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lunes, 11 de octubre de 2010

EL EXTRAÑO CASO DE SIR ARTHUR CARMICHAEL -- Agatha Christie






EL EXTRAÑO CASO DE SIR ARTHUR CARMICHAEL




Agatha Christie


(Tomado de las notas del difunto doctor Edward Carstairs, eminente psicólogo)

Sé que hay dos modos distintos de considerar los trágicos sucesos que narro. Pero también una cosa es cierta: jamás he titubeado en cuanto a su veracidad. Quizá por eso me decidí a escribir la historia completa de tan raros e inexplicables hechos, con el fin de que no se perdieran en el olvido.
Un telegrama de mi amigo el doctor Settle, me puso ni contacto con este asunto. Salvo el nombre de Carmichael, el resto del telegrama me fue indiferente. Sin embargo, a las 12.20 subí al tren de Paddington a Wolden, en Hertfordshire.
Había conocido superficialmente al difunto sir William Carmichael, de Wolden, y si bien no tuve noticias de él en los últimos once años, le sabía padre del actual baronet, joven de unos veintitrés años. Vagamente recordé rumores oídos acerca del segundo matrimonio de sir William. Éstos no lograron atravesar la cortina del olvido, aunque sí emitieron sensaciones desfavorables para la segunda lady Carmichael.
Settle me recibió en la estación.
—Celebro que haya venido —fueron sus palabras mientras estrechaba mi mano.                                       
—Gracias. Supongo que se trata de algo relacionado con mi especialidad.                                                  
—No del todo. 
—¿Un caso mental, entonces, con síntomas especiales?
Habíamos recogido mi equipaje, y sentados en una calesa nos alejábamos de la estación hacia Wolden, a unas tres millas de distancia. Settle tardó algunos minutos en contestarme:
—¡Es algo incomprensible! Se trata de un joven de veintitrés años, normal en todos los aspectos. Un muchacho agradable y simpático sin más peros que su vanidad. Quizá no sea un brillante intelectual, pero sí un tipo excelente. Una noche se acuesta pletórico de salud, y a la mañana siguiente lo encuentran que vaga idiotizado por el pueblo, incapaz de reconocer a sus familiares más queridos.
—¡Ah! —exclamé, animado ante un caso que prometía ser interesante—. ¿Pérdida de memoria? ¿Cuándo sucedió?
—Ayer por la mañana, nueve de agosto. 
—¿Y no ha sufrido ningún percance que explique su trastorno?  
—No.
Tuve una repentina sospecha. 
—¿Se retiene usted algo?
—No... no.
Su vacilación confirmó mi sospecha. 
—Debo saberlo todo. 
—No guarda relación con Arthur. En realidad se trata de la casa.
—¿De la casa? —repetí estupefacto.
—Usted ha tratado mucho esa clase de cosas, ¿verdad. Carstairs? Usted conoce bien el asunto de las casas encantadas. ¿Qué opinión le merece?
—De cada diez casos, nueve son supercherías. El décimo... suele ser un fenómeno inexplicable. Yo creo en las ciencias ocultas.
Settle asintió con la cabeza. En aquel momento rodeábamos las verjas del parque. Entonces me señaló con un látigo una blanca mansión al pie de la colina.
—Ahí tiene la casa. En ella existe algo pavoroso... horrible. Todos lo «sentimos». Créame, no soy hombre supersticioso.
—¿Qué forma adopta?
Me miró de frente.
—Prefiero que no sepa nada. Usted ignora su naturaleza; esperemos a comprobar si lo advierte también.
—Conforme. Bien, hábleme de la familia.
—Sir William se casó dos veces. Arthur es el hijo de su primera esposa. La actual lady Carmichael es algo misteriosa. Sólo es medio inglesa y sospecho que su otra mitad es asiática.
—Settle, a usted no le gusta lady Carmichael.
Lo admitió.
—No, no me gusta. Siempre me ha parecido rodeada de una atmósfera siniestra. De este segundo matrimonio nació otro hijo, que cuenta ahora ocho años. Sir William falleció hace tres años y Arthur heredó el título y la casa. Su madrastra y hermano continuaron con él en Wolden. Debo decirle que la heredad está muy empobrecida. Casi toda la renta de sir Arthur se va en mantenerla. Lady Carmichael percibe un vitalicio de unos cientos de libras al año como única herencia. Por fortuna para ella, siempre se ha llevado muy bien con Arthur, y éste se alegró de que siguiera en la casa. Ahora bien...
—Continúe.
—Hace dos meses Arthur se puso en relaciones con una encantadora muchacha, la señorita Phyllis Patterson —su voz emitió vibraciones de emoción—. Iban a casarse el próximo mes. Ella está aquí ahora. Imagínese su dolor.
Incliné la cabeza en silenciosa comprensión. Ya cerca de la casa, contemplé a nuestra derecha el verde prado en declive. De repente, vi un cuadro maravilloso. Una joven cruzaba lentamente el prado hacia la casa. No lucía sombrero y la luz del sol arrancaba destellos de su pelo dorado. Miré a Settle.
—Es la señorita Patterson —explicó. 
—Pobrecilla —dije—. ¡Qué cuadro más bello forma con las rosas y su gato gris!
Al oír un amortiguado sonido, miré rápidamente a mi amigo. Las riendas se habían deslizado de sus dedos y su rostro aparecía blanco como el papel. 
—¿Qué ocurre? —exclamé.
Le vi esforzarse en recuperar la normalidad, pero no me contestó.
Instantes después le seguía al interior de un salón verde, donde estaba servido el té.
Una mujer de mediana edad, aún bella, se levantó al vernos con las manos extendidas.
—Le presento a mi amigo el doctor Carstairs, lady Carmichael.                                
No sé explicar la instintiva repulsión que sentí cuando tomé la mano que me ofrecía aquella encantadora y robusta mujer, cuyos movimientos tenían la suave gracia oriental, y esto me hizo recordar las palabras de Settle sobre su medio origen.
—Ha sido muy amable al venir, doctor Carstairs —dijo con voz baja y musical—. Espero que nos ayude a resolver nuestro gran problema.
Formulé una respuesta trivial y ella me sirvió el té.
Al poco rato la joven que había visto en el prado penetró en la estancia. El gato ya no la seguía, pero sí llevaba el cesto lleno de rosas en la mano. Settle nos presentó.
—El doctor Settle nos ha hablado mucho de usted —dijo la joven—. Tengo la seguridad de que hará algo por el pobre Arthur.
Ciertamente, la señorita Patterson era una joven encantadora, pese a la palidez de sus mejillas y a los círculos oscuros que enmascaraban sus límpidos ojos.
—Mi querida señorita, no desespere. La pérdida de memoria, o la aparición de una segunda personalidad, a menudo, es de corta duración. En cualquier momento el paciente puede recuperar la totalidad de sus facultades.
Ella denegó con la cabeza.
—No creo en una segunda personalidad. Arthur ha dejado de ser él y carece ahora de personalidad. Yo...
—Phyllis, querida —interrumpió lady Carmichael—. Te sirvo el té.
Algo en la expresión de sus ojos me gritó que no sentía ningún amor hacia su futura nuera.
La señorita Patterson rechazó el té y yo traté de reanimar la conversación.
—¿No tomará el gatito un tazón de leche?
Ella me miró de un modo raro.
—¿El... gatito?
—Sí, su compañero de hace unos momentos en el jardín.
Fue interrumpido por un chasquido, lady Carmichael había volcado la tetera y el agua caliente se derramaba por el suelo. Phyllis Patterson miró interrogativamente a Settle. Éste se puso en pie.
—¿Quiere visitar a su paciente ahora, Carstairs? 
Lo seguí. La señorita Patterson vino con nosotros. Settle se sacó una llave del bolsillo.
—A veces le acomete el deseo irrefrenable de vagar por ahí —explicó—. Por eso cierro con llave la puerta cuando me ausento de la casa. 
Al fin entramos en la habitación. Un joven permanecía junto a la ventana, donde los últimos rayos solares esparcían su amarilla tonalidad de los atardeceres. Se hallaba curiosamente inmóvil, encogido, y con todos sus músculos relajados. Supuse que no había advertido nuestra presencia, hasta que, de repente, vi sus ojos al acecho. Al cruzarse nuestras miradas, desvió sus pupilas y parpadeó, si bien continuó inmóvil.
—Arthur —dijo Settle—. La señorita Patterson es amiga mía y ha venido a verle.
La respuesta fue un nuevo parpadeo. No obstante, segundos después nos miraba otra vez con la misma furtiva insistencia.
—¿Quiere su té? —preguntó Settle, con voz alta y ansiosa, como si hablase a un niño.
Entonces puso en la mesa una taza llena de leche. Yo le miré sorprendido y él me sonrió. 
—La única cosa que acepta es la leche. 
Sin prisas, sir Arthur descompuso su posición acurrucada, y caminó lentamente hacia la mesa. Advertí que sus movimientos eran silenciosos: sus pies no hacían ruido alguno al pisar. Cuando llegó a la mesa se desperezó extendiendo cuanto pudo una pierna hacia delante y la otra hacia atrás. Luego bostezó. Jamás he contemplado un bostezo semejante. Su cara pareció convertirse toda ella en boca abierta.
Luego observó la leche, y se inclinó hasta que sus labios tocaron el líquido.
Settle  contestó  a  mi mudo  interrogante:
—No utiliza las manos en absoluto. Es como si hubiera vuelto al estado primitivo. Raro, ¿verdad?
Phyllis Patterson se estremecía a mi lado, y yo coloqué mi mano en su brazo para animarla.
Cuando se hubo acabado la leche, Arthur Carmichael volvió a desperezarse y, luego, con los mismos silenciosos pasos, regresó a su asiento de la ventana, donde se acomodó tan encogido como antes, mientras parpadeaba al mirarnos.
La señorita Patterson temblaba cuando salimos al pasillo.
—Doctor Carstairs —casi sollozó—. No es él... esa cosa. ¡Dentro de ella no está Arthur!
Denegué con la cabeza.
—El cerebro puede jugar malas pasadas, señorita Patterson.
Confieso que me sentí intrigado con el caso. Presentaba aspectos poco corrientes. Si bien era la primera vez que veía al joven Carmichael, algo en su peculiar modo de andar y en cómo parpadeaba, me recordó a alguien o a alguna cosa que no supe identificar.
Aquella noche la cena transcurrió en silencio, salvo los intentos de conversación hechos por lady Carmichael y yo. Cuando las señoras se hubieron retirado, Settle me preguntó qué pensaba de mi anfitriona.
—Ignoro por qué causa o razón me disgusta intensamente —dije—. Usted está en lo cierto, tiene sangre oriental y yo diría que domina algunos poderes ocultos. Es una mujer de extraordinaria fuerza magnética. 
Settle pareció a punto de decir algo, pero se contuvo, y, al cabo, me informó:
—Está absolutamente dedicada a su hijito.
Nos trasladamos al salón verde, donde tomamos el café y mientras conversábamos sobre los tópicos del día, el gato empezó a maullar lastimeramente al otro lado de la puerta, como si quisiera entrar. Nadie hizo caso, salvo yo que inducido por mi afición a los animales, me levanté.
—¿Puedo hacer que entre? —pregunté a lady Carmichael.
Su rostro había palidecido. El vago movimiento de su cabeza fue interpretado por mí como asentimiento, y, encaminándome a la puerta, la abrí. El pasillo estaba desierto.
—¡Qué raro! —exclamé—. Hubiera jurado que oí un gato.
Cuando regresé a mi silla todos me observaron intensamente. Esto me hizo sentirme sumamente incómodo.
Al despedirnos, Settle me acompañó hasta mi dormitorio.
—¿Tiene cuanto precisa? —me preguntó, mirando a su alrededor.
—Sí, gracias.
Aún se entretuvo como si hubiese algo que deseara decirme; si bien era manifiesta su falta de decisión.
—Me habló usted de algo pavoroso que había en la casa —le recordé—. No obstante, me parece normal.
—¿La considera usted una casa alegre?
—Ciertamente no, aunque sólo se debe a las circunstancias. Es obvio que está sumida en la sombra de un gran dolor. Sin embargo, en cuanto a influencias anormales, le concedería certificado de salud.
—Buenas noches —se despidió Settle—. Le deseo agradables sueños.
Y soñé. El gato gris de la señorita Patterson parecía impreso en mi cerebro. Toda la noche el madito animal estuvo como único dueño y señor en mis sueños.
Me desperté sobresaltado y entonces comprendí porqué el gato se hallaba incrustado en mis pensamientos. Maullaba persistente al otro lado de la puerta. Así me era imposible conciliar el sueño. Encendí una vela y me encaminé a la puerta. El pasillo estaba desierto, pero los maullidos seguían oyéndose. Supuse que el desgraciado animal se hallaba encerrado en alguna parte, incapaz de salir. Hacia la izquierda se veía el final del pasillo, con la puerta del dormitorio de lady Carmichael. Me dirigí a la derecha y apenas había recorrido unos pasos, cuando los maullidos se produjeron detrás de mí. Me giré bruscamente y entonces volví a oírlos detrás de mí, a la derecha.
Algo, quizás una corriente de aire, me hizo estremecer y regresé a mi alcoba. Pero entonces el silencio se enseñoreó de la noche y pude dormirme. Desperté en un esplendoroso día de verano.
Mientras me vestía vi desde la ventana al causante de mi desazón nocturna. El gato gris se deslizaba lenta y cautelosamente por el prado. Imaginé que su objeto de ataque sería una bandada de pájaros no lejos de él.
Entonces sucedió algo muy curioso. El gato pasó por entre los pájaros casi tocándolos. Éstos no volaron. ¡Incomprensible!
Tanto me impresionó el suceso que a la hora del desayuno lo comenté.
—Lady Carmichael —dije—. Su gato es un ejemplar único.
El rápido tintineo de una taza sobre un platito me obligó a mirar a Phyllis Patterson, cuyos labios entreabiertos denotaban ansiedad.
Siguió un momento de silencio, hasta que lady Carmichael me contestó casi desagradablemente: 
—Temo que sufre un error. No hay ninguno aquí. Nunca tuve un gato.
Comprendí mi inoportunidad y cambié de tema.
Sin embargo, aquel asunto me tenía intrigado. ¿Por qué lady Carmichael afirmaba que nunca había tenido un gato en la casa? ¿Era entonces de la señorita Patterson y su presencia se mantenía oculta a la dueña? Quizá lady Carmichael profesase una de esas antipatía a los gatos, tan frecuentes hoy. Pero semejante explicación no era convincente. Ahora bien, no disponía de otra y tuve que contentarme de momento con ella.
El enfermo se hallaba en el mismo estado. Le hice un examen a fondo y pude observarlo mejor que la noche anterior. Sugerí que estuviera el mayor tiempo posible con la familia. Con ello esperaba tener mejor oportunidad de estudiarlo en sus momentos de abandono, y quizá la rutina de todos los días despertase algún destello de su inteligencia. Sin embargo, sus modales no sufrieron alteración. Mostrábase pacífico, dócil, ausente, si bien ejercía una intensa y astuta vigilancia. Una cosa me sorprendió sobremanera: su afecto a lady Carmichael. Ignoraba por completo a la señorita Patterson, y siempre se las arreglaba para sentarse lo más cerca posible de su madrastra. Una vez le vi frotar la cabeza contra el hombro de ella en muda expresión de amor.
Me preocupó. Tenía que haber una explicación para todo aquello.
—Es un caso muy extraño —dije a Settle.
—Sí —contestó—. Es muy... sugestivo.
Me miró furtivamente y, luego, preguntó:
— Dígame, ¿no le recuerda nada?
Sus palabras me produjeron una sensación desagradable, al mismo tiempo que renacía mi impresión del día anterior.
—Recordarme, ¿qué? 
Movió la cabeza, desalentado.
—Quizás es pura imaginación mía —murmuró—. Sí, debe de ser eso.
Y no quiso hablar más del asunto.
Ya tenía un misterio alrededor del caso. Me hallaba obsesionado, a la vez que un sentimiento de frustración hacía mella en mí ante la imposibilidad de aclararlo. Otro caso de menor importancia lo constituía el gato gris. Por alguna razón desconocida me alteraba los nervios. Soñaba con gatos, o los imaginaba, o los oía. También solía ver a distancia el hermoso ejemplar. Y la seguridad de que había algún misterio relacionado con él me ponía frenético. Guiado de un instintivo impulso, pregunté al criado:
—¿Sabe usted algo de un gato que yo veo?
—¿Un gato, señor?
Su evidente sorpresa me desconcertó.
—¿No hubo... no hay... un gato?
—Milady tuvo un gato, señor. Era su favorito. Pero fue sacrificado. Una gran lástima, pues era un bello ejemplar.
—¿Un gato gris? —pregunté.
—Sí, señor. Un gato persa.
—¿Y dice usted que fue sacrificado?
—Sí, señor.
—¿Seguro que lo mataron?
—¡Oh, totalmente seguro, señor! Milady no lo quiso mandar al veterinario... lo mató ella misma hace cosa de una semana. Está enterrado debajo del abedul, señor.
El criado salió de la estancia, dejándome sumido en meditaciones.
¿Por qué afirmó tan rotundamente lady Carmichael que jamás había tenido un gato?
Intuí que en tan banal asunto había algo muy significativo. Busqué a Settle y me lo llevé aparte.
—Settle, quiero hacerle una pregunta. ¿Ha visto u oído un gato en esta casa?
No demostró sorpresa ante la pregunta. Más bien parecía aguardarla.
—Lo he oído, pero no lo he visto.
—Sin embargo, el primer día estaba en el prado, con la señorita Patterson.
Me miró fijamente.
—Vi a la señorita caminando por el césped. Nada más.
Empecé a comprender.
—Entonces el gato...
Asintió.
—Quería probar si usted, libre de perjuicios, lo oía como nosotros.
—Así, ¿lo oyen todos?
Asintió de nuevo.
—Es raro —murmuró ,pensativo—. Jamás supe de un gato que encantase un lugar.
Le conté lo que había sabido por el lacayo y él se sorprendió.
—Pero, ¿qué significa? —pregunté desorientado. 
Sacudió la cabeza.
—¿Quién lo sabe? Carstairs, la verdad es que tengo miedo. El grito de ese animal suena amenazador.
—¿Amenazador? —pregunté—. ¿Para quién?
Extendió sus manos.
—Lo ignoro.
Después de la cena comprendí el significado de sus palabras. Nos hallábamos sentados en el salón verde, como en la noche de mi llegada, cuando se oyó de nuevo el insistente maullido al otro lado de la puerta. Pero esta vez, inconfundiblemente, había enfado en su tono. Maulló fiero y amenazador. Luego, al cesar, el pomo exterior de la puerta fue tocado violentamente, por lo que me pareció, inconfundible, la zarpa de un gato.
Settle, alarmado, gritó:
—¡Juraría que es real!
Se precipitó a la puerta y la abrió de par en par.
Allí no había nada.
Regresó secándose la frente. Phyllis estaba pálida y temblorosa y lady Carmichael intensamente pálida. Sólo Arthur, acuclillado y satisfecho como un chiquillo, mantenía la cabeza sobre las rodillas de su madrastra, tranquilo.
La señorita Patterson colocó su mano sobre mi brazo y nos fuimos arriba.
—¡Doctor! —exclamó—. ¿Qué es ello? ¿Qué significa?
—No podemos saberlo aún, mi querida señorita. No obstante, quiero averiguarlo. No tema, estoy convencido de que no existe peligro alguno para usted.
Ella me miró dubitativa.
—¿Está seguro?
—Sí —repuse con firmeza.
Y esta seguridad me la dio el recuerdo del modo amoroso con que el gato se había frotado en sus pies. Sin duda, la amenaza no era para ella.
Después de interminables intentos, logré conciliar un intranquilo sueño del que me desperté sobresaltado. Oí un ruido como si algo fuera violentamente rasgado o roto. Salté del lecho y me precipité al pasillo. Settle apareció en la puerta de su habitación. El sonido procedía de nuestra izquierda.
—¿Lo oye, Carstairs? ¿Lo oye?
Corrimos a la puerta de lady Carmichael. Nada se cruzó con nosotros y, sin embargo, el ruido había cesado. Nuestras velas se reflejaron blanquecinas en los brillantes paneles de la puerta de lady Carmichael. Nos miramos.
—¿Sabe lo que era? —me susurró.
Asentí.
—Las zarpas de un gato que rompía o arañaba algo —me estremecí a su solo recuerdo.
Con repentina exclamación, bajé la candela que aguantaba.
—¡Mire aquí, Settle!
Una silla junto a la pared mostraba su asiento rasgado y roto a largas tiras.
La examinamos detenidamente. Settle me miró preocupado.
—¡Zarpas de gato! —exclamó con el aliento contenido—. Son inconfundibles —sus ojos se trasladaron de la silla a la puerta cerrada—. Ahí está la persona amenazada. ¡lady Carmichael!
Ya no pude conciliar el sueño. Las cosas se hallaban en un estado que exigía acción inmediata. En cuanto me era dable intuir, sólo una persona tenía la clave de la situación. Sospeché que lady Carmichael sabía mucho más de cuanto había dicho.
Observé su mortal palidez a la mañana siguiente, mientras jugueteaba con la comida en su plato. Después del desayuno le rogué un aparte. No me anduve por las ramas.
—Lady Carmichael, tengo motivos para creer que se halla en grave peligro
—¿De veras? —contestó con maravillosa indiferencia.
—Aquí existe una «cosa», una «presencia»... evidentemente hostil a usted.
—¡Qué tontería! —murmuró—. No creo en esa clase de idioteces.
—La silla junto a su puerta fue rasgada en tiras anoche.
—¿Y bien?
Levanté las cejas con fingida sorpresa, pues comprendí que no le había dicho nada que ignorase.
Ella continuó:
—Alguna broma estúpida, imagino.
—No fue una broma —repliqué—. Será mejor que me diga por su propio bien... —me detuve.
—¿Que le diga qué? —inquirió.
—Todo cuanto pueda echar luz sobre este asunto —repuse gravemente.
Se rió antes de decirme:
—No sé nada. Absolutamente nada.
Ninguna de mis advertencias logró inducirla a que me revelase algo. No obstante, seguí convencido de que sabía mucho más que cualquiera de nosotros, y que poseía la clave del asunto, cosa que los demás ignorábamos.
Pese a su tozudez adopté cuantas precauciones pude, convencido de que ella se encontraba en un grave e inminente peligro. Antes de que lady Carmichael se retirarse a su dormitorio aquella noche, Settle y yo lo registramos minuciosamente. Después decidimos hacer guardia en el pasillo.
Me tocó el primer turno, que pasó sin incidente alguno. A las tres, Settle me relevó. Me sentía cansado tras de una noche en vela y me dormí en seguida. Tuve un sueño muy curioso.
Soñé que un gato gris se hallaba sentado a los pies de mi cama y que sus ojos permanecían fijos en los míos, en triste súplica. Luego, con la facilidad de los sueños, supe su deseo de que lo siguiera. Y así lo hice. Me condujo por una gran escalera al otro lado de la casa y pronto nos hallábamos en lo que, evidentemente, era la biblioteca. Se detuvo y levantó sus patas delanteras hasta descansarlas en el primer estante de libros. Luego repitió aquella mirada de súplica.
El gato y la librería se esfumaron y me desperté para hallarme en una soleada mañana.
La vigilancia de Settle transcurrió también sin incidente alguno. Entonces le rogué que me llevase a la biblioteca. Esta coincidió en todos los detalles con mi visión, incluso señalé el sitio exacto donde el gato me había mirado tristemente por última vez.
Los dos permanecimos allí, silenciosos y perplejos. De repente se me ocurrió una idea y me agaché para leer los títulos de los libros. Así fue como observé que faltaba uno en la hilera.
—Han sacado un libro de aquí —dije a Settle.
El se agachó a mi lado.
—Mire —exclamó—. Hay un clavo en la parte de atrás que ha desprendido un fragmento del volumen que falta.
Separó cuidadosamente el trocito de papel. No tenía más que una pulgada cuadrada; pero en él había impresas dos palabras significativas: «El gato...»
—Esto me causa escalofríos —aseguró Settle—. Es algo horrible.
—Daría cualquier cosa por saber qué libro es el que falta —dije—. ¿Sabe usted si hay algún medio de averiguarlo?
—Quizá haya un catálogo. Puede ser que lady Carmichael...
Denegué con la cabeza.
—Lady Carmichael no dirá nada. 
—¿Usted cree?
—Estoy seguro de ello. Mientras nosotros navegamos por un mar de tinieblas, lady Carmichael sabe. Y por motivos que ella se sabrá, no quiere decir nada. Prefiere afrontar un riesgo cierto antes que romper su silencio.
El día pasó con esa tranquilidad que tanto se asemeja a la calma que antecede a la tormenta. No obstante, tuve la sensación de que el problema galopaba hacia su solución. Hasta entonces mi esfuerzo había resultado inútil, pero ya vislumbraba el rayo de luz que soldaría los hechos para ofrecernos el triunfo de aquella batalla entre tinieblas.
iSucedió del modo más inesperado!
Vino a nuestro encuentro cuando nos hallábamos reunidos en el saloncito verde, después de la cena. Era tal el silencio guardado allí que, incluso, un ratoncillo se atrevió a cruzar el salón, desencadenando la hecatombe.
Arthur Carmichael saltó de su silla y con el cuerpo tembloroso corrió velozmente detrás del roedor. Este halló refugio entre las tablas del friso y el joven se acuclilló, vigilante, con el cuerpo aún tembloroso por el ansia.
¡Algo horrible! Jamás he vivido un momento semejante. Allí se desvanecieron todas mis dudas en cuanto a lo que me recordaba Arthur Carmichael. Me lo revelaron sus pasos suaves y ojos al acecho. Como un rayo, la explicación ilógica, increíble, se abrió paso en mi mente. Quise rechazarla por imposible... por absurda y, no obstante, cada vez se afianzaba más y más en mi cerebro.
Apenas recuerdo lo que sucedió después. Todo parece borroso e irreal. Sé que subimos al piso superior nos deseamos buenas noches, casi temerosos de mirarnos a los ojos, seguros de hallar confirmación a nuestros pensamientos.
Settle se colocó fuera de la habitación de lady Carmichael para hacer la primera guardia, quedando en que me llamaría a las tres de la madrugada.
En realidad cualquier temor sustentado por lo que pudiera suceder a lady Carmichael se había borrado en mí debido a la sugestión de mi fantástica, inaudita teoría. Traté de convencerme de que era imposible y, pese a ello, la seguridad de haber descubierto la verdad, tomó carta de naturaleza en todos mis razonamientos.
De repente, la quietud de la noche fue alterada por Settle que gritó, llamándome. Al precipitarme al pasillo, lo vi golpear con todas sus fuerzas la puerta de lady Carmichael.
—¡El demonio se la lleve! —gritó—. ¡Se ha encerrado con llave!
—Pero...
—¡Esta ahí dentro, hombre! ¡Con ella! ¿No lo oye?
Al otro lado de la puerta se oyó un largo maullido de furor. Y, luego, a continuación, un horrible grito seguido de otro. Reconocí la voz de lady Carmichael.
—¡Derribemos la puerta! —grité—. ¡Otro minuto y será demasiado tarde!
Colocamos nuestros hombros contra ella y apretamos con toda nuestra fuerza. De pronto cedió con un gran crujido y casi nos caímos en el interior de la habitación.
Lady Carmichael se hallaba en el lecho bañada en sangre. Raras veces he visto un espectáculo más horrible. Su corazón aún latía, pero sus heridas eran terribles, puesto que la piel de su garganta aparecía destrozada.
Lleno de temor, susurré:
—¡Son zarpas!
Un escalofrío supersticioso recorrió todo mi ser.
Curé y vendé la herida y sugerí a Settle que mantuviésemos en secreto la naturaleza de las heridas, especialmente a la señorita Patterson. Luego puse un telegrama en solicitud de que enviasen una enfermera.
El amanecer clareaba por la ventana.
—Vístase y acompáñeme —pedí a Settle—. Lady Carmichael no corre peligro ahora.
Poco después sallamos juntos al jardín.
—¿Qué piensa hacer?
—Desenterrar el cuerpo del gato —contesté—. Quiero asegurarme.
Encontré un azadón en el cobertizo de las herramientas y nos pusimos a trabajar debajo del gran abedul. No resultó ser una tarea agradable. Hacía una semana que el animal estaba muerto. Pero vi lo que deseaba.
—Aquí lo tiene —dije—. Un gato idéntico al que vi el primer día.
Settle olió aquella peste de almendras amargas aún perceptible.
—Ácido prúsico —resumió.
Asentí.
—¿Qué le sugiere? —preguntó.
—Lo que a usted.
Sabía que mis conjeturas eran compartidas por él, pues evidentemente, habían pasado también por su cerebro.
—¡Imposible! —murmuró—. ¡Imposible! —su voz pareció morir estrangulada—. El ratón de anoche... pero... ¡no, no puede ser!
—Lady Carmichael es una mujer extraña —afirmé—. Tiene poderes ocultos, hipnóticos. Sus antepasados son asiáticos. ¿Qué uso ha hecho de esos poderes en la naturaleza débil y obediente de Arthur Carmichael? Recuérdelo, Settle, si Arthur Carmichael se convierte en un imbécil permanente, aficionado a su madrastra, todo su patrimonio será de ella y... de su hijo, a quien adora según me dijo usted. ¡Y Arthur iba a casarse!
—¿Qué podemos hacer, Carstairs?
—Nada concreto —repuse—, salvo interponernos entre lady Carmichael y la venganza.
Lady Carmichael mejoraba lentamente. Sus heridas cicatrizarían, si bien las señales de aquel terrible asalto perdurarían de por vida.
Jamás me he sentido tan impotente. El poder que nos había derrotado seguía incólume. Esto me indujo a pensar en la conveniencia de que lady Carmichael, una vez suficientemente restablecida, fuese enviada lejos de Wolden. Quizás así su poder maligno perdiese efectividad.
Pasados algunos días, decidimos que el dieciocho de septiembre lady Carmichael se trasladase a otro lugar, pero la mañana del catorce sobrevino el inesperado desenlace.
Me hallaba en la biblioteca discutiendo detalles sobre el viaje de lady Carmichael con Settle, cuando una alterada sirvienta se precipitó dentro de la estancia.
—¡Oh, señor! —gritó—. ¡Venga! El señor Arthur se ha caído en el estanque. Pisó el bote y salió despedido con él, perdiendo el equilibrio. Lo vi desde la ventana.
Sin pérdida de tiempo, corrí seguido de Settle. Phyllis, que oyó las explicaciones de la criada, hizo otro tanto.
—No teman —nos gritó—. Arthur es un nadador excelente.
Sin embargo, un secreto temor aceleró mi marcha. La superficie del estanque aparecía quieta, con el bote que se deslizaba perezosamente sobre ella. De Arthur no había rastro alguno.
Settle se quitó la americana y las botas.
—Buscaré desde aquel bote —gritó—. Hágalo usted desde éste y use el remo. El estanque no es muy profundo.
Sentimos la angustia de la eternidad en una búsqueda infructuosa. Los minutos se sucedían interminables. Al fin, cuando ya desesperábamos, lo encontramos. Entonces llevamos a la orilla el cuerpo, aparentemente sin vida, de Arthur Carmichael.
Mientras viva no podré olvidar la desesperada agonía del rostro de Phyllis.
—No... no... estará... —sus labios rechazaban la temida palabra. 
—No, querida —dije—. Lo reanimaremos; no tema.
Sin embargo, yo sabía cuan débil era la esperanza. Había permanecido en el fondo del estanque demasiado tiempo. Settle se fue a la casa en busca de mantas y otras cosas necesarias, y yo empecé a aplicarle la respiración artificial.
Trabajé vigorosamente durante una hora sin percibir señales de vida. Pedí a Settle que me relevase y me reuní con Phyllis.
—Temo que sea inútil —le dije suavemente-—. Arthur está más allá de toda ayuda.
La joven se quedó inmóvil un momento y, luego, de repente, se abalanzó contra el cuerpo sin vida.
—¡Arthur! —gritó desesperada—. ¡Arthur! ¡Vuelve a mí! ¡Arthur... vuelve... vuelve...!
En el silencio del jardín, su voz resonó con ecos de angustia. Algo inaudito me hizo tocar el brazo de Settle.
—¡Mire! —exclamé.
Un leve tinte de color volvía al rostro del ahogado. Entonces puse una mano sobre su corazón y capté débiles latidos.
—¡Siga con la respiración! —grité—. ¡Se recupera!
Los minutos parecieron volar. Poco después, sus ojos se abrían.
Asombrado advertí que en sus ojos había inteligencia; que eran humanos.
Luego se posaron en Phyllis.
—Hola, Phil —dijo débilmente—. ¿Eres tú? Supuse que no vendrías hasta mañana.
Ella, incapaz de articular una sola palabra, le sonrió. Sir Arthur observó los alrededores con creciente aturdimiento.
—¿Dónde estoy? ¡Qué mal me siento! ¿Qué me ocurre? Hola, doctor Settle.
—Ha estado a punto de ahogarse, eso es todo —le informó Settle.
El joven hizo una mueca.
—¿Como sucedió? ¿Es que andaba durmiendo?
Settle denegó con la cabeza.
—Debemos llevarlo a la casa —intervine, adelantando un paso.
Él me miró sorprendido, y Phyllis me presentó
—El doctor Carstairs, que pasa una temporada aquí.
Lo alzamos entre los dos y nos dirigimos a la casa. Sir Arthur, como asaltado por una idea inquietante, miró a Settle.
—Doctor, ¿eso no me fastidiará para el doce, verdad?
—¿El doce? —intervine sorprendido—. ¿Se refiere usted al doce de agosto?
—Sí; el próximo viernes.
Pero fue Settle quien repuso.
—Estamos a catorce de septiembre.
El aturdimiento de sir Arthur era evidente.
—Pero... creí que nos hallábamos a ocho de agosto. ¿He estado enfermo?
Phyllis se adelantó a responderle suavemente:
—Sí, has estado enfermo.
Él frunció el ceño.
—No lo entiendo. Me sentía perfectamente cuando me acosté anoche... si bien parece que no fue anoche. He soñado. Recuerdo que he soñado mucho —su ceño se contrajo sin esforzarse—. ¿Qué he soñado? ¡Ah...sí! Fue algo espantoso. Alguien me dijo que era un gato. ¡Sí, un gato! ¡Qué raro! En realidad no se trataba de un sueño de tantos. ¡Era algo más... horrible! No puedo precisar bien. Todo se esfuma cuando pienso.
Puse mi mano sobre su hombro.
—No piense, sir Arthur. Conténtese con... olvidar.
Me miró intrigado y asintió. Capté un suspiro de alivio en Phyllis. Habíamos llegado a la casa.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó de repente el enfermo.
—No se encuentra muy bien, querido —repuso la joven tras una pausa momentánea.
—¡Pobre! —en su voz había auténtica pena—. ¿Dónde está? ¿En su cuarto?
—Sí. Pero es mejor que no la moleste ahora —intervine yo.
Sentí cómo mis palabras morían heladas en mis labios. La puerta del saloncito verde se abrió para dar paso a lady Carmichael, envuelta en una bata.
Sus ojos permanecieron fijos en Arthur, y si alguna vez he visto una mirada de culpabilidad y terror, fue entonces. De pronto se llevó la mano a la garganta.
Arthur avanzó hacia ella con infantil afecto.
—Hola, madre. ¿También te has caído? Lo siento.
Lady Carmichael retrocedió con los ojos dilatados. Luego, súbitamente, chilló como una alma condenada y se desplomó hacia atrás, en la puerta abierta.
Me acerqué a ella y la observé. Luego dije a Settle:
—De prisa; lleve a sir Arthur arriba y regrese de nuevo, ¡lady Carmichael está muerta!
Settle tardó muy poco en regresar.
—¿Qué fue? —preguntó.
—Shock —repuse fúnebremente—. ¡La impresión de ver a Arthur Carmichael, el verdadero Arthur Carmichael, vuelto a la vida! Diga si quiere, como yo prefiero llamarlo, castigo de Dios.
—¿Quiere usted decir...? —vaciló.
Le miré a los ojos y me comprendió.
—Una vida por otra —asentí.
—Pero...
—Un accidente extraño e imprevisto permitió que el espíritu de Arthur Carmichael volviese a su cuerpo —expliqué—. En realidad, había sido asesinado.
Settle me miró receloso.
—¿Con ácido prúsico? —me preguntó en voz baja.
—Sí; con ácido prúsico.
Settle y yo jamás hemos hablado de esto. No es probable que nadie lo creyera. Para todos, sir Arthur Carmichael sufrió de pérdida de memoria; lady Carmichael se laceró la garganta al parecer en un ataque de locura, y la aparición del gato gris fue pura imaginación.
Pero hay dos hechos injustificables. Uno es la silla desgarrada y el otro, aún más significativo, el catálogo de la biblioteca encontrado después de intensa búsqueda. El volumen que faltaba era un antiguo y curioso libro que versaba sobre metamorfosis de los seres humanos en animales.
Arthur nada sabe de lo sucedido. Phyllis ha cerrado con llave el secreto de aquellas semanas en su propio corazón, y jamás, estoy seguro, lo revelará al marido que tanto ama, y que regresó de la tumba al conjuro de su llamada.

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