.
—Lo digo en serio —aseguró Allegra—. Lo digo en serio, palabra de 
honor. Pero supón por un momento que eso no ocurre; que se 
enamore quiero decir. Supón que llega a sentir por ti un afecto 
sincero pero platónico. Entonces, ¿qué?
—Puede que no me guste cuando lo conozca mejor.
—Es posible. Sin embargo también podría ser que te gustase mucho 
más. Y en tal caso...
Maisie se encogió de hombros.
—Espero tener orgullo suficiente...
—El orgullo —la interrumpió Allegra— sirve para disimular los 
sentimientos, no para evitarlos.
—En fin, no veo razón para no admitirlo —contestó Maisie, 
ruborizada—: soy un buen partido. Desde su punto de vista, claro; la 
hija de su padre y esas cosas.
—Una futura participación en el negocio y todo eso —dijo Allegra—. 
Sí, Maisie; eres hija de tu padre, de eso no hay duda. Me complace 
oírte hablar así. Me encanta que mis amigos se comporten como es 
propio de ellos.
El ligero tono de burla molestó a Maisie.
—Eres detestable, Allegra.
—Pero estimulante, querida. Por eso me acoges en tu casa. Me 
interesa la historia, como tú sabes, y siempre me había intrigado el 
motivo por el cual se toleraba y de hecho se fomentaba la figura del 
bufón de la corte. Ahora que yo misma lo soy, he conseguido por fin 
entenderlo. A algo tenía que dedicarme, y ese no es un mal papel. 
Ahí estaba yo, orgullosa y sin blanca, como la heroína de una novela 
rosa, bien nacida y mal educada. «"¿Y ahora qué haré? Sabe Dios", 
dijo ella.» Según observé, se tenía en gran estima a la consabida 
pariente pobre, siempre dispuesta a pasar sin fuego en la habitación 
y contenta de aceptar encargos y «ayudar a su querida prima Fulana 
de Tal». En realidad no la quiere nadie, excepto aquellos que no 
pueden permitirse criados y la tratan como a una esclava.
»Así que opté por el papel de bufón. Insolencia, franqueza, una pizca 
de ingenio de vez en cuando (no demasiado por temor a defraudar 
luego las expectativas de los demás), y detrás de todo eso una 
perspicaz observación de la naturaleza humana. A la gente le gusta 
oír lo horrible que es; por eso acude en tropel a escuchar a los 
predicadores. Y he tenido un gran éxito. Recibo continuas 
invitaciones. Puedo llevar una vida desahogada a costa de mis 
amigos, y me guardo bien de fingir gratitud.
—Eres única, Allegra. Hablas sin pensar.
—En eso te equivocas. Pienso mucho todo lo que digo. Mi aparente 
espontaneidad es siempre calculada. Tengo que andarme con 
cuidado. Este trabajo debe durarme mientras viva.
—¿Por qué no te casas? —preguntó Maisie—. Me consta que has 
tenido muchas ofertas.
Una expresión severa apareció de pronto en el rostro de Allegra.
—Nunca me casaré.
—Porque... —Maisie, mirando a su amiga, dejó la frase inacabada.
Allegra movió la cabeza en un breve gesto de asentimiento.
Se oyeron unas pisadas en la escalera. El mayordomo abrió la puerta 
y anunció:
—El señor Segrave.
John entró sin especial entusiasmo. No imaginaba por qué lo había 
invitado el viejo. Si hubiese podido librarse del compromiso, lo habría 
hecho. Aquella casa, con su sólida magnificencia y el suave pelo de 
sus alfombras, lo deprimía.
Una muchacha se acercó y le estrechó la mano. Recordaba 
vagamente haberla visto en el despacho de su padre.
—Mucho gusto, señor Segrave. Señor Segrave, la señorita Kerr.
John salió súbitamente de su apatía. ¿Quién era esa otra joven? ¿De 
dónde había surgido? A juzgar por los ropajes ígneos que flotaban en 
torno a su cuerpo y las diminutas alas de Mercurio que coronaban su 
pequeña cabeza griega, se habría dicho que era un ser transitorio y 
fugaz, destacándose sobre el apagado fondo con un efecto de 
irrealidad.
Al cabo de un momento entró Rudolf Wetterman, acompañado por los 
crujidos de su amplia y reluciente pechera. Sin mayores formalidades 
comenzaron a cenar.
Allegra Kerr conversó con su anfitrión. John Segrave tuvo que dedicar 
su atención a Maisie, pese a que no podía apartar de su pensamiento 
a la otra muchacha. Poseía un gran encanto, aunque era un encanto, 
pensó, más afectado que natural. Sin embargo detrás de eso se 
percibía algo más, un fulgor trémulo, irregular, fluctuante, como los 
fuegos fatuos que antaño atraían a los hombres desde los pantanos.
Tuvo por fin ocasión de hablar con ella. Maisie transmitía a su padre 
un mensaje de algún amigo que había visto aquel día. Pero llegado el 
momento se sintió cohibido y la miró en silencio con expresión 
suplicante.
—Temas de sobremesa —dijo ella para romper el hielo—. Podemos 
comenzar por los teatros o con una de esas innumerables preguntas 
de apertura: «¿Le gusta a usted...?».
John se echó a reír.
—Y si descubrimos que a los dos nos gustan los perros o nos 
desagradan los gatos rubios —contestó—, se formará entre nosotros 
lo que llaman un «lazo afectivo».
—Sin duda —afirmó Allegra con fingida seriedad.
—Es una lástima, creo, ceñirse a un guión.
—Sin embargo eso pone la conversación al alcance de todos.
—Cierto —convino John—, pero con consecuencias desastrosas.
—Conviene conocer las reglas, aunque solo sea para transgredirlas.
John sonrió.
—Supongo, pues, que usted y yo nos abandonaremos a nuestras 
particulares ocurrencias, aun a riesgo de sacar a la luz la genialidad, 
que es prima hermana de la locura.
Con un movimiento brusco y descuidado, la muchacha golpeó con la 
mano una copa de vino. La copa cayó al suelo y se rompió 
ruidosamente. Maisie y su padre dejaron de hablar.
—Lo siento mucho, señor Wetterman —se disculpó Allegra—. Ahora 
me dedico a tirar copas al suelo.
—Mi querida Allegra, no tiene la más mínima importancia, la más 
mínima.
Entre dientes, John Segrave masculló:
—Cristales rotos. Eso trae mala suerte. Ojalá... no hubiese ocurrido.
—No se preocupe —dijo Allegra—. ¿Cómo era aquella frase? «No es 
posible traer mala suerte al lugar donde la mala suerte habita.»
Allegra se volvió de nuevo hacia Wetterman. John, reanudando la 
conversación con Maisie, trató de situar la cita. Por fin lo consiguió. 
Eran las palabras pronunciadas por Sieglinde en Las valquirias cuando 
Siegmund propone abandonar la casa.
¿Ha querido decir...?, pensó John.
Pero Maisie le preguntaba ya su opinión sobre la última revista 
musical. Poco antes John había admitido su afición por la música.
—Después de la cena pediremos a Allegra que toque un rato —sugirió 
Maisie.
Pasaron al salón todos juntos, hombres y mujeres, costumbre que 
Wetterman, en secreto, consideraba incivilizada. Él prefería la 
ceremoniosa solemnidad del ofrecimiento de cigarros y la botella de 
vino circulando de mano en mano. Pero quizá aquella noche fuese 
mejor así. No imaginaba de qué demonios podría hablar con el joven 
Segrave. Maisie estaba excediéndose con sus caprichos. Aquel tipo no 
era precisamente atractivo —atractivo de verdad— y menos aún 
simpático. Sintió alivio cuando Maisie pidió a Allegra que tocase algo. 
Así la velada no se prolongaría tanto. Aquel joven idiota ni siquiera 
jugaba al bridge.
Allegra tocaba bien, aunque sin la seguridad de un profesional. 
Interpretó música moderna: Debussy, Strauss y un poco de Scriabin. 
A continuación ejecutó el primer movimiento de la Sonata patética de 
Beethoven, esa expresión de dolor infinito, de un pesar tan inmenso y 
eterno como el tiempo, que sin embargo destila de principio a fin el 
ánimo de quien no acepta la derrota, y en la majestuosidad de esa 
perpetua aflicción avanza con el ritmo del conquistador hacia su sino.
En los últimos compases Allegra vaciló, tocó un acorde disonante y se 
interrumpió bruscamente. Miró a Maisie y rió con una mueca burlona.
—Como ves, no me dejan en paz —dijo.
De inmediato, sin esperar respuesta a su enigmático comentario, 
acometió una melodía extraña e inquietante de misteriosos acordes y 
curioso compás, distinta de cualquier otra música que Segrave 
hubiese oído hasta entonces. Era delicada como el vuelo de un pájaro 
suspendido en el aire. De pronto, sin transición previa, se convirtió en 
una confusa sucesión de notas discordantes, y Allegra, riendo, se 
levantó y se apartó del piano.
Pese a su risa, se la notaba alterada, casi asustada. Se sentó junto a 
Maisie, y John oyó susurrar a esta:
—No deberías hacerlo. En serio, no deberías.
—¿Qué era eso último? —preguntó John con vivo interés.
—Una composición mía —contestó Allegra con tono seco y cortante.
Wetterman cambió de tema.
Aquella noche John Segrave volvió a soñar con la casa.
John se sentía desdichado. Nunca antes su vida le había resultado tan 
tediosa. Hasta ese momento la había aceptado con resignación, como 
una necesidad desagradable que, no obstante, dejaba intacta en 
esencia su libertad interior. De repente todo había cambiado. Los 
mundos exterior e interior se confundían.
No se engañó en cuanto a la causa de tal cambio. Se había 
enamorado de Allegra Kerr a primera vista. ¿Qué haría al respecto?
Aquella primera noche, dado el inicial desconcierto, no había 
planeado nada. Ni siquiera había intentado verla de nuevo. Poco 
tiempo después, cuando Maisie Wetterman lo invitó a pasar un fin de 
semana en la casa de campo de su padre, acudió entusiasmado; 
pero, para su decepción, Allegra no estaba allí.
La mencionó una vez tímidamente, y Maisie le explicó que se hallaba 
de visita en Escocia. John no insistió más. Habría deseado seguir 
hablando de ella, pero no consiguió articular palabra.
Ese fin de semana su comportamiento dejó perpleja a Maisie. No 
parecía darse cuenta... en fin, no parecía darse cuenta de lo evidente. 
Maisie no se anduvo con rodeos, pero con él de nada servían sus 
directos métodos. John la consideraba amable pero un tanto 
abrumadora.
Sin embargo las Moiras fueron más poderosas que Maisie, y quisieron 
que John volviese a ver a Allegra.
Se encontraron casualmente en el parque un domingo por la tarde. 
John la vio de lejos, y el corazón empezó a latirle con fuerza contra 
las costillas. ¿Y si se había olvidado de él...?
Pero Allegra lo recordaba. Se detuvo y habló con él. Minutos después 
paseaban juntos por la hierba. John se sentía absurdamente feliz.
De improviso preguntó:
—¿Cree usted en los sueños?
—Creo en las pesadillas —repuso Allegra. 
La aspereza de su contestación sorprendió a John.
—Las pesadillas —repitió él como un estúpido—. No me refería a las 
pesadillas.
—No —dijo ella—. En su vida no ha habido pesadillas, eso se nota.
De pronto su voz sonaba distinta, más tierna.
John, tartamudeando ligeramente, le habló de la casa blanca de sus 
sueños. Había soñado con ella ya seis veces, no, siete. Siempre la 
misma. Y era hermosa, muy hermosa.
—¿Se da cuenta? En cierto modo tiene que ver con usted —prosiguió 
John—. Soñé con ella por primera vez la noche antes de conocerla.
—¿Conmigo? —Allegra dejó escapar una risa breve y amarga—. No, 
eso es imposible: la casa era hermosa.
—Y usted también —aseguró John Segrave.
Un tanto enojada, Allegra se ruborizó.
—Disculpe. He dicho una tontería. Ha dado la impresión de que 
buscaba un halago, ¿verdad? Pero nada más lejos de mis deseos. 
Exteriormente no tengo mala presencia, ya lo sé.
—Aún no he visto la casa por dentro —dijo John—. Cuando la vea, sin 
duda la encontraré tan hermosa como por fuera —Hablaba despacio, 
con seriedad, dando a las palabras un sentido que Allegra prefirió 
pasar por alto—. Quiero decirle otra cosa, si está dispuesta a 
escucharme.
—Escucharé —contestó Allegra.
—Voy a dejar mi empleo. Tenía que haberlo dejado hace mucho, 
ahora lo veo claro. Me he conformado con mi suerte, consciente de 
mi fracaso, sin preocuparme demasiado, viviendo día a día. Ese no es 
comportamiento propio de un hombre. Un hombre debe buscar una 
actividad para la que esté capacitado y triunfar en ella. Voy a dejar 
esto y dedicarme a otra cosa, algo muy distinto. Se trata de una 
especie de expedición a África Occidental. No puedo entrar en 
detalles; me he comprometido a mantenerlo en secreto. Pero si todo 
sale según lo previsto... en fin, seré rico.
—¿También usted, pues, mide el éxito en función del dinero?
—Para mí el dinero solo significa una cosa: ¡usted! Cuando regrese... 
—John se interrumpió.
Allegra agachó la cabeza. Había palidecido.
—No fingiré haber entendido mal. Porque he de decirle algo ahora 
mismo, de una vez para siempre: nunca me casaré.
John reflexionó por un momento y luego, con extrema delicadeza, 
preguntó:
—¿No puede decirme por qué?
—Podría, pero decírselo es lo que menos deseo en este mundo.
John quedó de nuevo en silencio. De repente alzó la vista y una 
sonrisa singularmente atractiva iluminó su rostro de fauno.
—Comprendo —afirmó—. No quiere permitirme entrar en la casa, ni 
siquiera a echar una breve ojeada. Las persianas deben seguir 
bajadas.
Allegra se inclinó y apoyó una mano en la de él.
—Solo le diré una cosa. Usted sueña con su casa. Yo en cambio no 
tengo sueños; tengo pesadillas.
Y dicho esto se alejó, súbitamente, dejándolo en el mayor 
desconcierto.
Aquella noche John soñó de nuevo. Últimamente había comprobado 
que la casa estaba sin duda habitada. Había visto una mano que 
apartaba una persiana; había vislumbrado siluetas que se movían en 
el interior.
Aquella noche la casa parecía más hermosa que nunca. Sus paredes 
blancas resplandecían al sol. La imagen era de una paz y una belleza 
absolutas.
De pronto lo asaltó un júbilo más intenso. Alguien se acercaba a la 
ventana. Lo sabía. Una mano, la misma que había visto antes, cogió 
la persiana y la apartó. En unos segundos vería...
Se despertó, estremecido aún a causa del horror, de la indescriptible 
aversión experimentada al contemplar a la criatura que lo había 
mirado desde la ventana de la casa.
Era una criatura inconcebiblemente horrenda, una criatura tan 
abominable y repulsiva que su mero recuerdo le producía náuseas. Y 
John sabía que lo más espantoso y repugnante de ella era su 
presencia en aquella casa, la casa de la belleza.
Ya que donde aquella criatura moraba había horror, un horror que se 
alzaba y hacía añicos la paz y la serenidad que correspondían a la 
casa por derecho propio. La belleza, la extraordinaria e inmortal 
belleza de la casa, había quedado mancillada de manera 
irremediable, pues entre sus sagradas paredes habitaba la sombra de 
una criatura inmunda.
Segrave sabía que si volvía a soñar con la casa, despertaría de 
inmediato sobresaltado, por miedo a que desde su blanca belleza lo 
mirase de pronto la criatura.
Cuando salió de la oficina al día siguiente, fue derecho a casa de los 
Wetterman. Tenía que ver a Allegra Kerr. Maisie sabría dónde 
localizarla.
Cuando lo llevaron ante Maisie, ella saltó de su asiento. John no 
percibió el destello de ilusión que iluminó sus ojos. Con la mano de 
Maisie aún en la suya, titubeando, formuló su pregunta:
—La señorita Kerr... Nos encontramos ayer, pero no sé dónde vive.
John no notó la súbita flaccidez en la mano de Maisie al retirarla, ni 
extrajo conclusión alguna de la repentina frialdad de su voz.
—Allegra está aquí, hospedada en esta casa. Pero, sintiéndolo mucho, 
ahora no puede verla.
—Pero...
—Su madre ha muerto esta mañana —continuó Maisie—. Acabamos 
de recibir la noticia.
—¡Oh! —exclamó John, desconcertado.
—Ha sido muy triste —dijo Maisie. Vaciló por un instante y luego 
añadió—: Verá, ha muerto... bueno, prácticamente en un manicomio. 
Ha habido muchos casos de demencia en la familia. El abuelo se pegó 
un tiro; una de las tías de Allegra es una débil mental desahuciada, y 
otra murió ahogada, también por suicidio.
John Segrave dejó escapar un balbuceo inarticulado.
—He pensado que debía saberlo —dijo Maisie con tono virtuoso—. 
Para eso están los amigos, y nosotros lo somos, ¿no? Ya sé que 
Allegra es muy atractiva. Muchos hombres han pedido su mano, pero 
como es lógico ella no quiere casarse. No sería correcto, ¿no cree?
—Ella está bien —afirmó John, y su propia voz le sonó ronca y poco 
natural—. No le pasa nada.
—Eso nunca se sabe. Su madre, de joven, tampoco parecía tener 
ningún problema. Y últimamente... en fin, no es que fuese solo un 
poco rara; estaba loca de atar. Es espantosa, la demencia.
—Sí, horrible —dijo John, comprendiendo de pronto qué era la 
criatura que lo había mirado desde la ventana de la casa.
Maisie seguía hablando.
—En realidad —la interrumpió John bruscamente— he venido a 
despedirme, y agradecerle de paso su amabilidad.
—¿No irá a... marcharse de la ciudad? —preguntó Maisie con 
manifiesta inquietud.
John sonrió de medio lado; era una sonrisa triste y seductora.
—Sí —contestó—. A África.
—¡África! —repitió Maisie, perpleja.
Aún no había salido de su asombro cuando John Segrave le estrechó 
la mano y se fue, dejándola allí plantada, con los puños tensos a los 
costados y una mancha de airado rubor en cada mejilla.
Abajo, en el umbral de la puerta, John Segrave se encontró cara a 
cara con Allegra, que entraba de la calle. Vestía de negro y tenía el 
rostro pálido y sin vida. Le lanzó una mirada y le pidió que la 
acompañase a una pequeña sala.
—Maisie ya lo ha puesto al corriente —dijo Allegra—. Lo sabe, 
¿verdad?
John asintió con la cabeza.
—Pero ¿qué más da? Usted está bien. Algunos... se libran.
Allegra lo contempló con expresión sombría y lastimera.
—Usted está bien —insistió él.
—No lo sé —susurró Allegra—. No lo sé. Ya le dije que tengo 
pesadillas. Y cuando toco el piano, esos otros se adueñan de mis 
manos.
John la observaba paralizado. Mientras Allegra hablaba, algo asomó 
fugazmente a sus ojos. Desapareció en un instante, pero John lo 
reconoció: era la criatura que lo había mirado desde la casa.
Allegra advirtió su leve respingo.
—Me ha comprendido —musitó—. Me ha comprendido... Pero lamento 
que Maisie se lo haya dicho. Lo ha privado a usted de todo.
—¿De todo? —preguntó John.
—Sí. Ni siquiera le quedarán los sueños. A partir de ahora nunca más 
se atreverá a soñar con la casa.



En África Occidental caía un sol de justicia y apretaba el calor.
John Segrave seguía gimiendo.
—No la encuentro. No la encuentro.
El médico inglés de corta estatura, cabello rojo y pronunciada 
mandíbula observaba a su paciente con expresión ceñuda y su 
característica actitud intimidatoria.
—Repite eso una y otra vez —comentó—. ¿A qué se refiere?
—Habla, creo, de una casa —susurró la hermana de la caridad de la 
misión católica con su afable imperturbabilidad, contemplando 
también al enfermo.
—Una casa, ¿eh? Bien, pues tiene que quitársela de la cabeza, o no 
se recuperará. El problema está en su mente. ¡Segrave! ¡Segrave!
El enfermo consiguió concentrar su errática atención. Cuando posó la 
mirada en el rostro del médico, pareció reconocerlo.
—Escuche, se pondrá bien. Voy a curarlo. Pero no debe preocuparse 
más por esa casa. No va a escaparse, ¿entiende? Así que por ahora 
deje de buscarla.
—De acuerdo —respondió Segrave con aparente docilidad—. 
Considerando que ni siquiera existe, supongo que no puede 
escaparse.
—¡Claro que no! —El médico rió con su natural optimismo—. Ahora no 
tardará ya en recuperarse —Y sin perder tiempo en ceremonias se 
marchó.
Segrave se quedó en la cama meditabundo. La fiebre había remitido 
por el momento, y podía pensar con lucidez. Tenía que encontrar la 
casa.
Durante diez años había temido encontrarla. La idea de que se le 
apareciese de improviso era su mayor terror. Y de pronto un día, 
cuando sus miedos se habían adormecido, la casa lo encontró a él. 
Recordaba con toda claridad el angustioso terror inicial, y la posterior 
sensación de alivio, repentina, profunda. ¡Ya que la casa estaba 
vacía!
Por completo vacía y en una paz absoluta. Seguía igual que en sus 
recuerdos de diez años atrás. No la había olvidado. Un enorme furgón 
de mudanzas negro se alejaba lentamente de la casa. Por lo visto, el 
último inquilino se marchaba con sus muebles. John se acercó a los 
responsables del furgón y habló con ellos. El furgón, totalmente 
negro, tenía algo siniestro. Los caballos, con las crines y las colas al 
viento, eran también negros, y los hombres llevaban trajes y guantes 
negros. Todo aquello le recordaba algo, algo que no lograba precisar.
Sí, sus suposiciones habían sido acertadas. El último inquilino se 
mudaba; su contrato de arrendamiento había expirado. De momento, 
hasta que el propietario regresase del extranjero, la casa 
permanecería deshabitada.
Y al despertar lo había inundado la apacible belleza de la casa vacía.
Un mes más tarde recibió una carta de Maisie (perseverante, le 
escribía una vez al mes). En ella le comunicaba que Allegra Kerr 
había fallecido en el mismo manicomio que su madre, ¿no era una 
lástima? Aunque también, en sus circunstancias, una bendición.
Había sido muy extraño, recibir la noticia en aquel momento, poco 
después del sueño. John no entendía exactamente por qué, pero se le 
había antojado extraño.
Y  lo peor era que desde entonces no había conseguido encontrar la 
casa. Por alguna razón, había olvidado el camino.
La fiebre lo atacó de nuevo. Se agitó inquieto. ¡Claro, la casa estaba 
en lo alto de un promontorio! ¿Cómo había podido olvidarlo? Tenía 
que subir hasta allí. Pero escalar precipicios era peligroso, muy 
peligroso. Arriba, arriba, arriba... ¡Oh! Había resbalado. Tenía que 
empezar de nuevo desde abajo. Arriba, arriba, arriba... 
Transcurrieron días, semanas, quizá incluso años, aunque no estaba 
seguro. Y seguía subiendo.
En una ocasión oyó la voz del médico. Pero no podía detenerse a 
escuchar. Además, el médico le pediría que dejase de buscar la casa. 
Él, en su ignorancia, creía que era una casa corriente.
Recordó de pronto que debía permanecer sereno, muy sereno. Solo 
manteniéndose muy sereno era posible encontrar la casa. De nada 
servía buscarla con prisas o impaciencia.
Si conseguía conservar la serenidad... ¡Pero hacía tanto calor! ¿Calor? 
Hacía frío. Sí, frío. No escalaba por un precipicio, sino por un iceberg, 
por la pared gélida y recortada de un iceberg.
Empezaba a flaquear. Abandonaría la búsqueda; era un esfuerzo 
inútil. ¡Pero allí había un sendero! Eso al menos era mejor que un 
iceberg. ¡Qué a gusto se estaba en aquel sendero verde, sombreado 
y fresco! Y aquellos árboles eran magníficos. Se parecían mucho a... 
¿cómo se llamaban? No se acordaba, pero daba igual.
¡Y había también flores! ¡Flores doradas y azules! Era todo precioso, y 
misteriosamente familiar. Sí, claro, había estado allí antes. Entre los 
árboles se veía ya el resplandor de la casa, en lo alto del 
promontorio. ¡Qué hermosa era! El sendero verde, los árboles y las 
flores no eran nada en comparación con la belleza suprema y 
placentera de la casa.
Apretó el paso. ¡Y pensar que nunca había entrado en ella! ¡Qué tonto 
había sido! Al fin y al cabo, siempre había tenido la llave en el 
bolsillo.
Y naturalmente la belleza exterior de la casa era insignificante al lado 
de la belleza interior, sobre todo ahora que el propietario había 
regresado del extranjero. Ascendió por la escalinata hacia la gran 
puerta.
Unas manos poderosas y crueles tiraron de él hacia atrás. 
Forcejearon con él, zarandeándolo en todas direcciones.
El médico lo sacudía, le bramaba al oído.
—Aguante, puede conseguirlo. No se abandone. No se abandone.
En sus ojos brillaba la fiereza de quien ha visto al enemigo. Segrave 
se preguntó quién era el enemigo. La monja del hábito negro rezaba. 
También eso le resultó extraño.
Él solo quería que lo dejasen tranquilo. Solo quería volver a la casa. 
Pues la casa se desvanecía por momentos.
Eso se debía sin duda a la extraordinaria fortaleza del médico. John 
era incapaz de resistirse al médico. Ojalá pudiese.
¡Pero, un momento! Existía una escapatoria: el modo en que los 
sueños se esfumaban al despertar. No había fuerza capaz de 
retenerlos; inevitablemente pasaban de largo. Si se escabullía entre 
sus manos, el médico nada podría hacer para impedírselo. ¡Sólo tenía 
que escabullirse!
Sí, esa era la solución. Veía de nuevo las paredes blancas; oía la voz 
del médico cada vez más lejana y apenas notaba sus manos. 
Descubrió de pronto cómo se regodeaban los sueños cuando lo 
eludían a uno.
Se hallaba ya ante la puerta de la casa. Nada perturbaba la absoluta 
quietud. Introdujo la llave en la cerradura y abrió.
Aguardó solo un instante, para percibir en toda su dimensión la 
perfecta, la inefable, la satisfactoria plenitud de su júbilo.
Finalmente traspasó el umbral.

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