EL HOMBRE DEL TRAJE
COLOR CASTAÑO
Agatha Christie
PROLOGO
Nadina, la bailarina que había tomado París por asalto, mecióse al
compás de los aplausos e hizo reverencias vez tras vez. Las negras y
contraídas pupilas de sus ojos se contrajeron aún más. La línea recta
escarlata que era su boca, curvóse hacia arriba.
Entusiasmados franceses continuaron golpeando el suelo para
expresar su aprobación al caer el telón y ocultar los rojos, azules y
púrpuras del exótico decorado. La bailarina abandonó el escenario en
un remolino de ropajes azules y anaranjados. Un caballero barbudo la
recibió, con entusiasmo, entre sus brazos. Era el empresario.
—¡Magnífico, pequeña, magnífico! —exclamó—. ¡Esta noche se ha
superado!
La besó galantemente en ambas mejillas, con naturalidad.
Madame Nadina aceptó el tributo con la serenidad hija de larga
costumbre y pasó a su camarín, donde había ramilletes de flores
apilados de cualquier manera y en todas partes; maravillosos
vestidos de estilo futurista colgaban de las perchas; y el aire estaba
cargado del aroma de las flores y de perfumes y esencias. Jeanne, la
doncella, ayudó a su señora, hablando sin cesar y colmándola de
alabanzas.
Unos golpecitos dados en la puerta pusieron dique al encomiástico
torrente. Jeanne acudió a contestar y volvió con una tarjeta en la
mano.
—¿Madame le recibirá?
—Déjeme ver.
La bailarina tendió, con languidez, una mano; pero al ver el nombre
inscrito en la cartulina, conde Sergio Paulovitch, un destello de
interés brilló, de súbito, en sus ojos.
—Le recibiré. El peinador color maíz, Jeanne, pronto. Y cuando entre
el conde, puede usted retirarse.
—Bien, madame.
Jeanne le entregó el peinador, exquisita prenda de gasa trigueña y
armiño. Nadina se la puso y se sentó sonriendo, mientras su mano,
blanca y larga, tabaleaba con los dedos sobre la superficie de cristal
de la mesa tocador.
El conde aprovechó inmediatamente el privilegio que se le otorgaba.
Era un hombre de estatura regular, muy delgado, muy elegante, muy
pálido, extraordinariamente cansado. Las facciones sin gran cosa que
las distinguiese, hombre difícil de volver a reconocer si se hacía caso
omiso de su amaneramiento. Se inclinó sobre la mano de la bailarina
con exagerada cortesía.
—Madame, éste es un placer, en verdad.
Hasta ahí oyó Jeanne antes de salir y cerrar la puerta tras sí. Una vez
a solas con su visitante, un sutil cambio se operó en la sonrisa de
Nadina.
—Aunque somos compatriotas, no hablaremos en ruso, creo yo —
observó ella.
—Puesto que ninguno de los dos sabemos una palabra de ese idioma,
creo que valdrá mucho más —asintió el hombre.
De común acuerdo recurrieron al inglés y, nadie, ahora que el conde
había dejado su amaneramiento, hubiera podido dudar que el inglés
era su idioma natal. En efecto, había empezado su vida como
transformista en una sala de espectáculos de Londres.
—Tuviste un gran éxito esta noche —comentó—. Te felicito.
—Ello no obstante —advirtió la mujer—, estoy preocupada. Mi
posición no es lo que fue. Las sospechas que se despertaron durante
la guerra no se disiparon del todo jamás. Se me vigila y espía
continuamente.
—Pero, ¿no es cierto que no se presentó una acusación de espionaje
contra ti nunca?
—Nuestro jefe prepara demasiado bien sus planes para que eso sea
posible.
—Que disfrute de una larga vida el «Coronel» —dijo el conde,
sonriendo—. Asombrosa noticia, ¿no te parece?, que tenga intención
de retirarse. ¡Retirarse! Como un médico, o un carnicero cualquiera.
—O cualquier otro hombre de negocios —completó Nadina—. No
debiera de sorprendernos. Eso es lo que ha sido siempre el
«Coronel»; un excelente hombre de negocios. Ha organizado el
crimen como otro hombre hubiera podido organizar una fábrica de
zapatos. Sin comprometerse, ha planeado y dirigido una serie de
golpes colosales que han abarcado todas las ramas de lo que
pudiéramos llamar «su profesión». Robos de joyas, falsificaciones,
espionaje (este último, singularmente lucrativo en tiempo de guerra),
sabotaje, asesinatos discretos..., apenas hay cosa alguna que no
haya tocado. Y lo que aún demuestra más su sabiduría: sabe cuándo
parar. ¿Empieza a resultar peligroso el juego? Se retira
airosamente... ¡con una fortuna enorme!
—¡Hum! —murmuró dubitativo el conde—. Es algo... desconcertante
para todos nosotros. Nos quedamos ociosos, como quien dice.
—Pero se nos paga la despedida... ¡en generosísima escala!
Algo, cierto dejo de burla en su voz, hizo que el hombre la mirara
vivamente. Ella sonreía para sí y la cualidad de aquella sonrisa
despertó su curiosidad. Pero prosiguió con diplomacia:
—Sí; el «Coronel» siempre ha sido un amo generoso. Yo atribuyo
gran parte de su éxito a eso... y a su invariable plan de hallar una
cabeza de turco apropiada. Un gran cerebro... ¡un gran cerebro,
indudablemente! Y un apóstol de la máxima: «Si quieres que una
cosa se haga sin peligro, ¡no la hagas tú en persona!» Henos aquí
comprometidos todos hasta las cejas y por completo en su poder y ni
uno solo de nosotros tiene pruebas que puedan comprometerle a él.
Hizo una pausa, como si estuviera esperando que se mostrara ella en
desacuerdo con él. Pero Nadina guardó silencio, sin dejar de sonreír.
—Ni uno solo de nosotros —musitó el conde—. No obstante, ¿sabes?,
es supersticioso el viejo. Tengo entendido que hace años fue a visitar
a una de esas adivinas. Ella le vaticinó toda una vida de éxitos; pero
declaró que una mujer sería su ruina.
Había logrado despertar su interés ahora. Nadina alzó la mirada con
avidez.
—¡Es curioso! ¡Muy curioso! ¿Una mujer has dicho?
Él sonrió y se encogió de hombros.
—Sin duda ahora que se ha... retirado, se casará. Con alguna belleza
de la buena sociedad que gastará sus millones más aprisa de lo que
él los ganó.
Nadina negó con la cabeza.
—No, no; no es así como ocurrirá. Escucha, amigo mío: mañana me
voy a Londres.
—Pero, ¿y tu contrato aquí?
—Sólo estaré ausente una noche. Y marcho de incógnito, como una
reina. Nadie sabrá jamás que he salido de Francia. Y, ¿por qué crees
que marcho?
—Mal puede ser por gusto en esta época del año. Enero, ¡un mes
detestable y nebuloso! Será por interés, supongo.
—Justo —se puso en pie ante él, arrogante de orgullo su grácil
silueta—. Dijiste, no ha mucho, que ninguno de nosotros tenía cosa
alguna que pudiera comprometer al jefe. Te equivocas. Tengo algo
yo. Yo, una mujer, he tenido el ingenio, yo, sí, el valor (porque hace
falta valor), de traicionarle. ¿Recuerdas los diamante de De Beer?
—Sí, los recuerdo, en Kimberley, y poco antes de que estallara la
guerra, ¿verdad? Yo no tuve nada que ver con el asunto, y nunca oí
los detalles. Se echó tierra sobre el asunto Dios sabe por qué razón.
¿No es cierto? Un golpe magnífico, por añadidura.
—Piedras por valor de cien mil libras esterlinas. Dimos el golpe entre
dos... bajo las órdenes del «Coronel», claro está. El plan era
substituir alguno de los diamantes de De Beer con unos diamantes de
muestra traídos de América del Sur por dos jóvenes mineros que
acertaban a hallarse en Kimberley por entonces. Así, era seguro que
las sospechas recaerían sobre ellos.
—Muy ingenioso —interpeló el conde, con aprobación.
—El «Coronel» es ingenioso siempre. Bueno, pues hice mi parte...
pero también hice algo que el «Coronel» no había previsto. Me
reservé algunas de las piedras sudamericanas... algunas de ellas son
únicas en su género y podría demostrarse fácilmente que jamás han
pasado por las manos de De Beer. Con estos diamantes en mis
manos, tengo a mi estimado jefe en mi poder. Una vez demostrada la
inocencia de los dos jóvenes, forzosamente ha de sospecharse que
tuvo él mano en el asunto. No he dicho nada durante todos estos
años. Me he conformado con saber que contaba con esta arma como
reserva. Pero ahora la situación ha cambiado. Quiero que se me
pague el precio que pida... y será grande. Casi puedo decir que será
como para hacer ver visiones a cualquiera.
—Extraordinario —dijo el conde—. Y sin duda llevarás esos diamantes
contigo siempre.
Su mirada erró dulcemente por el desordenado camarín.
Nadina rió, con no menos dulzura.
—No supongas cosa semejante. No soy imbécil. Los diamantes se
hallan en lugar seguro donde a nadie se le ocurriría buscarlos.
—Jamás te creí imbécil, amiga mía; pero, ¿me es lícito insinuar que
eres un poco temeraria? El «Coronel» no es de los que se someten
mansamente a que se le haga víctima de un chantaje.
—No le tengo miedo —rió ella—. Sólo he temido a un hombre en mi
vida... y ése ha muerto.
El hombre la miró con curiosidad.
—Esperemos que no vuelva a la vida, pues —observó.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió la bailarina, con afilada voz.
El conde pareció levemente sorprendido.
—Sólo quise decir que una resurrección sería un poco engorrosa para
ti —explicó—. Una broma estúpida.
Nadina exhaló un suspiro de alivio.
—¡Oh, no! —dijo—. Murió de verdad. Le mataron en la guerra. Era un
hombre que en otros mejores tiempos me amó.
—¿En África del Sur? —inquirió el conde, sin gran interés al parecer.
—Sí; puesto que me lo preguntas, en África del Sur fue.
—Ése es tu país natal, ¿verdad?
Ella afirmó con la cabeza. La visita se puso en pie y tomó el
sombrero. El conde Sergio Paulovitch dispúsose a marchar.
—Bueno —murmuró—; tú sabrás lo que te haces. Pero en tu lugar,
más temería yo al «Coronel» que a ningún amante desilusionado. El
«Coronel» es un hombre al que es singularmente fácil apreciar en
menos de lo que vale.
Ella se rió con desdén.
—¡Como si no le conociera yo, después de tantos años!
—¿Si le conocerás en verdad? —murmuró él, con dulzura—. Esa es
una pregunta a la que me gustaría poder contestar.
—¡Oh, no soy imbécil! Y no me hallo sola en el asunto. El vapor
correo de África del Sur atraca en Southampton mañana. A bordo de
él se encuentra un hombre que viene de África obedeciendo a una
petición mía y que ha cumplido ciertas órdenes que yo le he dado. El
«Coronel» no tendrá que habérselas con una persona sola, sino con
dos.
—¿Es eso prudente?
—Es necesario.
—¿Estás segura de ese hombre?
En los labios de la bailarina se dibujó una sonrisa singular.
—Estoy completamente segura de él. Es inútil, pero de absoluta
confianza.
Hizo una pausa y luego agregó con indiferencia:
—Si quieres que te diga la verdad, da la casualidad que ese hombre
es mi esposo.
CAPITULO -- I
TODO el mundo me ha estado acosando para que escriba este relato,
desde los más grandes (representados por lord Nasby), hasta los más
humildes (representados por Emilia, nuestra ex criada para todo a la
que vi la última vez que estuve en Inglaterra). «¡Caramba, señorita,
qué libro más bonito podría usted hacer con todo eso...! ¡Igual que en
las películas!»
Reconozco que poseo los requisitos necesarios para emprender
semejante tarea. Me vi mezclada en el asunto desde el mismísimo
principio; estuve metida en su desenlace. Afortunadamente, por
añadidura, las lagunas que yo no puedo llenar por conocimiento
propio, quedan cubiertas por el Diario de sir Eustace Pedler, que él
me ha suplicado bondadosamente que emplee.
Conque me lanzo. Ana Beddingfeld da principio al relato de sus
aventuras.
Siempre había tenido sed de aventuras. ¡Ha sido mi vida de una
uniformidad tan monótona y horrible...! Mi padre, el profesor
Beddingfeld, fue una de las más grandes autoridades inglesas sobre
el Hombre Primitivo. En realidad, era un genio, todo el mundo lo
reconoce. Vivía su mente en los tiempos paleolíticos y el
inconveniente que para él tenía la vida era que su cuerpo habitaba el
mundo moderno. A papá le hacía muy poca gracia el hombre
moderno. Hasta despreciaba el hombre neolítico, tildándole de simple
pastor. Y su entusiasmo sólo se despertaba al llegar al período
musteriense1.
Por desgracia, no es posible prescindir por completo del hombre
moderno. Algún trato ha de tenerse con carniceros, panaderos,
lecheros y verduleros. Por consiguiente, hallándose papá sumergido
en lo pasado y como mi madre había muerto siendo yo niña, a mí me
incumbía cuidarme de la parte práctica de la vida. Con franqueza,
odio al hombre paleolítico, ya sea aurignáceo, musteriense, chellense,
o cualquier otra cosa. Y aunque escribí a máquina y revisé la mayor
parte de la obra de papá titulada: El hombre de Neanderthal y sus
antepasados, los hombres neanderthálicos en sí me repugnan y
siempre me digo que es una suerte que se extinguiera la raza en
épocas remotas2.
1 Nombre dado a una fase del período paleolítico. En ella, el hombre de la época cuaternaria
usaba instrumentos de piedra tallada por una sola cara. Se deriva del francés mousterien, de
Moustier, lugar de Francia en el departamento de Dordoña, famosa por la caverna en que fue
hallado un yacimiento, el más clásico, de la época en cuestión. (N. del T.)
2 De Aurignac, pueblo francés del Alto Carona donde se han encontrado numerosos fósiles.
Chellense viene de Chelles, pueblo francés también, del departamento del Sena y Mame,
Y no sé si papá adivinó mis sentimientos. Es probable que no. Y en
cualquier caso, tampoco le interesó poco ni mucho. Yo creo que esto
era, en realidad, una prueba de su grandeza. Vivía, de igual manera,
completamente alejado de las necesidades de la vida diaria. Comía lo
que le ponían delante, de un modo ejemplar; pero parecía levemente
dolorido cuando surgía la cuestión de tener que pagarlo. Nunca
parecíamos tener mucho dinero. Su celebridad no era de las que
rinden beneficios económicos. Aun cuando era miembro de casi todas
las sociedades importantes y tenía derecho a colocar detrás de su
nombre toda una hilera de letras que expresaban sus títulos
honoríficos abreviados, el público en general apenas estaba enterado
de su existencia. Y sus voluminosos libros, pletóricos de sabiduría,
aunque han contribuido muy señaladamente a ensanchar los
conocimientos humanos, no tenían atractivo alguno para las masas.
Sólo en una ocasión centróse en él la mirada popular.
Había leído una monografía, ante no sé qué sociedad, sobre las crías
del chimpancé. En la infancia, la raza humana presenta algunas
características del antropoide, mientras que el chimpancé joven se
parece mucho más al ser humano que el chimpancé adulto. Esto
parece demostrar que, así como nuestros antepasados fueron más
simios que nosotros, los chimpancés pertenecían a un tipo más
elevado que sus descendientes modernos. En otras palabras: el
chimpancé ha degenerado.
El emprendedor periódico Daily Budget, careciendo de noticia más
jugosa, salió con los siguientes titulares: «Nosotros no descendemos
de los monos, sino que los monos descienden de nosotros. Un
eminente profesor asegura que los chimpancés son seres humanos en
plena decadencia.» Poco después un periodista se presentó a
entrevistarse con papá e intentó persuadirle a que escribiera una
serie de artículos populares sobre el tema. Rara vez he visto a papá
más furioso. Echó al periodista de la casa sin andarse con cumplidos,
con gran sentimiento mío, puesto que andábamos bastante mal de
dinero por entonces. Es más, a punto estuve de salir corriendo tras el
joven para decirle que mi padre había cambiado de opinión y
escribiría los artículos que le eran solicitados. Hubiera podido
escribirlos yo sin dificultad y lo más probable era que papá jamás
llegara a enterarse, puesto que no era lector del Daily Budget. No
obstante, rechacé la idea por demasiado arriesgada y me limité a
ponerme mi mejor sombrero y salir, desconsolada, en dirección al
pueblo, a entrevistarme con el justificadamente iracundo dueño de la
tienda de comestibles que nos suministraba provisiones.
situado a la orilla del último de estos ríos. Se han encontrado en él fósiles de principios de la
Edad Cuaternaria. Neanderthal es un valle de la cuenca del Dussel, afluente del Rhin, donde
fue hallado el cráneo fósil llamado cráneo de Neanderthal, que tiene cierta analogía con el
pitecántropo hallado en Java. (N. del T.)
El periodista del Daily Budget fue el único joven que entró jamás en
nuestra casa. Veces hubo en que envidié a Emilia, nuestra criada, que
salía de paseo siempre que se le presentaba la ocasión, con un
gigantesco marinero que era su prometido. Y en los intervalos, «para
no desentrenarse», como decía ella, salía con el dependiente de la
verdulería y con el mancebo de la botica. Más de una vez pensé, con
tristeza, que yo no tenía a nadie «para no desentrenarme». Todos los
amigos de papá eran profesores de avanzada edad, casi todos con
luengas barbas.
Es cierto que el profesor Paterson me abrazó afectuosamente en
cierta ocasión, me dijo que tenía «una cinturita primorosa», e intentó
luego besarme. El piropo en sí basta para fijar su edad. Ninguna
mujer que en algo se estime, ha tenido «una cinturita primorosa»
desde su más tierna infancia.
Ansiaba aventuras, amor, romanticismos, y parecía condenada a una
existencia de gris utilidad. El pueblo poseía una biblioteca municipal,
repleta de guiñapientas novelas. Gracias a ella conocí los peligros y
los amores de segunda mano y me dormí soñando en severos y
silentes rhodesianos y en hombres fuertes que siempre «derribaban a
su adversario de un solo golpe». No había en todo el pueblo una sola
persona que pareciera capaz de «derribar» a un adversario de un
golpe... ni de varios siquiera.
Teníamos un «cine» también, en el que todas las semanas
proyectaban un episodio de «Los Peligros de Pamela». Pamela era
una magnífica joven. Nada la arredraba. Se caía de aeroplanos, corría
aventuras en submarinos, escalaba rascacielos y se deslizaba por los
bajos fondos sin pestañear siquiera. No era muy inteligente en
realidad. La Mente Maestra del Hampa la pillaba cada vez. Pero como
parecía reacio a desnucarla de un simple golpe y la condenaba
siempre a morir en una cámara llena de gas de alcantarilla, o víctima
de alguna combinación tan nueva como maravillosa, el protagonista
lograba salvarla invariablemente al principio del episodio siguiente.
Solía salir yo del «cine» con la cabeza deliciosamente alborotada. Y
cuando llegaba a casa, ¡me encontraba con un aviso de la Compañía
de Gas amenazando con cortarme el suministro si no pagábamos, en
el plazo improrrogable señalado, la cuenta pendiente!
No obstante, y aunque yo no lo sospechaba, cada hora que
transcurría me acercaba más al momento en que estaba destinada a
correr las más emocionantes aventuras de verdad.
Es posible que haya mucha gente en el mundo que no se enterara del
hallazgo de una calavera antigua en la Mina de Colina Quebrada del
norte de Rhodesia. Cierta mañana, al bajar de mi cuarto, encontré a
papá excitado hasta el punto de hallarse próximo a sufrir un ataque
de apoplejía. Me contó la historia.
—¿Comprendes, Ana? Tiene indudablemente cierto parecido
superficial... superficial nada más. No; aquí tenemos lo que siempre
he sostenido: la forma ancestral de la raza Neanderthal. ¿Conoces
que el cráneo de Gibraltar es el más primitivo de cuantos cráneos
neanderthales se han hallado? ¿Por qué? La cuna de la raza estuvo en
África. Pasó a Europa...
—Mermelada con arenques, no, papá —dije apresuradamente,
conteniendo la mano de mi distraído progenitor—. ¿Qué estabas
diciendo?
—Pasó a Europa en...
Le interrumpió un fuerte acceso de tos, provocado por haberse
llenado la boca excesivamente de espinas de arenque de su
almuerzo.
—Pero hemos de ponernos en marcha inmediatamente —declaró,
poniéndose en pie, al terminar la comida—. No hay tiempo que
perder. Hay que llegar a ese punto. Sin duda existen descubrimientos
incalculables por hacer en los alrededores. Me interesa mucho saber
si los utensilios que se encuentran son típicos de la época
musteriana... habrá restos del buey prehistórico, seguramente,
aunque no del rinoceronte lanudo. Sí; no tardará en salir con rumbo a
esa colina un pequeño ejército. Es preciso que nos adelantemos a él.
¿Escribirás a la casa Cook hoy, Ana?
—Pero, ¿y el dinero, papá? —insinué con cierta delicadeza.
Me miró con aire de reproche.
—Tu punto de vista siempre me deprime, criatura. No hemos de ser
mercenarios. No, no; cuando de la causa de la ciencia se trata, uno
no debe ser mercenario.
—Tengo el presentimiento, papá, de que la casa Cook se mostrará
mercenaria.
Papá pareció dolorido.
—Mi querida Ana, a esos señores les pagarás con dinero contante y
sonante.
—No tengo dinero contante y sonante.
Papá pareció completamente exasperado.
—Hija mía, no puedo preocuparme de detalles tan vulgares como el
dinero. El Banco... Recibí una comunicación del gerente ayer
anunciándome que poseía veintisiete libras esterlinas.
—No que las poseías, sino que las debías. Sacaste del Banco
veintisiete libras más de las que tenías.
—¡Ah! ¡Ya sé! Escribe a mis editores.
Asentí, bastante dubitativa. Los libros de papá daban más gloria que
dinero. Me gustaba enormemente la idea de poder ir a Rhodesia.
«Hombres severos y silenciosos», murmuré para mis adentros, en
verdadero éxtasis. Luego, algo noté en el aspecto de mi padre que
me pareció anormal.
—Llevas puestas botas desaparejadas, papá —le dije—. Quítate la de
color y ponte la otra negra. Y no olvides la bufanda. Hace un día muy
frío.
Unos minutos más tarde papá se marchó, calzado correctamente y
bien envuelto en una bufanda.
Regresó tarde aquella noche, y con gran consternación observé que
no llevaba ni la bufanda ni el abrigo.
—¡Caramba, Ana, tienes muchísima razón! Me quité todo eso para
entrar en la caverna. ¡Uno se ensucia tanto allí dentro!
Asentí con un movimiento de cabeza, recordando la ocasión en que
papá había vuelto cubierto de pies a cabeza de arcilla pleiocena.
El principal motivo de que nos hubiéramos instalado en Little Hampsly
era la proximidad de la Caverna de Hampsly, caverna enterrada, rica
en depósito de cultura aurignácea. Teníamos un pequeño museo en el
pueblo, y el conservador del mismo y papá se pasaban la mayor
parte de sus días metidos bajo tierra, y sacando a la luz fragmentos
de rinoceronte lanudo y de oso de las cavernas.
Papá tosió mucho toda la noche, y a la mañana siguiente vi que tenía
fiebre y mandé llamar al médico.
Pero nada se pudo hacer. Era pulmonía doble. Murió cuatro días más
tarde.
CAPITULO -- II
Se mostró todo el mundo muy bondadoso para conmigo. A pesar de
lo aturdida que estaba, me di cuenta de eso y lo agradecí. No
experimenté un dolor que me abrumara. Papá nunca me había
querido, eso lo sabía muy bien. De haberme querido, quizá hubiese
yo correspondido a su cariño. No; no había existido amor alguno
entre nosotros. Pero nos pertenecíamos el uno al otro, y yo le había
cuidado, y había admirado en secreto su sabiduría y su incondicional
apego a la ciencia. Me dolía que papá hubiese muerto precisamente
en el instante en que mayor interés tenía para él la vida. Me hubiera
sentido más feliz de haberle podido enterrar en una caverna, con
pinturas rupestres y utensilios de pedernal. Pero la fuerza de la
opinión popular obligaba a sepultarle en una fosa (con una lápida de
mármol), en nuestro horrible cementerio local. Los consuelos del
pastor protestante, aunque bien dichos e intencionados, no me
consolaron en absoluto. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que
la cosa que siempre había ansiado, la libertad, era mía por fin. Era
huérfana y apenas poseía un penique; pero gozaba de libertad. Al
propio tiempo, me di cuenta de la extraordinaria bondad de toda
aquella buena gente. El pastor hizo todo lo que pudo por
convencerme de que su esposa necesitaba a toda prisa una señorita
de compañía que fuera a la par una ayuda. Nuestra minúscula
biblioteca municipal decidió, de repente, emplear una segunda
bibliotecaria. Por último, el médico vino a visitarme, y tras una serie
de excusas ridículas por no haber mandado una factura en toda regla,
carraspeó y vaciló la mar de rato para acabar proponiéndome que me
casara con él.
Me quedé asombradísima. El médico andaba más cerca de los
cuarenta que de los treinta, y era un hombrecillo redondo y bajo,
como un barril. No se parecía en nada al protagonista de «Los
Peligros de Pamela», y mucho menos a un rhodesiano severo y
silente. Reflexioné unos instantes y luego le pregunté por qué quería
casarse conmigo. La pregunta pareció azorarle bastante y murmuró
que, para un doctor en medicina general, una esposa resultaba una
gran ayuda. La cosa resultaba aún menos romántica que antes. No
obstante, algo interior me impulsaba a que aceptara. Seguridad, eso
era lo que me ofrecían. Seguridad y un Hogar Cómodo. Pensándolo
ahora, creo que le hice una injusticia al hombrecillo. Estaba
sinceramente enamorado de mí; pero su delicadeza le impedía
pretenderme por aquel camino. Fuera como fuese, mi amor a lo
novelesco se rebeló.
—Es usted muy bondadoso —le repliqué—; pero lo que pide es
imposible. Jamás podría casarme con un hombre a menos que le
quisiera con locura.
—¿No cree usted...?
—No, señor; no lo creo —respondí con firmeza.
Exhaló un suspiro.
—Pero, criatura, ¿qué piensa usted hacer?
—Correr aventuras y ver mundo —contesté, sin la menor vacilación.
—Señorita Ana, es usted casi una niña aún. No comprende...
—¿Las dificultades prácticas? Ya lo creo que las comprendo, doctor.
No soy una colegiala sentimental: ¡soy una arpía perspicaz y
mercenaria! ¡Se daría usted cuenta de ello si se casara conmigo!
—Le agradecería que reflexionara...
—No puedo.
Volvió a suspirar.
—Tengo otra cosa que proponerle. Una tía mía que vive en Gales
necesita una señorita joven que la ayude. ¿Qué tal le iría eso?
—No, doctor. Me marcho a Londres. Si en alguna parte ocurren cosas,
esa parte es Londres. Iré con ojo avizor y ¡ya verá cómo surge algo!
Cuando vuelva a tener noticias mías, estaré en China o en Tombuctú.
La siguiente visita que recibí fue la del señor Flemming, abogado
londinense de papá. Venía ex profeso de la capital para verme.
Siendo él también un ardiente antropólogo, era un gran admirador de
las obras de papá. Alto, delgado, carienjuto, entrecano. Se puso en
pie cuando entré en la habitación. Me tomó ambas manos en las
suyas y me las golpeó cariñosamente.
—Mi pobre niña —dijo—. ¡Mi pobre niña!
Sin consciente hipocresía, adopté el porte de una huérfana
acongojada. Fue él quien me hipnotizó hasta el punto de obligarme a
hacerlo. Era benigno, bondadoso, paternal... Y, sin duda, me
consideraba una imbécil completa, abandonada a la deriva,
condenada a hacer frente sola a un mundo cruel. Desde el primer
momento comprendí que era inútil intentar convencerle de lo
contrario. Según resultó luego, hice muy bien en no intentarlo.
—Mi querida niña, ¿cree usted poder escucharme mientras procuro
aclararle algunas cosas?
—Oh, sí.
—Su padre, como ya sabe, fue un gran hombre. La posteridad sabrá
reconocer su grandeza. Pero no era un buen hombre de negocios.
Eso lo sabía yo tan bien como el propio señor Flemming, si no mejor;
pero me abstuve de decírselo. Él continuó diciéndome:
—No supongo que entienda usted gran cosa de estos asuntos.
Procuraré explicárselo lo más claramente que me sea posible.
Me los explicó con un lujo innecesario de detalles. El resultado
pareció ser que me quedaba una cantidad de ochenta y siete libras
esterlinas, diecisiete chelines y cuatro peniques, con que hacer frente
a la vida. Se me antojó una suma singularmente poco satisfactoria.
Aguardé con cierta trepidación lo que diría después. Temí que el
señor Flemming tuviese una hija en Escocia que necesitara una
señorita de compañía joven. Al parecer, sin embargo, no la tenía.
—Lo interesante es —prosiguió— el porvenir. Tengo entendido que
carece usted de familia.
—Me encuentro sola en el mundo —respondí.
Y me asombró nuevamente mi parecido con la protagonista de una
película.
—¿Tiene amistades?
—Todo el mundo se ha mostrado muy bondadoso conmigo —contesté
con agradecimiento.
—¿Quién no iba a mostrarse bondadoso para con una muchacha tan
joven y encantadora? —inquirió el señor Flemming, galantemente—.
Bien, bien, querida..., hemos de ver lo que se puede hacer.
Vaciló un instante y luego dijo:
—Y ¿si...? ¿Y si viniera usted con nosotros una temporada?
No dejé escapar la oportunidad. ¡Londres! El lugar donde ocurren
cosas.
—Es usted muy bueno —dije—. ¿Puedo ir de verdad? Nada más que
mientras echo una mirada a mi alrededor. He de empezar a ganarme
la vida, ¿sabe?
—Sí, sí, hija mía. Comprendo perfectamente. Buscaremos algo...
apropiado.
Presentí que lo que el señor Flemming considerara «apropiado»
andaría muy lejos de parecérmelo a mí, pero desde luego, no era
aquél el momento más adecuado para darle a conocer mi punto de
vista sobre el particular.
—Eso queda acordado, pues. ¿Por qué no vuelve hoy mismo a
Londres conmigo?
—Oh, gracias, pero la señora Flemming...
—Mi esposa le dará la bienvenida de todo corazón.
¿Sabrán los maridos de sus mujeres tanto como creen saber? Si yo
tuviera esposo, me haría muy poca gracia que trajera a casa
huérfanas sin haberme debidamente consultado primero.
—Le mandaremos un telegrama desde la estación —continuó el
abogado.
Mi escaso equipaje pronto quedó preparado. Contemplé mi sombrero
con tristeza antes de ponérmelo. Había sido en otros tiempos lo que
yo llamaba un sombrero «Gilda». Con lo cual quería decir que era la
clase de sombrero que debe llevar una criada en día de fiesta; pero
que no lo lleva. Una prenda fláccida, de paja negra, con ala
propiamente caída. Con la inspiración de verdadero genio le había
pegado un puntapié, dado un par de puñetazos, abollado la copa,
adornándolo después con la idea que tiene el cubista de una
zanahoria jazz. El conjunto había resultado decididamente elegante.
Había quitado ya la zanahoria, claro está, y ahora me dispuse a
deshacer el resto de mi obra. El sombrero «Gilda» recobró su
primitivo estado junto con un aspecto maltrecho adicional que le
hacía aún más deprimente que antes. Mejor era que me aproximase
lodo lo posible a la idea que popularmente se tiene de cómo debe
parecer una huérfana. Estaba levemente nerviosa por la acogida que
pudiera dispensarme la señora Flemming; pero fiaba en que mi
aspecto la desarmaría lo bastante.
El señor Flemming estaba nervioso también. Me di cuenta de ello
cuando subíamos la escalera de la elevada casa de una tranquila
plazoleta de Kensington. La señora Flemming me saludó muy
agradablemente. Era una mujer apacible, obesa, del tipo de «buena
madre y esposa». Me condujo a una alcoba limpísima, con cortinas de
zarza; expresó la esperanza de que tendría todo lo que hacía falta;
me informó que el té estaría preparado dentro de un cuarto de hora,
y me dejó sola.
Oí su voz, algo elevada, cuando entraba en la sala del piso de abajo.
—Pero, Enrique, ¿cómo se te ha ocurrido?
No oí el resto; pero su tono era acerbo. Y unos minutos más tarde
flotó hasta mí otra frase, pronunciada con voz más ácida y
malhumorada:
—Estoy de acuerdo contigo. No cabe duda de que es, en efecto, muy
linda.
Es dura la vida en verdad. Los hombres no la tratan a una bien si no
es bonita. Y las mujeres no la tratan a una bien si lo es.
Exhalé un profundo suspiro y empecé a hacerme cosas al cabello.
Tengo una cabellera hermosa. Es negra, de un negro auténtico y no
de un castaño oscuro. Me arranca desde muy arriba (con lo que
quiero decir que mi frente es ancha) y me cae sobre las orejas. Con
implacable mano, me arrastré el cabello hacia arriba. Como lindas,
mis orejas ya lo son; pero no hay que darle vueltas: las orejas están
pasadas de moda hoy en día. Cuando hube terminado, tenía un
parecido casi increíble, con la clase de huérfana que sale en fila de un
asilo, con una toca pequeña y una capa encarnada.
Observé al bajar que la mirada de la señora Flemming se posaba en
mis desnudas orejas con cierta satisfacción. El señor Flemming
pareció intrigado. No me cupo duda de que se estaría preguntando
para sus adentros: «¿Qué se ha hecho esa criatura?»
En conjunto, el resto del día transcurrió bien. Quedó acordado que
empezaría enseguida a buscar algo que hacer.
Cuando me fui a acostar, me contemplé atentamente el rostro en el
espejo. ¿Era bonita, en efecto? Con franqueza, no puedo decir que lo
creyera. No tenía nariz griega, recta; ni boca como un capullo, ni
ninguna de las cosas que una ha de tener. Es cierto que un pastor
protestante me dijo una vez que mis ojos eran como «el sol
encerrado en un bosque oscuro, oscuro»; pero ¡conocen los pastores
tantas citas...! Y las disparan al azar. Prefería que mis ojos fueran
azules como los de las irlandesas, en lugar de verde oscuro, veteados
de amarillo. No obstante, el verde es un buen color para las
aventureras.
Me envolví fuertemente en una prenda negra, dejándome desnudos
hombros y brazos. Luego me cepillé el pelo y me lo dejé caer de
nuevo sobre las orejas. Me cubrí el rostro de polvos, para que
pareciera el cutis aún más blanco que de costumbre. Rebusqué hasta
encontrar carmín con el que cubrí espesamente los labios. Luego me
unté por debajo de los ojos con un corcho quemado. Por último me
coloqué una cinta encarnada en el hombro desnudo, me clavé una
pluma del mismo color en el cabello y me introduje un cigarrillo en la
comisura de los labios. El aspecto total me gustó enormemente.
—Ana, la Aventurera —dijo en voz alta, saludando a la imagen
reflejada con un movimiento de cabeza—. Ana, la Aventurera.
Primera jornada: «La casa de Kensington».
Son locas las muchachas.
CAPITULO -- III
Ddurante las semanas que siguieron estuve la mar de aburrida. La
señora Flemming y sus amistades se me antojaban muy poco o nada
interesantes. Hablaban horas y horas de sí mismas, de sus hijos, y de
lo que decían a la granjera cuando la leche no era buena. Luego se
ponían a hablar de la servidumbre, de las dificultades para encontrar
buenas criadas, de lo que le habían dicho a la encargada de la
agencia de colocaciones, de lo que la encargada de la agencia de
colocaciones les había dicho a ellas. No parecían leer los periódicos
nunca, ni preocuparse por lo que sucedía en el mundo a su alrededor.
No les gustaba viajar, ¡todo era tan distinto a Inglaterra! De la
Riviera no había nada que decir, naturalmente, porque una se
encontraba allí con todas sus amistades.
Yo escuchaba y me contenía con dificultad. La mayoría de aquellas
mujeres eran ricas. Suyo era el ancho y hermoso mundo para vagar
por él a placer. Y, sin embargo, ¡se quedaban voluntariamente en el
sucio y aburrido Londres, hablando de lecheros y criadas! Pensándolo
ahora, creo que, tal vez, fuera yo una miaja intolerante. Pero sí que
eran estúpidas, estúpidas hasta en la labor que ellas mismas habían
escogido; la mayoría llevaban las cuentas de su casa de una manera
extraordinariamente inadecuada y embrollada.
Mis asuntos no hacían grandes progresos. Se había llevado a cabo la
venta de la casa y de los muebles, siendo su producto justamente el
necesario para pagar nuestras deudas. Aún no habla logrado
encontrar empleo. ¡No lo deseaba en realidad! Estaba convencida de
que si andaba por ahí buscando aventuras, las aventuras me saldrían
al encuentro. Tengo la teoría de que una encuentra siempre lo que
desea.
Y mi teoría estaba a punto de ser confirmada por la experiencia.
Estábamos a primeros de enero, a día ocho, para ser exacta.
Regresaba de entrevistarme con una señora que aseguraba necesitar
una secretaria señorita de compañía. Pero lo que parecía buscar en
realidad era una mujer fuerte para las faenas domésticas, dispuesta a
trabajar doce horas diarias por un sueldo de veinticinco libras al año.
Después de habernos despedido con velada descortesía por parte de
ambas, bajé a Edgware Road (la entrevista había tenido lugar en una
casa de Saint John's Wood), y crucé Hyde Park hasta el Hospital de
San Jorge. Allí me metí en la estación del «Metro» de Hyde Park
Corner y saqué billete para Gloucester Road.
Una vez en el andén, lo recorrí en toda su extensión. Mi curiosidad
me impulsó a asegurarme de que había, en efecto, agujas de cambio
de abertura entre los dos túneles.
Al pasar junto a él, olfateé con desagrado. Para mí, no hay olor más
desagradable que el de la naftalina. Y el grueso gabán de aquel
hombre apestaba a la sustancia en cuestión. La mayoría de los
hombres suelen ponerse el abrigo antes de enero, y por consiguiente
resultaba raro que, a aquellas alturas, el olor no se hubiese
desvanecido ya. El hombre se hallaba un poco más allá que yo, en la
mismísima entrada del túnel. Parecía absorto en sus pensamientos.
Conque pude mirarle detenidamente sin parecer grosera. Era alto y
delgado, de tez morena, ojos azules y barba oscura, recortada.
Acaba de llegar del extranjero —deduje—. Por eso le apesta tanto el
gabán. Viene de la India. No es oficial del Ejército, porque un oficial
no llevaría barba. Tal vez sea propietario de una plantación de té.
En aquel momento el hombre dio media vuelta, como si fuera a
retroceder sobre sus pasos. Me miró, y luego dirigió la vista a algo
detrás de mí, y su semblante sufrió un cambio. Se contrajo en
expresión de miedo, casi de pánico. Dio un paso atrás, como en
involuntario movimiento de retroceso ante un peligro, olvidándose
que se hallaba al borde mismo del andén. Perdió el equilibrio y cayó a
la vía.
Surgió una llamarada en los rieles y se oyó como un chisporroteo.
Solté un chillido. Acudió corriendo la gente. Dos empleados de la
estación parecieron salir de la nada y asumieron el mando.
Yo permanecí donde me encontraba, como si hubiera echado raíces,
presa de una horrible fascinación. Parecía haberme desdoblado en
aquellos instantes en dos personas distintas. Una, que estaba
aterrada por la catástrofe; la otra, que observaba con serenidad,
interés y desapasionamiento los métodos empleados para alzar al
hombre del raíl electrificado y subirle nuevamente al andén.
—Tengan la bondad de hacerme paso. Soy médico.
Un hombre alto, de barba parda, pasó junto a mí y se inclinó sobre el
cuerpo del otro.
Mientras llevaba a cabo su examen, experimenté una extraña
sensación de irrealidad. Aquello no era verdad... no podía serlo. Por
fin el médico se alzó y sacudió la cabeza.
—Está muerto —dijo—. No se puede hacer absolutamente nada por
él.
Todos nos habíamos agolpado lo más cerca posible. Un mozo de
estación alzó la voz:
—¡Vamos! Retírense un poco, ¿quieren? ¿Qué adelantan echándose
encima?
Experimenté una repentina sensación de náuseas, di media vuelta y
subí corriendo la escalera hacia el ascensor. La cosa era demasiado
horrible. Necesitaba que me diera el aire. El médico que había
examinado el cadáver iba delante de mí. El ascensor estaba a punto
de arrancar. El otro había descendido ya. El médico echó a correr. Al
hacerlo, se le cayó un trozo de papel.
Me agaché, lo recogí y salí corriendo tras él. Pero las puertas del
ascensor se cerraron en mis narices y me quedé abajo, con el papel
en la mano. Para cuando el segundo ascensor llegó al nivel de la
calle, no se veía al médico por parte alguna. Confié que no sería nada
importante lo que había perdido y lo examiné por primera vez.
Se trataba de media hoja de papel corriente, con unas cifras y unas
palabras escritas en lápiz. Las siguientes:
17.1 22 Kilmorden Castle
No parecía ser cosa de gran importancia, desde luego. No obstante,
me resistí a tirarlo. Mientras lo miraba arrugué involuntariamente la
nariz con disgusto. ¡Naftalina otra vez! Me acerqué el papel a la nariz
con tiento. Sí; olía fuertemente a naftalina. Pero después de todo...
Doblé cuidadosamente el papel y me lo metí en el bolso. Regresé a
casa despacio y pensando mucho.
Le expliqué a la señora Flemming que había sido testigo de un
accidente desagradable en el «metro», que estaba algo alterada, y
que me retiraría a mi cuarto a echarme un rato. La bondadosa mujer
insistió en que tomara una taza de té. Después de eso dejaron que
me las apañara sola y me puse a poner en práctica un plan que había
trazado camino de casa. Quería saber qué era lo que me había
producido aquella sensación de irrealidad mientras observaba cómo
examinaba el médico el cadáver. Empecé por tenderme en el suelo de
la misma manera en que lo había estado el desconocido. Luego
coloqué una almohada en mi lugar y me puse a imitar todos los
movimientos y gestos del médico que recordaba. Cuando hube
terminado, había descubierto ya lo que deseaba. Me senté sobre los
talones y me quedé mirando a la pared de enfrente frunciendo el
entrecejo.
Los periódicos de la noche publicaron un suelto dando cuenta de la
muerte de un hombre en el «metro» y se expresó la duda de si se
trataba de un suicidio o de un accidente. Al leerlo, creí ver claro mi
deber, y cuando el señor Flemming oyó mi relato, se mostró de
acuerdo conmigo.
—No cabe la menor duda de que su presencia será necesaria cuando
se lleve a cabo la prueba judicial. ¿Dice usted que no había cerca
ninguna otra persona para ver exactamente lo ocurrido?
—Experimenté la sensación de que alguien se acercaba por detrás de
mí; pero no puedo tener la seguridad... Y sea como fuere, nadie
hubiera podido estar tan cerca como yo lo estaba.
Se celebró la encuesta. El señor Flemming dio todos los pasos
necesarios y me llevó consigo. Pareció temer que aquello iba a
resultar una prueba demasiado dura para mí, y tuve que ocultarle
cuan completamente serena me encontraba.
Habían identificado al interfecto. Se trataba de un tal L. B. Carton. No
se le había hallado nada en el bolsillo, salvo una autorización, firmada
por un agente de fincas, para que pudiera ver una casa situada a
orillas del río cerca de Marlow. Iba extendida a nombre de L. B.
Carton, Hotel Russell. El conserje del hotel identificó al muerto,
asegurando que había llegado el día anterior y alquilado una
habitación. Se había inscrito en el registro con el nombre de L. B.
Carton, de Kimberley, África del Sur. Era evidente que acababa de
desembarcar.
—Yo era la única que presencié el suceso.
—¿Usted cree que fue un accidente? —me preguntó el juez.
—Estoy completamente segura de ello. Algo le alarmó y retrocedió
instintivamente, sin pensar en lo que hacía.
—Pero, ¿qué pudo haberle alarmado?
—Eso no lo sé. Pero hubo algo. Parecía tener un pánico enorme.
Un miembro del jurado insinuó que a algunos hombres les aterraban
los gatos. Aquél podría haber visto un gato. A mí me pareció muy
ingeniosa su insinuación; pero el jurado en pleno, que evidentemente
ardía en deseos de volver a casa cuanto antes y experimentaba una
viva satisfacción en poder dictaminar que se trataba de un accidente
y no de un suicidio, acogió la insinuación con muestras de contento.
—Encuentro extraordinario —dijo el juez— que el médico que
examinó el cadáver no se haya presentado. Debieron haberle pedido
el nombre y las señas. El no haberlo hecho constituye una verdadera
irregularidad.
Sonreí para mis adentros. Tenía mis teorías en cuanto al doctor se
refería. Y basándome en las mías había formado el propósito de hacer
una visita a Scotland Yard dentro de muy poco.
Pero a la mañana siguiente recibí una sorpresa. Los Flemming
estaban suscritos al Daily Budget, y el Daily Budget había encontrado
aquella mañana un asunto muy de su agrado.
EXTRAORDINARIA SECUELA AL ACCIDENTE OCURRIDO EN EL
«METRO»: UNA MUJER APUÑALADA EN UNA CASA SOLITARIA
Leí con avidez:
«Ayer se hizo un descubrimiento sensacional en la Casa del Molino,
de Marlow. La Casa del Molino, propiedad de sir Eustace Pedler,
miembro del Parlamento, se alquila sin muebles. En el bolsillo del
hombre de quien se creyó al principio que se había suicidado
dejándose caer sobre el rail electrificado de la estación del «metro»
de Hyde Park Corner, se halló una autorización para ver dicha casa.
Ayer se descubrió en una de las habitaciones del piso superior de la
Casa del Molino el cadáver de una joven muy hermosa, que había
muerto estrangulada; pero hasta el momento de entrar en prensa, no
ha sido identificada. Se asegura que la policía sigue la pista. Sir
Eustace Pedler, propietario de la Casa del Molino, se halla pasando el
invierno en la Costa Azul.»
CAPITULO -- IV
Nadie se presentó a identificar a la muerta. En la prueba salieron a
relucir los hechos siguientes: Poco después de la una del día 8 de
enero, una mujer bien vestida, que hablaba con un leve acento
extranjero, se había presentado en las oficinas de los señores Butler
& Park, agentes de fincas, en Knightsbridge. Explicó que deseaba
alquilar o comprar una casa a orillas del Támesis y cerca de Londres.
Se le dieron detalles de varias, entre ellas la Casa del Molino. Dio el
nombre de señora de Castina, y como señas el Hotel Ritz; pero se
comprobó que no paraba allí persona alguna de dicho nombre y los
empleados del hotel no la reconocieron.
La señora James, esposa del jardinero de sir Eustace, que hacía de
guardián de la casa y vivía en el pabelloncito que daba a la carretera
real, prestó declaración.
A eso de las tres de aquella tarde se acercó una señora a ver la casa.
Enseñó una autorización de los agentes, y de acuerdo con la
costumbre establecida, la señora James le dio las llaves de la casa.
Ésta se hallaba a cierta distancia del pabellón y la mujer no solía
acompañar nunca a los inquilinos en perspectiva. Unos minutos más
tarde llegó un joven. Era alto, ancho de espaldas, bronceado y de
ojos grises claros. Iba afeitado y llevaba un traje color castaño. Le
explicó a la señora James que era amigo de la señora que había ido a
ver la casa, pero que se había detenido en Correos a expedir un
telegrama. Ella le enseñó el camino de la casa y no volvió a acordarse
del asunto.
Cinco minutos más tarde volvió a aparecer, le devolvió las llaves y
anunció que temía que la casa no les conviniese. La señora James no
vio a la señora, pero supuso que se habría adelantado al otro. Lo que
sí observó fue que el joven parecía bastante alterado.
—Tenía el mismo aspecto —aseguró— que si hubiera visto un
fantasma. Creí que se había puesto enfermo.
Al día siguiente otra pareja fue a ver la casa y descubrió el cadáver
en uno de los cuartos de arriba. La señora James reconoció en él a la
señora del día anterior. Los agentes también la identificaron,
asegurando que se trataba de la «señora de Castina». El médico
forense emitió la opinión de que la mujer había muerto unas
veinticuatro horas antes. El Daily Budget exponía la teoría de que el
hombre del «metro» había asesinado a la mujer, suicidándose a
continuación. No obstante, como quiera que el hombre del «metro»
había muerto a las dos de la tarde y que la mujer estaba viva a las
tres, lo lógico era suponer que los dos sucesos no guardaban relación
alguna entre sí y que la autorización para visitar la casa de Marlow
hallada en el bolsillo del hombre no era más que una de esas
coincidencias con las que uno se tropieza a veces en esta vida.
El jurado calificó el hecho de «asesinato deliberado cometido por
persona o personas desconocidas», y dejó que la policía (y el Daily
Budget) se encargaran de buscar «al hombre del traje color castaño».
Puesto que la señora James estaba segura de que nadie había en la
casa en el momento de entrar en ella la señora, y de que nadie había
entrado en ella salvo el joven en cuestión hasta la tarde siguiente,
parecía lógico suponer que él era el asesino de la desgraciada señora
Castina. La habían estrangulado con un trozo de cordón negro muy
fuerte y era evidente que la habían pillado por sorpresa, no dándole
tiempo a gritar. El bolso de seda negra que llevaba la mujer contenía
una carterita repleta de billetes y unas monedas sueltas, un pañuelo
fino, de encaje, sin marca alguna, y la vuelta de un billete de ida y
vuelta en primera, desde Londres. No gran cosa para sacar
consecuencias.
Tales fueron los detalles publicados por el Daily Budget y «¡Hay que
encontrar al hombre del traje color castaño!» se convirtió en su grito
de guerra diario. Unas quinientas personas escribían diariamente, por
término medio, anunciando haber dado con el individuo en cuestión.
Y muchos jóvenes altos, de bronceada tez, maldijeron el día en que
su sastre les había instado a que se hicieran un traje color castaño. El
accidente del «metro», desterrado ya como una simple coincidencia,
fue olvidado por el público.
¿Se trataba de una coincidencia? No estaba yo tan segura. Sin duda
alguna tenía prejuicios, el incidente del «metro» se había convertido
en misterio favorito mío; pero a mí, desde luego, me parecía ver
cierta relación entre los dos hechos. En ambos figuraba un hombre de
tez bronceada, un inglés que había vivido en el extranjero,
evidentemente. Y había otras cosas. Fue el pensamiento de estas
otras cosas lo que por fin me empujó a dar el paso decisivo. Me
presenté en Scotland Yard y exigí hablar con quienquiera que
estuviese encargado del caso sucedido en la llamada Casa del Molino.
Tardaron un buen rato en comprender lo que pedía, puesto que, por
equivocación, me había introducido en el departamento donde se
almacenan los paraguas perdidos; pero por fin me introdujeron en un
cuartito y me presentaron al detective Meadows.
El inspector Meadows era un hombrecillo pelirrojo, de modales que a
mí se me antojaron singularmente exasperantes. Un satélite, vestido
de paisano, se hallaba sentado en un rincón.
—Buenos días —dije, nerviosa.
—Buenos días. ¿Tiene la amabilidad de sentarse? Creo que sabe
usted algo que, en su opinión, puede servirnos de ayuda.
Su tono parecía indicar que semejante cosa era improbable en grado
sumo. Y empezó a despertarse mi furia.
—Conocerá usted el caso del hombre que murió en el «metro»
indudablemente... El hombre que llevaba en el bolsillo una
autorización para visitar la casa de Marlow.
—¡Ah! —murmuró el inspector—. Usted es la señorita Beddingfeld, la
que prestó declaración durante la encuesta. En efecto, el hombre
llevaba la autorización que usted dice en el bolsillo. Y es posible que
muchas otras personas la llevaran también...; sólo que a ellas no las
mataron.
Reagrupé mis fuerzas.
—¿No le parece extraño que aquel hombre no llevara su billete en el
bolsillo?
—Es la cosa más fácil del mundo perder un billete de ferrocarril. Me
ha ocurrido a mí mismo más de una vez.
—Ni dinero.
—Llevaba unas monedas sueltas en el bolsillo del pantalón.
—Pero no llevaba cartera.
—Son muchos los hombres que no llevan cartera.
Cambié de táctica.
—¿No le parece raro que el médico no se presentara después?
—Ocurre con frecuencia que el médico tiene mucho trabajo o no lee
los periódicos. Es posible que olvidara el incidente por completo.
—En resumen, inspector —dije con dulzura—, usted está decidido a
no hallar nada raro en el asunto.
—La verdad es, señorita Beddingfeld, que me inclino a creer que le
gusta a usted con exceso la palabra «raro». Ya sé que las jóvenes
son románticas... muy amantes de misterios y cosas así. Pero como
yo tengo muchas ocupaciones...
Comprendí la indirecta y me puse en pie.
El hombre del rincón dijo con humildad:
—Tal vez querría la señorita darnos a conocer en pocas palabras qué
ideas tiene sobre el asunto, ¿no le parece, inspector?
El inspector aceptó la sugerencia sin vacilar.
—Sí —dijo—. Vamos, señorita Beddingfeld, no se ofenda. Ha hecho
usted preguntas e insinuado cosas. Diga sin ambages lo que lleva en
el pensamiento.
—Dijo usted durante la encuesta —prosiguió el otro— que estaba
segura de que no se trataba de un suicidio.
—Sí; estoy completamente segura de ello. El hombre estaba
asustado. ¿Qué le asustó? No fui yo. Pero pudo haber estado
cruzando alguien el andén en dirección a nosotros... alguien a quien
él reconoció.
—¿No vio usted a nadie?
—No —confesé—; no volví la cabeza. Luego, en cuanto fue alzado el
cuerpo de la vía, se abrió paso un hombre para examinarlo, diciendo
que era médico.
—No hay nada de particular en eso.
—Pero no era médico.
—¿Cómo?
—No era médico —repetí.
—¿Cómo sabe usted eso, señorita Beddingfeld?
—Es difícil explicarlo con exactitud. He trabajado en un hospital
durante la guerra y he visto a muchos médicos examinar cadáveres.
Lo hacen con una indiferencia, con una falta de sensibilidad, que eché
de menos en aquel hombre. Además, un médico no suele buscarle a
uno el corazón en el lado derecho.
—¿Hizo él esto?
—Sí. No presté especial atención a lo sucedido por entonces. Sólo me
di cuenta que había algo raro. Pero procuré reproducir toda la escena
cuando llegué a casa y entonces comprendí por qué me había
parecido la cosa algo anormal.
—¡Hum! —murmuró el inspector, alargando lentamente la mano para
coger pluma y papel.
—Al pasar las manos por la parte superior del cuerpo del hombre,
tendría ocasión de sacar lo que quisiera de los bolsillos.
—No me suena eso a probable —dijo el inspector—. Pero..., bueno,
¿podría usted describirle?
—Era alto, de anchos hombros, gabán negro, botas negras y lentes
de marco de oro. Y barba oscura, recortada en pico.
—Si le quitamos gabán, barba y lentes, no queda nada que sirva para
reconocerle —gruñó el inspector—. Podía cambiar de aspecto
fácilmente en cinco minutos de querer hacerlo..., cosa que haría
indudablemente si es todo lo carterista que usted insinúa.
No había tenido yo la intención de insinuar tal cosa. Pero desde aquel
momento renuncié a convencer al inspector. Era completamente
inútil.
—¿No puede usted decirnos ninguna otra cosa de él? —inquirió al
ponerme yo en pie para despedirme.
—Sí —repuse. Y aproveché la ocasión para largarle una andanada de
despedida—. Tenía la cabeza marcadamente braquicefálica. No verá
tan fácil cambiar ese detalle.
Observé con viva satisfacción que la pluma del inspector vacilaba: Era
evidente que no sabía escribir braquicefálica.
capitulo v
En el calor de mi indignación, hallé inesperadamente fácil el paso
siguiente. Había ido a Scotland Yard con un plan medio formado, plan
que debía desarrollar si mi entrevista con las autoridades resultaba
poco satisfactoria (y así había resultado, en efecto). Es decir, si me
encontraba con suficiente valor para desarrollarlo.
Cuando uno está enfurecido le resulta fácil hacer cosas ante las que
retrocedería en estado normal. Así, sin tomar tiempo para reflexionar,
me fui como un rayo a casa de lord Nasby.
Lord Nasby era el millonario dueño del Daily Budget. Era además
propietario de otros periódicos, pero el Daily Budget era su favorito.
En todos los hogares del Reino Unido se le conocía por ser propietario
del Daily Budget y por ninguna otra cosa más. Como quiera que se
acababa de publicar un horario detallado de las ocupaciones del gran
hombre, sabía exactamente dónde encontrarle. Aquélla era la hora
que dedicaba a dictarle la correspondencia a su secretario en su
propia casa.
No supuse, naturalmente, que a cualquier joven que se le ocurriese
presentarse y preguntar por él se le admitiría inmediatamente a su
augusta presencia. Pero ya me había encargado yo de aquella parte
del asunto. En la bandeja colocada para recibir tarjetas en el
vestíbulo del hogar de los Flemming había visto la del marqués de
Loamsley, el par deportista más famoso de Inglaterra. Me había
adueñado de la tarjeta, y tras limpiarla cuidadosamente con migas de
pan, escribí en ella, con lápiz, las siguientes palabras: «Le ruego
conceda a la señorita Beddingfeld unos instantes de su valioso
tiempo.» Las aventureras no deben ser demasiado escrupulosas en
sus métodos.
La estratagema surtió efecto. Un lacayo de empolvada peluca recibió
la tarjeta y se la llevó. Al poco rato apareció un secretario pálido. Me
batí con él con éxito. El hombre se retiró derrotado. Volvió a
comparecer y me suplicó que le siguiera. Lo hice. Entré en una
habitación espaciosa. Una taquimecanógrafa que parecía asustada
pasó por mi lado, huyendo como de un ser de otro mundo.
Luego se cerró la puerta y me vi de cara con lord Nasby.
Un hombrazo. Cabeza grande. Rostro grande. Bigote grande.
Estómago grande. Concentré mis fuerzas. No había ido allá a hacer
comentarios sobre el estómago de lord Nasby. Me estaba rugiendo
ya.
—¿Bien? ¿Qué pasa? ¿Qué quiere Loamsley? ¿Es usted su secretaria?
¿De qué se trata?
—Para empezar —dije, procurando parecer todo lo más serena
posible—, no conozco a lord Loamsley, y desde luego, él no tiene la
menor noticia de mi existencia. Tomé su tarjeta de visita de la
bandeja de la familia con la que me alojo y escribí esas palabras con
lápiz yo misma. Era importante que pudiera verle.
Durante unos instantes, lord Nasby pareció a punto de sufrir un
ataque de apoplejía. Luego tragó saliva dos veces y se le pasó el
acceso.
—Admiro su tranquilidad, jovencita. ¡Bien! ¡Ya me está viendo! Si
logra interesarme, continuará viéndome durante dos minutos más.
—Me bastarán —repliqué—. Y lograré interesarle. Se trata del
misterio de la Casa del Molino.
—Si halla usted al hombre del traje color castaño, escríbale al director
—me interrumpió apresuradamente.
—Si me interrumpe, estaré más de dos minutos —le dije, con
severidad—. No he hallado al hombre del traje color castaño; pero es
muy probable que dé con él.
Usando el menor número de palabras posible, le di a conocer los
hechos relacionados con el accidente del «Metro» y las conclusiones a
que había llegado. Cuando terminé, dijo él inesperadamente:
—¿Qué sabe usted de cabezas braquicefálicas?
Mencioné a papá.
—El hombre de los monos, ¿eh? Bueno, parece usted tener una
buena cabeza sobre los hombros, jovencita. Pero todo eso resulta un
poco vago. No hay gran cosa en que basarse. Y no nos sirve de
nada... tal como lo presenta con sus palabras.
—Eso lo comprendo perfectamente.
—¿Qué es lo que desea entonces?
—Empleo en su periódico para investigar este asunto.
—No puede ser. Se cuida ya nuestro redactor especial.
—Yo ya tengo conocimientos especiales en este caso.
—Los que me acaba de contar, ¿verdad?
—¡Oh, no, lord Nasby! Aún me guardo un triunfo.
—Sí, ¿eh? Parece una muchacha muy lista. Bien. ¿De qué se trata?
—Cuando el supuesto médico se metió en el ascensor, dejó caer un
papel. Yo lo recogí. Olía a naftalina. Igual que el muerto. Pero el
doctor, no. Conque comprendí inmediatamente que el médico se lo
había quitado al difunto. Llevaba dos palabras escritas y unos
números.
—Enséñemelo.
Lord Nasby tendió una mano con indiferencia.
—No es fácil —le contesté, sonriendo—. El hallazgo es mío,
¿comprende?
—Tiene razón. Usted es una muchacha lista. Hace muy bien en no
querer soltarlo. ¿No siente escrúpulo alguno en retenerlo y no
entregárselo a la policía?
—Fui a Scotland Yard a entregarlo esta mañana. Se empeñaron en
considerar que el asunto no tenía nada que ver con lo sucedido en
Marlow. Conque opino que, dadas las circunstancias, estaba
justificado que retuviera yo el papel. Además, el inspector me hizo
enfadar.
—¡Bien miope es ese hombre! Bueno, muchacha; he aquí lo único
que puedo hacer por usted: Siga desarrollando su plan. Si descubre
algo... cualquier cosa que sea publicable..., mándelo y tendrá la
oportunidad que busca. Siempre hay sitio en el Daily Budget para
quien tiene talento. Pero ha de demostrar su valer primero.
¿Comprende?
Le di las gracias y me excusé por haber empleado métodos tan poco
ortodoxos.
—No se preocupe. Me gusta la frescura..., cuando la fresca es una
muchacha bonita. Y a propósito, dijo usted dos minutos y ha estado
tres, descontando las interrupciones. Para una mujer eso resulta
verdaderamente asombroso. Seguramente se debe a su
entrenamiento científico.
Me encontré en la calle nuevamente, jadeando como si hubiese
estado corriendo. Lord Nasby me resultaba agotador, pero yo salía
satisfecha de mi entrevista con el potentado.
CAPITULO -- VI
Regresé a casa con cierta sensación de triunfo. Mi plan había tenido
un éxito mucho mayor del que yo hubiera podido esperar. Lord Nasby
se había mostrado hasta jovial. Ahora sólo faltaba que yo demostrara
«mi valer», como decía él.
Una vez encerrada en mi cuarto, saqué el precioso pedazo de papel y
lo estudié atentamente. Era la clave del misterio.
En primer lugar, ¿qué representaban los números? Eran cinco y había
un punto tras los dos primeros.
—Diecisiete..., ciento veintidós —murmuré.
Aquello no parecía conducir a ninguna parte.
A continuación, lo sumé. Es cosa que se hace con frecuencia en las
novelas y que conduce a deducciones sorprendentes.
—Uno y siete son ocho; y uno, nueve; y dos, once; y dos, trece.
¡Trece! ¡Fatídico número! ¿Era aquello un aviso para que dejara el
asunto en paz? Posiblemente. Fuera como fuese, parecía
singularmente inútil salvo como aviso. Me negué a creer que
conspirador alguno escribiera trece de esa suerte en la vida real. Si
quería decir trece, hubiera escrito «13», así.
Había un espacio entre el uno y el dos. Por consiguiente, resté
veintidós de ciento setenta y uno. El resultado fue ciento cincuenta y
nueve. Probé otra vez, y me salió ciento cuarenta y nueve. Esos
ejercicios aritméticos serían, sin duda, un entrenamiento excelente,
pero desde el punto de vista de hallar la solución del misterio, se me
antojaban algo más que ineficaces. Dejé la aritmética en paz, sin
intentar divisiones o multiplicaciones caprichosas, y pasé a estudiar
las palabras.
Castillo de Kilmorden. Aquello era algo concreto, por lo menos. Un
lugar. Probablemente cuna de una familia aristocrática. ¿Heredero
desaparecido? ¿Pretendiente al título? O posiblemente una ruina
pintoresca. ¡Tesoro escondido!
Sí; bien mirado, me inclinaba a aceptar la teoría de un tesoro oculto.
Siempre se usan números cuando se trata de un tesoro. Un paso a la
derecha; siete pasos a la izquierda; cávese un pie de profundidad,
desciéndase veintidós escalones. Algo así. Podría sacar eso más
tarde. La cosa era llegar al Castillo de Kilmorden lo antes posible.
Hice una salida estratégica del cuarto y regresé cargada de obras de
referencia. Quién es quién, el almanaque de Whitaker, un
Nomenclátor, una Historia de Casas Solariegas Escocesas y las Islas
Británicas de no sé qué autor.
Transcurrió el tiempo. Busqué con diligencia, pero con creciente
enfado. Finalmente, cerré el último libro de golpe. No parecía existir
el Castillo de Kilmorden.
Inesperado frenazo. Tenía que existir. ¿Por qué había de inventar
nadie semejante nombre y escribirlo en un trozo de papel? ¡Absurdo!
Se me ocurrió otra idea. Tal vez se tratara de una monstruosidad
hecha castillo, de construcción moderna, situada en los suburbios,
cuyo nombre altisonante fuera invento de su propietario. Si tal era el
caso, iba a ser extraordinariamente difícil dar con ella. Me senté
sobre los talones, alicaída (siempre me siento en el suelo cuando he
de hacer algo verdaderamente importante), y me pregunté cómo
iniciar mi investigación.
¿Había alguna otra pista que pudiera seguir? Reflexioné un buen rato
y luego me puse en pie de un brinco, encantada. ¡Naturalmente! Era
preciso que visitara el «lugar del crimen». ¡Eso lo hacían siempre los
mejores sabuesos! Y por mucho después que se presenten, siempre
encuentra algo que se les ha pasado por alto a la policía. Se
presentaba bien claro el camino que debía seguir. Tenía que ir a
Marlow.
Pero, ¿cómo iba a introducirme en la casa? Descarté varios métodos
aventureros y opté por la sencillez. Si habían querido alquilar la casa,
era de suponer que seguirían tratando de hacerlo. Yo sería una
aspirante a inquilina.
Decidí, por añadidura, dirigirme a los agentes locales, puesto que
tendrían menos cosas que ofrecer.
En eso, sin embargo, no había contado con la huésped. Un empleado
muy amable me proporcionó detalles de media docena de fincas
altamente satisfactorias. Hube de hacer uso de todo mi ingenio para
hallar motivos para rechazarlas. A última hora creí haber perdido el
tiempo en balde.
—¿De veras que no tiene ninguna más? —pregunté mirando
lastimosamente al empleado—. Alguna que esté a orillas del río... y
que tenga bastante jardín... y un pabelloncito.
Había procurado describir en pocas palabras la Casa del Molino, tal
como yo la concebía por lo que publicaron los periódicos.
—Verá usted... Sí que hay una... La casa de sir Eustace Pedler,
naturalmente —dijo el hombre, dubitativo—. La Casa del Molino,
¿sabe?
—No..., no; dónde... —vacilé. (El vacilar empezaba a convertirse en
uno de mis fuertes.)
—¡Esa misma! ¡Dónde se cometió el asesinato! Pero quizá no le
gustaría...
—Oh, no creo que me importara —le interrumpí, fingiendo recobrar
mi aplomo. Me parecía que mi buena fe había quedado demostrada
ya—. Y tal vez me la cedan barata..., dadas las circunstancias.
—Sí..., es posible... Es inútil fingir que será fácil alquilarla después de
lo ocurrido... la servidumbre y todo eso, ¿sabe? No querrá nadie
habitarla. Si le gusta la casa después de verla, le aconsejo que haga
una oferta. ¿Quiere que le extienda una autorización para visitarla?
—Si me hace el favor...
Un cuarto de hora más tarde me hallaba ante la portería de la Casa
del Molino. En contestación a mi llamada, la puerta se abrió de par en
par y una mujer alta, de edad madura, salió botando, tal como
suena.
—Nadie puede entrar en la casa. ¿Lo ha oído? ¡Estoy hasta arriba de
periodistas! Las órdenes de sir Eustace...
—Tenía entendido que se alquilaba la casa —contesté con frialdad,
enseñándole la autorización—. Claro que si ya está alquilada...
—¡Oh..., perdóneme usted, señorita! Los periodistas no me dejan a
sol ni a sombra. No tengo ni un minuto de tranquilidad. No, la casa
no está alquilada... ni es fácil que se alquile ya.
—¿No funcionan las tuberías de desagüe? ¿Está mal hecha la
urbanización? —pregunté en un susurro preñado de ansiedad.
—¡Quiá, señorita! Las tuberías de desagüe no podrían funcionar
mejor. Pero, ¿es posible que no se haya enterado usted de que
mataron a una señora extranjera aquí?
—Sí que creo haber leído algo de eso en los periódicos —dije con
indiferencia.
Tal indiferencia hizo que se picara la buena mujer. De haber dado yo
muestras de interés, es muy probable que hubiera enmudecido.
Aquello, sin embargo, tuvo el efecto contrario.
—¡Claro que lo leyó usted! ¡Ha salido en todos los periódicos! El Daily
Budget sigue haciendo todo lo posible por encontrar al hombre que lo
hizo. Parece ser, según el periódico, que nuestra policía no sirve para
nada. Bueno, pues ojalá le pesquen... aunque era un joven muy
agradable, se lo aseguro. Tenía cierto aspecto marcial. Oh, bueno,
supongo que le herirían en la guerra y a veces se vuelven un poco
raros después de una cosa así. Eso le ocurrió al hijo de mi hermana,
por lo menos. Tal vez le hubiera tratado ella mal... son de cuidado
esas extranjeras... aunque era una mujer muy hermosa. Estuvo de
pie ahí mismo, donde se encuentra usted ahora. Ahí es donde
hablamos breves palabras.
—¿Era rubia o morena? —me atreví a preguntar—. No hay manera de
saberlo por esos retratos de periódico.
—De pelo negro y cara muy blanca... demasiado blanca para ser
natural, pensé yo... y los labios resaltaban enrojecidos de una
manera espantosa. No me gusta verlo... un poco de polvos de vez en
cuando es distinto.
Charlábamos como amigas ya. Hice otra pregunta.
—¿Parecía nerviosa o alterada?
—Ni pizca. Sonreía para sí como si algo la divirtiera. Por eso me
quedé tan parada al salir aquella gente corriendo a la tarde siguiente,
llamando a la policía a voz en grito y diciendo que se había cometido
un asesinato. Jamás me reharé del susto. Y en cuanto a poner un pie
en esa casa después del anochecer, no lo haría yo por nada del
mundo. ¡Si ni siquiera hubiese querido quedarme en este pabellón de
no habérmelo suplicado sir Eustace de rodillas!
—Creí que sir Eustace estaba en Cannes.
—Sí que estaba allí, señorita. Regresó a Inglaterra en cuanto supo la
noticia; y en cuanto a lo de arrodillarse, eso no fue más que una
forma de hablar. El señor Pagett, su secretario, nos ofreció doble
sueldo si nos quedábamos, y como dice mi Juan, el dinero es el
dinero en estos tiempos.
Me mostré cordialmente de acuerdo con el poco original contenido de
Juan.
—El joven ese... —dijo la señora James, volviendo, de pronto, a ese
punto de la conversación—. Ése sí que estaba alterado. Los ojos,
unos ojos claros, por cierto, le brillaban una barbaridad. Excitado,
pensé yo. Pero jamás se me ocurrió pensar que hubiese sucedido
nada anormal. Ni siquiera cuando volvió a salir con una cara muy
rara.
—¿Cuánto tiempo estuvo en la casa?
—Oh, no mucho rato. Unos cinco minutos tal vez.
—¿Qué estatura tendría, cree usted? ¿Un metro ochenta?
—Sí, puede que sí.
—¿Afeitado dice usted?
—Sí, señorita. Ni siquiera tenía uno de esos bigotitos que parecen
cepillos de dientes.
—¿Tenía así la barbilla brillante por casualidad? —pregunté,
obedeciendo a un súbito impulso.
La señora James me miró con cierto respeto.
—Ahora que lo dice usted, señorita, sí que la tenía. ¿Cómo lo adivinó?
—Es una cosa muy curiosa —expliqué al buen tuntún—, pero es
frecuente entre asesinos tener la barbilla brillante.
La señora James aceptó la explicación de buena fe.
—¡Caramba, señorita! ¡Nunca había oído decir eso hasta ahora!
—Supongo que no se fijaría usted en la clase de cabeza que tenía,
¿verdad?
—Una cabeza corriente. Le traeré las llaves, ¿quiere usted?
Las acepté y me dirigí a la Casa del Molino. Hasta donde había
llegado se me antojaba buena mi reconstrucción de los hechos.
Desde el primer momento me había dado cuenta de que la única
diferencia que existía entre el hombre descrito por la señora James y
el médico del «Metro» era la compuesta por cosas no esenciales. Un
gabán, una barba, lentes con marco de oro. El médico había parecido
de edad madura, pero recordé que se había agachado sobre el
cadáver como un hombre joven. La flexibilidad de sus movimientos
denotaba juventud.
La víctima del accidente (el hombre de la naftalina, como le llamaba
yo para mis adentros), y la extranjera señora de Castina o como
quiera que se llamase en realidad, habían quedado en encontrarse en
la Casa del Molino. Tal era mi teoría, por lo menos. Ya fuese porque
temieran que se les estaba vigilando o por alguna otra razón, había
escogido el ingenioso método de obtener cada uno de ellos una
autorización para visitar la misma casa. Así, su encuentro allí parecía
obedecer a una simple casualidad.
También me sentía bastante segura de que el hombre de la naftalina
había visto, de pronto, al médico y de que el encuentro le había
resultado tan inesperado como alarmante. ¿Qué había sucedido
después? El doctor se quitaría el disfraz para seguir a la mujer hasta
Marlow. Cabía la posibilidad de que, si se lo había quitado
precipitadamente, aún conservara en la barbilla rastro de la goma
empleada para sujetar la barba postiza. De ahí la pregunta que dirigí
a la señora James.
Mientras reflexionaba llegué a la puerta baja, anticuada, de la Casa
del Molino. La abrí con la llave que me habían dado y entré. El
vestíbulo era oscuro y de techo bajo. La casa olía a moho. A pesar
mío, me estremecí. ¿Habría tenido algún presentimiento, habría
experimentado algún escalofrío la mujer que entrara sonriendo para
sí unos días antes al pisar la casa? ¿Se desvanecería? O... ¿subiría la
escalera sonriendo, aun sin presentir la fatalidad que estaba a punto
de alcanzarla? Mi corazón palpitó con más violencia. ¿Estaba la casa
vacía, en efecto? ¿Me acecharía la fatalidad allí dentro a mí también?
Por primera vez comprendí el significado de tan manido vocablo
«ambiente». Había ambiente en aquella casa, un ambiente de
crueldad, de amenaza, de mal.
CAPITULO -- VII
Desterré los sentimientos que me oprimían y subí apresuradamente
la escalera. No me costó trabajo alguno encontrar el cuarto en que
había ocurrido la tragedia. Había llovido mucho el día del
descubrimiento del cadáver y el suelo sin alfombra estaba cubierto de
huellas de barro en todas direcciones. Me pregunté si habría dejado el
asesino la huella de alguna pista el día anterior. Lo probable era que
la policía se mostrase reservada sobre el particular si alguna había
encontrado; pero pensándolo bien, llegué a la conclusión de que no
era fácil que hubiese dejado ninguna. Había hecho un día hermoso y
seco.
No había nada de interés en la habitación. Era casi cuadrada; tenía
dos miradores grandes, paredes blancas, lisas y suelo desnudo. El
entarimado del piso estaba manchado por los bordes, señalando así
el espacio cubierto en otros tiempos por una alfombra. Lo examiné
cuidadosamente; pero no encontré ni un alfiler. No parecía probable
que la talentuda detective descubriera pista alguna que la policía
hubiese pasado por alto.
Yo iba provista de un lápiz y un librito de notas. No parecía haber
gran cosa que anotar; pero hice un plano del cuadro para consolarme
un poco del desencanto que mi fracaso me producía. Cuando me
disponía a guardarme el lápiz en el bolso otra vez, se me escapó de
entre los dedos y rodó por el suelo.
La Casa del Molino era muy vieja y había muchas desigualdades en el
piso. El lápiz rodó con creciente velocidad hasta detenerse al pie de
una de las ventanas. En el hueco de cada mirador había un ancho
asiento debajo del cual se ocultaba una especie de armario. Mi lápiz
había ido a detenerse contra la puerta de uno de ellos. El armario
estaba cerrado; pero se me ocurrió de repente que de haber estado
abierto, el lápiz hubiera seguido rodando hasta meterse dentro. Abrí
la puerta y, en efecto, el lápiz entró y se alojó en el rincón más
apartado. Lo recogí, observando al hacerlo que, debido a la falta de
luz y a la extraña conformación del armario, no era posible verlo, sino
que había que buscarlo a tientas. Fuera de mi lápiz el armario no
contenía nada. No obstante, como a mí me gusta hacer bien las
cosas, probé el armario del otro mirador.
Al principio pareció como si estuviese vacío también; pero rebusqué
por su interior con perseverancia, y mis esfuerzos se vieron
premiados por el hallazgo de un cilindro de papel que yacía en una
especie de depresión o concavidad del fondo del armario. En cuanto
lo tuve en la mano, me di cuenta de lo que era. Un rollo de película.
¡Qué hallazgo más interesante!
Comprendí, naturalmente, que aquel rollo podría ser de sir Eustace
Pedler; que era fácil que hubiera rodado hasta allí y que no le
hubiesen hallado al vaciar el armario. Pero no lo creía. El envoltorio
encarnado parecía demasiado nuevo. La capa de polvo que lo cubría
no era muy gruesa. No podía llevar allí el rollo más de dos o tres días,
es decir, desde el día en que se cometió el asesinato. De haber
estado allí mucho más tiempo, hubiera estado recubierta de una capa
de polvo mucho más gruesa.
¿Quién lo había dejado caer? ¿El hombre? ¿La mujer? Recordé que el
contenido del bolso de esta última había parecido estar intacto. De
haberse abierto durante la lucha y haber caído el rollo, también
hubiesen rodado por el suelo algunas monedas. No; no era la mujer
quien había dejado caer la película.
Olfateé de pronto y con desconfianza. ¿Estaba convirtiéndose en
obsesión mía el olor a naftalina? Hubiera jurado que el rollo de
película olía a eso también. Me lo acerqué a la nariz. Tenía el
acostumbrado olor fuerte propio de una película fotográfica; pero
aparte de eso, me era posible percibir el olor que tanto me
disgustaba. No tardé en averiguar la causa. Una minúscula hebra se
había enganchado en la madera del carrete y dicha hebra estaba
impregnada de olor a naftalina. El hombre muerto en el «Metro»
había llevado aquel rollo en el bolsillo del chaleco en alguna ocasión.
¿Era él quien lo había dejado caer? Difícilmente. Se conocían
demasiado bien todos sus pasos.
No. Era el otro hombre, el doctor. Se había llevado la película al
llevarse el papel. Era él quien lo había dejado caer allí durante su
lucha con la mujer.
—¡Tenía la pista que había andado buscando! Haría revelar el rollo
para obtener nuevos elementos para proseguir la investigación.
Salí de la casa entusiasmada; devolví las llaves a la señora James y
regresé lo más aprisa posible a la estación. Durante el viaje a Londres
saqué el papelito y lo estudié otra vez. De pronto, las cifras
adquirieron un significado nuevo. ¿Y si fueran una fecha? 17 1 22. El
diecisiete de enero de 1922. ¡Eso debía ser! ¡Qué idiota era por no
haber pensado en ello antes! Pero en tal caso necesitaba descubrir
dónde se hallaba el Castillo de Kilmorden, porque aquel día era
precisamente el catorce. Tres días. Bastante poco, ¡casi imposible
cuando uno no tenía la menor idea de dónde buscar!
Era demasiado tarde para dar a revelar el rollo aquel día. Tenía que
regresar aprisa a Kensington para no llegar tarde a comer. Se me
ocurría que había un método sencillo de comprobar si algunas de mis
conclusiones eran exactas. Le pregunté al señor Flemming si se había
encontrado una máquina fotográfica en el equipaje del muerto. Sabía
que se había interesado mucho por el asunto y que estaba al tanto de
todos los detalles.
Con gran sorpresa y no poco desencanto mío, me contestó que no se
había hallado máquina fotográfica alguna. Todo el equipaje de Carton
había sido examinado cuidadosamente con la esperanza de hallar
algo que derramara alguna luz sobre su estado de ánimo. Estaba
completamente seguro de que no se había encontrado cosa alguna
que se pareciera a un aparato fotográfico.
Esto resultaba un inconveniente para mi teoría. Si no poseía una
máquina fotográfica, ¿por qué había de llevar un carrete de película?
Salí a primera hora de la mañana siguiente a entregar el rollo para
que lo revelasen. Fui tan meticulosa, que recorrí toda la distancia que
me separaba de Regent Street nada más que por llevarlo a la propia
casa «Kodak». Lo entregué y pedí una prueba de cada fotografía. El
hombre acabó de amontonar una serie de películas metidas en
cilindros de hojalata para su envío a los trópicos y tomó mi rollo.
Me miró.
—Me parece que se ha equivocado usted —dijo sonriendo.
—¡Oh, no! —repliqué—. Estoy segura de que no me he equivocado.
—Se ha equivocado de rollo. Éste está sin usar.
Salí del establecimiento procurando disimular el chasco que acababa
de llevarme. Supongo que es bueno que una se dé cuenta de vez en
cuando de todo lo idiota que puede llegar a ser. Pero a nadie le gusta
verse en semejante trance y quedar en ridículo.
Y entonces, cuando pasaba por delante de las oficinas de una casa de
esas grandes Compañías de vapores, me paré en seco. En el
escaparate había una maqueta preciosa de uno de los barcos de la
Compañía. Y llevaba por nombre: «Castillo de Kenilworth». Se me
ocurrió una idea loca. Empujé la puerta y entré. Me acerqué al
mostrador y con voz vacilante (vacilación auténtica esta vez, y no
fingida), murmuré:
—¿El «Castillo de Kilmorden»?
—Sale el diecisiete de Southampton. ¿Ciudad de El Cabo primera o
segunda?
—¿Cuánto vale el pasaje?
—Ochenta y siete libras en primera...
Le interrumpí. La coincidencia era demasiado grande. ¡El importe
total de mi herencia, exactamente! Me lo jugaba todo a una carta.
—Un billete de primera —dije.
CAPITULO -- VIII
Extracto del Diario de sir Eustace Pedler
Es verdaderamente extraordinario, pero nunca parezco poder vivir
tranquilo. Soy hombre amante de la vida apacible. Me gusta ir a un
club a jugar allí mi partida de bridge, hacer una comida bien guisada
y rociarla con buen vino. Me gusta Inglaterra en el verano y la Costa
Azul en invierno. No tengo el menor deseo de tomar parte en
acontecimientos sensacionales. Y a veces, sentado ante un buen
fuego, no me importa leer una reseña de ellos en el periódico. Pero
no me gusta pasar de ahí. Mi objeto de esta vida es vivir todo lo más
cómodamente posible. He dedicado mucha reflexión y una
considerable cantidad de dinero a tal fin. Pero no puedo decir
honradamente que tengan siempre buen éxito mis esfuerzos. Si a mí
personalmente no me suceden cosas, éstas ocurren a mi alrededor, y
con frecuencia y a pesar mío me veo envuelto en ellas. Detesto
verme complicado en cosas así.
Y todo ello porque Guy Pagett entró en mi alcoba esta mañana con un
telegrama en la mano y la cara más larga que la de un mudo en un
entierro.
Guy Pagett es mi secretario; un hombre lleno de celo, meticuloso,
trabajador, admirable por todos los conceptos. No conozco a persona
alguna capaz de molestarme tanto. Durante mucho tiempo me he
estado devanando los sesos buscando una excusa para deshacerme
de él. Pero uno no puede despedir a un secretario simplemente
porque prefiere el trabajo al juego, porque le gusta madrugar y
porque carece por completo de vicios. La única cosa divertida que
tiene es la cara. Su semblante es de un envenenador del siglo XIV, la
clase de tipo a quien los Borgia hubieran confiado sus encargos.
No me importaría tanto si no fuese que Pagett me hace trabajar a mí
también. Para mí, el trabajo es algo que debiera hacerse a la ligera y
sin prisa, algo con qué jugar. Dudo que Pagett haya jugado con nada
en su vida. Se lo toma todo en serio. Por eso resulta tan difícil vivir
con él. La semana pasada se me ocurrió la brillante idea de mandarle
a Florencia. Hablaba de Florencia y de lo mucho que le gustaría ir allí.
—Amigo mío —exclamé—; marchará usted allí mañana. Le pagaré
todos los gastos.
Enero no es el mes más indicado para ir a Florencia; pero a Pagett le
daría igual. Me lo imaginaba, guía en mano, recorriendo
religiosamente todos los museos. Y para mí, una semana de libertad
resultaba barata a ese precio. Ha sido una semana deliciosa. He
hecho todo lo que se me ha antojado y nada de lo que detesto. Pero
cuando abrí los ojos y vi a Pagett de pie, quitándome la luz con su
cuerpo, y la intempestiva hora de las nueve de la mañana, comprendí
que mi libertad cesó.
—Amigo mío —le pregunté—, ¿se ha celebrado ya el entierro o ha de
celebrarse más tarde esta mañana?
Pagett no sabía apreciar una broma. Se limitó a mirarme con fijeza.
—¿Conque está usted enterado, sir Eustace?
—Enterado..., ¿de qué? —pregunté con enfado—. De la expresión de
su rostro deduje que uno de sus próximos y más queridos parientes
iba a recibir sepultura esta mañana.
Pagett hizo caso omiso de mi salida hasta donde le fue posible.
—Ya me parecía a mí que no podía estar enterado de esto —Golpeó
con los dedos el telegrama—. Ya sé que le disgusta que le despierten
temprano..., pero son las nueve —Pagett se empeña en que a las
nueve de la mañana ha transcurrido ya casi medio día—, y pensé
que, dadas las circunstancias...
Volvió a golpear el telegrama.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Un telegrama de la policía de Marlow. Ha muerto asesinada una
mujer en la casa de usted.
Eso sí que me despejó de verdad.
—¡Qué frescura! —exclamé—. ¿Por qué en mi casa? ¿Quién la
asesinó?
—No lo dicen. Supongo que regresaremos a Inglaterra
inmediatamente, sir Eustace.
—No tiene usted por qué suponer cosa semejante. ¿Por qué hemos
de volver?
—La policía...
—¿Qué diablos tengo yo que ver con la policía?
—Verá... La casa es de usted.
—Eso —respondí— más parece mi desdicha que mi culpa.
Guy Pagett sacudió la cabeza con melancolía.
—Causará muy mala impresión a sus electores —observó
lúgubremente.
No sé por qué había de ser así y, sin embargo, tengo el
presentimiento de que, en esas cosas, a Pagett nunca le engaña el
instinto. A simple vista, un diputado no será menos eficiente porque
una joven errante vaya a dejarse asesinar a una casa deshabitada
propiedad suya, pero cualquiera sabe cómo tomará la cosa el
respetable público británico.
—Se trata de una extranjera, lo que aún empeora las cosas —
continuó Pagett, tan lúgubre como antes.
Vuelvo a creer que tiene razón. Si resulta deshonroso que asesinen a
una mujer en la casa de uno, aún lo resulta más si la referida mujer
es extranjera. Se me ocurrió otra idea.
—¡Cielos! —exclamé—. ¡Dios quiera que esto no le disguste a
Carolina!
Carolina es la dama que se cuida de hacerme la comida. Da la
casualidad, al propio tiempo que es la esposa del jardinero. Yo no sé
si será una buena esposa. Pero desde luego es una excelente
cocinera. James, por su parte, no es tan buen jardinero. Le mantengo
ocioso, no obstante, y le doy un pabellón como vivienda, nada más
que por los guisos de Carolina.
—No supongo que quiera quedarse después de lo sucedido —dijo
Pagett.
—¡Usted siempre tan animador! —observé.
Supongo que no tendré más remedio que regresar a Inglaterra. Es
evidente que Pagett tiene la intención de que regrese. Y, además,
tengo que tranquilizar a Carolina.
Tres días más tarde
Me resulta increíble que toda persona que pueda marcharse de
Inglaterra en invierno no lo haga. El clima es abominable. Todo este
asunto es molesto en grado sumo. El procurador dice que resultará
poco menos que imposible alquilar la Casa del Molino después de
toda la publicidad que está recibiendo el caso. A Carolina he podido
apaciguarla doblándole el sueldo. Hubiéramos podido mandarle un
telegrama desde Cannes para hacer eso. En resumen, que como he
dicho desde el primer momento, nada se adelantaba con que viniera
aquí personalmente. Regresaré a Cannes mañana.
Un día más tarde
Han ocurrido varias cosas sorprendentes. Para empezar, me encontré
con Augusto Milray, y el más perfecto y solemne ejemplar de asno
que ha producido el gobierno actual hasta la fecha. Rebosaba
diplomacia y sigilo cuando me acorraló en un rincón tranquilo del
club. Habló una barbaridad. Acerca de África del Sur y de la situación
industrial allí. Acerca de los crecientes rumores de una huelga en el
Rand. De las causas secretas que motivaban la huelga. Le escuché
con toda la paciencia que me fue posible. Por último, bajó la voz
hasta hablar en un susurro y explicó que debieran de colocarse en
manos del general Smuts ciertos documentos que se habían
descubierto.
—No me cabe la menor duda de que tiene usted razón —le contesté,
ahogando un bostezo.
—Pero, ¿cómo hacerlos llegar hasta él? Nuestra posición en este
asunto es delicada..., muy delicada.
—¿Qué le pasa al correo? —exclamé alegremente—. Pégueles un sello
de dos peniques y échelos al buzón más cercano.
Pareció escandalizado.
—¡Mi querido Pedler! ¡A un vulgar buzón!
Siempre ha sido para mí un misterio que los gobiernos se empeñen
en hacer uso de Correos Reales. Se me antoja que ésa es la mejor
manera de atraer la atención hacia sus documentos confidenciales.
—Si el correo no le gusta, mande a uno de esos jovencitos del
Ministerio. Le gustará el viaje.
—¡Imposible! —contestó Milray, sacudiendo la cabeza—. Hay razones,
mi querido Pedler..., le aseguro que hay razones.
—Bueno —dije yo, poniéndome en pie—, todo eso es muy
interesante, pero tengo que marcharme.
—Un momento, mi querido Pedler, un momento, se lo suplico. Ahora,
en confianza, ¿no es cierto que tiene la intención de visitar África del
Sur usted mismo dentro de poco? Posee grandes intereses en
Rhodesia, me consta, y le interesa vitalmente la posibilidad de que
Rhodesia entre a formar parte de la Unión Sudafricana.
—La verdad... sí que había pensado hacer el viaje dentro de un mes o
cosa así.
—¿No podría usted adelantar la fecha? ¿Irse este mes? ¿Esta misma
semana?
—Podría —le repuse, mirándole con cierto interés—. Pero no tengo el
menor deseo de hacerlo.
—Le haría usted un gran favor al gobierno..., ¡un gran favor! No le
encontraría usted..., ¡ah...!, desagradecido.
—¿Con lo cual quiere usted decir que desea que sea yo el cartero?
—¡Justo! La posición de usted no es oficial. Su viaje obedece a causas
particulares. Todo resultaría eminentemente satisfactorio. Además no
se daría nadie cuenta de esa misión.
—Bueno —dije lentamente—, no me importa hacerlo. Mi mayor
ambición en estos instantes es salir de Inglaterra otra vez lo más
aprisa posible.
—Hallará el clima de África del Sur delicioso... verdaderamente
delicioso.
—Amigo mío, conozco el clima a fondo. Estuve allí poco antes de la
guerra.
—Le estoy muy agradecido, Pedler. Le enviaré el paquete con un
mensaje. Ha de ser entregado al general Smuts en propia mano,
¿comprende? El «Castillo de Kilmorden» zarpa el sábado. Es un buen
barco.
Caminamos juntos un rato por Pall Mall antes de separarnos. Me
estrechó cordialmente la mano y volvió a darme las gracias
efusivamente.
Me dirigí a casa pensando en las curiosas sinuosidades de la política
gubernamental.
Al atardecer siguiente, mi mayordomo Jarvis me comunicó que un
caballero deseaba verme para asuntos de negocios, pero que se
negaba a dar su nombre. Siempre me han inspirado aprensión los
agentes de seguros. Conque le dije a Jarvis que dijera que no podía
recibirle. Por desgracia, para una vez que Guy Pagett hubiera podido
servir de algo verdaderamente útil, se encontraba en el lecho, víctima
de un ataque bilioso. Los jóvenes demasiado trabajadores que tienen
débil el estómago, son propensos a tal clase de ataques de bilis.
Jarvis regresó.
—El caballero me ha pedido que le diga, sir Eustace, que viene de
parte del señor Milray.
Las cosas cambiaban de aspecto entonces. Unos minutos más tarde
confrontaba a mi visitante en la biblioteca. Era un hombre joven,
corpulento, de atezado rostro. La cicatriz que le cruzaba desde un ojo
hasta la mandíbula desfiguraba lo que, de no haber sido por eso,
hubiese resultado un rostro bastante bien parecido, aunque
temerario.
—¿Bien? —pregunté—. ¿Qué desea?
—El señor Milray me mandó a usted, sir Eustace. He de acompañarle
a África del Sur como secretario.
—Amigo mío —dije—, tengo un secretario ya. No necesito otro.
—Creo que sí que lo necesita, sir Eustace. ¿Dónde está su secretario?
—Padece un ataque bilioso.
—¿Está usted seguro de que sólo se trata de un ataque de bilis?
—Claro que sí. Es propenso a ellos.
Mi visitante sonrió.
—Podrá ser un ataque bilioso o no serlo. Con el tiempo se verá. Pero
puedo decirle una cosa, sir Eustace: al señor Milray no le sorprendería
que se intentara quitar del paso a su secretario. Oh, no es necesario
que tema por sí mismo —supongo que una expresión de alarma
habría aparecido fugazmente en mi rostro—. Usted no está
amenazado. Si su secretario estuviera fuera del paso, sería mucho
más fácil llegar hasta usted. Sea como fuere, el señor Milray desea
que le acompañe. El dinero del pasaje será cuenta nuestra,
naturalmente; pero usted se encargará de dar los pasos necesarios
para obtenerme pasaporte, como si hubiera decidido que necesitaba
los servicios de un segundo secretario.
Parecía un joven decidido. Nos miramos de hito en hito, y él sostuvo
la mirada más tiempo que yo.
—Está bien —respondí débilmente.
—No dirá una palabra a nadie de que voy a acompañarle.
—Está bien —volví a responder.
Después de todo, tal vez fuera mejor llevar a aquel joven conmigo.
Pero tuve el presentimiento de que me estaba metiendo en honduras.
¡Precisamente cuando creía haber alcanzado de nuevo la tranquilidad!
Contuve a mi visitante cuando daba media vuelta para marcharse.
—No estaría de más que conociese el nombre de mi nuevo secretario
—observé con cierto sarcasmo.
Me miró unos instantes.
—Enrique Rayburn se me antoja un nombre muy apropiado —me
contestó.
Era una forma muy rara de responder.
—Está bien —dije por tercera vez.
CAPITULO -- IX
Se reanuda la narración con Anita
Resulta muy poco airoso para una heroína marearse. En los libros,
cuando más cabecea el barco y más se balancea, más le gusta a la
protagonista. Cuando todos los demás están indispuestos, ella pasea
sola por cubierta, desafiando a los elementos y gozando de la
tormenta. Lamento tener que confesar que al primer cabeceo del
Kilmorden palidecí y me apresuré a retirarme. Me salió al encuentro
una camarera muy comprensiva. Me ofreció pan tostado y gaseosa de
jengibre.
Permanecí en mi camarote tres días, gimiendo. Olvidé por completo
mi empresa. Había perdido todo interés en hallar la clave de aquel
misterio. Era una Anita completamente distinta a aquélla que
regresara tan llena de júbilo a Kensington después de visitar las
oficinas de la Compañía naviera.
Sonrío ahora al recordar mi brusca entrada en la sala. La señora
Flemming estaba sola allí. Volvió la cabeza al entrar yo.
—¿Eres tú, Anita, querida? Quiero discutir una cosa contigo.
—¿Qué? —pregunté, frenando mi impaciencia.
—La señorita Emery me abandona —la señorita Emery era la señorita
de compañía—. Y puesto que no has logrado encontrar nada, me
estaba preguntando si te gustaría..., ¡me alegraría tanto que te
quedases con nosotros definitivamente!
Me emocioné. Sabía que no me quería... me hacía el ofrecimiento por
simple compasión. Me remordió la conciencia por haberla criticado
tanto en secreto. Me puse en pie, crucé impulsivamente el cuarto y le
eché los brazos al cuello.
—Es usted muy buena —dije—, ¡muy buena, muy buena, muy buena!
Y se lo agradezco una enormidad. Pero no se moleste por mi. Me
marcho a África del Sur el sábado.
Mi brusco ataque había sobresaltado a la buena señora. No estaba
acostumbrada a súbitas manifestaciones de afecto. Mis palabras la
sobresaltaron aún más.
—¿A África del Sur? ¡Mi querida Ana! Tendríamos que investigar un
empleo así con mucho cuidado.
Esto era lo que menos deseaba yo que sucediera. Expliqué que había
sacado pasaje ya y que, a mi llegada, tenía la intención de
desempeñar el cargo de doncella. Fue lo único que se me ocurrió de
momento. Había, dije, gran escasez de servidumbre en África del Sur.
Le aseguré que sabría cuidarme divinamente y, por último, exhaló un
suspiro de alivio ante la perspectiva de verse libre de mí, y aceptó
mis proyectos sin hacer más preguntas. Al despedirse, me metió un
sobre en la mano. Hallé dentro cinco billetes nuevecitos de cinco
libras esterlinas cada uno, junto con una nota que decía: «Espero que
no te ofenderás y que aceptarás esto con todo mi afecto.» Era una
mujer muy buena y bondadosa. Hubiese sido incapaz de seguir
viviendo en la misma casa que ella; pero sí que reconocía sus buenas
cualidades.
Conque heme aquí con veinticinco libras esterlinas en el bolsillo, de
cara al mundo y dando principio a mi aventura.
El cuarto día la camarera logró persuadirme de que subiera a
cubierta. Convencida de que abajo moriría mucho más aprisa, me
había negado con testarudez a abandonar mi litera. Me tentó la mujer
ahora con la proximidad de Madeira. La esperanza renació en mi
pecho. Podría abandonar el barco, desembarcar y meterme a servir
allí. Cualquier cosa por pisar tierra firme.
Me sacaron envuelta en gabanes y mantas, más débil que un gato
recién nacido, y me depositaron, cual masa inerte, en una gandula.
Permanecí allí con los ojos cerrados y un odio profundo a la vida. El
sobrecargo, un joven rubio de cara redonda e infantil aspecto, fue a
sentarse a mi lado.
—¡Hola! Está usted muy deprimida, ¿eh?
—Sí —respondí con animadversión.
—¡Ah! Estará desconocida dentro de un par de días. Hemos recibido
un vapuleo bastante grande en el Golfo de Vizcaya; pero ahora se
nos presenta muy buen tiempo. Le echaré una partida de herrón
mañana.
No le contesté.
—Cree que no se pondrá nunca buena, ¿eh? Pero he visto a algunos
que se hallaban mucho peor que usted, convertirse dos días más
tarde en el alma de todas las diversiones de a bordo. A usted le
ocurrirá igual.
No me sentía lo bastante agresiva para decirle sin rodeos que era un
embustero. Procuré dárselo a entender con una simple mirada. Él
charló agradablemente unos minutos más y luego fue lo bastante
compasivo para marcharse y dejarme en paz. La gente pasó y volvió
a pasar, parejas activas, haciendo ejercicio; niños juguetones;
jóvenes riendo. Unas cuantas víctimas más, como yo, yacían pálidas,
en sus gandulas.
El aire era agradable, seco, no demasiado frío, y el sol brillaba
alegremente. Casi sin darme cuenta de ello, me sentí algo animada.
Empecé a fijarme en la gente. Me atraía especialmente una mujer.
Tendría unos treinta años de edad, de estatura regular, muy rubia,
con rostro redondo, adornado de hoyuelos, y ojos muy azules. Sus
vestidos, aunque sencillos, eran de un corte impecable que hacían
recordar a París. Además con sus agradables modales y su aplomo,
parecía haberse hecho la dueña del barco.
Mayordomos y camareros de cubierta corrían de un lado a otro
obedeciendo sus órdenes. Tenía una ganduja especial y una cantidad
aparentemente inagotable de cojines. Cambió de opinión tres veces
acerca del lugar en que quería que la colocasen. Y en medio de todo,
siguió siendo atractiva y encantadora. Parecía ser una de esas
personas, de las que tan pocas hay en el mundo, que saben lo que
quieren, se encargan de obtenerlo y lo consiguen sin ser ofensivas.
Decidí que, si llegaba a reponerme algún día, cosa que no sucedería,
claro estaba, me divertiría hablar con ella.
Llegamos a Madeira a eso del mediodía. Seguía sintiéndome
demasiado inerte para moverme; pero gocé viendo a pintorescos
vendedores que subieron a bordo y expusieron sus mercancías sobre
cubierta. Había flores también. Hundí el rostro en un manojo enorme
de húmedas violetas y me sentí muchísimo mejor. Es más, llegué a
pensar que tal vez lograra vivir hasta el final del viaje, después de
todo. Cuando mi camarera me habló de los atractivos de un poco de
caldo de gallina, sólo protesté débilmente. Cuando me lo trajo, lo
tomé con gusto.
La mujer atractiva había estado en tierra. Regresó escoltada por un
hombre alto, a quien había visto pasearse por cubierta a primera hora
del día. Supuse inmediatamente que se trataba de uno de los
hombres «fuertes y silenciosos» de Rhodesia. Tendría unos cuarenta
años; le blanqueaba el cabello levemente por las sienes; y era, sin
duda alguna, el hombre más guapo de todo el buque.
Al subirme la camarera una manta más, le pregunté si subía quién
era la mujer que me había llamado la atención.
—Es una señora muy conocida en la alta sociedad: la excelentísima
señora de Clarence Blair. Tiene que haber leído algo de ella en los
periódicos.
Moví afirmativamente la cabeza, mirándola con denodado interés. La
señora Blair era muy conocida, en efecto, y se la consideraba una de
las mujeres más elegantes del día. Observé, con cierto regocijo, que
era objeto de numerosas atenciones. Varias personas intentaron
hacer amistad con ella, aprovechando la agradable falta de etiqueta
que se permite a bordo. Me inspiró admiración la cortesía con que la
señora Blair sabía rechazarlas. Parecía haber escogido al hombre
fuerte y silencioso como escolta especial suya y el hombre daba la
sensación de que se daba cuenta de cuan grande era el privilegio
concedido.
A la mañana siguiente, con gran sorpresa mía, la señora Blair se
detuvo ante mi asiento después de dar un par de vueltas por cubierta
en compañía de su escolta.
—¿Se siente mejor esta mañana?
Le di las gracias y le dije que empezaba a sentirme un poco más
parecida a un ser humano de lo que me había sentido hasta
entonces.
—Parecía usted verdaderamente enferma ayer. El coronel Race y yo
llegamos a la conclusión de que íbamos a gozar del espectáculo y la
emoción de un entierro en alta mar. Pero nos ha dado usted un
chasco.
Me eché a reír.
—El aire me ha hecho mucho bien.
—No hay nada como el aire fresco —dijo el coronel Race, sonriendo.
—El estar encerrada en esos camarotes bastaría para matar a
cualquiera —declaró la señora Blair, dejándose caer en un asiento a
mi lado y despidiendo a su compañero con una inclinación de
cabeza—. Espero que tendrá un camarote exterior.
Moví negativamente la cabeza.
—¡Mi querida muchacha! ¿Por qué no se cambia? Hay sitio de sobra.
Ha desembarcado mucha gente en Madeira y el barco está vacío.
Hable de ello con el sobrecargo. Es un muchacho muy amable... Me
pasó a mí a un camarote precioso porque no me gustaba el que tenía.
Háblele a la hora de comer, cuando baje.
Me estremecí.
—Sería incapaz de moverme.
—No sea tonta. Venga a dar una vuelta conmigo ahora.
Me sonrió, animadora. Me sentí sin fuerzas en las piernas al principio;
pero, al pasear aprisa de un lado para otro, me animé una
barbaridad.
Al cabo de un par de vueltas, el coronel Race volvió a reunirse con
nosotras.
—Se ve el Gran Pico del Teide, cubierto de nieve, desde el otro lado.
—¿Sí? ¿Cree que podré fotografiarlo?
—No; pero eso no impedirá que estropee película intentándolo.
La señora Blair se echó a reír.
—Es usted cruel. Algunas de las fotografías que yo he sacado son
muy buenas.
—Un tres por ciento, aproximadamente.
Todos nos dirigimos al otro lado del barco. Por aquel lado se alzaba el
rutilante pináculo, blanco, nevado, envuelto en delicada y rosácea
neblina. Exhalé un grito de admiración y deleite. La señora Blair
corrió en busca de su máquina fotográfica.
Sin dejarse intimidar por los sardónicos comentarios del coronel Race,
tomó varias fotografías, una tras otra, hasta terminar el carrete.
—Vaya, se acabó el rollo de la película. ¡Oh! —su voz adquirió un dejo
de desilusión—. ¡Lo tenía puesto para hacer fotografías con
exposición!
—Siempre me ha gustado ver a una criatura con un juguete nuevo —
murmuró el coronel.
—¡Es usted horrible...! ¡Pero tengo otro carrete sin empezar!
Lo sacó triunfalmente del bolsillo de su chaqueta. El buque se
balanceó bruscamente, haciéndole perder el equilibrio. Y, al agarrarse
ella a la borda para no caer, el rollo de película salió disparado hacia
fuera.
—¡Oh! —exclamó la señora Blair, cómicamente angustiada—, ¿Cree
usted que ha ido a parar al agua?
—No; puede haber tenido usted la suerte de abrirle la cabeza con él a
algún camarero de la cubierta de abajo.
Un muchacho que, sin ser visto, se había acercado a nosotros por
detrás, hizo sonar en aquel instante un trompetazo ensordecedor.
—¡La comida! —declaró la señora Blair encantada—. No he tomado
nada desde la hora del desayuno, excepción hecho de dos tazas de
extracto de carne. ¿Comerá usted, señorita Beddingfeld?
—La verdad —respondí titubeando—, sí; tengo cierto apetito.
—¡Magnífico! Usted se sienta a la mesa del sobrecargo, ya lo sé.
Abórdele acerca del asunto del camarote.
Bajé al salón, empecé a comer con miedo y terminé haciéndolo casi
con glotonería. Mi amigo del día anterior me felicitó. Todo el mundo
cambiaba de camarote aquel día, me dijo, y me prometió que mi
camarote sería trasladado a uno exterior sin perder instante.
Sólo había cuatro personas sentadas a nuestra mesa: un par de
señoras de edad, yo y un misionero que no hacía más que hablar de
«nuestros pobres hermanos negros».
Eché una mirada a las otras mesas. La señora Blair se hallaba
sentada a la mesa del capitán, con el coronel Race a su lado. Al otro
lado del capitán había un hombre de cabellos entrecanos y aspecto
distinguido. Había visto a muchos de los pasajeros sobre cubierta;
pero uno de ellos no había aparecido en público antes. De haberlo
hecho, difícilmente hubiese dejado de llamar mi atención. Era alto y
moreno y tenía un semblante tan siniestro, que me sobresaltó. Le
pregunté al sobrecargo, con cierta curiosidad, quién era aquel
individuo.
—¿Ése? ¡Ah! Es el secretario de sir Eustace Pedler. Ha estado muy
mareado, pobre hombre, y no ha salido hasta ahora. Sir Eustace viaja
con dos secretarios y el mar ha podido con los dos. El otro no ha
asomado la cabeza aún. Éste se llama Pagett.
Conque sir Eustace Pedler, propietario de la Casa del Molino, iba a
bordo. Probablemente no sería más que una coincidencia. Sin
embargo...
—Ése es sir Eustace —prosiguió el sobrecargo—; el que está sentado
junto al capitán. Pomposo como él solo.
Cuanto más escudriñaba el rostro del secretario, menos me gustaba.
Su palidez uniforme, los ojos de pesados párpados y mirada
reservada, la singular cabeza aplastada, todo ello me producía una
sensación de asco, de aprensión, de malestar.
Salí del salón al mismo tiempo que él y le pisaba los talones cuando
subió a cubierta. Estaba hablando con sir Eustace y sorprendí parte
de la conversación.
—Atenderé a lo del camarote inmediatamente, ¿no? Es imposible
trabajar en el suyo con todos los baúles que lleva.
—Amigo mío —respondió sir Eustace—, mi camarote tiene una misión
doble: a) servir de sitio en que dormir; b) proporcionarme espacio en
el que intentar vestirme. Jamás tuve la intención de pedirle que se
acomodara en él y se pusiera a teclear con esa maldita máquina de
escribir suya.
—Eso es lo que yo digo, sir Eustace; necesitamos un sitio en que
trabajar. Para nuestros quehaceres se precisa espacio.
Al llegar a este punto me separé de ellos y bajé a ver si se estaba
llevando a cabo mi traslado. Encontré a mi camarero muy ocupado y
haciéndolo.
—Un camarote muy hermoso, señorita. En la cubierta D. El número
trece.
—¡Oh, no! —exclamé—. ¡El trece, no!
Tal vez no tenga más superstición que ésa, la del trece. Y era un
camarote muy hermoso, por cierto. Lo inspeccioné, vacilé y acabé
venciendo mi estúpida superstición. Me dirigí, casi lacrimosa, al
camarero.
—¿No hay otro camarote que me pueda dar?
El camarero reflexionó.
—Hay el diecisiete por el lado de estribor. Estaba vacío esta mañana,
pero se me antoja que ha sido otorgado a otro ya. No obstante,
puesto que el equipaje de ese caballero no ha sido trasladado aún, y
ya que los caballeros no son tan supersticiosos como las damas,
supongo que no le importará cambiarlo.
Recibí el ofrecimiento con alegría y gratitud. El camarero se fue a
obtener la autorización del sobrecargo. Regresó sonriendo.
—No hay inconveniente, señorita. Podemos trasladarnos
inmediatamente a él.
Me condujo al diecisiete. No era tan grande como el número trece;
pero lo encontré eminentemente satisfactorio.
—Le traeré el equipaje en seguida, señorita —dijo el hombre.
En aquel instante apareció en la puerta el hombre de la cara
siniestra, como le había bautizado yo.
—Perdonen —dijo—, pero este camarote queda reservado para uso
de sir Eustace Pedler.
—No se preocupe, caballero —explicó el camarero—. Le estamos
preparando ahora mismo el número trece en su lugar.
—No; era el número diecisiete el que se me había asignado.
—El número trece es un camarote mejor, caballero, y más grande.
—Escogí yo mismo el diecisiete y el sobrecargo dijo que para mí era.
—Lo siento —intervine con frialdad; pero el diecisiete me ha sido
asignado a mí.
—No estoy de acuerdo con eso.
El camarero metió baza.
—El otro camarote es igual, sólo que mejor.
—Quiero el número diecisiete.
—¿Qué significa todo esto? —exigió una voz nueva—. ¡Camarero!
¡Ponga mi equipaje ahí! Éste es mi camarote.
Era mi compañero de mesa, el reverendo Eduardo Chichester.
—Usted perdone —le dije—; este camarote es mío.
—Le ha sido asignado a sir Eustace Pedler —dijo el señor Pagett.
Todos nos estábamos acalorando.
—Lamento tener que discutir este asunto —anunció Chichester, con
sonrisa de humildad que no logró disimular su intención de salir con
la suya.
He observado que los hombres que parecen sumisos y humildes son
siempre muy testarudos. Se metió de lado por la puerta.
—Usted ha de ocupar el número veintiocho, por el lado de babor —
dijo el camarero—. Es un camarote muy bueno.
—Me temo que he de insistir. El camarote que se me prometió fue el
diecisiete.
Habíamos llegado a un punto muerto. Cada uno de nosotros estaba
decidido a no ceder. En rigor, yo hubiera podido retirarme de la lucha
y aliviar la tensión ofreciendo ocupar el número veintiocho. Mientras
no se me dieran el trece, lo mismo me daba qué camarote me tocase.
Pero me había picado. No tenía la menor intención de ser la primera
en ceder. Y Chichester me era antipático. Usaba dentadura postiza y
ésta emitía una serie de chasquidos cuando comía con ella. Más de un
hombre se ha hecho odioso por menos motivo.
Todos dijimos las mismas cosas otra vez. El camarero nos aseguró,
con más énfasis aún, que los otros dos camarotes eran mejores.
Ninguno de nosotros le hizo, sin embargo, el menor caso.
Pagett empezó a enfadarse. Chichester conservó la calma. Yo hice lo
propio mediante un esfuerzo. Pero seguíamos todos sin querer ceder
el paso en nuestro derecho. Un guiño del camarero y una palabra en
voz baja bastaron para indicarme lo que debía hacer. Me retiré sin
llamar la atención. Tuve la suerte de tropezar con el sobrecargo casi
inmediatamente.
—Por favor —dije—, ¿verdad que dijo que el camarote número
diecisiete era para mí? Los otros no quieren ceder. El señor
Chichester y el señor Pagett. Sí que me dejará a mí ocuparlo,
¿verdad?
Siempre digo que no hay como un marino cuando se trata de ser
galante. El sobrecargo confirmó mi opinión. Se presentó en escena,
informó a los otros dos que el número diecisiete era el mío, y les dijo
que podían ocupar el trece y el veintiocho, respectivamente, o
quedarse en el que ya ocupaban, como quisieran.
Permití que mis ojos le dijeran cuan heroico le consideraba y me
instalé en mi nuevo domicilio. El encuentro me había hecho mucho
bien. El mar estaba como una balsa; el tiempo se hacía más caluroso
a medida que transcurrían las horas. ¡El mareo había pasado a la
historia!
Subí a cubierta y me enseñaron a jugar al herrón. Me inscribí para
tomar parte en varios deportes. Se sirvió el té sobre cubierta y comí
con apetito. Después del té, jugué al tejo de mesa, con unos jóvenes
muy agradables. Se mostraron muy amables conmigo. La vida me
pareció satisfactoria y deliciosa.
El toque de corneta que anunciaba la hora de irse a vestir me pilló
por sorpresa y corrí a mi camarote. La camarera me aguardaba con
cierta agitación reflejada en el semblante.
—Hay un olor horrible en su camarote, señorita. No sé lo que puede
ser, pero dudo que pueda usted dormir aquí. Creo que hay un
camarote vacante en la cubierta C. Podría trasladarse a él... a pasar
esta noche por lo menos.
El olor era, en efecto, bastante malo; nauseabundo. Le dije a la
camarera que reflexionaría acerca de la conveniencia de mudarme de
camarote mientras me vestía. Me hice el tocado apresuradamente,
olfateando con disgusto entretanto.
¿Qué era aquel olor? ¿Una rata muerta? No; algo peor que eso y
completamente distinto. Sin embargo, no me era desconocido. Era
algo que había olido antes. Algo... ¡Ah! ¡Ya lo sabía! ¡Asafétida! Había
trabajado en el dispensario de un hospital algún tiempo durante la
guerra y conocía varias drogas nauseabundas. Asafétida, eso era.
Pero, ¿cómo...? Me senté en el sofá, dándome cuenta, de pronto, de
lo que aquello significaba. Alguien había puesto un poco de asafétida
en mi camarote. ¿Por qué? ¿Para conseguir que lo abandonara? ¿Por
qué tenía tanto interés en echarme? Pensé en la escena de aquella
tarde, viéndola ahora desde un punto de vista distinto. ¿Qué tenía el
camarote diecisiete para que tantas personas tuvieran interés en
ocuparlo? Los otros dos camarotes eran mejor que aquél, ¿por qué
habían insistido los dos hombres en que querían el diecisiete?
Diecisiete. Cómo persistía el número. El diecisiete era el día en que
había salido de Southampton. Era un diecisiete... Me interrumpí, con
una exclamación de sorpresa. Abrí rápidamente mi maleta y saqué el
precioso papel de entre las medias en que lo había escondido.
17 1 22.
Yo lo había tomado como una fecha, la fecha de partida del Castillo
de Kilmorden. ¿Y si me hubiese equivocado?
Ahora que lo pensaba, ¿creería necesario quien apuntara una fecha
anotar el año además del mes? ¿Y si el 17 significaba camarote 17?
¿Y el 1? La hora, la una en punto. En tal caso, el 22 debía de ser la
fecha. Consulté mi calendario de bolsillo.
¡El día siguiente sería 22!
CAPITULO -- X
Se apoderó de mí una violenta excitación. Estaba segura de que
había dado con la pista por fin. Una cosa era bien clara: no debía
moverme del camarote. Habría que soportar la asafétida. Volví a
repasar los hechos.
Mañana era día 22, y a la una de la tarde, o a la una de la
madrugada, sucedería algo. Lo segundo me pareció lo más probable.
Eran las siete de la tarde. Dentro de seis horas sabría a qué
atenerme.
No sé cómo pude soportar la espera. Me retiré a mi camarote
bastante temprano. Le había dicho a la camarera que tenía un catarro
y que, por consiguiente, los olores no me molestaban. La pobre
parecía seguir sufriendo por mí; pero yo me mostré firme.
La noche se hizo interminable. Acabé retirándome a la cama; pero,
por lo que pudiera suceder, me envolví en una bata de franela y me
puse las zapatillas. Así preparada, podría levantarme de un brinco y
tomar parte en cualquier cosa que ocurriera.
¿Qué esperaba yo que ocurriese? Apenas lo sé. Cruzaron mi mente
vagas fantasías, la mayor parte de ellas de una improbabilidad
fantástica. Pero de una cosa estaba completamente convencida: de
que a la una en punto pasaría algo.
Oí a intervalos las pisadas de mis compañeros de viaje que se
retiraban a sus respectivos camarotes. Por el abierto tragaluz
llegaban hasta mí fragmentos de conversación y saludos de
despedida. Luego, silencio. La mayoría de las luces se apagaron.
Seguía luciendo una en el pasillo exterior y, por lo tanto, había cierta
cantidad de luz en el camarote. Oí tocar ocho campanadas. La hora
que siguió fue la más larga que había conocido. Consulté
sigilosamente mi reloj para asegurarme de que no había pasado la
hora ya.
Si mis deducciones eran falsas, si nada sucedía a la una en punto,
habría hecho el ridículo y gastado todo mi capital inútilmente. El
corazón me latió dolorosamente.
Sonaron dos campanadas. ¡La una! Y nada. Un momento, ¿qué era
aquello? Oí ruido de pisadas presurosas. ¡Alguien corría pasillo abajo!
Luego, con inesperada brusquedad, la puerta de mi camarote se abrió
violentamente y un hombre interrumpió en el cuarto, casi cayéndose
al entrar.
—¡Sálveme! —dijo roncamente—. ¡Me persiguen!
No era momento para pararse a discutir o pedir explicaciones. Oía
pisadas. Me había puesto en pie de un salto y estaba en el centro de
la estancia, cara a cara con el desconocido.
En un camarote no abundan los escondites para un hombre que mida
un metro ochenta. Con una mano saqué el baúl. El desconocido se
dejó caer detrás de él, metiéndose por debajo de la litera. Alcé la
tapa. Simultáneamente bajé el lavabo plegable con la otra mano. Me
sujeté el cabello en minúsculo nudo sobre la coronilla. Desde el punto
de vista estético, mi aspecto no podía ser menos artístico. Desde otro
punto de vista, resultaba artístico en grado sumo. Mal puede
sospecharse que esté dando asilo a un fugitivo una dama que tiene el
cabello recogido en feo moño y se halla a punto de sacar una pastilla
de jabón del baúl para lavarse el cuello.
Llamaron a la puerta y, sin aguardar a que dijera «¡Adelante!», la
abrieron.
No sé qué esperaba ver yo. Creo que me rodaba por la cabeza la
imagen del señor Pagett, revólver en mano. O la de mi amigo el
misionero, con una porra en la mano o alguna otra arma ofensiva. Lo
que desde luego no esperaba ver a una camarera con rostro
interrogador y aspecto respetable.
—Usted perdone, señorita. Creí oírla gritar.
—No —le respondí—; no he gritado.
—Siento mucho haberla interrumpido.
—No se preocupe. No podía dormir. Pensé que tal vez me iría bien
lavarme.
Aquello sonaba como si el lavarme no fuera costumbre mía.
—Lo siento mucho —repitió la camarera—. Pero anda por ahí un
caballero que está bastante borracho y tememos que se meta en el
camarote de alguna señora y la asuste.
—¡Qué horror! —exclamé con cara de alarma—. No entrará aquí,
¿verdad?
—Oh, no lo creo, señorita. Toque el timbre si se acerca. Buenas
noches.
—Buenas noches.
Abrí la puerta y eché una mirada al pasillo. No se veía a nadie más
que aquella camarera que se alejaba.
¡Borracho! ¡Con que ésa era la explicación! Había hecho derroche de
habilidad histriónica en balde. Saqué un poco más el baúl y dije con
acidez:
—Salga inmediatamente, haga el favor.
No obtuve respuesta. Atisbé por debajo de la litera. Mi visitante yacía
inmóvil. Parecía dormido. Le tiré del hombro. No se movió.
—Borracho perdido —pensé disgustada—. ¿Qué haré?
De pronto vi algo que me hizo contener el aliento: una mancha
escarlata en el suelo.
Empleando toda mi fuerza logré arrastrarle al centro del camarote. La
palidez en su semblante indicaba que se había desmayado. Hallé la
causa del desmayo sin dificultad. Le habían dado una puñalada por
debajo del omoplato izquierdo, una herida fea, profunda. Le quité la
chaqueta y me puse a atenderlo.
Al tocarle el agua fría se volvió y se incorporó.
—No se mueva, haga el favor —dije.
Era la clase de joven que recobraba sus facultades con rapidez. Se
puso en pie, tambaleándose un poco.
—Gracias, no necesito ningún cuidado.
Hablaba con desafío, casi agresivo. Ni una palabra de agradecimiento.
—Es una herida muy fea. Tiene que dejarme curársela
—No permitiré que haga tal cosa.
Me escupió las palabras, como si hubiera estado suplicándole yo un
favor. Mi genio, nunca muy apacible, se despertó.
—No puedo felicitarle por sus modales —dije con frialdad.
—Puedo librarla de mi presencia, por lo menos.
Echó a andar hacia la puerta y volvió a tambalearse. Le empujé hacia
el sofá con brusquedad.
—No sea imbécil —le dije, sin andarme con contemplaciones—.
Supongo que no querrá ir dejando un reguero de sangre por el barco.
Pareció comprender cuánta razón me asistía en eso, porque no se
movió de su asiento mientras yo le vendaba la herida lo mejor que
me era posible.
—Vaya —dije, dando una palmadita a mi obra—, con esto podrá tirar
de momento. ¿Está de mejor humor ahora y se siente dispuesto a
explicarme que significa todo esto?
—Lamento no poder satisfacer su natural curiosidad.
—¿Por qué no? —inquirí, chasqueada.
Sonrió desagradablemente.
—Si se quiere propalar una cosa a los cuatro vientos, no hay como
contársela a una mujer. Para evitarlo, lo mejor es callar.
—¿No me cree capaz de guardar un secreto?
—Estoy completamente seguro de que no.
Se puso en pie.
—Por lo menos —le dije con rencor—, podré propalar los sucesos de
esta noche.
—No tengo la menor duda de que lo hará —aseguró él con
indiferencia.
—¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? —exclamé con ira.
Nos mirábamos de hito en hito, con la misma ferocidad que si
fuéramos enemigos irreconciliables. Por primera vez le observé
detenidamente, fijándome en el cabello negro cortado al rape, en la
delgada mandíbula, en la cicatriz que surcaba la bronceada mejilla,
en los singulares ojos grises claros que me miraban con una especie
de burla y temeridad difíciles de describir. Tenía aspecto de hombre
peligroso.
—¡Aún no me ha dado usted las gracias por salvarle la vida! —le dije
con falsa dulzura.
Le di en la llaga. Le vi sobrecogerse como si hubiera recibido una
bofetada. Instintivamente comprendí que lo que más rabia le daba
era que le recordaba que me debía la vida. A mí no me importó eso.
Deseaba hacerle daño. Jamás había sentido tantos deseos de hacer
daño a una persona.
—¡Siento con toda el alma que lo haya hecho! —exclamó,
explosivamente—. ¡Más me valiera haber muerto y hallarme libre de
este asunto!
—Celebro que reconozca su deuda. No puede librarse de ella. Le salvé
la vida y estoy esperando a que me diga «gracias».
Si las miradas matasen, creo que hubiera querido él matarme en
aquellos instantes. Me echó bruscamente a un lado para pasar. Se
detuvo junto a la puerta y habló por encima del hombro.
—No le daré las gracias ni ahora, ni nunca. Pero reconozco la deuda.
Le pagaré algún día.
Marchó, dejándome con las manos crispadas y palpitándome el
corazón con velocidad de saetín.
CAPITULO -- XI
No hubo más emociones aquella noche. Me desayuné en la cama y
me levanté tarde a la mañana siguiente. La señora Blair me saludó
muy jovial cuando salí a cubierta.
—Buenos días, gitanilla, siéntese a mi lado. Por su semblante
deduzco que no ha dormido bien.
—¿Por qué me llama usted eso? —pregunté, sentándome, obediente.
—¿Le molesta? Le cae a usted bien. La he llamado así para mis
adentros desde el primer momento. Es ese elemento gitano el que la
hace tan distinta a todas las demás. Me dije que usted y el coronel
Race eran las dos únicas personas a bordo con las que podría hablar
sin morirme de tedio.
—Es curioso —repliqué—; eso mismo pensé yo de usted... sólo que es
más comprensible en su caso. Es..., es usted un producto tan
exquisitamente acabado.
—No está mal expresado eso —dijo la señora Blair, moviendo
afirmativamente la cabeza—. Hábleme de usted misma, gitanilla. ¿Por
qué marcha a África del Sur?
Le conté algo de la obra de papá.
—¿Conque es usted la hija de Carlos Beddingfeld? ¡Ya decía yo que
no era una simple señorita provinciana! ¿Va usted a Broken en busca
de más cráneos?
—Quizá —respondí con cautela—. Tengo otros planes además.
—¡Qué arrapieza más misteriosa es usted! Pero sí que parece
cansada esta mañana. ¿No durmió bien? Yo no consigo mantenerme
despierta a bordo de un barco. Dicen que un imbécil necesita diez
horas de sueño. ¡A mí no me irían mal veinte!
Bostezó poniendo cara de gatito soñoliento.
—Un idiota de camarero me despertó a medianoche para devolverme
el rollo de película que se me cayó ayer. Lo hizo de la forma más
melodramática del mundo. Metió la mano y el brazo por el ventilador
y me dejó caer el carrete sobre la boca del estómago. ¡Creí que era
una bomba al principio!
—Aquí está su coronel —dije, al aparecer sobre cubierta el coronel
Race.
—No es mi coronel exclusivamente. Es más, la admira a usted,
mucho, gitanilla. Conque no se escape.
—Quiero atarme algo a la cabeza. Resultará más cómodo que un
sombrero.
Me marché precipitadamente. Sin saber por qué, me sentía cohibida
en presencia del coronel. Era una de las pocas personas capaces de
hacerme experimentar timidez.
Bajé a mi camarote y empecé a buscar una cinta ancha o un velo de
automovilismo con que sujetar mis rebeldes guedejas. Soy una
persona ordenada. Me gusta tener todas mis cosas de una manera
determinada y las conservo siempre así. Y, no bien abrí mi cajón, me
di cuenta de que alguien había andado allí. Todo su contenido estaba
revuelto. Miré en los demás cajones y en el armario colgante. Todos
me contaron la misma historia. Era como si alguien hubiese hecho un
registro precipitado e infructuoso.
Me senté en el borde de la litera con rostro solemne. ¿Quién me
había registrado el camarote y qué era lo que buscaba? ¿La media
hoja de papel que contenía números y palabras? Sacudí la cabeza
nada convencida. Aquello debía de haber pasado a la historia ya.
Pero, ¿qué otra cosa podía haber?
Quería pensar. Los acontecimientos de la noche anterior, aunque
emocionantes, en nada habían aclarado las cosas. ¿Quién era el joven
que irrumpiera en mi camarote tan bruscamente? No le había visto a
bordo con anterioridad, ni sobre cubierta ni en el comedor. ¿Era
tripulante o pasajero? ¿Quién le había apuñalado? ¿Por qué lo habían
hecho? Y, ¿por qué figuraría tan prominentemente en el asunto el
camarote número 17? Todo era un misterio pero no cabía duda de
que estaban ocurriendo cosas muy raras a bordo del Castillo de
Kilmorden.
Conté con los dedos las personas a las que en lo sucesivo debía
vigilar.
Dejando a un lado mi visitante de la noche anterior, pero
prometiéndome a mí misma descubrirle a bordo antes de que hubiese
transcurrido un día más, escogí a las siguientes personas como
dignas de ser observadas.
Primera: Sir Eustace Pedler. Era el propietario de la Casa del Molino y
su presencia a bordo del Castillo de Kilmorden me parecía mucha
coincidencia.
Segunda: El señor Pagett, secretario, de aspecto siniestro, cuyo
deseo de ocupar el camarote diecisiete había sido tan ostensible.
Nota: Averígüese si acompañó a sir Eustace a Cannes.
Tercera: El reverendo Eduardo Chichester. Lo único que tenía contra
él era su empeño en ocupar el camarote 17. Y ello pudiera deberse
exclusivamente a lo singular de su temperamento. La testarudez
impulsa a veces a hacer cosas asombrosas.
Pero no estaría de más charlar un rato con el señor Chichester,
resolví. Atándome apresuradamente un pañuelo a la cabeza, subí a
cubierta otra vez, llena de determinación. Estuve de suerte. El
hombre a quien buscaba se había apoyado en la borda tomando una
taza de extracto de carne. Me acerqué a él tranquilamente.
—Espero que me habrá perdonado usted por lo del camarote
diecisiete —le dije, con una sonrisa.
—Considero poco cristiano el guardar rencor —contestó el señor
Chichester con frialdad—. Pero el sobrecargo me había prometido ese
camarote.
—Los sobrecargos son gente tan ocupada, ¿sabe? —murmuré
vagamente—. Supongo que es natural que se olviden a veces.
El señor Chichester no contestó.
—¿Es ésta la primera visita que hace usted a África? —le pregunté
como si me guiara tan sólo el deseo de matar el tiempo hablando.
—A África del Sur, sí. Pero he trabajado durante los últimos dos años
en las tribus caníbales del centro de África Oriental.
—¡Qué emocionante! ¿Se ha librado usted muchas veces? —
¿Librarme?
—De qué le comieran, quiero decir.
—No debiera usted tratar los asuntos sagrados con ligereza, señorita
Beddingfeld.
—No sabía yo que el canibalismo fuera un asunto sagrado —respondí,
picada.
No bien hube pronunciado estas palabras, se me ocurrió otra idea. Si
el señor Chichester se había pasado los últimos dos años en el
corazón de África, ¿cómo era que no estaba más bronceado? Tenía la
piel tan sonrosada como la de un recién nacido. ¿No habría gato
encerrado allí? Sin embargo, sus modales y su voz eran perfectos.
Demasiado perfectos quizás. ¿Era o no era un poco parecido a un
cura de teatro?
Traté de recordar los pastores que había conocido en Little Hampsly.
Algunos de ellos me habían sido simpáticos; otros, no; pero desde
luego, ninguno de ellos había sido exactamente como el señor
Chichester. Ellos habían sido humanos. Chichester era el mismo tipo
elevado al cubo, por exagerado.
Estaba pensando todo esto cuando sir Eustace pasó cubierta abajo.
En el momento de llegar a la altura del señor Chichester, se agachó y
recogió un pedazo de papel que le entregó diciendo:
—Ha dejado usted caer esto.
Siguió adelante sin detenerse; conque, probablemente, no se dio
cuenta de la agitación del reverendo. Yo sí. Fuera lo que fuese lo que
había dejado caer, el recobrarlo le agitó considerablemente. Se puso
de color verdoso y arrugó el papel hasta hacer una bola. Mis
sospechas se centuplicaron.
La mirada del pastor se cruzó con la mía, y se puso a dar
explicaciones precipitadamente.
—Un... un... fragmento de un sermón que estaba componiendo —
dijo, con acuosa sonrisa.
—¿De veras? —murmuré cortésmente.
¡El fragmento de un sermón! ¡Narices, señor Chichester! ¡Ya se le
podía haber ocurrido una explicación mejor!
No tardó en separarse de mí, mascullando una excusa. Lástima, ¡ah,
qué lástima!, que no hubiera encontrado yo el papel en lugar de sir
Eustace Pedler. Una cosa estaba clara: no podía eliminar al señor
Chichester de mi lista de sospechosos. Me inclinaba incluso a ponerle
a la cabeza de ella.
Después de comer, cuando salí al saloncillo a tomar café, vi a sir
Eustace y a Pagett sentados con la señora Blair y el coronel Race. La
señora Blair me recibió con una sonrisa; conque me reuní con ellos.
Hablaban de Italia.
—Sí que engaña a cualquiera —insistió la señora Blair—. Aqua calda
debiera de querer decir «agua fría» y no «agua caliente»1.
—Bien se ve —sonrió sir Eustace— que no está usted fuerte en latín.
—¡Suelen darse tantos aires de superioridad los hombres, cuando de
latín se trata...! —exclamó la señora Blair—. Lo que no impide que,
cuando les ruego que me traduzcan alguna inscripción de las que se
encuentran en las iglesias antiguas, se vean incapaces de
complacerme. Carraspean, vacilan y procuran salirse del compromiso
como pueden.
—En efecto —asintió el coronel Race—, eso es lo que hago yo
siempre.
—Pero adoro a los italianos —continuó la señora Blair—. ¡Son tan
amables...! Aunque eso no deja de tener sus inconvenientes. Les
pregunta usted el camino a alguna parte y, en lugar de decir «la
primera a la derecha y la segunda a la izquierda» o algo así que
comprenda una bien, le sueltan un chorro de explicaciones muy bien
intencionadas. Y, cuando una pone cara de aturdida, la cogen
bondadosamente del brazo y la acompañan hasta el punto donde una
se quiere dirigir.
—¿Es eso lo que le ha ocurrido a usted en Florencia, Pagett? —
inquirió sir Eustace volviéndose, con una sonrisa, hacia su secretario.
Por Dios sabe qué misteriosa razón la pregunta pareció desconcertar
al señor Pagett. Tartamudeó; se puso colorado.
—¡Oh..., en efecto, sí... ah..., en efecto!
Luego, murmurando una excusa, se puso en pie y abandonó la mesa.
—Empiezo a sospechar que Pagett ha cometido algún delito en
Florencia —observó sir Eustace mirando al secretario que se alejaba—
Siempre que se habla de Florencia o de Italia, cambia de
conversación o se retira precipitadamente.
—Tal vez asesinara a alguien allí —murmuró la señora Blair—. Tiene
cara... espero que mis palabras no le molesten, sir Eustace... pero sí
que tiene cara de ser capaz de asesinar a cualquiera.
—¡Sí! ¡Cara de siglo dieciséis puro! Me hace gracia a veces... sobre
todo sabiendo, como yo sé, cuan decente es el pobre y cuan
escrupuloso acatador de la ley.
1 El comentario de la señora Blair obedece a que «fría», en inglés, es «cold». Por
consiguiente, para ella resulta más lógico que calda signifique cold, que no signifique hot
(caliente). (N. del T.)
—Lleva algún tiempo a su servicio, ¿verdad, sir Eustace? —dijo el
coronel Race.
—Seis años —anunció el otro, con un profundo suspiro.
—Debe de encontrarle usted de incalculable valor —observó la señora
Blair.
—Oh, ya lo creo... Sí, ¡de un valor incalculable!
Hablaba el pobre hombre con voz tan deprimida como si el
incalculable valor del señor Pagett fuera para él motivo de secreto
sentimiento. Luego agregó, más animado:
—Pero su rostro debía inspirarle confianza en realidad, mi querida
amiga. Ningún asesino que se preciara en algo consentiría en
parecerse a un asesino. Crippen1, según tengo entendido, era el
hombre más agradable que pueda uno imaginarse.
—Le detuvieron a bordo de un trasatlántico, ¿no? —murmuró la
señora Blair.
El ruido de vajilla que entrechocaba con violencia sonó de súbito a
nuestras espaldas. Me volví rápidamente. El señor Chichester había
dejado caer su taza de café.
Nuestro grupo no tardó en dispersarse. La señora Blair se retiró a su
camarote para echar un sueño. Yo salí a cubierta. El coronel Race me
siguió.
—Es usted muy esquiva, señorita Beddingfeld. La busqué por todas
partes anoche, en el baile.
—Me acosté temprano —le expliqué.
—¿Va usted a escaparse esta noche también? ¿O bailará conmigo?
—Bailaré con usted gustosa —murmuré con timidez—. Pero la señora
Blair...
—A nuestra amiga la señora Blair no le gusta bailar.
—Y, ¿a usted?
—Me gusta bailar con usted.
—¡Oh! —exclamé nerviosa.
Le tenía un poco de miedo al coronel Race. No obstante, me estaba
divirtiendo. Aquello resultaba mejor que discutir de cráneos fósiles
con aburridos científicos. El coronel Race era el rhodesiano severo y
silencioso de mis ensueños. ¡Tal vez me casara con él! No había
pedido mi mano, cierto, pero, como reza el lema de los exploradores:
«¡Estad prevenidos!» Y toda mujer, sin tener la menor intención de
ello, considera a todo hombre con quien se encuentra como posible
marido para sí o para su mejor amiga.
Bailé varias veces con él aquella noche. Lo hacía muy bien. Cuando
terminó el baile y pensaba yo en acostarme, propuso que diéramos
una vueltecita por cubierta. Dimos tres vueltas y acabamos
1 Famoso asesino inglés a quien cupo el dudoso honor de ser el primer criminal que fue
arrestado gracias a la telegrafía inalámbrica, entonces en sus comienzos. (N. del T.)
sentándonos en dos gandulas. No se veía a nadie más por allí.
Charlamos de cosas sin conexión durante unos momentos.
—¿Sabe, usted, señorita Beddingfeld, que creo haber tenido ocasión
de hablar con su padre una vez? Un hombre interesantísimo...
hablando de su especialidad... y es una especialidad que a mí me
fascina. También he tocado yo ese asunto en pequeño. Cuando
estuve en la región de Dordogne.
Nuestra conversación se hizo técnica. El coronel Race no había
exagerado. Conocía a fondo el tema. No obstante, cometió dos o tres
errores curiosos, casi los hubiera creído yo simples deslices. Pero, al
apuntarlos yo, cubrió sus errores con rapidez. Una vez habló del
período musteriense como si hubiera seguido al aurignáceo, error
absurdo para quien sepa una palabra del asunto.
Eran las doce cuando me retiré a mi camarote. Aún estaba interesada
por aquellas extrañas discrepancias. ¿Sería posible que se hubiera
estudiado todo el tema con el exclusivo propósito de hablar conmigo
y que no supiera una palabra de arqueología? Sacudí la cabeza, nada
satisfecha de semejante explicación.
En el preciso instante en que empezaba a dormirme, me incorporé
con sobresalto al ocurrírseme otra idea. ¿Me habría estado
sonsacando? ¿Serían aquellos pequeños errores simples pruebas,
para averiguar si yo sabía, en efecto de qué estaba hablando? En
otras palabras: sospechaba que yo no era, en realidad, Anita
Beddingfeld.
¿Por qué?
CAPITULO -- XII
Extracto del libro de sir Eustace Pedler
La vida a bordo de un barco tiene sus compensaciones. Es una vida
apacible. Mis canas me eximen, por fortuna, de indignidades tales
como coger manzanas con los dientes, correr por cubierta con un
huevo o una patata en una cuchara, y de otros deportes aún más
violentos. Jamás he logrado comprender que diversión halla la gente
jugando de una manera tan absurda. Pero hay muchos imbéciles en
el mundo. Uno alaba a Dios por su existencia y procura no cruzarse
en su camino.
Por suerte, soy un navegante excelente. Pagett, pobre hombre, no lo
es. Empezó a cambiar de color en cuanto nos apartamos de la costa.
Supongo que mi otro mal llamado secretario se encuentra mareado
también. No ha asomado la cabeza aún, por lo menos. Pero quizá no
se trate de mareo, sino de alta diplomacia. Lo interesante es que a mí
no me ha molestado.
En conjunto, el pasaje es una verdadera calamidad. No hay más que
dos que sepan jugar decentemente al bridge, y una mujer a la que
valga la pena mirar dos veces: la señora de Clarence Blair. La he
conocido en Londres, claro está. Es una de las pocas mujeres que
conozco que pueden jactarse de poseer sentido humorístico. Me gusta
hablar con ella. Y me gustaría mucho más, de no ser por el patilargo
y taciturno imbécil que se ha pegado a ella como una lapa. No puedo
creer que ese coronel Race le resulte entretenido de verdad. Es bien
parecido, hasta cierto punto... pero más aburrido que una ostra. Uno
de esos hombres fuertes y silenciosos por los que deliran los
novelistas y las jovencitas.
Guy Pagett salió con pena a cubierta cuando dejamos Madeira atrás,
y empezó a rezongar en voz hueca sobre la necesidad de trabajar.
¿Para qué diablos querrá nadie trabajar a bordo de un barco? Es
cierto que prometí a mis editores entregarles mis «Reminiscencias» a
principios de verano. Pero, ¿qué importa? ¿Quiénes son, después de
todo, los que leen libros de reminiscencias? Las viejas de los
suburbios. Y, ¿qué son mis reminiscencias después de todo? He
tropezado con cierto número de personas supuestamente famosas
durante mi existencia. Con la ayuda de Pagett, invento anécdotas
insípidas de cada una de ellas. Y la verdad es que Pagett resulta
demasiado honrado para hacer ese trabajo. No me permite que
invente anécdotas de la gente a quien hubiera podido conocer pero a
la que no conozco ni de oídas.
Probé convencerle haciendo alarde de sentimientos bondadosos.
—Está usted hecho un perfecto guiñapo aún, amigo mío —le dije—; lo
que necesita es una gandula puesta al sol. No... ni una palabra más.
El trabajo tendrá que esperar.
Cuando quise darme cuenta, estaba preocupado ya por la necesidad
de un camarote de repuesto.
—No hay sitio en el suyo para trabajar, sir Eustace. Está lleno de
baúles.
Por su tono, cualquiera hubiera creído que los baúles son
cucarachas... cosas que están de más en un camarote.
Me tomé la molestia de explicarle que, aunque él tal vez lo ignorase,
existe la costumbre de llevarse consigo una muda de ropa cuando
uno se va de viaje. Se dibujó en sus labios la pálida sonrisa con que
suele recibir mis bromas, y luego volvió a la carga.
—Y mal podríamos trabajar en el cuchitril que me ha tocado.
—Conozco ya los cuchitriles de Pagett; suele escoger para sí el mejor
camarote de un barco.
—Siento que el capitán no le cediera su camarote esta vez —le
respondí con sarcasmo—. Pero si quiere, puede depositar parte de su
equipaje en mi camarote...
Es peligroso ser sarcástico con un hombre como Pagett. Se animó
inmediatamente.
—Si pudiera quitarme de encima la máquina de escribir y el baúl de
los papeles y sobres...
El baúl de los papeles y sobres pesa varias toneladas. Es causa de
continuos y desagradables incidentes con mozos de cuerda y de
estación. La ambición preponderante de Pagett es cargarme a todas
horas con semejante armatoste. El objeto de luchas perpetuas entre
ambos. Él parece considerarlo equipaje personal mío. Yo, por mi
parte, considero que encargarse del baúl es la única cosa
verdaderamente útil que pueda hacer un secretario.
—Tomaremos otro camarote —le contesté, precipitadamente.
La cosa parecía bastante sencilla; pero Pagett es un hombre a quien
los misterios encantan. Vino a mí al día siguiente con cara de
conspirador de la época del Renacimiento.
—¿Recuerda que me dijo que alquilara el camarote número diecisiete
para despacho?
—Bueno, ¿y qué? ¿Se ha encallado el baúl de papel en la puerta?
—Las puertas son del mismo tamaño en todos los camarotes —me
contestó Pagett, muy serio—. Pero le digo a usted, sir Eustace, que
hay algo raro en ese camarote.
Recuerdos de la lectura de novelas terroríficas acudieron a mi mente.
—Si quiere usted decir que hay duendes —le repuse—, no veo yo por
qué hemos de preocuparnos puesto que no pensamos dormir en él. A
una máquina de escribir no le afectan los fantasmas.
Pagett dijo que no se trataba de fantasmas y que, después de todo,
no había podido conseguir el camarote 17. Me contó una larga y
complicada historia. Al parecer, él, un tal señor Chichester, y una
muchacha que se llamaba Beddingfeld, casi habían llegado a las
manos en su disputa para ocupar el 17. Ni que decir tiene que la
muchacha había ganado y Pagett aún trinaba al recordarlo.
—El trece y el veintiocho son mucho mejores camarotes —reiteró—;
pero ninguno de los dos quiso saber una palabra de ellos.
—Si a eso viene —le dije ahogando un bostezo—, a usted parece
haberle ocurrido otro tanto que a ellos, querido Pagett.
Me dirigió una mirada de reproche.
—Me dijo usted que alquilase el diecisiete.
Pagett es a veces de una testarudez que atonta.
—Mi querido Pagett —le dije, irritado—, mencioné el número
diecisiete, porque dio la casualidad que lo vi desocupado. Pero no era
mi intención que luchase usted a muerte por conseguirlo. Igual nos
hubiera servido el trece o el veintiocho.
Puso cara de fastidiado.
—Es que hay algo más —insistió—. La señorita Beddingfeld se quedó
con el camarote; pero esta mañana vi salir de él furtivamente al
señor Chichester.
Le miré con severidad.
—Si lo que usted quiere es dar un escándalo usando como
protagonistas a Chichester, que es misionero (aunque como persona
resulte veneno puro), y a esa linda niña Ana Beddingfeld, me niego a
creer una palabra de cuanto usted me diga —le contesté, con
frialdad—. Anita Beddingfeld es una muchacha agradable en sumo
grado... y tiene unas pantorrillas extraordinariamente bonitas; y
hasta creo que no hay piernas tan lindas como las suyas en todo el
barco. Puedo asegurarlo.
A Pagett no le gustó que hiciese referencia a las pantorrillas de Ana
Beddingfeld. Es uno de esos hombres que nunca se fijan en una
pantorrilla o que, si lo hacen, antes morirían que confesarlo. La
admiración que tales cosas me producen se le antoja frívola. Me
gusta molestar a Pagett. Conque continué, con mala intención:
—Puesto que ya ha entablado conversación con ella, podría invitarla a
que comiera en nuestra mesa mañana por la noche. Habrá baile de
máscaras. Y, a propósito, más vale que vaya a ver al barbero y
escoja un disfraz para mí.
—Pero, ¿es posible que piense ir con disfraz? —exclamó Pagett,
horrorizado.
Me di cuenta que consideraba aquello incompatible con mi dignidad.
Su rostro reflejaba horror y dolor. En realidad, yo no había tenido la
menor intención de disfrazarme; pero la perspectiva de desconcertar
por completo a Pagett era demasiado tentadora para que la pudiera
yo resistir.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —exclamé—. ¡Claro que me
disfrazaré! Y usted también.
Pagett se estremeció.
—Conque vaya al barbero y encárguese de eso —terminé diciendo.
—No creo que tenga disfraces más que para gente de tamaño
corriente —murmuró Pagett, midiéndome con la vista.
Sin tener intención de ello, Pagett sabe ser extremadamente ofensivo
de vez en cuando.
—Y pida que le reserven una mesa para seis en el comedor —añadí—.
Invitaremos al capitán, a la muchacha de las piernas bonitas, a la
señora Blair...
—No conseguirá que acepte la señora Blair si no invita también al
coronel Race —interrumpió Pagett—. Sé que el coronel le rogó que
comiese con él.
Pagett siempre lo sabe todo. Me molesté, y con razón.
—¿Quién es Race? —exigí, exasperado.
Como dije antes, Pagett siempre lo sabe todo, o cree saberlo todo.
Volvió a poner cara de misterio.
—Se dice que pertenece al Intelligence Service1 (1), sir Eustace. Y
que es un gran personaje dentro de él. Pero, claro está, no lo sé a
ciencia cierta.
—¡Qué cosas tiene el Gobierno! —exclamé—. Va a bordo un hombre
cuya profesión es llevar documentos secretos, y se los entrega a un
extraño, a un individuo pacífico cuya única ambición es que le dejen
en paz.
La expresión de Pagett se tornó más misteriosa aún. Se acercó un
poco más y bajó la voz.
—Si quiere que le dé mi opinión, sir Eustace, todo este asunto es la
mar de raro. Fíjese, si no, en la enfermedad que tuve antes de salir.
—Mi querido amigo —le interrumpí brutalmente—: Lo que usted tuvo
fue un ataque de bilis. Siempre le andan dando arrechuchos.
Pagett se sobrecogió levemente, como si le hubiera cruzado la cara.
—No fue un ataque de bilis corriente. Esta vez...
—¡Por el amor de Dios, no entre en detalles acerca de su estado,
Pagett! ¡No tengo el menor deseo de escucharlos!
—Como usted quiera, sir Eustace. Pero tengo el convencimiento de
que se me envenenó deliberadamente.
—¡Ah! —dije yo—. Ha estado usted hablando con Enrique Rayburn.
No lo negó.
—Sea como fuere, sir Eustace, él lo cree así..., y debiera de hallarse
en situación de saberlo.
—A propósito —pregunté—, ¿dónde está ese hombre? No he podido
echarle la vista encima desde que subimos a bordo.
—Hace circular la noticia de que se encuentra enfermo y no se mueve
de su camarote, sir Eustace —Pagett volvió a bajar la voz—. Pero
estoy seguro de que no es más que para despistar. Para poder vigilar
1 Secret Service o Intelligence Service, Servicio de espionaje. (N. del T.)
mejor.
—¿Vigilar?
—Para custodiarle a usted mejor, sir Eustace. Por si acaso fuera
objeto de un ataque.
—¡Qué manera tiene usted de animar a la gente, Pagett! —dije—. Se
deja usted llevar de la imaginación o así lo espero. Yo, en su lugar,
asistiría al baile disfrazado de calavera o de verdugo. Son los
disfraces más en consonancia con su tétrica belleza.
Eso bastó para cerrarle la boca de momento. Subí a cubierta. La niña
Beddingfeld estaba absorta en su conversación con el misionero
Chichester. Las mujeres siempre revolotean alrededor de los
pastores.
Al hombre que tiene una figura como la mía le hace muy poca gracia
agacharse; pero tuve la cortesía de recoger el papel caído a los pies
del pastor.
Mi acción no me valió una sola palabra de agradecimiento. De todas
formas, me hubiera sido imposible no ver lo que había escrito en el
papel. Era una sola frase. «No intente trabajar a solas por su cuenta
o saldrá perdiendo.»
¡Linda cosa que encontrar en poder de un misionero! ¿Quién será ese
Chichester? Parece más inocuo que la leche. Pero las apariencias
engañan. Le preguntaré a Pagett. Pagett siempre lo sabe todo.
Me dejé caer garbosamente en la gandula vecina a la de la señora
Blair, interrumpiendo así su charla a solas con Race. Observé:
—¡No sé dónde irá a parar el clero en estos tiempos!
Luego le pedí que cenara conmigo la noche del baile de máscaras. No
sé cómo se las arregló Race; pero el caso es que consiguió que se le
incluyera en la invitación.
Después de comer a mediodía, la Beddingfeld vino a sentarse con
nosotros a tomar el café. No me había equivocado en cuanto a sus
piernas se refiere. Son, sin duda alguna, las más bonitas de a bordo.
¡Vaya si la invitaré a comer a ella también!
Me gustaría saber qué diablos ha hecho Pagett en Florencia. Cada vez
que se habla de Italia, se descompone. Si no supiera cuan
intensamente honrado es, empezaría a creerlo reo de algún amor
vergonzoso.
Pero..., ¡quién sabe...! Hasta los hombres más decentes... Me
animaría una enormidad si fuese así la cosa.
Pagett..., ¡con algo que ocultar! ¡Magnífico!
CAPITULO -- XIII
Ha sido una noche singular, excepcional. El único disfraz que me iba
bien era uno de oso. No me importaba hacer el oso con unas cuantas
muchachas bonitas, un atardecer de invierno en Inglaterra..., pero no
es el disfraz más a propósito que digamos para el Ecuador. No
obstante, hice reír una barbaridad y gané el primer premio de «traído
a bordo»... absurdo nombre que dan al disfraz alquilado por una
noche. Sin embargo, como nadie parecía tener la menor idea de si los
disfraces se hacían allí o se traían a bordo, la cosa importaba bien
poco. La señora Blair se negó a disfrazarse. Aparentemente, está en
todo caso de acuerdo con Pagett sobre el particular. El coronel Race
siguió su ejemplo. Ana Beddingfeld se había hecho un vestido de
gitana y estaba extraordinariamente bien. Pagett dijo que tenía dolor
de cabeza y no se presentó. Para ocupar su lugar, invité a un
hombrecillo del Partido Obrero Sudafricano. Un hombrecillo horrible.
Pero quiero conservar su amistad porque me da la información que
necesito. Quiero comprender la cuestión del Rand desde los dos
puntos de vista.
Daba un calor enorme el bailar. Bailé dos veces con Ana Beddingfeld
y ella fingió que le había gustado. Bailé una vez con la señora Blair,
que no se molestó en fingir, y fueron víctimas mías varias otras
damiselas que me causaron favorable impresión.
Luego bajamos a comer. Yo había pedido champaña. El mayordomo
propuso Clicquot 1911 como el mejor que llevaba a bordo y me dejé
convencer. Parecía haber dado con la única cosa capaz de aflojarle al
coronel Race la lengua. Lejos de mostrarse taciturno, dicho individuo
llegó a volverse ocurrente charlatán. Durante un rato, esto me
divirtió. Luego caí en la cuenta de que el coronel Race, y no yo, se
estaba convirtiendo en el alma y vida de la reunión. Se burló de mí al
saber que escribía mi diario.
—El día menos pensado revelará todas sus indiscreciones, Pedler.
—Amigo Race —le dije—, permítame que le diga que no soy un
imbécil como usted me cree. Es posible que cometa indiscreciones;
pero no tengo la costumbre de hacerlas constar por escrito. Cuando
muera, mis albaceas testamentarios conocerán mi opinión de
muchísimas personas; pero dudo que encuentren nada para mejorar
o empeorar el concepto que tengan de mí. Un diario es una cosa útil
para hacer constar las idiosincrasias de los demás, pero no las
propias.
—Existe algo que llaman autorrevelación inconsciente.
—Para los ojos del psicoanalizador, todas las cosas son viles —
repliqué sentenciosamente.
—Debe de haber sido muy interesante su vida, coronel Race —dijo la
señorita Beddingfeld con ojos como dos estrellas.
¡Así hacen las cosas esas muchachas! Otelo fascinó a Desdémona con
sus relatos; pero, ¿no fascinó Desdémona a Otelo acaso por su
manera de escucharle?
Sea como fuere, aquello le soltó la lengua en serio a Race. Empezó a
contar historias de leones. El hombre que ha cazado leones en
grandes cantidades le lleva una ventaja enorme e injusta a todos los
demás. Se me antojó que ya era hora de que yo contara una historia
de leones también. Una que fuera más alegre.
—A propósito —dije—, eso me recuerda un suceso muy emocionante
que me contaron. Un amigo mío había marchado de caza a no sé qué
lugar de África Oriental. Una noche salió de su tienda de campaña por
no sé qué razón y oyó con sobresalto un gruñido sordo. Se volvió
rápidamente y vio a un león agazapado para saltar. Se había dejado
la escopeta en la tienda de campaña. Rápido como el pensamiento,
agachó la cabeza y el león saltó por encima de él. Irritado, el animal
soltó un rugido y se dispuso a saltar otra vez. Para entonces, se
hallaba cerca de la entrada de la tienda de campaña. Entró y tomó la
escopeta. Cuando salió de nuevo, escopeta en mano, el león había
desaparecido. Aquello le interesó una barbaridad. Se deslizó hacia la
parte de atrás de la tienda de campaña, donde había un pequeño
claro. Y... ¡allí estaba el león, ensayando saltos cortos!
Mi relato fue recibido con una ronda de aplausos. Tomé unos sorbos
de champaña.
—En otra ocasión —observé—, a ese amigo mío le ocurrió otra cosa
muy curiosa. Viajaba a campo traviesa y, como deseaba llegar a su
punto de destino antes de que empezara a apretar el calor, ordenó a
sus negros que engancharan las mulas a la carreta antes del
amanecer. Les costó bastante trabajo hacerlo, porque los animales
estaban agitados; pero lo consiguieron por fin y la partida se puso en
marcha. Las mulas corrieron como el mismísimo viento y, cuando
amaneció, se dieron cuenta del por qué. En la oscuridad los negros
habían aparejado una mula con un león.
Esta historia fue bien recibida, también. Sonó una carcajada general.
No estoy seguro, sin embargo, de que el tributo mayor no lo rindiera
mi amigo, el miembro del Partido Laborista, que permaneció pálido y
muy serio.
—¡Dios! —exclamó, con ansiedad—. ¿Quién los desenganchó?
—He de ir a Rhodesia —dijo la señora Blair—. Después de lo que nos
ha contado usted, coronel Race, no tengo más remedio que ir. No
obstante, el viaje es horrible. Cinco días en tren.
—Tiene usted que acompañarme en mi coche particular —dije con
galantería.
—¡Oh, sir Eustace! ¡Qué amable es usted! ¿Lo dice en serio?
—¡Que si lo digo en serio! —exclamé en son de reproche.
Y me bebí otra copa de champaña.
—Una semana más, aproximadamente, y nos encontraríamos en
África del Sur —suspiró la señora Blair.
—¡Ah! ¡África del Sur! —murmuré, sentimental.
Y empecé a citar extractos de mi reciente discurso en el Instituto
Colonial.
—¿Qué tiene África del Sur que enseñar al mundo? ¿Qué, en verdad?
Su fruta y sus granjas; su lana y sus zarzos; sus manadas y sus
pieles; su oro y sus diamantes...
Hablaba con precipitación, porque sabía que en cuanto hiciese una
pausa, Race metería baza y me informaría que las pieles carecían de
valor, porque los animales se enganchaban en las cercas de púas o
algo por el estilo; estropearía todo lo demás que había dicho y
acabaría hablando de las penalidades de los mineros en el Rand. Y no
estaba yo de humor para dejarme insultar por ser capitalista. La
interrupción, sin embargo, surgió de otro lado ante la mágica palabra
«diamantes».
—¡Diamantes! —exclamó la señora Blair.
—¡Diamantes! —murmuró la señorita Beddingfeld.
Ambas se dirigieron al coronel Race.
—¿Supongo que ha estado usted en Kimberley?
Yo también había estado en Kimberley, pero no conseguí decirlo a
tiempo. A Race le llovían las preguntas. ¿Cómo eran las minas? ¿Era
cierto que a los indígenas se les mantenía encerrados tras una
empalizada? Y así sucesivamente.
Race contestó a sus preguntas y dio muestras de conocer muy bien el
asunto. Describió el método empleado para alojar a los indígenas; los
registros que se hacían; y las diversas precauciones tomadas por De
Beers.
—Así, pues, ¿es poco menos que imposible robar un diamante? —
preguntó la señora Blair con la misma cara de chasco que si hubiera
estado haciendo el viaje a África exclusivamente con el propósito de
intentarlo.
—No hay nada imposible, señora Blair. Ocurren robos de vez en
cuando... como el caso que le conté del cafre aquel que se escondió
una piedra en una herida.
—Sí, pero, ¿en gran escala?
—Una vez en estos últimos años. Un poco antes de la guerra, para
ser exactos. Usted debe de recordar el caso, Pedler. Estaba en África
del Sur por entonces, ¿no?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Cuéntenoslo —suplicó la señorita Beddingfeld.
—¡Oh, cuéntenoslo!
Race sonrió.
—Bien; se lo contaré. Supongo que la mayoría de ustedes habrán
oído hablar de sir Lorenzo Eardsley, el gran magnate africano. Sus
minas eran de oro; pero entra en este relato gracias a su hijo. Quizá
recuerden que poco antes de la guerra corrieron rumores de que
habían descubierto un nuevo Kimberley en potencia allá por las
selvas de la Guayana Británica. Se decía que dos jóvenes
exploradores habían regresado de dicha parte de América del Sur con
una notable colección de diamantes en bruto, algunos de ellos de un
tamaño considerable. Se habían encontrado ya anteriormente
diamantes pequeños en la vecindad de los ríos Esquibo y Mazaruni;
pero los dos jóvenes en cuestión, Juan Eardsley y su amigo Lucas,
aseguraban haber descubierto yacimientos de grandes capas
carboníferas cerca de la fuente común de los ríos.
»Los diamantes eran de todos los colores. Los había de color de rosa,
azules, amarillos, verdes, negros y de una blancura inmaculada.
Eardsley y Lucas se presentaron en Kimberley, donde habían de
someter las piedras para su examen. Al propio tiempo se descubrió
que se había cometido un robo sensacional en De Beers. Cuando se
han de mandar diamantes a Inglaterra se hace un paquete con ellos.
El paquete se coloca en la gran caja de caudales, cuyas dos llaves
obran en poder de dos hombres distintos, mientras que el único que
conoce la combinación es un tercero. El paquete se le entrega al
Banco y éste lo envía a Inglaterra. Cada paquete vale unas cien mil
libras esterlinas.
»En esta ocasión al Banco le pareció ver algo anormal en la forma en
que estaba sellado el paquete. Lo abrieron. ¡Contenía terrones de
azúcar!
»No sé exactamente cómo llegó a sospecharse de Juan Eardsley. Se
recordó que había sido muy alocado cuando estudiaba en la
Universidad de Cambridge, y que su padre había tenido que pagar
sus deudas más de una vez. Sea como fuere, no tardó en correr la
voz que la historia del hallazgo de yacimientos de diamantes en
Sudamérica era pura fantasía. Detuvieron a Juan Eardsley. Y
encontraron en su poder algunos de los diamantes de De Beers.
»Pero el asunto no llegó a llevarse a los tribunales. Sir Lorenzo
Eardsley pagó una cantidad equivalente al valor de los diamantes que
faltaban y De Beers retiró la acusación. Jamás se ha sabido cómo se
llevó a cabo el robo. Pero el saber que su hijo era un ladrón fue un
golpe demasiado rudo para el viejo. Sufrió un ataque de apoplejía
poco después. En cuanto a Juan, su suerte fue, hasta cierto punto,
piadosa. Se incorporó a filas, marchó a la guerra, luchó valientemente
y murió, limpiando así la mancha que empañaba su nombre. Sir
Lorenzo sufrió un tercer ataque y murió hace cosa de un mes. Murió
sin testar, y su cuantiosa fortuna pasó a manos de su pariente más
próximo, un hombre al que apenas conocía.
El coronel hizo una pausa. Se oyó una babel de exclamaciones y
preguntas. Algo pareció llamar la atención de la señorita Beddingfeld
y se volvió en su asiento. Al oír su exclamación ahogada, me volví yo
también.
Mi nuevo secretario Rayburn se hallaba en pie junto a la puerta. Por
debajo del atezado, su rostro tenía la palidez de quien ha visto un
fantasma. Evidentemente, el relato de Race le había conmovido
profundamente.
Dándose cuenta de pronto de que le observábamos, dio media vuelta
y desapareció.
—¿Sabe usted quién es ese hombre? —inquirió Ana Beddingfeld
bruscamente.
—Es mi otro secretario —le expliqué—. El señor Rayburn. Ha estado
mareado hasta ahora.
—¿Hace mucho que es secretario suyo?
—No mucho —respondí con cautela y cierta precaución.
Pero la cautela de nada sirve para una mujer. Cuanto más se retiene
uno, mayor es la fuerza con que ataca. Ana Beddingfeld no se anduvo
en contemplaciones.
—¿Cuánto hace? —preguntó sin rodeos.
—Pues... ah... lo tomé a mi servicio unos días antes de embarcar. Me
lo recomendó un viejo amigo.
La muchacha se sumió en pensativo silencio y no dijo una palabra
más. Me volví hacia Race. Se me antojaba que ahora me tocaba a mí
dar muestras de interés en su relato.
—¿Quién es el heredero de sir Lorenzo, Race? ¿Lo sabe usted?
—Debiera de saberlo —respondió, sonriente—. ¡Soy yo!
CAPITULO -- XIV
Se reanuda el relato de Ana
Fue la noche del baile de máscaras cuando decidí que había llegado el
momento de que confiara en alguien. Hasta entonces había trabajado
sola y hallado gran placer en ello. Ahora, de pronto, todo había
cambiado. Desconfiaba de mi propio criterio, y por primera vez se
apoderó de mí una sensación de soledad y desolación.
Me senté en el borde de mi litera, disfrazada de gitana aún, y pasé
revista a la situación. Pensé primero en el coronel Race. Parecía
haberle sido simpática. Se mostraba bondadoso; estaba segura de
ello. Y no tenía un pelo de tonto. Me relevaría de toda preocupación.
Se hacía cargo, por completo, del asunto. Y... ¡el misterio era mío!
Había otras razones también, que apenas quería confesarme a mí
misma, pero que hacían poco aconsejable que escogiera al coronel
Race por confidente.
Luego pensé en la señora Blair. Ella también se había mostrado
bondadosa conmigo. No fui tan tonta como para creerme que aquello
significara gran cosa en realidad. Probablemente se trataba de un
simple capricho pasajero. No obstante, en mi poder estaba el
despertar su interés. Era mujer que había experimentado la mayoría
de las sensaciones corrientes de la vida. ¡Me proponía proporcionarle
una sensación extraordinaria! Y me era simpática. Me gustaba su
aplomo, su falta de sentimentalismo, el hecho de que careciera de
toda afectación.
Me decido. Iría a verla inmediatamente. No era fácil que se hubiese
acostado ya.
Entonces me acordé de que no conocía el número de su camarote. Mi
amiga la camarera de noche lo sabría con toda seguridad. Toqué el
timbre. Al cabo de un buen rato acudió a mi llamada un hombre. Me
dio la información que necesitaba. El camarote de la señora Blair era
el número 71. Se excusó por haber tardado en contestar al timbre,
pero explicó que tenía que atender él sólo a todos los camarotes.
—¿Dónde está la camarera, pues? —le pregunté.
—Se retiran todas a las diez.
—No. Me refiero a la camarera de noche.
—No hay camareras por la noche, señorita.
—Pero..., ¡pero si vino una camarera la otra noche...! a eso de la una.
—Lo soñaría usted, señorita. No hay camareras después de las diez.
Se retiró y yo quedé asimilando lo que me acababa de decir. ¿Quién
era la mujer que había acudido a mi camarote la noche del 22? Mi
rostro se tornó más serio al darme yo cuenta de la astucia y la
audacia de mis desconocidos adversarios.
Me puse en pie, salí de mi camarote y me dirigí al de la señora Blair.
Llamé a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—Soy yo... Ana Beddingfeld.
—¡Oh...!, adelante, gitanilla.
Entré. Había mucha ropa tirada por el cuarto. La señora Blair llevaba
uno de los kimonos más preciosos que en mi vida había visto. Era
todo de color naranja, oro y negro y se me hizo la boca agua al
mirarlo.
—Señora Blair —dije bruscamente—, quiero contarle la historia de mi
vida..., es decir, si no es demasiado tarde y no le aburre a usted
escucharme.
—¡Qué ha de ser! Nunca me gusta meterme en la cama —dijo la
señora Blair, sonriendo deliciosamente—. Y me encantaría conocer la
historia de su vida. Es usted una muchacha extraordinaria, gitanilla. A
ninguna otra persona se le hubiera ocurrido irrumpir en mi camarote
a la una de la madrugada para contarme la historia de su vida.
¡Sobre todo después de desairarme negándose a satisfacer mi
curiosidad natural durante semanas enteras como ha hecho usted! No
estoy acostumbrada a que me desairen. Ha resultado una novedad
agradable. Siéntese en el sofá y descargue su alma.
Le conté toda mi historia. Tardé bastante porque no olvidé detalle.
Ella exhaló un profundo suspiro cuando hube terminado; pero no dijo
lo que yo había esperado que dijese. En lugar de eso, me miró, rió un
poco y observó:
—¿Sabe usted, Anita, que es una muchacha que se sale de lo
corriente? ¿No ha sentido alguna vez arrepentimiento?
—¿Arrepentimiento? —inquirí, curiosa.
—Sí. ¡Arrepentimiento, arrepentimiento, arrepentimiento! ¡Emprender
un viaje sin un penique como quien dice! ¿Qué hará cuando se
encuentre en un país extranjero y sin dinero?
—Es inútil preocuparse por eso hasta que el caso se presente. Aún
me queda dinero abundante. Las veinticinco libras que me dio la
señora Flemming están casi intactas, y además gané el plato1 ayer.
Representa quince libras esterlinas. ¡Pero si tengo la mar de dinero!
¡Cuarenta libras!
—¡La mar de dinero! ¡Dios Santo! —murmuró la señora Blair,
extrañada—. Sería incapaz de embarcarme alegremente con unas
cuantas libras en el bolsillo sin saber qué hacía ni adonde iba.
—Ahí está lo divertido, precisamente —exclamé—. ¡Eso da una
1 Es costumbre en los trasatlánticos, como medio de distracción, que cada uno de los
pasajeros dé una pequeña cantidad con la cual se hace lo que los jugadores llaman «plato».
Cada uno de los que participan en el juego recibe un número, y, al cabo del día, aquel cuyo
número corresponde con la cantidad de nudos o millas recorridas por el barco, se lleva el
«plato». (N. del T.)
sensación tan espléndida de aventura!
Me miró, movió la cabeza afirmativamente dos o tres veces y luego
sonrió.
—¡Afortunada Anita! No hay mucha gente en el mundo que sienta lo
que usted.
—Bueno —pregunté, con impaciencia—, ¿qué opina usted de todo
eso, señora Blair?
—Me parece la cosa más emocionante que he oído en mi vida. Y
ahora, para empezar, dejará usted de llamarme señora Blair. Susana
sonará mucho mejor. ¿De acuerdo?
—Me encantará hacerlo, Susana.
—Magnífico. Vamos al grano, pues. Dice que en el secretario de sir
Eustace..., no ese Pagett carilargo, sino el otro... reconoció al hombre
que fue apuñalado y se metió en su camarote en busca de refugio.
Moví afirmativamente la cabeza.
—Así tenemos dos eslabones entre sir Eustace y el enredo. La mujer
murió asesinada en su casa y es su secretario quien recibe la
puñalada a la mística hora de la una de la madrugada. Yo no
sospecho del propio sir Eustace; pero todo puede ser casualidad.
Existe alguna relación, aun cuando él mismo la ignore. Luego —
agregó—, hay ese extraño asunto de la camarera. ¿Qué aspecto
tenía?
—Apenas me fijé en ella. ¡Estaba tan excitada y en tensión...! Y lo
que menos esperaba ver en aquel momento era a una camarera.
Pero... sí... sí que me pareció conocida su cara. Y lo sería,
naturalmente, si la había visto a bordo.
—Su cara le parecía conocida —dijo Susana—. ¿Está segura de que
no se trataba de un hombre?
—Era muy alta —reconocí.
—¡Hum! No sería sir Eustace, creo yo, ni el señor Pagett... ¡Aguarde!
Tomó un trozo de papel y se puso a dibujar febrilmente. Inspeccionó
el resultado, ladeando la cabeza.
—Es un buen retrato del reverendo Eduardo Chichester —anunció—.
Ahora faltan los adornos. Ello completará el retrato.
Me entregó el papel.
—¿Es está la camarera que acudió?
—Pues..., ¡sí! ¡Oh, Susana, qué lista es usted! —exclamé.
Rechazó la alabanza con un gesto.
—Siempre he desconfiado del Chichester ese. ¿Recuerda cómo dejó
caer la taza de café y se puso de un color verdoso cuando
discutíamos el caso Crippen el otro día?
—¡E intentó ocupar el camarote diecisiete!
—Sí; todo concuerda hasta ese punto. Pero, ¿qué significa? ¿Qué era
lo que debía ocurrir a la una en punto en el camarote 17? No puede
haber sido el apuñalamiento del secretario. No habría por qué fijar
eso para una hora especial, un día determinado y lugar fijado de
antemano. No. Seguramente se trataría de una cita y al secretario le
darían la puñalada cuando acudía a ella. Pero, ¿con quién tenía la
cita? No con usted, desde luego. Hubiera podido ser con Chichester.
O con Pagett.
—Eso parece poco probable —objeté—; esos dos pueden verse en
cualquier momento.
Ambas callaron unos instantes. Luego Susana dijo:
—¿Puede haber sido algo oculto en el camarote?
—Eso ya parece más probable —asentí—. Explicaría el hecho de que
me hubieran registrado el camarote a la mañana siguiente. Pero no
había nada escondido. Estoy segura de ello.
—¿No pudo haber metido el joven algo en el cajón la noche anterior?
Negué con la cabeza.
—Lo hubiese visto.
—¿Cree que pueden haber andado buscando el papelito que usted
guarda?
—Es posible; pero se me antoja un trabajo inútil. Sólo contiene una
hora y una fecha... y ambas habían pasado ya para entonces.
Susana asintió con la cabeza.
—Sí, es verdad. No era el papel. A propósito, ¿lo lleva encima? Me
gustarla verlo.
Yo había cogido el papel antes de salir para enseñárselo
precisamente. Se lo di. Ella lo escudriñó, frunciendo el entrecejo.
—Hay un punto después del diecisiete. ¿Por qué no hay un punto
detrás del uno también?
—Hay un espacio —dije yo.
—Hay un espacio, pero...
De pronto se puso en pie y examinó minuciosamente el papel,
notándose en ella cierta excitación reprimida.
—¡Anita! ¡Eso no es un punto! ¡Es una impureza del papel! Un fallo,
¿lo ve? Conque hay que hacer caso omiso de él y guiarse sólo por los
espacios; ¡los espacios!
Me había puesto en pie y estaba a su lado. Leí las cifras como las veía
ahora.
—1 71 22.
—¿Se da cuenta? —dijo Susana—. Es lo mismo; pero no del todo.
Sigue siendo la una, y el día veintidós. Pero... ¡es el camarote setenta
y uno! ¡El mío, Anita!
Nos quedamos mirándonos la una a la otra, tan encantadas con
nuestro descubrimiento y tan llenas de emoción, que cualquiera
hubiese dicho que habíamos aclarado todo el misterio. Luego bajé yo
de las nubes de golpe y porrazo.
—Pero, Susana, nada ocurrió aquí a la una del veintidós, ¿verdad?
—No..., nada.
Se me ocurrió otra idea.
—Éste no es su camarote en realidad, ¿verdad, Susana? Quiero decir
que no es el que sacó usted al embarcar.
—No; el sobrecargo me habló de eso. El camarote estaba reservado a
nombre de la señora Grey. Pero parece ser que Grey sólo era el
seudónimo de la famosa madame Nadina. Es una célebre bailarina
rusa, como debe usted saber. Jamás ha trabajado en Londres; pero
en París ha hecho furor. Tuvo un éxito delirante allí durante la guerra.
El sobrecargo expresó con gran vehemencia su sentimiento de que
esa mujer no fuera a bordo cuando me dio el camarote. El coronel
Race me dijo muchas cosas de ella.
«Parece ser que corrían extraños rumores por París. Se sospechaba
que era una espía, pero no se pudo demostrar. Me imagino que el
coronel iría a París nada más que por eso. Me ha contado algunas
cosas muy interesantes. Existía una cuadrilla organizada..., una
cuadrilla que no era de origen alemán. Es más, al jefe de ella, el
hombre al que siempre llamaban «el Coronel», se le creía inglés; pero
nunca lograron hallar el menor indicio que les permitiera descubrir su
identidad. No cabe la menor duda, sin embargo, de que dirigía una
considerable organización de delincuentes internacionales. Robos,
espionaje, atracos... a todo se atrevían. Y por regla general, «el
Coronel» lograba hallar una persona inocente que cargara con la
culpa. ¡Tiene que haber sido de una inteligencia diabólica! A la
bailarina se la creía uno de sus agentes; pero no encontraron prueba
alguna. Sí, Anita, estamos sobre la pista. Nadina es la clase de mujer
que andaría complicada en este asunto. La cita del veintidós se hizo
con ella en este camarote. Pero, ¿dónde está? ¿Por qué no embarcó?
Vi la luz de pronto.
—Tenía la intención de embarcar —dije lentamente.
—Entonces, ¿por qué no lo hizo?
—Porque estaba muerta, Susana... ¡Nadina es la mujer que murió
asesinada en Marlow!
Recordé el cuarto sin muebles de la casa desocupada y volví a
experimentar aquella indefinible sensación de amenaza y de mal. Y al
propio tiempo acudió a mi memoria el incidente del lápiz caído y el
descubrimiento del rollo de película, la idea evocaba otra más
reciente. ¿Dónde había oído yo hablar de un rollo de película? ¿Y por
qué relacionaba el pensamiento con la señora Blair?
De pronto la así de los brazos y poco me faltó para zarandearla en mi
excitación.
—¡La película! ¡La que tiraron por el ventilador! ¿No ocurrió eso el día
veintidós?
—¿El rollo que perdí?
—¿Cómo sabe usted que se trata del mismo? ¿Por qué había de
devolvérselo nadie de semejante manera... a medianoche? Es
absurda la idea. No... el rollo era un mensaje. Habían sacado la
película del envase amarillo de hojalata y colocado otra cosa en su
lugar. ¿Lo tiene aún?
—Tal vez lo haya usado. No... aquí está. Recuerdo que lo puse en el
estante al lado de la litera.
Me lo ofreció.
Era un cilindro corriente de hojalata, de los que se emplean para
proteger la película en los trópicos. Lo tomé con mano temblorosa, y
al hacerlo, me dio un vuelco el corazón. Era mucho más pesado de lo
que debiera haber sido a juzgar por su tamaño.
Con dedos que en vano intentaba dominar, arranqué la tira de cinta
adhesiva que servía para asirlo herméticamente. Arranqué la tapa y
se cayó sobre la cama un chorro de guijarros vidriosos sin brillo.
—Guijarros —dije, chasqueada.
—¿Guijarros? —exclamó Susana.
El deje de su voz me excitó.
—¿Guijarros? No, Ana, guijarros no. ¡Diamantes!
CAPITULO -- XV
¡Diamantes! Contemplé, fascinada, la vidriosa pila que yacía sobre la
litera. Recogí una piedra que, de no haber sido por su peso, hubiera
podido tomarse por el fragmento de una botella rota.
—¿Está segura, Susana?
—Oh, sí, querida. He visto diamantes en bruto con demasiada
frecuencia para que pueda caberme duda alguna. Y son hermosos,
por añadidura, Ana... Algunos de ellos son únicos en su especie, es
mi opinión. Tienen historia.
—¡La que escuchamos esa noche! —exclamé.
—¿Se refiere a la...?
—¡A la que contó el coronel Race! No puede tratarse de una
coincidencia. La contó con un fin determinado.
—¿Para comprobar el efecto que surtía, quiere decir?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—¿El que surtía en sir Eustace?
—Sí.
Pero en el mismo instante en que lo dije, me asaltó una duda. ¿Era
sir Eustace quien había sido sometido a una prueba, o se había
contado la historia nada más que para mí? Recordé la impresión
recibida la noche anterior de que se me estaba sonsacando
deliberadamente. Por Dios sabe qué razones, el coronel Race
desconfiaba. Sin embargo..., ¿qué pintaba él en el asunto? ¿Qué
posible relación podía tener con el caso?
—¿Quién es el coronel Race? —pregunté.
—Esa pregunta es un poco difícil de contestar. Es muy conocido como
aficionado a la caza mayor, y como le ha oído usted decir esta noche,
era primo de sir Lorenzo Eardsley. Nunca me había encontrado con él
hasta este viaje. Hace muchos viajes a África. Existe la creencia de
que pertenece al Servicio Secreto. No sé si será verdad o no. No cabe
duda, desde luego, que es un hombre muy misterioso.
—¿Supongo que habrá heredado mucho dinero de sir Lorenzo
Eardsley?
—Mi querida Ana, debe de ser riquísimo. Sería un buen partido para
usted.
—No puedo hacer un verdadero esfuerzo por conquistarle mientras se
halle usted a bordo —le respondí, riendo—. ¡Oh, esas casadas!
—Sí que ejercemos cierto atractivo —asintió Susana, sin inmutarse—.
Y todo el mundo sabe que estoy enamoradísima de Clarence..., mi
esposo. Es tan poco peligroso y tan agradable hacerle el amor a una
esposa modelo...
—Debe de ser muy agradable para Clarence estar casado con una
persona como usted. ¿Dónde encontraría una mejor?
—Vivir conmigo resulta agotador para cualquiera. No obstante,
siempre le queda el recurso de huir al Ministerio de Estado, donde se
encaja el monóculo en un ojo y se queda dormido en un butacón.
Podríamos cablegrafiarle pidiéndole que nos dijera todo lo que sabe
de Race. Me encanta expedir cables. ¡Y le molesta tanto a Clarence
recibirlos...! Siempre dice que una carta hubiese bastado. No creo
que nos dijera nada, sin embargo. ¡Es tan exageradamente discreto!
Por eso resulta tan difícil vivir con él mucho tiempo seguido. Pero
sigamos nuestros planes casamenteros. Estoy segura de que usted
atrae una barbaridad al coronel Race, Anita. Échele un par de miradas
con esos ojos tan asesinos que tiene y es suyo. Todo el mundo acaba
prometiéndose a bordo de un barco. No hay ninguna otra cosa que
hacer.
—Yo no quiero casarme.
—¿No? —murmuró Susana—. ¿Por qué no? ¡Me encanta estar
casada... hasta con Clarence!
Hice caso omiso de su petulancia.
—Lo que yo quiero saber es —dije con determinación— qué tiene que
ver el coronel Race con esto. Está metido en el asunto por alguna
parte.
—¿No cree usted que el hecho de que contara la historia fuese pura
casualidad?
—No; no lo creo. Nos estaba observando a todos con mucha
atención. Recordará usted que fueron recobrados algunos de sus
diamantes, no todos. Tal vez sean éstos los que faltaban... o quizá...
—Quizá, ¿qué?
No contestó directamente.
—Me gustaría saber —dijo— qué fue del otro joven. No Eardsley,
sino..., ¿cómo se llamaba...? ¡Lucas!
—Empezamos a ver claro en el asunto, por lo menos. Lo que toda
esta gente anda buscando son los diamantes. «El hombre del traje
color castaño» debió de matar a Nadina para apoderarse de ellos.
—Él no la mató —dije vivamente.
—Claro que la mató. ¿Qué otra persona puede haberlo hecho?
—No lo sé. Pero estoy segura de que no fue él.
—Entró en la casa tres minutos después que ella y salió pálido como
un sudario.
—Porque la encontró muerta.
—Pero ¡si no entró nadie más!
—Entonces el asesino se hallaba en la casa ya o entró por algún otro
lado. No tenía necesidad de pasar por delante del pabellón. Podía
haber escalado el muro.
Susana me miró vivamente.
—«El hombre del traje color castaño» —musitó—. ¿Quién sería? Sea
como fuere, era el mismo que desempeñó el papel de médico en el
«Metro». Tuvo tiempo de quitarse el disfraz y seguir a la mujer a
Marlow. Ella y Carton habían de encontrarse allí. Ambos tenían
autorización para visitar la misma casa. Y si tomaron tantas
precauciones para que su encuentro pareciera casual, debían de
sospechar que se les seguía. No obstante, Carton no sabía que quien
le seguía era el «hombre del traje color castaño». Cuando lo
reconoció, su sobresalto y su sorpresa fueron tan grandes, que perdió
por completo la serenidad y retrocedió hasta caer a la vía. Todo eso
parece muy claro, ¿no le parece, Anita?
No contesté.
—Sí; así fue como ocurrió. Le quitó el papel al muerto y, en sus
prisas por huir, lo dejó caer. Luego siguió a la mujer a Marlow. ¿Qué
hizo al salir de allí, después de matarla... o, según usted, de
encontrarla muerta? ¿Dónde fue?
Seguí sin decir nada.
—Lo que yo me pregunto —prosiguió Susana, musitando— es si será
posible que indujera a sir Eustace Pedler a traerle a bordo como
secretario. Resultaría una oportunidad magnífica para salir sin peligro
de Inglaterra cuando se le andaba buscando por todas partes. Pero,
¿cómo consiguió convencer a sir Eustace? Parece como si tuviera
algún poder sobre él.
—O sobre Pagett —sugerí a pesar mío.
—No parece usted tenerle mucha simpatía a Pagett, Anita. Sir
Eustace dice que es un joven muy trabajador y de talento. Y en
verdad que bien puede serlo, porque nada sabemos contra él. Bueno,
continuemos nuestras deducciones. Rayburn es el «hombre del traje
color castaño». Había leído el papel que perdió. Por consiguiente,
engañado por el punto, como le ocurrió a usted, intenta llegar al
camarote número diecisiete a la una en punto del día veintidós,
después de haber intentado hacerse dueño del camarote por
mediación de Pagett. Camino del mismo, alguien le da una
puñalada...
—¿Quién? —intercalé.
—Chichester. Sí; todo encaja. ¡Cablegrafíe a lord Nasby que ha
encontrado usted al «Hombre del traje color castaño», y ha hecho
usted fortuna, Anita!
—Se ha pasado usted por alto varias cosas.
—¿Qué cosas? Rayburn tiene una cicatriz, ya lo sé..., pero es muy
fácil maquillarse y hacerse una cicatriz postiza. Tiene la estatura y la
corpulencia necesarias. ¿Cuál es la descripción de la cabeza con que
usted les pulverizó en Scotland Yard?
Temblé. Susana era una mujer muy culta y muy leída; pero pedí al
cielo que no estuviera familiarizada con los términos de la
antropología.
—Dolicocefálico —le contesté serenamente.
Susana se quedó dudosa.
—¿Fue eso lo que dijo?
—Sí. De cabeza larga, ¿comprende? Una cabeza cuya anchura es
inferior al setenta y cinco por ciento de su longitud —expliqué sin
vacilar.
Hubo una pausa. Empezaba a respirar otra vez, cuando Susana dijo
de repente:
—¿Cómo se llama lo contrario?
—¿Cómo lo contrario?
—Tiene que haber lo contrario. ¿Cómo se llama la cabeza cuya
anchura es más del setenta y cinco por ciento de su longitud?
—Braquicéfala —dije a regañadientes.
—Eso es. Ya me parecía a mí que era algo así lo que usted había
dicho.
—¿Sí? Pues fue un desliz. Quise decir dolicocéfalo —contesté con todo
el aplomo que pude.
Susana me dirigió una mirada escudriñadora. Luego se echó a reír.
—Miente usted muy bien, gitanilla. Pero ahorrará tiempo y trabajo si
me cuenta toda la verdad.
—No hay nada que contar —repuse de mala gana.
—¿No? —murmuró Susana con dulzura.
—Supongo que no tendré más remedio que decírselo —acabé
diciendo muy despacio—. No me avergüenzo de ello. No puede una
avergonzarse de algo que... que le ocurre simplemente. Eso es lo que
pasó con él. Se mostró detestable... grosero y desagradecido... por
eso creo comprenderlo. Es como el perro que ha estado atado o al
que han tratado mal... Morderá a cualquiera. Así estaba él...,
amargado..., rabiando. No sé por qué me importaba..., pero sí que
me importa. Me importa enormemente. Le amo. Le quiero. Cruzaré
África entera descalza hasta encontrarle. Y le haré quererme. Moriría
por él. Trabajaría por él, sería una esclava por él, robaría por él...
¡hasta pediría limosna o me empeñaría por él! ¡Vaya...! ¡Ahora ya lo
sabe usted!
Susana me contempló un buen rato.
—Es usted muy poco inglesa, gitanilla —dijo por fin—. No tiene ni
pizca de sentimental. Jamás he conocido a persona alguna que fuera,
al mismo tiempo, tan positiva y tan apasionada. Jamás querré yo a
nadie así... afortunadamente para mí. Y, sin embargo..., sin
embargo..., la envidio, gitanilla. Es algo el poder querer. La mayoría
de la gente no es capaz. Pero, ¡qué suerte tuvo su médico de que no
se casara con él! Por su descripción, no me ha parecido la clase de
individuo que hallara agradable tener un alto explosivo en casa.
Conque..., ¿no se ha de mandar cable alguno a lord Nasby?
Negué con la cabeza.
—Y, sin embargo, ¿le cree usted inocente?
—También creo que a la gente inocente se la puede también ahorcar.
—¡Hum! Sí. Pero, Ana querida, usted sabe hacer frente a las cosas...
mirarlas cara a cara. Hágalo ahora. A pesar de todo lo que usted dice,
puede haber asesinado a esa mujer.
—No —contesté—; no la mató.
—Eso es sentimentalismo puro.
—No lo es. Hubiera podido matarla. Hasta admito la posibilidad de
que la siguiera hasta allí con ese propósito. Pero no hubiera sido
capaz de coger un trozo de cordón negro y estrangularla con él. De
haberlo hecho, la hubiese estrangulado con las manos desnudas.
Susana se estremeció. Contrajo las pupilas.
—¡Hum! Anita..., ¡empiezo a comprender por qué encuentra usted
tan atrayente a ese joven!
CAPITULO -- XVI
Se me presentó una oportunidad de abordar al coronel Race a la
mañana siguiente. Se había terminado de subastar el plato y nos
paseamos juntos por cubierta.
—¿Cómo anda la gitanilla esta mañana? ¿Suspira por su tierra y su
caravana?
Negué con la cabeza.
—Ahora que el mar se porta tan bien, me parece que me gustaría
permanecer a flote eternamente.
—¡Qué entusiasmo!
—¿Verdad que hace un tiempo muy hermoso esta mañana?
Nos apoyamos juntos en la borda. Hacía una calma chicha. El mar
parecía una balsa de aceite y tenía la policromía de algo engrasado.
Salpicábanlo grandes manchas de colorido: azules, verde pálido,
esmeralda, púrpuras y anaranjado intenso, como un cuadro cubista.
De vez en cuando aparecía un destello plateado que señalaba la
presencia de peces voladores. El aire estaba húmedo y cálido, casi
pegajoso. Su aliento, dijérase era una caricia perfumada.
—Fue muy interesante esa historia que nos contó usted anoche —dije
yo, rompiendo el silencio.
—¿Cuál?
—La de los diamantes.
—Creo que a las mujeres siempre les interesan los diamantes.
—Claro que sí. Y a propósito, ¿qué fue del otro joven? Dijo usted que
eran dos.
—¿Lucas? No podían juzgar al uno sin el otro, naturalmente. Conque
quedó en libertad.
—Y..., ¿qué fue de él...? Andando el tiempo, quiero decir. ¿Lo sabe
alguien?
El coronel Race tenía la mirada clavada en el mar y el rostro tan
desprovisto de expresión como una máscara; pero se me antojó que
no le gustaban mis preguntas. No obstante, contestó sin vacilar:
—Marchó a la guerra y se portó como un héroe. Se le dio por herido y
desaparecido..., probablemente muerto.
Aquello era lo que yo deseaba saber. No proseguí mi interrogatorio.
Pero me pregunté, más que nunca, cuánto sabría el coronel Race.
Seguía interesándome el papel que desempeñaba él en todo aquello.
Hice una cosa más; entrevistarme con el mayordomo de noche.
Untando un poco las ruedas, conseguí que hablase.
—La señora no se asustaría, ¿verdad, señorita? Me pareció una
broma inofensiva. Una apuesta, según entendí yo.
Se lo saqué todo, poco a poco. En el viaje desde El Cabo a Inglaterra,
uno de los pasajeros le había entregado un rollo de película,
pidiéndole que lo dejara caer sobre la litera del camarote número 71,
a la una de la madrugada, el día 22 de enero, en el viaje de regreso.
Una dama ocuparía el camarote y le dijeron que se trataba de una
apuesta. Deduje que al mayordomo le habían pagado muy bien para
que cumpliera lo que le pedían. No se había mencionado el nombre
de la señora. Como la señora Blair se fue derecha al camarote 71
después de entrevistarse con el sobrecargo al llegar a bordo, no se le
ocurrió pensar al mayordomo ni un instante que pudiera no ser ella la
dama de quien le habían hablado. El nombre del pasajero que hiciera
el encargo era Carton y la descripción concordaba exactamente con la
del hombre que murió en el «Metro».
Conque un misterio por lo menos quedaba aclarado y era evidente
que los diamantes constituían la clave de toda la situación.
Los últimos días a bordo del Kilmorden parecieron transcurrir muy
aprisa. A medida que nos fuimos acercando a la Ciudad de El Cabo
me vi obligada a dar cuidadosa consideración a mis planes futuros.
¡Había tanta gente a la que deseaba vigilar! El señor Chichester, sir
Eustace y su secretario y... sí, ¡el coronel Race! ¿Cómo iba a
componérmelas...? Naturalmente, era Chichester quien merecía ser el
primer objeto de mi atención. Es más, estaba a punto de eliminar a
sir Eustace y a Pagett, muy a pesar mío, de la lista de sospechosos,
cuando una conversación despertó nuevas dudas en mi mente.
No había olvidado la incomprensible emoción del señor Pagett cada
vez que se mencionaba a Florencia. La última noche pasada a bordo
estábamos todos sentados sobre cubierta y sir Eustace le dirigió una
pregunta completamente inocente a su secretario. No recuerdo
exactamente qué pregunta fue, algo relacionado con el retraso de los
ferrocarriles en Italia, pero observé inmediatamente que Pagett daba
muestras de la misma inquietud que había llamado anteriormente mi
atención. Cuando sir Eustace sacó a la señora Blair a bailar, me pasé
apresuradamente al asiento vecino del secretario. Estaba decidida a
aclarar de una vez la cuestión.
—Siempre he soñado con ir a Italia —dije—; y especialmente a
Florencia. ¿No encontró muy agradable su estancia allí?
—Ya lo creo que sí, señorita Beddingfeld. Pero tendrá que
perdonarme. Tengo unas cartas de sir Eustace...
Le así de la manga.
—¡Oh! ¡No huya usted, por favor! —exclamé con acento tan retozón
como el de una viuda—. Estoy segura de que a sir Eustace no le
gustaría que me dejase usted sola, sin nadie con quien hablar. Nunca
parece querer hablar de Florencia. ¡Oh, señor Pagett! ¡Empiezo a
creer que tiene usted algo que ocultar!
Aún tenía la mano posada en su brazo, y noté el brusco sobresalto
que experimentó.
—De ninguna manera, señorita Beddingfeld, de ninguna manera —me
contestó—. Me encantaría contarle a usted con detalle mis
impresiones; pero tengo unos cablegramas que...
—¡Oh, señor Pagett, qué excusa más pobre! Le diré a sir Eustace...
No pude terminar. Dio otro salto. Parecía tener el sistema nervioso
deshecho.
—¿Qué es lo que desea usted saber?
La expresión de mártir y el tono de resignación con que hizo la
pregunta me hicieron sonreír para mis adentros.
—¡Oh, todo! Los cuadros, los olivos...
Hice una pausa, sin saber cómo continuar.
—¿Supongo que sabe usted italiano? —inquirí.
—Por desgracia, no sé una palabra de ese idioma. Pero, claro esta,
con conserjes y... ah... guías...
—Justo —me apresuré a responder—. Y, ¿cuál fue su cuadro favorito?
—¡Oh... ah... la Madona... ah... de Rafael!
—¡Qué linda es Florencia! —murmuré, volviéndome sentimental—.
¡Tan pintoresca a orillas del Arno! Hermoso río. Y el Duomo...,
¿recuerda el Duomo?
—Claro, claro.
—Es un río muy hermoso también, ¿no es cierto? —aventuré—. Casi
más bonito que el Arno.
—Muchísimo más, en mi opinión.
Envalentonada por el éxito de mi pequeña estratagema, seguí por el
mismo camino. Pero no había lugar a duda. El señor Pagett se
entregaba en mis manos a cada palabra que pronunciaba. Aquel
hombre no había estado en Florencia jamás.
Pero si no en Florencia, ¿dónde había estado? ¿En Inglaterra? ¿En la
propia Inglaterra por la época del Misterio de la Casa del Molino?
Decidí dar un paso atrevido.
—Lo curioso del caso —dije— es que tenía el convencimiento de que
le había visto a usted en alguna otra ocasión. Pero estaré
equivocada..., puesto que se hallaba usted en Florencia por entonces.
Y, sin embargo...
Le observé con disimulo. Ya mirada de sus ojos era la de una fiera
acorralada. Se humedeció los resecos labios.
—¿Dónde... ah... dónde...?
—¿Dónde creí haberle visto? En Marlow. ¿Conoce usted Marlow? ¡Ah,
claro! ¡Qué estúpida soy! ¡Si sir Eustace tiene una casa allí! Una
hermosa casa, según tengo entendido.
Mascullando incoherentemente una excusa, mi víctima se puso en pie
y huyó.
Aquella noche irrumpí en el camarote de Susana, excitada a más no
poder.
—Como ve usted, Susana —dije después de haber terminado mi
relato—, estaba en Inglaterra, en Marlow, por la época del asesinato.
¿Está usted aún tan segura de que el «Hombre del traje color
castaño» es culpable?
—Estoy segura de una cosa —anunció Susana, bailándole
inesperadamente la risa en sus ojos.
—¿De qué?
—De que «el hombre del traje color castaño» es más guapo que el
pobre señor Pagett. No, Anita; no se enfade. Sólo la quería hacer
rabiar. Siéntese aquí. Bromas aparte, estoy convencida de que ha
hecho usted un descubrimiento importante. Hasta ahora hemos
creído que Pagett podía probar la coartada. Ahora sabemos que no.
—Justo —repliqué—; tendremos que vigilarle.
—Como a todos los demás —contestó ella—. Bueno; ésa es una de
las cosas que quiero discutir con usted. Ésa... y la cuestión
económica. No; no alce la barbilla de esa manera. Ya sé que es usted
absurdamente orgullosa y poco amiga de aceptar favores. Pero tiene
que hacer uso de su sentido común en este caso. Somos socias, o
colaboradoras. No le ofrecería a usted ni un penique porque me fuera
simpática o porque fuese usted una muchacha desvalida. Lo que
quiero es una emoción, y estoy dispuesta a pagar por experimentarla.
Vamos a emprender esta aventura juntas sin preocuparnos de los
gastos. Para empezar, se alojará usted conmigo en el Hotel Nelson,
corriendo los gastos de mi cuenta. Y preparemos nuestro plan de
campaña.
Discutimos el asunto. Y al fin de cuentas, cedí yo. Pero no me gustó.
Quería hacer las cosas por mí misma.
—Ese punto queda resuelto —dijo Susana por fin, poniéndose en pie,
desperezándose y bostezando—. Mi propia elocuencia me ha dejado
agotada. Ahora discutamos de nuestras víctimas. El señor Chichester
continuará el viaje hasta Durban. Sir Eustace se alojará en el Hotel
Mount Nelson de la Ciudad de El Cabo y luego se trasladará a
Rhodesia. Le van a reservar un coche del tren; y, en un momento de
expansión, después de beberse la cuarta copa de champaña, la otra
noche me ofreció asiento en él. Seguramente lo dijo nada más que
por cumplido. No obstante, mal puede volverse atrás si yo le cojo la
palabra.
—¡Magnífico! —aprobé—. Usted vigile a sir Eustace y a Pagett y yo
me encargaré de Chichester. Pero, ¿y el coronel Race?
Susana me dirigió una mirada singular.
—Anita, no es posible que usted sospeche...
—Sospecho. Sospecho de todo el mundo. Me encuentro de ese humor
en que se desconfía de la persona más improbable.
—El coronel Race marcha a Rhodesia también —dijo Susana,
pensativa—. Si pudiéramos arreglárnoslas de forma que sir Eustace le
invitara también...
—Usted puede conseguirlo. Es capaz de conseguirlo todo.
—Me encanta la adulación —runruneó Susana.
Cuando nos despedimos, había quedado entendido que Susana
sacaría el mayor provecho posible a sus habilidades.
Yo estaba demasiado excitada para irme a la cama en seguida. Era la
última noche que pasaba a bordo. A primera hora de la mañana
estaríamos en la Bahía de Table.
Subí a cubierta. Soplaba una brisa fresca. El buque se balanceaba un
poco en el mar picado. Las cubiertas estaban a oscuras y desiertas.
Era más de medianoche.
Me incliné sobre la borda contemplando la fosforescente estela de
espuma. Delante de nosotros se hallaba África. Corríamos hacia el
continente cortando las oscuras aguas. Me sentí sola en un mundo
maravilloso. Envuelta en extraña paz, permanecí allí, sin percatarme
del tiempo que transcurrió, absorta en mi sueño.
Y de pronto, tuve un singular presentimiento: un peligro me
amenazaba. No había oído nada, pero me volví instintivamente. Una
sombra se había deslizado detrás de mí. Al volverme yo, saltó. Una
mano me asió de la garganta, ahogando el grito que pudiera haber
lanzado. Luché desesperadamente, aunque sin la menor probabilidad
de salvación. Estaba medio estrangulada; pero mordí, me colgué y
arañé como buena mujer. Al hombre le estorbaba el tener que
impedir que gritase. De haber logrado acercarse a mi sin ser
descubierto, le hubiese costado muy poco trabajo tirarme por la
borda de un brusco achuchón. Los tiburones se hubieran encargado
de lo demás.
Por mucho que luché, sentí que perdía las fuerzas. Mi adversario se
dio cuenta también. Concentró todas sus energías. Y súbitamente,
otra figura que corría sin hacer ruido tomó parte en la brega. Con un
puñetazo bien plantado tiró a mi contrincante de cabeza a la cubierta.
Al estar libre caí sobre la borda, mareada y temblorosa.
Mi salvador se volvió hacia mí con un rápido movimiento.
—¿Le ha hecho daño?
Había algo salvaje en su tono, una amenaza contra la persona que se
había atrevido a hacerme daño. Aun antes de que hubiese hablado yo
le había reconocido. Era mi hombre, el de la cicatriz.
El único instante en que se volvió hacia mí le bastó al enemigo caído.
Rápido como el pensamiento se puso en pie y echó a correr cubierta
abajo. Rayburn masculló una maldición y salió corriendo tras él.
Nunca me ha gustado quedarme al margen de los acontecimientos.
Emprendí a mi vez la persecución, aunque sin poder alcanzar a los
otros. Dimos la vuelta a la cubierta hacia el lado de estribor. Allí junto
a la puerta del comedor, yacía el hombre en disforme montón,
Rayburn estaba inclinado sobre él.
—¿Le pegó usted otra vez? —pregunté, casi sin aliento.
—No hubo necesidad. Le encontré caído junto a la puerta. O no la
podía abrir, o está haciéndose el muerto. Pronto lo veremos. Y
averiguaremos también quién es.
Me acerqué palpitándome con violencia el corazón. Me había
percatado, desde el primer momento, de que mi adversario era de
mayor corpulencia que Chichester. Además, Chichester era un
hombre fofo que emplearía un cuchillo en caso de apuro; pero que no
debía tener mucha fuerza en las manos.
Rayburn encendió una cerilla. Ambos soltamos una exclamación. El
hombre era Guy Pagett.
A Rayburn pareció dejarle completamente estupefacto el
descubrimiento.
—Pagett —murmuró—. ¡Dios Santo, Pagett!
Experimenté cierta sensación de superioridad.
—Parece usted sorprendido —dije.
—Lo estoy —respondió él—. Jamás sospeché... ¿Y usted? ¿No lo está?
¿Le reconocería, supongo, cuando le atacó?
—No; no le reconocí. No obstante, no estoy muy sorprendida.
Me miró con desconfianza.
—¿Qué papel pinta usted en este asunto? Y... ¿cuánto sabe usted?
Sonreí.
—Muchísimo, señor... Lucas...
Me asió del brazo. La fuerza que empleó inconscientemente me hizo
sobrecogerme.
—¿De dónde sacó ese nombre? —preguntó roncamente.
—¿No es el suyo? —inquirí con dulzura—. O... ¿prefiere usted que le
llamen el «Hombre del traje color castaño»?
Aquello si que le llenó de estupor. Me soltó el brazo y retrocedió dos
pasos.
—¿Es usted muchacha o bruja? —susurró.
—Soy una amiga. —Di un paso hacia él—. Le ofrecí mi ayuda una
vez... Se la vuelvo a ofrecer. ¿La acepta?
La ferocidad de su respuesta me desconcertó.
—iNo! No quiero tratos con usted ni con mujer alguna. iHágame,
pues, todo el daño que quiera!
Como la vez anterior su contestación me sublevó.
—Tal vez —dije— no se da usted cuenta hasta qué punto se halla en
mi poder. Con decirle yo una palabra al capitán...
—Dígasela —me contestó burlón.
Luego, dando un rápido paso hacia mí:
—Y ya que de darse cuenta de las cosas se trata, muchacha, ¿se da
usted cuenta de que se halla en mi poder en este instante? Podría
asirla del cuello así... —Con rápido gesto unió la acción a la palabra.
Sentí que sus manos me cogían por la garganta y apretaban
levemente— así... ¡y dejarla sin vida! Y luego, como nuestro amigo
caído, pero con más éxito, echar su cadáver a los tiburones. ¿Qué
dice a eso?
Yo nada dije. Me reí. Y sin embargo, sabía que el peligro era real. En
aquel instante me odiaba. Pero sabía también que amaba el peligro,
que me gustaba sentirme rodeado el cuello por sus manos. ¡Qué no
hubiera cambiado aquel momento por ningún otro de mi vida!
Con una risita seca, me soltó.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó con exagerada brusquedad.
—Ana Beddingfeld.
—¿No le asusta a usted nada, Ana Beddingfeld?
—¡Oh, sí! —repliqué, fingiendo una serenidad que andaba muy lejos
de sentir—. Me asustan las avispas, las mujeres sarcásticas, los
hombres muy jóvenes, las cucarachas y los dependientes de comercio
demasiado pagados de sí.
Soltó una risita como la primera. Luego removió el cuerpo inerte de
Pagett con el pie.
—¿Qué hacemos con esta carroña? ¿La tiramos por la borda? —
preguntó, como sin darle importancia a la cosa.
—Si usted quiere... —le respondí con igual tranquilidad.
—Admiro sus sanguinarios instintos, señorita Beddingfeld. Pero le
dejaremos aquí para que recobre el conocimiento a su conveniencia.
No ha sufrido grave daño.
—Veo que retrocede usted ante un segundo asesinato —le dije con
dulzura.
—¿Un segundo asesinato?
Parecía alarmado de verdad.
—La mujer de Marlow —le repliqué, observando estrechamente el
efecto de mis palabras.
Una expresión muy fea apareció en su semblante. Pareció haber
olvidado mi presencia.
—Hubiera podido matarla —replicó—. A veces creo que tenía la
intención de matarla...
Despertó en mí, de pronto, un odio profundo hacia la muerta. Yo
hubiese sido capaz de matarla en aquel instante, de haberse hallado
ante mí... porque él la debía haber querido alguna vez... por fuerza...
por fuerza. Sólo así se explicaba que hablara de semejante manera.
Recobré el dominio de mis nervios y hablé con voz casi normal:
—Parecemos haber dicho ya todo cuanto hay que decir... salvo
buenas noches.
—Buenas noches y adiós, señorita Beddingfeld.
—Hasta la vista, señor Lucas.
Volvió a sobrecogerse al oír el nombre. Se acercó más.
—¿Por qué dice usted eso... «hasta la vista», quiero decir?
—Porque me da el corazón que volveremos a encontrarnos.
—¡No, si yo lo puedo remediar!
A pesar del énfasis con que habló, no me sentí ofendida. Por el
contrario, experimenté cierta satisfacción interior. No soy tonta del
todo.
—Pese a ello —dije—, creo que nos volveremos a ver.
—¿Por qué? —preguntó, sorprendido.
Sacudí la cabeza, incapaz de explicar el sentimiento que me había
impulsado a decir semejantes palabras.
—No deseo volverla a ver jamás —dijo él, de pronto, y con violencia.
En realidad, sus palabras eran una grosería; pero me limité a reír
dulcemente y perderme en la oscuridad.
Le oí empezar a seguirme y detenerse después. Y en alas de la brisa,
una palabra llegó hasta mí, «¡brujas!», creo que fue.
CAPITULO -- XVII
HOTEL MOUNT NELSON
CIUDAD DEL CABO
Extracto del Diario de sir Eustace Pedler
Es un gran alivio para mí, en verdad, hallarme fuera del Kilmorden.
Durante todo el tiempo que permanecí a bordo, tuve la sensación de
que me rodeaba una red de intrigas. Por si eso fuera poco, Guy
Pagett tuvo la ocurrencia, la última noche, de meterse en una riña de
borrachos. Está muy bien todo eso de querer justificar las cosas; pero
a mí no hay quien me quite de la cabeza que se trató, pura y
simplemente, de una riña de borrachos como he dicho. Porque, ¿qué
otra cosa puede pensar uno cuando se le presenta un hombre con un
bulto del tamaño de un huevo en la cabeza y un ojo con todos los
colores del arco iris?
Verdad es que Pagett se empeñó en convertir el suceso en un
misterio. De hacerle caso a él, cualquiera hubiese creído que le
habían hinchado un ojo como consecuencia de su deseo de defender
mis intereses. Hizo un relato extraordinariamente largo y confuso y
tardé la mar de tiempo en entender una palabra.
Para empezar, parece ser que vio a un hombre que obraba de una
manera sospechosa. Eso dice él, por lo menos. Estoy seguro de que
estas palabras las ha sacado de una novela de espionaje. Ni él mismo
sabe lo que significa eso de que un hombre obre de una manera
sospechosa. Así se lo dije yo mismo.
—Se deslizaba por la oscuridad de una manera furtiva. Y era
medianoche, sir Eustace.
—Bueno, y ¿qué hacía usted por ahí a esas horas? ¿Por qué no estaba
metido en cama y durmiendo como un buen cristiano? —le exigí,
irritado después de cuanto me contó.
—Había estado poniendo en clave sus cablegramas, sir Eustace, y
escribiendo a máquina las últimas anotaciones de su Diario.
A Pagett nunca le faltaban palabras para demostrar que tiene razón,
que es un esclavo de su deber y un verdadero mártir.
—¿Bien?
—Se me ocurrió echar una mirada a todo antes de acostarme, sir
Eustace. El hombre bajaba por el corredor, como si viniera del
camarote de usted. Se me antojó en seguida que ocurría algo
anormal; por la manera como miraba a su alrededor. Se deslizó
escalera arriba, por un lado del comedor. Y le seguí.
—Mi querido Pagett: ¿por qué no había de subir el pobre hombre a
cubierta sin que le siguieran los pasos? Hay gente que incluso duerme
sobre cubierta... cosa la mar de incómoda, en mi opinión. Los
marineros no se fijan en uno y le baldean a las cinco de la mañana, lo
mismo que a la cubierta.
Me estremecí con sólo pensarlo.
—Sea como fuere —proseguí—, si molestó usted a un pobre diablo
que padecía de insomnio, no me extraña que le pusiera un ojo a la
funerala.
Pagett puso cara de estar haciendo alarde de impaciencia.
—Si tuviera usted la amabilidad de escucharme hasta el final, sir
Eustace... Quedé convencido de que el hombre aquel había estado
merodeando por los alrededores de su camarote, donde no se le
había perdido nada. Los únicos dos camarotes que hay en ese
corredor son el de usted y el del coronel Race.
—Race —dije, encendiendo cuidadosamente un cigarro—, no necesita
su ayuda para protegerse, Pagett.
Y agregué:
—Ni yo tampoco.
Pagett se acercó aún más y respiró fuertemente, preámbulo obligado
en él antes de dar a conocer un secreto.
—Es que me parece, sir Eustace... que era Rayburn. Y ahora estoy
completamente seguro de ello.
—¿Rayburn?
—Sí, sir Eustace.
Moví negativamente la cabeza.
—Rayburn tiene demasiado sentido común para intentar despertarme
a medianoche.
—En efecto, sir Eustace. Yo creo que a quien fue a ver fue al coronel
Race. Una reunión secreta... ¡para recibir órdenes!
—No me escupa, Pagett —corté retrocediendo un poco—. Y no respire
con tanta fuerza. Lo que usted dice es absurdo. ¿Por qué habían de
celebrar reuniones secreta a medianoche? De tener algo que decirse
podrían hacerlo mientras se desayunaban juntos sin llamar la
atención de nadie.
Comprendí que Pagett andaba muy lejos de estar convencido.
—Algo sucedía anoche, sir Eustace —insistió—. De lo contrario, ¿por
qué había de atacarme Rayburn tan brutalmente?
—¿Está usted completamente seguro de que era Rayburn?
Pagett parecía estar completamente convencido de ello. Era la única
parte de su relato en la que no se mostraba confuso.
—Hay algo muy raro en todo esto —dijo—. Para empezar, ¿dónde
está Rayburn?
Es cierto, en efecto, que no hemos visto a ese hombre desde que
desembarcamos. No nos acompañó al hotel. Me niego a creer que le
tenga miedo a Pagett, sin embargo.
La verdad es que, tomada en conjunto, la cosa es como para irritar a
cualquiera. Uno de mis secretarios ha desaparecido como si se le
hubiera tragado la tierra, y el otro parece un púgil profesional. No
puedo llevarle conmigo con la cara que tiene actualmente. Sería el
hazmerreír de toda la Ciudad de El Cabo. Estoy citado para entregar
hoy el billet-doux de Milray; pero iré sin Pagett. Al diablo con el
imbécil y con su manía de merodear.
Estoy bastante malhumorado. Hice un desayuno calamitoso en
compañía de gente más calamitosa aún. Camareras holandesas de
tobillos como troncos que tardaron media hora en servirme un poco
de pescado pasado. Y esa farsa de levantarse a las cinco de la
mañana al llegar al puerto para ver al médico y alzar los brazos por
encima de la cabeza me deja completamente hastiado.
Más tarde
Ha ocurrido una cosa muy sería. Acudí a la cita con el Primer Ministro
llevando la carta sellada de Milray. No parecía haber sido tocada;
pero ¡no había más que una hoja de papel blanco dentro!
Supongo que ahora me he metido en un lío. No sé cómo demonios
consentí que ese asno de Milray me metiera en semejante jaleo.
Pagett se distingue como consolador. Da muestras de cierta
satisfacción sombría que me enfurece. Además, se ha aprovechado
de mi turbación para cargarme con el baúl de papel. Como no ande
con cuidado, el próximo entierro a que asista será el suyo propio.
No obstante, a última hora tuve que escucharle.
—Supóngase usted, sir Eustace, que Rayburn hubiese sorprendido
parte de su conversación con el señor Milray... No olvide que no vio
usted autorización alguna extendida por el señor Milray. Aceptó usted
a Rayburn fiándose de su palabra.
—Así pues, ¿usted cree que Rayburn es un criminal? —inquirí,
lentamente.
Pagett sí que lo creía. Hasta qué punto influiría en su creencia el
resentimiento que sentía como consecuencia del ojo hinchado, no lo
sé. Logró presentar el caso de una manera bastante comprometedora
para Rayburn. Y el aspecto de este último le perjudicaba. Mi intención
era no hacer nada en el asunto. El hombre que se ha dejado engañar
de tal manera no tiene muchos deseos de dar publicidad a su idiotez.
Pero Pagett, nada afectada su energía por sus recientes desdichas, se
mostró partidario de medidas extremas. Salió con la suya,
naturalmente. Marchó a la comisaría, despachó numerosos
cablegramas y regresó con una manada de funcionarios ingleses y
holandeses que se tomaron no sé cuantos whiskyes con soda a costa
mía.
Recibimos la contestación de Milray aquella tarde. ¡No sabía una
palabra de mi ex secretario! Sólo había un detalle consolador en todo
el asunto.
—Sea como fuere —le dije a Pagett—, a usted no le envenenaron.
Sufrió uno de sus ataques biliosos de costumbre.
Le vi hacer una nueva mueca. Fue el único tanto que pude
apuntarme.
Más tarde aún
Pagett se encuentra en su elemento. Las ideas geniales se le ocurren
a borbotones. Se empeña en que Rayburn es nada menos que el
«Hombre del traje castaño». Seguramente tiene razón. Suele tenerla
siempre. Pero todo esto se está haciendo desagradable. Cuando antes
me marche a Rhodesia, mejor. Le he explicado a Pagett que no debe
acompañarme.
—Es preciso, amigo mío —le dije—, que se quede usted aquí.
Pudieran necesitarle de un momento a otro para identificar a
Rayburn. Además he de pensar en mi dignidad como miembro del
Parlamento Británico. No puedo andar por ahí con un secretario que
parece haber estado recientemente en una vulgar riña callejera.
Pagett hizo una mueca. Es un hombre tan respetable, que su aspecto
es un continuo dolor y una tribulación sempiterna para él.
—Pero, ¿cómo se arreglará usted para la correspondencia y las notas
de sus discursos, sir Eustace?
—Ya me las arreglaré —le respondí.
—Su vagón particular estará enganchado mañana, miércoles, al tren
de las once —continuó Pagett—. Ya he dado todos los pasos
necesarios. ¡La señora Blair lleva una doncella consigo!
—¿La señora Blair? —exclamé.
—Me ha dicho que le ofreció usted sitio.
—Es cierto, ahora que me acuerdo. La noche del baile de máscaras.
Hasta insistí en que me acompañase. Pero ¡jamás creí que iba a
cogerme la palabra! A pesar de lo deliciosa que es, no estoy muy
seguro de que me guste gozar de su compañía desde Ciudad de El
Cabo a Rhodesia y luego durante el viaje de regreso. ¡Hay que
guardarles tantas atenciones a las mujeres! Y son un verdadero
estorbo, a veces. ¿He invitado a alguna persona más? —pregunté,
con ansiedad.
Uno suele hacer esas cosas en momentos de expansión.
—La señora Blair parecía creer que había usted invitado al coronel
Race, también.
—Muy borracho estaría yo, si invité a Race. Muy borracho en verdad.
Siga un consejo, Pagett, y que el ojo hinchado le sirva de
escarmiento. No vuelva a irse de parranda. Créame, Pagett.
—Como usted sabe, sir Eustace, soy abstemio.
—Es preferible que deje de beber, en efecto, si no tiene usted
suficiente fuerza de voluntad para hacerlo con moderación. No he
invitado a nadie más, ¿verdad, Pagett?
—Que yo sepa no, sir Eustace.
Exhalé un suspiro de alivio.
—Hay la señorita Beddingfeld —dije pensativo—. Creo que quiere ir a
Rhodesia a buscar huesos. Ganas me dan de ofrecerle la plaza de
secretaria interina. Sabe escribir a máquina. Lo sé, porque ella me lo
dijo.
Con gran sorpresa mía, Pagett se opuso vehemente a la idea. No le
es simpática Ana Beddingfeld. Desde la noche del ojo hinchado ha
dado muestra de profunda e incontenible emoción cada vez que se
mencionaba su nombre. Pagett está lleno de misterios en estos
tiempos. Invitaré a la muchacha nada más que para molestarle.
Como dije en otra ocasión, tiene unas piernas exquisitas.
CAPITULO -- XVIII
Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld
No creo que, mientras viva, pueda olvidar la impresión de Table
Mountain. Me levanté la mar de temprano y salí a cubierta. Me fui
derecha a la cubierta de los botes, cosa que creo constituye un
crimen, pero había decidido gozar de la soledad. Entrábamos en
aquellos instantes en Table Bay. Nubes aborregadas flotaban por
encuna de Table Mountain, y la ciudad dormida, dorada y embrujada
por la luz del sol matutino, parecía prendida de las laderas, llegando
hasta la orilla del mar.
Me hizo contener la respiración y experimentar ese doloroso anhelo
que se apodera de una a veces cuando ve algo más hermoso de lo
corriente. No tengo habilidad para expresar tales cosas; pero
comprendí que había encontrado, aunque sólo fuera durante un fugaz
instante, lo que había estado buscando desde mi salida de Little
Hampsly. Algo nuevo; algo en lo que no había soñado hasta
entonces; algo que satisfacía mi sed de lo romántico.
En completo silencio, o así me lo pareció a mí, el Kilmorden se deslizó
más y más cerca. Aún parecía un sueño. Al igual que todos los
soñadores, sin embargo, no fui capaz de dejar mi sueño en paz. ¡Es
tan grande la ansiedad de los pobres humanos de no perder un solo
detalle!
—Esto es África del Sur —me dije y me repetí—. África del Sur...
África del Sur... Estás viendo el mundo. Éste es el mundo. Lo estás
viendo. Imagínate, Anita Beddingfeld, so estúpida... ¡Estás viendo el
mundo!
Creí hallarme a solas sobre la cubierta de botes; pero ahora observé
que otra persona estaba inclinada sobre la borda, absorta como yo lo
había estado en la ciudad que tan rápidamente se acercaba. Sabía yo
ya quién era aún antes de que volviera la cabeza. La escena de la
noche anterior parecía irreal y melodramática a la luz del apacible sol
matutino. ¿Qué habría pensado él de mí? Me entró calentura de sólo
pensar en las cosas que había dicho. Y no las había dicho en serio...
¿o sí?
Aparté la mirada resueltamente y la fije con intensidad en la
montaña. Si Rayburn había subido allí para estar solo, no era
necesario que yo, por lo menos, le turbara, dándole a conocer mi
presencia.
Pero con gran sorpresa mía, oí una pisada a mis espaldas y luego su
voz, agradable y normal.
—Señorita Beddingfeld...
—¿Diga?
Me volví.
—Quiero pedirle perdón. Me porté como un perfecto grosero anoche.
—Fue... una noche singular —repuse, precipitadamente.
No resultaba un comentario muy brillante; pero era el único que se
me ocurría.
—¿Me perdona?
Le tendí la mano sin decir una palabra. Él la tomó.
—Hay otra cosa que quisiera decirle —agregó con mayor
solemnidad—. Señorita Beddingfeld, podrá usted no saberlo, pero
anda mezclada en un asunto bastante peligroso.
—Eso deduzco yo —contesté.
—No. No es posible que usted lo sepa. Quiero hacerle una
advertencia. Deje el asunto en paz. No puede tener nada que ver
usted en realidad. No permita que la curiosidad la induzca a
entremeterse en asuntos ajenos. No; no se vuelva usted a enfadar,
por favor, no hablo de mí. No tiene usted la menor idea de las cosas
con que puede llegar a tener que enfrentarse. Esos hombres son
capaces de todo. Son completamente implacables. Se encuentran en
peligro ya... No tiene más que recordar lo de anoche. Creen que sabe
usted algo. Su única esperanza de salvación es convencerles de que
no sabe una palabra. Pero ande con cuidado, vigile siempre... Y
escuche; si alguna vez cayera usted en sus manos, no intente ser
lista... cuente toda la verdad; sólo así habrá una probabilidad de que
se salve.
—Me pone usted carne de gallina, señor Rayburn —dije, y no le
engañaba del todo—. ¿Por qué se toma la molestia de ponerme en
guardia?
No contestó durante unos minutos. Luego dijo, en voz baja:
—Tal vez sea la última cosa que pueda hacer por usted. Una vez en
tierra, estaré seguro... pero, tal vez no llegue a desembarcar.
—¿Cómo? —exclamé.
—Temo que no es usted la única persona a bordo que sabe que soy el
«Hombre del traje color castaño».
—Si usted cree que yo he hablado... —empecé con calor.
Él me tranquilizó con una sonrisa.
—No dudo de usted, señorita Beddingfeld. Si alguna vez dije lo
contrario, mentí. No, pero hay una persona a bordo que lo ha sabido
desde el primer momento. Sólo tiene que hablar... y estoy perdido.
No obstante, voy a arriesgarme en la esperanza de que no hablará.
—¿Por qué?
—Porque es un hombre a quien le gusta trabajar solo. Y si la policía
me cogiera, dejaría de serle útil a él. Libre... pudiera serlo. Bueno;
dentro de una hora saldremos de dudas.
Rió burlonamente, pero noté que su expresión se hacia más dura. Si
lo estaba arriesgando todo a una carta, era un buen jugador. Sabía
perder y sonreír.
—Sea como fuere —agregó en tono más normal—, no supongo que
volvamos a encontrarnos.
—No —dije lentamente—; supongo que no.
—Conque... adiós.
—Adiós.
Me estrechó la mano con fuerza. Durante un minuto los singulares
ojos grises claros parecieron quemar los míos. Luego dio media
vuelta bruscamente y se alejó. Oí el ruido de sus pisadas sobre
cubierta. Repercutieron y volvieron a repercutir. Me pareció que las
oiría siempre. Pisadas que salían de mi vida.
Puedo confesar con franqueza que las dos horas siguientes no fueron
muy agradables para mí. No volví a respirar con libertad hasta que
me hallé sobre el muelle después de haber cumplido la mayor parte
de las formalidades que la burocracia exige. No se había efectuado
detención alguna y me di cuenta que era un día glorioso y que tenía
un apetito voraz. Me reuní con Susana. De todas formas, iba a pasar
la noche con ella en el hotel. El barco no seguía hasta Port Elizabeth y
Durban hasta la mañana siguiente. Nos metimos en un taxi y nos
hicimos conducir al Hotel Mount Nelson.
Todo me pareció paradisíaco. El sol, el aire, las flores... Cada vez que
recordaba Little Hampsly en enero, con el barro hasta las rodillas y la
lluvia seguida, me estremecía de encanto. Susana no se mostraba, ni
con mucho, tan entusiasmada. Había viajado mucho, naturalmente.
Además, no era de las que se excitan en ayunas. Me dio un rapapolvo
cuando solté un gritito de entusiasmo al ver un convólvulo azul
gigante.
Y a propósito, me gustaría dejar bien sentado aquí que este relato no
va a ser un relato de África del Sur. No garantizo colorido local
alguno, ya saben ustedes lo que quiero decir; media docena de
palabras en bastardilla en cada página. Soy una gran admiradora de
eso, pero no puedo hacerlo. Cuando se trata de islas del Pacífico,
claro está, se habla inmediatamente de béche-de-mer. No sé lo que
es béche-de-mer. No lo he sabido nunca. Probablemente no lo sabré
jamás. He intentado adivinarlo dos o tres veces. Y me he equivocado
invariablemente. Ya sé que en Sudáfrica se empieza a hablar
inmediatamente de un stoep. Sí sé lo que es un stoep. Es lo que da la
vuelta a una casa, y una se sienta allí. En otras partes del mundo se
le llama una galería, una veranda, una plaza y un ha-da. También
hay pawpaws con frecuencia. Descubrí inmediatamente lo que eran
porque la camarera holandesa me sirvió una para desayunar. Creí al
principio que era un melón podrido. La camarera me sacó de mi error
y me persuadió de que usara jugo de limón y azúcar y probara otra
vez. Quedé muy satisfecha de probar el pawpaw. Siempre lo había
asociado vagamente con la hula-hula, que según creo (aunque tal vez
me equivoque), es la clase de faldita de hierba que llevan las
bailarinas hawaianas. No; creo que me equivoco. La faldita esa se
llama lava-lava.
Sea como fuere, todas estas cosas resultan muy animadoras cuando
una llega a Inglaterra. No puedo menos de pensar que resultaría más
agradable nuestra existencia insular si una pudiera desayunarse
tocino-tocino y salir luego enfundada en un jersey-jersey a pagar los
libros.
Susana se mostró un poco más dócil después de desayunarse. Me
habían dado la habitación contigua a la suya, desde la que se veía
Table Bay. Contemplé el paisaje mientras Susana buscaba una crema
facial especial. Cuando la hubo encontrado y empezó a ponérsela,
adquirió la facultad de poderme escuchar.
—¿Vio usted a sir Eustace? —le pregunté—. Salía de desayunarme
cuando entramos nosotras. Le habían servido pescado no muy fresco
y no sé qué y le estaba dando al camarero mayor su opinión.
También botó un melocotón en el suelo para demostrar lo duro que
era... sólo que resultó ser menos duro de lo que él se suponía y se
espachurró.
Susana sonrió.
—A sir Eustace le gusta tan poco madrugar como a mí. Pero, Ana,
¿vio usted al señor Pagett? Me tropecé en el pasillo con él. Tiene un
ojo a la funerala. ¿Qué habrá estado haciendo?
—Sólo intentando tirarme por la borda al mar —repliqué
flemáticamente.
Me apunté un tanto: Susana se dejó la cara a medio embadurnar e
insistió en que le diera detalles. Se los di.
—¡La cosa se hace más misteriosa que nunca! —exclamó—. Creí que
me iba a tocar a mí un bombón cuando quedamos en que me cuidara
de sir Eustace, y que usted iba a acaparar las emociones al
encargarse del reverendo Eduardo Chichester. Pero ahora no estoy
tan segura. Dios quiera que Pagett no me tire del tren en una noche
oscura.
—Creo que aún está usted por encima de toda sospecha, Susana.
Pero si la cosa llegara a estos extremos, cablegrafiaré a Clarence.
Supongo tomaría sus medidas.
—Eso me recuerda... Déme un impreso de cablegrama. Déjeme
pensar..., ¿cómo diré? «Estoy complicada en un misterio
emocionante. Haz el favor de mandarme mil libras esterlinas.
Susana.»
Tomé un cablegrama y le hice ver que podía eliminar «estoy», «en» y
«un». Y además, si lo mismo le daba no ser cortés, el «haz el favor
de mandarme», poniendo en su lugar: «mándame». Susana, sin
embargo, parece ser muy despreocupada en cuestiones de dinero, y
una verdadera derrochadora. En lugar de hacer caso de mis
advertencias, agregó seis palabras más: «Me estoy divirtiendo de lo
lindo.»
Susana tenía el compromiso de ir a comer con unas amistades suyas
que pasaron por el hotel a buscarla a las once y me quedé sola.
Recorrí los jardines del hotel, crucé las vías del tranvía y seguí por la
umbrosa avenida hasta llegar a la calle Mayor. Me estuve paseando,
viendo lo que había que ver, gozando del sol y del aspecto de los
negros vendedores de flores y frutas. También descubrí un sitio en
que servían unos refrescos deliciosos. Por último, compré un cestillo
de melocotones por seis peniques y regresé al hotel.
Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré allí una carta. Era del
Conservador del Museo. Había leído la noticia de mi llegada a bordo
del Kilmorden, noticia en la que se me mencionaba como hija del
difunto profesor Beddingfeld. Había conocido a mi padre y sentía una
gran admiración por él. Aseguraba, a continuación, que su esposa
quedaría encantada si aceptaba su invitación de ir a tomar el té con
ellos aquella tarde a su hotelito de Muizenberg. Me explicaba cómo
podía llegar hasta allí.
Resultaba agradable saber que aún se recordaba al pobre papá y que
se tenía un elevado concepto de él. Preví que iba a tener que
someterme a que me enseñaran minuciosamente el museo antes de
salir de la Ciudad de El Cabo; pero decidí correr ese riesgo. Mucha
gente hubiera quedado encantada con semejante posibilidad; pero lo
dulce empalaga cuando una ha tenido que soportarlo toda la vida,
mañana, tarde y noche.
Me puse el mejor sombrero que tenía (uno que Susana ya no quería
llevar), y el vestido blanco menos arrugado y salí del hotel
inmediatamente después de comer. Tomé un tren ligero en
Muizenberg y llegué allí media hora más tarde. Fue una excursión
agradable. El tren avanzó ceñido a la base de Table Mountain y eran
muy hermosas algunas de las flores que vimos. Como la geografía no
es mi fuerte, nunca me había dado cuenta, por completo, de que la
Ciudad de El Cabo se alza sobre una península, y por consiguiente,
quedé algo sorprendida cuando, al apearme del tren, me encontré de
cara al mar otra vez. Me encantó ver la manera como la gente se
bañaba. Usaban una especie de tabla corta, curvada, y llegaban hasta
la playa de pie en ella, flotando sobre las olas.
Era demasiado temprano para ir a tomar el té. Me dirigí al pabellón
de baños y, cuando me preguntaron si quería yo una de aquellas
tablas también, contesté: «Sí, gracias.» El flotar sobre estas tablas
parece sencillísimo. No lo es. No digo más. No obstante, decidí volver
a la primera oportunidad que se me presentara y probar suerte otra
vez. No estaba dispuesta a dejarme vencer. Y entonces, por pura
casualidad, pude flotar un buen rato sin caerme y llegué a la playa
delirante de felicidad. Surfriding (Cabalgar rompientes), como lo
llaman, es así. O está una mascullando maldiciones o se siente
encantada de haber nacido. Experimenté cierta dificultad en dar con
«Villa Medgee». Se encontraba en la ladera de la montaña,
completamente aislada y lejos de los demás hotelitos. Toqué el
timbre y me abrieron.
—¿La señora Raffini? —pregunté.
Me hizo pasar. Echó a andar delante de mí por un pasillo y abrió una
puerta de par en par. En el instante de ir a entrar, vacilé. Tuve un
presentimiento. Crucé el umbral y la puerta se cerró bruscamente
detrás de mí.
Un hombre, sentado a una mesa, se puso en pie y me salió al
encuentro con la mano tendida.
—¡Cuánto me alegro de que hayamos conseguido persuadirla de que
viniera a visitarnos, señorita Beddingfeld! -dijo.
Era un hombre alto, holandés, evidentemente, con una barba
anaranjada que parecía una llama. Su aspecto andaba muy lejos de
ser el del conservador de un museo. Me di cuenta de pronto que
había hecho una estupidez. Me encontraba en manos del enemigo.
capitulo XIX
La situación me recordó la Jornada Tercera de los «Peligros de
Pamela». ¡Cuántas veces había estado yo sentada en las butacas de
seis peniques, comiendo una barra de chocolate y anhelando que me
ocurrieran a mí cosas como aquélla! Bueno, pues, ya me estaban
ocurriendo. Y sin saber por qué, no resultaban tan divertidas como yo
me las había imaginado. Está muy bien verlo en la pantalla, y una
tiene el consuelo de saber que habrá una Jornada Cuarta. Pero en la
vida real nadie podía garantizarme que Anita Aventurera no dejara de
existir bruscamente al final de cualquiera de los episodios.
Sí; me encontraba en una situación difícil. Recordé con desagradable
claridad todas las cosas que Rayburn me había dicho aquella mañana.
Diga usted la verdad, me había aconsejado. Bueno, pues eso siempre
podría hacerlo; pero, ¿me serviría de algo? En primer lugar, ¿se daría
crédito a mi relato? ¿Creerían probable o posible que hubiese
emprendido aquella loca aventura sin más bases que un pedazo de
papel que olía a naftalina? A mí me parecía una cosa completamente
increíble. En aquel instante de cordura y serenidad me maldije a mí
misma por melodramática e idiota y anhelé el apacible aburrimiento
de Little Hampsly.
Todo eso me pasó por la imaginación en mucho menos tiempo del
necesario para contarlo. Mi primer movimiento instintivo fue dar un
paso atrás y buscar el tirador de la puerta. El hombre se limitó a
sonreír.
—Aquí está y aquí se queda —observó.
Hice lo posible por hacer al mal tiempo buena cara.
—Me invitó a venir aquí el Conservador del Museo de la Ciudad de El
Cabo. Si he cometido un error...
—¿Un error? ¡Oh, sí! ¡Un error muy grande!
Rió gravemente.
—¿Con qué derecho me detiene? Daré cuenta a la policía...
—Yap, yap, yap... como un perrito faldero —rió.
—Me veo obligada a llegar a la conclusión de que es usted un loco
peligroso —anuncié, con frialdad.
—¿De veras?
—Quisiera advertirle que mis amistades están perfectamente
enteradas de que he venido aquí. Si no he regresado antes del
anochecer, vendrán a buscarme, ¿comprende?
—Conque sus amistades saben que está usted aquí, ¿eh? ¿Qué
amistades?
Retada así, calculé rápidamente las probabilidades. ¿Debiera
mencionar a sir Eustace? Era un hombre muy conocido y su nombre
pudiera influir. Pero si se hallaba en contacto con Pagett pudiera
saber que mentía. Más valía no correr el riesgo de mencionar ahora a
sir Eustace.
—La señora Blair, por ejemplo. Una amiga mía con quien me alojo.
—No lo creo —anunció el hombre, sacudiendo la anaranjada cabeza—
No la ha visto usted desde esta mañana a las once. Y recibió nuestra
nota, pidiéndole que viniese aquí, a la hora de comer.
Por sus palabras comprendí cuan de cerca se habían seguido mis
pasos; pero no pensaba rendirme sin luchar.
—Es usted muy listo —dije—. ¿Ha oído hablar alguna vez de cierto
invento muy útil que se llama teléfono? La señora Blair me telefoneó
cuando descansaba en mi cuarto después de comer. Le dije dónde iba
a estar esta tarde.
Con gran satisfacción mía, observé que su rostro reflejaba, durante
un instante, cierta preocupación. Era evidente que no había pensado
en la posibilidad de que Susana me telefoneara. Lástima que no lo
hubiese hecho de verdad.
—Basta de eso —dijo con aspereza, poniéndose en pie.
—¿Qué va usted a hacer de mí? —inquirí, procurando parecer serena
aún.
—Meterla donde no pueda hacer daño alguno, si a sus amistades se
les ocurre venir a buscarla.
Durante unos segundos, la sangre se me heló en las venas. Pero las
palabras que a continuación dijo, me tranquilizaron.
—Mañana tendrá que responder a algunas preguntas, y cuando lo
haya hecho, sabremos qué hacer con usted. Y puedo asegurarle,
jovencita, que conocemos muchas maneras de hacer hablar a los
imbéciles que sean testarudos.
No era muy animador aquello; pero por lo menos me daba tiempo a
respirar. Tenía hasta el día siguiente. Aquel hombre no era más que
un subordinado, que obedecía órdenes superiores. ¿Era posible que
su superior fuese Pagett?
Llamó y se presentaron dos cafres. Me condujeron escalera arriba. A
pesar de cuanto forcejeé, me ataron de pies y manos y me
amordazaron. La habitación en que me habían metido era una
especie de buhardilla, debajo del tejado. Estaba llena de polvo y no
parecía haber estado ocupada. El holandés me hizo una reverencia
burlona y se retiró cerrando la puerta tras él.
Me hallaba completamente impotente. Por mucho que me retorcí no
pude aflojar las ligaduras y la mordaza no me permitía gritar. Si por
una casualidad se presentara alguien en la casa, nada podría hacer
para llamar la atención. Oí abajo el ruido de una puerta que se
cerraba. El holandés había salido, al parecer.
Me enloquecía no poder hacer cosa alguna. Volví a probar mis
ligaduras, pero los nudos no cedieron. Me di por vencida al fin y me
desmayé o me dormí. Cuando volví a despertar, me dolía todo el
cuerpo. La oscuridad era completa ya, y juzgué que estaría muy
avanzada la noche, porque la Luna se hallaba muy alta en el
firmamento y llenaba con sus rayos la polvorienta claraboya. La
mordaza casi me ahogaba y el entumecimiento y el dolor resultaban
casi insoportables.
Fue entonces cuando mi mirada se posó sobre el trozo de vidrio que
había en un rincón. Un rayo de Luna le daba de lleno y su brillo había
llamado mi atención. Al mirarlo, se me ocurrió una idea de esas que
se le ocurren a una en momentos difíciles.
No podía mover manos ni piernas; pero suponía que me sería posible
rodar. Me puse en movimiento lenta y torpemente. No era fácil.
Además de ser extremadamente doloroso, puesto que no podía
protegerme el rostro con los brazos, resultaba también muy difícil
rodar en una dirección determinada.
La tendencia era rodar en cualquier dirección menos en la que me
interesaba. Después de mucho trabajo, sin embargo, llegué al punto
que deseaba. El vidrio casi me tocaba las manos.
Aun así, la cosa no resultó fácil. Precisé una eternidad para empujar
el vidrio hasta encajarlo de tal suerte contra la pared que pudiera
rozar con él las ligaduras. Esta última operación fue tan larga, tan
exasperante, que casi perdí toda esperanza. No obstante, acabé
cortando las cuerdas que me ataban las manos. Lo demás fue
cuestión de tiempo. Una vez hube restablecido la circulación en mis
manos dándome masajes en las muñecas, pude quitarme la mordaza.
Y cuando hube respirado profundamente un par de veces, me sentí
mucho mejor.
No tardé ya en deshacer hasta el último nudo; pero hube de esperar
un buen rato antes de poder ponerme en pie. Por fin me erguí,
agitando los brazos para restablecer la circulación. Ansiaba, sobre
todas las cosas, encontrar algo de comer.
Aguardé cosa de un cuarto de hora para estar segura de que no me
abandonarían las fuerzas. Luego, me acerqué a la puerta de puntillas.
Como había esperado, no estaba cerrada con llave. La abrí y atisbé
con cautela.
Todo estaba silencioso. La luz de la Luna, que se filtraba por una
ventana, me permitió ver la escalera cubierta de polvo y sin
alfombra. Bajé con sigilo. No se oía ningún ruido. Pero cuando llegué
al descansillo de abajo, llegó a mis oídos un débil murmullo de voces.
Paré en seco y permanecí inmóvil algún tiempo. Un reloj colgado de
la pared señalaba más de medianoche.
Me daba perfecta cuenta de los riesgos que podría correr si bajaba
más; pero, al fin venció en mí la curiosidad. Tomando infinitas
precauciones me dispuse a explorar. Me deslicé silenciosamente por
el último tramo de escalera hasta el cuadrado vestíbulo. Miré a mi
alrededor, y contuve el aliento. Un cafre estaba sentado junto a la
puerta. No me había visto. No tardé en darme cuenta, por el ritmo de
su respiración, que se había dormido.
¿Debía retroceder o seguir adelante? Las voces emanaban del cuarto
al que se me condujera a mi llegada. Una de ellas era la del holandés.
No pude reconocer la otra, aunque se me antojaba vagamente
conocida.
Al fin decidí que era mi deber enterarme de todo lo que fuese posible.
Tendría que correr el riesgo de que se despertase el cafre. Crucé
silenciosamente el pasillo y me arrodillé junto a la puerta del cuarto.
Durante unos instantes no pude oír mejor por ello. Las voces sonaban
más altas, pero no lograba distinguir lo que decían.
Apliqué el ojo a la cerradura en lugar del oído. Como había supuesto,
uno de los que hablaban era el holandés. El otro hombre se hallaba
fuera de mi campo visual.
De pronto se puso en pie para servirse algo de beber. Aun antes de
que diera la vuelta comprendí quién era.
¡El señor Chichester!
Ahora empecé a entender las palabras.
—No obstante, es peligroso. ¿Y si sus amistades vinieran a buscarla?
Era el holandés quien hablaba. Chichester le respondió. Ya no usaba
su voz de clérigo. Nada de particular tenía, pues, que no la hubiese
reconocido.
—Eso es puro bluf. Nadie tiene la menor idea de dónde se encuentra.
Habló con convencimiento.
—Es posible. He investigado el asunto y no tenemos nada que temer.
Sea como fuere, las órdenes emanan del «Coronel». Supongo que no
querrá usted desobedecerlas...
El holandés soltó una exclamación en su idioma nativo. Juzgué que
era una rotunda negativa.
—Pero, ¿por qué no darle un golpe en la cabeza? —gruñó—. Sería
más sencillo. El barco está preparado. Se la podría llevar a alta mar.
—Sí —contestó Chichester, pensativo—. Eso es lo que yo haría. Sabe
demasiado; de eso no cabe la menor duda. Pero al «Coronel» le
gusta trabajar solo, aunque no le consiente a ningún otro que lo
haga. (Sus propias palabras parecieron despertar en él algún
recuerdo que le molestaba.) Deseaba obtener de esta muchacha
informes de alguna clase.
Había hecho una pausa antes de decir «informes», y el holandés se
agarró a la palabra.
—¿Informes?
—O algo así.
—«Diamantes» —dije yo para mis adentros.
—Y ahora —continuó Chichester— déme las listas.
Durante un buen rato su conversación me resultó completamente
ininteligible. Parecían versar sobre grandes cantidades de legumbres
y verduras. Se mencionaron fechas, precios y nombres de varios
lugares que yo no conocía. Transcurrió su buena media hora antes de
que terminaran de contar y de hacer comprobaciones.
—Muy bien —dijo Chichester. Y se oyó un ruido como el de una silla
al arrastrarse por el suelo—. Me las llevaré para que las vea el
«Coronel».
—¿Cuándo se marcha usted?
—Mañana por la mañana a las diez bastará.
—¿Quiere ver a la muchacha antes de irse?
—No. Hay órdenes severas de que nadie debe ver a la chica hasta
que llegue el «Coronel». ¿Se encuentra bien?
—Me asomé a verla cuando vine a comer. Creo que estaba dormida.
¿Y alimentos?
—Un poco de ayuno no le hará ningún daño. El «Coronel» vendrá
aquí mañana por la mañana a una hora u otra. Responderá mejor a
las preguntas si tiene hambre. Más vale que no se acerque nadie
hasta entonces. ¿Está bien atada?
El holandés se echó a reír.
—¿Qué cree usted?
Los dos rieron. Y yo también, aunque para mis adentros. Luego,
como quiera que los ruidos que se oyeran parecían anunciar que
estaba a punto de salir del cuarto, me batí precipitadamente en
retirada. Lo hice justamente a tiempo. Al llegar a la escalera, oí
abrirse la puerta del vestíbulo. Me retiré prudentemente a la
buhardilla, me rodeé el cuerpo con las cuerdas y volví a tirarme en el
suelo por si se les ocurría subir a echarme una mirada.
No lo hicieron, sin embargo. Al cabo de una hora, aproximadamente,
descendí con cautela la escalera. El cafre de guardia junto a la puerta
estaba despierto y tarareaba una canción. Tenía vivos deseos de salir
de la casa, pero no veía la forma de conseguirlo.
Acabé teniendo que retirarme a la buhardilla otra vez. Era evidente
que el cafre se pasaría la noche allí, vigilando. Permanecí en mi
encierro, armándome de paciencia, durante las primeras horas de la
mañana, escuchando todos los preparativos. Los hombres se
desayunaron en el vestíbulo. Empezaba a sentirme enervada. ¿Cómo
demonios iba a salir de la casa? ¿Podría?
Me aconsejé a mí misma paciencia. Un paso temerario pudiera
echarlo a perder todo. Después del desayuno oí marcharse a
Chichester. Con gran alivio mío, el holandés le acompañó.
Aguardé, conteniendo el aliento. Estaban quitando la mesa y
haciendo el trabajo de la casa. Por fin, todas las actividades
parecieron cesar. Volví a salir de mi guarida. Me deslicé
silenciosamente escalera abajo. El vestíbulo estaba desierto. Lo crucé
con velocidad de relámpago, abrí la puerta y salí al sol. Bajé
corriendo el camino del jardín como si me persiguiera el mismísimo
demonio.
Una vez fuera, me puse a caminar de forma normal. La gente me
miraba con curiosidad, y no era de extrañar. Debía de llevar los
vestidos y la cara cubiertos de polvo de la buhardilla. Por fin llegué a
un garaje. Entré.
—He sufrido un accidente —expliqué—. Necesito un coche qué me
conduzca inmediatamente a Ciudad de El Cabo. He de pillar el vapor
para Durban.
No tuve que esperar mucho. Diez minutos más tarde me hallaba
camino de Ciudad de El Cabo. Era preciso que me enterara de si
Chichester iba a bordo. No me era posible decidir aún si embarcar en
él yo también o no; pero a última hora decidí hacerlo. Chichester no
sabría que le había visto en el hotelito de Muizenberg. Seguramente
prepararía nuevas trampas para cazarme. Pero yo estaría sobre
aviso. Y él era el hombre a quien me interesaba seguir, el hombre
que andaba buscando los diamantes por cuenta del misterioso
«Coronel».
¡Pobres planes míos! Cuando llegué yo al muelle, el Castillo de
Kilmorden enfilaba ya con su proa la salida del puerto. Y no tenía yo
medio alguno de averiguar si Chichester viajaba a bordo o no.
CAPITULO -- XX
Me dirigí al hotel. En el saloncillo no había ninguna persona conocida.
Subí corriendo la escalera y llamé a la puerta de Susana. Me dijo que
entrara. Cuando vio quién era, se me colgó del cuello, así, como
suena.
—¡Anita, querida! ¿Dónde ha estado? ¡Me ha tenido la mar de
alarmada! ¿Qué ha estado haciendo?
—Corriendo aventuras —repliqué—. Jornada tercera de «Los Peligros
de Pamela».
Le conté toda la historia. Exhaló ella un profundo suspiro cuando
terminé.
—¿Por qué han de ocurrirle a usted siempre esas cosas? —exclamó
quejumbrosa—. ¿Por qué no me amordaza a mí nadie ni me ata de
pies y manos?
—No le gustaría si se lo hiciesen —le aseguré—; y a decir verdad, no
tengo tantas ganas ya de correr aventuras como antes. Una pequeña
dosis de eso le harta a una para una temporada.
Susana no pareció muy convencida. De haberse pasado una hora o
dos atada y amordazada, seguramente hubiera cambiado de opinión.
A Susana le gustan las emociones, pero odia las incomodidades.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó.
—No estoy muy segura —le respondí dubitativa—. Usted sigue
encargada de ir a Rhodesia, naturalmente, para vigilar a Pagett...
—¿Y usted?
Ahí estaba la dificultad... ¿Habría embarcado Chichester a bordo del
Kilmorden o no? ¿Pensaba seguir su plan original de marcha a
Durban? La hora en que abandonara Muizenberg parecía insinuar que
la contestación a ambas preguntas debía de ser afirmativa. En cuyo
caso podría marchar yo a Durban por tren. Estaba segura de que
llegaría yo allí antes que el barco. Sin embargo, si le cablegrafiaban a
Chichester la noticia de mi huida, y le decían que había salido de
Ciudad de El Cabo en dirección a Durban, nada más fácil para él que
abandonar el barco en Port Elizabeth o East London y escapárseme
así por completo.
El problema era algo complicado.
—Sea como fuere —dije—, nos enteraremos de la hora de salida de
los trenes para Durban.
—Y no es demasiado tarde para una taza de té matutina —anunció
Susana—. La tomaremos en el saloncillo.
El tren de Durban salía a las ocho y cuarto de la noche, me dijo el
conserje. De momento aplacé mi decisión y me reuní con Susana
para tomar el té.
—¿Cree usted que podrá reconocer a Chichester otra vez... si lleva un
disfraz distinto, quiero decir? —inquirió Susana.
Sacudí la cabeza.
—Desde luego no le conocí cuando le vi disfrazado de camarera ni le
hubiese reconocido de no haber sido por el dibujo que usted me hizo.
—Ese hombre es actor de profesión —dijo Susana, pensativa—. Estoy
segura de ello. Puede abandonar el barco vestido de obrero o de
cualquier cosa, y no conseguirá usted descubrirle.
—Es usted muy consoladora —le repuse.
En aquel momento el coronel Race miró por la puerta ventana y se
reunió con nosotras.
—¿Qué hace sir Eustace? —inquirió Susana—. No le he visto por aquí
hoy.
Una expresión extraña cruzó el rostro del coronel.
—Tiene preocupaciones que no le dejan tiempo libre.
—Cuéntenos de qué se trata.
—Hablar de eso sería una indiscreción.
—Cuéntenos algo... aunque tenga que inventarlo nada más que para
distraernos.
—Bueno, pues, ¿qué diría si le dijese que el famoso «Hombre del
traje color castaño» ha viajado en nuestra compañía?
—¿Cómo?
Sentí que la sangre se retiraba de mi rostro y volvía a invadirlo otra
vez. Por fortuna, el coronel Race no me estaba mirando.
—Creo que es un hecho. Mientras las autoridades vigilaban todos los
puertos para que no pudiese escapar de Inglaterra, consiguió engañar
a Pedler para que le trajera aquí como secretario.
—¿El señor Pagett?
—No; Pagett no. El otro. Decía llamarse Rayburn.
—¿Le han detenido? —preguntó Susana.
Por debajo de la mesa me tranquilizó con un apretoncito de manos.
Aguardé sin aliento la contestación.
—Parece haber desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra.
—¿Cómo lo ha tomado sir Eustace?
—Lo considera como un insulto personal que le ha inferido el Destino.
Más tarde, aquel mismo día, se presentó una oportunidad de
escuchar lo que sir Eustace opinaba del asunto. Un «botones»
portador de una nota nos despertó cuando dormíamos la siesta. Sir
Eustace nos suplicaba, con emocionantes palabras, que le
concediéramos el honor de tomar el té con él en su gabinete.
El pobre hombre se hallaba en un estado lastimoso. Nos contó sus
cuitas animado por los murmullos de simpatía de Susana. (Que sabe
hacer esta clase de cosas muy bien.)
—Primero, una mujer completamente desconocida tiene la
impertinencia de hacerse asesinar en mi casa... nada más que por
molestarme, estoy seguro. ¿Por qué en mi casa? ¿Por qué, entre
todas las casas de la Gran Bretaña, escoger la Casa del Molino? ¿Qué
mal le había hecho yo jamás a esa mujer para que fuera a dejarse
matar allí?
Susana emitió uno de sus murmullos comprensivos otra vez, y sir
Eustace prosiguió, con voz más dolida aún:
—Y, por si eso fuera poco, el hombre que la había asesinado tuvo la
impertinencia..., la colosal impertinencia... de agregarse a mí como
secretario. ¡Mi secretario, fíjense bien! Estoy ya harto de secretarios.
Me niego a soportar más secretarios. O son asesinos ocultos o
borrachos y pendencieros. ¿Han visto el ojo que lleva Pagett? Pues
claro que lo habrán visto. ¿Cómo puedo andar por ahí con un
secretario así? Y tiene la cara de un amarillo feo, por añadidura...,
precisamente del color que menos pega con un ojo a la funerala. Para
mí se han acabado los secretarios... a menos que encuentre una
muchacha. Una muchacha bonita, de ojos líquidos, que me coja de la
mano siempre que me vea enfadado. ¿Qué me dice usted, señorita
Ana? ¿Quiere aceptar el empleo?
—¿Cuánto tiempo he de tenerle cogida la mano? —pregunté, riendo.
—Todo el santo día —respondió sir Eustace, muy galante.
—No me quedará mucho tiempo para escribir a máquina entonces —
le recordé.
—Eso no importa. Todo ese trabajo es idea de Pagett. Me mata a
trabajar. Mi único consuelo es que voy a dejarle atrás cuando salga
de Ciudad de El Cabo.
—¿Se va a quedar aquí?
—Sí. Se divertirá de lo lindo buscando a Rayburn. Esa clase de
trabajo le va a Pagett que ni pintado. Adora las intrigas. Pero le hago
la oferta en serio. ¿Quiere acompañarme? La señora Blair es una
dueña competente. Y puede usted disponer de medio día de fiesta de
vez en cuando para cavar en busca de huesos.
—Muchísimas gracias, sir Eustace —dije, con cautela—. Pero creo que
voy a salir para Durban esta noche.
—No sea usted una joven testaruda. No olvide que hay la mar de
leones en Rhodesia. Le gustarán los leones. A todas las jóvenes les
gustan.
—¿Estarán ensayando saltitos cortos? —le pregunté, riendo—. No,
muchas gracias. He de marchar a Durban sin perder tiempo.
Sir Eustace me miró, suspiró profundamente y luego abrió la puerta
de la habitación contigua y llamó a Pagett.
—Si ha dormido usted ya la siesta, amigo mío, quizás esté dispuesto
a trabajar un poco como variación.
Guy Pagett apareció en el umbral. Nos hizo una reverencia a las dos,
dando muestras de un leve sobresalto al verme, y replicó con su
melancólica voz:
—He estado escribiendo a máquina esa memoria toda la tarde, sir
Eustace.
—Pues deje de escribir a máquina entonces. Vaya a las oficinas del
Delegado de Comercio... o a la Delegación de Agricultura... o a la
Cámara de Minas... o a uno de esos sitios. Y pídales que me presten
una mujer que me acompañe a Rhodesia. Ha de tener ojos de mirada
líquida y no tener inconveniente en que le coja yo la mano.
—Bien, sir Eustace. Pediré una taquimecanógrafa competente.
—Pagett es un hombre mal intencionado —dijo sir Eustace después
de haberse ido el secretario—. Estoy dispuesto a apostar que
escogerá una mujer que tenga cara de torta, nada más que por
molestarme. Ha de tener los pies bonitos también... Me había
olvidado decir eso.
Así a Susana de la mano, excitada, y casi la arrastré hasta su cuarto.
—Ahora, Susana —exclamé—, hemos de hacer planes... y muy
aprisa. Pagett se queda en Ciudad de El Cabo. ¿Oyó usted eso?
—Sí. Supongo que eso significa que no podré ir a Rhodesia... lo que
es una verdadera lata, porque quiero ir a Rhodesia. ¡Qué
contratiempo!
—Anímese —le dije—. Irá usted. No veo yo cómo iba a volverse atrás
en el último instante sin que la cosa pareciese sospechosa. Además,
cabe la posibilidad de que sir Eustace llamara de pronto a Pagett y le
costaría a usted mucho más trabajo colgarse a él.
—Resultaría muy poco decente —aseguró Susana, con una sonrisa—.
Me vería obligada a fingirme locamente enamorada de él para
justificarlo.
—Sin embargo, si se encontrara usted allí ya a su llegada, la cosa no
podría parecer más natural. Además, no creo que debamos perder de
vista a los otros dos por completo.
—Pero, Ana, ¿es posible que desconfíe usted del coronel Race y de sir
Eustace?
—Desconfío de todo el mundo —respondí con aire de misterio—. Y si
ha leído usted alguna novela detectivesca. Susana, debe saber que el
criminal es siempre el hombre que menos parece serlo. Ha habido la
mar de criminales gordos y joviales como sir Eustace.
—No puede decirse que el coronel Race sea gordo en realidad ni muy
jovial tampoco.
—A veces son delgados y silenciosos —repuse—. No digo que
desconfíe seriamente de ninguno de los dos. Pero, después de todo, a
la mujer la asesinaron en la casa de sir Eustace.
—Sí, sí... No es preciso que discutamos todo eso otra vez. Le vigilaré,
Anita, y si engorda más o se vuelve más alegre, le mandaré a usted
un telegrama inmediatamente. «Sir E. se hincha. Altamente
sospechoso. Venga sin demora.»
—¡Por Dios, Susana! —exclamé—. ¡Parece usted creer que todo esto
es un juego!
—Ya lo sé —respondió ella sin inmutarse—. Sí me lo parece. La culpa
es suya, Anita. Me ha imbuido de su espíritu de «Corramos una
aventura». No se me antoja ni pizca real. Si Clarence supiera que
andaba por África siguiendo la pista a criminales peligrosos, le daría
un patatús.
—¿Por qué no se lo dice por cable? —pregunté, con sarcasmo.
Pero Susana es incapaz de verle la gracia a nada relacionado con la
expedición de un cablegrama. Reflexionó sobre mi proposición con
toda la buena fe del mundo.
—Podría hacerlo. Tendría que ser un cable muy largo —se animó
enormemente ante semejante posibilidad—. Pero creo que será
preferible abstenerse. Los maridos siempre quieren inmiscuirse en las
diversiones más inofensivas.
—Bueno —dije, haciendo un resumen de la situación—, usted vigilará
a sir Eustace y al coronel Race...
—Sé por qué he de vigilar a sir Eustace —me interrumpió Susana—.
Es por su tipo y su humorística conversación. Pero desconfiar del
coronel Race se me antoja llevar la cosa a extremos... La aseguro
que sí. Pero ¡si tiene algo que ver con el Servicio Secreto! ¿Sabe
usted una cosa, Ana? Creo que lo mejor que podríamos hacer sería
confiar en él y contarle toda la historia.
Me opuse vigorosamente a semejante proceder. Reconocí en ello los
desastrosos efectos del matrimonio. Cuántas veces no habré oído
decir a una mujer inteligente a más no poder: «Edgardo dice...»,
como quien cita una autoridad incontrovertible. Y eso cuando todo el
mundo sabe que Edgardo es un perfecto idiota. Susana, como
consecuencia de ser casada, ansiaba buscar el apoyo de un hombre u
otro.
No obstante, me prometió fielmente no decirle una palabra al coronel
Race y seguimos confeccionando planes.
—Es evidente que he de quedarme yo aquí y vigilar a Pagett y he
aquí la mejor manera de hacerlo: he de fingir salir para Durban esta
noche, llevándome el equipaje a la estación y todo eso. Pero, en
realidad, me iré a cualquier hotelito pequeño de la ciudad. Puedo
cambiar un poco de aspecto... llevar un tupé rubio y uno de esos
tupidos velos de encaje blanco. Tendré mucha más ocasión de ver lo
que hace si me cree lejos de aquí.
Susana se mostró completamente de acuerdo con mi plan. Hicimos
todos los preparativos con ostentación. Preguntamos de nuevo la
hora a que salía el tren e hicimos el equipaje.
Comimos juntas en el restaurante. El coronel Race no se presentó;
pero sir Eustace y Pagett ocupaban su mesa junto a la ventana.
Pagett abandonó la mesa a mediados de la comida, cosa que me
molestó, porque mi intención era despedirme de él. No obstante,
seguramente serviría igual sir Eustace para el caso. Me acerqué a él
cuando terminé la cena.
—Adiós, sir Eustace —le dije—. Salgo esta noche para Durban.
—Así había oído decir. No le gustaría a usted que le acompañase,
¿verdad?
—Me encantaría.
—Buena chica. ¿Está usted segura de que no cambiará lo más mínimo
de opinión e irá conmigo a buscar leones a Rhodesia?
—Completamente segura.
—Debe de ser la mar de guapo —murmuró sir Eustace,
quejumbroso—. Algún jovencito de Durban seguramente que
eclipsará por completo los encantos de mi madurez. A propósito,
Pagett marcha en el coche dentro de unos minutos. Podría llevarla a
usted a la estación.
—Oh, no, gracias —me apresuré a decir—. La señora Blair y yo
hemos pedido un taxi ya.
Lo que menos podía desear yo era ir a la estación con Pagett. Sir
Eustace me miró con atención.
—Estoy por asegurar que Pagett no es santo de su devoción. No me
extraña. ¡Es tan entrometido...! Y va por ahí con cara de mártir
mientras, en realidad, está haciendo todo lo posible por molestarme y
darme disgustos.
—¿Qué ha hecho ahora? —pregunté, con ansiedad.
—Me ha conseguido una secretaria. ¡Jamás se ha visto mujer igual!
Tiene cuarenta años por lo menos; usa gafas y botas; y tiene aire de
una eficiencia que acabará matándome. ¡Una completa cara de torta!
—¿No le quiere coger la mano?
—¡Dios quiera que no! —exclamó sir Eustace—. Eso sería ya el colmo.
Bueno, adiós, ojos líquidos. Si mato un león no le regalaré a usted la
piel... por haber cometido la bajeza de abandonarme.
Me estrechó cordialmente la mano y nos separamos. Susana me
estaba aguardando en el vestíbulo. Iba a despedirnos a la estación.
—Pongámonos en marcha en seguida —dijo precipitadamente.
E hizo una señal al conserje para que parara un taxi.
Una voz que sonó a mis espaldas me hizo dar un brinco.
—Perdone, señorita Beddingfeld, pero bajo ahora con un coche.
Puedo dejarlas a la señora Blair y a usted en la estación.
—Oh, gracias —me apresuré a decir—; pero no hay necesidad de
molestarle. Yo...
—No es molestia, se lo aseguro. Cargue el equipaje, mozo.
No pude hacer nada. Hubiese podido protestar de nuevo; pero el
codazo que me dio Susana disimuladamente me advirtió que debía
andar con cautela.
—Gracias, señor Pagett —dije con frialdad. .
Subimos todos al coche. Cuando bajamos la carretera a gran
velocidad hacia la población, me devané los sesos buscando algo que
decir. Fue el propio Pagett quien rompió el silencio por fin.
—Le he conseguido una secretaria muy eficiente a sir Eustace —
observó—. La señorita Pettigrew.
—No parecía estar muy entusiasmado con ella hace unos instantes —
dije yo.
Pagett me miró con frialdad.
—Es una taquimecanógrafa muy hábil —me dijo en tono reprensivo.
Nos paramos delante de la estación. Allí pensé yo que nos dejaría. Me
volví hacia él con la mano tendida. Pero no.
—Entraré a despedirme. Son las ocho en punto. Su tren sale dentro
de un cuarto de hora.
Dio instrucciones a los mozos. Yo me quedé inmóvil, impotente, sin
atreverme a mirar a Susana. El hombre aquel desconfiaba. Estaba
decidido a asegurarse de que me marchaba, en efecto, con aquel
tren. ¿Y qué podía hacer yo? Nada. Me vi salir de la estación un
cuarto de hora más tarde mientras Pagett me despedía agitando la
mano desde el andén. Había sabido cambiar las tortas con mucha
habilidad. Además, su trato había cambiado por completo. Me
hablaba con una jovialidad que le cuadraba muy mal y que a mí me
daba náuseas. El hombre aquel era un hipócrita acabado. Había
intentado asesinarme y ahora me colmaba de cumplidos. ¿Se
imaginaría ni un solo instante que no le había reconocido aquella
noche sobre cubierta? No; era una simple postura, un simulacro que
me obligaba a aceptar.
Tan impotente como un cordero, me moví guiada por sus hábiles
instrucciones. Me amontonaron el equipaje en el coche-cama. Tenía
una cabina doble para mí sola. Eran las 8,12 minutos. El tren salía
dentro de tres minutos. Pero Pagett no había contado con Susana.
—Va a ser un viaje muy caluroso, Anita —dijo ésta de pronto—. Sobre
todo cuando pase por Karpo mañana. Lleva usted agua de colonia de
lavanda, ¿verdad?
No podía haberme dado una indicación más clara.
—¡Oh! —exclamé, fingiendo consternación—. ¡Me he dejado el agua
de colonia sobre el tocador de mi cuarto!
La costumbre que tenía Susana de mandar le sirvió muy bien. Se
volvió, imperiosa, hacia Pagett.
—¡Señor Pagett! ¡Pronto! Tiene el tiempo justo. Hay una perfumería
casi enfrente de la estación. Es preciso que Ana se lleve el agua de
colonia.
El hombre vaciló; pero los autoritarios modales de Susana resultaron
irresistibles. Susana es autócrata innata. Pagett obedeció. La señora
Blair le siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.
—¡Pronto, Anita! ¡Apéese por el otro lado... por si acaso no ha ido y
nos observa desde el extremo del andén! No se acuerde del equipaje.
Puede telegrafiar pidiendo que se lo reexpidan mañana. ¡Oh! ¡Si el
tren saliera a la hora en punto...!
Abrí la puerta del otro lado del tren y me apeé. Nadie me observó. Me
era posible ver a Susana de pie, donde la había dejado, con la cabeza
alzada mirando hacia el tren y hablando, al parecer, conmigo por la
ventanilla. Sonó un silbido. El tren arrancó. Entonces oí que alguien
corría desesperadamente por el andén. Me oculté en la sombra de un
quiosco de libros y atisbé desde allí.
Susana, que había estado agitando un pañuelo en señal de
despedida, se volvió.
—Llega usted demasiado tarde, señor Pagett —dijo alegremente—. Se
ha ido. ¿Es ésta la colonia? ¡Qué lástima que no pensáramos en ella
más pronto!
Pasaron cerca de mí al dirigirse a la salida de la estación. Guy Pagett
estaba acaloradísimo. Era evidente que había ido a la perfumería y
vuelto corriendo desesperadamente.
—¿Quiere que le busque un taxi, señora Blair?
Susana supo desempeñar su papel.
—Si me hace el favor... ¿Quiere usted que le lleve al hotel? ¿Tiene
mucho que hacer para sir Eustace? ¡Ojalá hubiese marchado Ana
Beddingfeld con nosotros mañana! No me gusta ni pizca que una
muchacha joven como ella marche a Durban completamente sola.
Pero estaba empeñada en hacerlo. Supongo que habría allí algo que
le atraía...
No pude oír más porque habíanse alejado ya demasiado. ¡Hábil
Susana! Me había salvado.
Dejé que transcurrieran unos minutos más y luego salí yo de la
estación también, casi tropezando, al hacerlo, con un hombre de
aspecto desagradable, de nariz muy grande, completamente
desproporcionada.
CAPITULO -- XXI
No tropecé ya con más dificultades para llevar a cabo mis planes.
Encontré un hotel pequeño en una bocacalle, alquilé una habitación,
pagué un depósito, ya que no llevaba equipaje, y me acosté
tranquilamente.
A la mañana siguiente me levanté temprano y salí a comprar un
modesto vestuario. Mi intención era no hacer nada hasta la partida
del tren de las once para Rhodesia, tren en el que marcharía la
mayoría del grupo. No era fácil que Pagett se dedicara a ninguna
actividad nefanda hasta que se hubiese deshecho de ellos. Por
consiguiente, tomé un tranvía hasta las afueras de la población y me
dispuse a gozar de un paseo por el campo. No hacía mucho calor y
acogía gustosa la oportunidad de estirar las piernas tras mi largo
viaje y las horas que había tenido que pasar encerrada en
Muizenberg.
A veces, dependen cosas muy grandes de cosas muy pequeñas. Se
me desató la cinta del zapato y me agaché para atarla. Acababa de
doblar un recodo del camino y, mientras me hallaba agachada, un
hombre lo dobló a su vez y casi chocó conmigo. Se quitó el sombrero,
masculló una excusa y prosiguió su camino. Se me antojó por
entonces que su rostro no me era del todo desconocido; pero no
pensé más en el asunto, de momento. Consulté mi reloj de pulsera.
El tiempo volaba. Volví sobre mis pasos en dirección a la Ciudad de El
Cabo.
Un tranvía estaba a punto de arrancar y tuve que correr para
alcanzarlo. Oí los pasos de otra persona que corría detrás de mí.
Logré subir, y el que me seguía, también. Le reconocí
inmediatamente. Era el hombre que me había pasado cuando se me
desató el zapato. Y, de pronto, me di cuenta de por qué me era
conocido su semblante. Era el hombrecillo de descomunal nariz con
quien tropezara la noche anterior al salir de la estación.
La coincidencia resultaba demasiado sorprendente. ¿Sería posible que
el hombre aquel me estuviese siguiendo? Resolví ponerlo a prueba
tan pronto como me fuera posible. Toqué el timbre y me apeé en la
parada siguiente. El hombre no se apeó. Me oculté en las sombras de
la puerta de un establecimiento y vigilé. Le vi saltar del tranvía en la
parada siguiente y retroceder hacia donde yo me encontraba.
La cosa estaba bastante clara. Sí, me seguía. Había cantado victoria
demasiado pronto. La ventaja obtenida sobre Pagett adquirió un
aspecto distinto. Paré el tranvía siguiente y, como había esperado, el
hombre subió a él también. Me puse a reflexionar en serio.
No cabía la menor duda de que había tropezado con algo mucho más
serio de lo que había supuesto. El asesinato cometido en la casa de
Marlow no era un incidente aislado cometido por un individuo
solitario. Tenía que habérmelas con una cuadrilla. Y, gracias a las
revelaciones que el coronel Race le hiciera a Susana y la conversación
que yo misma había sorprendido en la casa de Muizenberg, empezaba
a comprender algunas de sus múltiples actividades. ¡Crimen
sistemático, organizado por un hombre a quien sus secuaces llaman
«El Coronel»!
Recordé algunas de las cosas que había oído decir a bordo
relacionadas con la huelga en el Rand y sus causas, y la creencia de
que una organización secreta trabajaba fomentando la agitación.
Aquello era obra del «Coronel». Sus emisarios trabajaban de acuerdo
con un plan trazado. Siempre había oído decir que él nunca tomaba
parte en tales planes, limitándose a organizar y dirigir. Él era el
cerebro. Jamás hacía el trabajo peligroso. No obstante, podía muy
bien ser que se hallara en escena, dirigiéndolo todo desde una
posición aparentemente impecable.
Tal, pues, era el significado de la presencia del coronel Race a bordo
del Castillo de Kilmorden. Seguía las huellas al archicriminal. Todo
parecía confirmar semejante posición. Seguramente era un alto
personaje dentro del Servicio Secreto, y de su incumbencia serla
echar el guante al «Coronel».
Moví la cabeza afirmativamente. Las cosas empezaban a parecerme
claras. ¿Y qué de mi parte en el asunto? ¿Qué pintaba yo en él?
¿Buscaban tan sólo los diamantes? Sacudí la cabeza negativamente.
Por muy grande que fuera el valor de los diamantes, éste no
justificaba los desesperados esfuerzos que se habían hecho por
quitarme del paso. No; yo representaba algo más que eso. De alguna
manera por mí desconocida, yo resultaba un peligro... una amenaza.
Algo que yo sabía o que ellos creían que sabía, los impulsaba a
quitarme del paso a todo trance. Y mis supuestos conocimientos
estaban relacionados de alguna manera con los diamantes. Una
persona había capaz de revelarme la verdad si se le antojaba hacerlo.
Estaba segura de ello. El «Hombre del traje color castaño», Enrique
Rayburn. Él conocía la otra mitad de la historia. Pero había
desaparecido en las sombras. Era un fugitivo de la justicia. Con toda
seguridad, él y yo no volveríamos ya a encontrarnos jamás...
Me obligué a volver bruscamente a la realidad inmediata. Era inútil
pensar sentimentalmente en Enrique Rayburn. Había dado muestras
de tenerme una gran antipatía desde el primer momento. O, por lo
menos... ¡Vaya! ¡Ya volvía a ponerme a soñar! El verdadero problema
era saber qué hacer ahora.
Yo, que me vanagloriaba de vigilar, me había convertido en vigilada.
¡Y tenía miedo! Por primera vez empecé a perder la serenidad. Yo era
el grano de arena que impedía que funcionara bien la enorme
máquina. Y me imaginaba que la enorme máquina sabría deshacerse
sin dificultad de todos los granos de arena. Enrique Rayburn me había
salvado una vez. Yo misma me había salvado otra. Pero tuve el
presentimiento, de pronto, de que todas las probabilidades estaban
en contra mía. Mis enemigos se hallaban todos a mi alrededor en
todas direcciones. Y estaban estrechando el cerco. Si continuaba
trabajando sola, estaba perdida.
Me rehice mediante un esfuerzo. Después de todo, ¿qué podían
hacer? Me hallaba en una ciudad civilizada, con guardias estacionados
a cada pocos metros. Iría con ojo avizor en adelante. No volvería a
dejarme pillar en una trampa como en Muizenberg.
Cuando llegué a este punto de mis meditaciones, el tranvía llegó a
Adderley Street. Me apeé. No habiendo llegado aún a una decisión,
eché a andar lentamente por la acera izquierda de la calle. Entré en el
establecimiento de Cartwright y pedí dos refrescos de café para
templarme los nervios. Supongo que un hombre hubiese pedido una
copa de whisky o coñac. Pero nosotras las muchachas encontramos
mayor aliciente y consuelo en refrescos: Sorbí el refresco con una
paja y con avidez. El líquido fresco se deslizó por mi garganta
agradablemente. Aparté el primer vaso después de vaciarlo.
Me hallaba sentada en uno de los altos taburetes del mostrador. Por
el rabillo del ojo vi al que me seguía entrar y tomar asiento a una
mesita junto a la puerta. Terminé el segundo refresco de café y pedí
uno de plátano. Soy capaz de beberme una cantidad ilimitada de
refrescos helados.
De pronto, el hombre sentado junto a la puerta se puso en pie y
salió. Aquello me sorprendió. Si su intención era aguardar fuera, ¿por
qué no hacerlo desde un principio? Bajé del taburete y me acerqué
cautelosamente a la puerta. Retrocedí con precipitación para no ser
vista. El hombre estaba hablando con Guy Pagett.
Si alguna vez hubiese tenido dudas, aquello las hubiera disipado
todas. Pagett había sacado el reloj y lo estaba consultando. Hablaron
unas palabras y luego el secretario echó a andar calle abajo en
dirección a la estación. Era evidente que había dado órdenes, pero,
¿qué órdenes?
De pronto me dio un vuelco el corazón. El hombre que me había
seguido, salió al centro de la calle y habló con un guardia durante un
buen rato, gesticulando y agitando el brazo en dirección al
establecimiento en que me hallaba. Comprendí su plan
inmediatamente. Si tenía la intención de hacerme detener,
acusándome de algo, de carterista, quizá. Poco trabajo le costaba a la
cuadrilla hacer una cosa así. ¿De qué me serviría protestar de mí
inocencia? Se habrían encargado todos los detalles. Años antes
habían acusado a Enrique Rayburn de haber robado a De Beers y él
no había podido demostrar que la acusación fuera falsa, aunque yo
tenía la convicción de que Rayburn no había robado nada. ¿Cómo iba
yo a defenderme de la trampa que era capaz de idear el «Coronel»?
Alcé la mirada y contemplé el reloj casi maquinalmente y comprendí
en seguida el otro aspecto del caso. Comprendí por qué había estado
Pagett consultando el reloj. Eran casi las once y a las once en punto
el tren correo salía de Rhodesia llevándose a las personas de
influencia que hubieran podido acudir en mi auxilio. Estaba bien claro
el motivo de mi inmunidad hasta ahora. Desde anoche hasta las once
de esta mañana nada tenía que temer. Pero ahora el cerco se
estrechaba a mi alrededor.
Abrí apresuradamente mi bolso y pagué los refrescos y, al hacerlo,
pareció parárseme el corazón ¡porque encontré una cartera de
hombre abarrotada de billetes! Me la debían de haber metido
hábilmente en el bolso cuando me apeaba del tranvía.
Perdí la serenidad por completo. Salí apresuradamente de casa
Cartwright. El hombrecillo de la descomunal nariz y el guardia,
cruzaban la calle en aquel instante. Me vieron, y el hombrecillo me
señaló, excitado. Di media vuelta y eché a correr. Juzgué que aquel
guardia sería lento. Podría pillarle una buena delantera. Pero no tenía
plan alguno aun entonces. Me limité a bajar Adderley Street
corriendo, como si en ello me fuera la vida. La gente se me quedó
mirando. Temí que de un momento a otro alguien me parara.
Se me ocurrió una idea.
—¿La estación? —pregunté casi sin aliento.
—Allá abajo, a la derecha.
Seguí corriendo. Está justificado que se corra para pillar el tren. Entré
en la estación; pero al hacerlo oí pasos detrás de mí. El hombrecillo
de la gran nariz era un gran corredor. Preví que me detendría antes
de que llegase al andén que me interesaba. Alcé la mirada hacia el
reloj: las once menos un minuto. Quizá llegara a tiempo si me salía
bien el plan que acababa de ocurrírseme.
Había entrado en la estación por la puerta principal de Adderley
Street. Volví a salir por la puerta lateral. Inmediatamente delante de
mí se hallaba la entrada lateral de Correos, cuya puerta principal da a
Adderley Street.
Como había esperado, mi seguidor no intentó seguirme, sino que
corrió calle abajo para contarme la retirada cuando saliese por la
puerta principal o para decirle al guardia que lo hiciese.
Fue obra de un instante retroceder sobre mis pasos y entrar de nuevo
en la estación. Corrí como una loca. Eran las once en punto. El largo
tren se puso en movimiento en el preciso momento en que aparecí yo
en el andén. Un mozo intentó detenerme, pero me desasí y salté al
estribo. Subí los dos escalones y abrí la puerta. ¡Estaba a salvo! El
tren cogía velocidad.
Pasamos junto a un hombre parado solo en el andén. Le agité la
mano en señal de despedida.
—¡Adiós, señor Pagett! —grité.
En mi vida he visto un hombre más sorprendido. Parecía haber visto
un fantasma. No comprendía, seguramente, que yo me hallase allí.
Unos segundos más tarde me vi en dificultades con el interventor.
Pero reflexioné rápidamente y asumí un tono altanero.
—Soy la secretaria de sir Eustace Pedler —corté—. Tenga la bondad
de conducirme inmediatamente a su coche particular.
Susana y el coronel Race se hallaban en la plataforma posterior.
Ambos exhalaron una exclamación de sorpresa al verme.
—¡Hola, señorita Ana! —dijo el coronel—, ¿de dónde ha salido? Creí
que había marchado a Durban. ¡Qué cosas más inesperadas hace!
Susana nada dijo; pero su mirada me hizo un centenar de preguntas.
—He de presentarme a mi jefe —anuncié—. ¿Dónde está?
—En el despacho... el compartimento central... dictándole a una
velocidad increíble a la desgraciada señorita Pettigrew.
—Semejante entusiasmo por el trabajo es cosa nueva en él —
comenté.
—¡Hum! —dijo el coronel Race—. Creo que su intención es darle
suficiente trabajo para encadenarla a la máquina de escribir en su
propio compartimiento durante el resto del día.
Reí. Luego, seguida de los otros dos, fui en busca de sir Eustace.
Estaba paseándose de un lado para otro del pequeño espacio
disponible, soltándole un torrente de palabras a la desdichada
secretaria, a la que veía yo ahora por primera vez. Una mujer alta,
cuadrada, con vestido pardusco, lentes y aire de capacidad. Deduje
que le estaba costando trabajo seguir a sir Eustace, porque su lápiz
parecía volar sobre el papel y tenía el entrecejo fruncido. Entré en el
compartimiento.
—Llegué a bordo, jefe —anuncié tranquila.
Sir Eustace paró en seco en medio de una complicada frase sobre la
situación obrera y me miró, boquiabierto. La señorita Pettigrew debe
de ser muy nerviosa a pesar de su aire de capacidad y eficiencia,
porque dio un brinco en su asiento.
—¡Santo Dios! —exclamó sir Eustace—. ¿Y el joven de Durban?
—Le prefiero a usted —contesté con dulzura.
—¡Encanto! —exclamó sir Eustace—. Puede empezar a cogerme la
mano inmediatamente.
La señorita Pettigrew tosió y sir Eustace retiró la mano.
—Ah, sí —dijo—. Vamos a ver..., ¿dónde estábamos? Sí. Tylman
Roos, en su discurso de... ¿Qué ocurre? ¿Por qué no lo anota?
—Creo —anunció dulcemente el coronel Race— que a la señorita
Pettigrew se le ha roto la punta del lápiz.
Se lo quitó y lo afiló. Sir Eustace le miró boquiabierto y yo también.
Había algo en el tono del coronel que yo no acababa de comprender
del todo.
CAPITULO -- XXII
Extracto del diario de sir Eustace Pedler
Ganas me dan de abandonar mis «Reminiscencias». En su lugar
escribiré un artículo corto titulado: «Secretarios que he tenido». En
cuanto a secretarios se refiere, parece pesar sobre mí una maldición.
Tan pronto no tengo secretario alguno como me sobran secretarios.
En el momento actual me hallo en camino de Rhodesia acompañado
de una cuadrilla de mujeres. Race se larga con las dos más bonitas,
claro está y me deja un saldo. Eso es lo que siempre me ocurre a mí,
y después de todo, éste es mi coche particular, no el de Race.
Además, Anita Beddingfeld me acompaña a Rhodesia bajo pretexto
de ser mi secretaria interina. Pero durante toda esta tarde ha estado
en la plataforma del coche con Race, alabando la belleza del
Desfiladero del río Hex. Cierto es que le dije que su principal
obligación sería tenerme cogida la mano. Ni siquiera está haciendo
eso, sin embargo. Quizá le tenga miedo a la señorita Pettigrew. No
me extrañaría que así fuese. La señorita Pettigrew no tiene nada de
atractiva, es una mujer repulsiva, de pies enormes, más parecida a
un hombre que a una mujer.
Hay algo muy misterioso en Ana Beddingfeld. Subió al tren en el
último instante, jadeando a más no poder, como si hubiera estado
tomando parte en una carrera. Y, sin embargo, ¡Pagett me dijo
anoche que la había visto marchar en el tren de Durban! O Pagett ha
estado bebiendo otra vez, o la muchacha tiene un cuerpo astral. ¡No
lo comprendo!
Y nunca da explicaciones. Nadie da explicaciones nunca. Sí.
«Secretarios que he tenido»: Número 1, un asesino fugitivo. Número
2, un borracho vergonzante que se dedica a intrigas poco
recomendables en Italia. Número 3, una niña muy hermosa que
posee la útil facultad de hallarse en dos lugares distintos al mismo
tiempo. Número 4, la señorita Pettigrew, que, con toda seguridad, es
un criminal peligroso disfrazado. Probablemente se trata de uno de
los amigos italianos de Pagett que éste ha logrado colgarme al cuello.
Nada me extrañaría que el mundo descubriera, el día menos
pensado, que me había dejado engañar como un chino por Pagett.
Bien mirado, creo que Rayburn fue el mejor de todos. Nunca me
molestó ni se cruzó en mi camino. Guy Pagett ha tenido la
impertinencia de hacer meter aquí el baúl de los papeles. Ninguno de
nosotros puede andar sin tropezar con él y darse un batacazo. Salí
hace un momento a la plataforma, esperando que mi aparición fuese
saludada con gritos de júbilo y alegría. Las dos mujeres escuchaban,
fascinadas, uno de los relatos de viaje de Race. Tendré que colgarle
un letrero a este coche, no el de «Sir Eustace Pedler y amigos», sino
el de «Coronel Race y su harén».
A la señora Blair se le ocurrió de pronto sacar fotografías estúpidas.
Cada vez que tomábamos una curva muy pronunciada a medida que
el tren ascendía la montaña, ella sacaba un retrato de la locomotora.
—¿Comprenden ustedes mi objeto? —exclamó, encantada—. Tiene
que ser una curva fantástica para que se pueda fotografiar la parte
delantera del tren desde la parte de atrás. Y con la montaña de fondo
tendrá un aspecto verdaderamente imponente y peligroso.
Le hice ver que no habría nada en la fotografía que indicase que se
había tomado desde la parte posterior de un tren. Ella me miró
compasiva.
—Escribiré debajo: «Obtenida desde el tren. Momento en que la
locomotora toma una curva.»
—Eso podría usted escribirlo al pie de cualquier fotografía de un tren
—dije.
A las mujeres nunca se les ocurren estas cosas tan sencillas.
—Me alegro de que hayamos llegado aquí en pleno día —exclamó Ana
Beddingfeld—. No hubiera visto nada de esto de haberme ido a
Durban anoche, ¿verdad?
—No —dijo el coronel Race, sonriendo—. Al despertarse mañana por
la mañana se hubiese encontrado en el Karoo, caluroso y polvoriento
desierto de piedra y roca.
—Me alegro de haber cambiado de opinión —murmuró Ana,
suspirando de satisfacción y mirando a su alrededor.
El paisaje era maravilloso. Nos rodeaban grandes montañas, por
entre las cuales serpenteábamos, subiendo cada vez más alto.
—¿Es éste el mejor tren del día para Rhodesia? —preguntó Ana
Beddingfeld.
—¿Del día? —rió Race—. Pero mi querida señorita Ana, ¡si no hay
más que tres trenes a la semana! El lunes, el miércoles y el sábado.
¿Se da usted cuenta de que no llegará a las Cataratas hasta el
sábado próximo?
—¡Lo bien que nos conoceremos unos a otros para entonces! —dijo la
señora Blair con malicia—. ¿Cuánto tiempo va a estar usted en las
Cataratas, sir Eustace?
—Eso depende... —contesté con cautela.
—¿De qué?
—De cómo vayan las cosas en Johannesburgo. Mi intención original
era pasarme dos o tres días en las Cataratas... que nunca he visto,
aunque ésta es la tercera visita que hago a África... y continuar luego
el viaje a Jo'burg1 y estudiar la situación en el Rand. En Inglaterra,
¿saben?, paso por ser una autoridad en política sudafricana. Pero, a
1 Contracción de Johannesburgo, empleado con preferencia al nombre completo. (N. del T.)
juzgar por lo que oigo decir, Jo'burg resultará un sitio bastante
desagradable de visitar dentro de una semana o así. No. quiero
estudiar el estado de cosas en plena revolución.
Race sonrió con cierta superioridad.
—Creo que sus temores son exagerados, sir Eustace. No existirá gran
peligro en Jo'burg.
Las mujeres le miraron inmediatamente como diciendo: «¡Qué
hombre más heroico es usted!» Me molestó enormemente. Soy tan
valeroso como pueda serlo Race, sólo que no tengo su tipo. Los
hombre altos, delgados y bronceados suelen llevarse a las mujeres de
calle.
—Supongo que estará usted allí —dije con frialdad.
—Es muy posible. Podríamos hacer el viaje juntos.
—Aún no le aseguro que no me quede una temporada en las
Cataratas —le respondí, sin comprometerme—. ¿Por qué Race tiene
tantas ganas de que vaya a Jo'burg? Creo que le tiene echado el ojo a
Anita. ¿Cuáles son sus planes, señorita Ana?
—Eso depende... —respondió ella, copiándome.
—Creí que era usted mi secretaria —objeté.
—Sí; pero se me ha hecho el vacío. Ha estado usted teniéndole la
mano a la señorita Pettigrew toda la tarde.
—Haya estado haciendo lo que haya estado haciendo —le contesté—,
puedo asegurarle que no ha sido eso...
Jueves noche
Acabamos de salir de Kimberley. A Race le obligaron a contar de
nuevo la historia del robo de los diamantes. ¿Por qué les excita tanto
a las mujeres todo lo relacionado con diamantes?
Anita Beddingfeld ha dejado caer, por fin, su velo de misterio. Parece
ser que es corresponsal de un periódico. Mandó un larguísimo
cablegrama desde El Aar esta mañana. A juzgar por el cotorreo que
hubo casi toda la noche en el compartimiento de la señora Blair, debe
de haber estado leyéndole en alta voz todos los artículos especiales
que pensaba publicar este año y muchos de los venideros.
Deduzco que ha estado siguiendo la pista del «Hombre del traje color
castaño» desde el primer momento. Al parecer no lo descubrió a
bordo del Kilmorden —en realidad apenas tuvo lugar de hacerlo—,
pero ahora está la mar de ocupada cablegrafiando a Inglaterra:
«Cómo navegué en compañía del asesino», e inventando historias
fantásticas de «Lo que me dijo a mí», etc. Yo ya sé cómo se escriben
esas cosas. Las hago yo también en mis «Reminiscencias» siempre
que me lo consiente Pagett. Y, claro está, uno de los eficientes
redactores de Nasby dará aún mayor colorido a los detalles, de suerte
que, cuando aparezcan en el Daily Budget, Rayburn no se reconocerá
a sí mismo por la descripción.
La muchacha es inteligente, sin embargo. Al parecer, ha descubierto,
sin ayuda alguna, la identidad de la mujer que murió en mi casa. Era
una bailarina rusa llamada Nadina. Le pregunté a Anita Beddingfeld si
estaba segura de ello. Me replicó que era una simple deducción,
¡como el propio Sherlock Holmes, caramba! No obstante, tengo
entendido que en un cable a Nasby lo dio como hecho comprobado.
Las mujeres tienen intuiciones así. No me cabe la menor duda de que
Anita Beddingfeld tiene razón, que su suposición es cierta. Pero es
absurdo decir que se trata de una deducción.
Lo que no concibo es cómo ha podido arreglárselas para entrar a
formar parte de la Redacción del Daily Budget. Sin embargo, es
mujer de las que saben hacer esas cosas. Es imposible resistirse a
ella. Está llena de zalamerías que sirven de pantalla a una
determinación invencible. Y si no, ¡fíjense en cómo consiguió
introducirse en mi coche!
Empiezo a sospechar por qué. Race dio a entender que la policía
sospechaba que Rayburn se dirigía a Rhodesia. Quizá lograra marchar
por el tren del lunes. Supongo que telegrafiarían a lo largo de toda la
línea sin que fuese hallada persona alguna cuya descripción
correspondiera con la del fugitivo; pero eso significa muy poco. Es un
joven astuto y conoce África. Probablemente irá exquisitamente
disfrazado de mujer cafre, y la ingenua policía sigue buscando a un
joven bien parecido con el rostro cruzado por una cicatriz y vestido a
la última moda europea. Nunca me tragué del todo aquella cicatriz.
Sea como fuere, Ana Beddingfeld se halla sobre su pista. Aspira a la
gloria de descubrirle por su propia cuenta y para el Daily Budget. Las
jóvenes de hoy en día tienen una sangre fría espantosa. Le insinué
que lo que estaba haciendo era muy poco femenino. Se me rió en las
barbas. Me aseguró que si lograba dar con su paradero haría fortuna.
A Race tampoco le gusta, según he observado. Quizá vaya Rayburn a
bordo de este tren. Si es así, tal vez nos asesine a todos mientras
dormimos. Se lo dije a la señora Blair, pero lejos de asustarse,
pareció recibir la idea con agrado. Observó que, si me asesinaban a
mí, ello resultaría un magnífico triunfo periodístico para Ana. ¡Un
triunfo para Ana nada menos!
Mañana atravesaremos Bechuanaland. El polvo será horrible.
Además, en cada estación se acercan niños cafres al tren para ofrecer
unos animalitos de madera muy curiosos que tallan ellos mismos. Y
cuencos y cestos. Mucho me temo que la señora Blair se desmande.
Tienen tales juguetes un encanto, que creo que le resultará
irresistible.
Viernes noche
Lo que yo me temía. ¡La señora Blair y Anita han comprado cuarenta
y nueve animalitos de madera!
CAPITULO -- XXIII
Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld
Disfruté enormemente durante todo mi viaje a Rhodesia. Cada día
había algo nuevo y emocionante. Primero, los maravillosos paisajes
del valle del río Hex. Luego, la grandeza y la desolación del Karoo. Y,
por último, la maravillosa extensión de la vía férrea recta en
Bechuanaland y los adorables juguetes que los indígenas vendían. A
Susana y a mí casi nos dejaban atrás en cada estación, si es que
estaciones podían llamarse. Me parecía a mí como si el tren se parara
siempre que le daba la gana, y no bien lo hacía, cuando surgían de la
nada una horda de indígenas con cuencos, caña de azúcar, pieles y
animales tallados en madera. Susana se puso inmediatamente a
hacer colección de estos últimos. Yo la imité. La mayoría de las
figuras se vendían a un «kiki» (tres peniques) cada una y todas ellas
eran distintas. Había jirafas, tigres, serpientes, una especie de ciervo
melancólico y una serie de guerreros negros absurdos. Nos
divertimos la mar.
Sir Eustace intentó contenernos, pero en vano. Sigo creyendo que fue
un verdadero milagro que no nos dejara en tierra en algún oasis del
camino. Los trenes sudafricanos no silban ni se excitan cuando van a
ponerse en marcha otra vez. Empiezan a deslizarse silenciosamente
sin previo aviso, y cuando levanta una la vista, después de regatear
con los negros, tiene que echar a correr para alcanzarlos.
Fácil de imaginar cuál no sería el asombro de Susana al verme subir
al tren en Ciudad de El Cabo. Pasamos revista completa a la situación
la primera noche de viaje. Estuvimos hablando casi hasta el
amanecer.
Yo estaba convencida ya de que habría que adoptar una táctica
defensiva no menos que una agresiva. Mientras viajara con sir
Eustace y su grupo me hallaba bastante segura. Tanto él como el
coronel resultaban poderosos protectores y calculé que mis enemigos
no querrían exponerse a que ambos tomaran cartas en el asunto.
Además, mientras me encontrase cerca de sir Eustace estaría más o
menos directamente en contacto con Guy Pagett, que era el alma del
misterio. Le pregunté a Susana si, en su opinión, era posible que
Pagett fuese el misterioso «Coronel». La posición subordinada que
ocupaba parecía excluir semejante posibilidad, como es natural; pero
me había dado cuenta en más de una ocasión de que, a pesar de sus
modales autoritarios, a sir Eustace le dominaba, en realidad, su
secretario. Era un hombre muy complaciente, y un secretario hábil
hubiese podido, sin dificultad, hacer lo que se le hubiese antojado. Lo
subordinado de su posición podría serle, en realidad, muy útil, puesto
que no le debía interesar que se fijara absolutamente nadie mucho en
él. Susana, sin embargo, no estuvo de acuerdo conmigo. Se negó a
creer que Pagett fuera el jefe. El verdadero cabecilla —el «Coronel»—
se mantenía en las sombras. Probablemente se hallaría ya en África
por la fecha de nuestra llegada.
Reconocí que su teoría era plausible hasta cierto punto; pero no me
satisfacía del todo. Porque, en cada ocasión sospechosa, Pagett se
había mostrado genio director. Verdad era que su personalidad
parecía carecer del aplomo y la decisión que se esperaba hallar en un
gran criminal. Pero, después de todo, el misterioso jefe, según el
coronel Race, sólo aportaba la inteligencia y es frecuente hallar el
genio creador en personas de constitución débil y timorata.
—Ahora habla la hija del profesor —me interrumpió Susana cuando
llegué a este punto de mi argumento.
—No obstante, es cierto. Por otra parte, Pagett puede muy bien ser,
en lugar de jefe, el Gran Visir, como quien dice, del Poderoso Sultán.
Guardé silencio unos instantes y proseguí musitando:
—¡Ojalá supiese cómo ganó su fortuna sir Eustace!
—¿Vuelve a sospechar de él?
—Susana, ¡he llegado a un punto en que no tengo más remedio que
sospechar de alguien! No desconfío de él en realidad..., pero, después
de todo, él es el jefe de Pagett... y era suya la Casa del Molino.
—Siempre he oído decir que hizo fortuna de una manera que prefiere
no mencionar —dijo Susana, pensativa—. Pero eso no implica
necesariamente que recurriera a medios ilegales para enriquecerse.
¡Puede que lo ganara vendiendo tachuelas o un generador del
cabello!
Asentí con un movimiento de cabeza, a pesar mío. Hay gente, en
efecto, que se avergüenza de su origen plebeyo o de haber hecho
fortuna fabricando o vendiendo cosas que se le antojan vulgares.
—Supongo —murmuró Susana, dubitativa— que no nos estaremos
tirando una plancha... ¿Y si nos estuviéramos despistando nosotras
mismas al dar por sentada la complicidad de Pagett? ¿Y si Pagett
fuera, después de todo, un hombre honrado?
Reflexioné un momento. Luego sacudí negativamente la cabeza.
—No puedo creer eso.
—No olvide que tiene explicaciones para todo.
—Síííí; pero no son muy convincentes. Por ejemplo, la noche que
intentó tirarme al mar a bordo del Kilmorden, dice que siguió a
Rayburn a cubierta y que Rayburn se volvió contra él y le derribó de
un puñetazo. Nosotras sabemos que eso no es verdad.
—No —reconoció Susana a regañadie
Le di vueltas al asunto mentalmente.
—No —dije por fin; no le veo salida alguna. Pagett es culpable. No
hay manera de excusar el hecho de que intentara tirarme al mar. Y
todo lo demás encaja. ¿Por que se muestra usted tan insistente con
esa nueva teoría suya?
—Por su rostro.
—¿Su rostro? Pero...
—Sí; ya sé lo que va usted a decir. Es su rostro siniestro. Ahí está la
cosa, precisamente. Ningún hombre que tenga una cara así puede
ser, en realidad, siniestro. Debe de tratarse de una broma colosal por
parte de la Naturaleza.
No me convenció el argumento de Susana. Sé mucho de la
Naturaleza de edades pretéritas. Si la Naturaleza tiene un sentido
humorístico, no da muchas pruebas de ello. Susana es una de esas
personas que se empeñan en revestir a la Naturaleza con los
atributos que ellas poseen.
Pasamos a discutir nuestros planes inmediatos. Era evidente que yo
necesitaba tener cierta personalidad. No podía pasarme la vida
rehuyendo las explicaciones. La solución de todas mis dificultades se
hallaba al alcance de mi mano, aunque tardé bastante en darme
cuenta de ello. ¡El Daily Budget! Mi silencio, o mis ganas de hablar,
ya no podían afectarle a Rayburn. Le habían señalado como el
«Hombre del traje color castaño» sin culpa ni intervención mía. La
mejor manera de ayudarle sería parecer estar en contra suya. El
«Coronel» y su cuadrilla no debían sospechar que existía sentimiento
alguno de amistad entre el hombre a quien habían escogido para que
cargase con la responsabilidad del crimen de Marlow y yo. Que yo
supiera, la víctima del asesinato seguía sin identificar. Le
cablegrafiaría a lord Nasby sugiriendo que se trataba de la famosa
bailarina rusa «Nadina» que durante tanto tiempo había hecho la
delicia de los parisienses. Me parecía increíble que no hubiese sido
identificada ya. Pero cuando supe más del asunto mucho tiempo
después, comprendí cuan natural era que fuese así.
Nadina nunca había estado en Inglaterra durante la época de sus
brillantes éxitos en París. Era desconocida de los públicos
londinenses. Las fotografías publicadas por los periódicos de la mujer
asesinada eran tan borrosas que nada de particular tenía que nadie
las hubiese identificado. Por otra parte, Nadina había guardado
secreta su intención de visitar Inglaterra. El día siguiente de su
asesinato, su apoderado había recibido una carta supuestamente
firmada por ella, en la que le notificaba que regresaba a Rusia por
asuntos particulares urgentes y que debía él arreglarle la cuestión del
contrato incumplido como mejor supiese.
Esto, claro está, no lo supe hasta más adelante. Con la completa
aprobación de Susana expedí un largo cable desde De Aar. Llegó en
un momento psicológico (esto tampoco lo supe hasta más tarde, claro
está). El Daily Budget andaba falto de noticias sensacionales. Se
comprobó mi insinuación, resultando ésta exacta, y el Daily Budget
obtuvo un éxito sonado, dejando tamañitos a todos los demás
periódicos «Víctima del asesinato de la Casa del Molino identificada
por nuestra enviada especial», etc. «Nuestra enviada hace un viaje
con el asesino. El hombre del traje color castaño. Su verdadero
aspecto.»
Los detalles principales fueron cablegrafiados a los periódicos
sudafricanos; pero yo no leí mis propios artículos hasta muchísimo
más adelante. Recibí un cablegrama de aprobación e instrucciones
completas en Bulawayo. Quedaba admitida como parte integrante de
la Redacción del Daily Budget, y el propio lord Nasby me telegrafió
unas cuantas palabras de felicitación. Se me encargaba
definitivamente de seguir la pista del asesino. Y yo, y sólo yo, sabía
que el asesino no era Enrique Rayburn.
Que el mundo siguiese creyéndolo culpable, sin embargo. Era
preferible de momento.
CAPITULO -- XXIV
Llegamos a Bulawayo a primera hora de la mañana del sábado. El
lugar me desilusionó. Hacía mucho calor y el hotel me resultó odioso.
Además, sir Eustace estaba con morros; esto es la única manera de
que pueda expresar su humor. Yo creo que eran nuestros animalitos
de madera los que le molestaban, sobre todo la jirafa. Era una jirafa
colosal, de cuello imposible, ojo apacible y rabo abatido. Tenía
personalidad. Tenía encanto. Empezaba a iniciarse ya entre Susana y
yo una controversia acerca de cuál de las dos sería su dueña. Cada
una de nosotras había contribuido con un tiki para comprarla. Susana
alegaba a su favor tener más edad que yo y ser casada. Yo insistía en
que había sido la primera en descubrir su belleza.
Entretanto, he de confesar que ocupaba demasiado espacio del que
disponíamos. El transportar cuarenta y nueve animales de madera,
todos ellos de forma complicada y de madera extremadamente frágil,
resultaba un verdadero problema. Cargamos a dos mozos con una
manada de animales. Uno de ellos dejó caer inmediatamente un
grupo de preciosos avestruces y les rompió la cabeza. Escarmentadas
por aquello, Susana y yo cargamos con todos los que pudimos. El
coronel Race nos ayudó y yo le puse a sir Eustace la jirafa en los
brazos. Ni siquiera la correcta señorita Pettigrew pudo librarse: le
tocó transportar un hipopótamo muy grande y dos guerreros negros.
Tuve la impresión de que no le era muy simpática la carga a la nueva
secretaria. Quizá le pareciera yo una descarada. Sea como fuere, el
caso era que su rostro no me resultaba del todo desconocido, aunque
no lograba recordar dónde lo había visto antes.
Descansamos la mayor parte de la mañana, y por la tarde fuimos a
los Matoppos a ver la tumba de Rhodes. Es decir, habíamos de
hacerlo; pero a última hora, sir Eustace se echó atrás. Estaba casi de
tan mal humor como en la mañana que llegamos a la Ciudad de El
Cabo, cuando se le ocurrió botar melocotones contra el suelo y se le
despachurraron. Evidentemente, el llegar temprano a los sitios no es
bueno para su temperamento. Maldijo a los mozos; maldijo a los
camareros a la hora del desayuno; maldijo a toda la dirección del
hotel y, sin duda alguna, hubiese querido maldecir a la señorita
Pettigrew. Es la viva imagen de la secretaria eficaz de las novelas.
Salvé a nuestra querida jirafa justamente a tiempo. Estoy convencido
de que a sir Eustace le hubiese encantado estrellarla contra el suelo.
Pero volvamos al asunto de la expedición. Después de echarse atrás
sir Eustace, la señorita Pettigrew dijo que también se quedaría ella,
por si acaso su jefe la necesitaba. Y, en el último instante, Susana
mandó decir que tenía un fuerte dolor de cabeza. Conque el coronel
Race y yo nos marchamos solos.
El coronel era un hombre extraño. Uno no se da tanta cuenta de ello
cuando hay más gente. Pero cuando se halla a solas con él, su
personalidad casi resulta abrumadora. Se torna más taciturno, no
obstante lo cual su silencio parece decir mucho más que su
conversación.
Así fue aquel día cuando nos dirigimos a los Matoppos en automóvil
cruzando por entre los chaparrales. Todo parecía guardar silencio,
menos nuestro coche, que seguramente era el primer «Ford»
construido en el mundo. La tapicería estaba hecha unos zorros y,
aunque no entiendo una palabra de motores, hasta yo me daba
cuenta de que aquél no funcionaba como debía funcionar.
Poco a poco fue cambiando el aspecto del campo. Aparecieron
grandes piedras amontonadas hasta formar fantásticas figuras.
Experimenté, de pronto la sensación de que me encontraba en una
edad prehistórica. Durante unos momentos los hombres de
Neanderthal me parecieron seres tan reales como le habían parecido
a papá. Me volví hacia el coronel Race.
—Debieron de existir gigantes en otros tiempos —dije con soñadora
voz—; y sus hijos serían igual que los niños de hoy. Jugarían con
puñados de guijarros, amontonándolos y volviéndolos a hundir. Y
cuanto más mañosamente lograran equilibrarlos más satisfechos
quedarían. Si hubiera yo de bautizar este lugar, le daría el nombre de
El País de los Niños Gigantes.
—Quizás ande más cerca de la realidad de lo que usted se figura —
respondió el coronel Race solemnemente—. Sencilla, primitiva,
grande... eso es lo que es África.
Asentí con un movimiento de cabeza comprensivo.
—Usted la ama, ¿verdad? —pregunté.
—Sí. Pero el vivir en África mucho tiempo... bueno, le hace a uno lo
que usted llamaría cruel. Uno llega a dar muy poco valor a la vida y a
la muerte.
—Sí —murmuré yo pensando en Enrique Rayburn. Él había sido así
también—. Pero no cruel para con los seres débiles, ¿verdad?
—Depende de lo que uno entienda por «seres débiles», señorita Ana.
Había en su voz un dejo tan serio que casi me sobresaltó. Me di
cuenta de que, en realidad, sabía muy poco de aquel hombre que se
hallaba sentado junto a mí.
—Creo que quise decir niños y perros.
—Puedo decir sin mentir que jamás he sido cruel para con niños o
perros. Conque... ¿usted no clasifica a las mujeres entre los seres
débiles?
Reflexioné.
—No; me parece que no... aunque supongo que lo son. Es decir, lo
son hoy día. Pero papá decía siempre que, en tiempos primitivos,
hombres y mujeres erraban por el mundo, iguales en fuerza... como
leones y tigres...
—¿Y jirafas? —inquirió el coronel con malicia.
Reí. Todo el mundo se burlaba de aquella jirafa.
—Y jirafas. Porque eran nómadas ¿comprende? Las mujeres sólo se
hicieron débiles cuando se formaron comunidades e hicieron ellas una
cosa mientras los hombres se dedicaban a otra. Y, claro está, en el
fondo uno sigue siendo igual... uno siente lo mismo, quiero decir. Por
eso adora la mujer la fuerza física del hombre. Es algo que tuvo en
otros tiempos y que ahora ha perdido.
—En otras palabras, es una especie de culto a los antepasados, ¿no?
—Algo así.
—¿Y cree usted de verdad que eso es cierto? ¿Que las mujeres
adoran la fuerza bruta quiero decir?
—Creo que es completamente cierto... si una es sincera. Una cree
admirar cualidades morales, pero cuando una se enamora se
convierte de nuevo en un ser primitivo y lo físico es lo único que tiene
valor para ella. Pero no creo que sea eso el fin. No vivimos en tales
condiciones sin embargo. Conque, a fin de cuentas, vence lo otro
después de todo. Son las cosas aparentemente vencidas las que
siempre ganan, ¿no le parece? Ganan de la única manera que
importa. Algo así como lo que dice la Biblia de perder el alma y
encontrarla.
—A fin de cuentas —dijo el coronel Race pensativo—, uno se
enamora... y se desenamora. ¿Es eso lo que quiere decir?
—No es eso exactamente, pero puede expresarlo así si quiere.
—Pero no creo que se haya desenamorado usted nunca, ¿verdad,
señorita Ana?
—No, desde luego —reconocí con franqueza.
—Ni que se haya enamorado tampoco.
No respondí.
El coche se detuvo y puso fin a nuestra conversación. Nos apeamos y
empezamos el lento ascenso hacia el Mirador del Mundo. Sentí, y no
por primera vez, un leve desasosiego en la compañía del coronel.
¡Velaba tan bien sus pensamientos tras los impenetrables ojos
negros! Me asustaba un poco. Nunca sabía a qué atenerme con él.
Seguimos ascendiendo en silencio hasta llegar al punto en que yace
sepultado Rhodes, custodiado por gigantescas peñas. Lugar extraño,
imponente, lejos de todo trasiego humano, que entona un eterno
canto triunfal con su indómita belleza.
Permanecimos sentados allí un buen rato en silencio. Luego
descendimos de nuevo, desviándonos un poco del camino. A veces el
descenso era difícil y una vez llegamos a una pendiente o peña casi
vertical.
El coronel se adelantó. Luego se volvió para ayudarme.
—Más vale que la alce —dijo de pronto.
Y me levantó en vilo con un rápido movimiento.
Me di cuenta de su fuerza cuando me puso en pie de nuevo y me
soltó. Hombre de hierro, con músculos tirantes como el acero. Y volví
a sentir miedo, sobre todo al no apartarse él a un lado, sino quedarse
de pie ante mí, mirándome de hito en hito durante unos momentos.
—¿Qué es lo que hace usted aquí en realidad, Ana Beddingfeld? —me
preguntó bruscamente.
—Soy una gitana que quiere ver mundo.
—Sí; eso es cierto. La correspondencia del periódico no es más que
un pretexto. No tiene usted alma de periodista. Está campando por
sus respetos, intentando disfrutar de la vida. Pero eso no es todo.
¿Qué era lo que iba a obligarme a decirle? Tuve miedo, ¡miedo! Le
miré cara a cara. Mis ojos no saben guardar secretos como los suyos;
pero tienen el poder de llevar la guerra a territorio enemigo.
—¿Qué es lo que hace usted realmente aquí, coronel Race? —le
pregunté.
Durante un instante creí que no iba a contestarme. Era evidente que
le había dejado un poco parado sin embargo. Por fin habló, y sus
palabras parecieron proporcionarle cierta sombría diversión.
—Persigo la ambición —repuso—. Tal como suena. Persigo la
ambición. Recordará usted, señorita Beddingfeld, que «por tal pecado
cayeron los ángeles», etc.
—Dicen —observé yo lentamente— que está usted relacionado, en
realidad, con el gobierno... que pertenece al Servicio Secreto. ¿Es
cierto eso?
¿Fue ilusión mía, o vaciló una fracción de segundo antes de
responder?
—Puedo asegurarle, señorita Beddingfeld, que me hallo aquí como
simple particular y que viajo con el exclusivo fin de distraerme.
Al recordar su respuesta más adelante, se me antojó ligeramente
ambigua. Quizá tuviera él la intención de que lo fuese.
Volvimos al coche en silencio. A mitad de camino de Bulawayo nos
detuvimos a tomar el té ante una construcción bastante primitiva que
se alzaba al lado del camino. El propietario estaba cavando en el
jardín y pareció molestarle que le turbasen. Pero prometió hacer lo
que pudiera. Tras una espera interminable, nos trajo unas pastas
rancias y té templado. Luego volvió a desaparecer en el jardín.
No bien hubo marchado él, nos vimos rodeados de gatos. Seis de
ellos, que maullaban lastimeramente a coro. El ruido era
ensordecedor. Les ofrecí unos pedazos de pasta. Los devoraron con
voracidad. Derrame toda la leche que había en un platillo y lucharon
unos contra otros por bebérsela.
—¡Oh! —exclamé indignada—, ¡están muertos de hambre! Es un
crimen. Por favor, pida más leche y otro plato de pastas.
El coronel Race marchó en silencio a cumplir mi mandato. Los gatos
se habían puesto a mayar otra vez. Regresó con una gran jarra de
leche y los gatos se la bebieron.
Me puse en pie, con gesto de determinación.
—Voy a llevarme a estos gatos... No los dejaré aquí.
—Mi querida criatura, no sea absurda. No puede cargar con seis gatos
y cincuenta animalitos de madera.
—No se acuerde de los animales de madera. Esos gatos están vivos.
Me los llevaré.
—No hará usted tal cosa.
Lo miré con resentimiento; pero él prosiguió:
—Me cree usted cruel. Pero la vida es demasiado dura para que
pasemos por ella tornándonos sentimentales ante cosas como ésta.
Es inútil que insista. No le permitiré que se los lleve. Nos
encontramos en un país primitivo y yo soy más fuerte que usted.
Siempre he sabido reconocer mi derrota. Volví al coche con lágrimas
en los ojos.
—Es probable que sólo anden faltos de comida hoy —explicó
consolador—. La mujer de ese hombre ha marchado a Bulawayo en
busca de provisiones. Conque no se moleste. Además ya debe usted
saber que el mundo está lleno de gatos famélicos.
—Calle... calle... —le dije con ferocidad.
—Le estoy enseñando a que vea la vida tal como es. Le estoy
enseñando a ser dura e implacable... como lo soy yo. Ese es el
secreto de la fuerza... y el secreto del éxito.
—¡Antes muerta que ser dura! —le respondí con fuego.
Nos metimos en el coche y emprendimos el viaje de regreso. Me fui
dominando poco a poco. De pronto, con enorme asombro mío, el
coronel me cogió la mano.
—Ana —dijo con dulzura—, te quiero. ¿Te casarías conmigo?
Me quedé estupefacta.
—¡Oh, no! —balbucí—. No puedo.
—¿Por qué no?
—No lo quiero a usted así. Nunca he pensado en usted como posible
esposo.
—Ya... ¿Es la única razón?
Tuve que ser sincera. Le debía eso, por lo menos.
—No —repuse—; no lo es. Es que... yo quiero a otro.
—Ya... —volvió a decir—. ¿Y ocurría lo propio al principio... cuando la
vi por primera vez... a bordo del Kilmorden?
—No —susurré—. Ocurrió... después.
—Ya —dijo por tercera vez.
Sólo que en ésta había un dejo de determinación en su voz que me
hizo volverme y mirarle. El rostro tenía la expresión más severa que
había visto yo en él jamás.
—¿Qué... qué quiere usted decir? —balbucí.
Me miró inescrutable, dominador.
—Sólo que... que ahora sé lo que he de hacer.
Sus palabras me hicieron estremecer. Tras ellas advertía una
determinación que no lograba comprender. Y me asustaba.
Ninguno de los dos dijimos una palabra ya hasta que volvimos al
hotel. Me fui derecha a Susana. Estaba echada en su cama, leyendo y
andando muy lejos de parecer que le aquejase dolor de cabeza
alguno.
—Aquí reposa la perfecta carabina —anunció—, alias la perfecta
encarnación del tacto en cuerpo de rodrigón. Pero... ¡Anita!, ¿qué
sucede?
Porque yo había estallado en sollozos.
Le hablé de los gatos, no me pareció justo hablarle del coronel Race.
Pero Susana es muy astuta. Creo que se dio cuenta de que había algo
más que aquello.
—No se habrá resfriado, ¿verdad, Anita? Parece ridículo pensar en tal
cosa con semejante calor, pero no hace más que tiritar.
—No es nada —contesté—. Los nervios o un simple escalofrío, tal vez.
Tengo el presentimiento de que algo terrible va a ocurrir.
—No sea tonta —dijo Susana con decisión—; hablemos de algo
interesante. Anita, esos diamantes...
—¿Qué pasa con ellos?
—No estoy segura de que no peligren en mi poder. No había por qué
preocuparse antes. A nadie podría ocurrírsele que se hallaran en mi
equipaje. Pero ahora que todo el mundo sabe que somos tan amigas
usted y yo, también se desconfiará de mí.
—Nadie sabe que se hallan ocultos en un rollo de película, sin
embargo —argüí—. Es un escondite magnífico y no creo que
pudiéramos mejorarlo.
Asintió, no muy convencida; pero dijo que volveríamos a discutir el
asunto cuando llegáramos a las Cataratas.
Nuestro tren salió a las nueve. Sir Eustace seguía de mal humor y la
señorita Pettigrew parecía un poco cansada. El coronel Race se
mostraba el mismo de siempre. Llegué a preguntarme si no habría
soñado toda la conversación que había tenido lugar durante el camino
de regreso de Matoppos.
Dormí profundamente aquella noche en mi dura litera, luchando con
sueños amenazadores muy confusos. Me desperté con dolor de
cabeza y salí a la plataforma del coche. Hacía un tiempo fresco y
hermoso y en todo alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, veíanse
ondulantes cerros cubiertos de bosques. Me enamoré del país, me
enamoré como jamás me había enamorado de sitio alguno que
hubiese visto. Hubiera querido entonces tener una cabaña en el
corazón de los chaparrales y vivir allí siempre...
Un poco antes de las dos y media, estando yo en el «despacho», el
coronel Race me llamó desde la plataforma y señaló una bruma
blanca, en forma de ramillete, que se cernía sobre cierta parte de la
maleza.
—El agua pulverizada de las Cataratas —anunció—. Casi hemos
llegado ya.
Yo seguía envuelta en aquel extraño sentimiento de excitación que
experimentaba tras la desasosegada noche. Sentía fuertemente
arraigada en mí la sensación de que había regresado al hogar...
¡Hogar! ¡Y, sin embargo, jamás había estado allí antes! O..., ¿habría
estado en sueños? Caminamos desde el tren al hotel, un gran edificio
blanco con las ventanas cubiertas de alambre fino para impedir que
entraran los mosquitos. No había calles. Ni casas. Salimos al stoep y
exhalé una exclamación. Allá, a media milla de distancia y frente a
nosotros, estaban las Cataratas. Jamás he visto cosa tan hermosa ni
de tanta grandiosidad. Ni la veré nunca.
—Anita, estás hechizada —dijo Susana, cuando nos sentamos a
comer—. Nunca te he visto así antes.
Me miró con curiosidad.
—¿De veras? —reí. Pero mi risa me pareció forzada—. Es que estoy
enamorada de todo esto.
—Es algo más que eso.
Frunció levemente el entrecejo, con aprensión. Sí; me sentía feliz.
Pero aparte de eso, experimentaba la extraña sensación de que
estaba aguardando algo, algo que sucedería pronto. Estaba excitada,
llena de desasosiego. Después de tomar el té salimos a dar una
vuelta, nos subimos a una especie de volquete, y unos negros
sonrientes nos empujaron por la minúscula vía hasta el puente.
Era una visión maravillosa. El gran abismo; el torrente de agua
abajo; el velo de bruma y agua pulverizada ante nuestros ojos, velo
que se rasgaba de vez en cuando, permitiendo ver durante un fugaz
instante la catarata antes de soldarse de nuevo y envolver las aguas
en impenetrable misterio. Eso, en mi opinión, ha sido siempre lo
fascinador de las Cataratas, su esquiva cualidad. Una cree siempre
que va a ver y no llega a ver nunca.
Cruzamos el puente y seguimos andando muy despacio por el camino
señalado con piedra blanca a cada lado, cambio que bordeaba el
desfiladero. Por fin llegamos a un gran claro donde, a la izquierda,
hay una senda descendente que conduce al abismo.
—La garganta de palmeras —anunció el coronel Race—. ¿Bajamos?
O..., ¿lo dejamos para mañana? El descenso es largo y el ascenso es
más pesado.
—Lo dejaremos para mañana —dijo sir Eustace, con decisión.
He observado que no es muy amigo de hacer demasiado ejercicio.
Emprendió el camino de regreso, caminando delante de todos. Nos
cruzamos con un indígena magnífico, seguido de una mujer que
parecía llevar todo el ajuar sobre la cabeza. Y entre las demás cosas
asomaba una sartén.
—Nunca llevo máquina fotográfica cuando más la necesito —gimió
Susana.
—La oportunidad de sacar una instantánea así se le presentará co
harta frecuencia, señora Blair —dijo el coronel—. Conque no se
lamente.
Llegamos de nuevo al puente.
—¿Entramos en el bosque de los arcos iris? —continuó—. O...,
¿tienen ustedes miedo de mojarse?
Susana y yo le acompañamos. Sir Eustace regresó al hotel. Me
desilusionó bastante el bosque en cuestión. No había, ni con mucho,
arcos iris suficientes y nos calamos hasta los huesos. Pero de vez en
cuando pudimos ver las Cataratas, que se hallaban enfrente, y nos
dimos cuenta de cuan enormemente anchan son. ¡Oh, queridas,
queridísimas Cataratas! ¡Cuánto os amo y adoro y cuánto os amaré y
adoraré durante toda la vida!
Regresamos al hotel justamente a tiempo para cambiarnos para
cenar. Sir Eustace parece haberle cobrado una antipatía intensa al
coronel. Susana y yo intentamos animarle con dulzura, pero no
conseguimos gran cosa.
Después de comer se retiró a su salita, llevándose consigo a la
señorita Pettigrew. Susana y yo charlamos un rato con el coronel
Race, y luego mi amiga declaró, con un prodigioso bostezo, que se
iba a acostar. No quería quedarme sola con él. Conque me levanté a
mi vez y me retiré a mi cuarto.
Pero estaba demasiado excitada para dormirme. Ni siquiera me
desnudé. Me retrepé en un sillón y me entregué de lleno al sueño. Y
durante todo el tiempo, el instinto me advertía que algo extraño se
acercaba más y más... Llamaron a la puerta y me sobresalté. Me
puse en pie y me acerqué a ella. Un negrito me tendió un papel. Me
iba dirigido, escrito en letra que me era desconocida. Lo tomé y volví
a entrar en el cuarto. Permanecí unos instantes inmóvil, con el papel
en la mano. Por fin lo abrí. Era muy corto el mensaje:
«Preciso verla. No me atrevo a acercarme al hotel. ¿Quiere acercarse
al claro próximo a la garganta de palmeras? Aunque no sea más que
en recuerdo del camarote 17, tenga la bondad de venir. El hombre a
quien conoció usted bajo el nombre de Enrique Rayburn.»
El corazón me latió con angustiosa violencia. Conque estaba allí. ¡Oh,
ya lo sabía!, ¡lo había sabido desde el primer instante! Lo había
sentido cerca de mí. Inconscientemente había ido a parar al lugar en
que tenía su retiro.
¿Sir Eustace? Me detuve a la puerta de su salita. Sí; le estaba
dictando a la señorita Pettigrew. Oía la voz monótona de la mujer
repetir: «Por lo tanto, me atrevo a insinuar que al abordar el
problema de la mano de obra indígena...» Hizo una pausa para que
sir Eustace continuara y le oí gruñir algo, con ira.
Seguí el camino. El cuarto del coronel Race estaba vacío. No le vi en
la sala. Y ¡él era el hombre a quien más temía yo! No obstante, no
podía perder tiempo. Salí precipitadamente del hotel y eché a andar
por el camino del puente. Lo crucé y permanecí allí, aguardando en
las sombras. Si alguien me había seguido, le vería cruzar el puente.
Pero transcurrieron los minutos y no cruzó nadie. No me habían
seguido. Me volví y seguí el camino hacia el claro. Di unos seis pasos
y me detuve. Algo se había movido detrás de mí. No podía ser
persona alguna que me hubiese seguido desde el hotel. Era alguien
que estaba allí aguardando.
E inmediatamente, sin cuenta ni razón, pero con la certidumbre que
da el instinto, comprendí que era yo la persona amenazada. Era la
misma sensación que sentí a bordo del Kilmorden aquella noche, un
instinto infalible advertía del peligro.
Miré bruscamente por encima del hombro. Silencio. Di un paso o dos.
Oí de nuevo movimiento. Sin dejar de andar, miré por encima del
hombro otra vez. La figura de un hombre salió de las sombras en mi
dirección.
La oscuridad era demasiado grande para que pudiese reconocer á
nadie. Lo único que pude ver fue que se trataba de un hombre alto y
que era europeo y no indígena. Eché a correr como un galgo. Le oí
correr detrás de mí. Corrí más aprisa, con la mirada fija en las
piedras blancas que señalaban el camino, porque no había Luna llena
aquella noche.
Y de pronto, no hallé tierra bajo mis pies. Oí reír al hombre que me
seguía, una risa malévola, siniestra. Repercutió en mis oídos cuando
caía de cabeza, precipitándome vertiginosamente hacia el fondo del
abismo donde me aguardaba la destrucción total.
CAPITULO -- XXV
Recobré el conocimiento lenta y dolorosamente. Me dolía la cabeza y
sentí una punzada en el brazo izquierdo cuando intenté moverme y
todo me parecía irreal, un sueño. Flotaron ante mí visiones de
pesadilla. Me sentí caer, volver a caer. Una vez, el rostro de Enrique
Rayburn pareció surgir de una bruma. Casi lo imaginé real. Luego se
volvió a alejar flotando como burlándose de mí. Recuerdo que una
vez alguien me acercó una taza a los labios y bebí. Un rostro negro se
acercó al mío, sonriente, y solté un chillido. Después, sueños otra
vez, sueños largos y agitados en los que buscaba en vano a Enrique
Rayburn para ponerle en guardia, en guardia... ¿contra qué? Ni yo
misma lo sabía. Pero existía un peligro, corría un gran peligro, y sólo
yo podía salvarle. Luego la oscuridad otra vez, piadosas tinieblas y
sueño verdadero reparador.
Me desperté, por fin, dueña de mí otra vez. La larga pesadilla había
terminado. Recordaba perfectamente todo lo ocurrido: mi precipitada
huida del hotel para acudir a la cita con Enrique, el hombre en las
sombras, el último y terrible momento de mi caída...
Milagrosamente no me había matado. Estaba magullada, dolorida y
muy débil; pero seguía con vida. Sin embargo, ¿dónde me
encontraba? Moviendo la cabeza con dificultad, miré a mi alrededor.
Me hallaba en un cuarto pequeño, de paredes de tosca madera.
Colgaban de ellas enormes pieles de animales y varios colmillos de
marfil. Yacía sobre un lecho tosco, cubierto también de pieles, y tenía
el brazo izquierdo vendado y me sentía entumecida e incómoda. Al
principio creí que estaba sola. A continuación, vi la figura de un
hombre sentado entre mí y la luz, con la cabeza vuelta hacia la
ventana. Estaba tan quieto, que parecía tallado en madera. La negra
cabeza de pelo cortado al rape me pareció conocida; pero no me
atreví a dar rienda suelta a mi imaginación. De pronto se volvió y
contuve el aliento. Era Enrique Rayburn. Enrique Rayburn en persona.
Se puso en pie y se acercó a mí.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó con cierto embarazo.
No pude responder. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Estaba
débil aún, pero así su mano con las dos mías. Si pudiera morir así,
mientras me estuviera mirando él con aquella expresión en los ojos...
—No llores, Ana. Por favor, no llores. No corres peligro ahora. Nadie
te hará daño.
Fue en busca de una taza y me la trajo.
—Bebe esta leche.
Bebí sumisa. Él siguió hablando en voz baja, pensativa, como si
estuviese hablando con una criatura.
—No me hagas más preguntas ahora. Vuelve a dormirte. Te pondrás
más fuerte con el tiempo. Me marcharé si quieres.
—¡No! —exclamé—. ¡No, no!
—Entonces, me quedaré.
Acercó un escabel a mi lado y se sentó. Posó su mano sobre la mía y
me apaciguó y consoló. Me quedé dormida otra vez.
Debía de ser de noche entonces; pero cuando volví a despertarme, el
sol tocaba a su cénit. Me encontraba sola en la cabaña; pero al
moverme, una indígena vieja entró corriendo. Era fea como un
pecado; pero me sonrió animadora. Me trajo agua en un cuenco y me
ayudó a lavarme la cara y las manos. Luego me dio un tazón muy
grande de sopa, y me tomé hasta la última gota. Le hice varias
preguntas; pero ella se limitó a sonreír y a mover afirmativamente la
cabeza, y a hablar en un idioma gutural. Conque deduje que no sabía
una palabra de inglés.
De pronto se irguió y se retiró respetuosamente al entrar Enrique
Rayburn. Él la despidió con un gesto y la mujer se fue, dejándonos
solos. Enrique me sonrió.
—Hoy sí que está mejor, ¿verdad?
—Sí; en efecto; pero aturdida aún. ¿Dónde estoy?
—En una islita de Zambeze, a unas cuatro millas de las Cataratas.
—¿Saben... saben mis amigos que estoy aquí?
Él negó con la cabeza.
—Es preciso que les mande un aviso.
—Como usted quiera, claro está; pero en su lugar, yo aguardaría a
encontrame un poco más fuerte.
—¿Por qué?
El no contestó inmediatamente; conque proseguí:
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Su contestación me dejó estupefacta.
—Cerca de un mes.
—¡Oh! —exclamé—. Tendré que mandarle aviso a Susana. Debe de
estar consumida de ansiedad.
—¿Quién es Susana?
—La señora Blair. Estaba con ella, y sir Eustace, y el coronel Race, en
el hotel..., pero, ¿eso ya lo sabía usted?
Él movió negativamente la cabeza.
—Yo no sé nada, salvo que la encontré a usted en la bifurcación de la
rama de un árbol, sin conocimiento y con el brazo dislocado.
—¿Dónde estaba ese árbol?
—Por encima del desfiladero. De no habérsele enganchado la ropa en
las ramas, se hubiera hecho usted pedazos.
Me estremecí. Luego me asaltó un pensamiento.
—Dice usted que no sabía que me hallaba allí. ¿Y su mensaje,
entonces?
—¿Qué mensaje?
—La nota que me mandó pidiéndome que fuera a verle al claro.
Me miró boquiabierto.
—Yo no le he enviado mensaje alguno.
Me puse colorada como un tomate. Afortunadamente, él no pareció
darse cuenta de ello.
—¿Cómo llegó a encontrarse usted tan milagrosamente a mano? —
inquirí, con toda la serenidad que pude—. Y, ¿qué hace usted en esta
parte del mundo?
—Vivo aquí simplemente.
—¿En esta isla?
—Sí. Vine aquí después de la guerra. A veces llevo clientes del hotel a
dar un paseo en mi embarcación; pero necesito muy poco para vivir,
y por regla general, hago lo que se me antoja.
—¿Vive completamente solo aquí?
—Puedo asegurarle que no siento nostalgia de compañía —replicó,
con frialdad.
—Lamento haberle impuesto la mía —repuse—; pero no parezco
haber tenido yo mucho que ver con el asunto.
Con gran sorpresa mía, le bailó la risa en los ojos durante unos
segundos.
—Nada en absoluto —aseguró—. Me la eché al hombro como si fuera
un saco de patatas y me la llevé al bote. Como un hombre de la Edad
de Piedra.
—Pero con distinta intención —observé.
Fue él quien se puso colorado esta vez. El bronceado de su tez
pareció fundirse.
—Pero no me ha dicho usted cómo es que andaba vagando por ahí
tan oportunamente —me apresuré a decir para ocultar su confusión.
—No podía dormir. Estaba inquieto..., turbado... Tenía el
presentimiento de que iba a suceder algo. Acabé por meterme en el
bote, cruzar a tierra y echar a andar hacia las Cataratas. Me
encontraba a la entrada de la garganta de palmeras cuando oí su
grito.
—¿Por qué no fue a buscar ayuda al hotel en lugar de cargar conmigo
hasta aquí? —pregunté.
Volvió a ponerse colorado.
—Supongo que a usted le parecerá una libertad imperdonable..., pero
¡no creo que se dé usted cuenta de su peligro aún! ¿Opina que
debiera de haber informado a sus amistades? ¡Valientes amigos que
consintieron que se tendiera un lazo para matarla! No; me dije que
yo podría cuidarla mucho mejor que ninguna otra persona. No viene
ni un alma a esta isla. Busqué a la vieja Batana, a la que curé unas
fiebres en cierta ocasión, para que la asistiera. Es leal. Jamás dirá
una palabra. Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo
sabría.
¡Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo sabría! ¡Cóm
le encantan a una ciertas palabras!
—Hizo usted muy bien —dije—. Y no mandaré aviso a nadie. Un día o
dos más de ansiedad no importa gran cosa. No es como si se tratara
de familia mía. No son más que conocidos en realidad... ni de la
propia Susana puedo decir que sea más; y la persona que escribió la
nota tiene que haber sabido... mucho. No fue obra de un extraño.
Logré mencionar la nota, esta vez sin ruborizarme.
—Si se dejara guiar por mí... —dijo, vacilando.
—No supongo que me deje —le respondí, con franqueza—. Pero no
perderé nada en escucharle.
—¿Hace usted siempre lo que le da la gana, señorita Beddingfeld?
—Por regla general —respondí, con cautela.
De haberme hecho semejante pregunta cualquier otra persona
hubiera contestado: «Siempre.»
—Compadezco a su esposo —dijo inesperadamente.
—No tiene usted por qué compadecerle —le repliqué—. No soñaría
siquiera con casarme con un hombre a menos que estuviese
locamente enamorada de él. Y, claro está, no hay cosa que más
entusiasme a una mujer que el hacer las cosas que no le gusta hacer,
nada más que por amor al hombre a quien quiere. Y cuanto más
voluntariosa es, más le gusta.
—Me temo que no estoy de acuerdo con usted. Se invierten los
papeles por regla general.
Hablaba con cierto dejo de desdén.
—Precisamente —exclamé con avidez—. Y por eso hay tantos
matrimonios desdichados. La culpa es toda del hombre. O cede a la
mujer (en cuyo caso ella le desprecia), o se muestra completamente
egoísta, se empeña en salir siempre con la suya y ni siquiera dice
«gracias» una sola vez. Los maridos que hacen un éxito del
matrimonio obligan a sus mujeres a hacer lo que ellos quieren, y
luego las colman de atenciones y de muestras de agradecimiento por
haberlo hecho. A las mujeres les gusta que las dominen; pero
detestan que no sean apreciados sus sacrificios. Por otra parte, los
hombres no quieren a la mujer que se muestra agradable con ellos
continuamente. Cuando yo me case, seré un verdadero demonio la
mayor parte del tiempo. Pero alguna vez, cuando mi esposo menos lo
espere, ¡le demostraré cuan angélica puedo ser!
Enrique soltó una carcajada.
—¡Qué vida de perros llevarán!
—Los que se quieren, se pelean siempre —le aseguré— porque no se
comprenden. Y para cuando llegan a comprenderse, han dejado de
quererse ya.
—¿Es lo contrario cierto también? ¿Se quieren siempre las personas
que andan siempre a la greña?
—No..., no lo sé —respondí, confusa momentáneamente.
Se volvió hacia el hogar.
—¿Quiere un poco más de sopa? —inquirió.
—Sí, por favor. Tengo tanto apetito, que sería capaz de comerme un
hipopótamo.
—Buena señal.
—Cuando pueda levantarme de aquí, guisaré yo —le prometí.
—No creo que sepa usted una palabra de cocina.
—Soy capaz de calentar el contenido de una lata tan bien como
pueda hacerlo usted —le contesté, señalando la hilera de latas de
conserva que había sobre la repisa de la chimenea.
—Touché! —dijo él.
Y se echó a reír.
Todo su semblante cambiaba cuando reía. Se hacía infantil, feliz...
una personalidad distinta.
Me tomé la sopa con verdadera fruición. Mientras lo hacía, le recordé
que, después de todo, no me había dado el consejo prometido.
—Ah, sí... Lo que iba a decir era lo siguiente: Yo, en su lugar,
permanecería aquí, perdida, hasta encontrarme completamente
restablecida. Sus enemigos la creerán muerta. No les sorprenderá no
hallar su cadáver. Se hubiera deshecho contra las rocas y se lo
hubiese llevado la corriente.
Me estremecí.
—Una vez haya recobrado la salud, puede dirigirse a Beira y
embarcarse con rumbo a Inglaterra.
—Eso resultaría demasiado manso —objeté, desdeñosa.
—Esas son palabras de colegiala alocada.
—¡Yo no soy una colegiala alocada! —exclamé, indignada—. ¡Soy una
mujer!
Me miró con una expresión que no pude sondear, cuando me
incorporé excitada.
—¡Válgame Dios! —murmuró—. ¡Es verdad!
Y giró bruscamente sobre sus talones y se fue. Me restablecí con
rapidez. Sólo había recibido un fuerte golpe en la cabeza y me había
dislocado el brazo. Esto último era lo más serio. Al principio, Enrique
había creído que lo tenía fracturado. Un cuidadoso examen, sin
embargo, le había convencido de que no era así, y aunque me dolía
bastante, empezaba a poder usarlo otra vez ya.
Fue una temporada singular. Estábamos aislados del mundo, tan
solos como pueden haberlo estado Adán y Eva, pero... ¡con una
diferencia! La vieja Batani revoloteaba a nuestro alrededor, aunque le
hacíamos tanto caso como si no hubiese existido. Me empeñé en
hacer yo los guisos, o todos los que me era posible hacer con una
sola mano por lo menos. Enrique se hallaba fuera gran parte del
tiempo; pero nos pasábamos largas horas juntos, tendidos a la
sombra de las palmeras, hablando y regañando, discutiendo toda
clase de temas, peleándonos y volviendo a hacer las paces. A pesar
de nuestras numerosas discusiones, nació entre nosotros una
camaradería real y duradera que jamás hubiese creído yo posible. Eso
y otra cosa.
Se acercaba el momento para marcharme. Y al pensar en ello sentía
como un peso en el corazón. ¿Me iba a dejar marchar? ¿Sin una
palabra? ¿Sin una señal? Sufría accesos de taciturnidad, largos
intervalos de cavilación, momentos en que se ponía en pie de un
salto y se marchaba solo. Cierto atardecer llegó la crisis. Habíamos
dado fin a nuestra sencilla comida y nos hallábamos sentados a la
puerta de la cabaña. El sol tocaba a su ocaso.
Enrique no había podido suministrarme uno de los artículos de
primera necesidad para una mujer: las horquillas. El cabello, liso y
negro, me colgaba hasta las rodillas. Estaba sentada, barbilla en
mano, absorta en mis pensamientos. Sentí, más que vi, que Enrique
me estaba contemplando.
—Pareces una hechicera, Anita —dijo por fin.
Y había en su voz algo que nunca había habido en ella antes.
Alargó una mano y me tocó el cabello. Me estremecí. De pronto se
puso en pie mascullando una maldición.
—¡Tienes que marcharte de aquí mañana! ¿Lo has oído? —exclamó—.
No... no puedo soportar más. Después de todo, soy humano. Es
preciso que te vayas, Ana. Es preciso. No eres tonta. Tú sabes que
esto no puede continuar.
—Supongo que no —repuse yo lentamente—. Pero... ha sido una
temporada feliz, ¿verdad?
—¿Feliz? ¡Ha sido un verdadero infierno!
—¿Tan malo como todo eso?
—¿Por qué me atormentas? ¿Por qué te burlas de mí? ¿Por qué dices
eso... riéndote por entre el cabello?
—No me reía. Y no me burlo. Si tú quieres que me vaya, me iré; Pero
si quieres que me quede..., me quedaré.
—¡Eso no! —exclamó con vehemencia—. ¡Eso no! No me tientes, Ana.
¿Te das cuenta de lo que soy? Un hombre dos veces criminal. Un
hombre perseguido. Aquí me conocen bajo el nombre de Enrique
Parker... Creen que he estado haciendo una excursión por el interior.
Pero el día menos pensado comprenderán la verdad... y caerá el
golpe. Eres tan joven, Ana... y tan hermosa... Con esa hermosura
que enloquece a los hombres. Todo el mundo se abre ante ti... amor,
vida, todo. Yo dejé mi vida atrás..., arrasada, quemada, con un sabor
amargo a cenizas.
—Si no me quieres...
—Tú sabes que te quiero. Tú sabes que daría el alma por cogerte
entre mis brazos y conservarte entre ellos oculta a los ojos del
mundo, para toda la eternidad. Y me estás tentando, Anita. Tú, con
tu largo cabello de hechicera, con tus ojos que son dorados y pardos,
y verdosos, y que nunca dejan de reír ni aun cuando tus labios tienen
una expresión solemne. Pero te salvaré de ti misma y de mí. Te ir
esta noche. Marcharás a Beira...
—Yo no iré a Beira —le interrumpí.
—Irás. Irás a Beira aunque tenga que llevarte allí yo mismo y tirarte
al barco. ¿De qué crees tú que estoy hecho? ¿Crees tú que estoy
dispuesto a despertarme noche tras noche temiendo que te hayan
cogido? Uno no puede esperar que los milagros se sigan produciendo.
Tienes que volver a Inglaterra, Anita... y... y casarte y ser feliz.
—¡Con un hombre que tenga bien sentada la cabeza y me dé un buen
hogar!
—Más vale eso que... una catástrofe.
—Y tú..., ¿qué?
Tornóse duro de semblante.
—Tengo mi trabajo a mano. No me preguntes cuál es. Es posible que
lo adivines. Pero una cosa te diré: demostraré mi inocencia o moriré
intentándolo. Y estrangularé con mis propias manos al canalla que
hizo lo posible por asesinarte la otra noche.
—Hay que ser justos —dije—. No me empujó al abismo él.
—No tenía necesidad de hacerlo. Era más ingenioso su plan. Subí por
el camino después. Todo parecía en orden; pero por las señales que
encontré en el suelo, vi que las piedras que sirven para señalar el
camino habían sido arrancadas y colocadas de nuevo en otro sitio. En
la misma orilla y creciendo hacia fuera hay unos matorrales altos. Las
piedras exteriores habían sido colocadas sobre los matorrales, de
forma que, cuando creyeras estar siguiendo el camino, estuvieses, en
realidad, poniendo los pies en el vacío. ¡Que Dios le ampare si llego
yo a echarle la mano encima, no habrá remisión para él!
Hizo una pausa, y luego dijo en tono distinto:
—Nunca hemos hablado de estas cosas, Anita, ¿verdad? Pero ha
llegado el momento. Quiero que conozcas toda la historia..., desde el
principio.
—Si te resulta doloroso resucitar lo pasado, no me lo cuentes —dije
yo, en voz baja, impaciente por saberla.
—Es que quiero que la conozcas. Nunca creí que hablara jamás con
nadie de esa parte de mi vida. Es curioso, ¿verdad?, las tretas que
nos gasta el Destino.
Guardó silencio unos minutos. Se había puesto el sol y la
aterciopelada oscuridad de la noche africana nos envolvía como un
manto.
—Parte de esa historia la conozco ya —le advertí con dulzura—. Sé
que tu verdadero nombre es Enrique Lucas.
Aun entonces vaciló, sin mirarme, con la vista fija delante de él. No
tenía la menor idea de lo que estaba pasando por la imaginación. Por
fin movió la cabeza espasmódicamente, como si asintiera con alguna
decisión que acababa de tomar. Y dio principio a su relato.
CAPITULO -- XXVI
—Tienes razón. Me llamo Enrique Lucas, en realidad. Mi padre era
militar retirado que vino a Rhodesia a montar un rancho. Murió
cuando cursaba yo mi segundo año de estudios en Cambridge.
—¿Lo querías? —pregunté, de pronto.
—No..., no lo sé.
Luego se puso colorado y prosiguió, con súbita vehemencia :
—¿Por qué digo eso? Sí, quería a mi padre. Nos dijimos cosas muy
amargas la última vez que nos vimos, y regañamos muchas veces por
mis locuras y mis deudas; pero sí que le quería, y mucho. Ahora es
cuando me doy cuenta exacta de cuánto le he querido..., ahora que
es demasiado tarde.
Y continuó más tranquilo:
—Fue en Cambridge donde conocí al otro muchacho...
—¿Al joven Eardsley?
—Sí; al joven Eardsley. Su padre, como sabes, era uno de los
hombres más destacados de África del Sur. Nos hicimos amigos en
seguida. Eardsley y yo. El amor que profesábamos al África del Sur
nos unía, y a ambos nos atraían los sitios vírgenes del mundo.
Después de abandonar Cambridge, Eardsley regañó definitivamente
con su padre. El viejo le había pagado las deudas dos veces y se negó
a volverlo a hacer. Hubo una escena violenta entre ellos. Sir Lorenzo
anunció que se le había agotado la paciencia; no volvería a hacer
cosa alguna por su hijo. Tendría que arreglárselas solo. El resultado
fue, como ya sabes, que los dos jóvenes se marcharon juntos a
Sudamérica en busca de diamantes.
»No voy a entrar en detalles de eso ahora; pero lo pasamos
maravillosamente allí. No faltaron las penalidades, claro está. La vida,
sin embargo, era buena... la lucha por la existencia lejos de todo
lugar habitado... Y ¡Dios! ¡Allí, es donde se conoce a los amigos! Se
forjó un lazo entre los dos que sólo la muerte hubiera sido capaz de
quebrantar. Bueno, pues como dijo el coronel Race, nuestros
esfuerzos se vieron coronados por el éxito. Encontramos un segundo
Kimberley en el corazón de las selvas de la Guayana Británica. No
puedo describirte la sensación de triunfo que experimentamos. No era
tanto el valor monetario de nuestro descubrimiento. Eardsley estaba
acostumbrado al dinero y sabía que, cuando muriese su padre, sería
millonario. Y yo siempre había sido pobre y estaba acostumbrado a
serlo. No... fue la simple alegría de haber hecho un descubrimiento.
Hizo una pausa y luego agregó, casi en son de excusa:
—No te importa que te lo cuente así, ¿verdad? Como si yo no figurara
en el asunto siquiera... Es así como lo veo ahora al mirar hac
y recordar a esos dos muchachos. Casi me olvido de que uno de ellos
era... Enrique Rayburn.
—Cuéntalo como mejor te parezca —le contesté.
Y él prosiguió:
—Fuimos a Kimberley... la mar de orgullosos con nuestro hallazgo.
Llevábamos una magnífica colección de diamantes para someter a los
expertos. Y entonces, en el hotel de Kimberley, la conocimos... —Se
detuvo como si reflexionara.
Sentí que mis músculos se tornaban rígidos, y la mano que apoyaba
en la jamba de la puerta, se me crispó involuntariamente.
—Anita Grünberg..., ése era su nombre. Y era actriz. Muy joven y
muy hermosa. Nacida en África del Sur, de madre húngara, si no me
equivoco. La rodeaba cierta aureola de misterio y eso, naturalmente,
aumentó sus atractivos para dos muchachos que acababan de
regresar de la selva. Debió de encontrar muy fácil su tarea. Los dos
nos enamoramos de ella en seguida. Y a los dos nos dio la cosa muy
fuerte. Era la primera sombra que jamás se había interpuesto entre
nosotros, no obstante lo cual, nuestra amistad no se debilitó. Estoy
convencido de que cada uno de nosotros estaba dispuesto a echarse
a un lado y dejar que triunfara el otro. Pero no era eso lo que ella
quería. Algún tiempo después me pregunté por qué había sido, ya
que el hijo único de sir Lorenzo Eardsley resultaba un magnífico
partido. La verdad era, sin embargo, que ella estaba casada ya, con
una especie de clasificador de piedras, empleado en De Beers...,
aunque nadie tenía el menor conocimiento de ello. Fingió interesarse
enormemente por nuestro descubrimiento y nosotros se lo contamos
todo, y hasta le enseñamos los diamantes. Dalila..., ¡ése debía de
haber sido su nombre! Y supo desempeñar muy bien su papel.
»Fue descubierto el robo cometido en De Beers, y la policía cayó
sobre nosotros como un alud. Se apoderaron de nuestros diamantes.
Al principio nos reímos... ¡era tan absurdo aquello! Luego los
diamantes fueron presentados ante el tribunal. Y no cabía la menor
duda de que se trataba de las piedras robadas en De Beers... Anita
Grünberg había desaparecido. Había logrado hacer la sustitución con
mucha habilidad, y cuando dijimos que aquéllas no eran las piedras
que nosotros habíamos tenido, se burlaron.
»Sir Lorenzo Eardsley tenía una influencia enorme. Consiguió que se
retirara la acusación. Pero no consiguió con ello que se borrara la
mancha que había caído sobre el nombre de los dos jóvenes y por
poco se le partió el corazón. Tuvo una entrevista con su hijo, en la
que le colmó de increíbles reproches. Había hecho todo lo posible por
salvar el nombre de la familia; pero desde aquel día, su hijo había
dejado de serlo. Renegaba de él por completo. Y el joven, orgulloso,
de un amor propio exagerado, guardó silencio, negándose a protestar
de su inocencia en vista de la incredulidad del padre. Salió furioso de
la entrevista. Su amigo le estaba aguardando. Una semana más tarde
se declaró la guerra. Los dos amigos se alistaron juntos. Ya sabes lo
que sucedió. El mejor amigo que haya tenido jamás hombre alguno
halló la muerte, en parte, por su temeraria locura. Se empeñó en
correr riesgos innecesarios. Murió con el nombre deshonrado...
»Te juro, Anita, que si le guardé rencor a la mujer fue principalmente
por mi amigo. A él le había afectado mucho más profundamente que
a mí. Yo había estado locamente enamorado de ella durante un
momento..., hasta creo que yo la asustaba a veces. En el caso de él,
sin embargo, el sentimiento era menos vehemente aunque más
profundo. Había sido para él el mismo centro del Universo... el eje
alrededor del cual giraban todos sus anhelos. Su traición le arrancó
las mismísimas raíces de la existencia. El golpe le aturdió, le dejó
paralizado.
Enrique hizo una pausa. Después de un par de minutos, prosiguió:
—Como sabes, se me dio por «desaparecido, presuntamente
muerto». Jamás me molesté en corregir el error. Tomé el nombre de
Parker y me vine a esta isla, que conocía de antiguo. Al principiar la
guerra había tenido la esperanza y la ambición de demostrar mi
inocencia; pero luego, mi espíritu pareció haber muerto. Me decía:
«¿De qué sirve?» Mi amigo había muerto. Ni él ni yo teníamos
pariente alguno vivo a quien pudiera importarle. A mí se me creía
muerto también. Que siguieran creyéndolo. Llevé una existencia
apacible aquí, ni feliz ni desgraciada. Tenía entumecida la facultad de
sentir. Ahora comprendo, aunque no me di cuenta de ello por
entonces, que tal sensación era, en parte, el resultado lamentable
producido por la guerra.
»Un día, sin embargo, sucedió algo que me despertó de nuevo. Había
accedido a llevar a un grupo de gente en mi canoa automóvil río
arriba y estaba de pie en el embarcadero ayudándolos a subir a
bordo, cuando uno de los hombres soltó una exclamación de
sobresalto. Me fijé en él. Era un hombrecillo pequeño, delgado, con
barba, y que me estaba mirando con la misma expresión que si viera
a un fantasma. Tan profunda era su emoción, que despertó mi
curiosidad, hice averiguaciones en el hotel y descubrí que se llamaba
Carton, que era oriundo de Kimberley y que trabajaba de clasificador
de diamantes en las minas de De Beers. Entonces renació en mí la
antigua sensación de agravio. Abandoné inmediatamente la isla y me
marché a Kimberley.
«Pude descubrir muy poco más de él, no obstante. Acabé por decidir
entrevistarme con él aunque fuera a la fuerza. Me llevé el revólver.
Lo poco que había visto de él me había bastado para darme cuenta
de que era un cobarde. En cuanto nos encontramos cara a cara, vi
que me tenía miedo. No me costó trabajo obligarle a decirme cuanto
sabía. Él había tenido parte en el robo y Anita Grünberg era su
esposa. Nos había visto una vez a los dos cuando comíamos con ella
en el hotel y como leyera más tarde la noticia de mi muerte, le había
causado sobresalto verme, de pronto, en las Cataratas. Anita y él se
habían casado muy jóvenes; pero la mujer no había tardado en
separarse de su esposo. Había caído en mala compañía, según él. Fue
entonces cuando oí hablar del «Coronel» por primera vez. Carton no
había tomado parte en ningún asunto más que aquél. Me lo juró con
toda solemnidad. Y me incliné a creerle. Era demasiado cobarde para
poder triunfar como criminal.
»Se me antojaba a mí que aún me estaba ocultando algo. Para
comprobarlo, amenacé con meterle un tiro allí mismo; diciéndole que
me importaba muy poco lo que fuera de mi vida. Loco de terror, me
contó otra historia. Parece ser que Anita Grünberg no se fiaba del
todo del «Coronel». Al fingir entregarle todas las piedras que había
hallado en el hotel, retuvo algunas en realidad. Carton, gracias a sus
conocimientos técnicos, supo aconsejarle cuáles quedarse. Si fueran
presentadas aquellas piedras alguna vez, eran tales su color y
calidad, que sería muy fácil identificarlas y los expertos de De Beers
reconocerían inmediatamente que aquellos diamantes jamás habían
pasado por sus manos. De esa manera, habría pruebas de que la
sustitución que habíamos alegado era un hecho, mi nombre quedaría
rehabilitado y las sospechas recaerían sobre quien correspondiese.
Entendí que, contrario a su costumbre, el propio «Coronel» había
tomado parte activa en el asunto. Por consiguiente, Anita estaba
segura de que poseía un arma contra él si algún día la necesitaba.
Carton me propuso entonces que llegara a un acuerdo con Anita
Grünberg, o Nadina, como se hacía llamar ahora. El opinaba que
estaría dispuesta, a cambio de una buena cantidad de dinero, a
entregar las piedras y traicionar a su jefe, le cablegrafiaría
inmediatamente.
»Yo seguía desconfiando de Carton. Era hombre fácil de asustar, pero
de los que en su terror, diría tantas mentiras que costaría un trabajo
enorme saber qué detalle creer. Volví al hotel y aguardé. A la tarde
siguiente, calculé que ya habría tenido tiempo de recibir respuesta a
su cablegrama. A mí me olió mal la cosa. Descubrí, justamente a
tiempo, que en realidad iba a salir para Inglaterra a bordo del Castillo
de Kilmorden que zarpara de Ciudad de El Cabo un par de días más
tarde. Aún me quedaba tiempo de hacer el viaje a Ciudad de El Cabo
y embarcar en el mismo vapor y seguir mis averiguaciones.
»No tenía la menor intención de alarmar a Carton dejándome ver a
bordo. Había tomado parte en muchas representaciones teatrales
durante mis días universitarios y no me costó gran trabajo
transformarme en un caballero barbudo de edad madura. Esquivé
cuidadosamente a Carton en el barco, permaneciendo en mi
camarote todo el tiempo posible, so pretexto de indisposición.
»Le seguí sin dificultad cuando llegamos a Londres. Se fue derecho a
un hotel y no salió hasta el día siguiente. Yo iba detrás de él. Marchó
a las oficinas de un corredor de fincas de Knightsbridge. Allí pidió
pormenores de las casas que hubiera por alquilar a orillas del río.
»Yo me acerqué a otra mesa a preguntar por una casa también. De
pronto entró Anita Grünberg, Nadina... o lo que quieras llamarla.
Soberbia, insolente y casi tan bella como siempre. ¡Dios! ¡Cómo la
odiaba! Hela aquí, la mujer que había obrado mi ruina y que había
sido también la ruina de un hombre mejor que yo. En aquel momento
hubiese sido capaz de asirla por el cuello y estrangularla milímetro a
milímetro. Durante unos instantes me cegué. Fue la voz de ella la que
oí a continuación... alta y clara, y con un acento extranjero
exagerado: La Casa del Molino, Marlow, propiedad de sir Eustace
Pedler. Suena como si pudiera ser lo que busco. Sea como fuere, voy
a visitarla.
»El agente le extendió la orden y ella volvió a salir, con sus aires
insolentes y de reina. No habla dado la menor muestra de reconocer
a Carton. No obstante, estaba convencido de que aquel encuentro allí
obedecía a un plan preconcebido. Entonces fui un poco precipitado en
mis conclusiones. Como no sabía que sir Eustace estaba en Carmes,
creí que aquella busca de casa era simple pretexto para entrevistarse
con él en la Casa del Molino. Yo sabía que él había estado en África
del Sur por la época del robo y, no habiéndole visto jamás, llegué a la
conclusión que él debía de ser el misterioso «Coronel» del que tanto
había oído hablar.
»Seguí a mis dos sospechosos por Knightsbridge. Nadina entró en el
Hotel de Hyde Park. Apreté el paso y entré tras ella. Se metió en el
restaurante y decidí no correr el riesgo de que me reconociera en
aquellos instantes, sino continuar siguiendo a Carton. Tenía grandes
esperanzas de que iba a buscar los diamantes y de que, sí me
presentaba yo de pronto y me daba a conocer cuando menos lo
esperase, tal vez consiguiera hacerle decir la verdad completa. Le
seguí a la estación del «Metro» de Hyde Park Corner. Lo vi solo a un
extremo del andén. Había una muchacha cerca de él; pero nadie
más. Decidí abordarle allí mismo. Ya sabes lo que ocurrió. La sorpresa
de ver allí a un hombre a quien creía en África del Sur le hizo perder
la cabeza y retroceder. Siempre había sido un cobarde. So pretexto
de ser médico, conseguí registrarle los bolsillos. Llevaba una cartera
con billetes y un par de cartas sin importancia, un rollo de película
que debí dejar caer en alguna parte más tarde, y un papel en que se
daba una cita para el veintidós a bordo del Castillo de Kilmorden. En
mis prisas por alejarme antes de que me parase nadie, dejé caer el
papel en cuestión también, pero por fortuna recordé las cifras.
Entré en el guardarropa más cercano y me quité apresuradamente la
caracterización. No tenía el menor deseo de que se me echara el
guante por haber registrado y confiscado algunas cosas a un cadáver.
Luego volví al Hotel Hyde Park. Nadina estaba comiendo aún. No es
preciso que describa detalladamente cómo la seguí hasta Marlow.
Entró en la casa y yo hablé con la mujer del pabellón, fingiendo que
acompañaba a Nadina. A continuación entré yo también.
Calló. Hubo un silencio cargado de electricidad.
—Me creerás, Anita, ¿verdad? Te juro ante Dios que lo que voy a
decirte es verdad. Entré en la casa tras ella con pensamientos
homicidas. Y... ¡la encontré muerta! Estaba en el cuarto del primer
piso... ¡Dios! Fue horrible. Muerta... Y no había ni rastro de ninguna
otra persona en la casa. Me di cuenta en seguida, claro está, de la
terrible situación en que me hallaba. Mediante un golpe maestro, la
presunta víctima del chantaje había logrado deshacerse de la
chantajista y suministrar, al propio tiempo, otra víctima a quien
pudiera achacársele el crimen. Se veía bien clara la mano del
«Coronel» en todo aquello. Por segunda vez era yo víctima suya.
¡Imbécil de mí, que tan fácilmente me había metido en una trampa!
«Apenas sé lo que hice a continuación. Logré salir de la finca con
aspecto relativamente normal; pero comprendí que no tardaría en
descubrirse el crimen y ser telegrafiada mi descripción a todas partes.
«Permanecí escondido unos días sin atreverme a moverme. Por
último, la casualidad vino en mi ayuda. Sorprendí una conversación
entre dos hombres de edad madura en plena calle. Uno de ellos
resultó ser sir Eustace Pedler. Se me ocurrió inmediatamente la idea
de irme con él como secretario. El fragmento de conversación que
había oído me proporcionó el medio de conseguirlo. Ya no estaba yo
tan seguro de que sir Eustace Pedler fuera el «Coronel». Quizá se
habría escogido su casa como punto de cita por azar... o por algún
motivo que yo no lograba desentrañar pese a mi mucho reflexionar.
—¿Sabías tú —le interrumpí— que Guy Pagett se hallaba en Marlow el
día del asesinato?
—Así queda aclarado entonces. Yo le hacía en Cannes con sir Eustace.
—Se le suponía en Florencia..., pero, desde luego, allí no estuvo
jamás. Estoy casi segura de que se hallaba en Marlow. Sólo que,
claro está, no puedo demostrarlo.
—¡Y pensar que nunca sospeché de Pagett ni un instante hasta la
noche en que intentó tirarte al mar! Ese hombre es un actor
maravilloso.
—¿Verdad que sí?
—Así se explicaba que se escogiera la Casa del Molino. Seguramente
Pagett podría entrar en ella y salir, sin ser observado. Es natural,
además, que no se opusiera a que yo acompañase a sir Eustace a
bordo. En efecto, Nadina no se presentó en el lugar de la cita con los
diamantes, como habían esperado que hiciese. Me figuro que, en
realidad, sería Carton quien los tuviera y que los habría escondido a
bordo del Kilmorden, así se explica su parte en el asunto. Esperaban
que pudiera tener yo algún indicio del lugar en que se hallaban
escondidos. Mientras el «Coronel» no consiguiera apoderarse de los
diamantes, seguiría corriendo peligro... Por eso tenía tantos deseos
de apoderarse de ellos costara lo que costase. Lo que no sé es dónde
demonios los escondería Carton, si es que de veras los escondió.
—Eso es una historia aparte —anuncié yo—. La mía. Y te la voy a
contar ahora mismo. Escúchame con atención.
CAPITULO -- XXVII
Enrique escuchó atentamente mientras narré todos los
acontecimientos que he relatado ya en estas páginas. Lo que más le
aturdió y sorprendió fue el saber que, durante todo aquel tiempo, los
diamantes habían estado en mis manos o, mejor dicho, en las de
Susana. Era una cosa que jamás se le había ocurrido sospechar
siquiera. Claro está, después de conocer su historia, comprendí el por
qué de la combinación de Carton, o la de Nadina más bien, puesto
que estaba segura que ella habría sido la que concibiera el plan.
Jamás conseguiría nadie apoderarse de las piedras atacándola a ella o
a su esposo. El secreto había muerto con ella y no era fácil que el
«Coronel» adivinase que se hallaban bajo la custodia del mayordomo
de un barco.
Parecía seguro ya que Enrique podría demostrar su inocencia en el
asunto del robo de los diamantes. Era la otra y más grave acusación
la que paralizaba todas nuestras actividades. Porque según estaban
las cosas, no podía salir al descubierto a defenderse.
Vez tras vez volvimos al mismo punto: la identidad del «Coronel».
¿Era Guy Pagett o no lo era?
—Yo diría que lo es, de no ser por una cosa —dijo Enrique—. Parece
bastante seguro que fue Pagett quien asesinó a Anita Grünberg en
Marlow..., cosa que indudablemente da color a la suposición de que el
«Coronel» es él, puesto que lo que pretendía Anita no era cosa que
pudiera discutirse con un subordinado. No; la única cosa que pugna
contra esa teoría es el intento de quitarte a ti del paso la noche de tu
llegada aquí. Viste a Pagett quedarse atrás en Ciudad de El Cabo.
Hubiera sido completamente imposible que llegara aquí, por medio
alguno, antes del miércoles siguiente. Es muy improbable que tenga
emisarios por esta parte del mundo y todos sus planes tendían a
encargarse de ti en Ciudad de El Cabo. Hubiese podido, claro está,
cablegrafiar instrucciones a algún lugarteniente suyo de
Johannesburgo, que hubiera podido coger el tren de Rhodesia en
Mafeking. Pero tendrían que haber sido muy claras y concretas las
instrucciones que recibiera para que pudiese escribir la nota que
recibiste.
Guardamos silencio unos instantes. Luego dijo Enrique, muy
despacio:
—¿Dices que la señora Blair estaba dormida cuando abandonaste el
hotel, y que oíste a sir Eustace dictarle a la señorita Pettigrew?
¿Dónde estaba el coronel Race?
—No pude encontrarle en ninguna parte.
—¿Tenía algún motivo para creer que... tú y yo pudiésemos tener
amistad?
—Puede haberlo tenido —respondí, pensativa, recordando nuestra
conversación en los Matoppos. Es un hombre de personalidad muy
fuerte —proseguí—; pero no se ajusta a la idea que yo me he
formado del "Coronel". Y de todas formas, semejante idea resultaría
ridícula. Pertenece al Servicio Secreto.
—¿Cómo lo sabes? Es la cosa más fácil del mundo insinuar una cosa
así. Nadie lo contradice y el rumor se propaga hasta que todo el
mundo lo toma por el Evangelio. Proporciona una excusa para toda
suerte de actos dudosos. Ana, ¿te es simpático Race?
—Me lo es... y no me lo es. Me repele y al mismo tiempo me fascina.
Pero una cosa sé: siempre le tengo algo de miedo.
—No sé si lo sabes —anunció Enrique, despacio—, pero estaba en
África del Sur por el tiempo en que se cometió el robo.
—¡Si fue él quien le contó a Susana la historia del «Coronel» y le dijo
que había estado en París intentando ponerse sobre la pista!
—Enmascaramiento y muy ingenioso, por cierto.
—¿Qué papel desempeña Pagett en el asunto entonces? ¿Trabajaba a
sueldo de Race?
—Quizá —anunció Enrique deliberadamente— no desempeñe ningún
papel.
—¿Cómo?
—Haz memoria, Anita. ¿Oíste alguna vez la versión que dio Pagett de
lo sucedido aquella noche a bordo del Kilmorden?
—Sí; por boca de sir Eustace.
Repetí la historia. Enrique me escuchó atentamente.
—Vio a un hombre que venía, al parecer, del camarote de sir Eustace
y le siguió a cubierta. ¿Es lo que dice él? Y, ¿quién tenía el camarote
de enfrente al de sir Eustace? El coronel Race. Supongo que el
coronel Race subió a cubierta, y al fallarle su ataque contra ti, dio la
vuelta y se encontró con Pagett que salía en aquel momento por la
puerta del salón. Le derriba de un puñetazo y se mete dentro,
cerrando la puerta. Llegamos nosotros y encontramos a Pagett caído.
¿Qué te parece?
—Olvidas que declaró positivamente que fuiste tú quien le derribó.
—Bueno, pues suponte que en el preciso instante en que recobra el
conocimiento me ve a mí desaparecer a lo lejos. ¿No daría por
sentado que era yo su atacante? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que
había creído, desde el primer momento, que era yo la persona a
quien había estado siguiendo con afán?
—Es posible, sí —contesté—. Pero eso cambia todas nuestras ideas. Y
hay otras cosas.
—La mayoría de ellas son fáciles de explicar. El hombre que te siguió
en Ciudad de El Cabo le habló a Pagett. Y éste consultó su reloj. Cabe
la posibilidad de que aquel hombre sólo le estuviera preguntando la
hora.
—¿Que fue nada más que una simple coincidencia, quieres decir?
—No, precisamente. Hay método en todo esto. Parece existir un plan
para relacionar a Pagett con el asunto. ¿Porqué se escogió la Casa del
Molino para el asesinato? ¿Sería porque Pagett había estado en
Kimberley cuando se robaron los diamantes? ¿Le hubiesen cargado a
él con la responsabilidad del crimen de no haberme presentado yo
tan providencialmente en escena?
—Así, pues, ¿tú crees que puede ser completamente inocente?
—Así parece. Pero si eso es cierto, tenemos que averiguar lo que
estaba haciendo en Marlow. Si puede dar una explicación razonable
de eso, estamos sobre la pista verdadera.
Se puso en pie.
—Es más de medianoche. Acuéstate, Ana, y duerme un poco. Un
poco antes del amanecer, te cruzaré en la canoa. Es preciso que
tomes el tren de Livingstone. Tengo allí un amigo que te ocultará
hasta que salga el tren. Ve a Bulawayo y coge el tren para Beira.
Puedo averiguar por medio de mi amigo de Livingstone qué está
sucediendo en el hotel y dónde están tus amigos ahora.
—Beira —dije, pensativa.
—Sí, Ana. Has de ir a Beira. Éste es trabajo de hombres. Déjalo de mi
cuenta.
La emoción nos había dejado momentáneamente mientras
discutíamos la situación; pero ahora volvió a apoderarse de nosotros.
Ni siquiera nos miramos.
—Está bien —dije.
Y entré en la cabaña.
Me eché sobre las pieles del lecho; pero no me dormí. Oí a Enrique
Rayburn pasearse de un lado para otro, hora tras hora. Por fin me
llamó.
—Vamos, Ana. Es hora de marchar.
Me levanté y salí, obediente. Todavía era de noche, pero sabía que no
tardaría en amanecer.
—Usaremos el bote, no la canoa automóvil —empezó a decir Enrique.
Y calló de pronto, alzando la mano.
—¡Chitón! ¿Qué es eso?
Escuché. No pude oír nada. Tenía él más agudo el oído que yo, sin
embargo; el oído del hombre que ha vivido mucho tiempo en las
grandes soledades. No tardé en oír yo también el leve rumor de
canaletes al introducirse en el agua. Procedía de la ribera derecha del
río y se aproximaba a nuestro embarcadero.
Escudriñamos la oscuridad y distinguimos un bulto sobre la superficie
del agua. Era una embarcación. Luego surgió una llamarada. Alguien
había encendido una cerilla. A su resplandor reconocí a un hombre: al
holandés barbirrojo del chalet de Muizenberg. Los demás eran
indígenas.
—¡Aprisa! ¡A la cabaña!
Me empujó hacia dentro. Descolgó de la pared un par de escopetas y
un revólver.
—¿Sabes cargar un rifle?
—Nunca lo he hecho. Enséñame cómo se hace.
Aprendí en seguida. Cerramos la puerta y Enrique se colocó juntó a la
ventana que daba hacia el embarcadero.
El bote estaba a punto de atracar.
—¿Quién va? —preguntó Enrique con su sonora voz.
Cualquier duda que hubiéramos podido tener acerca de las
intenciones de nuestros visitantes se disiparon en seguida. Una lluvia
de balas cayó a nuestro alrededor. Afortunadamente ninguna de ellas
nos dio. Enrique alzó la escopeta. Sonó una detonación. Y otra. Y
otra. Oí dos gemidos y un chapuzón.
—Eso les ha dado algo en qué pensar —murmuró sombrío, alargando
la mano hacia la otra escopeta—. Procura permanecer bien al fondo
por lo que más quieras, Ana. Y carga aprisa.
Más proyectiles. Uno le rozó la mejilla a Enrique. Los disparos con
que él contestó fueron más certeros que los del enemigo. Yo tenía ya
cargada la escopeta cuando se volvió a cogerla. Me rodeó con el
brazo izquierdo, me estrechó contra su pecho y me besó con
ferocidad antes de volverse hacia la ventana otra vez. De pronto
lanzó un grito.
—Se van... Ya han recibido bastante. Resultan un blanco magnífico
allá en el agua, y no pueden ver cuántos somos. Están derrotados de
momento. Pero volverán. Tendremos que prepararnos para recibirlos.
Dejó caer la escopeta y se volvió hacia mí.
—¡Ana! ¡Hermosa! ¡Maravillosa! ¡Reina! Valiente como una leona.
¡Pelinegra hechicera!
Me tomó entre sus brazos; me besó el cabello, los ojos, la boca.
—Y ahora al navío —dijo, soltándome de pronto—. Saca esas latas de
petróleo.
Hice lo que me mandaba. Él estaba ocupado dentro de la cabaña. A
los pocos momentos le vi en el tejado, arrastrándose con algo en
brazos. Se reunió conmigo un par de minutos más tarde.
—Baja a la embarcación. Tendremos que transportarla al otro lado de
la isla.
Recogió el petróleo al desaparecer yo.
—Vuelven —dije en voz baja.
Había visto destacarse una mancha en la ribera opuesta.
Bajó corriendo a mi lado.
—Justamente a tiempo. Pero..., ¿dónde diablos está el bote?
Habían cortado las amarras de los dos. Enrique emitió un leve silbido.
—Nos encontramos en un trance apurado, querida. ¿Te asusta?
—No; a tu lado, no.
—Ah. Pero el morir juntos no es muy divertido. Haremos algo mejor
que eso. Fíjate..., son dos botes llenos esta vez. Van a desembarcar
en dos puntos distintos. Ahora vamos a ver el resultado de mi
pantomima.
No había hecho más que decirlo, cuando surgió una llamarada de la
cabaña. Su luz iluminó a dos figuras agazapadas sobre el tejado.
—Mi ropa vieja..., llena de trapos..., pero tardarán en darse cuenta
de ello. Vamos, Ana, tenemos que recurrir a medios desesperados.
Cruzamos la isla a todo correr, asidos de la mano. Sólo un estrecho
canal de agua la separaba de la ribera por aquel lado.
—Tenemos que cruzar a nado. ¿Sabes nadar, Ana? Aunque no
importa. Puedo llevarte yo. Es mal sitio para una embarcación..., hay
demasiadas rocas. Pero es el mejor sitio para atravesar a nado... y el
lado que hemos de alcanzar para ir a Livingstone.
—Sé nadar un poco..., más distancia de ésa. ¿En qué consiste el
peligro, Enrique? (Porque había notado su expresión.) ¿Tiburones?
—No, boba. Los tiburones viven en el mar, pero eres perspicaz, Ana.
Cocodrilos..., ése es el peligro.
—¿Cocodrilos?
—Sí; no pienses en ellos... o reza, según te dé, cuando nades.
Nos echamos al agua. Mis oraciones debieron de ser eficaces, porque
llegamos a la otra orilla sin incidentes y salimos del río chorreando.
—Ahora a Livingstone. Es duro el camino, me temo. Y el llevar la ropa
mojada no nos ayudará. Pero hay que hacerlo.
Aquella caminata fue una verdadera pesadilla. La falda mojada me
azotaba las piernas y se adhería al pie. Las espinas no tardaron en
hacerme trizas las medias. Por fin me detuve, completamente
agotada. Enrique volvió a mi lado.
—Animo, querida. Te llevaré un poco.
Así entré en Livingstone... echada a un hombro como un saco de
patatas. No sé cómo pudo conmigo tanto rato y por semejante
camino. Empezaba a rayar la aurora. El amigo de Enrique era un
joven de veinte años, propietario de una tienda de curiosidades
indígenas. Se llamaba Ned1. Quizá tuviera otro nombre, pero yo
jamás lo oí. No pareció sorprenderse lo más mínimo al ver entrar a
Enrique chorreando y con una mujer, no menos calada, de la mano.
Los hombres son maravillosos.
Nos dio de comer, y café caliente, y nos puso a secar la ropa
mientras nos envolvíamos en mantas de Manchester, de colores
chillones. En la minúscula trastienda no corríamos el menor peligro de
ser vistos, mientras iba él a investigar qué había sido de sir Eustace y
sus amigos, y averiguar si había quedado alguno de ellos en el hotel.
Fue entonces cuando le informé a Enrique que nada del mundo me
induciría a ir a Beira. Jamás había tenido la menor intención de ir de
todas formas. Ahora por añadidura, toda razón de marchar allí había
desaparecido. El objeto del plan había sido conseguir que mis amigos
1 Uno de los diminutivos de Eduardo. (N. del T.)
siguieran creyéndome muerta. Ahora que sabían que no lo estaba, de
nada serviría que marchase a Beira. Ningún trabajo les costaría
seguirme hasta allí y asesinarme tranquilamente. No tendría a nadie
que me protegiera. Se acordó, por fin, que me reuniera con Susana,
donde quiera que se encontrase, y que dedicara todas mis energías a
cuidarme. No debía, con pretexto alguno, buscar aventuras ni
intentar dar jaque al «Coronel».
Mi obligación era permanecer tranquilamente al lado de Susana y
aguardar instrucciones de Enrique. Los diamantes habían de
depositarse en el Banco de Kimberley a nombre de Parker.
—Hay otra cosa —dije pensativa—; debiéramos tener una clave o
algo así. No conviene correr el riesgo de que se nos vuelva a engañar
con mensajes falsos.
—Eso es muy fácil. Todo mensaje que proceda genuinamente de mi,
contendrá la conjunción «y» tachada.
—Todo lo que no lleve la marca registrada es una burda imitación —
murmuré—. ¿Y los telegramas?
—Cualquier telegrama mío irá firmado por «Andy».
—El tren llegará pronto ya, Enrique —dijo Ned, asomando la cabeza y
volviéndola a retirar inmediatamente.
Me puse en pie.
—Y, ¿he de casarme con un hombre formal, bueno y trabajador si lo
encuentro? —pregunté, humildemente.
—¡Dios! —exclamó—: Como llegues a casarte alguna vez con uno que
no sea yo, Anita, le retuerzo el pescuezo. En cuanto a ti...
—¿Qué? —pregunté, agradablemente excitada en espera de su
respuesta.
—¡Te llevaré conmigo y no dejaré un hueso sano en tu cuerpo!
—¡Qué marido más delicioso he escogido! —murmuré satíricamente—
Y, ¡cómo cambia de opinión de la noche a la mañana!
CAPITULO -- XXVIII
Extracto del diario de sir Eustace Pedler
Como ya observé en otra ocasión, soy esencialmente un hombre de
paz. Añoro una vida tranquila; y eso es precisamente lo que no
parece haber manera de que obtenga. Siempre me encuentro en el
centro de tempestades y alarmas. El alivio que experimenté al
separarme de Pagett y sus aficiones a meterse en todo fue enorme y
la señorita Pettigrew es indudablemente una mujer muy útil. Aunque
no tiene nada de hurí, posee aptitudes y facultades de incalculable
valor. Es cierto que me molestó un poco el hígado en Bulawayo y que
me porté como un oso; pero sírvame de adicional excusa que pasé
una noche agitada en el tren. A las tres de la madrugada un joven
exquisitamente vestido, que parecía el protagonista de una opereta
del Oeste, penetró en mi compartimiento y me preguntó que dónde
iba. Sin hacer caso de mi primer murmullo de «Té... y por lo que más
quiera, démelo sin azúcar», repitió su pregunta, haciendo resaltar el
hecho de que no era un camarero, sino un funcionario del
Departamento de Inmigración.
Logré convencerle por fin de que no padecía enfermedad contagiosa
alguna; de que visitaba Rhodesia con las intenciones más puras del
mundo e incluso satisfice su curiosidad hasta el punto de darle mi
nombre y apellido y decirle cuál era mi lugar de nacimiento. A
continuación intenté dormir un poco; pero un idiota bien intencionado
me despertó a las cinco y media para darme una taza de azúcar
líquido a la que él llamaba té. No creo que se la tirara a la cabeza;
pero sé que eso era lo que tenía ganas de hacer. Me trajo té sin
azúcar, frío por completo, a las seis, y entonces me quedé dormido,
completamente exhausto para despertarme de nuevo en las afueras
de Bulawayo y verme cargado con una jirafa de madera, de mil
demonios, que era todo patas y cuello.
Si exceptuamos estos contratiempos, toda había marchado la mar de
bien. De pronto, ocurrió una nueva calamidad.
Fue la noche de nuestra llegada a las Cataratas. Estaba dictándole a
la señorita Pettigrew en mi salita, cuando la señorita Blair irrumpió
súbitamente en el cuarto sin una palabra de excusa y vestida de una
manera bastante comprometedora.
—¿Dónde está Anita? —exclamó.
Bonita pregunta que hacer. Como si yo fuera responsable de la
muchacha. ¿Qué esperaba ella que creyese la señorita Pettigrew?
¿Qué tenía la costumbre de sacarme a Anita Beddingfeld del bolsillo a
eso de medianoche? Muy comprometedor para un hombre de mi
posición social.
—Supongo —le respondí con frialdad— que se encuentra en su lecho.
Carraspeé y miré a la señorita Pettigrew, para darle a entender que
estaba dispuesto a continuar dictando. Confiaba que la señora Blair
sabría comprender la indirecta. No hizo tal cosa. En lugar de irse, se
dejó caer en una silla y movió un pie enzapatillado con agitación.
—No está en su cuarto. He estado allí. Tuve un sueño... un sueño
horrible... Soñé que corría un horrendo peligro. Me levanté y me dirigí
a su cuarto, nada más por tranquilizarme. No estaba allí y la cama
estaba sin deshacer.
Me miró suplicante.
—¿Qué hago, sir Eustace?
Reprimí el deseo de contestar: «Váyase a la cama y no se preocupe.
Una joven como Anita Beddingfeld sabe cuidarse divinamente sin
ayuda de nadie.» Fruncí el entrecejo.
—¿Qué dice Race a todo esto?
—¿Por qué había de librarse Race de que le importunasen? ¡Que
sufriera algunos de los inconvenientes, así como de las ventajas de la
sociedad femenina!
—No le encuentro por parte alguna.
Era evidente que pensaba pasarse la noche en vela. Suspiré y me
senté a mi vez.
—No veo yo qué motivos tiene usted para agitarse de esa manera —
dije, haciendo alarde de paciencia.
—Mi sueño...
—¡Las especias que nos pusieron en la cena!
—¡Oh, sir Eustace!
La mujer se indigno de verdad. Y, sin embargo, todo el mundo sabe
que las pesadillas son consecuencia de la falta de moderación en las
comidas.
—Después de todo —continué persuasivo—, ¿por qué no han de salir
Ana Beddingfeld y el coronel Race a dar un paseíto sin que se
alborote el hotel por ello?
—¿Usted cree que han salido a dar un paseo juntos? ¡Si son más de
las doce!
—Cuando uno es joven —murmuré— hace esas tonterías... Aun
cuando Race es indudablemente lo bastante viejo para tener un poco
más de sentido común.
—¿De veras cree usted eso?
—Nada me extrañaría que hubiesen huido juntos con el propósito de
hacer una boda romántica —proseguí, consolador, aunque me daba
perfecta cuenta de que estaba diciendo una estupidez.
Porque después de todo, en un lugar como éste, ¿adonde puede uno
huir?
No sé cuánto tiempo más me hubiese pasado diciendo sandeces de
no haber entrado en aquel momento Race. Yo había tenido razón en
parte por lo menos; él había salido a dar un paseo; pero no se había
llevado a Anita consigo. No obstante, yo no había sabido hacer frente
como era debido a la situación. No tardaron en demostrármelo. Race
volvió el hotel del revés en tres minutos. Jamás he visto hombre más
disgustado.
El suceso es extraordinario. ¿A dónde marchó la muchacha? ¿Salió
del hotel completamente vestida, a eso de las once menos diez, y ya
no se la volvió a ver? La idea de que haya podido suicidarse parece
imposible. Era una de esas jóvenes enérgicas que están enamoradas
de la vida y que no tienen la menor intención de abandonarla. No
había tren alguno, en ninguna dirección, hasta el mediodía de
mañana. Conque no puede haber abandonado el lugar. ¿Dónde
diablos puede haberse metido entonces?
Race estaba completamente fuera de sí, ¡pobre hombre! No ha
perdonado medida alguna. Todos los comisarios del distrito o como
quiera que se llamen, en centenares de millas a la redonda, han sido
movilizados. Los indígenas especializados en seguir huellas han
corrido por todas partes a cuatro patas. Todo lo que puede hacerse se
está haciendo. Pero sin hallarse rastro de Ana Beddingfeld. La teoría
que más partidarios halla es la de que era sonámbula. Hay señales en
el camino, cerca del puente, que parecen indicar que la muchacha se
despeñó con toda deliberación. Si eso es cierto, tiene que haberse
hecho pedazos contra las rocas del fondo. Por desgracia, un grupo de
turistas al que se le ocurrió ir por allá a primera hora del lunes, borró
la mayor parte de las huellas.
No me parece a mí teoría muy satisfactoria. De joven siempre me
decían que los sonámbulos no podían hacerse daño, que el instinto
les protegía. No creo que la teoría le satisficiera a la señora Blair
tampoco.
No entiendo a esa mujer, a cambiado por completo su actitud hacia
Race. Le vigila ahora como el gato al ratón y le cuesta verdaderos y
evidentes esfuerzos el mostrarse cortés con él. ¡Con lo amigos que
eran! En conjunto, no parece la misma mujer. Se muestra nerviosa e
histérica y se sobresalta y da brincos al menor sonido. Empiezo a
creer que ya va siendo hora de que marche a Jo'burg.
Ayer corrió el rumor de que existía una isla misteriosa en la parte alta
del río y que en ella se hallaban un hombre y una mujer. Race se
excitó mucho. Resultó ser una falsa alarma, sin embargo. El hombre
vive en la isla desde hace muchos años y es muy conocido del
director del hotel. Conduce a grupos de turistas y les enseña
cocodrilos e hipopótamos. Creo que tiene un cocodrilo domesticado al
que le ha enseñado a morder trozos de la embarcación de vez en
cuando. Luego lo aparta con un bichero y los turistas adquieren el
convencimiento de que han llegado a un punto completamente
salvaje por fin. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo lleva la
muchacha allí, pero parece bastante claro que no puede tratarse de
Ana, y por delicadeza, a nadie le gusta meterse en los asuntos de los
demás. De hallarme yo en el lugar de esa joven, echaría a Race de la
isla a puntapiés, sin duda alguna, si se acercaba a hacerme preguntas
acerca de mis asuntos.
Más tarde.
Ha quedado acordado definitivamente que saldré para Johannesburgo
mañana. Race me insta a que lo haga. Las cosas se están poniendo
muy feas allí, según oigo decir, pero más vale que vaya antes de que
se pongan peor. Seguramente me pegará un tiro algún huelguista
después de todo. La señora Blair había de acompañarme; pero
cambió de opinión en el último instante y decidió quedarse en las
Cataratas. Parece como si no pudiera resignarse a perder de vista a
Race. Vino a verme esta noche y dijo, con cierto titubeo, que tenía
que pedirme un favor. ¿Querría hacerme cargo de las cosas que había
comprado para recuerdo?
—¿Los animales? —pregunté, alarmado.
Siempre he tenido el presentimiento de que acabarían cargándome
con ellos tarde o temprano.
A última hora, llegamos a un acuerdo. Me hice cargo de dos cajas de
madera pequeñas, que contenían artículos frágiles. Un almacén de
aquí se cuidará de empaquetar los animales en grandes cajas de
embalaje y de enviarlos a Ciudad de El cabo por tren, donde Pagett
mirará de hacerlas almacenar.
La gente encargada de empaquetarlos dice que son de una forma un
poco complicada y que habrá que hacer cajones especiales para ellos.
Le hice ver a la señora Blair que, para cuando regrese a su casa, los
animalitos en cuestión le habrán costado más de una libra esterlina
cada uno.
Pagett se consume de impaciencia por reunirse conmigo en Jo’burg.
Usaré las cajas de la señora Blair como excusa para obligarle a
permanecer en Ciudad de El Cabo. Le he escrito diciéndole que ha de
recibir las cajas en cuestión y cuidarse de que sean colocadas en
lugar seguro, porque contienen curiosidades de inmenso valor.
Conque todo está arreglado y la señorita Pettigrew y yo nos vamos
solitos. Y todo el que haya visto a la señorita Pettigrew reconocerá
que dicha dama no corre el menor peligro en mi compañía.
CAPITULO -- XXIX
Johannesburgo, 6 marzo
Hay algo en la situación de aquí, que dista mucho de ser saludable. Si
me es lícito emplear una frase que he leído con frecuencia, diré que
vivimos al borde de un volcán. Grupos de huelguistas (o de los
hombres que dicen serlo) patrullan por las calles y le dirigen a uno
miradas asesinas. Están escogiendo a los capitalistas para cuando
llegue la hora de la matanza, supongo. No puede uno ir en taxi. Si
uno monta, los huelguistas le vuelven a sacar. Y los hoteles nos
anuncian, agradablemente, que cuando se acabe la comida, nos
echarán a todos a la calle.
Me encontré con Reeves, mi amigo el laborista del Kilmorden,
anoche. Está más acobardado que hombre alguno que haya conocido
yo jamás. Se parece a toda esta gente. Todos ellos sueltan discursos
inflamatorios inacabables, con fines políticos exclusivamente. Y luego
se arrepienten de haberlos soltado. Anda la mar de ocupado ahora
corriendo de un lado para otro y diciendo que no es suya la culpa de
lo ocurrido en realidad. Cuando me encontré con él, estaba a punto
de marcharse a Ciudad de El Cabo, donde tiene la intención de soltar
un discurso en holandés, que durará tres días, justificándose y
haciendo resaltar que las cosas que él dijo querían decir algo
completamente distinto. Así, me alegro de no tener que sentarme en
los estrados de la Asamblea Legislativa de África del Sur. Bastante
mala es ya la Cámara de los Comunes; pero por lo menos, sólo
usamos un idioma y hay ciertas restricciones a lo que se refiere a la
longitud de los discursos. Cuando visité la Asamblea antes de salir de
Ciudad de El Cabo, escuché a un caballero entrecano, de bigote lacio,
que se parecía una barbaridad a la Tortuga de Alicia en el País de las
Maravillas. Desgranaba sus palabras, una por una, de una manera la
mar de melancólica. De vez en cuando lograba imbuirse de nuevas
energías para continuar hablando mediante una exclamación que
sonaba algo así como: Plat Skitl, y que pronunciaba con una
vehemencia que contrastaba con el resto de su discurso. Cuando lo
hacía, la mitad de su auditorio gritaba: «¡Guau! ¡Guau!», qué,
posiblemente, será el equivalente a «¡Bien!, bien!», en holandés. Y la
otra mitad se despertaba con sobresalto del agradable sueño que
había estado echando. Se me dio a entender que el caballero aquel
llevaba hablando tres días, por lo menos. Deben de tener la mar de
paciencia en África del Sur.
He inventado tareas sin fin para que Pagett no se mueva de Ciudad
de El Cabo; pero la fertilidad de mi imaginación ha acabado
agotándose y viene a reunirse conmigo mañana con el mismo ánimo
que el perro que acude a morir al lado de su amo. ¡Con lo bien que
marchaban mis «Reminiscencias»! ¡Había inventado unas cosas
extraordinariamente graciosas e ingeniosas que los cabecillas de la
huelga me habían dicho a mí, y que yo había dicho a los cabecillas de
la huelga!
Esta mañana se entrevistó conmigo un funcionario del Gobierno. Se
mostró cortés, persuasivo, y misterioso. Empezó haciendo alusión a
mi exaltada posición y a mi importancia. Y sugirió que me trasladara,
o me dejara trasladar por él a Pretoria.
—Así, pues, ¿espera usted jaleo? —pregunté.
La contestación que me dio estaba concebida en términos tales, que
nada en absoluto significaban. Conque deduje que esperaba que
hubiese jaleo muy serio. Le insinué que su Gobierno estaba dejando
que las cosas fuesen demasiado lejos.
—A un hombre —dijo sentenciosamente el otro— se le puede dejar
obrar libremente para que él mismo se eche la zancadilla.
—En efecto... en efecto...
—No son los huelguistas los que arman el jaleo. Existe una
organización que los azuza y apoya. Están entrando armas y
explosivos en grandes cantidades y hemos logrado apoderarnos de
ciertos documentos que derraman mucha luz sobre los métodos
empleados para importarlos. Tienen una clave especial «Patatas»
significa «detonadores»; «coliflor», «escopetas», otras legumbres
representan distintos explosivos.
—Es muy interesante todo esto —comenté.
—Aún hay más, sir Eustace: tenemos toda suerte de razones para
creer que el hombre que lo dirige todo, el genio organizador, se halla
actualmente en Johannesburgo.
Me miró con tal fijeza al decirlo, que empecé a temer que me creyera
a mí el genio en cuestión. Empecé a sudar al pensarlo y me arrepentí
de haber concebido la idea de inspeccionar una revolución miniatura.
—No funcionan trenes entre Jo'burg y Pretoria —continuó—; pero
puedo arreglar las cosas para que marche usted en automóvil
particular. Pero si le detuvieran por el camino, puedo suministrarle
dos pases distintos: un salvoconducto del Gobierno de la Unión y otro
en el que se diga que es usted un turista inglés que no tiene nada
que ver con la Unión.
—Uno para su gente y otro para los huelguistas, ¿verdad?
—Justo.
La idea no me hacía ni pizca de gracia. Ya sé lo que ocurre en casos
así. Se azora uno y se hace un lío. Entregaría el salvoconducto
equivocado y acabaría fusilado por un rebelde sanguinario, o por uno
de los partidarios de la Ley y el Orden a quienes veo de patrulla por
las calles, con sombrero hongo, fumando en pipa y con la escopeta
metida descuidadamente bajo el brazo. Además, ¿qué haría yo en
Pretoria? ¿Admirar la arquitectura de los edificios de la Unión
Sudafricana y escuchar el eco de los disparos, hechos en los
alrededores de Johannesburgo? ¿Quedaría encerrado allá, Dios sabe
cuánto tiempo? Tengo entendido que han volado la vía férrea ya. Y no
es como si pudiera uno echar un trago tranquilamente allí, por
añadidura. Hace dos días que proclamaron la ley marcial.
—Mi querido amigo —le contesté—; no parece usted darse cuenta de
que he venido a estudiar la situación en el Rand. ¿Cómo diablos
quiere que la estudie desde Pretoria? Agradezco su interés por mi
seguridad; pero no se moleste por mí. Nada me sucederá.
—Le advierto, sir Eustace, que la situación es seria.
—Si ayuno un poco, conservaré mejor la línea —respondí, con un
suspiro.
Fuimos interrumpidos por la llegada de un telegrama con mi nombre.
Lo leí con asombro:
«Anita sana y salva. Aquí conmigo en Kimberley. Susana Blair.»
No creo haber creído nunca en la aniquilación de Anita. Esa jovencita
parece singularmente indestructible. Se parece a esas pelotas
patentadas que da uno a los perros para que jueguen. Posee la
extraordinaria facultad de reaparecer siempre con la sonrisa en los
labios. Sigo sin comprender por qué tuvo necesidad de salir del hotel
a medianoche para ir a Kimberley. De todas formas, tampoco había
tren. Tendrá que haberse puesto un par de alas de ángel y haber
volado hasta allí. Y no supongo que llegue a explicármelo nunca.
Nadie da explicaciones, por lo menos a mí. Siempre tengo que
adivinar las cosas. Y resulta monótono cuando tiene uno que estar
haciendo siempre lo mismo. Con toda seguridad, ello obedecerá a las
exigencias del periodismo. «Cómo salté en bote las cataratas», por
Nuestra Enviada Especial.
Doblé el telegrama y me deshice de mi amigo gubernamental. No me
gusta la perspectiva de quedarme con hambre; pero no me alarma el
peligro que pueda correr. Smuts se basta y se sobra para acabar con
la revolución. Pero, daría una buena cantidad por algo que beber.
¿Tendrá Pagett suficiente sentido común para traer consigo una
botella de whisky cuando llegue mañana?
Me puse el sombrero y salí, con la intención de comparar unos
cuantos recuerdos. Las tiendas de curiosidades de Johannesburgo son
bastante agradables. Estaba contemplando un escaparate lleno de
objetos de arte, cuando un hombre que salía de la tienda tropezó
conmigo. Con gran sorpresa mía, resultó ser Race.
Confieso que no pareció muy encantado de verme. Mejor dicho, su
rostro reflejaba disgusto más que otra cosa; pero insistí en que me
acompañara al hotel. Me canso de no tener a nadie más que a la
señorita Pettigrew con quien poder hablar.
—No tenía la menor idea de que se hallara usted en Jo'burg —le dije
en tono de quien tiene muchas ganas de hablar—. ¿Cuándo llegó?
—Anoche.
—¿Dónde se aloja?
—Con amigos.
Mostró tendencia a ser extraordinariamente taciturno y pareció hallar
embarazosa mi pregunta.
—Espero que tendrán aves de corral —observé—. Resultará agradable
dentro de muy poco una dieta de huevos frescos y algún que otro
pollo viejo si es cierto todo lo que se dice.
—A propósito —dije, cuando nos hallamos de nuevo en el hotel—, ¿se
ha enterado de que la señorita Beddingfeld está viva y coleando?
El movió afirmativamente la cabeza.
—Nos dio un verdadero susto —proseguí—. Me gustaría saber a
dónde diablos fue aquella noche.
—Estuvo en la isla cuando la andábamos buscando.
—¿Qué isla? No será aquélla en que se encontraba el joven.
—Sí que lo es.
—¡Cuan bochornoso! —murmuré—. Pagett quedará escandalizado.
Jamás fue Anita Beddingfeld santo de su devoción. ¿Supongo que se
trataría del mismo joven con quien había tenido la intención de
reunirse en Durban primeramente?
—No lo creo.
—No me diga nada que no quiera decirme —le dije para animarle.
—Se me antoja que se trata de un joven al que todos quisiéramos
echar el guante.
—¿No será...? —exclamé con creciente excitación.
El movió afirmativamente la cabeza.
—Enrique Rayburn, alias Enrique Lucas... Este último es su verdadero
nombre en realidad. Se nos ha escapado a todos otra vez; pero
acabaremos atrapándole... y sin tardar mucho, por añadidura.
—¡Caramba, caramba! —murmuré.
—Sea como fuere, no creemos que la muchacha sea cómplice suya.
Por su parte sólo se trata de... una cuestión de amor.
Siempre me había parecido que Race estaba enamorado de Anita. La
forma en que dijo las últimas palabras confirmaron mis sospechas.
—Se ha marchado a Beira —prosiguió, con cierta precipitación.
—¿Sí? —respondí mirándole con fijeza—. ¿Cómo lo sabe usted?
—Me escribió desde Bulawayo anunciándome que regresaba a
Inglaterra por ese camino. Es lo mejor que puede hacer, pobre chica.
—No sé por qué me parece que no está en Beira —dije, pensativo.
—Estaba a punto de salir para allá cuando escribió.
Quedé un poco extrañado. Alguien mentía. Sin pararme a pensar que
Anita pudiera tener excelentes motivos para intentar despistar, me
permití el gusto de darle en las narices a Race. ¡Se muestra siempre
tan seguro! Parece como si diera a sus palabras valor de sentencia.
Saqué el telegrama del bolsillo y se lo entregué.
—Entonces, ¿cómo se explica esto? —inquirí, tranquilamente.
Pareció quedar estupefacto.
—Dijo que estaba a punto de salir para Beira —contestó como
aturdido.
Ya sé que a Race se le tiene por inteligente. En mi opinión, sin
embargo, es un hombre bastante estúpido. No parecía habérsele
ocurrido que las muchachas no siempre dicen la verdad.
—Kimberley, por añadidura... ¿Qué está haciendo allí? —murmuró.
—Si; eso me sorprendió. Yo hubiese creído que la señorita
Beddingfeld acudiría aquí con el fin de recoger noticias para su
periódico.
—Kimberley —volvió a decir. Dijérase que el nombre le producía
disgusto—. No hay nada que ver allí... las minas no funcionan.
—Ya sabe usted lo que son las mujeres —dije yo.
Sacudió la cabeza y se fue. Es evidente que le he dado algo en qué
pensar.
No bien se hubo marchado, apareció de nuevo el funcionario
gubernamental.
—Espero que me perdonará usted por molestarle otra vez, sir Eustace
—se excusó—; pero quisiera hacerle una pregunta o dos. ¿Querrá
usted contestarme sinceramente?
—No hay inconveniente, amigo mío —le repuse alegremente—. Ya
puede usted preguntar.
—Se relacionan con su secretario...
—No sé una palabra de él —me apresuré a decir—. Se me colgó en
Londres, me robó documentos de valor que me van a costar a mí un
disgusto... y desapareció como por arte de magia en Ciudad de El
Cabo. Es cierto que me hallaba yo en las Cataratas al mismo tiempo
que él; pero yo me encontraba en el hotel y él en una isla. Le puedo
asegurar que no le he puesto la vista encima en todo el tiempo que
he estado allí.
Me detuve a recobrar el aliento.
—No me ha comprendido usted. De quien hablaba era de su otro
secretario.
—¿Cómo? ¿De Pagett? —exclamó, asombrado—. Lleva ocho años
conmigo... es un hombre de toda confianza.
Mi interlocutor sonrió.
—Seguimos sin entendernos. Me refiero a la señorita.
—¿A la señorita Pettigrew? —exclamé.
—Sí. Se la ha visto salir de la tienda de Curiosidades Indígenas de
Agrasato.
—¡Dios Santo! —le interrumpí—. Tenía la intención de entrar en esa
tienda yo esta tarde. ¡Hubiera podido sorprenderme a mí saliendo de
allí!
No parece haber en Jo'burg cosa inocente alguna que pueda uno
hacer sin que despierte las sospechas de alguien.
—¡Ah! Es que ha estado allí más de una vez... y en circunstancias
sospechosas. Más vale que le diga, en confianza, sir Eustace... que se
cree que la tienda en cuestión es el punto de cita empleado por la
organización culpable de esta huelga. Por eso me gustaría saber todo
lo que usted pudiese decirme de esa señorita. ¿Dónde y cómo llegó
usted a aceptar sus servicios?
—Me fue prestada —le repliqué fríamente— por el propio gobierno de
la Unión Sudafricana.
Se quedó completamente aplastado.
CAPITULO -- XXX
Se continúa el relato de Anita
En cuanto llegué a Kimberley, telegrafié a Susana. Se reunió conmigo
allí a toda prisa, anunciando su llegada por anticipado con telegramas
expedidos por el camino. Quedé la mar de sorprendida al comprobar
que me apreciaba mucho en realidad. Creí que yo no había sido para
ella más que una novedad; pero me echó los brazos al cuello y lloró
de verdad cuando volvió a verme.
Cuando nos hubimos rehecho un poco de nuestra emoción, me senté
en la cama y le conté toda la historia, del principio al fin.
—Siempre sospechaste del coronel Race —dijo, pensativa, una vez
terminé—. Yo no... hasta la noche en que desapareciste. ¡Le
encontraba tan simpático desde el primer momento y creía ver en él
tan buen esposo para ti...! Oh, Ana, querida, no te enfades, pero,
¿cómo sabes que ese joven tuyo dice la verdad? ¿Crees a pies
juntillas todo lo que él dice?
—¡Claro que si! —exclamé, indignada.
—Pero, ¿qué encuentras en él que tanto te atrae? Yo no le veo nada,
como no sea que es alocado y bien parecido, y que hace el amor con
una mezcla de caíd y de hombre de las cavernas.
Descargué mi ira sobre Susana durante unos minutos.
—Como tú estás bien casada y te estás poniendo gorda, has olvidado
la existencia del romanticismo.
—¡Oh! ¡No me estoy poniendo gorda, Anita! Con lo preocupada que
me has tenido últimamente, debo de haberme quedado en los
huesos.
—Pareces singularmente bien alimentada —le contesté con frialdad—.
Debes de haber engordado tres o cuatro kilos por lo menos.
—Y habría que discutir eso de que estoy bien casada —continuó
Susana, con melancólica voz—. He estado recibiendo cablegramas
terribles de Clarence, en los que me ordena que vuelva
inmediatamente a casa. Acabé por no contestarle y ahora hace
quince días que no tengo noticias de él.
Me temo que no tomé muy en serio las preocupaciones matrimoniales
de Susana. Sabrá convencer a Clarence divinamente cuando llegue el
momento. Encaucé la conversación hacia el tema de los diamantes.
Susana me miró con la boca abierta.
—Te explicaré, Anita... En cuanto empecé a desconfiar del coronel
Race, me quedé la mar de preocupada por los diamantes. Quería
quedarme en las Cataratas, por si acaso te tenía secuestrada allí
cerca, pero no sabía qué hacer con las piedras preciosas. Tenía miedo
de conservarlas en mi poder...
Miró a su alrededor con inquietud, como si temiera que las paredes
tuviesen oídos y luego me susurró vehemente al oído:
—Fue una idea magnífica —aprobó—. Para entonces, quiero decir.
Ahora resulta un poco fastidioso eso. ¿Qué hizo sir Eustace de las
cajas?
—Las grandes se expidieron a Ciudad de El Cabo. Recibí noticias de
Pagett antes de irme de las Cataratas y, con ellas, adjuntó el recibo
del lugar en que las había depositado. Y a propósito, sale de Ciudad
de El Cabo hoy para reunirse con sir Eustace en Johannesburgo.
—Ya... —murmuré pensativa—. ¿Y dónde están las cajas pequeñas?
—Supongo que sir Eustace las tiene a su lado.
Reflexioné:
—Bueno —dije por fin—; es una complicación, pero creo que están
seguros. Más vale que no hagamos nada de momento.
Susana me miró con una sonrisa.
—No te gusta estar sin hacer nada, ¿verdad, Anita?
—No mucho —repuse con sinceridad.
Lo que sí podía hacer era conseguir una guía de ferrocarriles y
averiguar a qué hora pasaría por Kimberley el tren en que viajaba
Pagett. Descubrí que llegaría la tarde siguiente a las cinco cuarenta,
para volver a salir a las seis. Tenía deseos de ver a Pagett lo más
aprisa posible y se me antojó aquélla una buena oportunidad. La
situación se estaba poniendo muy seria en el Rand y podría
transcurrir mucho tiempo antes de que se me presentara otra
ocasión.
La única cosa que animó un poco el día fue un cable procedente de
Johannesburgo. Un cable, cuyo contenido no podía parecer más
inocente:
«Llegado sano y salvo. Todo marcha bien. Eric aquí. También
Eustace, pero no Guy. No te muevas de dónde estás, de momento.
Andy.»
Eric era un seudónimo de Race. Lo había escogido yo, porque es un
nombre que me es antipatiquísimo. No había nada que hacer,
evidentemente, hasta que viese a Pagett. Susana se entretuvo
expidiendo un cablegrama largo y apaciguador a Clarence. Se puso
verdaderamente sentimental. A su manera —que, claro está, es
distinta a más no poder de la mía y de Enrique— le tiene mucho
cariño, demasiado, a Clarence.
—¡Ojalá estuviese aquí, Anita! —exclamó, con un nudo en la
garganta—. ¡Hace tanto tiempo que no lo he visto!
—Ponte un poco de crema facial —le dije, consoladora.
Susana se frotó un poco de crema en la punta de su encantadora
naricita.
—Y necesitaré más crema pronto, por añadidura —observó—. Y esta
clase sólo se puede comprar en París —exhaló un suspiro—. ¡París!
—Susana —dije—, dentro de poco estarás harta a más no poder de
África y de aventuras.
—Me gustaría un sombrerito que fuera elegante de verdad —contestó
ella con añoranza—. ¿Quieres que te acompañe a ver a Pagett
mañana?
—Prefiero ir sola. Le costará más trabajo hablar delante de las dos.
Así fue que me hallaba yo en la puerta del hotel a la tarde siguiente
forcejeando con una sombrilla recalcitrante que se negaba a abrirse,
mientras Susana yacía apaciblemente sobre la cama con un libro y
una cesta de fruta.
Según el conserje, el tren se portaba bien aquel día y llegaría casi a
su hora, aunque dudaba que lograse recorrer todo el camino hasta
Johannesburgo. Me aseguró solemnemente que los huelguistas
habían volado la vía. ¡Como para animar a cualquiera!
No me costó dar con Pagett.
—¡Ah, señorita Beddingfeld!, tenía entendido que había desaparecido
usted.
—He vuelto a reaparecer —le dije en tono solemne—. Y, ¿cómo está
usted, señor Pagett?
—Muy bien, gracias..., aguardando con ansiedad el momento de
reanudar mi trabajo al lado de sir Eustace.
—Señor Pagett —dije—, quiero preguntarle una cosa. Espero que no
se dará por ofendido. Depende de su contestación mucho más de lo
que usted puede suponer. Deseo saber qué era lo que hacía usted en
Marlow el ocho de enero pasado.
Experimentó un violento sobresalto.
—La verdad, señorita Beddingfeld... Yo... la verdad...
—Estuvo allí, ¿sí o no?
—Yo... Estuve allí por razones particulares, sí.
—¿Querría decirme qué razones eran ésas?
—¿No se las ha dicho ya sir Eustace?
—¿Sir Eustace? ¿Las conoce acaso?
—Casi estoy seguro de que sí. Había tenido la esperanza de que no
me hubiese reconocido; pero, por las insinuaciones que ha hecho y
sus comentarios, me temo que sí me reconoció. En cualquier caso, mi
intención era confesar la verdad y presentar la dimisión. Es un
hombre muy raro, señorita Beddingfeld, con un sentido humorístico
anormal. Parece distraerle mantenerme como sobre ascuas.
Seguramente ha conocido los hechos desde el primer instante. Es
posible que los conozca desde hace mucho tiempo; varios años.
Confié en que, tarde o temprano, acabaría comprendiendo de qué
hablaba Pagett. Él prosiguió:
—A un hombre de la posición de sir Eustace le es muy difícil colocarse
en mi lugar. Sé que hice mal, pero me pareció un engaño inofensivo.
Hubiese considerado más noble su proceder si me hubiera hablado
claramente en lugar de permitirse toda suerte de bromas maliciosas a
expensas mías.
Sonó un silbido y la gente empezó a subirse de nuevo al tren.
—Sí, señor Pagett —le interrumpí—. Estoy completamente de acuerdo
con todo lo que dice sir Eustace. Pero, ¿por qué fue usted a Marlow?
—Hice mal; pero estaba justificado en las circunstancias... Sí; yo creo
que en aquellas circunstancias puede perdonarse.
—¿Qué circunstancias? —le pregunté.
Pagett pareció darse cuenta por primera vez de que le estaba
haciendo una pregunta. Su pensamiento se apartó de las
peculiaridades de sir Eustace y de lo justificado de su caso y
concentró en mí sus miras.
—Usted perdone, señorita Beddingfeld —dijo con cierta altivez—;
pero no veo yo que sea cuenta de usted nada de todo eso.
Se hallaba a bordo del tren ya, y me hablaba asomado a la
plataforma. Me sentí desesperada. ¿Qué podía hacer una con un
hombre así?
—Claro está, es una cosa tan terrible, que se avergüenza usted de
hablarme de ella... —empecé a decir, con rencor.
Había dado con su punto flaco por fin. Pagett se puso rígido y
colorado.
—¿Horrible? ¿Avergonzarme? No lo comprendo.
—Pues, dígalo entonces.
Me lo dijo en tres breves frases. ¡Conocía por fin el secreto de Pagett!
No era, ni mucho menos, lo que yo me había esperado.
Regresé lentamente al hotel. Allí me fue entregado un telegrama. Lo
abrí. Contenía instrucciones detalladas y completas para que me
dirigiera inmediatamente a Johannesburgo, donde me saldría al
encuentro con un automóvil.
Y no iba firmado por Andy, sino por Enrique. Me senté en una silla y
me puse a pensar con todas mis facultades en tensión.
CAPITULO -- XXXI
Extracto del Diario de sir Eustace
Johannesburgo, 7, marzo
Ha llegado Pagett. Tiene un miedo atroz, claro está. Propuso
inmediatamente que nos marchásemos a Pretoria. Luego cuando le
dije bondadosamente pero con firmeza que nos íbamos a quedar
aquí, se fue de un extremo a otro. Sintió no tener su escopeta y
empezó a vanagloriarse de haber defendido no sé qué puente durante
la Guerra Europea. Un puente de ferrocarril en Puddecombe de Abajo
o algo por el estilo.
Le corté en seco en seguida, ordenándole que desempaquetara la
máquina de escribir grande. Creí que eso le daría que hacer bastante
rato, porque era seguro que la máquina se había estropeado —
siempre sucede algo así—, y tendría que llevarla a alguna parte para
que se la arreglasen. Pero había olvidado la facultad de Pagett de
tener siempre razón.
—Ya he abierto todas las cajas, sir Eustace. La máquina de escribir se
halla en perfecto estado.
—¿Qué quiere decir... todas las cajas?
—Las dos cajas pequeñas también.
—Le agradecería que no se excediese usted tanto en el cumplimiento
de sus obligaciones, Pagett. Esas cajas pequeñas no tenían nada que
ver con usted. Son propiedad de la señora Blair.
Pagett se quedó alicaído. Lo que más rabia le daba era cometer un
error.
—Conque puede ponerse a empaquetarlas bien otra vez —le
anuncié—. Cuando lo haya hecho puede salir a echar una mirada a su
alrededor. Es probable que Jo'burg se haya convertido en un montón
de humeantes escombros mañana; conque tal vez sea ésta la última
ocasión que tenga de ver la ciudad.
Se me antojó que así me lo quitaría del paso, durante toda la mañana
por lo menos.
—Deseo decirle una cosa, sir Eustace, cuando disponga de tiempo
para escucharme.
—No lo tengo ahora —me apresuré a contestarle—. En este instante
no tengo ni pizca de tiempo disponible.
Pagett se retiró.
—A propósito —dije, llamándole—, ¿qué contenían las cajas de la
señora Blair?
—Unas alfombritas de piel y un par de... sombreros de piel, creo que
son.
—Justo —asentí—. Los compró en el tren. Sí que son sombreros... de
cierta clase... aunque no me extraña que dudara usted en
reconocerlos como tales. Nada de particular tendría que se le
ocurriera a la señora Blair estrenar uno en las carreras de caballos de
Ascot. ¿Qué más había?
—Unos rollos de película y unas cestas..., muchas cestas...
—Me lo figuro. La señora Blair es una de esas mujeres que todo lo
compran por docenas.
—Creo que eso es todo, sir Eustace, excepción hecha de unas cuantas
chucherías, un velo de automovilismo, unos guantes... y cosas así.
—De no haber sido usted idiota de nacimiento, Pagett, hubiera
comprendido usted desde el primer momento que nada de eso podría
ser mío.
—Pensé que parte de ello pudiera pertenecer a la señorita Pettigrew.
—Ah, eso me recuerda... ¿Cómo se ha atrevido a escogerme una
mujer de tan dudosa moralidad como secretaria?
Y le conté el interrogatorio a que se me había sometido. Me arrepentí
inmediatamente porque noté en sus ojos un brillo harto conocido.
Cambié de tópico a toda prisa. Pero era demasiado tarde. Pagett se
había puesto en pie de guerra.
Se puso a matarme de aburrimiento con un largo relato, sin pies ni
cabeza, de algo sucedido a bordo del Kilmorden. Se trataba de un
rollo de película y una apuesta. De un rollo de película que un
mayordomo —que debía haber tenido más sentido común—, había
tirado por un portillo a medianoche. No me gustan las bromas
pesadas. Así se lo dije a Pagett. Con lo que sólo conseguí que
empezara a contarme la historia otra vez. Sea como fuere, es una
verdadera calamidad contando cosas. No sabía hacerlo. Y tardé
mucho rato en comprender aquello que deseaba contarme.
No volví a verle hasta el mediodía. Entonces entró rebosando de
excitación, como un sabueso sobre la pista. Nunca me han gustado
los sabuesos. Del borbotón de palabras que pronunció, saqué la
consecuencia de que había visto a Enrique Rayburn.
—¿Cómo? —exhalé, con sobresalto.
Sí; había visto cruzar la calle a un hombre que estaba seguro que era
Enrique Rayburn. Pagett le había seguido.
—¿Y con quién cree que le vi pararse a hablar? ¡Con la señorita
Pettigrew!
—¿Cómo?
—Sí, sir Eustace. Y eso no es todo. He estado haciendo
averiguaciones acerca de esa señorita.
—Aguarde un poco. ¿Qué fue de Rayburn?
—Entró con la señorita Pettigrew en la tienda de curiosidades de la
esquina...
Exhalé una exclamación involuntaria. Pagett me miró interrogador.
—Nada —dije—. Prosiga.
—Aguardé a la puerta la mar de tiempo..., pero no salieron. Por fin,
entré yo, sir Eustace... ¡no había nadie en el establecimiento! Tiene
que haber otra salida.
Le miré boquiabierto.
—Como decía —continuó—, regresé al hotel e hice algunas preguntas
acerca de la señorita Pettigrew.
Pagett bajó la voz y respiró con fatiga, como suele hacer siempre que
pretende hablar con confianza. Dijo:
—Sir Eustace... se vio salir un hombre de su cuarto anoche.
—¡Y yo que la había considerado siempre una señorita de acrisolada
honradez! —murmuré.
Pagett prosiguió, sin hacer caso:
—Subí inmediatamente y registré su cuarto. ¿Qué cree que encontré?
Sacudí negativamente la cabeza.
—Esto.
Pagett me enseñó una maquinilla de afeitar y una barra de jabón.
—¿Para qué había de tener semejantes cosas una mujer?
Supongo que Pagett nunca lee los anuncios de las revistas femeninas
de la alta sociedad. Yo, sí. Aunque no tenía la menor intención de
discutir el asunto con él, me negué a aceptar la presencia de la
maquinilla de afeitar como prueba concluyente del sexo de la señorita
Pettigrew. ¡Pagett es un hombre tan anticuado! Nada me hubiera
sorprendido que hubiera presentado una pitillera en apoyo de su
teoría. No obstante, hasta el propio Pagett tiene sus límites.
—No está usted convencido, sir Eustace. Bien, ¿qué me dice usted a
eso, entonces?
Inspeccioné lo que esgrimía, triunfante.
—Parece pelo —observé sin disminuir cierta repugnancia.
—Lo parece y lo es. Creo que se trata de lo que llaman un tupé.
—¿De veras?
—Y ahora, ¿está usted convencido de que la Pettigrew es, en
realidad, un hombre disfrazado de mujer?
—La verdad, amigo Pagett, creo que sí. Debí haberlo comprendido
con sólo mirarle los pies.
—Bien; eso queda resuelto, pues. Y ahora, sir Eustace, deseo hablarle
de mis asuntos particulares. No puedo dudar, por sus insinuaciones y
por sus continuas referencias a la época en que estuve en Florencia
que ha descubierto usted la verdad.
Por fin va a quedar revelado el misterio de lo que hizo Pagett en
Florencia.
—Haga una confesión completa, amigo mío —le dije
bondadosamente—. Es mucho mejor.
—Gracias, sir Eustace.
—¿Se trata del marido? Son una verdadera pejiguera los maridos.
Siempre se presentan cuando uno menos lo espera.
—No lo entiendo, sir Eustace. ¿El marido de quién?
—De la dama.
—¿De qué dama?
—¡Bendito sea Dios, Pagett! ¿Qué dama ha de ser? La que conoció
usted en Florencia. Tiene que haber habido una dama. No me diga
que lo único que ha hecho ha sido cometer un robo en una iglesia o
pegarle una puñalada trapera a un italiano porque no le gustaba su
cara.
—No consigo comprenderle, sir Eustace. Supongo que bromea.
—Soy un hombre muy divertido a veces, cuando me molesto en serlo.
Pero puedo asegurarle que no intento ser gracioso en este instante.
—Confiaba que, como se hallaba usted muy lejos de mí, no me habría
reconocido, sir Eustace.
—Que no le habría reconocido..., ¿dónde?
—En Marlow, sir Eustace.
—¿En Marlow? ¿Qué diablos hacía usted en Marlow?
—Creí que comprendería usted que...
—Empiezo a comprender menos cada vez. Vuelva al principio de la
historia y comienzo de nuevo. Fue a Florencia...
—Así, pues... ¡no está enterado después de todo! ¡Y no me reconoció!
—Al parecer, se ha adelantado usted innecesariamente... acobardado
por su propia conciencia. Pero podré juzgar mejor el caso cuando
haya oído la historia completa. Vamos. Tome aliento y empiece otra
vez. Fue a Florencia...
—Es que no fui a Florencia. Ahí está la cosa.
—Pues, ¿a dónde fue usted entonces?
—Me fui a casa..., a Marlow.
—¿Qué diablos quería usted hacer en Marlow?
—Deseaba ver a mi esposa. Se hallaba muy delicada y esperaba...
—¿Su esposa? Pero, ¡si yo no sabía que estuviese usted casado!
—No, sir Eustace; eso es lo que le estoy diciendo. Le engañé sobre
este particular.
—¿Cuánto tiempo lleva casado?
—Un poco más de ocho años. Llevaba casado seis meses justos
cuando entré a su servicio como secretario. No quería perder la
colocación. No se suele admitir a un hombre casado como secretario
interno. Conque oculté mi estado.
—Me deja usted sin aliento —observé—. ¿Dónde ha estado ella
durante todos estos años?
—Tenemos alquilada una casita en Marlow, a orillas del río y no muy
lejos de la Casa del Molino desde hace más de cinco años.
—¡Bendito sea Dios! —exclamé—. ¿Hay descendencia?
—Cuatro hijos, sir Eustace.
Le miré con cierto estupor. Debía de haber comprendido, desde el
primer instante, que un hombre como Pagett no podía tener un
secreto vergonzoso. La honradez de Pagett ha sido siempre mi
pesadilla. Aquélla era la única clase de secreto que un hombre así
podía tener: una mujer y cuatro hijos.
—¿Le ha dicho usted esto a alguna otra persona más? —le pregunté,
por fin, después de haberle contemplado como fascinado durante un
buen rato.
—Sólo a la señorita Beddingfeld. Salió a verme a la estación de
Kimberley.
Seguí mirándole fijamente. Se puso nervioso bajo mi mirada.
—Espero, sir Eustace, que no estará usted seriamente enfadado
conmigo.
—Mi querido amigo —murmuré—, no tengo inconveniente en decirle
que... ¡buena la ha hecho usted!
Salí de bastante mal humor. Al pasar junto a la tienda de
curiosidades de la esquina, me asaltó una tentación irresistible y
entré. El propietario me sonrió obsequioso.
—¿Puedo enseñarle algo...? ¿Pieles? ¿Curiosidades?
—Deseo algo que salga de lo corriente —le contesté—. Lo necesito
para una ocasión especial. ¿Qué puede usted ofrecerme?
—Tenga la amabilidad de pasar a la trastienda. En ella hallará
muchas especialidades... extraordinarias.
Allí fue donde cometí un error. ¡Y yo que creí que estaba siendo tan
listo! Le seguí a la trastienda oculta tras gruesos cortinajes.
CAPITULO -- XXXII
Se reanuda el relato de Anita
Tuve la mar de jaleo con Susana. Discutió, suplicó, hasta lloró antes
de dejarme poner en práctica mi plan. Pero acabé saliéndome con la
mía. Prometió seguir mis instrucciones al pie de la letra y bajó a la
estación a despedirse, lacrimosa, de mí.
Llegué a mi destino a la primera hora de la mañana siguiente. Me
esperaba un holandés bajito, de barba negra, a quien jamás había
visto hasta entonces. Tenía aguardando un coche y en él nos fuimos.
Se oían unos estampidos raros a lo lejos y le pregunté qué eran.
«Disparos», me contestó lacónicamente. ¡Conque se estaba luchando
en Johannesburgo!
Colegí que nuestro objetivo se hallaba en los suburbios de la
población. Torcimos, volvimos a torcer y nos desviamos varias veces
hasta llegar allí y los disparos sonaban cada vez más cerca. Resultaba
emocionante. Nos detuvimos por fin ante un desvencijado edificio.
Nos abrió la puerta un cafre. Mi guía me hizo una seña para que
entrara. Me quedé indecisa en el vestíbulo. El hombre pasó delante
de mí y abrió otra puerta.
—La joven que viene a ver al señor Rayburn —anunció.
Y se echó a reír.
Entré. La habitación estaba austeramente amueblada y olía a humo
de tabaco barato. Un hombre se hallaba sentado en una mesa,
escribiendo. Alzó la cabeza y enarcó las cejas.
—¡Caramba! —murmuró— ¡Si es la señorita Beddingfeld!
—Debo de estar viendo doble —me excusé—. ¿Es el señor Chichester,
o se trata de la señorita Pettigrew? Se parece extraordinariamente a
ambos.
—Ambas personalidades se hallan en suspenso actualmente. Me he
quitado las faldas y los hábitos también. ¿No quiere sentarse?
—Parece ser —observé— que me he equivocado de dirección.
—Desde su punto de vista, me temo que sí. Pero, señorita
Beddingfeld, ¿cómo se ha dejado pillar en una trampa por segunda
vez?
—No he dado muestras de mucho talento, en efecto —asentí, sumisa.
Mi comportamiento le intrigó.
—Parece tomarse las cosas con mucha tranquilidad —observó
secamente.
—¿Adelantaría algo poniéndome hecha una fiera?
—Nada en absoluto.
—Mi tía abuela Juana solía decirme que una señora de verdad no se
escandaliza ni se sorprende nunca, ocurra lo que ocurra —murmuré,
reminiscente—. Procuro mantenerme a la altura de sus enseñanzas.
Leí tan claramente la opinión del señor Chichester Pettigrew en su
rostro, que me apresuré a hablar de nuevo.
—Es usted verdaderamente maravilloso en sus caracterizaciones —
reconocí generosamente—. Mientras desempeñó el papel de la
señorita Pettigrew no le reconocí... ni siquiera cuando rompió la punta
del lápiz de sorpresa al verme encaramar en el tren de Ciudad de El
Cabo.
Golpeó la mesa con el lápiz que tenía en la mano en aquellos
instantes.
—Todo eso está muy bien; pero es preciso que vayamos al grano...
¿Quizá, señorita Beddingfeld, adivine por qué nos es necesaria su
presencia aquí?
—Me perdonará usted —dije—; pero no tengo costumbre de tratar
asunto alguno con subordinados.
Había leído la frase, o algo que se le parecía, en la circular de un
usurero y me había gustado. Desde luego, surtió un efecto
devastador en el señor Chichester Pettigrew. Abrió la boca y volvió a
cerrarla. Le miré radiante.
—Es uno de los axiomas de mi tío abuelo Jorge —agregué—. El
marido de mi tía abuela, ¿comprende? Fabricaba bolas para camas de
metal.
—Creo que debería cambiar de tono, jovencita.
No le respondí, sino que bostecé, un bostezo delicado que insinuaba
un aburrimiento intenso.
—¿Qué demonios...? —empezó a decir.
Le interrumpí.
—Le aseguro que nada adelantará gritándome. Estamos perdiendo el
tiempo aquí. No tengo la menor intención de hablar con
subordinados. Se ahorrará la mar de tiempo y molestias si me
conduce usted derecha a sir Eustace Pedler.
-¿A...?
Me miró estupefacto.
—Sí —dije—. A sir Eustace Pedler.
—Yo..., yo... Perdone...
Salió corriendo del cuarto como un conejo. Aproveché la espera para
abrir el bolso y empolvarme la nariz. Me ladeé el sombrero también,
para que mi aspecto resultara más agradable. Luego me dispuse a
esperar con paciencia el regreso de mi enemigo.
Reapareció con aire mucho más sumiso que cuando marchara.
—¿Tiene la bondad de seguirme, señorita Beddingfeld?
Le seguí escalera arriba. Llamó a la puerta de un cuarto. Dijeron
«Adelante» desde dentro y él abrió y me hizo pasar.
Sir Eustace Pedler se puso en pie de un brinco y salió a mi encuentro,
jovial y sonriente.
—Vaya, vaya, señorita Ana —me estrechó cordialmente la mano—
Estoy encantado de verla. Tenga la bondad de sentarse. ¿No está
cansada del viaje? ¡Magnífico!
Se sentó frente a mí, radiante aún. Me dejó completamente
desconcertada. ¡Obraba con tanta naturalidad!
—Ha hecho usted bien en insistir en que se la condujera a mi
presencia —prosiguió—. Minks es un imbécil. Buen artista..., pero,
imbécil. Era Minks el hombre con quien habló abajo.
—¿De veras? —murmuré, desconcertada aún.
—Y ahora —dijo sir Eustace, alegremente—. Vayamos al grano.
¿Desde cuándo sabe usted que yo soy el «Coronel»?
—Desde que el señor Pagett me dijo que le había visto en Marlow
cuando se le creía a usted en Cannes.
Sir Eustace asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí; le dije al muy imbécil que buena la había hecho. No me
comprendió, naturalmente. Estaba demasiado preocupado por si yo le
había reconocido a él. No se le ocurrió preguntarse qué estaba
haciendo yo allí. Mala suerte que tuve. Con lo bien que lo había
combinado yo todo, mandándole a Florencia y diciendo en el hotel
que me marchaba a Niza a pasar una noche, o quizá dos... Luego,
para cuando se descubrió el asesinato, yo ya estaba de regreso en
Cannes, sin que sospechara nadie que me hubiese alejado de la
Riviera.
Seguía hablando con naturalidad y sin afectación. Tuve que
pellizcarme para darme cuenta de que todo aquello era real y no un
simple sueño, de que el hombre que se hallaba frente a mí era, en
efecto, el criminal conocido bajo el nombre de «el Coronel». Pasé
revista mentalmente a los acontecimientos.
—Así, pues, fue usted quien intentó tirarme al mar a bordo del
Kilmorden —dije muy despacio—. ¿Fue a usted a quien siguió Pagett
aquella noche?
Se encogió de hombros.
—Le pido mil perdones, hija mía..., de veras que sí. Siempre me fue
usted muy simpática..., pero ¡me resultaba entrometida! No podía
consentir que una mocosa echara a perder todos mis planes.
—Yo creo que su plan, allá en las Cataratas, fue, en realidad, el más
genial —dije, procurando ver las cosas con imparcialidad—. Hubiese
jurado yo en cualquier parte que se hallaba usted en el hotel cuando
salí yo. En adelante, seré como Santo Tomás: ver para creer.
—Sí; Minks obtuvo uno de sus mejores éxitos desempeñando el papel
de señorita Pettigrew. Y sabe imitar mi voz bastante bien.
—Una cosa me gustaría saber.
—¿Cuál?
—¿Cómo consiguió que la escogiera Pagett?
—Oh, eso fue muy sencillo. Se encontró con Pagett a la puerta de las
oficinas del Delegado de Comercio, o de la Cámara de Minas, o
dondequiera que fuese. La señora Pettigrew le dijo que yo había
telefoneado con mucha urgencia y que el departamento en cuestión
le había escogido a ella. Pagett se tragó el anzuelo.
—Es usted muy franco —le dije, escudriñándole.
—No existe razón alguna para que no lo sea.
No me gustó mucho el sonido de eso. Me apresuré a darle yo una
interpretación mía a la cosa.
—¿Cree en el éxito de la revolución? Ha quemado usted sus naves.
—Para una joven que tan inteligente es en otras cosas, ese
comentario resulta extraordinariamente estúpido. No, criatura, no
creo en la revolución. Le doy un par de días de vida. Luego se
apagará ignominiosamente.
—No puede contarme entre sus ruinas, ¿eh? —exclamé con mala
intención.
—Como todas las mujeres, carece usted por completo de sentido
comercial. No tiene la menor idea de lo que es un negocio. El encargo
que acepté fue el de suministrar cierta cantidad de explosivos y de
armas... a buen precio... para fomentar el descontento en general, y
para comprometer a ciertas personas. He cumplido mi contrato sin la
menor dificultad, y ya tuve buen cuidado de que se me pagara por
adelantado. Me preocupé más de lo corriente del asunto porque tenía
la intención de que fuera éste mi último contrato antes de retirarme
de los negocios. En cuanto a quemar mis naves, como usted lo
expresa, no tengo la menor idea de lo que quiere decir. Yo no soy el
caudillo de los insurrectos ni cosa que se le parezca. Soy un
distinguido viajero inglés que tuvo la desgracia de meterse a husmear
en cierta tienda de curiosidades... vio algo más de lo conveniente y
fue secuestrado. Mañana, o pasado, cuando las circunstancias lo
permitan, me encontrarán en alguna parte, en un estado lastimoso
de terror y hambre. Son necesarios ciertos preparativos.
—¡Ah! —murmuré lentamente—. Pero, ¿y yo?
—Ahí está la cosa —contestó sir Eustace con dulzura—. ¿Y usted? La
tengo aquí... No quiero ensañarme con el vencido; pero hay que
reconocer que supe arreglármelas muy bien para traerla aquí. Sin
embargo, la cuestión es: ¿qué hago de usted? El medio más fácil de
resolver la dificultad... e incidentalmente el más agradable para mí...
es el matrimonio. Una esposa no puede declarar contra su marido,
¿sabe...? y me gustaría tener una esposa joven y linda que me
tuviera cogido de la mano y me mirara con ojos líquidos... ¡no
despida esos destellos al mirarme! Me asusta. Veo que el plan no es
muy de su agrado.
—No gran cosa.
Sir Eustace exhaló un suspiro.
—¡Lástima! Pero yo no soy un traidor de película. Supongo que se
trata de lo de siempre. Ama o otro, como dicen en las novelas.
—Amo a otro.
—Me lo figuraba. Al principio creí que el favorecido era el patilargo y
pomposo Race; pero supongo que, en realidad, se trata del heroico
joven que la pescó en las Cataratas aquella noche. Las mujeres no se
distinguen por su buen gusto. Ninguno de esos dos hombres tiene la
mitad de la inteligencia que yo tengo. Soy una persona cuyo valer es
tan fácil de calcular por lo bajo...
Creo que tenía razón en eso. Aunque sabía perfectamente la clase de
hombre que era y debía de ser, me resultaba casi imposible tenerlo
en cuenta. Había intentado matarme en más de una ocasión; había
llegado a matar a otra mujer y era responsable de otros numerosos
crímenes de los que yo no sabía nada. No obstante, no conseguía
ponerme en el estado de ánimo necesario para juzgar sus actos como
merecían. No podía pensar en él más que bajo su aspecto de
divertido y jovial compañero de viaje. Ni siquiera lograba tenerle
miedo, y, sin embargo, no ignoraba que era muy capaz de hacerme
asesinar a sangre fría si lo creía necesario. La única persona con
quien le hallaba semejanza era Long John Silver, personaje de la
novela La Isla del Tesoro, de Stevenson. Debió de haber sido un
hombre así.
—¡Vaya, vaya! —murmuró mi extraordinario interlocutor,
retrepándose en su asiento—. Es una lástima que no le haga gracia la
idea de convertirse en lady Pedler. Las demás alternativas son un
poco duras.
Sentí que un escalofrío me recorría la espina dorsal.
Había comprendido, desde el primer momento, claro está, que corría
un riesgo muy grande; pero la cosa había parecido valer la pena.
¿Saldrían las cosas de acuerdo con mis cálculos o no?
—La verdad es —prosiguió sir Eustace— que tengo debilidad por
usted. No debo tener que recurrir a extremos. ¿Por qué no me cuenta
toda la historia desde un principio, a ver lo que sacamos en limpio de
ella? Pero nada de fantasía, ¿me entiende...? Quiero la verdad. En
absoluto. Toda la verdad y sólo la verdad.
No pensaba yo cometer el error de contarle otra cosa. La perspicacia
de sir Eustace era demasiado grande para que intentara jugar con él.
Aquél era un momento para contar la verdad, toda la verdad y nada
más que la verdad. La conté toda la historia, sin omitir nada, hasta el
instante en que me había salvado Enrique. Cuando hube terminado,
movió la cabeza afirmativamente como en señal de aprobación.
—Buena chica. Ha hecho una confesión completa. Y permítame que le
diga que pronto la hubiese cazado si no lo hubiera hecho. Mucha
gente no creería su historia, sobre todo el principio de ella; pero yo
sí. Es usted la clase de muchacha que emprendería una aventura
así..., sin previo aviso y con los más fútiles motivos. Ha tenido una
suerte asombrosa, claro está. Tarde o temprano, no obstante, el
aficionado tropieza con el profesional y puede darse por descontado
el resultado. Yo soy el profesional. Me metí en esta clase de negocios
siendo muy joven. Me pareció un estupendo sistema de hacerme
inmensamente rico aprisa. Siempre tuve la habilidad de razonar las
cosas bien y de inventar planes ingeniosos. Y jamás cometí el error
de intentar ejecutar yo mismo mis propios planes. "Emplea siempre
al experto", tal ha sido mi lema. La única vez que me aparté de mi
norma, me estrellé. Pero no podía encomendar a nadie aquel trabajo.
Nadina sabía demasiado. Yo soy un hombre tolerante, de buen
corazón y mejor humor, siempre que no se me engañe. Nadina no
sólo me engañó, sino que me amenazó... en el preciso momento en
que me hallaba en la cúspide de una carrera triunfal. Una vez hubiera
muerto ella y los diamantes se hallasen en mi poder, todo peligro
había desaparecido para mí. Ahora he llegado a la conclusión de que
fui torpe en este asunto. ¡El idiota de Pagett, con su mujer e hijos! La
culpa es mía. Fui lo bastante humorista para dar trabajo a ese
hombre de cara de envenenador y alma ochocentista. Permítame que
le dé un consejo, mi querida Anita: no se deje llevar nunca de un
sentido humorístico. Hace años que el instinto me anunciaba la
conveniencia de deshacerme de Pagett; pero era un hombre tan
trabajador y concienzudo que no conseguía hallar excusa para
despedirle. Conque dejé que las cosas continuaran así. Estamos
divagando, sin embargo. Lo que hay que resolver es qué hacer con
usted. Su relato fue admirablemente claro; pero sigo sin comprender
una cosa. ¿Dónde están los diamantes ahora?
—Los tiene Enrique Rayburn —contesté, sin quitarle la mirada de la
cara.
No cambió su semblante. Conservó su expresión de buen humor.
—¡Hum! Quiero esos diamantes.
—No veo que haya grandes probabilidades de que los consiga —le
repliqué.
—¿No? Pues yo sí. No quiero ser desagradable; pero me gustaría que
reflexionase sobre lo siguiente: una chica muerta hallada más o
menos en esta parte de la ciudad, no ocasionará la menor sorpresa.
Hay abajo un hombre que hace esa clase de trabajos con una
limpieza increíble. Ahora bien, usted es una jovencita sensata. Lo que
le propongo es lo siguiente: Se sentará y le escribirá una carta a
Enrique Rayburn, diciéndole que se reúna con usted aquí y traiga los
diamantes.
—No haré tal cosa.
—No interrumpa a sus mayores. Me propongo hacer un trato con
usted. Los diamantes a cambio de su vida. Y no se haga usted
ilusiones: se encuentra completamente en mi poder.
—¿Y Enrique?
—Tengo demasiado buen corazón para separar a dos novios jóvenes.
Quedará él en libertad también..., con la condición, claro está, de que
ninguno de los dos me estorbe en el porvenir.
—¿Y qué garantía tengo yo de que cumplirá usted su parte del
compromiso?
—Ninguna, amiga mía. Tendrá que fiarse de mí y confiar en que sabré
cumplir mi palabra. Claro está que si se encuentra usted de un humor
heroico y prefiere la aniquilación, eso es otra cosa.
Aquello era lo que yo había andado buscando. Tuve muy buen
cuidado de no aceptar demasiado aprisa. Me dejé convencer
gradualmente, con promesas y amenazas. Escribí al dictado de sir
Eustace:
«Querido Enrique:
»Creo ver una probabilidad de dejar demostrada tu inocencia sin que
subsista la menor duda. Haz el favor de seguir al pie de la letra mis
instrucciones. Dirígete a la tienda de curiosidades de Agrasato. Pide
ver algo "que se salga de lo corriente", "para una ocasión especial".
El propietario te pedirá entonces que pases a la trastienda.
Acompáñale. Encontrarás un mensajero que te conducirá a mi lado.
Haz exactamente lo que él te diga. No dejes de traerte los diamantes.
Ni una palabra a nadie.»
Sir Eustace calló.
—Dejo los adornos a capricho suyo —dijo—. Pero procure no cometer
ningún error.
—Bastará que ponga «Tuya eternamente, Anita» —le contesté.
Escribí las palabras. Sir Eustace tomó la carta y la leyó de cabo a
rabo.
—Parece bien —dijo—. Ahora las señas.
Se las di. Eran las de una tiendecita que se encargaba de recibir
correspondencia para cualquiera a un precio económico.
Hizo sonar el timbre que tenía sobre la mesa. Contestó a la llamada
Chichester-Pettigrew, alias Minks.
—Esta carta ha de expedirse inmediatamente... por la ruta de
costumbre.
—Está bien, «Coronel».
Miró el nombre del sobre. Sir Eustace le estaba observando
atentamente.
—Un amigo suyo, ¿verdad?
—¿Mío?
El hombre pareció sobresaltarse.
—Sostuvo una prolongada conversación con él en Johannesburgo
ayer.
—Se me acercó un hombre y me interrogó acerca de los pasos que
usted daba y los que daba el coronel Race. Le di información falsa.
—Excelente, amigo mío, excelente —dijo con jovialidad sir Eustace—.
Perdone mi error.
Acerté a mirar a Chichester-Pettigrew cuando salía del cuarto. Le
habían palidecido hasta los labios, como si experimentara un terror
mortal. No bien estuvo fuera, sir Eustace tomó un tubo acústico que
descansaba sobre la mesa y habló por él.
—¿Eres tú, Schowart? Vigila a Minks. No debe salir de esta casa sin
orden mía.
Dejó nuevamente el tubo y frunció el entrecejo, tabaleando con los
dedos en la mesa.
—¿Me permite que le haga unas preguntas, sir Eustace? —inquirí,
tras un minuto de silencio.
—Claro que sí. ¡Qué nervios más excelentes tiene usted, Anita! Es
capaz de dar muestras de un interés inteligente en las cosas cuando
la mayoría de las muchachas hubieran estado lloriqueando y
retorciéndose las manos.
—¿Por qué aceptó a Enrique por secretario en lugar de entregarlo a la
policía?
—Quería esos diamantes. Nadina, la muy bribona, usaba a Enrique
para presionarme. Si no le pagaba el precio que ella me pedía,
amenazaba con vendérselos a Enrique. Ése fue otro de los errores
que cometí. Creí que llevaría los diamantes consigo aquel día. Pero
era demasiado lista para hacer semejante cosa. Su marido, Carton,
había muerto también... No tenía la menor idea de dónde se
encontraban los diamantes. Conseguí entonces copia de un
radiograma enviado a Nadina por alguien que viaja a bordo del
Kilmorden... Carton o Rayburn, no sabía a ciencia cierta cuál de los
dos. Era una copia del papel que usted encontró «Diecisiete uno
veintidós», decía. Lo interpreté como una cita con Rayburn, y cuando
éste dio muestras de tener vivos deseos de embarcarse en el
Kilmorden quedé convencido de que no me había equivocado. Conque
fingí creerme lo que me decía y le dejé acompañarme. Le vigilé muy
de cerca con la esperanza de averiguar algo más. Luego descubrí que
Minks intentaba obrar por su cuenta y que estorbaba mis planes.
Puse coto a sus actividades en seguida. Obedeció mis órdenes sin
rechistar. Me molestó eso de no poder conseguir el camarote
diecisiete y el no saber lo que usted representaba en el asunto, me
tuvo bastante preocupado. ¿Era usted la jovencita inocente que
aparentaba ser, o no lo era? Cuando Rayburn marchó a la cita aquella
noche, Minks recibió la orden de interceptarle. Pero fracasó,
naturalmente.
—Pero, ¿por qué decía el radiograma «diecisiete» en lugar de
«setenta y uno»?
—Ya he pensado en eso y creo haber hallado la explicación. Carton
debió de entregarle al telegrafista la nota suya para que copiase en el
impreso, y no se le ocurrió comprobar si el otro lo había escrito bien.
El telegrafista debió de cometer el mismo error que cometimos todos
y leyó diecisiete uno veintidós en lugar de uno setenta y uno
veintidós. Lo que no sé cómo pudo ir Minks derecho al camarote
diecisiete, puesto que nada se le había dicho. Lo haría por puro
instinto.
—¿Y los despachos de que era portador para el general Smuts?
¿Quién los tocó?
—Mi querida Ana, ¿cómo quiere usted que permitiese que me echara
a perder mis planes sin hacer un esfuerzo por salvarlos? Llevando por
secretario a un asesino fugitivo, no vacilé en hacer una sustitución,
colocando papeles en blanco en lugar de los documentos. A nadie se
le ocurrirá sospechar del pobre Pedler.
—¿Y el coronel Race?
—Sí; fue un golpe algo rudo para mí. Cuando Pagett me dijo que
pertenecía al Servicio Secreto, confieso que sentí un escalofrío.
Recordé que había estado rondando a Nadina durante la guerra... ¡y
se me ocurrió la horrible sospecha de que andaba siguiéndome a mí!
No me gusta la manera en que ha permanecido a mi lado desde
entonces. Es uno de esos hombres taciturnos que siempre llevan
reservada una sorpresa.
Sonó un silbido. Sir Eustace tomó el tubo acústico, escuchó unos
instantes y luego respondió:
—Está bien. Le recibiré ahora mismo.
—Negocios —anunció—. Señorita Ana, permítame que la conduzca a
su cuarto.
Me llevó a una habitación pequeña y mal cuidada. Un cafre me subió
el maletín y sir Eustace se retiró, encarnación del perfecto anfitrión,
tras instarme cortésmente a que pidiera cualquier cosa que
necesitase. Había una jarra de agua caliente en el lavabo y me puse a
sacar unos cuantos artículos necesarios. Me intrigó notar que había
algo duro, que no reconocía, dentro de la bolsita de la esponja.
Desaté la cuerda y miré dentro.
Con gran asombro saqué un revólver pequeño, con culata de nácar.
No había estado allí al salir yo de Kimberley. Lo examiné. Parecía
estar cargado.
Experimenté cierta sensación de alivio al tenerlo entre mis manos.
Era una cosa útil en una casa como aquélla. Pero los vestidos
modernos no se prestan a llevar armas de fuego. Acabé por
introducírmelo en la liga. Hacía un bulto enorme y esperaba que se
disparara de un momento a otro y me diera un tiro en la pierna. No
obstante, parecía el único sitio en que pudiera introducirlo.
capitulo XXXIII
No fui llamada a presencia de sir Eustace hasta última hora de la
tarde. Me habían servido el té a las once y una buena comida en mi
propio cuarto y me sentía fortalecida para entrar de nuevo en la lid.
Sir Eustace estaba solo. Paseaba de un lado a otro del cuarto y me di
cuenta en seguida de su agitación y del brillo de sus ojos.
—Tengo noticias para usted. Enrique está en camino. Llegará aquí
dentro de unos minutos. Modere sus emociones... tengo algo más
que decir. Intentó usted engañarme esta mañana. Le advertí que su
mejor plan sería no apartarse de la verdad. Y me obedeció hasta
cierto punto. Luego se desvió. Intentó hacerme creer que los
diamantes se hallaban en posesión de Enrique Rayburn. Por entonces
acepté su declaración porque faltaba mi labor... la labor de inducirla a
que atrajera a Enrique Rayburn aquí. Pero mi querida Anita, los
diamantes se hallan en posesión mía desde que marché de las
Cataratas... aunque sólo me enteré de ello ayer.
—¡Lo sabe! —exclamé.
—Tal vez le interese saber que fue Pagett quien lo descubrió todo. Se
empeñó en aburrirme contándome una larga historia acerca de una
apuesta y de un cilindro de película. No tardé mucho en sacar
consecuencias de todo ello... Recordé lo mucho que desconfiaba la
señora Blair del coronel Race, la agitación de que había dado
muestras, lo mucho que me había suplicado que cuidara yo de las
chucherías que comprara. El excelente Pagett había abierto ya todas
las cajas en un exceso de celo. Antes de abandonar el hotel me limité
a meterme en el bolsillo todos los rollos de película. Están allí, en el
rincón. Confieso que no he tenido tiempo de examinarlos aún; pero
observo que uno de ellos pesa mucho más que los otros, que hace un
ruido singular cuando lo agito y que la lata ha sido soldada, de suerte
que será preciso emplear un. abrelatas para abrirla. La cosa parece
bastante clara, ¿verdad? Como verá usted, los tengo a los dos
cogidos en una trampa. Es una lástima que no le hiciera gracia la idea
de convertirse en lady Pedler.
No le respondí. Me quedé mirándole.
Se oyó un rumor de pasos en la escalera. La puerta se abrió de par
en par. Enrique Rayburn entró en el cuarto, empujado por dos
hombres. Sir Eustace me dirigió una mirada de triunfo.
—De acuerdo con el plan trazado —dijo dulcemente—. Si no lucharan
los aficionados contra los profesionales.
—¿Qué significa esto? —inquirió Enrique roncamente.
—Significa que ha entrado usted en mi tela... como le dijo la araña a
la mosca —observó humorísticamente sir Eustace—. Mi querido
Rayburn, tiene usted mala suerte.
—Dijiste que podía venir sin temor, Ana...
—No la culpe usted a ella, amigo mío. Le dicté yo la carta y no tuvo
más remedio que escribirla. Hubiese sido mucho más prudente que
no la hubiese escrito... pero no se lo dije por entonces. Usted siguió
sus instrucciones, se dirigió a la tienda de curiosidades, le condujeron
por el pasillo secreto desde la trastienda... ¡y se encontró en manos
de sus enemigos!
Enrique me miró. Comprendí su mirada y procuré acercarme más a
sir Eustace.
—Sí —murmuró este último—, no tiene usted suerte, decididamente.
Éste es... deje que piense... nuestro tercer encuentro.
—Tiene usted razón —contestó Enrique—. Éste es nuestro tercer
encuentro. Ha salido usted triunfante dos veces. ¿No ha oído decir
nunca que a la tercera cambia la suerte? Ésta me toca a mí...
¡Apúntale, Ana!
Yo ya estaba preparada. Con un movimiento rápido me saqué el
revólver de la media y apoyé el cañón contra su cabeza. Los dos
hombres que custodiaban a Enrique dieron un salto hacia delante;
pero su voz los contuvo.
—Otro paso... ¡y muere él! Si se acercan más, Anita, oprime el
gatillo..., ¡no vaciles!
—No vacilaré —le respondí alegremente—. Hasta temo que llegue a
disparar aunque no se muevan.
Y los hombres se inmovilizaron, obedientemente.
—Dígales que salgan del cuarto —ordenó Enrique.
Sir Eustace dio la orden. Los hombres salieron y Enrique echó el
cerrojo tras ellos.
—Ahora podemos hablar —observó, sombrío.
Y cruzando el cuarto, me quitó el revólver de las manos.
Sir Eustace exhaló un suspiro de alivio y se limpió la frente con un
pañuelo.
—No me encuentro en muy buenas condiciones físicas —observó—. Y
creo que debo de tener insuficiencia cardíaca. Me alegro que el
revólver se halle en manos competentes. No me fiaba del arma
mientras la señorita Ana la tuviese en su mano. Pues bien, amigo
mío, como usted dice, ahora podemos hablar. Estoy dispuesto a
reconocer que me ha pillado la ventaja. No sé de dónde diablos
saldría el revólver. Hice registrar el equipaje de la muchacha cuando
llegó. ¿Y de dónde lo sacó ahora? ¡No lo llevaba hace un minuto!
—Sí —le repliqué—; lo tenía escondido en la media.
—No sé lo bastante de las mujeres. Debía de haberlas estudiado un
poco más —dijo sir Eustace melancólicamente—. ¿Se le habría
ocurrido a Pagett esa posibilidad?
Enrique dio un golpe brusco en la mesa.
—No haga el imbécil. Si no fuera por sus canas, le tiraría por la
ventana. ¡Canalla! Con canas o sin ellas le...
Avanzó un par de pasos y sir Eustace se refugió ágilmente tras la
mesa.
—¡Son tan violentos los jóvenes siempre...! —exclamó en son de
reproche—. Como son incapaces de usar el cerebro, confían
exclusivamente en su musculatura. Hablemos con sensatez. De
momento usted es dueño de la situación. Pero semejante estado de
cosas no puede continuar. La casa está llena de hombres míos. Se
encuentra usted en manifiesta inferioridad numérica. Ha logrado
momentáneamente ventaja gracias a un accidente...
—Sí, ¿eh?
—Sí, ¿eh? —repitió el joven—. Siéntese, sir Eustace, y escuche lo que
tengo que decirle.
Y sin dejar de apuntarle con el revólver, continuó:
—Esta vez todo va en contra de usted. ¡Y para empezar, escuche eso!
Eso era una serie de golpes descargados sobre la puerta de abajo. Se
oyeron gritos, maldiciones y a continuación disparos. Sir Eustace
palideció.
—¿Qué es eso?
—Race... y su gente. No sabía usted, ¿verdad que no, sir Eustace?,
que Ana y yo habíamos acordado emplear un procedimiento especial
para saber si eran genuinos los mensajes que recibiéramos el uno del
otro. Los telegramas debían ser firmados con el nombre de «Andy», y
en las cartas debía figurar la conjunción «y» tachada en alguna parte
del texto. Anita sabía que el telegrama que le mandó usted era falso.
Vino aquí voluntariamente, se metió a conciencia en la trampa con la
esperanza de hacerle caer a usted en ella. Antes de salir de
Kimberley telegrafió a Race y a mí. La señora Blair ha estado en
continua comunicación con nosotros desde entonces. Recibí la carta
escrita al dictado suyo, que no era más que lo que yo esperaba. Ya
había discutido con Race yo la posibilidad de que existiera un
pasadizo secreto en el establecimiento y él había descubierto dónde
se hallaba la salida.
Se oyó una especie de silbido y una fuerte explosión.
—Están bombardeando esta parte de la ciudad. Tengo que sacarte de
aquí, Ana.
Se vio de pronto un gran resplandor. La casa de enfrente se había
incendiado. Sir Eustace se estaba paseando ahora de un lado a otro.
Enrique no dejaba de apuntarle.
—Conque, como verá usted, sir Eustace, todo ha terminado. Fue
usted mismo quien tuvo la bondad de suministrarme la pista de su
paradero. Los hombres de Race estaban vigilando la salida del
pasadizo secreto. A pesar de cuantas precauciones tomé, lograron
seguirme hasta aquí.
—Muy ingenioso. Muy digno de encomio. Pero aún me queda algo que
decir. Si yo he perdido la partida, también la ha perdido usted. Jamás
podrá demostrar que soy el asesino de Nadina. Estuve en Marlow
aquel día; eso es cuanto tiene usted contra mí. Nadie puede
demostrar que conociera a la mujer siquiera. Pero usted la conocía,
usted tenía razones para desear su muerte, para matarla... y sus
antecedentes le condenan. Es usted un ladrón, no lo olvide..., un
ladrón. Hay otra cosa que tal vez no sepa usted. Tengo los
diamantes. Y ahí van...
Con un movimiento increíblemente rápido, se agachó, alzó el brazo y
tiró. Sonó el tintineo de vidrios rotos al atravesar el objeto la ventana
y desaparecer en la masa de fuego de la casa de enfrente.
—Ha desaparecido su única esperanza de demostrar su inocencia en
el robo de Kimberley. Y ahora hablaremos. Estoy dispuesto a llegar a
un acuerdo. Me tiene usted acorralado. Race encontrará todo lo que
necesita en esta casa. Tengo una probabilidad de salvación si logro
huir. Estoy perdido si me quedo; pero... ¡también está perdido usted,
joven! Hay una claraboya en el cuarto vecino. Un par de minutos de
ventaja y me habré salvado. Tengo algunas disposiciones tomadas
ya. Usted déjeme salir por ese camino y déme dos minutos de
tiempo... Y yo les dejaré una carta firmada confesándome autor de la
muerte de Nadina.
—Si, Enrique —exclamé—. ¡SÍ, sí, sí!
—No, Anita. Mil veces no. No sabes lo que dices.
—Sí que lo sé. Es la solución de todo.
—No volvería a poder mirar a Race cara a cara. Correré los riesgos
que sea preciso. Pero, ¡que me ahorquen si dejo a este escurridizo
zorro escapárseme! Es inútil, Ana. No lo haré.
Sir Eustace rió. Aceptaba la derrota sin emoción.
—Vaya, vaya —observó—; parece usted haberse encontrado con la
horma de su zapato, Ana. Pero puedo asegurarles a ambos que no
siempre se sale ganando con hacer alarde de rectitud moral.
Se oyó astillar la madera y pasos que subían la escalera. Enrique
descorrió el cerrojo. El coronel Race fue el primero que entró. Se le
iluminó el rostro al vernos.
—¡Está usted sana y salva, Ana! Temí... —Se volvió hacia sir
Eustace—. Llevo mucho tiempo tras usted, Pedler... y por fin le he
cogido.
—Todo el mundo parece haberse vuelto completamente loco —
declaró sir Eustace—. Estos jóvenes me han estado amenazando con
revólveres, acusándome de las cosas más escandalosas. No sé qué
significa todo esto.
—¿No? Pues significa que he dado con el «Coronel». Significa que el
día ocho de enero no estaba usted en Cannes, sino en Marlow.
Significa que, cuando su instrumento, madame Nadina se volvió
contra usted, decidió hacerla desaparecer... y podremos, por fin
demostrar su culpabilidad.
—¿De veras? Y, ¿de quién obtuvo usted tan interesante información?
¿Del hombre a quien la policía anda buscando en estos mismos
instantes? ¡Valiente valor tendrán sus declaraciones!
—Tenemos otras pruebas. Hay otra persona que sabía que Nadina iba
a reunirse con usted en la Casa del Molino.
El semblante de sir Eustace reflejó sorpresa. El coronel Race hizo un
gesto con la mano. Arturo Minks, alias el reverendo Eduardo
Chichester, alias la señorita Pettigrew, dio un paso al frente. Estaba
pálido y nervioso, pero habló con claridad.
—Vi a Nadina en París la noche antes de su viaje a Inglaterra. Me
hacía pasar, entonces, por un conde ruso. Me hablo de sus
intenciones. Yo le hice una advertencia, porque sabía la clase de
hombre con quien tenía que habérselas; pero no quiso hacer caso de
mis consejos. Había un radiograma sobre su mesa. Lo leí. Luego se
me ocurrió hacer un esfuerzo para apoderarme de los diamantes. El
señor Rayburn me abordó en Johannesburgo. Me convenció y me
pasé a su bando.
Sir Eustace le miró. No dijo nada, pero Minks pareció marchitarse
como una flor.
—Las ratas siempre abandonan el barco que se hunde —observó sir
Eustace—, no me gustan las ratas. Tarde o temprano las destruyo.
—Una cosa quisiera decirle, sir Eustace —intervine yo—. La cajita de
lata que tiró por la ventana no contenía diamantes, sino vulgares
guijarros. Los diamantes se encuentran en lugar seguro. Si quiere
que le diga la verdad, están en la panza de la jirafa de madera.
Susana la ahuecó, metió los diamantes dentro, envueltos en algodón
para que no hicieran ruido, y volvió a tapar el agujero. Así los
diamantes estaban seguros.
Sir Eustace me miró un buen rato. Su contestación fue característica.
—Siempre le tuve antipatía a esa maldita jirafa —dijo.
CAPITULO -- XXXIV
No nos fue posible regresar a Johannesburgo aquella noche. Los
proyectiles caían con bastante frecuencia por allí y oí decir que nos
hallábamos más o menos aislados, porque los rebeldes habían
logrado apoderarse de otro trozo de suburbio de la ciudad.
Nos hallábamos refugiados en una granja, a unas veinte millas de la
población, en pleno veldt.
Me repetía sin cesar, sin poder creerlo, que todas nuestras
penalidades habían terminado. Enrique y yo estábamos juntos y ya
no volveríamos a separarnos. No obstante, sentía como si se alzase
una barrera entre los dos, cierta reticencia por su parte, cuyo motivo
no lograba yo comprender.
A sir Eustace se lo habían llevado en dirección opuesta con una fuerte
escolta. Se despidió de nosotros agitando alegremente la mano.
Salí al stoep a primera hora de la mañana siguiente y dirigí la mirada,
por encima del veldt, hacia Johannesburgo.
La mujer del granjero salió y me llamó a desayunarme. Era
bondadosa y de instintos maternales y me había encariñado con ella
ya. Enrique había salido al amanecer y no había regresado aún, me
informó. Volví a sentirme invadida por cierta sensación de inquietud.
¿Qué era aquella sombra que se interponía entre los dos?
Después del desayuno me senté en el stoep con un libro en la mano;
pero no lo leí. Estaba tan enfrascada en mis pensamientos, que no vi
llegar al coronel Race ni me di cuenta de que se apeaba de su
caballo. No reparé en su presencia hasta que me dijo:
—Buenos días, Ana.
—¡Oh! —murmuré, ruborizándome—. ¡Es usted!
—Sí. ¿Puedo sentarme?
Acercó una silla a la mía. Era la primera vez que nos encontrábamos
solos desde aquel día en Matoppos.
—¿Qué noticias hay? —le pregunté.
—Smuts entrará en Johannesburgo mañana. Doy a esta sublevación
tres días de vida. Luego cesará por completo. Entretanto, la lucha
continúa.
—Ojalá —dije— pudiera tener una la seguridad de que no muriese
más que la gente que lo mereciera. Quiero decir los que deseaban
luchar..., no la pobre gente que vive, por casualidad, en los lugares
en que se pelea.
—Comprendo lo que quiere decir, Ana. Es la injusticia de la guerra.
Pero tengo otras noticias para usted.
—¿Sí?
—Sí; vengo a confesarle mi incompetencia. Pedler ha logrado fugarse.
—¿Qué dice?
—Lo que oye. Nadie sabe cómo se las arregló. Estaba encerrado con
llave en un cuarto piso superior, de una de las granjas que han sido
militarmente ocupadas. Esta mañana, sin embargo, se encontró el
cuarto vacío. Había volado el pájaro.
A mí me alegró secretamente la noticia. Este es el día que aún no he
logrado matar por completo la simpatía que sir Eustace supo
inspirarme. Será reprensible, no lo discuto. Pero el hecho subsiste. Lo
admiraba. Sería un canalla completo; pero era un canalla agradable.
Oculté mis sentimientos, naturalmente. Él coronel Race no los
compartía a buen seguro. Quería que sir Eustace compareciese ante
un tribunal. Si una se paraba a pensarlo, la huida no resultaba tan
sorprendente después de todo. Debía de tener numerosos espías y
agentes por todos los alrededores de Johannesburgo. Y creyera el
coronel Race lo que creyese, dudaba mucho que lograse cazarle ya
nunca. Probablemente tendría bien estudiada la retirada. Nos lo había
dicho así él mismo incluso.
Comenté el suceso adecuadamente aunque con cierta indiferencia y
la conversación languideció. De pronto, el coronel Race preguntó por
Enrique. Le dije que había salido al amanecer y que no le había visto
en toda la mañana.
—Supongo, Ana, que sabrá usted ya que, aparte de ciertas
formalidades, su inocencia ha quedado ampliamente demostrada.
Quedan algunos formulismos; pero ha quedado bien sentada la
culpabilidad de sir Eustace. Ya no existe nada que pueda separarlos.
—Comprendo —le respondí, agradecida.
—Y no existe motivo alguno para que no vuelva a usar
inmediatamente su verdadero nombre.
—No, claro que no.
—¿Conoce su verdadero nombre?
La pregunta me sorprendió.
—Claro que sí, Enrique Lucas.
Él no respondió, pero en su silencio noté algo que se me antojó
singular.
—Ana, ¿recuerda que, cuando regresábamos de los Matoppos aquel
día, le dije que sabía lo que tenía que hacer?
—Claro que lo recuerdo.
—Creo que puedo decir sin mentir que ya lo he hecho. Ha quedado
demostrada la inocencia del hombre a quien usted ama.
—¿Fue eso lo que quiso usted decir?
—Naturalmente.
Agaché la cabeza, avergonzada de haber pensado mal. Habló de
nuevo, con voz pensativa:
—De muy joven, me enamoré de una muchacha que me dejó por
otro. Después de eso, ya no pensé más que en el trabajo. Mi carrera
llegó a representarlo todo para mí. Luego la conocí a usted, Ana... y
ya me pareció que todo lo demás no valía la pena. Pero la juventud
llama a la juventud... Yo aún tengo mi trabajo.
—Creo que llegará usted muy alto —dije, soñadora—. Creo que una
gran carrera se abre ante usted. Será uno de los grandes hombres
del mundo.
—Pero estaré solo.
—Toda la gente que hace cosas grandes lo está.
—¿Lo cree usted así?
—Estoy segura dé ello.
Me tomó de la mano y dijo en voz baja:
—Yo hubiese preferido lo otro.
En aquel instante, Enrique dobló la esquina de la casa. El coronel
Race se puso en pie.
—Buenos días..., Lucas —dijo.
Por Dios sabe qué motivos Enrique se puso colorado.
—Sí —dije yo, alegremente—; es preciso que se te conozca por tu
verdadero nombre ahora.
Pero Enrique seguía mirando al coronel Race.
—Conque lo sabe usted —dijo por fin.
—Jamás olvido una cara. Le vi una vez, cuando niño.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté, intrigada, mirando de uno a
otro.
Parecía estarse librando una batalla entre dos voluntades. Race ganó.
Enrique desvió la mirada.
—Supongo que tiene usted razón —murmuró—. Dígale mi verdadero
nombre.
—Ana, éste no es Enrique Lucas. A Lucas le mataron en la guerra. Su
verdadero nombre es Juan Harold Eardsley, del que se creía murió en
la guerra.
CAPITULO -- XXXV
Al decir estas últimas palabras, el coronel Race dio media vuelta y se
alejó. Yo me quedé mirándole. La voz de Enrique me hizo bajar de las
nubes.
—Anita, perdóname. Di que me perdonas.
Me asió la mano y yo la retiré casi maquinalmente.
—¿Por qué me engañaste?
—No sé si podré hacértelo comprender. Le tenía miedo a todo eso...
al poder y a la fascinación de la riqueza. Quería que me quisieses a
mí... por lo que era... sin adornos ni oropeles.
—¿Quieres decir con eso que no te fiabas de mí?
—Puedes expresarlo así, si quieres; pero no es cierto del todo. Me
había convertido en un amargado, desconfiaba..., me inclinaba a
buscar siempre motivos interesados en todos los actos... y ¡era tan
maravilloso verse amado como tú me amabas!
—Comprendo —respondí muy despacio.
Estaba repasando mentalmente la historia que me había contado. Por
primera vez me di cuenta de ciertas discrepancias en ella,
discrepancias de las que no había hecho caso; la seguridad del
dinero, la posibilidad de comprarle los diamantes a Nadina, la forma
en que había preferido hablar de ambos hombres desde el punto de
vista de un extraño. Y cuando había dicho «mi amigo», no se había
referido a Eardsley, sino a Lucas. Era Lucas, el hombre apacible,
quien había amado tan intensamente a Nadina.
—¿Cómo sucedió? —le pregunté.
—Los dos fuimos temerarios... teníamos ganas de hallar la muerte.
Una noche cambiamos los discos de identidad... ¡para tener suerte! A
Lucas le mataron al día siguiente... Una granada le hizo pedazos.
Me estremecí.
—Pero, ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Esta mañana? No podías
tener duda a estas alturas que yo te quería.
—Ana, no quería echarlo a perder todo. Deseaba llevarte de nuevo a
la isla. ¿De qué sirve el dinero? No se puede comprar la felicidad con
él. Hubiéramos sido felices en la isla. Te digo que me da miedo esa
otra vida... casi me pudrió por completo una vez.
—¿Sabía sir Eustace quién eras en realidad?
—Sí.
—¿Y Carton?
—No. Nos vio a los dos con Nadina en Kimberley una noche; pero no
sabía cuál era cuál. Me creyó cuando le dije que yo era Lucas y
Nadina se dejó engañar por su cablegrama. Ella jamás le tuvo miedo
a Lucas. Era un chico apacible..., pero muy profundo. Pero yo
siempre tuve un genio endemoniado. Casi se hubiese muerto del
susto de haber sabido que yo había resucitado.
—Enrique, si el coronel Race no me lo hubiera dicho, ¿qué pensabas
hacer?
—No decir una palabra. Seguir con el nombre de Lucas.
—¿Y los millones de tu padre?
—Por mí que se los quedara Race. De todas formas, hubiese sabido
darles mejor empleo del que yo les daré jamás. Ana, ¿en qué
piensas?
—Estoy pensando —continuó lentamente— que casi siento que el
coronel Race te obligara a decírmelo.
—No. Tenía él razón. Te debía la verdad.
Hizo una pausa. Luego dijo de pronto:
—¿Sabes, Ana? Tengo celos de Race. Él también te quiere, y es un
hombre más grande de lo que soy yo y de lo que seré jamás.
Me volví hacia él, riendo.
—Enrique, so tonto... Es a ti a quien quiero... y eso es todo lo que
importa.
Emprendimos el viaje a Ciudad de El Cabo tan pronto como nos fue
posible. Susana me aguardaba allí y juntas le abrimos la tripa a la
jirafa. Cuando quedó dominada por completo la revolución, el coronel
Race se presentó en Ciudad de El Cabo, y a propuestas suyas, el
enorme hotelito de Miuzenberg, que había sido propiedad de sir
Lorenzo Eardsley, fue abierto de nuevo y todos fijamos nuestra
residencia en él.
Allí hicimos nuestros planes. Yo había de regresar a Inglaterra con
Susana e instalarme en su casa de Londres hasta que me casara. Y...
¡compraríamos la canastilla en París! Susana disfrutaba enormemente
preparando todos los detalles. Y yo también. No obstante, el porvenir
me parecía singularmente irreal. Y a veces, sin saber por qué, me
sentía completamente ahogada, como si me fuera imposible respirar.
Llegó la víspera del día en que debíamos embarcar. No pude conciliar
el sueño. Me consumía la tristeza, sin saber por qué. Detestaba la
idea, ¿sería lo mismo? ¿Volvería a ser lo mismo jamás?
Y entonces me sobresaltó un golpe autoritario dado en la persiana.
Me puse de pie de un brinco. Enrique se encontraba fuera en el stoep.
—Vístete, Anita, y sal. Quiero hablar contigo.
Me eché algo de ropa encima y salí. El fresco aire de la noche, quieto
y perfumado, rozábame el rostro con aterciopelada caricia. Enrique
me condujo a un punto donde no pudiera oírsenos desde la casa.
Tenía el rostro muy pálido y decidido y le centelleaban los ojos.
—Anita, ¿recuerdas que me dijiste una vez que a las mujeres les
gustaba hacer las cosas que les disgustaban por amor al hombre a
quien querían?
—Sí —contesté, preguntándome qué iba a ocurrir.
Me estrechó entre sus brazos.
—Ana vente conmigo... ahora... esta noche, volvamos a Rhodesia... a
la isla. No puedo soportar todas estas estupideces. No puedo soportar
la espera.
Me desasí un instante.
—¿Y mis vestidos de París? —me lamenté burlona.
—¡Al diablo con tus vestidos de París! No pienso dejarte marchar,
¿me has oído? Eres mía. Si te dejo marchar, pudiera perderte. Nunca
estoy seguro de ti. Vas a venir conmigo ahora... esta noche... y al
demonio los demás.
Me apretujó contra su pecho, besándome hasta dejarme casi sin
aliento.
—No puedo pasarme por más tiempo sin ti, Ana. De veras que no.
Odio el dinero. Que se lo lleve Race. Vamos.
—¿Mi cepillo de dientes? —murmuré.
—Te puedes comprar otro. Ya sé que soy un loco; pero por el amor
de Dios, ¡vamos!
Echó a andar a grandes zancadas. Yo le seguí tan sumisa como la
mujer barotsi a quien viera en la vecindad de las Cataratas. Sólo que
yo no llevaba una sartén encima de la cabeza. Andaba él tan aprisa
que me costaba la mar de trabajo seguirle.
—Enrique —dije, por fin, con voz humilde—, ¿vamos a recorrer a pie
todo el camino hasta Rhodesia?
Se volvió él de pronto, y soltando una carcajada, me cogió en sus
brazos.
—Estoy loco, nena mía, ya lo sé. Pero, ¡te quiero tanto!
—Somos un par de locos. Y, oh, Enrique no me lo has preguntado;
pero ¡esto no es un sacrificio para mí! ¡Quería venir!
CAPITULO -- XXXVI
Eso fue hace dos años. Seguimos viviendo en la isla. Ante mí, sobre
la tosca mesa de madera, se encuentra la carta que Susana me
escribió:
«Queridas Criaturas Perdidas en el Bosque. Queridos
lunáticos Enamorados:
No me ha causado sorpresa, en absoluto. Mientras
hablábamos de París y de vestidos, experimentaba la
sensación de que nada de aquello era real, de que
desaparecerías el día menos pensado como por ensalmo.
Pero ¡sí que sois una pareja de lunáticos! La idea de
renunciar a una fortuna enorme es un absurdo. El coronel
Race quería discutir el asunto, pero le he convencido de que
debe dejar que el tiempo discuta por y para Enrique. Nadie
mejor que él para eso. Porque después de todo, las lunas de
miel no duran eternamente. No estás aquí, Anita; conque
puedo decir eso sin peligro de que te abalances sobre mí
como un gato montés. El amor en la selva durará mucho
tiempo; pero el día menos pensado empezarás a pensar de
pronto en Park Lane1, en pieles suntuosas, en vestidos de
París, en los últimos modelos de automóvil y de cochecitos
de niño y en doncellas francesas, y en amas de cría y ayas.
Pero pasad vuestra luna de miel, queridos lunáticos, y que
sea una luna de miel muy larga. Y pensad de vez en cuando
en mí, que engordo entre tanta abundancia.
Vuestra querida amiga,
Susana Blair.»
«P.D.: Os envío un buen surtido de sartenes como regalo de
boda y una enorme terrine de páté de foie gras, para que os
acordéis de mí.»
Hay otra carta que también leo a veces. Llegó mucho tiempo después
que la anterior e iba acompañada de un abultado paquete. Parecía
haber sido escrita desde algún lugar de Bolivia.
«Mi querida Anita Beddingfeld:
No puedo resistir la tentación de escribirle, no tanto por el
placer que me proporciona el escribir, como por la gran
1 Avenida londinense donde se alzan los palacios aristocráticos. (N. del T.)
alegría que sé experimentará al recibir noticias mías.
Nuestro amigo Race no fue tan listo como creía, ¿verdad?
Creo que la nombraré a usted mi albacea literaria. Le envió
mi Diario. No hay en él nada que pudiera interesar a Race ni
a ninguno de su cuadrilla; pero o mucho me equivoco, o
encontrará usted en él algunas cosas que le resultarán
divertidas. Haga el uso de él que crea más conveniente.
Sugiero que lo emplee como base de un artículo para el
Daily Budget titulado: «Criminales que he conocido». La
única condición que pongo es que figure yo como personaje
principal.
A estas horas no dudo que habrá dejado usted de ser Ana
Beddingfeld para convertirse en lady Eardsley, reina de Park
Lane. Me gustaría hacer constar que no le guardo a usted el
menor rencor. Es muy duro, claro está, tener que empezar
de nuevo la existencia cuando se tiene mi edad. Pero (se lo
digo en confianza) tenía fondos de reserva cuidadosamente
colocados, para hacer frente a semejante contingencia. Me
han resultado muy útiles y estoy logrando establecer una
serie de relaciones que han de servirme para mucho. Y a
propósito, si alguna vez se cruza con ese amigo suyo tan
gracioso que se llama Arturo Minks, tenga la bondad de
decirle que no le he olvidado, ¿quiere? Eso le dará un buen
susto.
En conjunto, creo haber dado pruebas de un espíritu muy
cristiano y perdonador. Hasta para Pagett. Acerté a
enterarme que había traído (mejor dicho, la señora Pagett y
no él) una sexta criatura al mundo el otro día. Envié al
recién nacido un tazón de plata y me declaré dispuesto en
una postal a hacer de padrino suyo. ¡Me imagino la cara que
Pagett habrá puesto al recibirlo! Estoy seguro de que se ha
ido derecho a Scotland Yard con tazón y postal y una cara
más seria que mandada hacer de encargo.
Bendita sea, ojos líquidos. Día llegará en que se dé cuenta
del error que ha cometido al no casarse conmigo.
«Siempre suyo,
Eustace Pedler.»
Enrique se puso furioso. Es el único punto en que él y yo no estamos
de acuerdo. Para él, sir Eustace era el hombre que había intentado
asesinarme y a quien consideraba culpable de la muerte de su amigo.
Los atentados que sir Eustace cometió contra mi vida me han
extrañado siempre. Se salen del cuadro, como quien dice. Porque
estoy segura de que siempre le inspiré un afecto sincero.
Pero siendo así, ¿por qué intentó matarme dos veces? Enrique dice
que «porque es un canalla completo» y cree haber resuelto todo con
afirmación semejante.
Susana se mostró muy perspicaz y más comprensiva. Discutí el
asunto con ella y lo achacó a un «complejo de temor». Susana es
muy aficionada al psicoanálisis. Me hizo ver que toda la ambición de
sir Eustace en esta vida era gozar de la seguridad y de la mayor
comodidad posible. Tenía un instinto de conservación muy acusado. Y
el asesinato de Nadina eliminó en él ciertas inhibiciones. Sus actos no
representaban los sentimientos que yo le inspiraba, sino que eran el
resultado de lo mucho que temía por su seguridad personal. Creo que
Susana tiene razón. En cuanto a Nadina, ésta era una de esas
mujeres que merecen morir. Los hombres hacen toda suerte de cosas
poco honrosas para poder enriquecerse, pero ninguna mujer debe de
fingirse enamorada con fines interesados.
Me es muy fácil perdonarle a sir Eustace. Pero a Nadina no la
perdonaré jamás. ¡Jamás, jamás, jamás!
El otro día me puse a desenvolver unas latas que iban envueltas en
pedazos de un Daily Budget atrasado y me encontré de pronto con
las palabras: «El hombre del traje color castaño». ¡Cuánto tiempo
parecía haber transcurrido desde entonces! Había roto toda relación
con el Daily Budget mucho tiempo antes, naturalmente. Me había
divorciado de él mucho más pronto de lo que él se había divorciado
de mí. Mi «Boda Romántica» fue objeto de mucha publicidad.
Mi hijo está tendido al sol, agitando las piernas. ¡Ese sí que es «un
hombre de traje color castaño»! Lleva puesto lo menos posible, lo
que constituye el mejor traje para África, y está más tostado que el
café. Siempre está escarbando en el suelo. Yo creo que ha salido a
papá. Tendrá la misma manía que él y la misma afición a la arcilla
pleiocénica.
Susana me mandó un telegrama cuando nació:
«Felicitaciones y cariñosos saludos al recién llegado a la Isla de los
Lunáticos. ¿Tiene la cabeza dolicocefálica o braquiefálica?»
«¡Platicefática!»
FIN
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