LA BANDA DE LUNARES
Sir
Arthur Conan Doyle
Al
repasar mis notas sobre los setenta y tantos casos en los que, durante los ocho
últimos años, he estudiado los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he
encontrado muchos trágicos, algunos cómicos, un buen número de ellos que eran
simplemente extraños, pero ninguno vulgar; porque, trabajando como él
trabajaba, más por amor a su arte que por afán de riquezas, se negaba a
intervenir en ninguna investigación que no tendiera a lo insólito e incluso a
lo fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan variados, no recuerdo
ninguno que presentara características más extraordinarias que el que afectó a
una conocida familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los
acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los primeros tiempos de mi asociación
con Holmes, cuando ambos compartíamos un apartamento de solteros en Baker
Street. Podría haberlo dado a conocer antes, pero en su momento se hizo una
promesa de silencio, de la que no me he visto libre hasta el mes pasado, debido
a la prematura muerte de la dama a quien se hizo la promesa. Quizás convenga
sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo motivos para creer que corren
rumores sobre la muerte del doctor Grimesby Roylott que tienden a hacer que el
asunto parezca aún más terrible que lo que fue en realidad.
Una
mañana de principios de abril de 1883, me desperté y vi a Sherlock Holmes
completamente vestido, de pie junto a mi cama. Por lo general, se levantaba
tarde, y en vista de que el reloj de la repisa sólo marcaba las siete y cuarto,
le miré parpadeando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de resentimiento,
porque yo era persona de hábitos muy regulares.
—Lamento
despertarle, Watson —dijo—, pero esta mañana nos ha tocado a todos. A la señora
Hudson la han despertado, ella se desquitó conmigo, y yo con usted.
—¿Qué es
lo que pasa? ¿Un incendio?
—No, un
cliente. Parece que ha llegado una señorita en estado de gran excitación, que
insiste en verme. Está aguardando en la sala de estar. Ahora bien, cuando las
jovencitas vagan por la metrópoli a estas horas de la mañana, despertando a la
gente dormida y sacándola de la cama, hay que suponer que tienen que comunicar
algo muy apremiante. Si resultara ser un caso interesante, estoy seguro de que
le gustaría seguirlo desde el principio. En cualquier caso, me pareció que
debía llamarle y darle la oportunidad.
—Querido
amigo, no me lo perdería por nada del mundo. No existía para mí mayor placer
que seguir a Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas
deducciones, tan veloces como si fueran intuiciones, pero siempre fundadas en
una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le planteaban.
Me vestí
a toda prisa, y a los pocos minutos estaba listo para acompañar a mi amigo a la
sala de estar. Una dama vestida de negro y con el rostro cubierto por un
espeso velo estaba sentada junto a la ventana y se levantó al entrar nosotros.
—Buenos
días, señora —dijo Holmes animadamente—. Me llamo Sherlock Holmes. Éste es mi
íntimo amigo y colaborador, el doctor Watson, ante el cual puede hablar con
tanta libertad como ante mí mismo. Ajá, me alegro de comprobar que la señora
Hudson ha tenido el buen sentido de encender el fuego. Por favor, acérquese a
él y pediré que le traigan una taza de chocolate, pues veo que está usted
temblando.
—No es el
frío lo que me hace temblar —dijo la mujer en voz baja, cambiando de asiento
como se le sugería.
—¿Qué es,
entonces?
—El
miedo, señor Holmes. El terror —al hablar, alzó su velo y pudimos ver que
efectivamente se encontraba en un lamentable estado de agitación, con la cara
gris y desencajada, los ojos inquietos y asustados, como los de un animal acosado.
Sus rasgos y su figura correspondían a una mujer de treinta años, pero su
cabello presentaba prematuras mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y
agobio. Sherlock Holmes la examinó de arriba a abajo con una de sus miradas
rápidas que lo veían todo.
—No debe
usted tener miedo —dijo en tono consolador, inclinándose hacia delante y
palmeándole el antebrazo—. Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa duda. Veo
que ha venido usted en tren esta mañana.
—¿Es que
me conoce usted?
—No, pero
estoy viendo la mitad de un billete de vuelta en la palma de su guante
izquierdo. Ha salido usted muy temprano, y todavía ha tenido que hacer un
largo trayecto en coche descubierto, por caminos accidentados, antes de llegar
a la estación.
La dama
se estremeció violentamente y se quedó mirando con asombro a mi compañero.
—No hay
misterio alguno, querida señora —explicó Holmes sonriendo—. La manga izquierda
de su chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las
manchas aún están frescas. Sólo en un coche descubierto podría haberse
salpicado así, y eso sólo si venía sentada a la izquierda del cochero.
—Sean
cuales sean sus razones, ha acertado usted en todo —dijo ella—. Salí de casa
antes de las seis, llegué a Leatherhead a las seis y veinte y cogí el primer
tren a Waterloo. Señor, ya no puedo aguantar más esta tensión, me volveré loca
de seguir así. No tengo a nadie a quien recurrir... sólo hay una persona que me
aprecia, y el pobre no sería una gran ayuda. He oído hablar de usted, señor
Holmes; me habló de usted la señora Farintosh, a la que usted ayudó cuando se
encontraba en un grave apuro. Ella me dio su dirección. ¡Oh, señor! ¿No cree
que podría ayudarme a mí también, y al menos arrojar un poco de luz sobre las
densas tinieblas que me rodean? Por el momento, me resulta imposible
retribuirle por sus servicios, pero dentro de uno o dos meses me voy a casar,
podré disponer de mi renta y entonces verá usted que no soy desagradecida.
Holmes se
dirigió a su escritorio, lo abrió y sacó un pequeño fichero que consultó a
continuación.
—Farintosh
—dijo—. Ah, sí, ya me acuerdo del caso; giraba en torno a una tiara de ópalo.
Creo que fue antes de conocernos, Watson. Lo único que puedo decir, señora, es
que tendré un gran placer en dedicar a su caso la misma atención que dediqué
al de su amiga. En cuanto a la retribución, mi profesión lleva en sí misma la
recompensa; pero es usted libre de sufragar los gastos en los que yo pueda
incurrir, cuando le resulte más conveniente. Y ahora, le ruego que nos exponga
todo lo que pueda servirnos de ayuda para formarnos una opinión sobre el
asunto.
—¡Ay!
—replicó nuestra visitante—. El mayor horror de mi situación consiste en que
mis temores son tan inconcretos, y mis sospechas se basan por completo en
detalles tan pequeños y que a otra persona le parecerían triviales, que hasta
el hombre a quien, entre todos los demás, tengo derecho a pedir ayuda y consejo,
considera todo lo que le digo como fantasías de una mujer nerviosa. No lo dice
así, pero puedo darme cuenta por sus respuestas consoladoras y sus ojos
esquivos. Pero he oído decir, señor Holmes, que usted es capaz de penetrar en
las múltiples maldades del corazón humano. Usted podrá indicarme cómo caminar
entre los peligros que me amenazan.
—Soy todo
oídos, señora.
—Me llamo
Helen Stoner, y vivo con mi padrastro, último superviviente de una de las
familias sajonas más antiguas de Inglaterra, los Roylott de Stoke Moran, en el
límite occidental de Surrey.
Holmes
asintió con la cabeza.
—El
nombre me resulta familiar —dijo.
—En otro
tiempo, la familia era una de las más ricas de Inglaterra, y sus propiedades
se extendían más allá de los límites del condado, entrando por el norte en
Berkshire y por el oeste en Hampshire. Sin embargo, en el siglo pasado hubo
cuatro herederos seguidos de carácter disoluto y derrochador, y un jugador
completó, en tiempos de la Regencia, la ruina de la familia. No se salvó nada,
con excepción de unas pocas hectáreas de tierra y la casa, de doscientos años
de edad, sobre la que pesa una fuerte hipoteca. Allí arrastró su existencia el
último señor, viviendo la vida miserable de un mendigo aristócrata; pero su
único hijo, mi padrastro, comprendiendo que debía adaptarse a las nuevas
condiciones, consiguió un préstamo de un pariente, que le permitió estudiar
medicina, y emigró a Calcuta, donde, gracias a su talento profesional y a su
fuerza de carácter, consiguió una numerosa clientela. Sin embargo, en un
arrebato de cólera, provocado por una serie de robos cometidos en su casa, azotó
hasta matarlo a un mayordomo indígena, y se libró por muy poco de la pena de
muerte. Tuvo que cumplir una larga condena, al cabo de la cual regresó a
Inglaterra, convertido en un hombre huraño y desengañado.
»Durante
su estancia en la India, el doctor Roylott se casó con mi madre, la señora
Stoner, joven viuda del general de división Stoner, de la artillería de
Bengala. Mi hermana Julia y yo éramos gemelas, y sólo teníamos dos años cuando
nuestra madre se volvió a casar. Mi madre disponía de un capital considerable,
con una renta que no bajaba de las mil libras al año, y se lo confió por entero
al doctor Roylott mientras viviésemos con él, estipulando que cada una de nosotras
debía recibir cierta suma anual en caso de contraer matrimonio. Mi madre
falleció poco después de nuestra llegada a Inglaterra... hace ocho años, en un
accidente ferroviario cerca de Crewe. A su muerte, el doctor Roylott abandonó
sus intentos de establecerse como médico en Londres, y nos llevó a vivir con él
en la mansión ancestral de Stoke Moran. El dinero que dejó mi madre bastaba
para cubrir todas nuestras necesidades, y no parecía existir obstáculo a
nuestra felicidad.
»Pero,
aproximadamente por aquella época, nuestro padrastro experimentó un cambio
terrible. En lugar de hacer amistades e intercambiar visitas con nuestros
vecinos, que al principio se alegraron muchísimo de ver a un Roylott de Stoke
Moran instalado de nuevo en la vieja mansión familiar, se encerró en la casa
sin salir casi nunca, a no ser para enzarzarse en furiosas disputas con
cualquiera que se cruzase en su camino. El temperamento violento, rayano con
la manía, parece ser hereditario en los varones de la familia, y en el caso de
mi padrastro creo que se intensificó a consecuencia de su larga estancia en el
trópico. Provocó varios incidentes bochornosos, dos de los cuales terminaron
en el juzgado, y acabó por convertirse en el terror del pueblo, de quien todos
huían al verlo acercarse, pues tiene una fuerza extraordinaria y es
absolutamente incontrolable cuando se enfurece.
»La
semana pasada tiró al herrero del pueblo al río, por encima del pretil, y sólo
a base de pagar todo el dinero que pude reunir conseguí evitar una nueva
vergüenza pública. No tiene ningún amigo, a excepción de los gitanos errantes,
y a estos vagabundos les da permiso para acampar en las pocas hectáreas de
tierra cubierta de zarzas que componen la finca familiar, aceptando a cambio la
hospitalidad de sus tiendas y marchándose a veces con ellos durante semanas
enteras. También le apasionan los animales indios, que le envía un contacto en
las colonias, y en la actualidad tiene un guepardo y un babuino que se pasean
en libertad por sus tierras, y que los aldeanos temen casi tanto como a su
dueño.
»Con esto
que le digo podrá usted imaginar que mi pobre hermana Julia y yo no llevábamos
una vida de placeres. Ningún criado quería servir en nuestra casa, y durante
mucho tiempo hicimos nosotras todas las labores domésticas. Cuando murió no
tenía más que treinta años y, sin embargo, su cabello ya empezaba a blanquear,
igual que el mío.
—Entonces,
su hermana ha muerto.
—Murió
hace dos años, y es de su muerte de lo que vengo a hablarle. Comprenderá usted
que, llevando la vida que he descrito, teníamos pocas posibilidades de conocer
a gente de nuestra misma edad y posición. Sin embargo, teníamos una tía
soltera, hermana de mi madre, la señorita Honoria Westphail, que vive cerca de
Harrow, y de vez en cuando se nos permitía hacerle breves visitas. Julia fue a
su casa por Navidad, hace dos años, y allí conoció a un comandante de Infantería
de Marina retirado, al que se prometió en matrimonio. Mi padrastro se enteró
del compromiso cuando regresó mi hermana, y no puso objeciones a la boda. Pero
menos de quince días antes de la fecha fijada para la ceremonia, ocurrió el
terrible suceso que me privó de mi única compañera.
Sherlock
Holmes había permanecido recostado en su butaca con los ojos cerrados y la
cabeza apoyada en un cojín, pero al oír esto entreabrió los párpados y miró de
frente a su interlocutora.
—Le ruego
que sea precisa en los detalles —dijo.
—Me
resultará muy fácil, porque tengo grabados a fuego en la memoria todos los
acontecimientos de aquel espantoso período. Como ya le he dicho, la mansión
familiar es muy vieja, y en la actualidad sólo un ala está habitada. Los dormitorios
de esta ala se encuentran en la planta baja, y las salas en el bloque central
del edificio. El primero de los dormitorios es el del doctor Roylott, el
segundo el de mi hermana, y el tercero el mío. No están comunicados, pero todos
dan al mismo pasillo. ¿Me explico con claridad?
—Perfectamente.
—Las
ventanas de los tres cuartos dan al jardín. La noche fatídica, el doctor
Roylott se había retirado pronto, aunque sabíamos que no se había acostado
porque a mi hermana le molestaba el fuerte olor de los cigarros indios que
solía fumar. Por eso dejó su habitación y vino a la mía, donde se quedó
bastante rato, hablando sobre su inminente boda. A las once se levantó para
marcharse, pero en la puerta se detuvo y se volvió a mirarme.
»—Dime,
Helen —dijo—. ¿Has oído a alguien silbar en medio de la noche?
»—Nunca
—respondí.
»—¿No
podrías ser tú, que silbas mientras duermes?
»—Desde
luego que no. ¿Por qué?
»—Porque
las últimas noches he oído claramente un silbido bajo, a eso de las tres de la
madrugada. Tengo el sueño muy ligero, y siempre me despierta. No podría decir
de dónde procede, quizás del cuarto de al lado, tal vez del jardín. Se me ocurrió
preguntarte por si tú también lo habías oído.
»—No, no
lo he oído. Deben ser esos horribles gitanos que hay en la huerta.
»—Probablemente.
Sin embargo, si suena en el jardín, me extraña que tú no lo hayas oído también.
»—Es que
yo tengo el sueño más pesado que tú.
»—Bueno,
en cualquier caso, no tiene gran importancia —me dirigió una sonrisa, cerró la
puerta y pocos segundos después oí su llave girar en la cerradura.
—Caramba
—dijo Holmes—. ¿Tenían la costumbre de cerrar siempre su puerta con llave por la
noche?
—Siempre.
—¿Y por
qué?
—Creo
haber mencionado que el doctor tenía sueltos un guepardo y un babuino. No nos
sentíamos seguras sin la puerta cerrada.
—Es
natural. Por favor, prosiga con su relato.
—Aquella
noche no pude dormir. Sentía la vaga sensación de que nos amenazaba una
desgracia. Como recordará, mi hermana y yo éramos gemelas, y ya sabe lo sutiles
que son los lazos que atan a dos almas tan estrechamente unidas. Fue una noche
terrible. El viento aullaba en el exterior, y la lluvia caía con fuerza sobre
las ventanas. De pronto, entre el estruendo de la tormenta, se oyó el grito
desgarrado de una mujer aterrorizada. Supe que era la voz de mi hermana. Salté
de la cama, me envolví en un chal y salí corriendo al pasillo. Al abrir la
puerta, me pareció oír un silbido, como el que había descrito mi hermana, y
pocos segundos después un golpe metálico, como si se hubiese caído un objeto
de metal. Mientras yo corría por el pasillo se abrió la cerradura del cuarto de
mi hermana y la puerta giró lentamente sobre sus goznes. Me quedé mirando
horrorizada, sin saber lo que iría a salir por ella. A la luz de la lámpara del
pasillo, vi que mi hermana aparecía en el hueco, con la cara lívida de espanto
y las manos extendidas en petición de socorro, toda su figura oscilando de un
lado a otro, como la de un borracho. Corrí hacia ella y la rodeé con mis brazos,
pero en aquel momento parecieron ceder sus rodillas y cayó al suelo. Se
estremecía como si sufriera horribles dolores, agitando convulsivamente los
miembros. Al principio creí que no me había reconocido, pero cuando me incliné
sobre ella gritó de pronto, con una voz que no olvidaré jamás: «¡Dios mío,
Helen! ¡Ha sido la banda! ¡La banda de lunares!» Quiso decir algo más, y señaló
con el dedo en dirección al cuarto del doctor, pero una nueva convulsión se
apoderó de ella y ahogó sus palabras. Corrí llamando a gritos a nuestro
padrastro, y me tropecé con él, que salía en bata de su habitación. Cuando
llegamos junto a mi hermana, ésta ya había perdido el conocimiento, y aunque
él le vertió brandy por la garganta y mandó llamar al médico del pueblo, todos
los esfuerzos fueron en vano, porque poco a poco se fue apagando y murió sin recuperar
la conciencia. Éste fue el espantoso final de mi querida hermana.
—Un
momento —dijo Holmes—. ¿Está usted segura de lo del silbido y el sonido
metálico? ¿Podría jurarlo?
—Eso
mismo me preguntó el juez de instrucción del condado durante la investigación.
Estoy convencida de que lo oí, a pesar de lo cual, entre el fragor de la
tormenta y los crujidos de una casa vieja, podría haberme equivocado.
—¿Estaba
vestida su hermana?
—No,
estaba en camisón. En la mano derecha se encontró el extremo chamuscado de una
cerilla, y en la izquierda una caja de fósforos.
—Lo cual
demuestra que encendió una cerilla y miró a su alrededor cuando se produjo la
alarma. Eso es importante. ¿Y a qué conclusiones llegó el juez de instrucción?
—Investigó
el caso minuciosamente, porque la conducta del doctor Roylott llevaba mucho
tiempo dando que hablar en el condado, pero no pudo descubrir la causa de la
muerte. Mi testimonio indicaba que su puerta estaba cerrada por dentro, y las
ventanas tenían postigos antiguos, con barras de hierro que se cerraban cada
noche. Se examinaron cuidadosamente las paredes, comprobando que eran bien
macizas por todas partes, y lo mismo se hizo con el suelo, con idéntico
resultado. La chimenea es bastante amplia, pero está enrejada con cuatro
gruesos barrotes. Así pues, no cabe duda de que mi hermana se encontraba sola cuando
le llegó la muerte. Además, no presentaba señales de violencia.
—¿Qué me
dice del veneno?
—Los
médicos investigaron esa posibilidad, sin resultados.
—¿De qué
cree usted, entonces, que murió la desdichada señorita?
—Estoy
convencida de que murió de puro y simple miedo o de trauma nervioso, aunque no
logro explicarme qué fue lo que la asustó.
—¿Había
gitanos en la finca en aquel momento?
—Sí, casi
siempre hay algunos.
—Ya. ¿Y
qué le sugirió a usted su alusión a una banda... una banda de lunares?
—A veces
he pensado que se trataba de un delirio sin sentido; otras veces, que debía
referirse a una banda de gente, tal vez a los mismos gitanos de la finca. No sé
si los pañuelos de lunares que muchos de ellos llevan en la cabeza le podrían
haber inspirado aquel extraño término.
Holmes
meneó la cabeza como quien no se da por satisfecho.
—Nos
movemos en aguas muy profundas —dijo—. Por favor, continúe con su narración.
—Desde
entonces han transcurrido dos años, y mi vida ha sido más solitaria que nunca,
hasta hace muy poco. Hace un mes, un amigo muy querido, al que conozco desde
hace muchos años, me hizo el honor de pedir mi mano. Se llama Armitage, Percy
Armitage, segundo hijo del señor Armitage, de Crane Water, cerca de Reading. Mi
padrastro no ha puesto inconvenientes al matrimonio, y pensamos casarnos en
primavera. Hace dos días se iniciaron unas reparaciones en el ala oeste del
edificio, y hubo que agujerear la pared de mi cuarto, por lo que me tuve que
instalar en la habitación donde murió mi hermana y dormir en la misma cama en
la que ella dormía. Imagínese mi escalofrío de terror cuando anoche, estando yo
acostada pero despierta, pensando en su terrible final, oí de pronto en el
silencio de la noche el suave silbido que había anunciado su propia muerte.
Salté de la cama y encendí la lámpara, pero no vi nada anormal en la habitación.
Estaba demasiado nerviosa como para volver a acostarme, así que me vestí y, en
cuando salió el sol, me eché a la calle, cogí un coche en la posada Crown, que
está enfrente de casa, y me planté en Leatherhead, de donde he llegado esta
mañana, con el único objeto de venir a verle y pedirle consejo.
—Ha hecho
usted muy bien —dijo mi amigo—. Pero ¿me lo ha contado todo?
—Sí,
todo.
—Señorita
Stoner, no me lo ha dicho todo. Está usted encubriendo a su padrastro.
—¿Cómo?
¿Qué quiere decir?
Por toda
respuesta, Holmes levantó el puño de encaje negro que adornaba la mano que
nuestra visitante apoyaba en la rodilla. Impresos en la blanca muñeca se veían
cinco pequeños moratones, las marcas de cuatro dedos y un pulgar. —La han
tratado con brutalidad —dijo Holmes.
La dama
se ruborizó intensamente y se cubrió la lastimada muñeca.
—Es un
hombre duro —dijo—, y seguramente no se da cuenta de su propia fuerza.
Se
produjo un largo silencio, durante el cual Holmes apoyó el mentón en las manos
y permaneció con la mirada fija en el fuego crepitante.
—Es un
asunto muy complicado —dijo por fin—. Hay mil detalles que me gustaría conocer
antes de decidir nuestro plan de acción, pero no podemos perder un solo
instante. Si nos desplazáramos hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos sería posible ver
esas habitaciones sin que se enterase su padrastro?
—Precisamente
dijo que hoy tenía que venir a Londres para algún asunto importante. Es
probable que esté ausente todo el día y que pueda usted actuar sin estorbos.
Tenemos una sirvienta, pero es vieja y estúpida, y no me será difícil quitarla
de enmedio.
—Excelente.
¿Tiene algo en contra de este viaje, Watson?
—Nada en
absoluto.
—Entonces,
iremos los dos. Y usted, ¿qué va a hacer?
—Ya que
estoy en Londres, hay un par de cosillas que me gustaría hacer. Pero pienso
volver en el tren de las doce, para estar allí cuando ustedes lleguen.
—Puede
esperarnos a primera hora de la tarde. Yo también tengo un par de asuntillos
que atender. ¿No quiere quedarse a desayunar?
—No,
tengo que irme. Me siento ya más aliviada desde que le he confiado mi problema.
Espero volverle a ver esta tarde —dejó caer el tupido velo negro sobre su
rostro y se deslizó fuera de la habitación.
—¿Qué le
parece todo esto, Watson? —preguntó Sherlock Holmes recostándose en su butaca.
—Me
parece un asunto de lo más turbio y siniestro.
—Turbio y
siniestro a no poder más.
—Sin
embargo, si la señorita tiene razón al afirmar que las paredes y el suelo son
sólidos, y que la puerta, ventanas y chimenea son infranqueables, no cabe duda
de que la hermana tenía que encontrarse sola cuando encontró la muerte de
manera tan misteriosa.
—¿Y qué
me dice entonces de los silbidos nocturnos y de las intrigantes palabras de la
mujer moribunda?
—No se me
ocurre nada.
—Si
combinamos los silbidos en la noche, la presencia de una banda de gitanos que
cuentan con la amistad del viejo doctor, el hecho de que tenemos razones de
sobra para creer que el doctor está muy interesado en impedir la boda de su
hijastra, la alusión a una banda por parte de la moribunda, el hecho de que la
señorita Helen Stoner oyera un golpe metálico, que pudo haber sido producido
por una de esas barras de metal que cierran los postigos al caer de nuevo en
su sitio, me parece que hay una buena base para pensar que po demos aclarar el
misterio siguiendo esas líneas.
—Pero
¿qué es lo que han hecho los gitanos?
—No tengo
ni idea.
—Encuentro
muchas objeciones a esa teoría.
—También
yo. Precisamente por esa razón vamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero comprobar
si las objeciones son definitivas o se les puede encontrar una explicación.
Pero... ¿qué demonio?...
Lo que
había provocado semejante exclamación de mi compañero fue el hecho de que
nuestra puerta se abriera de golpe y un hombre gigantesco apareciera en el
marco. Sus ropas eran una curiosa mezcla de lo profesional y lo agrícola:
llevaba un sombrero negro de copa, una levita con faldones largos y un par de
polainas altas, y hacía oscilar en la mano un látigo de caza. Era tan alto que
su sombrero rozaba el montante de la puerta, y tan ancho que la llenaba de lado
a lado. Su rostro amplio, surcado por mil arrugas, tostado por el sol hasta
adquirir un matiz amarillento y marcado por todas las malas pasiones, se
volvía alternativamente de uno a otro de nosotros, mientras sus ojos, hundidos
y biliosos, y su nariz alta y huesuda, le daban cierto parecido grotesco con un
ave de presa, vieja y feroz.
—¿Quién
de ustedes es Holmes? —preguntó la aparición. —Ése es mi nombre, señor, pero me
lleva usted ventaja —respondió mi compañero muy tranquilo.
—Soy el
doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
—Ah, ya
—dijo Holmes suavemente—. Por favor, tome asiento, doctor.
—No me da
la gana. Mi hijastra ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le ha estado
contando?
—Hace
algo de frío para esta época del año —dijo Holmes.
—¿Qué le
ha contado? —gritó el viejo, enfurecido.
—Sin
embargo, he oído que la cosecha de azafrán se presenta muy prometedora
—continuó mi compañero, imperturbable.
—¡Ja!
Conque se desentiende de mí, ¿eh? —dijo nuestra nueva visita, dando un paso
adelante y esgrimiendo su látigo de caza—. Ya le conozco, granuja. He oído
hablar de usted. Usted es Holmes, el entrometido.
Mi amigo
sonrió.
—¡Holmes
el metomentodo!
La
sonrisa se ensanchó.
—¡Holmes,
el correveidile de Scofand Yard! Holmes soltó una risita cordial.
—Su
conversación es de lo más amena —dijo—. Cuando se vaya, cierre la puerta,
porque hay una cierta corriente. —Me iré cuando haya dicho lo que tengo que decir.
No se atreva a meterse en mis asuntos. Me consta que la señorita Stoner ha
estado aquí. La he seguido. Soy un hombre peligroso para quien me fastidia.
¡Fíjese!
Dio un
rápido paso adelante, cogió el atizafuego y lo curvó con sus enormes manazas
morenas.
—¡Procure
mantenerse fuera de mi alcance! —rugió. Y arrojando el hierro doblado a la
chimenea, salió de la habitación a grandes zancadas.
—Parece
una persona muy simpática —dijo Holmes, echándose a reír—. Yo no tengo su
corpulencia, pero si se hubiera quedado le habría podido demostrar que mis manos
no son mucho más débiles que las suyas —y diciendo esto, recogió el atizador de
hierro y con un súbito esfuerzo volvió a enderezarlo—. ¡Pensar que ha tenido la
insolencia de confundirme con el cuerpo oficial de policía! No obstante, este
incidente añade interés personal a la investigación, y sólo espero que nuestra
amiga no sufra las consecuencias de su imprudencia al dejar que esa bestia le
siguiera los pasos. Y ahora, Watson, pediremos el desayuno y después daré un
paseo hasta Doctors' Commons, donde espero obtener algunos datos que nos
ayuden en nuestra tarea.
Era casi
la una cuando Sherlock Holmes regresó de su excursión. Traía en la mano una
hoja de papel azul, repleta de cifras y anotaciones.
—He visto
el testamento de la esposa fallecida —dijo—. Para determinar el valor exacto,
me he visto obligado a averiguar los precios actuales de las inversiones que en
él figuran. La renta total, que en la época en que murió la esposa era casi de
1.100 libras, en la actualidad, debido al descenso de los precios agrícolas,
no pasa de las 750. En caso de contraer matrimonio, cada hija puede reclamar
una renta de 250. Es evidente, por lo tanto, que si las dos chicas se hubieran
casado, este payaso se quedaría a dos velas; y con que sólo se casara una, ya
notaría un bajón importante. El trabajo de esta mañana no ha sido en vano, ya
que ha quedado demostrado que el tipo tiene motivos de los más fuertes para
tratar de impedir que tal cosa ocurra. Y ahora, Watson, la cosa es demasiado
grave como para andar perdiendo el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta
que el viejo ya sabe que nos interesamos por sus asuntos, así que, si está
usted dispuesto, llamaremos a un coche para que nos lleve a Waterloo. Le
agradecería mucho que se metiera el revólver en el bolsillo. Un Eley n.° 2 es
un excelente argumento para tratar con caballeros que pueden hacer nudos con
un atizador de hierro. Eso y un cepillo de dientes, creo yo, es todo lo que
necesitamos.
En
Waterloo tuvimos la suerte de coger un tren a Leatherhead, y una vez allí
alquilamos un coche en la posada de la estación y recorrimos cuatro o cinco
millas por los encantadores caminos de Surrey. Era un día verdaderamente espléndido,
con un sol resplandeciente y unas cuantas nubes algodonosas en el cielo. Los
árboles y los setos de los lados empezaban a echar los primeros brotes, y el
aire olía agradablemente a tierra mojada. Para mí, al menos, existía un extraño
contraste entre la dulce promesa de la primavera y la siniestra intriga en la
que nos habíamos implicado. Mi compañero iba sentado en la parte delantera,
con los brazos cruzados, el sombrero caído sobre los ojos y la barbilla
hundida en el pecho, sumido aparentemente en los más profundos pensamientos.
Pero de pronto se incorporó, me dio un golpecito en el hombro y señaló hacia
los prados.
—¡Mire
allá! —dijo.
Un parque
con abundantes árboles se extendía en suave pendiente, hasta convertirse en
bosque cerrado en su punto más alto. Entre las ramas sobresalían los frontones
grises y el alto tejado de una mansión muy antigua.
—¿Stoke
Moran? —preguntó.
—Sí,
señor; ésa es la casa del doctor Grimesby Roylott —confirmó el cochero.
—Veo que
están haciendo obras —dijo Holmes—. Es allí donde vamos.
—El
pueblo está allí —dijo el cochero, señalando un grupo de tejados que se veía a
cierta distancia a la izquierda—. Pero si quieren ustedes ir a la casa, les
resultará más corto por esa escalerilla de la cerca y luego por el sendero que
atraviesa el campo. Allí, por donde está paseando la señora.
—Y me
imagino que dicha señora es la señorita Stoner —comentó Holmes, haciendo visera
con la mano sobre los ojos—. Sí, creo que lo mejor es que hagamos lo que usted
dice.
Nos
apeamos, pagamos el trayecto y el coche regresó traqueteando a Leatherhead.
—Me
pareció conveniente —dijo Holmes mientras subíamos la escalerilla— que el
cochero creyera que venimos aquí como arquitectos, o para algún otro asunto
concreto. Puede que eso evite chismorreos. Buenas tardes, señorita Stoner. Ya
ve que hemos cumplido nuestra palabra.
Nuestra
cliente de por la mañana había corrido a nuestro encuentro con la alegría
pintada en el rostro.
—Les he
estado esperando ansiosamente —exclamó, estrechándonos afectuosamente las
manos—. Todo ha salido de maravilla. El doctor Roylott se ha marchado a
Londres, y no es probable que vuelva antes del anochecer.
—Hemos
tenido el placer de conocer al doctor —dijo Holmes, y en pocas palabras le
resumió lo ocurrido. La señorita Stoner palideció hasta los labios al oírlo.
—¡Cielo
santo! —exclamó—. ¡Me ha seguido!
—Eso
parece.
—Es tan
astuto que nunca sé cuándo estoy a salvo de él. ¿Qué dirá cuando vuelva?
—Más vale
que se cuide, porque puede encontrarse con que alguien más astuto que él le
sigue la pista. Usted tiene que protegerse encerrándose con llave esta noche.
Si se pone violento, la llevaremos a casa de su tía de Harrow. Y ahora, hay que
aprovechar lo mejor posible el tiempo, así que, por favor, llévenos cuanto
antes a las habitaciones que tenemos que examinar.
El edificio
era de piedra gris manchada de liquen, con un bloque central más alto y dos
alas curvadas, como las pinzas de un cangrejo, una a cada lado. En una de
dichas alas, las ventanas estaban rotas y tapadas con tablas de madera, y parte
del tejado se había hundido, dándole un aspecto ruinoso. El bloque central
estaba algo mejor conservado, pero el ala derecha era relativamente moderna, y
las cortinas de las ventanas, junto con las volutas de humo azulado que salan
de las chimeneas, demostraban que en ella residía la familia. En un extremo se
habían levantado andamios y abierto algunos agujeros en el muro, pero en aquel
momento no se veía ni rastro de los obreros. Holmes caminó lentamente de un
lado a otro del césped mal cortado, examinando con gran atención la parte
exterior de las ventanas.
—Supongo
que ésta corresponde a la habitación en la que usted dormía, la del centro a la
de su difunta hermana, y la que se halla pegada al edificio principal a la
habitación del doctor Roylott.
—Exactamente.
Pero ahora duermo en la del centro.
—Mientras
duren las reformas, según tengo entendido. Por cierto, no parece que haya una
necesidad urgente de reparaciones en ese extremo del muro.
—No había
ninguna necesidad. Yo creo que fue una excusa para sacarme de mi habitación.
—¡Ah,
esto es muy sugerente! Ahora, veamos: por la parte de atrás de este ala está el
pasillo al que dan estas tres habitaciones. Supongo que tendrá ventanas.
—Sí, pero
muy pequeñas. Demasiado estrechas para que pueda pasar nadie por ellas.
—Puesto
que ustedes dos cerraban sus puertas con llave por la noche, el acceso a sus
habitaciones por ese lado es imposible. Ahora, ¿tendrá usted la bondad de
entrar en su habitación y cerrar los postigos de la ventana?
La
señorita Stoner hizo lo que le pedían, y Holmes, tras haber examinado
atentamente la ventana abierta, intentó por todos los medios abrir los postigos
cerrados, pero sin éxito. No existía ninguna rendija por la que pasar una
navaja para levantar la barra de hierro. A continuación, examinó con la lupa
las bisagras, pero éstas eran de hierro macizo, firmemente empotrado en la
recia pared.
—¡Hum!
—dijo, rascándose la barbilla y algo perplejo—. Desde luego, mi teoría presenta
ciertas dificultades. Nadie podría pasar con estos postigos cerrados. Bueno,
veamos si el interior arroja alguna luz sobre el asunto.
Entramos
por una puertecita lateral al pasillo encalado al que se abrían los tres
dormitorios. Holmes se negó a examinar la tercera habitación y pasamos
directamente a la segunda, en la que dormía la señorita Stoner y en la que su
hermana había encontrado la muerte. Era un cuartito muy acogedor, de techo bajo
y con una amplia chimenea de estilo rural. En una esquina había una cómoda de
color castaño, en otra una cama estrecha con colcha blanca, y a la izquierda
de la ventana una mesa de tocador. Estos artículos, más dos sillitas de mimbre,
constituían todo el mobiliario de la habitación, aparte de una alfombra
cuadrada de Wilton que había en el centro. El suelo y las paredes eran de
madera de roble, oscura y carcomida, tan vieja y descolorida que debía
remontarse a la construcción original de la casa. Holmes arrimó una de las
sillas a un rincón y se sentó en silencio, mientras sus ojos se desplazaban de
un lado a otro, arriba y abajo, asimilando cada detalle de la habitación.
—¿Con qué
comunica esta campanilla? —preguntó por fin, señalando un grueso cordón de
campanilla que colgaba junto a la cama, y cuya borla llegaba a apoyarse en la
almohada.
—Con la
habitación de la sirvienta.
—Parece
más nueva que el resto de las cosas.
—Sí, la
instalaron hace sólo dos años.
—Supongo
que a petición de su hermana.
—No; que
yo sepa, nunca la utilizó. Si necesitábamos algo, íbamos a buscarlo nosotras
mismas.
—La
verdad, me parece innecesario instalar aquí un llamador tan bonito. Excúseme
unos minutos, mientras examino el suelo.
Se tumbó
boca abajo en el suelo, con la lupa en la mano, y se arrastró velozmente de un
lado a otro, inspeccionando atentamente las rendijas del entarimado. A
continuación hizo lo mismo con las tablas de madera que cubrían las paredes.
Por ultimo, se acercó a la cama y permaneció algún tiempo mirándola fijamente y
examinando la pared de arriba a abajo. Para terminar, agarró el cordón de la
campanilla y dio un fuerte tirón.
—¡Caramba,
es simulado! —exclamó.
—¿Cómo?
¿No suena?
—No, ni
siquiera está conectado a un cable. Esto es muy interesante. Fíjese en que
está conectado a un gancho justo por encima del orificio de ventilación.
—¡Qué
absurdo! ¡Jamás me había fijado!
—Es muy extraño
—murmuró Holmes, tirando del cordón—. Esta habitación tiene uno o dos detalles
muy curiosos. Por ejemplo, el constructor tenía que ser un estúpido para abrir
un orificio de ventilación que da a otra habitación, cuando, con el mismo
esfuerzo, podría haberlo hecho comunicar con el aire libre.
—Eso
también es bastante moderno —dijo la señorita.
—Más o
menos, de la misma época que el llamador —aventuró Holmes.
—Sí, por
entonces se hicieron varias pequeñas reformas. —Y todas parecen de lo más
interesante... cordones de campanilla sin campanilla y orificios de ventilación
que no ventilan. Con su permiso, señorita Stoner, proseguiremos nuestras
investigaciones en la habitación de más adentro. La alcoba del doctor Grimesby
Roylott era más grande que la de su hijastra, pero su mobiliario era igual de
escueto. Una cama turca, una pequeña estantería de madera llena de libros, en
su mayoría de carácter técnico, una butaca junto a la cama, una vulgar silla de
madera arrimada a la pared, una mesa camilla y una gran caja fuerte de hierro,
eran los principales objetos que saltaban a la vista. Holmes recorrió despacio
la habitación, examinándolos todos con el más vivo interés.
—¿Qué hay
aquí? —preguntó, golpeando con los nudillos la caja fuerte.
—Papeles
de negocios de mi padrastro.
—Entonces
es que ha mirado usted dentro.
—Sólo una
vez, hace años. Recuerdo que estaba llena de papeles.
—¿Y no
podría haber, por ejemplo, un gato?
—No. ¡Qué
idea tan extraña!
—Pues
fíjese en esto —y mostró un platillo de leche que había encima de la caja.
—No, gato
no tenemos, pero sí que hay un guepardo y un babuino.
—¡Ah, sí,
claro! Al fin y al cabo, un guepardo no es más que un gato grandote, pero me
atrevería a decir que con un platito de leche no bastaría, ni mucho menos,
para satisfacer sus necesidades. Hay una cosa que quiero comprobar.
Se agachó
ante la silla de madera y examinó el asiento con la mayor atención.
—Gracias.
Esto queda claro —dijo levantándose y metiéndose la lupa en el bolsillo—.
¡Vaya! ¡Aquí hay algo muy interesante!
El objeto
que le había llamado la atención era un pequeño látigo para perros que colgaba
de una esquina de la cama. Su extremo estaba atado formando un lazo corredizo.
—¿Qué le
sugiere a usted esto, Watson?
—Es un
látigo común y corriente. Aunque no sé por qué tiene este nudo.
—Eso no
es tan corriente, ¿eh? ¡Ay, Watson! Vivimos en un mundo malvado, y cuando un
hombre inteligente dedica su talento al crimen, se vuelve aún peor. Creo que ya
he visto suficiente, señorita Stoner, y, con su permiso, daremos un paseo por
el jardín.
Jamás
había visto a mi amigo con un rostro tan sombrío y un ceño tan fruncido como
cuando nos retiramos del escenario de la investigación. Habíamos recorrido el
jardín varias veces de arriba abajo, sin que ni la señorita Stoner ni yo nos
atreviéramos a interrumpir el curso de sus pensamientos, cuando al fin Holmes
salió de su ensimismamiento.
—Es
absolutamente esencial, señorita Stoner —dijo—, que siga usted mis
instrucciones al pie de la letra en todos los aspectos.
—Le aseguro
que así lo haré.
—La
situación es demasiado grave como para andarse con vacilaciones. Su vida
depende de que haga lo que le digo.
—Vuelvo a
decirle que estoy en sus manos.
—Para
empezar, mi amigo y yo tendremos que pasar la noche en su habitación.
Tanto la
señorita Stoner como yo le miramos asombrados.
—Sí, es
preciso. Deje que le explique. Aquello de allá creo que es la posada del
pueblo, ¿no?
—Sí, el
«Crown».
—Muy
bien. ¿Se verán desde allí sus ventanas?
—Desde
luego.
—En
cuanto regrese su padrastro, usted se retirará a su habitación, pretextando un
dolor de cabeza. Y cuando oiga que él también se retira a la suya, tiene usted
que abrir la ventana, alzar el cierre, colocar un candil que nos sirva de señal
y, a continuación, trasladarse con todo lo que vaya a necesitar a la habitación
que ocupaba antes. Estoy seguro de que, a pesar de las reparaciones, podrá
arreglárselas para pasar allí una noche.
—Oh, sí,
sin problemas.
—El
resto, déjelo en nuestras manos.
—Pero
¿qué van ustedes a hacer?
—Vamos a
pasar la noche en su habitación e investigar la causa de ese sonido que la ha
estado molestando.
—Me
parece, señor Holmes, que ya ha llegado usted a una conclusión —dijo la
señorita Stoner, posando su mano sobre el brazo de mi compañero.
—Es
posible.
—Entonces,
por compasión, dígame qué ocasionó la muerte de mi hermana.
—Prefiero
tener pruebas más terminantes antes de hablar.
—Al
menos, podrá decirme si mi opinión es acertada, y murió de un susto.
—No, no
lo creo. Creo que es probable que existiera una causa más tangible. Y ahora,
señorita Stoner, tenemos que dejarla, porque si regresara el doctor Roylott y
nos viera, nuestro viaje habría sido en vano. Adiós, y sea valiente, porque si
hace lo que le he dicho puede estar segura de que no tardaremos en librarla de
los peligros que la amenazan.
Sherlock
Holmes y yo no tuvimos dificultades para alquilar una alcoba con sala de estar
en el «Crown». Las habitaciones se encontraban en la planta superior, y desde
nuestra ventana gozábamos de una espléndida vista de la entrada a la avenida y
del ala deshabitada de la mansión de Stoke Moran. Al atardecer vimos pasar en
un coche al doctor Grimesby Roylott, con su gigantesca figura sobresaliendo
junto a la menuda figurilla del muchacho que guiaba el coche. El cochero tuvo
alguna dificultad para abrir las pesadas puertas de hierro, y pudimos oír el
áspero rugido del doctor y ver la furia con que agitaba los puños cerrados, amenazándolo.
El vehículo siguió adelante y, pocos minutos más tarde, vimos una luz que
brillaba de pronto entre los árboles, indicando que se había encendido una
lámpara en uno de los salones.
—¿Sabe
usted, Watson? —dijo Holmes mientras permanecíamos sentados en la oscuridad—.
Siento ciertos escrúpulos de llevarle conmigo esta noche. Hay un elemento de
peligro indudable.
—¿Puedo
servir de alguna ayuda?
—Su
presencia puede resultar decisiva.
—Entonces
iré, sin duda alguna.
—Es usted
muy amable.
—Dice
usted que hay peligro. Evidentemente, ha visto usted en esas habitaciones más
de lo que pude ver yo.
—Eso no,
pero supongo que yo habré deducido unas pocas cosas más que usted. Imagino, sin
embargo, que vería usted lo mismo que yo.
—Yo no vi
nada destacable, a excepción del cordón de la campanilla, cuya finalidad
confieso que se me escapa por completo.
—¿Vio
usted el orificio de ventilación?
—Sí, pero
no me parece que sea tan insólito que exista una pequeña abertura entre dos
habitaciones. Era tan pequeña que no podría pasar por ella ni una rata.
—Yo sabía
que encontraríamos un orificio así antes de venir a Stoke Moran.
—¡Pero
Holmes, por favor!
—Le digo
que lo sabía. Recuerde usted que la chica dijo que su hermana podía oler el
cigarro del doctor Roylott. Eso quería decir, sin lugar a dudas, que tenía que
existir una comunicación entre las dos habitaciones. Y tenía que ser pequeña,
o alguien se habría fijado en ella durante la investigación judicial. Deduje,
pues, que se trataba de un orificio de ventilación.
—Pero,
¿qué tiene eso de malo?
—Bueno,
por lo menos existe una curiosa coincidencia de fecha. Se abre un orificio, se
instala un cordón y muere una señorita que dormía en la cama. ¿No le resulta
llamativo? —Hasta ahora no veo ninguna relación.
—¿No
observó un detalle muy curioso en la cama?
—No.
—Estaba
clavada al suelo. ¿Ha visto usted antes alguna cama sujeta de ese modo?
—No puedo
decir que sí.
—La
señorita no podía mover su cama. Tenía que estar siempre en la misma posición
con respecto a la abertura y al cordón... podemos llamarlo así, porque,
evidentemente, jamás se pensó en dotarlo de campanilla.
—Holmes,
creo que empiezo a entrever adónde quiere usted ir a parar —exclamé—. Tenemos
el tiempo justo para impedir algún crimen artero y horrible.
—De lo
más artero y horrible. Cuando un médico se tuerce, es peor que ningún
criminal. Tiene sangre fría y tiene conocimientos. Palmer y Pritchard estaban
en la cumbre de su profesión. Este hombre aún va más lejos, pero creo, Watson,
que podremos llegar más lejos que él. Pero ya tendremos horrores de sobra
antes de que termine la noche; ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa en
paz, y dediquemos el cerebro a ocupaciones más agradables durante unas horas.
A eso de
las nueve, se apagó la luz que brillaba entre los árboles y todo quedó a
oscuras en dirección a la mansión. Transcurrieron lentamente dos horas y, de
pronto, justo al sonar las once, se encendió exactamente frente a nosotros una
luz aislada y brillante.
—Ésa es
nuestra señal —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto—. Viene de la ventana
del centro.
Al salir,
Holmes intercambió algunas frases con el posadero, explicándole que íbamos a
hacer una visita de última hora a un conocido y que era posible que pasáramos
la noche en su casa. Un momento después avanzábamos por el oscuro camino, con
el viento helado soplándonos en la cara y una lucecita amarilla parpadeando
frente a nosotros en medio de las tinieblas para guiarnos en nuestra tétrica incursión.
No
tuvimos dificultades para entrar en la finca porque la vieja tapia del parque
estaba derruida por varios sitios. Nos abrimos camino entre los árboles,
llegamos al jardín, lo cruzamos, y nos disponíamos a entrar por la ventana
cuando de un macizo de laureles salió disparado algo que parecía un niño
deforme y repugnante, que se tiró sobre la hierba retorciendo los miembros y
luego corrió a toda velocidad por el jardín hasta perderse en la oscuridad.
—¡Dios
mío! —susurré—. ¿Ha visto eso?
Por un
momento, Holmes se quedó tan sorprendido como yo, y su mano se cerró como una
presa sobre mi muñeca. Luego, se echó a reír en voz baja y acercó los labios a
mi oído.
—Es una
familia encantadora —murmuró—. Eso era el habuino.
Me había
olvidado de los extravagantes animalitos de compañía del doctor. Había también
un guepardo, que podía caer sobre nuestros hombros en cualquier momento.
Confieso que me sentí más tranquilo cuando, tras seguir el ejemplo de Holmes y
quitarme los zapatos, me encontré dentro de la habitación. Mi compañero cerró
los postigos sin hacer ruido, colocó la lámpara encima de la mesa y recorrió
con la mirada la habitación. Todo seguía igual que como lo habíamos visto
durante el día. Luego se arrastró hacia mí y, haciendo bocina con la mano,
volvió a susurrarme al oído, en voz tan baja que a duras penas conseguí entender
las palabras.
—El más
ligero ruido sería fatal para nuestros planes.
Asentí
para dar a entender que lo había oído.
—Tenemos
que apagar la luz, o se vería por la abertura.
Asentí de
nuevo.
—No se
duerma. Su vida puede depender de ello. Tenga preparada la pistola por si acaso
la necesitamos. Yo me sentaré junto a la cama, y usted en esa silla.
Saqué mi
revólver y lo puse en una esquina de la mesa.
Holmes
había traído un bastón largo y delgado que colocó en la cama a su lado. Junto
a él puso la caja de cerillas y un cabo de vela. Luego apagó la lámpara y
quedamos sumidos en las tinieblas.
¿Cómo
podría olvidar aquella angustiosa vigilia? No se oía ni un sonido, ni siquiera
el de una respiración, pero yo sabía que a pocos pasos de mí se encontraba mi
compañero, sentado con los ojos abiertos y en el mismo estado de excitación
que yo. Los postigos no dejaban pasar ni un rayito de luz, y esperábamos en la
oscuridad más absoluta. De vez en cuando nos llegaba del exterior el grito de
algún ave nocturna, y en una ocasión oímos, al lado mismo de nuestra ventana,
un prolongado gemido gatuno, que indicaba que, efectivamente, el guepardo
andaba suelto. Cada cuarto de hora oíamos a lo lejos las graves campanadas del
reloj de la iglesia. ¡Qué largos parecían aquellos cuartos de hora! Dieron las
doce, la una, las dos, las tres, y nosotros seguíamos sentados en silencio,
aguardando lo que pudiera suceder.
De pronto
se produjo un momentáneo resplandor en lo alto, en la dirección del orificio de
ventilación, que se apagó inmediatamente; le siguió un fuerte olor a aceite
quemado y metal recalentado. Alguien había encendido una linterna sorda en la
habitación contigua. Oí un suave rumor de movimiento, y luego todo volvió a
quedar en silencio, aunque el olor se hizo más fuerte. Permanecí media hora más
con los oídos en tensión. De repente se oyó otro sonido... un sonido muy suave
y acariciador, como el de un chorrito de vapor al salir de una tetera. En el
instante mismo en que lo oímos, Holmes saltó de la cama, encendió una cerilla y
golpeó furiosamente con su bastón el cordón de la campanilla.
—¿Lo ve,
Watson? —gritaba—. ¿Lo ve?
Pero yo
no veía nada. En el mismo momento en que Holmes encendió la luz, oí un silbido
suave y muy claro, pero el repentino resplandor ante mis ojos hizo que me
resultara imposible distinguir qué era lo que mi amigo golpeaba con tanta
ferocidad. Pude percibir, no obstante, que su rostro estaba pálido como la
muerte, con una expresión de horror y repugnancia.
Había
dejado de dar golpes y levantaba la mirada hacia el orificio de ventilación,
cuando, de pronto, el silencio de la noche se rompió con el alarido más
espantoso que jamás he oído. Un grito cuya intensidad iba en aumento, un ronco
aullido de dolor, miedo y furia, todo mezclado en un solo chillido aterrador.
Dicen que abajo, en el pueblo, e incluso en la lejana casa parroquial, aquel
grito levantó a los durmientes de sus camas. A nosotros nos heló el corazón; yo
me quedé mirando a Holmes, y él a mí, hasta que los últimos ecos se
extinguieron en el silencio del que habían surgido.
—¿Qué
puede significar eso? —jadeé.
—Significa
que todo ha terminado —respondió Holmes—. Y quizás, a fin de cuentas, sea lo
mejor que habría podido ocurrir. Coja su pistola y vamos a entrar en la
habitación del doctor Roylott.
Encendió
la lámpara con expresión muy seria y salió al pasillo. Llamó dos veces a la
puerta de la habitación sin que respondieran desde dentro. Entonces hizo girar
el picaporte y entró, conmigo pegado a sus talones, con la pistola amartillada
en la mano.
Una
escena extraordinaria se ofrecía a nuestros ojos. Sobre la mesa había una
linterna sorda con la pantalla a medio abrir, arrojando un brillante rayo de
luz sobre la caja fuerte, cuya puerta estaba entreabierta. Junto a esta mesa,
en la silla de madera, estaba sentado el doctor Grimesby Roylott, vestido con
una larga bata gris, bajo la cual asomaban sus tobillos desnudos, con los pies
enfundados en unas babuchas rojas. Sobre su regazo descansaba el corto mango
del largo látigo que habíamos visto el día anterior, el curioso látigo con el
lazo en la punta. Tenía la barbilla apuntando hacia arriba y los ojos fijos,
con una mirada terriblemente rígida, en una esquina del techo. Alrededor de la
frente llevaba una curiosa banda amarilla con lunares pardos que parecía atada
con fuerza a la cabeza. Al entrar nosotros, no se movió ni hizo sonido alguno.
—¡La
banda! ¡La banda de lunares! —susurró Holmes.
Di un
paso adelante. Al instante, el extraño tocado empezó a moverse y se
desenroscó, apareciendo entre los cabellos la cabeza achatada en forma de rombo
y el cuello hinchado de una horrenda serpiente.
—¡Una
víbora de los pantanos! —exclamó Holmes—. La serpiente más mortífera de la
India. Este hombre ha muerto a los diez segundos de ser mordido. ¡Qué gran
verdad es que la violencia se vuelve contra el violento y que el intrigante
acaba por caer en la fosa que cava para otro! Volvamos a encerrar a este bicho
en su cubil y luego podremos llevar a la señorita Stoner a algún sitio más
seguro e informar a la policía del condado de lo que ha sucedido.
Mientras
hablaba cogió rápidamente el látigo del regazo del muerto, pasó el lazo por el
cuello del reptil, lo desprendió de su macabra percha y, llevándolo con el
brazo bien extendido, lo arrojó a la caja fuerte, que cerró a continuación.
Éstos son
los hechos verdaderos de la muerte del doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
No es necesario que alargue un relato que ya es bastante extenso, explicando
cómo comunicamos la triste noticia a la aterrorizada joven, cómo la llevamos en
el tren de la mañana a casa de su tía de Harrow, o cómo el lento proceso de la
investigación judicial llegó a la conclusión de que el doctor había encontrado
la muerte mientras jugaba imprudentemente con una de sus peligrosas mascotas.
Lo poco que aún me quedaba por saber del caso me lo contó Sherlock Holmes al
día siguiente, durante el viaje de regreso.
—Yo había
llegado a una conclusión absolutamente equivocada —dijo—, lo cual demuestra,
querido Watson, que siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos insuficientes.
La presencia de los gitanos y el empleo de la palabra «banda», que la pobre
muchacha utilizó sin duda para describir el aspecto de lo que había entrevisto
fugazmente a la luz de la cerilla, bastaron para lanzarme tras una pista completamente
falsa. El único mérito que puedo atribuirme es el de haber reconsiderado
inmediatamente mi postura cuando, pese a todo, se hizo evidente que el peligro
que amenazaba al ocupante de la habitación, fuera el que fuera, no podía venir
por la ventana ni por la puerta. Como ya le he comentado, en seguida me llamaron
la atención el orificio de ventilación y el cordón que colgaba sobre la cama.
Al descubrir que no tenía campanilla, y que la cama estaba clavada al suelo,
empecé a sospechar que el cordón pudiera servir de puente para que algo entrara
por el agujero y llegara a la cama. Al instante se me ocurrió la idea de una
serpiente y, sabiendo que el doctor disponía de un buen surtido de animales de
la India, sentí que probablemente me encontraba sobre una buena pista. La idea
de utilizar una clase de veneno que los análisis químicos no pudieran descubrir
parecía digna de un hombre inteligente y despiadado, con experiencia en
Oriente. Muy sagaz tendría que ser el juez de guardia capaz de descubrir los
dos pinchacitos que indicaban el lugar donde habían actuado los colmillos
venenosos.
»A
continuación pensé en el silbido. Por supuesto, tenía que hacer volver a la
serpiente antes de que la víctima pudiera verla a la luz del día.
Probablemente, la tenía adiestrada, por medio de la leche que vimos, para que
acudiera cuando él la llamaba. La hacía pasar por el orificio cuando le parecía
más conveniente, seguro de que bajaría por la cuerda y llegaría a la cama.
Podía morder a la durmiente o no; es posible que ésta se librase todas las noches
durante una semana, pero tarde o temprano tenía que caer.
»Había
llegado ya a estas conclusiones antes de entrar en la habitación del doctor. Al
examinar su silla comprobé que tenía la costumbre de ponerse en pie sobre ella:
evidentemente, tenía que hacerlo para llegar al respiradero. La visión de la
caja fuerte, el plato de leche y el látigo con lazo, bastó para disipar las
pocas dudas que pudieran quedarme. El golpe metálico que oyó la señorita
Stoner lo produjo sin duda el padrastro al cerrar apresuradamente la puerta de
la caja fuerte, tras meter dentro a su terrible ocupante. Una vez formada mi
opinión, ya conoce usted las medidas que adopté para ponerla a prueba. Oí el
silbido del animal, como sin duda lo oyó usted también, y al momento encendí la
luz y lo ataqué.
—Con el
resultado de que volvió a meterse por el respiradero.
—Y
también con el resultado de que, una vez al otro lado, se revolvió contra su
amo. Algunos golpes de mi bastón habían dado en el blanco, y la serpiente
debía estar de muy mal humor, así que atacó a la primera persona que vio. No
cabe duda de que soy responsable indirecto de la muerte del doctor Grimesby
Roylott, pero confieso que es poco probable que mi conciencia se sienta
abrumada por ello.
F I N
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