Arthur Conan Doyle
Es una desgracia para un joven tener aficiones
caras, grandes expectativas de riqueza, parientes aristocráticos, pero sin
dinero contante y sonante, y ninguna profesión con que poder ganarlo. El hecho
es que mi padre, hombre bondadoso, optimista y jactancioso, tenía una confianza
tal en la riqueza y en la benevolencia de su hermano mayor, solterón, lord
Southerton, que dio por hecho el que yo, su único hijo, no me vería nunca en la
necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el caso de no existir para
mí una vacante en las grandes posesiones de Southerton, encontraría, por lo
menos, algún cargo en el servicio diplomático, que sigue siendo espacio cerrado
de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasiado pronto para comprobar todo
lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tío ni el estado se dieron por enterados
de mi existencia, ni mostraron el menor interés por mi porvenir. Todo lo que me
llegaba como recordatorio de ser el heredero de la casa de Otswell y de una de
las mayores fortunas del país, eran un par de faisanes de cuando en cuando, o
una canastilla de liebres. Mientras tanto, yo me encontré soltero y paseante,
viviendo en un departamento de Grosvenor-Mansions, sin más ocupaciones que el
tiro de pichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes tras otro fui comprobando
que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas me renovasen
los pagarés, y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que habría de
heredar. Vislumbraba la ruina que se me presentaba cada día más clara, más
inminente y más completa.
Lo que más vivamente me daba la sensación de
mi pobreza era el que, aparte de la gran riqueza de lord Southerton, todos mis
restantes parientes tenían una posición desahogada. El más próximo era Everard
King, sobrino de mi padre y primo carnal mío, que había llevado en el Brasil
una vida aventurera, regresando después a Inglaterra para disfrutar
tranquilamente de su fortuna. Nunca supimos de qué manera la había hecho; pero
era evidente que poseía muchodinero, porque compró la finca de Greylands, cerca
de Clipton-on-the-Marsh, en Suffolk. Durante su primer año de estancia en
Inglaterra no me prestó mayor atención que mi avaricioso tío; pero una buena
mañana de primavera, recibí con gran satisfacción y júbilo, una carta en que me
invitaba a ir aquel mismo día a su finca para una breve estancia en Greylands
Court. Yo esperaba por aquel entonces hacer una visita bastante larga al
tribunal de quiebras, o Bankruptcy Court, y esa interrupción me pareció casi
providencial. Quizá pudiera salir adelante si me ganaba las simpatías de aquel
pariente mío desconocido. No podía dejarme por completo en la estacada, si
valoraba en algo el honor de la familia. Di orden a mi ayuda de cámara de que
dispusiese mi maleta, y aquella misma tarde salí para Clipton-on-the-Marsh.
Después de cambiar de tren a uno corto, en ese
empalme de Ipswich, llegué a una estación pequeña y solitaria que se alzaba en
una llanura de praderas atravesadas por un río de corriente perezosa, que
serpenteaba por entre orillas altas y fangosas, haciéndome comprenderque la
subida de la marea llegaba hasta allí. No me esperaba ningún coche (más tarde
me enteré de que mi telegrama había sufrido retraso) y por eso alquilé uno en
el mesón del pueblo. Al cochero, hombre excelente, se le llenaba la boca
elogiando a mi primo, y por él me enteré de que el nombre de míster Everard
King era de los que merecían ser traídos a cuento en aquella parte del país.
Daba fiestas a los niños de la escuela, permitía el libre acceso de los
visitantes a su parque, estaba suscrito a muchas obras benéficas y, en una
palabra, su filantropía era tan universal que mi cochero sólo se la explicaba
con la hipótesis de que mi pariente abrigaba la ambición de ir al parlamento.
La aparición de un ave preciosa que se posó en
un poste de telégrafo, al lado de la carretera, apartó mi atención del
panegírico que estaba haciendo el cochero. A primera vista me pareció que se
trataba de un arrendajo, pero era mayor que ese pájaro y de un plumaje más
alegre. El cochero me explicó inmediatamente la presencia del ave diciendo que
pertenecía al mismo hombre a cuya finca estábamos a punto de llegar. Por lo
visto, una de las aficiones de mi pariente consistía en aclimatar animales
exóticos, y se había traído del Brasil una cantidad de aves y de otros animales
que estaba tratando de criar en Inglaterra.
Una vez que cruzamos la puerta exterior del
parque de Greylands, se nos ofrecieron numerosas pruebas de esa afición suya.
Algunos ciervos pequeños y con manchas, un extraño jabalí que, según creo, es
conocido con el nombre de pecarí, una oropéndola de plumaje espléndido, algunos
ejemplares de armadillos y un extraño animal que caminaba pesadamente y que
parecía un tejón sumamente grueso, figuraron entre los animales que distinguí
mientras el coche avanzaba por la avenida curva.
Míster Everand King, mi primo desconocido,
estaba en persona esperándome en la escalinata de su casa, porque nos vio a lo
lejos y supuso que era yo el que llegaba. Era hombre de aspecto muy sencillo y
bondadoso, pequeño de estatura y corpulento, de cuarenta y cinco años, quizá, y
de cara llena y simpática, atezada por el sol del trópico y plagada de mil
arrugas. Vestía traje blanco, al estilo auténtico del cultivador tropical;
tenía entre sus labios un cigarro, y en su cabeza un gran sombrero panameño
echado hacia atrás. La suya era una figura que asociamos con la visión de una
terraza de bungalow, y parecía curiosamente desplazada delante de aquel palacio
inglés, grande de tamaño y construido de piedra de sillería, con dos alas
macizas y columnas estilo Palladio delante de la puerta principal.
-¡Mujer, mujer, aquí tenemos a nuestro
huésped! -gritó, mirando por encima de su hombro-. ¡Bien venido, bien venido a
Greylands! Estoy encantado de conocerte, primo Marshall, y considero como una
gran atención el que hayas venido a honrar con tu presencia esta pequeña y
adormilada mansión campestre.
Sus maneras no podían ser más cordiales. En
seguida me sentí a mis anchas. Pero toda su cordialidad apenas podía compensar
la frialdad e incluso grosería de su mujer, es decir, de la mujer alta y ceñuda
que acudió a su llamada. Según tengo entendido, era de origen brasileño, aunque
hablaba a la perfección el inglés, y yo disculpé sus maneras, atribuyéndolas a
su ignorancia de nuestras costumbres. Sin embargo, ni entonces ni después trató
de ocultar lo poco que le agradaba mi visita a Greylands Court. Por regla
general, sus palabras eran corteses, pero poseía unos ojos negros
extraordinariamente expresivos, y en ellos leí con claridad, desde el primer
momento, que anhelaba vivamente que yo regresara a Londres.
Sin embargo, mis deudas cran demasiado
apremiantes, y los proyectos que yo basaba en mi rico pariente, demasiado
vitales para dejar que fracasasen por culpa del mal genio de su mujer. Me
despreocupé, por tanto, de su frialdad y le devolví a mi primo la
extraordinaria cordialidad con que me había acogido. Él no había ahorrado
molestias para procurarme toda clase de comodidades. Mi habitación era
encantadora. Me suplicó que le indicase cualquier cosa que pudiera apetecer
para estar allí completamente a mi gusto. Tuve en la punta de la lengua
contestarle que un cheque en blanco resultaría una ayuda eficaz para que yo me
considerara feliz, pero me pareció prematuro en el estado en que se encontraban
nuestras relaciones. La cena fue excelente. Cuando de sobremesa, nos sentamos a
fumar unos habanos y a tomar el café, que, según me informó, se lo enviaban,
seleccionado para él, de su propia plantación, me pareció que todas las
alabanzas del cochero estaban justificadas, y que jamás había yo tratado con un
hombre más cordial y hospitalario.
Pero, no obstante la simpatía de su
temperamento era hombre de firme voluntad y dotado de un genio arrebatado muy
característico. Lo pude comprobar a la mañana siguiente. La curiosa
animadversión que la señora de mi primo había concebido hacia mí era tan
fuerte, que su comportamiento durante el desayuno me resultó casi ofensivo.
Pero, una vez que su esposo se retiró de la habitación, ya no hubo lugar a
dudas acerca de lo que pretendía, porque me dijo:
-El tren más conveniente del día es el que
pasa a las doce y cincuenta minutos.
-Es que yo no pensaba marcharme hoy-le
contesté con franqueza, quizá con arrogancia, porque estaba resuelto a no
dejarme echar de allí por esa mujer.
-¡Oh, si es usted quien ha de decidirlo...!
-dijo ella y dejó cortada la frase, mirándome con una expresión insolente.
-Estoy seguro de que míster Everard King me lo
advertiría si yo traspasara su hospitalidad.
-¿Qué significa esto? ¿Qué significa
esto?-preguntó una voz, y mi primo entró en la habitación.
Había escuchado mis últimas palabras, y le
bastó dirigir una sola mirada a mi cara y a la de su esposa.
Su rostro, regordete y simpático, se revistió
en el acto con una expresión de absoluta ferocidad, y dijo:
-¿Me quieres hacer el favor de salir,
Marshall?
Diré de paso que mi nombre y apellido son
Marshall King.
Mi primo cerró la puerta en cuanto hubo
salido, e inmediatamente oí que hablaba a su mujer en voz baja, pero con furor
concentrado. Aquella grosera ofensa a la hospitalidad lo había lastimado
evidentemente en lo más vivo. A mí no me gusta escuchar de manera subrepticia,
y me alejé paseando hasta el prado. De pronto oí a mis espaldas pasos
precipitados y vi que se acercaba- la señora con el rostro pálido de emoción y
los ojos enrojecidos de tanto llorar.
-Mi marido me ha rogado que le presente mis
disculpas, míster Marshall King -dijo, permaneciendo delante de mí con los ojos
bajos.
-Por favor, señora, no diga ni una palabra
más.
Sus ojos negros me miraron de pronto con
pasión:
-¡Estúpido! -me dijo con voz sibilante y
frenética vehemencia. Luego giró sobre sus tacones y marchó rápida hacia la
casa.
La ofensa era tan grave, tan insoportable, que
me quedé de una pieza, mirándola con asombro. Seguía en el mismo lugar cuando
vino a reunirse conmigo mi anfitrión. Había vuelto a ser el mismo hombre
simpático y regordete.
-Creo que mi señora se ha disculpado de sus
estúpidas observaciones-me dijo.
-¡Sí, sí; lo ha hecho, claro que sí!
Me pasó la mano por el brazo y caminamos de
aquí para allá por el prado.
-No debes tomarlo en serio-me explicó-. Me
dolería de una manera indecible que acortases tu visita aunque sólo fuera por
una hora. La verdad es que no hay razón para que entre parientes guardemos
ningún secreto: mi buena y querida mujer es increíblemente celosa. Le molesta
que alguien, sea hombre o mujer, se interponga un instante entre nosotros. Su
ideal es una isla desierta y un eterno diálogo entre los dos. Eso te dará la
clave de su conducta, que en este punto, lo reconozco, no anda lejos de una
manía. Dime que ya no volverás a pensar en lo sucedido.
-No, no; desde luego que no.
-Pues entonces, prende este cigarro y acompáñame
para que veas mi pequeña colección de animales.
Esta inspección nos ocupó toda la tarde,
porque allí estaban todas las aves, animales y hasta reptiles que él había
importado. Algunos vivían en libertad, otros en jaulas y pocos, encerrados en
el edificio. Me habló con entusiasmo de sus éxitos y de sus fracasos, de los
nacimientos y de las muertes registradas; gritaba como un escolar entusiasmado
cuando, durante nuestro paseo, alzaba las alas del suelo algún espléndido
pájaro de colores o cuando algún animal extraño se deslizaba hacia el refugio.
Por último, me condujo por un pasillo que arrancaba de una de las alas de la
casa. Al final había una pesada puerta que tenía un cierre corredizo, a modo de
mirilla; junto a la puerta salía de la pared un manillar de hierro, unido a una
rueda y a un tambor. Una reja de fuertes barrotes se extendía de punta a punta
del pasillo.
-¡Te voy a enseñar la perla de mi colección!
-dijo-. Sólo existe en Europa otro ejemplar, desde la muerte del cachorro que
había en Rotterdam. Se trata de un gato del Brasil.
-¿Pero en qué se diferencian de los demás
gatos?
-Pronto lo vas a ver-me contestó riendo-.
¿Quieres tener la amabilidad de correr la mirilla y mirar hacia el interior?
Así lo hice, y vi una habitación amplia y
desocupada, con el suelo enlosado y ventanas de barrotes en la pared del fondo.
En el centro de la habitación, tumbado en medio de una luz dorada de sol,
estaba acostado un gran animal, del tamaño de un tigre, pero tan negro y
lustroso como el ébano. Era, pura y simplemente, un gato negro enorme y muy
bien cuidado; estaba recogido sobre sí mismo, calentándose en aquel estanque
amarillo de luz tal como lo haría cualquier gato. Era tan flexible, musculoso,
agradable y diabólicamente suave, que yo no podía apartar mis ojos de la
ventanita.
-¿Verdad que es magnífico?-me dijo mi
anfitrión, poseído de entusiasmo.
-¡Una maravilla! Jamás he visto animal más
espléndido.
-Hay quienes le dan el nombre de puma negro,
pero en realidad no tiene nada de puma. Este animal mío anda por los once pies,
desde el hocico hasta la cola. Hace cuatro años era una bolita de pelo negro y
fino, con dos ojos amarillos que miraban fijamente. Me lo vendieron como
cachorro recién nacido en la región salvaje de la cabecera del río Negro. Mataron
a la madre a lanzazos cuando ya había matado a una docena de sus atacantes.
-Según eso, son animales feroces.
-No los hay más traicioneros y sanguinarios en
toda la superficie de la tierra. Habla a los indios de las tierras altas de un
gato del Brasil y verás como salen corriendo. La caza preferida de estos
animales es el hombre. Este ejemplar mío no le ha tomado todavía el sabor a la
sangre caliente, pero si llega a hacerlo se convertirá en un animal espantoso.
En la actualidad no tolera dentro de su cubil a nadie sino a mí. Ni siquiera su
cuidador, Baldwin, se atreve a acercársele. Pero yo soy para él la madre y el
padre en una pieza.
Mientras hablaba abrió de pronto la puerta, y
con gran asombro mío se deslizó dentro cerrándola inmediatamente a sus espaldas.
Al oír su voz, el voluminoso y flexible animal se levantó, bostezó y se frotó
cariñosamente la cabeza redonda y negra contra su costado, mientras mi primo le
daba golpecitos y le acariciaba.
-¡Vamos, Tommy, métete en tu jaula! -le dijo
mi primo.
El fenomenal gato se dirigió a un lado de la
habitación y se enroscó debajo de unas rejas. Everard King salió, y, agarrando
el manillar de hierro al que antes me he referido, empezó a hacerlo girar. A
medida que lo accionaba, la reja de barrotes del pasillo empezó a meterse por
una rendija que había en el muro y fue a cerrar la parte delantera del espacio
enrejado, convirtiéndolo en una verdadera jaula. Cuando estuvo en su sitio, mi
primo abrió la puerta otra vez y me invitó a pasar a la habitación, en la que
se percibía el olor penetrante y rancio característico de los grandes animales
carnívoros.
-Así es como lo tratamos -me dijo Evérard
King-. Le dejamos espacio abundante para que vaya y venga por la habitación,
pero cuando llega la noche lo encerramos en su jaula. Para darle libertad basta
hacer girar el manillar desde el pasillo, y para encerrarlo actuamos como tú
acabas de ver. ¡No, no; no se te ocurra hacer eso!
Yo había metido la mano entre los barrotes
para palmear el lomo brillante que se alzaba y bajaba con la respiración. Mi
primo tiró de mi mano hacia atrás con una expresión de seriedad en el rostro.
-Te aseguro que eso que acabas de hacer es
peligroso. No vayas a suponer que cualquier otra persona puede tomarse las
libertades que yo me tomo con este animal. Es muy exigente en sus amistades.
¿Verdad que sí, Tommy? ¡Ha oído ya que llega el que le trae la comida! ¿No es
así, muchacho?
Se oyeron pasos en el corredor enlosado, y el
animal saltó sobre sus patas y se puso a caminar de un lado para otro de su
estrecha jaula, con los ojos llameantes y la lengua escarlata temblando y
agitándose por encima de la blanca línea de sus dientes puntiagudos. Entró un
cuidador que traía en una artesilla un trozo de carne cruda y se lo tiró por
entre los barrotes. El animal se lanzó con ligereza y lo atrapó, retirándose
luego a un rincón; allí, sujetándolo entre sus garras, empezó a destrozarlo a
mordiscos, alzando su hocico ensangrentado para mirarnos de cuando en cuando a
nosotros. El espectáculo era fascinante, aunque de malignas sugerencias.
-¿Verdad que no puede extrañarte que yo le
tenga afición a ese animal? -dijo mi primo, cuando salíamos de la habitación-.
Especialmente, si se piensa en que fui yo quien lo crió. No ha sido cosa de
broma transportarlo desde el centro de Sudamérica; pero aquí está ya, sano y
salvo, y, como te he dicho, es el ejemplar más perfecto que hay en Europa. La
dirección del Zoo daría cualquier cosa por tenerlo; pero, la verdad, es que yo
no puedo separarme de él. Bueno; creo que ya te he mortificado bastante con mi
chifladura, de modo que lo mejor que podemos hacer es seguir el ejemplo de
Tommy y marchar a que nos sirvan el almuerzo.
Tan absorto estaba mi pariente de Sudamérica
con su parque y sus curiosos ocupantes, que no creí al principio que se
interesara por ninguna otra cosa. Sin embargo, pronto comprendí que tenía otros
intereses, bastante apremiantes, al ver el gran número de telegramas que
recibía. Le llegaban a todas horas y los abría siempre con una expresión de
máxima ansiedad y anhelo en su cara. Supuse a veces que se trataba de negocios
relacionados con las carreras de caballos, y también de operaciones de Bolsa;
pero con toda seguridad que se traía entre manos negocios muy urgentes y muy
ajenos a las actividades de las llanuras de Suffolk. En ninguno de los seis
días que duró mi visita recibió menos de cuatro telegramas, llegando en
ocasiones hasta siete y ocho.
Yo había aprovechado tan perfectamente
aquellos seis días que, al transcurrir ese plazo, estaba ya en términos de
máxima cordialidad con mi primo. Todas las noches habíamos prolongado la velada
hasta muy tarde en el salón de billares. Él me contaba los más extraordinarios
relatos de sus aventuras en América; unos relatos tan arriesgados y temerarios,
que me costaba trabajo relacionarlos con aquel hombrecito, curtido y regordete
que tenía delante... Yo, a mi vez, me aventuré a contarle algunos de mis
propios recuerdos de la vida londinense, que le interesaron hasta el punto de
prometer venir a Grosvenor Mansions y vivir conmigo. Sentía verdadero anhelo
por conocer el aspecto más disoluto de la vida de la gran ciudad y, mal está
que yo lo diga, no podía desde luego haber elegido un guía más competente.
Hasta el último día de mi estancia, no me arriesgué a abordar lo que me
preocupaba. Le hablé francamente de mis dificultades pecuniarias y de mi ruina
inminente, y le pedí consejo, aunque lo que de él esperaba era algo más sólido.
Me escuchó atentamente, dando grandes chupadas a su cigarro, y me dijo por fin:
-Pero tengo entendido que tú eres el heredero
de nuestro pariente lord Southerton.
-Tengo toda clase de razones para creerlo,
pero jamás ha querido darme nada.
-Sí, ya he oído hablar de su tacañería. Mi
pobre Marshall, tu situación ha sido sumamente difícil. A propósito, ¿no has
tenido noticias últimamente de la salud de lord Southerton?
-Se está muriendo desde que yo era niño.
-Así es. No ha habido jamás un gozne
chirriante como ese hombre. Quizá tu herencia tarde todavía mucho en llegar a
tus manos. ¡Válgame Dios!, ¿en qué situación más lamentable te encuentras!
-He llegado a tener alguna esperanza de que
tú, conociendo como conoces la realidad, quizá accedieras a adelantarme...
-Ni una palabra más, muchacho -exclamó con la
máxima cordialidad-. Esta noche hablaremos del asunto y te prometo hacer todo
cuanto esté en mi mano.
No lamenté el que mi visita estuviese llegando
a su término, porque es una cosa desagradable el vivir con el convencimiento de
que hay en la casa una persona que anhela vivamente que uno se marche. La cara
cetrina y los ojos antipáticos de la esposa de mi primo me mostraban cada vez
más un odio mayor. Ya no se conducía con grosería activa, porque el miedo a su
marido no se lo consentía; pero llevó su insana envidia hasta el extremo de no
darse por enterada de mi presencia, de no hablarme nunca y de hacer mi estancia
en Greylands todo lo desagradable que pudo. Tan insultantes fueron sus maneras
en el transcurso del último día, que, sin duda alguna, me habría marchado
inmediatamente, de no mediar la entrevista que había de celebrar con mi primo
aquella noche y que yo esperaba me sacara de mi ruinosa situación.
La entrevista se celebró muy tarde, porque mi
pariente, que en el transcurso del día recibió más telegramas que de ordinario,
se encerró después de la cena en su despacho, y únicamente salió cuando ya
todos se habían retirado a dormir. Le oí realizar su ronda como todas las
noches, cerrando las puertas y, por último, vino a juntarse conmigo en la sala
de billares. Su voluminosa figura estaba envuelta en un batín, y tenía los pies
metidos en unas zapatillas rojas turcas sin talones. Tomó asiento en un sillón,
se preparó un grog en el que el whiskey superaba al agua, y me dijo:
-¡Vaya noche la que hace!
En efecto, el viento aullaba y gemía en torno
de la casa, y las ventanas de persianas retemblaban y golpeaban como si fueran
a ceder hacia adentro. El resplandor amarillo de las lámparas y el aroma de los
cigarros parecían, por contraste, más brillante uno y más intenso el otro. Mi
anfitrión me dijo:
-Bien, muchacho; disponemos de la casa y de la
noche para nosotros solos. Explícame cómo están tus asuntos y yo veré lo que
puede hacerse para ponerlos en orden. Me agradaría conocer todos los detalles.
Animado por estas palabras, me lancé a una
larga exposición en la que fueron desfilando todos mis proveedores y mis
banqueros, desde el dueño de la casa hasta mi ayuda de cámara. Llevaba en el
bolsillo algunas notas, ordené los hechos, y creo que hice una exposición muy
comercial de mi sistema de vida anticomercial y de mi lamentable situación. Sin
embargo, me sentí deprimido al darme cuenta de que la mirada de mi compañero
parecía perdida en el vacío, como si su atención estuviese en otra parte. De
cuando en cuando lanzaba una observación, pero era tan de compromiso y fuera de
lugar, que tuve la seguridad de que no había seguido el conjunto de mi
exposición. De cuando en cuando parecía despertar de su ensimismamiento y
esforzarse por exhibir algún interés, pidiéndome que repitiese algo o que me explicase
más a fondo, pero siempre volvía a recaer en su ensimismamiento. Por último, se
puso de pie y tiró a la rejilla de la chimenea la colilla de su cigarro,
diciéndome:
-Te voy a decir una cosa, muchacho; yo no tuve
jamás buena cabeza para los números, de modo que ya sabrás disculparme. Lo que
tienes que hacer es exponerlo todo por escrito y entregarme una nota de la
totalidad. Cuando lo vea en negro y blanco lo comprenderé.
La proposición era animadora y le prometí
hacerlo.
-Bien, ya es hora de que nos acostemos. Por
Júpiter, el reloj del vestíbulo está dando la una.
Por entre el profundo bramido de la tormenta
se dejó oír el tintineo del reloj que daba la hora. El viento pasaba rozando la
casa con el ímpetu de la corriente de agua de un gran río. Mi anfitrión dijo:
-Antes de acostarme tendré que echar un
vistazo a mi gato. Estos ventarrones lo excitan. ¿Quieres venir?
-Desde luego que sí -le contesté.
-Pues entonces, camina pisando suave y no
hables, porque todo el mundo está acostado.
Cruzamos en silencio el vestíbulo iluminado
por lámparas y cubierto con alfombras persas, y nos metimos por la puerta que
había al final. Reinaba una absoluta oscuridad en el pasillo de piedra, pero mi
anfitrión echó mano de una linterna de caballeriza que colgaba de un gancho y
la encendió. Como no se veía en el pasillo la reja de barrotes, comprendí que
la fiera estaba dentro de su jaula.
-¡Entra! -dijo mi pariente, y abrió la puerta.
El profundo gruñido que lanzó el animal cuando
entramos, nos demostró que, en efecto, la tormenta lo había irritado. A la
vacilante luz de la linterna distinguimos la gran masa negra recogida sobre sí
misma en el rincón de su cubil, proyectando una sombra achaparrada y grotesca
sobre la pared enjalbegada. Su cola se movía irritada entre la paja.
-El bueno de Tommy no está del mejor humor
-dijo Everard King, manteniendo en alto la linterna y mirando hacia donde
estaba su gato. ¿No es verdad que da la impresión de un demonio negro? Es
preciso que le dé una ligera cena para que se amanse un poco. ¿Querrías
sostener un momento la linterna?
La tomé de su mano y él avanzó hacia la puerta
y dijo:
-Aquí afuera tiene la despensa. Perdóname un
momento.
Salió y la puerta se cerró a sus espaldas con
un golpe metálico.
Aquel sonido duro y chasqueante hizo que mi
corazón dejase de latir. Se apoderó de mí una súbita oleada de terror. Un
confuso barrunto de alguna monstruosa traición me dejó helado. Salté hacia la
puerta, pero no había manillar del lado interior.
-¡Oye! -grité-. ¡Déjame salir!
-¡No pasa nada! ¡No armes escándalo! -me gritó
mi primo desde el pasillo-. Tienes la luz encendida.
-Sí; pero no me agrada de modo alguno el estar
encerrado y solo de esta manera.
-¿Que no te agrada?-Oí que se reía con risa
cordial-.
-No vas a estar mucho tiempo solo.
-¡Déjame salir! -repetí, muy irritado-. Te
digo que no admito bromas de esta clase.
-Ésa es precisamente la palabra: broma -me
contestó, lanzando otra risa odiosa.
Y de pronto, entre el bramar de la tormenta,
oí el chirrido y el gemir del manillar que daba vueltas y el traqueteo de la
reja al pasar por la rendija del muro. ¡Santo cielo, estaba poniendo en
libertad al gato del Brasil!
A la luz de la linterna vi cómo la reja de
barrotes iba retirándose lentamente delante de mí. Había ya una abertura de un
pie en su extremidad. Lancé un alarido y agarré el último barrote, tirando de
él con toda la energía de un loco. En efecto, yo estaba loco de furor y de
espanto. Sostuve por unos momentos el mecanismo, inmovilizándolo. Me di cuenta
de que él, por su parte, empujaba con todas sus fuerzas el manillar, y que el
sistema de palanca acabaría por sobreponerse a mis fuerzas. Fui cediendo
pulgada a pulgada; mis pies resbalaban sobre las losas y en todo ese tiempo yo
pedía y suplicaba a aquel monstruo inhumano que me librase de tan terrible
muerte. Se lo supliqué por nuestro parentesco. Le recordé que yo era huésped
suyo; le pregunté qué daño le había hecho. Él no daba otras respuestas que los
empujones y tirones del manillar; con cada uno de ellos, y a pesar de todos mis
forcejeos, se iba llevando otro barrote por la rendija de la pared. Aferrándome
y tirando con todas mis fuerzas, me vi arrastrado a todo lo largo de la parte
delantera de la jaula; por último, con las muñecas doloridas y los dedos desgarrados,
renuncié a la lucha inútil. Al soltar el enrejado, éste se retiró totalmente
con un golpe seco, y un momento después oí cómo se alejaba por el pasillo el
ruido de las pisadas de las zapatillas turcas, que terminó con el chasquido de
una puerta lejana cerrada de golpe. Luego reinó el silencio.
El animal no se había movido de su sitio en
todo ese tiempo. Permanecía tumbado en el rincón, y su cola había dejado de
moverse. Por lo visto lo había llenado de asombro la aparición de un hombre
agarrado a los barrotes de su jaula y arrastrado por delante de él dando
alaridos. Vi cómo sus ojos enormes me miraban con fijeza. Al aferrarme a los
barrotes, había dejado caer la linterna, pero seguía encendida en el suelo y yo
hice un movimiento para apoderarme de ella, movido por la idea de que quizá su
luz me protegiese. Pero en el instante mismo en que me moví, la fiera dejó
escapar un gruñido profundo y amenazador. Me detuve y permanecí en mi sitio
temblando de miedo. El gato (si es que puede darse este nombre tan casero a un
animal horrible como aquél) estaba a menos de diez pies de mí. Le brillaban los
ojos como dos discos de fósforo en la oscuridad. Me aterraban, y, sin embargo,
me fascinaban. No podía apartar de esos ojos los míos. En momentos de
intensidad tan grande como eran aquéllos para mí, la naturaleza nos hace las
más extrañas jugarretas; esos ojos brillantes se encendían y se desvanecían
como dos luces que suben y bajan en un ritmo constante. Había momentos en que
yo los veía como dos puntos minúsculos de un brillo extraordinario, como dos
chispas eléctricas en la negra oscuridad; pero luego se ensanchaban y
ensanchaban hasta ocupar con su luz siniestra y movediza todo el ángulo de la
habitación. Pero, de pronto, se apagaron por completo.
La fiera había cerrado los ojos. No sé si hay
algo de verdad en la vieja idea del dominio que ejerce la mirada del hombre, o
si fue porque el enorme gato estaba simplemente amodorrado, lo cierto es que,
lejos de mostrar síntomas de querer atacarme, se limitó a apoyar su cabeza
negra y sedosa sobre sus terribles garras delanteras y pareció dormirse. Seguí
de pie, temiendo moverme y despertarlo otra vez a la vida y a la malignidad.
Pero, por último, pude pensar claramente libre ya de la impresión de aquellos
ojos ominosos. Estaba encerrado para toda la noche con la fiera feroz. Mi
propio instinto, para no referirme a las palabras de aquel miserable calculador
que me había hecho caer en esta trampa, me advertía que ese animal era tan
salvaje como su amo. ¿Cómo me las arreglaría para mantenerlo en esa situación
en que estaba ahora hasta que amaneciera? Era inútil intentar salvarme por la
puerta, lo mismo que por las ventanas estrechas y enrejadas. Dentro de la
habitación, desnuda y embaldosada, no existía para mí ninguna clase de refugio.
Era absurdo que gritara pidiendo socorro. Este cubil era una construcción
accesoria, y el pasillo que lo unía a la casa tenía, por lo menos, una largura
de cien pies. Además, mientras en el exterior bramase la tormenta, no era
probable que nadie oyera mis gritos. Sólo podía
confiar en mi propio valor y en mi propio
ingenio. De pronto, con una nueva oleada de espanto, mis ojos se posaron en la
linterna. Su vela ardía ya a muy poca altura y empezaban a formarse estrías
laterales. No tardaría diez minutos en apagarse. Sólo disponía, por tanto, de
diez minutos para tomar alguna iniciativa, porque una vez que quedara en la
oscuridad y próximo a la fiera espantable, sería incapaz de acción. Ese mismo
pensamiento me tenía paralizado. Miré por todas partes con ojos de
desesperación dentro de esa cámara mortuoria, y de pronto me fijé en un lugar
que parecía prometer, si no salvación, por lo menos un peligrono tan inmediato
e inminente como el suelo desnudo.
He dicho que la jaula, además de tener una parte
delantera, tenía también una parte superior, que permanecía fija cuando se
recogía la delantera a través de la rendija del muro. La parte superior estaba
formada por barras separadas entre sí por pocas pulgadas, estando esa
separación cubierta con tela de alambre fuerte a su vez, y el todo descansando
en las dos extremidades sobre dos fuertes montantes. En ese momento producía la
impresión de un gran solio hecho de barras, bajo el cual estaba agazapada en un
rincón la fiera. Entre esa parte superior de la jaula y el techo quedaba una
especie de estante de unos dos a tres pies de altura. Si yo conseguía subir
hasta allí y meterme entre los barrotes y el cielo raso, sólo tenía un lado
vulnerable. Estaría a salvo por debajo, por detrás y a cada lado. Únicamente
podía ser atacado de frente. Es cierto que por ese lado no tenía protección
alguna; pero al menos, me encontraría fuera del camino de la fiera cuando ésta
comenzara a pasearse dentro de su cubil. Para llegar hasta mí tendría que
salirse de su camino. Tenía que hacerlo ahora o nunca, porque en cuanto la luz
se apagase me resultaría imposible. Hice una profunda inspiración y salté,
aferrándome al borde de hierro de la parte superior de la jaula, y me metí,
jadeante, en aquel hueco. Al retorcerme quedé con la cara hacia abajo, y me
encontré mirando en línea recta a los ojos terribles y las mandíbulas abiertas
del gato. Su aliento fétido me daba en la cara lo mismo que una vaharada de
vapor de una olla infecta hirviendo.
Me pareció que el animal se mostraba más bien
curioso que irritado. Con una ondulación de su lomo largo y negro se levantó,
se estiró, y luego, apoyándose en sus patas traseras, con una de las garras
delanteras en la pared, levantó la otra y pasó sus uñas por la tela de alambre
que yo tenía debajo. Una uña afilada y blanca rasgó mis pantalones -porque no
he dicho que estaba con mi traje de smoking- y me abrió un surco en mi rodilla.
La fiera no hizo aquello agresivamente, sino más bien como tanteo, porque al
lanzar yo un agudo grito de dolor, se dejó caer de nuevo al suelo, saltó luego
ágilmente a la habitación, empezó a pasearse con paso rápido alrededor, y de
cuando en cuando lanzaba una mirada hacia mí. Yo, por mi parte, me apretujé muy
adentro hasta tocar con la espalda la pared, comprimiéndome de manera de ocupar
el más pequeño espacio posible. Cuanto más adentro me metía, más difícil iba a
serle atacarme.
Parecía irse excitando con sus paseos, y se
puso a correr ágilmente y sin ruido por el cubil, cruzando continuamente por
debajo de la cama de hierro en que yo estaba tendido. Era un espectáculo
maravilloso el de ese cuerpo enorme dando vueltas y vueltas como una sombra,
sin que apenas se oyese un ligerísimo tamborileo de las patas aterciopeladas.
La vela brillaba con muy poca luz, hasta el punto exacto en que yo podía
distinguir al animal. De pronto, después de una última llamarada y chisporroteo
se apagó por completo. ¡Me encontraba a solas y en la oscuridad con el gato!
Parece que el saber que uno ha hecho todo lo
posible, ayuda a enfrentarse con el peligro. No queda entonces otro recurso que
el de esperar con calma el resultado. En mi caso la única posibilidad de
salvación estaba en el sitio en que me había refugiado. Me estiré, pues, y
permanecí en silencio, sin respirar casi, con la esperanza de que la fiera se
olvidara de mi presencia si yo no hacía nada por recordárselo. Calculo que
serían las dos de la madrugada. A las cuatro amanecería. Sólo tenía, pues, que
esperar dos horas a la luz del día.
En el exterior, la tormenta seguía furiosa y
la lluvia azotaba constantemente las pequeñas ventanas. En el interior, la
atmósfera fétida y ponzoñosa era insoportable. Yo no veía ni oía al gato. Traté
de pensar en otras cosas; pero sólo había una con fuerza suficiente para
apartar mi pensamiento de la terrible situación en que me encontraba; la
villanía de mi primo, su hipocresía no igualada por nadie, el odio maligno que
me profesaba. Un alma de asesino medieval acechaba detrás de aquella cara
simpática. Cuanto más pensaba en ello, más claramente veía toda la astucia con
que había preparado el golpe. Por lo visto se había acostado como los demás.
Sin duda alguna había preparado sus testigos, para demostrarlo. Después, sin
que esos testigos lo advirtiesen, había bajado sigilosamente, me había metido
con engaños en el cubil y me había dejado encerrado. La historia que él
contaría era por demás sencilla. Yo me había quedado en el salón de billares
terminando de fumar mi cigarro. Había bajado por propia iniciativa para echar
una última ojeada al gato del Brasil, me había metido en la habitación sin
darme cuenta de que la jaula estaba abierta y la fiera había hecho presa de mí.
¿Cómo se le podría demostrar el crimen que había cometido? Quizá hubiese
sospechas; pero jamás se obtendrían pruebas.
¡Con qué lentitud transcurrieron aquellas dos
horas espantosas! En una ocasión llegó a mis oídos un ruido apagado, raspante,
que yo atribuí al lamido del pelo del animal. En varias ocasiones los ojos
verdosos me enfocaron brillantes a través de la oscuridad, pero nunca me
miraron fijamente, y cada vez fue mayor mi esperanza de que me olvidara o de
que no se diese por enterado de mi presencia. Pero llegó un momento en que
penetró por las ventanas un asomo de luz; empecé a verlas como dos recuadros
grises en la pared negra. Luego los recuadros se volvieron blancos y pude ver
de nuevo a mi terrible compañero. ¡Y él también pudo verme a mí, por desgracia!
Comprendí en el acto que la fiera se
encontraba de un humor más peligroso y agresivo que cuando dejé de verlo. El
frío de la mañana lo había irritado y, además, estaba hambriento. Iba y venía
con un gruñido constante y con paso rápido, por el lado de la habitación que
estaba más alejado de mi refugio, con los bigotes rizados de furor, y
enhiestando y descargando latigazos con la cola. Cuando daba media vuelta al
llegar a los ángulos de la pared, alzaba siempre hacia mí los ojos, preñados de
espantosas amenazas. Comprendí que se estaba preparando para matarme. Y, sin
embargo, hasta en una situación tan crítica yo no podía menos que admirar la
elegancia sinuosa de la endiablada alimaña, sus movimientos sin violencia,
ondulantes, de suaves curvas, el brillo de su lomo magnífico, el color
escarlata palpitante de su lengua lustrosa que colgaba fuera del morro
azabache.
El gruñido profundo y amenazador subía y subía
de tono, en un crescendo ininterrumpido. Comprendí que había llegado el momento
decisivo.
Resultaba lastimoso el esperar una muerte como
aquélla en un estado como el que me encontraba: transido, en posición violenta,
temblando de frío sobre aquella parrilla de tortura en que estaba tendido con
mis ropas ligeras. Me esforcé por reanimarme, por levantar mi alma a una altura
superior a esa situación y, al mismo tiempo, con la lucidez cerebral propia de
un hombre que se ve perdido, miré por todas partes buscando algún medio posible
de salvación. Una cosa era evidente para mí: si fuese posible hacer retroceder
a su posición anterior la reja delantera de la jaula, podía encontrar detrás de
ella un refugio seguro. ¿Sería yo capaz de volverla a su sitio? Apenas me
atrevía a moverme, por temor a que la fiera saltara sobre mí. Lenta,
lentísimamente, alargué la mano hasta aferrar con ella el barrote último de la
reja, que sobresalía de la rendija del muro exterior. Con gran sorpresa mía,
cedió fácilmente al tirón que le di. Como es natural, la dificultad de tirar
hacia dentro era producida por el hecho de que yo estaba como pegado a ella,
sin poder hacer juego con el cuerpo. Di otro tirón y la reja avanzó tres
pulgadas más. Por lo visto, funcionaba sobre ruedas. Volví a tirar... ¡y en ese
instante saltó el gato!
La cosa fue tan rápida, tan súbita, que no me
di cuenta de cómo había ocurrido. Oí el salvaje rechinar de dientes, y un
instante después, la llamarada de los ojos amarillos, la negra cabeza achatada
con su lengua roja y centelleantes colmillos, estuvo al alcance de mi mano. El
proyectil viviente hizo vibrar con su choque los barrotes en que yo estaba
tendido, hasta el punto de que pensé que se venían abajo (si es que en aquel
instante podía yo pensar en algo). El gato se balanceó allí un instante,
tratando de afianzarse en el borde del enrejado con las patas traseras,
quedando su cabeza y sus garras delanteras muy cerca de mí. Oí el chirrido
raspante de las uñas en la tela metálica, y sentí en mi cara el nauseabundo
aliento de la fiera, que había calculado mal el salto. No pudo sostenerse en
aquella postura. Despacio, enseñandofuriosa los dientes y arañando con
desesperación los barrotes, perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo.
Pero se volvió al instante con un gruñido hacia mí y se agazapó para dar otra
vez el salto.
Comprendí que se iba a decidir en unos
momentos mi destino. El animal había aprendido la lección y ya no calcularía
mal. Era preciso que yo actuara con rapidez y sin temor alguno si quería tener
alguna posibilidad de conservar la vida. Me tracé un plan. Me despojé del
smoking y se lo tiré a la fiera encima de la cabeza. Simultáneamente me dejé
caer al suelo y agarré la primera barra de la reja delantera y tiré con frenesí
hacia adentro.
Respondió a mi esfuerzo con una facilidad
mucho mayor de la que yo esperaba. Crucé la habitación arrastrándola conmigo;
pero la posición en que me encontraba al realizar ese avance, me obligó a
quedar del lado exterior de la reja. Si hubiese quedado del lado interior, tal
vez hubiese salido sin un rasguño. Pero tuve que detenerme un instante para
tratar de meterme por la abertura que yo había dejado. Bastó ese instante para
dar tiempo a la fiera de desembarazarse del smoking con que la había cegado y
para lanzarse sobre mí. Me precipité en el interior de la jaula por la abertura
y empujé la reja hasta el final; pero el gato cogió mi pierna antes que yo
pudiera meterla dentro por completo. Un golpe de su enorme garra me arrancó la
pantorrilla lo mismo que un cepillo arranca una viruta de madera. Un instante
después, desangrándome y a punto de desmayarme, estaba tendido entre la
maloliente cama de paja, y separado de la fiera por aquellas rejas amigas
contra las que se lanzaba con loco frenesí.
Demasiado gravemente herido para moverme, y
demasiado desmayado para experimentar la sensación del miedo, no pude hacer
otra cosa que permanecer tumbado, más muerto que vivo, viendo el espectáculo.
El gato apretaba contra los barrotes el pecho negro y ancho, y buscaba atacarme
con las uñas ganchudas de sus garras, tal como he visto hacer a un gato delante
de una trampa de alambre para ratoncitos. Me arrancaba trozos de la ropa; pero
por más que se estiraba, no conseguía asirme. He oído hablar de que las heridas
producidas por los grandes animales carnívoros ocasionan una curiosa sensación
de embotamiento. En efecto, estaba escrito que yo también lo experimentaría,
porque perdí toda conciencia de mi personalidad, y la perspectiva del posible
fracaso o éxito de aquel animal me producía el mismo efecto de indiferencia que
sí yo estuviera contemplando un juego inofensivo. Después, mi cerebro fue
alejándose de una manera insensible hasta la región de los sueños confusos en
los que penetraban una y otra vez la negra cara y la roja lengua. Por ese
camino me perdí en el nirvana del delirio, en el que encuentran alivio bendito
todos aquellos que han llegado a un punto excesivo de sufrimiento.
Tratando posteriormente de rehacer el curso de
los acontecimientos, llego a la conclusión de que debí permanecer insensible
por espacio de dos horas, más o menos. Lo que me volvió una vez más en mí fue
ese vivo chasquido metálico con el que se había iniciado mi terrible
experiencia. Era que alguien había hecho retroceder la cerradura automática. A
continuación, antes aun de que mis sentidos estuviesen lo suficientemente
despiertos para comprender lo que veían, me di cuenta de que en la puerta
abierta y mirando hacia el interior estaba la cara regordeta y de simpática
expresión de mi primo. Sin duda alguna que el espectáculo que se le ofreció lo
dejó atónito. El gato se hallaba agazapado en el suelo. Yo estaba tumbado de
espaldas dentro de la jaula, en mangas de camisa, con las perneras de los
pantalones desgarradas y rodeado de un gran charco de sangre. En este momento
me parece estar viendo su cara de asombro iluminada por los rayos del sol
matinal. Miró hacia mí una y otra vez. Luego cerró la puerta a sus espaldas y
se adelantó hacia la jaula para ver si yo estaba realmente muerto.
No puedo intentar describir lo que ocurrió,
porque no me hallaba en un estado como para testificar o escribir el relato de
la escena. Lo único que puedo decir es que tuve conciencia súbita de que
retiraba su rostro del mío y de que volvía a mirar a la bestia.
-¡Vamos, querido Tommy! ¡Formalidad, querido
Tommy! -gritó.
Luego se aproximó a los barrotes de la jaula,
vuelto de espaldas hacia mí todavía, y bramó:
-¡Quieto, estúpido animal! ¡Quieto, te digo!
¿Es que no conoces a tu amo?
Aunque mi cerebro estaba como atontado, me
vinieron súbitamente al recuerdo las palabras que me había dicho ese hombre, de
que el regusto de sangre enfurecía al gato, convirtiéndolo en un demonio. Era
mi sangre la que había paladeado; pero el amo iba ahora a pagar el precio de
ella.
-¡Apártate! -chilló-. ¡Apártate, demonio!
¡Baldwin! ¡Baldwin! ¡Oh, santo Dios!
Le oí luego caer, levantarse y volver a caer,
con ruido de saco que se desgarra. Sus alaridos fueron debilitándose hasta
quedar ahogados por el gruñido lacerante. Luego, cuando yo pensaba que había
muerto, vi como en una pesadilla una figura ciega, hecha jirones, empapada en
sangre, que corría alocada por la habitación... y ésa fue la última visión que
tuve de ese hombre antes de volver a perder el conocimiento.
Tardé muchos meses en sanar; a decir verdad,
no puedo decir que haya sanado todavía ni que sanaré, porque tendré que usar
hasta el fin de mis días un bastón, como recuerdo de la noche que pasé con el
gato del Brasil. Cuando Baldwin, el cuidador, y los demás criados acudieron a
los gritos de agonía que lanzaba su amo, no pudieron contar lo que había
ocurrido porque a mí me encontraron dentro de la jaula, y los restos mortales
de su amo, o lo que más tarde pudieron comprobar que eran sus despojos los
tenía entre sus garras la fiera que él había criado. La ahuyentaron con hierros
al rojo y, por último la mataron a tiros por la ventanita de la puerta. Sólo
entonces pudieron extraerme de allí. Me condujeron a mi dormitorio donde
permanecí entre la vida y la muerte durante varias semanas, bajo el techo del
que quiso asesinarme. Enviaron en busca de un cirujano a Clipton, e hicieron
venir de Londres una enfermera. Al cabo de un mes estuve en condiciones de que
me llevasen hasta la estación, y luego a mis habitaciones de Grosvenor
Mansions.
Conservo de mi enfermedad un recuerdo que bien
pudiera pertenecer al panorama constantemente variable creado por mi cerebro
febril, si no se hubiera grabado en mi memoria de una manera tan permanente.
Cierta noche, estando ausente la enfermera, se abrió la puerta de mi
habitación, y una mujer alta y completamente enlutada se deslizó dentro. Se
acercó hasta mi cama. e inclinó su cara cetrina hacia mí; al débil resplandor
de la lamparilla vi que era la brasileña con la que mi primo estaba casado. Me
miró fijamente a la cara, con una expresión mucho más amable de la que yo había
conocido, y me preguntó:
-¿Está usted en sí?
Contesté con una leve inclinación de cabeza,
porque me sentía aún muy débil.
-Bien, pues, quería decirle que únicamente
debe usted culparse a usted mismo de lo ocurrido. ¿No hice yo cuanto pude en su
favor? Traté desde el primer momento de alejarlo de esta casa. Me esforcé por
librarlo de él, recurriendo a todos los medios, menos al de traicionar al que
era mi esposo. Yo sabía que él tenía motivo para atraerlo a esta casa, y que no
lo dejaría salir de aquí con vida. Nadie conoció a ese hombre como yo, que
tanto he sufrido con él. No me atreví a decirle todo esto. Me habría matado.
Pero hice cuanto pude por usted. A fin de cuentas, ha sido para mí el mejor
amigo que he tenido. Me ha devuelto mi libertad, cuando yo creía que sólo la
muerte era capaz de traérmela. Lamento sus heridas, pero ningún reproche puede
hacerme. Le dije que era usted un estúpido y, en efecto, lo ha sido.
Aquella mujer extraña y amargada se deslizó
fuera de la habitación, estando escrito que no la volvería a ver jamás. Regresó
a su país de origen con lo que le quedó de las riquezas de su esposo, y según
noticias recibidas posteriormente, tomó el velo en Pernambuco.
Hasta pasado algún tiempo de mi regreso a
Londres los médicos no dictaminaron que me encontraba en condiciones de atender
mis asuntos. Esa clase de autorización no me hizo al comienzo muy feliz porque
temía que sirviera de señal a un asalto en masa de mis acreedores;sin embargo,
quien primero la aprovechó fue mi abogado Summers.
-Me alegra muchísimo que su señoría se
encuentre tan mejorado -me dijo-. Llevo esperando mucho tiempo para presentarle
mis felicitaciones.
-¿Qué quiere usted decir con eso, Summers? La
cosa no está para bromas.
-Quise decir y digo -me contestó- que desde
hace seis semanas es usted lord Southerton, pero no se lo hemos dicho por temor
a que la noticia retrasase el curso de su recuperación.
¡Lord Southerton, es decir, uno de los pares
más ricos de Inglaterra! No podía creer lo que oía. Y de pronto pensé en el
plazo que había transcurrido y en que coincidía con el que yo llevaba herido.
-Según eso, lord Southerton debió fallecer,
más o menos, por el tiempo en que yo resulté herido.
-Una y otra cosa ocurrieron el mismo día.
Summers me miraba fijamente al hablar, y yo
estoy convencido de que había adivinado la verdadera situación, porque era
hombre muy perspicaz. Calló un momento, como si esperara de mí una confidencia;
pero yo no creí que se adelantase nada dando aires a semejante escándalo
familiar. Entonces él prosiguió, con la misma expresión de quien lo adivina
toda:
-Sí, es una coincidencia por demás curiosa.
Supongo que sabrá usted que el heredero inmediato de la fortuna era su primo
Everard King. Si ese tigre lo hubiese destrozado a usted, y no a él, vuestro
primo sería en este momento lord Southerton.
-Desde luego-le contesté.
-¡Con cuánta pasión lo anhelaba! -dijo
Summers-. He sabido casualmente que el ayuda de cámara del difunto lord
Southerton estaba a sueldo de Everard King, y que le enviaba telegramas con
intervalos de pocas horas para informarle del estado de salud de su amo. Esto
ocurría, más o menos, por el tiempo en que usted estuvo de visita en su finca.
¿No le resulta extraño que tuviese tanto interés en estar bien informado, no
siendo, como no era, el heredero inmediato?
-Sí que es muy extraño -le contesté-. Y ahora,
Summers, tráigame las facturas de mis deudas y un nuevo talonario de cheques,
para que empecemos a poner las cosas en orden.
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