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domingo, 15 de enero de 2012

EL HOMBRE DEL TRAJE COLOR CASTAÑO



EL HOMBRE DEL TRAJE

COLOR CASTAÑO

Agatha Christie










PROLOGO

Nadina, la bailarina que había tomado París por asalto, mecióse al

compás de los aplausos e hizo reverencias vez tras vez. Las negras y

contraídas pupilas de sus ojos se contrajeron aún más. La línea recta

escarlata que era su boca, curvóse hacia arriba.

Entusiasmados franceses continuaron golpeando el suelo para

expresar su aprobación al caer el telón y ocultar los rojos, azules y

púrpuras del exótico decorado. La bailarina abandonó el escenario en

un remolino de ropajes azules y anaranjados. Un caballero barbudo la

recibió, con entusiasmo, entre sus brazos. Era el empresario.

—¡Magnífico, pequeña, magnífico! —exclamó—. ¡Esta noche se ha

superado!

La besó galantemente en ambas mejillas, con naturalidad.

Madame Nadina aceptó el tributo con la serenidad hija de larga

costumbre y pasó a su camarín, donde había ramilletes de flores

apilados de cualquier manera y en todas partes; maravillosos

vestidos de estilo futurista colgaban de las perchas; y el aire estaba

cargado del aroma de las flores y de perfumes y esencias. Jeanne, la

doncella, ayudó a su señora, hablando sin cesar y colmándola de

alabanzas.

Unos golpecitos dados en la puerta pusieron dique al encomiástico

torrente. Jeanne acudió a contestar y volvió con una tarjeta en la

mano.

—¿Madame le recibirá?

—Déjeme ver.

La bailarina tendió, con languidez, una mano; pero al ver el nombre

inscrito en la cartulina, conde Sergio Paulovitch, un destello de

interés brilló, de súbito, en sus ojos.

—Le recibiré. El peinador color maíz, Jeanne, pronto. Y cuando entre

el conde, puede usted retirarse.

—Bien, madame.

Jeanne le entregó el peinador, exquisita prenda de gasa trigueña y

armiño. Nadina se la puso y se sentó sonriendo, mientras su mano,

blanca y larga, tabaleaba con los dedos sobre la superficie de cristal

de la mesa tocador.

El conde aprovechó inmediatamente el privilegio que se le otorgaba.

Era un hombre de estatura regular, muy delgado, muy elegante, muy

pálido, extraordinariamente cansado. Las facciones sin gran cosa que

las distinguiese, hombre difícil de volver a reconocer si se hacía caso

omiso de su amaneramiento. Se inclinó sobre la mano de la bailarina

con exagerada cortesía.

—Madame, éste es un placer, en verdad.







Hasta ahí oyó Jeanne antes de salir y cerrar la puerta tras sí. Una vez

a solas con su visitante, un sutil cambio se operó en la sonrisa de

Nadina.

—Aunque somos compatriotas, no hablaremos en ruso, creo yo —

observó ella.

—Puesto que ninguno de los dos sabemos una palabra de ese idioma,

creo que valdrá mucho más —asintió el hombre.

De común acuerdo recurrieron al inglés y, nadie, ahora que el conde

había dejado su amaneramiento, hubiera podido dudar que el inglés

era su idioma natal. En efecto, había empezado su vida como

transformista en una sala de espectáculos de Londres.

—Tuviste un gran éxito esta noche —comentó—. Te felicito.

—Ello no obstante —advirtió la mujer—, estoy preocupada. Mi

posición no es lo que fue. Las sospechas que se despertaron durante

la guerra no se disiparon del todo jamás. Se me vigila y espía

continuamente.

—Pero, ¿no es cierto que no se presentó una acusación de espionaje

contra ti nunca?

—Nuestro jefe prepara demasiado bien sus planes para que eso sea

posible.

—Que disfrute de una larga vida el «Coronel» —dijo el conde,

sonriendo—. Asombrosa noticia, ¿no te parece?, que tenga intención

de retirarse. ¡Retirarse! Como un médico, o un carnicero cualquiera.

—O cualquier otro hombre de negocios —completó Nadina—. No

debiera de sorprendernos. Eso es lo que ha sido siempre el

«Coronel»; un excelente hombre de negocios. Ha organizado el

crimen como otro hombre hubiera podido organizar una fábrica de

zapatos. Sin comprometerse, ha planeado y dirigido una serie de

golpes colosales que han abarcado todas las ramas de lo que

pudiéramos llamar «su profesión». Robos de joyas, falsificaciones,

espionaje (este último, singularmente lucrativo en tiempo de guerra),

sabotaje, asesinatos discretos..., apenas hay cosa alguna que no

haya tocado. Y lo que aún demuestra más su sabiduría: sabe cuándo

parar. ¿Empieza a resultar peligroso el juego? Se retira

airosamente... ¡con una fortuna enorme!

—¡Hum! —murmuró dubitativo el conde—. Es algo... desconcertante

para todos nosotros. Nos quedamos ociosos, como quien dice.

—Pero se nos paga la despedida... ¡en generosísima escala!

Algo, cierto dejo de burla en su voz, hizo que el hombre la mirara

vivamente. Ella sonreía para sí y la cualidad de aquella sonrisa

despertó su curiosidad. Pero prosiguió con diplomacia:

—Sí; el «Coronel» siempre ha sido un amo generoso. Yo atribuyo

gran parte de su éxito a eso... y a su invariable plan de hallar una

cabeza de turco apropiada. Un gran cerebro... ¡un gran cerebro,

indudablemente! Y un apóstol de la máxima: «Si quieres que una

cosa se haga sin peligro, ¡no la hagas tú en persona!» Henos aquí







comprometidos todos hasta las cejas y por completo en su poder y ni

uno solo de nosotros tiene pruebas que puedan comprometerle a él.

Hizo una pausa, como si estuviera esperando que se mostrara ella en

desacuerdo con él. Pero Nadina guardó silencio, sin dejar de sonreír.

—Ni uno solo de nosotros —musitó el conde—. No obstante, ¿sabes?,

es supersticioso el viejo. Tengo entendido que hace años fue a visitar

a una de esas adivinas. Ella le vaticinó toda una vida de éxitos; pero

declaró que una mujer sería su ruina.

Había logrado despertar su interés ahora. Nadina alzó la mirada con

avidez.

—¡Es curioso! ¡Muy curioso! ¿Una mujer has dicho?

Él sonrió y se encogió de hombros.

—Sin duda ahora que se ha... retirado, se casará. Con alguna belleza

de la buena sociedad que gastará sus millones más aprisa de lo que

él los ganó.

Nadina negó con la cabeza.

—No, no; no es así como ocurrirá. Escucha, amigo mío: mañana me

voy a Londres.

—Pero, ¿y tu contrato aquí?

—Sólo estaré ausente una noche. Y marcho de incógnito, como una

reina. Nadie sabrá jamás que he salido de Francia. Y, ¿por qué crees

que marcho?

—Mal puede ser por gusto en esta época del año. Enero, ¡un mes

detestable y nebuloso! Será por interés, supongo.

—Justo —se puso en pie ante él, arrogante de orgullo su grácil

silueta—. Dijiste, no ha mucho, que ninguno de nosotros tenía cosa

alguna que pudiera comprometer al jefe. Te equivocas. Tengo algo

yo. Yo, una mujer, he tenido el ingenio, yo, sí, el valor (porque hace

falta valor), de traicionarle. ¿Recuerdas los diamante de De Beer?

—Sí, los recuerdo, en Kimberley, y poco antes de que estallara la

guerra, ¿verdad? Yo no tuve nada que ver con el asunto, y nunca oí

los detalles. Se echó tierra sobre el asunto Dios sabe por qué razón.

¿No es cierto? Un golpe magnífico, por añadidura.

—Piedras por valor de cien mil libras esterlinas. Dimos el golpe entre

dos... bajo las órdenes del «Coronel», claro está. El plan era

substituir alguno de los diamantes de De Beer con unos diamantes de

muestra traídos de América del Sur por dos jóvenes mineros que

acertaban a hallarse en Kimberley por entonces. Así, era seguro que

las sospechas recaerían sobre ellos.

—Muy ingenioso —interpeló el conde, con aprobación.

—El «Coronel» es ingenioso siempre. Bueno, pues hice mi parte...

pero también hice algo que el «Coronel» no había previsto. Me

reservé algunas de las piedras sudamericanas... algunas de ellas son

únicas en su género y podría demostrarse fácilmente que jamás han

pasado por las manos de De Beer. Con estos diamantes en mis

manos, tengo a mi estimado jefe en mi poder. Una vez demostrada la







inocencia de los dos jóvenes, forzosamente ha de sospecharse que

tuvo él mano en el asunto. No he dicho nada durante todos estos

años. Me he conformado con saber que contaba con esta arma como

reserva. Pero ahora la situación ha cambiado. Quiero que se me

pague el precio que pida... y será grande. Casi puedo decir que será

como para hacer ver visiones a cualquiera.

—Extraordinario —dijo el conde—. Y sin duda llevarás esos diamantes

contigo siempre.

Su mirada erró dulcemente por el desordenado camarín.

Nadina rió, con no menos dulzura.

—No supongas cosa semejante. No soy imbécil. Los diamantes se

hallan en lugar seguro donde a nadie se le ocurriría buscarlos.

—Jamás te creí imbécil, amiga mía; pero, ¿me es lícito insinuar que

eres un poco temeraria? El «Coronel» no es de los que se someten

mansamente a que se le haga víctima de un chantaje.

—No le tengo miedo —rió ella—. Sólo he temido a un hombre en mi

vida... y ése ha muerto.

El hombre la miró con curiosidad.

—Esperemos que no vuelva a la vida, pues —observó.

—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió la bailarina, con afilada voz.

El conde pareció levemente sorprendido.

—Sólo quise decir que una resurrección sería un poco engorrosa para

ti —explicó—. Una broma estúpida.

Nadina exhaló un suspiro de alivio.

—¡Oh, no! —dijo—. Murió de verdad. Le mataron en la guerra. Era un

hombre que en otros mejores tiempos me amó.

—¿En África del Sur? —inquirió el conde, sin gran interés al parecer.

—Sí; puesto que me lo preguntas, en África del Sur fue.

—Ése es tu país natal, ¿verdad?

Ella afirmó con la cabeza. La visita se puso en pie y tomó el

sombrero. El conde Sergio Paulovitch dispúsose a marchar.

—Bueno —murmuró—; tú sabrás lo que te haces. Pero en tu lugar,

más temería yo al «Coronel» que a ningún amante desilusionado. El

«Coronel» es un hombre al que es singularmente fácil apreciar en

menos de lo que vale.

Ella se rió con desdén.

—¡Como si no le conociera yo, después de tantos años!

—¿Si le conocerás en verdad? —murmuró él, con dulzura—. Esa es

una pregunta a la que me gustaría poder contestar.

—¡Oh, no soy imbécil! Y no me hallo sola en el asunto. El vapor

correo de África del Sur atraca en Southampton mañana. A bordo de

él se encuentra un hombre que viene de África obedeciendo a una

petición mía y que ha cumplido ciertas órdenes que yo le he dado. El

«Coronel» no tendrá que habérselas con una persona sola, sino con

dos.

—¿Es eso prudente?







—Es necesario.

—¿Estás segura de ese hombre?

En los labios de la bailarina se dibujó una sonrisa singular.

—Estoy completamente segura de él. Es inútil, pero de absoluta

confianza.

Hizo una pausa y luego agregó con indiferencia:

—Si quieres que te diga la verdad, da la casualidad que ese hombre

es mi esposo.







CAPITULO -- I

TODO el mundo me ha estado acosando para que escriba este relato,

desde los más grandes (representados por lord Nasby), hasta los más

humildes (representados por Emilia, nuestra ex criada para todo a la

que vi la última vez que estuve en Inglaterra). «¡Caramba, señorita,

qué libro más bonito podría usted hacer con todo eso...! ¡Igual que en

las películas!»

Reconozco que poseo los requisitos necesarios para emprender

semejante tarea. Me vi mezclada en el asunto desde el mismísimo

principio; estuve metida en su desenlace. Afortunadamente, por

añadidura, las lagunas que yo no puedo llenar por conocimiento

propio, quedan cubiertas por el Diario de sir Eustace Pedler, que él

me ha suplicado bondadosamente que emplee.

Conque me lanzo. Ana Beddingfeld da principio al relato de sus

aventuras.

Siempre había tenido sed de aventuras. ¡Ha sido mi vida de una

uniformidad tan monótona y horrible...! Mi padre, el profesor

Beddingfeld, fue una de las más grandes autoridades inglesas sobre

el Hombre Primitivo. En realidad, era un genio, todo el mundo lo

reconoce. Vivía su mente en los tiempos paleolíticos y el

inconveniente que para él tenía la vida era que su cuerpo habitaba el

mundo moderno. A papá le hacía muy poca gracia el hombre

moderno. Hasta despreciaba el hombre neolítico, tildándole de simple

pastor. Y su entusiasmo sólo se despertaba al llegar al período

musteriense1.

Por desgracia, no es posible prescindir por completo del hombre

moderno. Algún trato ha de tenerse con carniceros, panaderos,

lecheros y verduleros. Por consiguiente, hallándose papá sumergido

en lo pasado y como mi madre había muerto siendo yo niña, a mí me

incumbía cuidarme de la parte práctica de la vida. Con franqueza,

odio al hombre paleolítico, ya sea aurignáceo, musteriense, chellense,

o cualquier otra cosa. Y aunque escribí a máquina y revisé la mayor

parte de la obra de papá titulada: El hombre de Neanderthal y sus

antepasados, los hombres neanderthálicos en sí me repugnan y

siempre me digo que es una suerte que se extinguiera la raza en

épocas remotas2.

1 Nombre dado a una fase del período paleolítico. En ella, el hombre de la época cuaternaria

usaba instrumentos de piedra tallada por una sola cara. Se deriva del francés mousterien, de

Moustier, lugar de Francia en el departamento de Dordoña, famosa por la caverna en que fue

hallado un yacimiento, el más clásico, de la época en cuestión. (N. del T.)

2 De Aurignac, pueblo francés del Alto Carona donde se han encontrado numerosos fósiles.

Chellense viene de Chelles, pueblo francés también, del departamento del Sena y Mame,







Y no sé si papá adivinó mis sentimientos. Es probable que no. Y en

cualquier caso, tampoco le interesó poco ni mucho. Yo creo que esto

era, en realidad, una prueba de su grandeza. Vivía, de igual manera,

completamente alejado de las necesidades de la vida diaria. Comía lo

que le ponían delante, de un modo ejemplar; pero parecía levemente

dolorido cuando surgía la cuestión de tener que pagarlo. Nunca

parecíamos tener mucho dinero. Su celebridad no era de las que

rinden beneficios económicos. Aun cuando era miembro de casi todas

las sociedades importantes y tenía derecho a colocar detrás de su

nombre toda una hilera de letras que expresaban sus títulos

honoríficos abreviados, el público en general apenas estaba enterado

de su existencia. Y sus voluminosos libros, pletóricos de sabiduría,

aunque han contribuido muy señaladamente a ensanchar los

conocimientos humanos, no tenían atractivo alguno para las masas.

Sólo en una ocasión centróse en él la mirada popular.

Había leído una monografía, ante no sé qué sociedad, sobre las crías

del chimpancé. En la infancia, la raza humana presenta algunas

características del antropoide, mientras que el chimpancé joven se

parece mucho más al ser humano que el chimpancé adulto. Esto

parece demostrar que, así como nuestros antepasados fueron más

simios que nosotros, los chimpancés pertenecían a un tipo más

elevado que sus descendientes modernos. En otras palabras: el

chimpancé ha degenerado.

El emprendedor periódico Daily Budget, careciendo de noticia más

jugosa, salió con los siguientes titulares: «Nosotros no descendemos

de los monos, sino que los monos descienden de nosotros. Un

eminente profesor asegura que los chimpancés son seres humanos en

plena decadencia.» Poco después un periodista se presentó a

entrevistarse con papá e intentó persuadirle a que escribiera una

serie de artículos populares sobre el tema. Rara vez he visto a papá

más furioso. Echó al periodista de la casa sin andarse con cumplidos,

con gran sentimiento mío, puesto que andábamos bastante mal de

dinero por entonces. Es más, a punto estuve de salir corriendo tras el

joven para decirle que mi padre había cambiado de opinión y

escribiría los artículos que le eran solicitados. Hubiera podido

escribirlos yo sin dificultad y lo más probable era que papá jamás

llegara a enterarse, puesto que no era lector del Daily Budget. No

obstante, rechacé la idea por demasiado arriesgada y me limité a

ponerme mi mejor sombrero y salir, desconsolada, en dirección al

pueblo, a entrevistarme con el justificadamente iracundo dueño de la

tienda de comestibles que nos suministraba provisiones.

situado a la orilla del último de estos ríos. Se han encontrado en él fósiles de principios de la

Edad Cuaternaria. Neanderthal es un valle de la cuenca del Dussel, afluente del Rhin, donde

fue hallado el cráneo fósil llamado cráneo de Neanderthal, que tiene cierta analogía con el

pitecántropo hallado en Java. (N. del T.)







El periodista del Daily Budget fue el único joven que entró jamás en

nuestra casa. Veces hubo en que envidié a Emilia, nuestra criada, que

salía de paseo siempre que se le presentaba la ocasión, con un

gigantesco marinero que era su prometido. Y en los intervalos, «para

no desentrenarse», como decía ella, salía con el dependiente de la

verdulería y con el mancebo de la botica. Más de una vez pensé, con

tristeza, que yo no tenía a nadie «para no desentrenarme». Todos los

amigos de papá eran profesores de avanzada edad, casi todos con

luengas barbas.

Es cierto que el profesor Paterson me abrazó afectuosamente en

cierta ocasión, me dijo que tenía «una cinturita primorosa», e intentó

luego besarme. El piropo en sí basta para fijar su edad. Ninguna

mujer que en algo se estime, ha tenido «una cinturita primorosa»

desde su más tierna infancia.

Ansiaba aventuras, amor, romanticismos, y parecía condenada a una

existencia de gris utilidad. El pueblo poseía una biblioteca municipal,

repleta de guiñapientas novelas. Gracias a ella conocí los peligros y

los amores de segunda mano y me dormí soñando en severos y

silentes rhodesianos y en hombres fuertes que siempre «derribaban a

su adversario de un solo golpe». No había en todo el pueblo una sola

persona que pareciera capaz de «derribar» a un adversario de un

golpe... ni de varios siquiera.

Teníamos un «cine» también, en el que todas las semanas

proyectaban un episodio de «Los Peligros de Pamela». Pamela era

una magnífica joven. Nada la arredraba. Se caía de aeroplanos, corría

aventuras en submarinos, escalaba rascacielos y se deslizaba por los

bajos fondos sin pestañear siquiera. No era muy inteligente en

realidad. La Mente Maestra del Hampa la pillaba cada vez. Pero como

parecía reacio a desnucarla de un simple golpe y la condenaba

siempre a morir en una cámara llena de gas de alcantarilla, o víctima

de alguna combinación tan nueva como maravillosa, el protagonista

lograba salvarla invariablemente al principio del episodio siguiente.

Solía salir yo del «cine» con la cabeza deliciosamente alborotada. Y

cuando llegaba a casa, ¡me encontraba con un aviso de la Compañía

de Gas amenazando con cortarme el suministro si no pagábamos, en

el plazo improrrogable señalado, la cuenta pendiente!

No obstante, y aunque yo no lo sospechaba, cada hora que

transcurría me acercaba más al momento en que estaba destinada a

correr las más emocionantes aventuras de verdad.

Es posible que haya mucha gente en el mundo que no se enterara del

hallazgo de una calavera antigua en la Mina de Colina Quebrada del

norte de Rhodesia. Cierta mañana, al bajar de mi cuarto, encontré a

papá excitado hasta el punto de hallarse próximo a sufrir un ataque

de apoplejía. Me contó la historia.

—¿Comprendes, Ana? Tiene indudablemente cierto parecido

superficial... superficial nada más. No; aquí tenemos lo que siempre







he sostenido: la forma ancestral de la raza Neanderthal. ¿Conoces

que el cráneo de Gibraltar es el más primitivo de cuantos cráneos

neanderthales se han hallado? ¿Por qué? La cuna de la raza estuvo en

África. Pasó a Europa...

—Mermelada con arenques, no, papá —dije apresuradamente,

conteniendo la mano de mi distraído progenitor—. ¿Qué estabas

diciendo?

—Pasó a Europa en...

Le interrumpió un fuerte acceso de tos, provocado por haberse

llenado la boca excesivamente de espinas de arenque de su

almuerzo.

—Pero hemos de ponernos en marcha inmediatamente —declaró,

poniéndose en pie, al terminar la comida—. No hay tiempo que

perder. Hay que llegar a ese punto. Sin duda existen descubrimientos

incalculables por hacer en los alrededores. Me interesa mucho saber

si los utensilios que se encuentran son típicos de la época

musteriana... habrá restos del buey prehistórico, seguramente,

aunque no del rinoceronte lanudo. Sí; no tardará en salir con rumbo a

esa colina un pequeño ejército. Es preciso que nos adelantemos a él.

¿Escribirás a la casa Cook hoy, Ana?

—Pero, ¿y el dinero, papá? —insinué con cierta delicadeza.

Me miró con aire de reproche.

—Tu punto de vista siempre me deprime, criatura. No hemos de ser

mercenarios. No, no; cuando de la causa de la ciencia se trata, uno

no debe ser mercenario.

—Tengo el presentimiento, papá, de que la casa Cook se mostrará

mercenaria.

Papá pareció dolorido.

—Mi querida Ana, a esos señores les pagarás con dinero contante y

sonante.

—No tengo dinero contante y sonante.

Papá pareció completamente exasperado.

—Hija mía, no puedo preocuparme de detalles tan vulgares como el

dinero. El Banco... Recibí una comunicación del gerente ayer

anunciándome que poseía veintisiete libras esterlinas.

—No que las poseías, sino que las debías. Sacaste del Banco

veintisiete libras más de las que tenías.

—¡Ah! ¡Ya sé! Escribe a mis editores.

Asentí, bastante dubitativa. Los libros de papá daban más gloria que

dinero. Me gustaba enormemente la idea de poder ir a Rhodesia.

«Hombres severos y silenciosos», murmuré para mis adentros, en

verdadero éxtasis. Luego, algo noté en el aspecto de mi padre que

me pareció anormal.

—Llevas puestas botas desaparejadas, papá —le dije—. Quítate la de

color y ponte la otra negra. Y no olvides la bufanda. Hace un día muy

frío.







Unos minutos más tarde papá se marchó, calzado correctamente y

bien envuelto en una bufanda.

Regresó tarde aquella noche, y con gran consternación observé que

no llevaba ni la bufanda ni el abrigo.

—¡Caramba, Ana, tienes muchísima razón! Me quité todo eso para

entrar en la caverna. ¡Uno se ensucia tanto allí dentro!

Asentí con un movimiento de cabeza, recordando la ocasión en que

papá había vuelto cubierto de pies a cabeza de arcilla pleiocena.

El principal motivo de que nos hubiéramos instalado en Little Hampsly

era la proximidad de la Caverna de Hampsly, caverna enterrada, rica

en depósito de cultura aurignácea. Teníamos un pequeño museo en el

pueblo, y el conservador del mismo y papá se pasaban la mayor

parte de sus días metidos bajo tierra, y sacando a la luz fragmentos

de rinoceronte lanudo y de oso de las cavernas.

Papá tosió mucho toda la noche, y a la mañana siguiente vi que tenía

fiebre y mandé llamar al médico.

Pero nada se pudo hacer. Era pulmonía doble. Murió cuatro días más

tarde.







CAPITULO -- II

Se mostró todo el mundo muy bondadoso para conmigo. A pesar de

lo aturdida que estaba, me di cuenta de eso y lo agradecí. No

experimenté un dolor que me abrumara. Papá nunca me había

querido, eso lo sabía muy bien. De haberme querido, quizá hubiese

yo correspondido a su cariño. No; no había existido amor alguno

entre nosotros. Pero nos pertenecíamos el uno al otro, y yo le había

cuidado, y había admirado en secreto su sabiduría y su incondicional

apego a la ciencia. Me dolía que papá hubiese muerto precisamente

en el instante en que mayor interés tenía para él la vida. Me hubiera

sentido más feliz de haberle podido enterrar en una caverna, con

pinturas rupestres y utensilios de pedernal. Pero la fuerza de la

opinión popular obligaba a sepultarle en una fosa (con una lápida de

mármol), en nuestro horrible cementerio local. Los consuelos del

pastor protestante, aunque bien dichos e intencionados, no me

consolaron en absoluto. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que

la cosa que siempre había ansiado, la libertad, era mía por fin. Era

huérfana y apenas poseía un penique; pero gozaba de libertad. Al

propio tiempo, me di cuenta de la extraordinaria bondad de toda

aquella buena gente. El pastor hizo todo lo que pudo por

convencerme de que su esposa necesitaba a toda prisa una señorita

de compañía que fuera a la par una ayuda. Nuestra minúscula

biblioteca municipal decidió, de repente, emplear una segunda

bibliotecaria. Por último, el médico vino a visitarme, y tras una serie

de excusas ridículas por no haber mandado una factura en toda regla,

carraspeó y vaciló la mar de rato para acabar proponiéndome que me

casara con él.

Me quedé asombradísima. El médico andaba más cerca de los

cuarenta que de los treinta, y era un hombrecillo redondo y bajo,

como un barril. No se parecía en nada al protagonista de «Los

Peligros de Pamela», y mucho menos a un rhodesiano severo y

silente. Reflexioné unos instantes y luego le pregunté por qué quería

casarse conmigo. La pregunta pareció azorarle bastante y murmuró

que, para un doctor en medicina general, una esposa resultaba una

gran ayuda. La cosa resultaba aún menos romántica que antes. No

obstante, algo interior me impulsaba a que aceptara. Seguridad, eso

era lo que me ofrecían. Seguridad y un Hogar Cómodo. Pensándolo

ahora, creo que le hice una injusticia al hombrecillo. Estaba

sinceramente enamorado de mí; pero su delicadeza le impedía

pretenderme por aquel camino. Fuera como fuese, mi amor a lo

novelesco se rebeló.

—Es usted muy bondadoso —le repliqué—; pero lo que pide es







imposible. Jamás podría casarme con un hombre a menos que le

quisiera con locura.

—¿No cree usted...?

—No, señor; no lo creo —respondí con firmeza.

Exhaló un suspiro.

—Pero, criatura, ¿qué piensa usted hacer?

—Correr aventuras y ver mundo —contesté, sin la menor vacilación.

—Señorita Ana, es usted casi una niña aún. No comprende...

—¿Las dificultades prácticas? Ya lo creo que las comprendo, doctor.

No soy una colegiala sentimental: ¡soy una arpía perspicaz y

mercenaria! ¡Se daría usted cuenta de ello si se casara conmigo!

—Le agradecería que reflexionara...

—No puedo.

Volvió a suspirar.

—Tengo otra cosa que proponerle. Una tía mía que vive en Gales

necesita una señorita joven que la ayude. ¿Qué tal le iría eso?

—No, doctor. Me marcho a Londres. Si en alguna parte ocurren cosas,

esa parte es Londres. Iré con ojo avizor y ¡ya verá cómo surge algo!

Cuando vuelva a tener noticias mías, estaré en China o en Tombuctú.

La siguiente visita que recibí fue la del señor Flemming, abogado

londinense de papá. Venía ex profeso de la capital para verme.

Siendo él también un ardiente antropólogo, era un gran admirador de

las obras de papá. Alto, delgado, carienjuto, entrecano. Se puso en

pie cuando entré en la habitación. Me tomó ambas manos en las

suyas y me las golpeó cariñosamente.

—Mi pobre niña —dijo—. ¡Mi pobre niña!

Sin consciente hipocresía, adopté el porte de una huérfana

acongojada. Fue él quien me hipnotizó hasta el punto de obligarme a

hacerlo. Era benigno, bondadoso, paternal... Y, sin duda, me

consideraba una imbécil completa, abandonada a la deriva,

condenada a hacer frente sola a un mundo cruel. Desde el primer

momento comprendí que era inútil intentar convencerle de lo

contrario. Según resultó luego, hice muy bien en no intentarlo.

—Mi querida niña, ¿cree usted poder escucharme mientras procuro

aclararle algunas cosas?

—Oh, sí.

—Su padre, como ya sabe, fue un gran hombre. La posteridad sabrá

reconocer su grandeza. Pero no era un buen hombre de negocios.

Eso lo sabía yo tan bien como el propio señor Flemming, si no mejor;

pero me abstuve de decírselo. Él continuó diciéndome:

—No supongo que entienda usted gran cosa de estos asuntos.

Procuraré explicárselo lo más claramente que me sea posible.

Me los explicó con un lujo innecesario de detalles. El resultado

pareció ser que me quedaba una cantidad de ochenta y siete libras

esterlinas, diecisiete chelines y cuatro peniques, con que hacer frente

a la vida. Se me antojó una suma singularmente poco satisfactoria.







Aguardé con cierta trepidación lo que diría después. Temí que el

señor Flemming tuviese una hija en Escocia que necesitara una

señorita de compañía joven. Al parecer, sin embargo, no la tenía.

—Lo interesante es —prosiguió— el porvenir. Tengo entendido que

carece usted de familia.

—Me encuentro sola en el mundo —respondí.

Y me asombró nuevamente mi parecido con la protagonista de una

película.

—¿Tiene amistades?

—Todo el mundo se ha mostrado muy bondadoso conmigo —contesté

con agradecimiento.

—¿Quién no iba a mostrarse bondadoso para con una muchacha tan

joven y encantadora? —inquirió el señor Flemming, galantemente—.

Bien, bien, querida..., hemos de ver lo que se puede hacer.

Vaciló un instante y luego dijo:

—Y ¿si...? ¿Y si viniera usted con nosotros una temporada?

No dejé escapar la oportunidad. ¡Londres! El lugar donde ocurren

cosas.

—Es usted muy bueno —dije—. ¿Puedo ir de verdad? Nada más que

mientras echo una mirada a mi alrededor. He de empezar a ganarme

la vida, ¿sabe?

—Sí, sí, hija mía. Comprendo perfectamente. Buscaremos algo...

apropiado.

Presentí que lo que el señor Flemming considerara «apropiado»

andaría muy lejos de parecérmelo a mí, pero desde luego, no era

aquél el momento más adecuado para darle a conocer mi punto de

vista sobre el particular.

—Eso queda acordado, pues. ¿Por qué no vuelve hoy mismo a

Londres conmigo?

—Oh, gracias, pero la señora Flemming...

—Mi esposa le dará la bienvenida de todo corazón.

¿Sabrán los maridos de sus mujeres tanto como creen saber? Si yo

tuviera esposo, me haría muy poca gracia que trajera a casa

huérfanas sin haberme debidamente consultado primero.

—Le mandaremos un telegrama desde la estación —continuó el

abogado.

Mi escaso equipaje pronto quedó preparado. Contemplé mi sombrero

con tristeza antes de ponérmelo. Había sido en otros tiempos lo que

yo llamaba un sombrero «Gilda». Con lo cual quería decir que era la

clase de sombrero que debe llevar una criada en día de fiesta; pero

que no lo lleva. Una prenda fláccida, de paja negra, con ala

propiamente caída. Con la inspiración de verdadero genio le había

pegado un puntapié, dado un par de puñetazos, abollado la copa,

adornándolo después con la idea que tiene el cubista de una

zanahoria jazz. El conjunto había resultado decididamente elegante.

Había quitado ya la zanahoria, claro está, y ahora me dispuse a







deshacer el resto de mi obra. El sombrero «Gilda» recobró su

primitivo estado junto con un aspecto maltrecho adicional que le

hacía aún más deprimente que antes. Mejor era que me aproximase

lodo lo posible a la idea que popularmente se tiene de cómo debe

parecer una huérfana. Estaba levemente nerviosa por la acogida que

pudiera dispensarme la señora Flemming; pero fiaba en que mi

aspecto la desarmaría lo bastante.

El señor Flemming estaba nervioso también. Me di cuenta de ello

cuando subíamos la escalera de la elevada casa de una tranquila

plazoleta de Kensington. La señora Flemming me saludó muy

agradablemente. Era una mujer apacible, obesa, del tipo de «buena

madre y esposa». Me condujo a una alcoba limpísima, con cortinas de

zarza; expresó la esperanza de que tendría todo lo que hacía falta;

me informó que el té estaría preparado dentro de un cuarto de hora,

y me dejó sola.

Oí su voz, algo elevada, cuando entraba en la sala del piso de abajo.

—Pero, Enrique, ¿cómo se te ha ocurrido?

No oí el resto; pero su tono era acerbo. Y unos minutos más tarde

flotó hasta mí otra frase, pronunciada con voz más ácida y

malhumorada:

—Estoy de acuerdo contigo. No cabe duda de que es, en efecto, muy

linda.

Es dura la vida en verdad. Los hombres no la tratan a una bien si no

es bonita. Y las mujeres no la tratan a una bien si lo es.

Exhalé un profundo suspiro y empecé a hacerme cosas al cabello.

Tengo una cabellera hermosa. Es negra, de un negro auténtico y no

de un castaño oscuro. Me arranca desde muy arriba (con lo que

quiero decir que mi frente es ancha) y me cae sobre las orejas. Con

implacable mano, me arrastré el cabello hacia arriba. Como lindas,

mis orejas ya lo son; pero no hay que darle vueltas: las orejas están

pasadas de moda hoy en día. Cuando hube terminado, tenía un

parecido casi increíble, con la clase de huérfana que sale en fila de un

asilo, con una toca pequeña y una capa encarnada.

Observé al bajar que la mirada de la señora Flemming se posaba en

mis desnudas orejas con cierta satisfacción. El señor Flemming

pareció intrigado. No me cupo duda de que se estaría preguntando

para sus adentros: «¿Qué se ha hecho esa criatura?»

En conjunto, el resto del día transcurrió bien. Quedó acordado que

empezaría enseguida a buscar algo que hacer.

Cuando me fui a acostar, me contemplé atentamente el rostro en el

espejo. ¿Era bonita, en efecto? Con franqueza, no puedo decir que lo

creyera. No tenía nariz griega, recta; ni boca como un capullo, ni

ninguna de las cosas que una ha de tener. Es cierto que un pastor

protestante me dijo una vez que mis ojos eran como «el sol

encerrado en un bosque oscuro, oscuro»; pero ¡conocen los pastores

tantas citas...! Y las disparan al azar. Prefería que mis ojos fueran







azules como los de las irlandesas, en lugar de verde oscuro, veteados

de amarillo. No obstante, el verde es un buen color para las

aventureras.

Me envolví fuertemente en una prenda negra, dejándome desnudos

hombros y brazos. Luego me cepillé el pelo y me lo dejé caer de

nuevo sobre las orejas. Me cubrí el rostro de polvos, para que

pareciera el cutis aún más blanco que de costumbre. Rebusqué hasta

encontrar carmín con el que cubrí espesamente los labios. Luego me

unté por debajo de los ojos con un corcho quemado. Por último me

coloqué una cinta encarnada en el hombro desnudo, me clavé una

pluma del mismo color en el cabello y me introduje un cigarrillo en la

comisura de los labios. El aspecto total me gustó enormemente.

—Ana, la Aventurera —dijo en voz alta, saludando a la imagen

reflejada con un movimiento de cabeza—. Ana, la Aventurera.

Primera jornada: «La casa de Kensington».

Son locas las muchachas.







CAPITULO -- III

Ddurante las semanas que siguieron estuve la mar de aburrida. La

señora Flemming y sus amistades se me antojaban muy poco o nada

interesantes. Hablaban horas y horas de sí mismas, de sus hijos, y de

lo que decían a la granjera cuando la leche no era buena. Luego se

ponían a hablar de la servidumbre, de las dificultades para encontrar

buenas criadas, de lo que le habían dicho a la encargada de la

agencia de colocaciones, de lo que la encargada de la agencia de

colocaciones les había dicho a ellas. No parecían leer los periódicos

nunca, ni preocuparse por lo que sucedía en el mundo a su alrededor.

No les gustaba viajar, ¡todo era tan distinto a Inglaterra! De la

Riviera no había nada que decir, naturalmente, porque una se

encontraba allí con todas sus amistades.

Yo escuchaba y me contenía con dificultad. La mayoría de aquellas

mujeres eran ricas. Suyo era el ancho y hermoso mundo para vagar

por él a placer. Y, sin embargo, ¡se quedaban voluntariamente en el

sucio y aburrido Londres, hablando de lecheros y criadas! Pensándolo

ahora, creo que, tal vez, fuera yo una miaja intolerante. Pero sí que

eran estúpidas, estúpidas hasta en la labor que ellas mismas habían

escogido; la mayoría llevaban las cuentas de su casa de una manera

extraordinariamente inadecuada y embrollada.

Mis asuntos no hacían grandes progresos. Se había llevado a cabo la

venta de la casa y de los muebles, siendo su producto justamente el

necesario para pagar nuestras deudas. Aún no habla logrado

encontrar empleo. ¡No lo deseaba en realidad! Estaba convencida de

que si andaba por ahí buscando aventuras, las aventuras me saldrían

al encuentro. Tengo la teoría de que una encuentra siempre lo que

desea.

Y mi teoría estaba a punto de ser confirmada por la experiencia.

Estábamos a primeros de enero, a día ocho, para ser exacta.

Regresaba de entrevistarme con una señora que aseguraba necesitar

una secretaria señorita de compañía. Pero lo que parecía buscar en

realidad era una mujer fuerte para las faenas domésticas, dispuesta a

trabajar doce horas diarias por un sueldo de veinticinco libras al año.

Después de habernos despedido con velada descortesía por parte de

ambas, bajé a Edgware Road (la entrevista había tenido lugar en una

casa de Saint John's Wood), y crucé Hyde Park hasta el Hospital de

San Jorge. Allí me metí en la estación del «Metro» de Hyde Park

Corner y saqué billete para Gloucester Road.

Una vez en el andén, lo recorrí en toda su extensión. Mi curiosidad

me impulsó a asegurarme de que había, en efecto, agujas de cambio

de abertura entre los dos túneles.







Al pasar junto a él, olfateé con desagrado. Para mí, no hay olor más

desagradable que el de la naftalina. Y el grueso gabán de aquel

hombre apestaba a la sustancia en cuestión. La mayoría de los

hombres suelen ponerse el abrigo antes de enero, y por consiguiente

resultaba raro que, a aquellas alturas, el olor no se hubiese

desvanecido ya. El hombre se hallaba un poco más allá que yo, en la

mismísima entrada del túnel. Parecía absorto en sus pensamientos.

Conque pude mirarle detenidamente sin parecer grosera. Era alto y

delgado, de tez morena, ojos azules y barba oscura, recortada.

Acaba de llegar del extranjero —deduje—. Por eso le apesta tanto el

gabán. Viene de la India. No es oficial del Ejército, porque un oficial

no llevaría barba. Tal vez sea propietario de una plantación de té.

En aquel momento el hombre dio media vuelta, como si fuera a

retroceder sobre sus pasos. Me miró, y luego dirigió la vista a algo

detrás de mí, y su semblante sufrió un cambio. Se contrajo en

expresión de miedo, casi de pánico. Dio un paso atrás, como en

involuntario movimiento de retroceso ante un peligro, olvidándose

que se hallaba al borde mismo del andén. Perdió el equilibrio y cayó a

la vía.

Surgió una llamarada en los rieles y se oyó como un chisporroteo.

Solté un chillido. Acudió corriendo la gente. Dos empleados de la

estación parecieron salir de la nada y asumieron el mando.

Yo permanecí donde me encontraba, como si hubiera echado raíces,

presa de una horrible fascinación. Parecía haberme desdoblado en

aquellos instantes en dos personas distintas. Una, que estaba

aterrada por la catástrofe; la otra, que observaba con serenidad,

interés y desapasionamiento los métodos empleados para alzar al

hombre del raíl electrificado y subirle nuevamente al andén.

—Tengan la bondad de hacerme paso. Soy médico.

Un hombre alto, de barba parda, pasó junto a mí y se inclinó sobre el

cuerpo del otro.

Mientras llevaba a cabo su examen, experimenté una extraña

sensación de irrealidad. Aquello no era verdad... no podía serlo. Por

fin el médico se alzó y sacudió la cabeza.

—Está muerto —dijo—. No se puede hacer absolutamente nada por

él.

Todos nos habíamos agolpado lo más cerca posible. Un mozo de

estación alzó la voz:

—¡Vamos! Retírense un poco, ¿quieren? ¿Qué adelantan echándose

encima?

Experimenté una repentina sensación de náuseas, di media vuelta y

subí corriendo la escalera hacia el ascensor. La cosa era demasiado

horrible. Necesitaba que me diera el aire. El médico que había

examinado el cadáver iba delante de mí. El ascensor estaba a punto

de arrancar. El otro había descendido ya. El médico echó a correr. Al

hacerlo, se le cayó un trozo de papel.







Me agaché, lo recogí y salí corriendo tras él. Pero las puertas del

ascensor se cerraron en mis narices y me quedé abajo, con el papel

en la mano. Para cuando el segundo ascensor llegó al nivel de la

calle, no se veía al médico por parte alguna. Confié que no sería nada

importante lo que había perdido y lo examiné por primera vez.

Se trataba de media hoja de papel corriente, con unas cifras y unas

palabras escritas en lápiz. Las siguientes:

17.1 22 Kilmorden Castle

No parecía ser cosa de gran importancia, desde luego. No obstante,

me resistí a tirarlo. Mientras lo miraba arrugué involuntariamente la

nariz con disgusto. ¡Naftalina otra vez! Me acerqué el papel a la nariz

con tiento. Sí; olía fuertemente a naftalina. Pero después de todo...

Doblé cuidadosamente el papel y me lo metí en el bolso. Regresé a

casa despacio y pensando mucho.

Le expliqué a la señora Flemming que había sido testigo de un

accidente desagradable en el «metro», que estaba algo alterada, y

que me retiraría a mi cuarto a echarme un rato. La bondadosa mujer

insistió en que tomara una taza de té. Después de eso dejaron que

me las apañara sola y me puse a poner en práctica un plan que había

trazado camino de casa. Quería saber qué era lo que me había

producido aquella sensación de irrealidad mientras observaba cómo

examinaba el médico el cadáver. Empecé por tenderme en el suelo de

la misma manera en que lo había estado el desconocido. Luego

coloqué una almohada en mi lugar y me puse a imitar todos los

movimientos y gestos del médico que recordaba. Cuando hube

terminado, había descubierto ya lo que deseaba. Me senté sobre los

talones y me quedé mirando a la pared de enfrente frunciendo el

entrecejo.

Los periódicos de la noche publicaron un suelto dando cuenta de la

muerte de un hombre en el «metro» y se expresó la duda de si se

trataba de un suicidio o de un accidente. Al leerlo, creí ver claro mi

deber, y cuando el señor Flemming oyó mi relato, se mostró de

acuerdo conmigo.

—No cabe la menor duda de que su presencia será necesaria cuando

se lleve a cabo la prueba judicial. ¿Dice usted que no había cerca

ninguna otra persona para ver exactamente lo ocurrido?

—Experimenté la sensación de que alguien se acercaba por detrás de

mí; pero no puedo tener la seguridad... Y sea como fuere, nadie

hubiera podido estar tan cerca como yo lo estaba.

Se celebró la encuesta. El señor Flemming dio todos los pasos

necesarios y me llevó consigo. Pareció temer que aquello iba a

resultar una prueba demasiado dura para mí, y tuve que ocultarle

cuan completamente serena me encontraba.

Habían identificado al interfecto. Se trataba de un tal L. B. Carton. No







se le había hallado nada en el bolsillo, salvo una autorización, firmada

por un agente de fincas, para que pudiera ver una casa situada a

orillas del río cerca de Marlow. Iba extendida a nombre de L. B.

Carton, Hotel Russell. El conserje del hotel identificó al muerto,

asegurando que había llegado el día anterior y alquilado una

habitación. Se había inscrito en el registro con el nombre de L. B.

Carton, de Kimberley, África del Sur. Era evidente que acababa de

desembarcar.

—Yo era la única que presencié el suceso.

—¿Usted cree que fue un accidente? —me preguntó el juez.

—Estoy completamente segura de ello. Algo le alarmó y retrocedió

instintivamente, sin pensar en lo que hacía.

—Pero, ¿qué pudo haberle alarmado?

—Eso no lo sé. Pero hubo algo. Parecía tener un pánico enorme.

Un miembro del jurado insinuó que a algunos hombres les aterraban

los gatos. Aquél podría haber visto un gato. A mí me pareció muy

ingeniosa su insinuación; pero el jurado en pleno, que evidentemente

ardía en deseos de volver a casa cuanto antes y experimentaba una

viva satisfacción en poder dictaminar que se trataba de un accidente

y no de un suicidio, acogió la insinuación con muestras de contento.

—Encuentro extraordinario —dijo el juez— que el médico que

examinó el cadáver no se haya presentado. Debieron haberle pedido

el nombre y las señas. El no haberlo hecho constituye una verdadera

irregularidad.

Sonreí para mis adentros. Tenía mis teorías en cuanto al doctor se

refería. Y basándome en las mías había formado el propósito de hacer

una visita a Scotland Yard dentro de muy poco.

Pero a la mañana siguiente recibí una sorpresa. Los Flemming

estaban suscritos al Daily Budget, y el Daily Budget había encontrado

aquella mañana un asunto muy de su agrado.

EXTRAORDINARIA SECUELA AL ACCIDENTE OCURRIDO EN EL

«METRO»: UNA MUJER APUÑALADA EN UNA CASA SOLITARIA

Leí con avidez:

«Ayer se hizo un descubrimiento sensacional en la Casa del Molino,

de Marlow. La Casa del Molino, propiedad de sir Eustace Pedler,

miembro del Parlamento, se alquila sin muebles. En el bolsillo del

hombre de quien se creyó al principio que se había suicidado

dejándose caer sobre el rail electrificado de la estación del «metro»

de Hyde Park Corner, se halló una autorización para ver dicha casa.

Ayer se descubrió en una de las habitaciones del piso superior de la

Casa del Molino el cadáver de una joven muy hermosa, que había

muerto estrangulada; pero hasta el momento de entrar en prensa, no

ha sido identificada. Se asegura que la policía sigue la pista. Sir







Eustace Pedler, propietario de la Casa del Molino, se halla pasando el

invierno en la Costa Azul.»







CAPITULO -- IV

Nadie se presentó a identificar a la muerta. En la prueba salieron a

relucir los hechos siguientes: Poco después de la una del día 8 de

enero, una mujer bien vestida, que hablaba con un leve acento

extranjero, se había presentado en las oficinas de los señores Butler

& Park, agentes de fincas, en Knightsbridge. Explicó que deseaba

alquilar o comprar una casa a orillas del Támesis y cerca de Londres.

Se le dieron detalles de varias, entre ellas la Casa del Molino. Dio el

nombre de señora de Castina, y como señas el Hotel Ritz; pero se

comprobó que no paraba allí persona alguna de dicho nombre y los

empleados del hotel no la reconocieron.

La señora James, esposa del jardinero de sir Eustace, que hacía de

guardián de la casa y vivía en el pabelloncito que daba a la carretera

real, prestó declaración.

A eso de las tres de aquella tarde se acercó una señora a ver la casa.

Enseñó una autorización de los agentes, y de acuerdo con la

costumbre establecida, la señora James le dio las llaves de la casa.

Ésta se hallaba a cierta distancia del pabellón y la mujer no solía

acompañar nunca a los inquilinos en perspectiva. Unos minutos más

tarde llegó un joven. Era alto, ancho de espaldas, bronceado y de

ojos grises claros. Iba afeitado y llevaba un traje color castaño. Le

explicó a la señora James que era amigo de la señora que había ido a

ver la casa, pero que se había detenido en Correos a expedir un

telegrama. Ella le enseñó el camino de la casa y no volvió a acordarse

del asunto.

Cinco minutos más tarde volvió a aparecer, le devolvió las llaves y

anunció que temía que la casa no les conviniese. La señora James no

vio a la señora, pero supuso que se habría adelantado al otro. Lo que

sí observó fue que el joven parecía bastante alterado.

—Tenía el mismo aspecto —aseguró— que si hubiera visto un

fantasma. Creí que se había puesto enfermo.

Al día siguiente otra pareja fue a ver la casa y descubrió el cadáver

en uno de los cuartos de arriba. La señora James reconoció en él a la

señora del día anterior. Los agentes también la identificaron,

asegurando que se trataba de la «señora de Castina». El médico

forense emitió la opinión de que la mujer había muerto unas

veinticuatro horas antes. El Daily Budget exponía la teoría de que el

hombre del «metro» había asesinado a la mujer, suicidándose a

continuación. No obstante, como quiera que el hombre del «metro»

había muerto a las dos de la tarde y que la mujer estaba viva a las

tres, lo lógico era suponer que los dos sucesos no guardaban relación

alguna entre sí y que la autorización para visitar la casa de Marlow







hallada en el bolsillo del hombre no era más que una de esas

coincidencias con las que uno se tropieza a veces en esta vida.

El jurado calificó el hecho de «asesinato deliberado cometido por

persona o personas desconocidas», y dejó que la policía (y el Daily

Budget) se encargaran de buscar «al hombre del traje color castaño».

Puesto que la señora James estaba segura de que nadie había en la

casa en el momento de entrar en ella la señora, y de que nadie había

entrado en ella salvo el joven en cuestión hasta la tarde siguiente,

parecía lógico suponer que él era el asesino de la desgraciada señora

Castina. La habían estrangulado con un trozo de cordón negro muy

fuerte y era evidente que la habían pillado por sorpresa, no dándole

tiempo a gritar. El bolso de seda negra que llevaba la mujer contenía

una carterita repleta de billetes y unas monedas sueltas, un pañuelo

fino, de encaje, sin marca alguna, y la vuelta de un billete de ida y

vuelta en primera, desde Londres. No gran cosa para sacar

consecuencias.

Tales fueron los detalles publicados por el Daily Budget y «¡Hay que

encontrar al hombre del traje color castaño!» se convirtió en su grito

de guerra diario. Unas quinientas personas escribían diariamente, por

término medio, anunciando haber dado con el individuo en cuestión.

Y muchos jóvenes altos, de bronceada tez, maldijeron el día en que

su sastre les había instado a que se hicieran un traje color castaño. El

accidente del «metro», desterrado ya como una simple coincidencia,

fue olvidado por el público.

¿Se trataba de una coincidencia? No estaba yo tan segura. Sin duda

alguna tenía prejuicios, el incidente del «metro» se había convertido

en misterio favorito mío; pero a mí, desde luego, me parecía ver

cierta relación entre los dos hechos. En ambos figuraba un hombre de

tez bronceada, un inglés que había vivido en el extranjero,

evidentemente. Y había otras cosas. Fue el pensamiento de estas

otras cosas lo que por fin me empujó a dar el paso decisivo. Me

presenté en Scotland Yard y exigí hablar con quienquiera que

estuviese encargado del caso sucedido en la llamada Casa del Molino.

Tardaron un buen rato en comprender lo que pedía, puesto que, por

equivocación, me había introducido en el departamento donde se

almacenan los paraguas perdidos; pero por fin me introdujeron en un

cuartito y me presentaron al detective Meadows.

El inspector Meadows era un hombrecillo pelirrojo, de modales que a

mí se me antojaron singularmente exasperantes. Un satélite, vestido

de paisano, se hallaba sentado en un rincón.

—Buenos días —dije, nerviosa.

—Buenos días. ¿Tiene la amabilidad de sentarse? Creo que sabe

usted algo que, en su opinión, puede servirnos de ayuda.

Su tono parecía indicar que semejante cosa era improbable en grado

sumo. Y empezó a despertarse mi furia.

—Conocerá usted el caso del hombre que murió en el «metro»







indudablemente... El hombre que llevaba en el bolsillo una

autorización para visitar la casa de Marlow.

—¡Ah! —murmuró el inspector—. Usted es la señorita Beddingfeld, la

que prestó declaración durante la encuesta. En efecto, el hombre

llevaba la autorización que usted dice en el bolsillo. Y es posible que

muchas otras personas la llevaran también...; sólo que a ellas no las

mataron.

Reagrupé mis fuerzas.

—¿No le parece extraño que aquel hombre no llevara su billete en el

bolsillo?

—Es la cosa más fácil del mundo perder un billete de ferrocarril. Me

ha ocurrido a mí mismo más de una vez.

—Ni dinero.

—Llevaba unas monedas sueltas en el bolsillo del pantalón.

—Pero no llevaba cartera.

—Son muchos los hombres que no llevan cartera.

Cambié de táctica.

—¿No le parece raro que el médico no se presentara después?

—Ocurre con frecuencia que el médico tiene mucho trabajo o no lee

los periódicos. Es posible que olvidara el incidente por completo.

—En resumen, inspector —dije con dulzura—, usted está decidido a

no hallar nada raro en el asunto.

—La verdad es, señorita Beddingfeld, que me inclino a creer que le

gusta a usted con exceso la palabra «raro». Ya sé que las jóvenes

son románticas... muy amantes de misterios y cosas así. Pero como

yo tengo muchas ocupaciones...

Comprendí la indirecta y me puse en pie.

El hombre del rincón dijo con humildad:

—Tal vez querría la señorita darnos a conocer en pocas palabras qué

ideas tiene sobre el asunto, ¿no le parece, inspector?

El inspector aceptó la sugerencia sin vacilar.

—Sí —dijo—. Vamos, señorita Beddingfeld, no se ofenda. Ha hecho

usted preguntas e insinuado cosas. Diga sin ambages lo que lleva en

el pensamiento.

—Dijo usted durante la encuesta —prosiguió el otro— que estaba

segura de que no se trataba de un suicidio.

—Sí; estoy completamente segura de ello. El hombre estaba

asustado. ¿Qué le asustó? No fui yo. Pero pudo haber estado

cruzando alguien el andén en dirección a nosotros... alguien a quien

él reconoció.

—¿No vio usted a nadie?

—No —confesé—; no volví la cabeza. Luego, en cuanto fue alzado el

cuerpo de la vía, se abrió paso un hombre para examinarlo, diciendo

que era médico.

—No hay nada de particular en eso.

—Pero no era médico.







—¿Cómo?

—No era médico —repetí.

—¿Cómo sabe usted eso, señorita Beddingfeld?

—Es difícil explicarlo con exactitud. He trabajado en un hospital

durante la guerra y he visto a muchos médicos examinar cadáveres.

Lo hacen con una indiferencia, con una falta de sensibilidad, que eché

de menos en aquel hombre. Además, un médico no suele buscarle a

uno el corazón en el lado derecho.

—¿Hizo él esto?

—Sí. No presté especial atención a lo sucedido por entonces. Sólo me

di cuenta que había algo raro. Pero procuré reproducir toda la escena

cuando llegué a casa y entonces comprendí por qué me había

parecido la cosa algo anormal.

—¡Hum! —murmuró el inspector, alargando lentamente la mano para

coger pluma y papel.

—Al pasar las manos por la parte superior del cuerpo del hombre,

tendría ocasión de sacar lo que quisiera de los bolsillos.

—No me suena eso a probable —dijo el inspector—. Pero..., bueno,

¿podría usted describirle?

—Era alto, de anchos hombros, gabán negro, botas negras y lentes

de marco de oro. Y barba oscura, recortada en pico.

—Si le quitamos gabán, barba y lentes, no queda nada que sirva para

reconocerle —gruñó el inspector—. Podía cambiar de aspecto

fácilmente en cinco minutos de querer hacerlo..., cosa que haría

indudablemente si es todo lo carterista que usted insinúa.

No había tenido yo la intención de insinuar tal cosa. Pero desde aquel

momento renuncié a convencer al inspector. Era completamente

inútil.

—¿No puede usted decirnos ninguna otra cosa de él? —inquirió al

ponerme yo en pie para despedirme.

—Sí —repuse. Y aproveché la ocasión para largarle una andanada de

despedida—. Tenía la cabeza marcadamente braquicefálica. No verá

tan fácil cambiar ese detalle.

Observé con viva satisfacción que la pluma del inspector vacilaba: Era

evidente que no sabía escribir braquicefálica.







capitulo v

En el calor de mi indignación, hallé inesperadamente fácil el paso

siguiente. Había ido a Scotland Yard con un plan medio formado, plan

que debía desarrollar si mi entrevista con las autoridades resultaba

poco satisfactoria (y así había resultado, en efecto). Es decir, si me

encontraba con suficiente valor para desarrollarlo.

Cuando uno está enfurecido le resulta fácil hacer cosas ante las que

retrocedería en estado normal. Así, sin tomar tiempo para reflexionar,

me fui como un rayo a casa de lord Nasby.

Lord Nasby era el millonario dueño del Daily Budget. Era además

propietario de otros periódicos, pero el Daily Budget era su favorito.

En todos los hogares del Reino Unido se le conocía por ser propietario

del Daily Budget y por ninguna otra cosa más. Como quiera que se

acababa de publicar un horario detallado de las ocupaciones del gran

hombre, sabía exactamente dónde encontrarle. Aquélla era la hora

que dedicaba a dictarle la correspondencia a su secretario en su

propia casa.

No supuse, naturalmente, que a cualquier joven que se le ocurriese

presentarse y preguntar por él se le admitiría inmediatamente a su

augusta presencia. Pero ya me había encargado yo de aquella parte

del asunto. En la bandeja colocada para recibir tarjetas en el

vestíbulo del hogar de los Flemming había visto la del marqués de

Loamsley, el par deportista más famoso de Inglaterra. Me había

adueñado de la tarjeta, y tras limpiarla cuidadosamente con migas de

pan, escribí en ella, con lápiz, las siguientes palabras: «Le ruego

conceda a la señorita Beddingfeld unos instantes de su valioso

tiempo.» Las aventureras no deben ser demasiado escrupulosas en

sus métodos.

La estratagema surtió efecto. Un lacayo de empolvada peluca recibió

la tarjeta y se la llevó. Al poco rato apareció un secretario pálido. Me

batí con él con éxito. El hombre se retiró derrotado. Volvió a

comparecer y me suplicó que le siguiera. Lo hice. Entré en una

habitación espaciosa. Una taquimecanógrafa que parecía asustada

pasó por mi lado, huyendo como de un ser de otro mundo.

Luego se cerró la puerta y me vi de cara con lord Nasby.

Un hombrazo. Cabeza grande. Rostro grande. Bigote grande.

Estómago grande. Concentré mis fuerzas. No había ido allá a hacer

comentarios sobre el estómago de lord Nasby. Me estaba rugiendo

ya.

—¿Bien? ¿Qué pasa? ¿Qué quiere Loamsley? ¿Es usted su secretaria?

¿De qué se trata?

—Para empezar —dije, procurando parecer todo lo más serena







posible—, no conozco a lord Loamsley, y desde luego, él no tiene la

menor noticia de mi existencia. Tomé su tarjeta de visita de la

bandeja de la familia con la que me alojo y escribí esas palabras con

lápiz yo misma. Era importante que pudiera verle.

Durante unos instantes, lord Nasby pareció a punto de sufrir un

ataque de apoplejía. Luego tragó saliva dos veces y se le pasó el

acceso.

—Admiro su tranquilidad, jovencita. ¡Bien! ¡Ya me está viendo! Si

logra interesarme, continuará viéndome durante dos minutos más.

—Me bastarán —repliqué—. Y lograré interesarle. Se trata del

misterio de la Casa del Molino.

—Si halla usted al hombre del traje color castaño, escríbale al director

—me interrumpió apresuradamente.

—Si me interrumpe, estaré más de dos minutos —le dije, con

severidad—. No he hallado al hombre del traje color castaño; pero es

muy probable que dé con él.

Usando el menor número de palabras posible, le di a conocer los

hechos relacionados con el accidente del «Metro» y las conclusiones a

que había llegado. Cuando terminé, dijo él inesperadamente:

—¿Qué sabe usted de cabezas braquicefálicas?

Mencioné a papá.

—El hombre de los monos, ¿eh? Bueno, parece usted tener una

buena cabeza sobre los hombros, jovencita. Pero todo eso resulta un

poco vago. No hay gran cosa en que basarse. Y no nos sirve de

nada... tal como lo presenta con sus palabras.

—Eso lo comprendo perfectamente.

—¿Qué es lo que desea entonces?

—Empleo en su periódico para investigar este asunto.

—No puede ser. Se cuida ya nuestro redactor especial.

—Yo ya tengo conocimientos especiales en este caso.

—Los que me acaba de contar, ¿verdad?

—¡Oh, no, lord Nasby! Aún me guardo un triunfo.

—Sí, ¿eh? Parece una muchacha muy lista. Bien. ¿De qué se trata?

—Cuando el supuesto médico se metió en el ascensor, dejó caer un

papel. Yo lo recogí. Olía a naftalina. Igual que el muerto. Pero el

doctor, no. Conque comprendí inmediatamente que el médico se lo

había quitado al difunto. Llevaba dos palabras escritas y unos

números.

—Enséñemelo.

Lord Nasby tendió una mano con indiferencia.

—No es fácil —le contesté, sonriendo—. El hallazgo es mío,

¿comprende?

—Tiene razón. Usted es una muchacha lista. Hace muy bien en no

querer soltarlo. ¿No siente escrúpulo alguno en retenerlo y no

entregárselo a la policía?

—Fui a Scotland Yard a entregarlo esta mañana. Se empeñaron en







considerar que el asunto no tenía nada que ver con lo sucedido en

Marlow. Conque opino que, dadas las circunstancias, estaba

justificado que retuviera yo el papel. Además, el inspector me hizo

enfadar.

—¡Bien miope es ese hombre! Bueno, muchacha; he aquí lo único

que puedo hacer por usted: Siga desarrollando su plan. Si descubre

algo... cualquier cosa que sea publicable..., mándelo y tendrá la

oportunidad que busca. Siempre hay sitio en el Daily Budget para

quien tiene talento. Pero ha de demostrar su valer primero.

¿Comprende?

Le di las gracias y me excusé por haber empleado métodos tan poco

ortodoxos.

—No se preocupe. Me gusta la frescura..., cuando la fresca es una

muchacha bonita. Y a propósito, dijo usted dos minutos y ha estado

tres, descontando las interrupciones. Para una mujer eso resulta

verdaderamente asombroso. Seguramente se debe a su

entrenamiento científico.

Me encontré en la calle nuevamente, jadeando como si hubiese

estado corriendo. Lord Nasby me resultaba agotador, pero yo salía

satisfecha de mi entrevista con el potentado.







CAPITULO -- VI

Regresé a casa con cierta sensación de triunfo. Mi plan había tenido

un éxito mucho mayor del que yo hubiera podido esperar. Lord Nasby

se había mostrado hasta jovial. Ahora sólo faltaba que yo demostrara

«mi valer», como decía él.

Una vez encerrada en mi cuarto, saqué el precioso pedazo de papel y

lo estudié atentamente. Era la clave del misterio.

En primer lugar, ¿qué representaban los números? Eran cinco y había

un punto tras los dos primeros.

—Diecisiete..., ciento veintidós —murmuré.

Aquello no parecía conducir a ninguna parte.

A continuación, lo sumé. Es cosa que se hace con frecuencia en las

novelas y que conduce a deducciones sorprendentes.

—Uno y siete son ocho; y uno, nueve; y dos, once; y dos, trece.

¡Trece! ¡Fatídico número! ¿Era aquello un aviso para que dejara el

asunto en paz? Posiblemente. Fuera como fuese, parecía

singularmente inútil salvo como aviso. Me negué a creer que

conspirador alguno escribiera trece de esa suerte en la vida real. Si

quería decir trece, hubiera escrito «13», así.

Había un espacio entre el uno y el dos. Por consiguiente, resté

veintidós de ciento setenta y uno. El resultado fue ciento cincuenta y

nueve. Probé otra vez, y me salió ciento cuarenta y nueve. Esos

ejercicios aritméticos serían, sin duda, un entrenamiento excelente,

pero desde el punto de vista de hallar la solución del misterio, se me

antojaban algo más que ineficaces. Dejé la aritmética en paz, sin

intentar divisiones o multiplicaciones caprichosas, y pasé a estudiar

las palabras.

Castillo de Kilmorden. Aquello era algo concreto, por lo menos. Un

lugar. Probablemente cuna de una familia aristocrática. ¿Heredero

desaparecido? ¿Pretendiente al título? O posiblemente una ruina

pintoresca. ¡Tesoro escondido!

Sí; bien mirado, me inclinaba a aceptar la teoría de un tesoro oculto.

Siempre se usan números cuando se trata de un tesoro. Un paso a la

derecha; siete pasos a la izquierda; cávese un pie de profundidad,

desciéndase veintidós escalones. Algo así. Podría sacar eso más

tarde. La cosa era llegar al Castillo de Kilmorden lo antes posible.

Hice una salida estratégica del cuarto y regresé cargada de obras de

referencia. Quién es quién, el almanaque de Whitaker, un

Nomenclátor, una Historia de Casas Solariegas Escocesas y las Islas

Británicas de no sé qué autor.

Transcurrió el tiempo. Busqué con diligencia, pero con creciente

enfado. Finalmente, cerré el último libro de golpe. No parecía existir







el Castillo de Kilmorden.

Inesperado frenazo. Tenía que existir. ¿Por qué había de inventar

nadie semejante nombre y escribirlo en un trozo de papel? ¡Absurdo!

Se me ocurrió otra idea. Tal vez se tratara de una monstruosidad

hecha castillo, de construcción moderna, situada en los suburbios,

cuyo nombre altisonante fuera invento de su propietario. Si tal era el

caso, iba a ser extraordinariamente difícil dar con ella. Me senté

sobre los talones, alicaída (siempre me siento en el suelo cuando he

de hacer algo verdaderamente importante), y me pregunté cómo

iniciar mi investigación.

¿Había alguna otra pista que pudiera seguir? Reflexioné un buen rato

y luego me puse en pie de un brinco, encantada. ¡Naturalmente! Era

preciso que visitara el «lugar del crimen». ¡Eso lo hacían siempre los

mejores sabuesos! Y por mucho después que se presenten, siempre

encuentra algo que se les ha pasado por alto a la policía. Se

presentaba bien claro el camino que debía seguir. Tenía que ir a

Marlow.

Pero, ¿cómo iba a introducirme en la casa? Descarté varios métodos

aventureros y opté por la sencillez. Si habían querido alquilar la casa,

era de suponer que seguirían tratando de hacerlo. Yo sería una

aspirante a inquilina.

Decidí, por añadidura, dirigirme a los agentes locales, puesto que

tendrían menos cosas que ofrecer.

En eso, sin embargo, no había contado con la huésped. Un empleado

muy amable me proporcionó detalles de media docena de fincas

altamente satisfactorias. Hube de hacer uso de todo mi ingenio para

hallar motivos para rechazarlas. A última hora creí haber perdido el

tiempo en balde.

—¿De veras que no tiene ninguna más? —pregunté mirando

lastimosamente al empleado—. Alguna que esté a orillas del río... y

que tenga bastante jardín... y un pabelloncito.

Había procurado describir en pocas palabras la Casa del Molino, tal

como yo la concebía por lo que publicaron los periódicos.

—Verá usted... Sí que hay una... La casa de sir Eustace Pedler,

naturalmente —dijo el hombre, dubitativo—. La Casa del Molino,

¿sabe?

—No..., no; dónde... —vacilé. (El vacilar empezaba a convertirse en

uno de mis fuertes.)

—¡Esa misma! ¡Dónde se cometió el asesinato! Pero quizá no le

gustaría...

—Oh, no creo que me importara —le interrumpí, fingiendo recobrar

mi aplomo. Me parecía que mi buena fe había quedado demostrada

ya—. Y tal vez me la cedan barata..., dadas las circunstancias.

—Sí..., es posible... Es inútil fingir que será fácil alquilarla después de

lo ocurrido... la servidumbre y todo eso, ¿sabe? No querrá nadie

habitarla. Si le gusta la casa después de verla, le aconsejo que haga







una oferta. ¿Quiere que le extienda una autorización para visitarla?

—Si me hace el favor...

Un cuarto de hora más tarde me hallaba ante la portería de la Casa

del Molino. En contestación a mi llamada, la puerta se abrió de par en

par y una mujer alta, de edad madura, salió botando, tal como

suena.

—Nadie puede entrar en la casa. ¿Lo ha oído? ¡Estoy hasta arriba de

periodistas! Las órdenes de sir Eustace...

—Tenía entendido que se alquilaba la casa —contesté con frialdad,

enseñándole la autorización—. Claro que si ya está alquilada...

—¡Oh..., perdóneme usted, señorita! Los periodistas no me dejan a

sol ni a sombra. No tengo ni un minuto de tranquilidad. No, la casa

no está alquilada... ni es fácil que se alquile ya.

—¿No funcionan las tuberías de desagüe? ¿Está mal hecha la

urbanización? —pregunté en un susurro preñado de ansiedad.

—¡Quiá, señorita! Las tuberías de desagüe no podrían funcionar

mejor. Pero, ¿es posible que no se haya enterado usted de que

mataron a una señora extranjera aquí?

—Sí que creo haber leído algo de eso en los periódicos —dije con

indiferencia.

Tal indiferencia hizo que se picara la buena mujer. De haber dado yo

muestras de interés, es muy probable que hubiera enmudecido.

Aquello, sin embargo, tuvo el efecto contrario.

—¡Claro que lo leyó usted! ¡Ha salido en todos los periódicos! El Daily

Budget sigue haciendo todo lo posible por encontrar al hombre que lo

hizo. Parece ser, según el periódico, que nuestra policía no sirve para

nada. Bueno, pues ojalá le pesquen... aunque era un joven muy

agradable, se lo aseguro. Tenía cierto aspecto marcial. Oh, bueno,

supongo que le herirían en la guerra y a veces se vuelven un poco

raros después de una cosa así. Eso le ocurrió al hijo de mi hermana,

por lo menos. Tal vez le hubiera tratado ella mal... son de cuidado

esas extranjeras... aunque era una mujer muy hermosa. Estuvo de

pie ahí mismo, donde se encuentra usted ahora. Ahí es donde

hablamos breves palabras.

—¿Era rubia o morena? —me atreví a preguntar—. No hay manera de

saberlo por esos retratos de periódico.

—De pelo negro y cara muy blanca... demasiado blanca para ser

natural, pensé yo... y los labios resaltaban enrojecidos de una

manera espantosa. No me gusta verlo... un poco de polvos de vez en

cuando es distinto.

Charlábamos como amigas ya. Hice otra pregunta.

—¿Parecía nerviosa o alterada?

—Ni pizca. Sonreía para sí como si algo la divirtiera. Por eso me

quedé tan parada al salir aquella gente corriendo a la tarde siguiente,

llamando a la policía a voz en grito y diciendo que se había cometido

un asesinato. Jamás me reharé del susto. Y en cuanto a poner un pie







en esa casa después del anochecer, no lo haría yo por nada del

mundo. ¡Si ni siquiera hubiese querido quedarme en este pabellón de

no habérmelo suplicado sir Eustace de rodillas!

—Creí que sir Eustace estaba en Cannes.

—Sí que estaba allí, señorita. Regresó a Inglaterra en cuanto supo la

noticia; y en cuanto a lo de arrodillarse, eso no fue más que una

forma de hablar. El señor Pagett, su secretario, nos ofreció doble

sueldo si nos quedábamos, y como dice mi Juan, el dinero es el

dinero en estos tiempos.

Me mostré cordialmente de acuerdo con el poco original contenido de

Juan.

—El joven ese... —dijo la señora James, volviendo, de pronto, a ese

punto de la conversación—. Ése sí que estaba alterado. Los ojos,

unos ojos claros, por cierto, le brillaban una barbaridad. Excitado,

pensé yo. Pero jamás se me ocurrió pensar que hubiese sucedido

nada anormal. Ni siquiera cuando volvió a salir con una cara muy

rara.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la casa?

—Oh, no mucho rato. Unos cinco minutos tal vez.

—¿Qué estatura tendría, cree usted? ¿Un metro ochenta?

—Sí, puede que sí.

—¿Afeitado dice usted?

—Sí, señorita. Ni siquiera tenía uno de esos bigotitos que parecen

cepillos de dientes.

—¿Tenía así la barbilla brillante por casualidad? —pregunté,

obedeciendo a un súbito impulso.

La señora James me miró con cierto respeto.

—Ahora que lo dice usted, señorita, sí que la tenía. ¿Cómo lo adivinó?

—Es una cosa muy curiosa —expliqué al buen tuntún—, pero es

frecuente entre asesinos tener la barbilla brillante.

La señora James aceptó la explicación de buena fe.

—¡Caramba, señorita! ¡Nunca había oído decir eso hasta ahora!

—Supongo que no se fijaría usted en la clase de cabeza que tenía,

¿verdad?

—Una cabeza corriente. Le traeré las llaves, ¿quiere usted?

Las acepté y me dirigí a la Casa del Molino. Hasta donde había

llegado se me antojaba buena mi reconstrucción de los hechos.

Desde el primer momento me había dado cuenta de que la única

diferencia que existía entre el hombre descrito por la señora James y

el médico del «Metro» era la compuesta por cosas no esenciales. Un

gabán, una barba, lentes con marco de oro. El médico había parecido

de edad madura, pero recordé que se había agachado sobre el

cadáver como un hombre joven. La flexibilidad de sus movimientos

denotaba juventud.

La víctima del accidente (el hombre de la naftalina, como le llamaba

yo para mis adentros), y la extranjera señora de Castina o como







quiera que se llamase en realidad, habían quedado en encontrarse en

la Casa del Molino. Tal era mi teoría, por lo menos. Ya fuese porque

temieran que se les estaba vigilando o por alguna otra razón, había

escogido el ingenioso método de obtener cada uno de ellos una

autorización para visitar la misma casa. Así, su encuentro allí parecía

obedecer a una simple casualidad.

También me sentía bastante segura de que el hombre de la naftalina

había visto, de pronto, al médico y de que el encuentro le había

resultado tan inesperado como alarmante. ¿Qué había sucedido

después? El doctor se quitaría el disfraz para seguir a la mujer hasta

Marlow. Cabía la posibilidad de que, si se lo había quitado

precipitadamente, aún conservara en la barbilla rastro de la goma

empleada para sujetar la barba postiza. De ahí la pregunta que dirigí

a la señora James.

Mientras reflexionaba llegué a la puerta baja, anticuada, de la Casa

del Molino. La abrí con la llave que me habían dado y entré. El

vestíbulo era oscuro y de techo bajo. La casa olía a moho. A pesar

mío, me estremecí. ¿Habría tenido algún presentimiento, habría

experimentado algún escalofrío la mujer que entrara sonriendo para

sí unos días antes al pisar la casa? ¿Se desvanecería? O... ¿subiría la

escalera sonriendo, aun sin presentir la fatalidad que estaba a punto

de alcanzarla? Mi corazón palpitó con más violencia. ¿Estaba la casa

vacía, en efecto? ¿Me acecharía la fatalidad allí dentro a mí también?

Por primera vez comprendí el significado de tan manido vocablo

«ambiente». Había ambiente en aquella casa, un ambiente de

crueldad, de amenaza, de mal.







CAPITULO -- VII

Desterré los sentimientos que me oprimían y subí apresuradamente

la escalera. No me costó trabajo alguno encontrar el cuarto en que

había ocurrido la tragedia. Había llovido mucho el día del

descubrimiento del cadáver y el suelo sin alfombra estaba cubierto de

huellas de barro en todas direcciones. Me pregunté si habría dejado el

asesino la huella de alguna pista el día anterior. Lo probable era que

la policía se mostrase reservada sobre el particular si alguna había

encontrado; pero pensándolo bien, llegué a la conclusión de que no

era fácil que hubiese dejado ninguna. Había hecho un día hermoso y

seco.

No había nada de interés en la habitación. Era casi cuadrada; tenía

dos miradores grandes, paredes blancas, lisas y suelo desnudo. El

entarimado del piso estaba manchado por los bordes, señalando así

el espacio cubierto en otros tiempos por una alfombra. Lo examiné

cuidadosamente; pero no encontré ni un alfiler. No parecía probable

que la talentuda detective descubriera pista alguna que la policía

hubiese pasado por alto.

Yo iba provista de un lápiz y un librito de notas. No parecía haber

gran cosa que anotar; pero hice un plano del cuadro para consolarme

un poco del desencanto que mi fracaso me producía. Cuando me

disponía a guardarme el lápiz en el bolso otra vez, se me escapó de

entre los dedos y rodó por el suelo.

La Casa del Molino era muy vieja y había muchas desigualdades en el

piso. El lápiz rodó con creciente velocidad hasta detenerse al pie de

una de las ventanas. En el hueco de cada mirador había un ancho

asiento debajo del cual se ocultaba una especie de armario. Mi lápiz

había ido a detenerse contra la puerta de uno de ellos. El armario

estaba cerrado; pero se me ocurrió de repente que de haber estado

abierto, el lápiz hubiera seguido rodando hasta meterse dentro. Abrí

la puerta y, en efecto, el lápiz entró y se alojó en el rincón más

apartado. Lo recogí, observando al hacerlo que, debido a la falta de

luz y a la extraña conformación del armario, no era posible verlo, sino

que había que buscarlo a tientas. Fuera de mi lápiz el armario no

contenía nada. No obstante, como a mí me gusta hacer bien las

cosas, probé el armario del otro mirador.

Al principio pareció como si estuviese vacío también; pero rebusqué

por su interior con perseverancia, y mis esfuerzos se vieron

premiados por el hallazgo de un cilindro de papel que yacía en una

especie de depresión o concavidad del fondo del armario. En cuanto

lo tuve en la mano, me di cuenta de lo que era. Un rollo de película.

¡Qué hallazgo más interesante!







Comprendí, naturalmente, que aquel rollo podría ser de sir Eustace

Pedler; que era fácil que hubiera rodado hasta allí y que no le

hubiesen hallado al vaciar el armario. Pero no lo creía. El envoltorio

encarnado parecía demasiado nuevo. La capa de polvo que lo cubría

no era muy gruesa. No podía llevar allí el rollo más de dos o tres días,

es decir, desde el día en que se cometió el asesinato. De haber

estado allí mucho más tiempo, hubiera estado recubierta de una capa

de polvo mucho más gruesa.

¿Quién lo había dejado caer? ¿El hombre? ¿La mujer? Recordé que el

contenido del bolso de esta última había parecido estar intacto. De

haberse abierto durante la lucha y haber caído el rollo, también

hubiesen rodado por el suelo algunas monedas. No; no era la mujer

quien había dejado caer la película.

Olfateé de pronto y con desconfianza. ¿Estaba convirtiéndose en

obsesión mía el olor a naftalina? Hubiera jurado que el rollo de

película olía a eso también. Me lo acerqué a la nariz. Tenía el

acostumbrado olor fuerte propio de una película fotográfica; pero

aparte de eso, me era posible percibir el olor que tanto me

disgustaba. No tardé en averiguar la causa. Una minúscula hebra se

había enganchado en la madera del carrete y dicha hebra estaba

impregnada de olor a naftalina. El hombre muerto en el «Metro»

había llevado aquel rollo en el bolsillo del chaleco en alguna ocasión.

¿Era él quien lo había dejado caer? Difícilmente. Se conocían

demasiado bien todos sus pasos.

No. Era el otro hombre, el doctor. Se había llevado la película al

llevarse el papel. Era él quien lo había dejado caer allí durante su

lucha con la mujer.

—¡Tenía la pista que había andado buscando! Haría revelar el rollo

para obtener nuevos elementos para proseguir la investigación.

Salí de la casa entusiasmada; devolví las llaves a la señora James y

regresé lo más aprisa posible a la estación. Durante el viaje a Londres

saqué el papelito y lo estudié otra vez. De pronto, las cifras

adquirieron un significado nuevo. ¿Y si fueran una fecha? 17 1 22. El

diecisiete de enero de 1922. ¡Eso debía ser! ¡Qué idiota era por no

haber pensado en ello antes! Pero en tal caso necesitaba descubrir

dónde se hallaba el Castillo de Kilmorden, porque aquel día era

precisamente el catorce. Tres días. Bastante poco, ¡casi imposible

cuando uno no tenía la menor idea de dónde buscar!

Era demasiado tarde para dar a revelar el rollo aquel día. Tenía que

regresar aprisa a Kensington para no llegar tarde a comer. Se me

ocurría que había un método sencillo de comprobar si algunas de mis

conclusiones eran exactas. Le pregunté al señor Flemming si se había

encontrado una máquina fotográfica en el equipaje del muerto. Sabía

que se había interesado mucho por el asunto y que estaba al tanto de

todos los detalles.

Con gran sorpresa y no poco desencanto mío, me contestó que no se







había hallado máquina fotográfica alguna. Todo el equipaje de Carton

había sido examinado cuidadosamente con la esperanza de hallar

algo que derramara alguna luz sobre su estado de ánimo. Estaba

completamente seguro de que no se había encontrado cosa alguna

que se pareciera a un aparato fotográfico.

Esto resultaba un inconveniente para mi teoría. Si no poseía una

máquina fotográfica, ¿por qué había de llevar un carrete de película?

Salí a primera hora de la mañana siguiente a entregar el rollo para

que lo revelasen. Fui tan meticulosa, que recorrí toda la distancia que

me separaba de Regent Street nada más que por llevarlo a la propia

casa «Kodak». Lo entregué y pedí una prueba de cada fotografía. El

hombre acabó de amontonar una serie de películas metidas en

cilindros de hojalata para su envío a los trópicos y tomó mi rollo.

Me miró.

—Me parece que se ha equivocado usted —dijo sonriendo.

—¡Oh, no! —repliqué—. Estoy segura de que no me he equivocado.

—Se ha equivocado de rollo. Éste está sin usar.

Salí del establecimiento procurando disimular el chasco que acababa

de llevarme. Supongo que es bueno que una se dé cuenta de vez en

cuando de todo lo idiota que puede llegar a ser. Pero a nadie le gusta

verse en semejante trance y quedar en ridículo.

Y entonces, cuando pasaba por delante de las oficinas de una casa de

esas grandes Compañías de vapores, me paré en seco. En el

escaparate había una maqueta preciosa de uno de los barcos de la

Compañía. Y llevaba por nombre: «Castillo de Kenilworth». Se me

ocurrió una idea loca. Empujé la puerta y entré. Me acerqué al

mostrador y con voz vacilante (vacilación auténtica esta vez, y no

fingida), murmuré:

—¿El «Castillo de Kilmorden»?

—Sale el diecisiete de Southampton. ¿Ciudad de El Cabo primera o

segunda?

—¿Cuánto vale el pasaje?

—Ochenta y siete libras en primera...

Le interrumpí. La coincidencia era demasiado grande. ¡El importe

total de mi herencia, exactamente! Me lo jugaba todo a una carta.

—Un billete de primera —dije.







CAPITULO -- VIII

Extracto del Diario de sir Eustace Pedler

Es verdaderamente extraordinario, pero nunca parezco poder vivir

tranquilo. Soy hombre amante de la vida apacible. Me gusta ir a un

club a jugar allí mi partida de bridge, hacer una comida bien guisada

y rociarla con buen vino. Me gusta Inglaterra en el verano y la Costa

Azul en invierno. No tengo el menor deseo de tomar parte en

acontecimientos sensacionales. Y a veces, sentado ante un buen

fuego, no me importa leer una reseña de ellos en el periódico. Pero

no me gusta pasar de ahí. Mi objeto de esta vida es vivir todo lo más

cómodamente posible. He dedicado mucha reflexión y una

considerable cantidad de dinero a tal fin. Pero no puedo decir

honradamente que tengan siempre buen éxito mis esfuerzos. Si a mí

personalmente no me suceden cosas, éstas ocurren a mi alrededor, y

con frecuencia y a pesar mío me veo envuelto en ellas. Detesto

verme complicado en cosas así.

Y todo ello porque Guy Pagett entró en mi alcoba esta mañana con un

telegrama en la mano y la cara más larga que la de un mudo en un

entierro.

Guy Pagett es mi secretario; un hombre lleno de celo, meticuloso,

trabajador, admirable por todos los conceptos. No conozco a persona

alguna capaz de molestarme tanto. Durante mucho tiempo me he

estado devanando los sesos buscando una excusa para deshacerme

de él. Pero uno no puede despedir a un secretario simplemente

porque prefiere el trabajo al juego, porque le gusta madrugar y

porque carece por completo de vicios. La única cosa divertida que

tiene es la cara. Su semblante es de un envenenador del siglo XIV, la

clase de tipo a quien los Borgia hubieran confiado sus encargos.

No me importaría tanto si no fuese que Pagett me hace trabajar a mí

también. Para mí, el trabajo es algo que debiera hacerse a la ligera y

sin prisa, algo con qué jugar. Dudo que Pagett haya jugado con nada

en su vida. Se lo toma todo en serio. Por eso resulta tan difícil vivir

con él. La semana pasada se me ocurrió la brillante idea de mandarle

a Florencia. Hablaba de Florencia y de lo mucho que le gustaría ir allí.

—Amigo mío —exclamé—; marchará usted allí mañana. Le pagaré

todos los gastos.

Enero no es el mes más indicado para ir a Florencia; pero a Pagett le

daría igual. Me lo imaginaba, guía en mano, recorriendo

religiosamente todos los museos. Y para mí, una semana de libertad

resultaba barata a ese precio. Ha sido una semana deliciosa. He

hecho todo lo que se me ha antojado y nada de lo que detesto. Pero

cuando abrí los ojos y vi a Pagett de pie, quitándome la luz con su







cuerpo, y la intempestiva hora de las nueve de la mañana, comprendí

que mi libertad cesó.

—Amigo mío —le pregunté—, ¿se ha celebrado ya el entierro o ha de

celebrarse más tarde esta mañana?

Pagett no sabía apreciar una broma. Se limitó a mirarme con fijeza.

—¿Conque está usted enterado, sir Eustace?

—Enterado..., ¿de qué? —pregunté con enfado—. De la expresión de

su rostro deduje que uno de sus próximos y más queridos parientes

iba a recibir sepultura esta mañana.

Pagett hizo caso omiso de mi salida hasta donde le fue posible.

—Ya me parecía a mí que no podía estar enterado de esto —Golpeó

con los dedos el telegrama—. Ya sé que le disgusta que le despierten

temprano..., pero son las nueve —Pagett se empeña en que a las

nueve de la mañana ha transcurrido ya casi medio día—, y pensé

que, dadas las circunstancias...

Volvió a golpear el telegrama.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Un telegrama de la policía de Marlow. Ha muerto asesinada una

mujer en la casa de usted.

Eso sí que me despejó de verdad.

—¡Qué frescura! —exclamé—. ¿Por qué en mi casa? ¿Quién la

asesinó?

—No lo dicen. Supongo que regresaremos a Inglaterra

inmediatamente, sir Eustace.

—No tiene usted por qué suponer cosa semejante. ¿Por qué hemos

de volver?

—La policía...

—¿Qué diablos tengo yo que ver con la policía?

—Verá... La casa es de usted.

—Eso —respondí— más parece mi desdicha que mi culpa.

Guy Pagett sacudió la cabeza con melancolía.

—Causará muy mala impresión a sus electores —observó

lúgubremente.

No sé por qué había de ser así y, sin embargo, tengo el

presentimiento de que, en esas cosas, a Pagett nunca le engaña el

instinto. A simple vista, un diputado no será menos eficiente porque

una joven errante vaya a dejarse asesinar a una casa deshabitada

propiedad suya, pero cualquiera sabe cómo tomará la cosa el

respetable público británico.

—Se trata de una extranjera, lo que aún empeora las cosas —

continuó Pagett, tan lúgubre como antes.

Vuelvo a creer que tiene razón. Si resulta deshonroso que asesinen a

una mujer en la casa de uno, aún lo resulta más si la referida mujer

es extranjera. Se me ocurrió otra idea.

—¡Cielos! —exclamé—. ¡Dios quiera que esto no le disguste a

Carolina!







Carolina es la dama que se cuida de hacerme la comida. Da la

casualidad, al propio tiempo que es la esposa del jardinero. Yo no sé

si será una buena esposa. Pero desde luego es una excelente

cocinera. James, por su parte, no es tan buen jardinero. Le mantengo

ocioso, no obstante, y le doy un pabellón como vivienda, nada más

que por los guisos de Carolina.

—No supongo que quiera quedarse después de lo sucedido —dijo

Pagett.

—¡Usted siempre tan animador! —observé.

Supongo que no tendré más remedio que regresar a Inglaterra. Es

evidente que Pagett tiene la intención de que regrese. Y, además,

tengo que tranquilizar a Carolina.

Tres días más tarde

Me resulta increíble que toda persona que pueda marcharse de

Inglaterra en invierno no lo haga. El clima es abominable. Todo este

asunto es molesto en grado sumo. El procurador dice que resultará

poco menos que imposible alquilar la Casa del Molino después de

toda la publicidad que está recibiendo el caso. A Carolina he podido

apaciguarla doblándole el sueldo. Hubiéramos podido mandarle un

telegrama desde Cannes para hacer eso. En resumen, que como he

dicho desde el primer momento, nada se adelantaba con que viniera

aquí personalmente. Regresaré a Cannes mañana.

Un día más tarde

Han ocurrido varias cosas sorprendentes. Para empezar, me encontré

con Augusto Milray, y el más perfecto y solemne ejemplar de asno

que ha producido el gobierno actual hasta la fecha. Rebosaba

diplomacia y sigilo cuando me acorraló en un rincón tranquilo del

club. Habló una barbaridad. Acerca de África del Sur y de la situación

industrial allí. Acerca de los crecientes rumores de una huelga en el

Rand. De las causas secretas que motivaban la huelga. Le escuché

con toda la paciencia que me fue posible. Por último, bajó la voz

hasta hablar en un susurro y explicó que debieran de colocarse en

manos del general Smuts ciertos documentos que se habían

descubierto.

—No me cabe la menor duda de que tiene usted razón —le contesté,

ahogando un bostezo.

—Pero, ¿cómo hacerlos llegar hasta él? Nuestra posición en este

asunto es delicada..., muy delicada.

—¿Qué le pasa al correo? —exclamé alegremente—. Pégueles un sello

de dos peniques y échelos al buzón más cercano.







Pareció escandalizado.

—¡Mi querido Pedler! ¡A un vulgar buzón!

Siempre ha sido para mí un misterio que los gobiernos se empeñen

en hacer uso de Correos Reales. Se me antoja que ésa es la mejor

manera de atraer la atención hacia sus documentos confidenciales.

—Si el correo no le gusta, mande a uno de esos jovencitos del

Ministerio. Le gustará el viaje.

—¡Imposible! —contestó Milray, sacudiendo la cabeza—. Hay razones,

mi querido Pedler..., le aseguro que hay razones.

—Bueno —dije yo, poniéndome en pie—, todo eso es muy

interesante, pero tengo que marcharme.

—Un momento, mi querido Pedler, un momento, se lo suplico. Ahora,

en confianza, ¿no es cierto que tiene la intención de visitar África del

Sur usted mismo dentro de poco? Posee grandes intereses en

Rhodesia, me consta, y le interesa vitalmente la posibilidad de que

Rhodesia entre a formar parte de la Unión Sudafricana.

—La verdad... sí que había pensado hacer el viaje dentro de un mes o

cosa así.

—¿No podría usted adelantar la fecha? ¿Irse este mes? ¿Esta misma

semana?

—Podría —le repuse, mirándole con cierto interés—. Pero no tengo el

menor deseo de hacerlo.

—Le haría usted un gran favor al gobierno..., ¡un gran favor! No le

encontraría usted..., ¡ah...!, desagradecido.

—¿Con lo cual quiere usted decir que desea que sea yo el cartero?

—¡Justo! La posición de usted no es oficial. Su viaje obedece a causas

particulares. Todo resultaría eminentemente satisfactorio. Además no

se daría nadie cuenta de esa misión.

—Bueno —dije lentamente—, no me importa hacerlo. Mi mayor

ambición en estos instantes es salir de Inglaterra otra vez lo más

aprisa posible.

—Hallará el clima de África del Sur delicioso... verdaderamente

delicioso.

—Amigo mío, conozco el clima a fondo. Estuve allí poco antes de la

guerra.

—Le estoy muy agradecido, Pedler. Le enviaré el paquete con un

mensaje. Ha de ser entregado al general Smuts en propia mano,

¿comprende? El «Castillo de Kilmorden» zarpa el sábado. Es un buen

barco.

Caminamos juntos un rato por Pall Mall antes de separarnos. Me

estrechó cordialmente la mano y volvió a darme las gracias

efusivamente.

Me dirigí a casa pensando en las curiosas sinuosidades de la política

gubernamental.

Al atardecer siguiente, mi mayordomo Jarvis me comunicó que un

caballero deseaba verme para asuntos de negocios, pero que se







negaba a dar su nombre. Siempre me han inspirado aprensión los

agentes de seguros. Conque le dije a Jarvis que dijera que no podía

recibirle. Por desgracia, para una vez que Guy Pagett hubiera podido

servir de algo verdaderamente útil, se encontraba en el lecho, víctima

de un ataque bilioso. Los jóvenes demasiado trabajadores que tienen

débil el estómago, son propensos a tal clase de ataques de bilis.

Jarvis regresó.

—El caballero me ha pedido que le diga, sir Eustace, que viene de

parte del señor Milray.

Las cosas cambiaban de aspecto entonces. Unos minutos más tarde

confrontaba a mi visitante en la biblioteca. Era un hombre joven,

corpulento, de atezado rostro. La cicatriz que le cruzaba desde un ojo

hasta la mandíbula desfiguraba lo que, de no haber sido por eso,

hubiese resultado un rostro bastante bien parecido, aunque

temerario.

—¿Bien? —pregunté—. ¿Qué desea?

—El señor Milray me mandó a usted, sir Eustace. He de acompañarle

a África del Sur como secretario.

—Amigo mío —dije—, tengo un secretario ya. No necesito otro.

—Creo que sí que lo necesita, sir Eustace. ¿Dónde está su secretario?

—Padece un ataque bilioso.

—¿Está usted seguro de que sólo se trata de un ataque de bilis?

—Claro que sí. Es propenso a ellos.

Mi visitante sonrió.

—Podrá ser un ataque bilioso o no serlo. Con el tiempo se verá. Pero

puedo decirle una cosa, sir Eustace: al señor Milray no le sorprendería

que se intentara quitar del paso a su secretario. Oh, no es necesario

que tema por sí mismo —supongo que una expresión de alarma

habría aparecido fugazmente en mi rostro—. Usted no está

amenazado. Si su secretario estuviera fuera del paso, sería mucho

más fácil llegar hasta usted. Sea como fuere, el señor Milray desea

que le acompañe. El dinero del pasaje será cuenta nuestra,

naturalmente; pero usted se encargará de dar los pasos necesarios

para obtenerme pasaporte, como si hubiera decidido que necesitaba

los servicios de un segundo secretario.

Parecía un joven decidido. Nos miramos de hito en hito, y él sostuvo

la mirada más tiempo que yo.

—Está bien —respondí débilmente.

—No dirá una palabra a nadie de que voy a acompañarle.

—Está bien —volví a responder.

Después de todo, tal vez fuera mejor llevar a aquel joven conmigo.

Pero tuve el presentimiento de que me estaba metiendo en honduras.

¡Precisamente cuando creía haber alcanzado de nuevo la tranquilidad!

Contuve a mi visitante cuando daba media vuelta para marcharse.

—No estaría de más que conociese el nombre de mi nuevo secretario

—observé con cierto sarcasmo.







Me miró unos instantes.

—Enrique Rayburn se me antoja un nombre muy apropiado —me

contestó.

Era una forma muy rara de responder.

—Está bien —dije por tercera vez.







CAPITULO -- IX

Se reanuda la narración con Anita

Resulta muy poco airoso para una heroína marearse. En los libros,

cuando más cabecea el barco y más se balancea, más le gusta a la

protagonista. Cuando todos los demás están indispuestos, ella pasea

sola por cubierta, desafiando a los elementos y gozando de la

tormenta. Lamento tener que confesar que al primer cabeceo del

Kilmorden palidecí y me apresuré a retirarme. Me salió al encuentro

una camarera muy comprensiva. Me ofreció pan tostado y gaseosa de

jengibre.

Permanecí en mi camarote tres días, gimiendo. Olvidé por completo

mi empresa. Había perdido todo interés en hallar la clave de aquel

misterio. Era una Anita completamente distinta a aquélla que

regresara tan llena de júbilo a Kensington después de visitar las

oficinas de la Compañía naviera.

Sonrío ahora al recordar mi brusca entrada en la sala. La señora

Flemming estaba sola allí. Volvió la cabeza al entrar yo.

—¿Eres tú, Anita, querida? Quiero discutir una cosa contigo.

—¿Qué? —pregunté, frenando mi impaciencia.

—La señorita Emery me abandona —la señorita Emery era la señorita

de compañía—. Y puesto que no has logrado encontrar nada, me

estaba preguntando si te gustaría..., ¡me alegraría tanto que te

quedases con nosotros definitivamente!

Me emocioné. Sabía que no me quería... me hacía el ofrecimiento por

simple compasión. Me remordió la conciencia por haberla criticado

tanto en secreto. Me puse en pie, crucé impulsivamente el cuarto y le

eché los brazos al cuello.

—Es usted muy buena —dije—, ¡muy buena, muy buena, muy buena!

Y se lo agradezco una enormidad. Pero no se moleste por mi. Me

marcho a África del Sur el sábado.

Mi brusco ataque había sobresaltado a la buena señora. No estaba

acostumbrada a súbitas manifestaciones de afecto. Mis palabras la

sobresaltaron aún más.

—¿A África del Sur? ¡Mi querida Ana! Tendríamos que investigar un

empleo así con mucho cuidado.

Esto era lo que menos deseaba yo que sucediera. Expliqué que había

sacado pasaje ya y que, a mi llegada, tenía la intención de

desempeñar el cargo de doncella. Fue lo único que se me ocurrió de

momento. Había, dije, gran escasez de servidumbre en África del Sur.

Le aseguré que sabría cuidarme divinamente y, por último, exhaló un

suspiro de alivio ante la perspectiva de verse libre de mí, y aceptó

mis proyectos sin hacer más preguntas. Al despedirse, me metió un







sobre en la mano. Hallé dentro cinco billetes nuevecitos de cinco

libras esterlinas cada uno, junto con una nota que decía: «Espero que

no te ofenderás y que aceptarás esto con todo mi afecto.» Era una

mujer muy buena y bondadosa. Hubiese sido incapaz de seguir

viviendo en la misma casa que ella; pero sí que reconocía sus buenas

cualidades.

Conque heme aquí con veinticinco libras esterlinas en el bolsillo, de

cara al mundo y dando principio a mi aventura.

El cuarto día la camarera logró persuadirme de que subiera a

cubierta. Convencida de que abajo moriría mucho más aprisa, me

había negado con testarudez a abandonar mi litera. Me tentó la mujer

ahora con la proximidad de Madeira. La esperanza renació en mi

pecho. Podría abandonar el barco, desembarcar y meterme a servir

allí. Cualquier cosa por pisar tierra firme.

Me sacaron envuelta en gabanes y mantas, más débil que un gato

recién nacido, y me depositaron, cual masa inerte, en una gandula.

Permanecí allí con los ojos cerrados y un odio profundo a la vida. El

sobrecargo, un joven rubio de cara redonda e infantil aspecto, fue a

sentarse a mi lado.

—¡Hola! Está usted muy deprimida, ¿eh?

—Sí —respondí con animadversión.

—¡Ah! Estará desconocida dentro de un par de días. Hemos recibido

un vapuleo bastante grande en el Golfo de Vizcaya; pero ahora se

nos presenta muy buen tiempo. Le echaré una partida de herrón

mañana.

No le contesté.

—Cree que no se pondrá nunca buena, ¿eh? Pero he visto a algunos

que se hallaban mucho peor que usted, convertirse dos días más

tarde en el alma de todas las diversiones de a bordo. A usted le

ocurrirá igual.

No me sentía lo bastante agresiva para decirle sin rodeos que era un

embustero. Procuré dárselo a entender con una simple mirada. Él

charló agradablemente unos minutos más y luego fue lo bastante

compasivo para marcharse y dejarme en paz. La gente pasó y volvió

a pasar, parejas activas, haciendo ejercicio; niños juguetones;

jóvenes riendo. Unas cuantas víctimas más, como yo, yacían pálidas,

en sus gandulas.

El aire era agradable, seco, no demasiado frío, y el sol brillaba

alegremente. Casi sin darme cuenta de ello, me sentí algo animada.

Empecé a fijarme en la gente. Me atraía especialmente una mujer.

Tendría unos treinta años de edad, de estatura regular, muy rubia,

con rostro redondo, adornado de hoyuelos, y ojos muy azules. Sus

vestidos, aunque sencillos, eran de un corte impecable que hacían

recordar a París. Además con sus agradables modales y su aplomo,

parecía haberse hecho la dueña del barco.

Mayordomos y camareros de cubierta corrían de un lado a otro







obedeciendo sus órdenes. Tenía una ganduja especial y una cantidad

aparentemente inagotable de cojines. Cambió de opinión tres veces

acerca del lugar en que quería que la colocasen. Y en medio de todo,

siguió siendo atractiva y encantadora. Parecía ser una de esas

personas, de las que tan pocas hay en el mundo, que saben lo que

quieren, se encargan de obtenerlo y lo consiguen sin ser ofensivas.

Decidí que, si llegaba a reponerme algún día, cosa que no sucedería,

claro estaba, me divertiría hablar con ella.

Llegamos a Madeira a eso del mediodía. Seguía sintiéndome

demasiado inerte para moverme; pero gocé viendo a pintorescos

vendedores que subieron a bordo y expusieron sus mercancías sobre

cubierta. Había flores también. Hundí el rostro en un manojo enorme

de húmedas violetas y me sentí muchísimo mejor. Es más, llegué a

pensar que tal vez lograra vivir hasta el final del viaje, después de

todo. Cuando mi camarera me habló de los atractivos de un poco de

caldo de gallina, sólo protesté débilmente. Cuando me lo trajo, lo

tomé con gusto.

La mujer atractiva había estado en tierra. Regresó escoltada por un

hombre alto, a quien había visto pasearse por cubierta a primera hora

del día. Supuse inmediatamente que se trataba de uno de los

hombres «fuertes y silenciosos» de Rhodesia. Tendría unos cuarenta

años; le blanqueaba el cabello levemente por las sienes; y era, sin

duda alguna, el hombre más guapo de todo el buque.

Al subirme la camarera una manta más, le pregunté si subía quién

era la mujer que me había llamado la atención.

—Es una señora muy conocida en la alta sociedad: la excelentísima

señora de Clarence Blair. Tiene que haber leído algo de ella en los

periódicos.

Moví afirmativamente la cabeza, mirándola con denodado interés. La

señora Blair era muy conocida, en efecto, y se la consideraba una de

las mujeres más elegantes del día. Observé, con cierto regocijo, que

era objeto de numerosas atenciones. Varias personas intentaron

hacer amistad con ella, aprovechando la agradable falta de etiqueta

que se permite a bordo. Me inspiró admiración la cortesía con que la

señora Blair sabía rechazarlas. Parecía haber escogido al hombre

fuerte y silencioso como escolta especial suya y el hombre daba la

sensación de que se daba cuenta de cuan grande era el privilegio

concedido.

A la mañana siguiente, con gran sorpresa mía, la señora Blair se

detuvo ante mi asiento después de dar un par de vueltas por cubierta

en compañía de su escolta.

—¿Se siente mejor esta mañana?

Le di las gracias y le dije que empezaba a sentirme un poco más

parecida a un ser humano de lo que me había sentido hasta

entonces.

—Parecía usted verdaderamente enferma ayer. El coronel Race y yo







llegamos a la conclusión de que íbamos a gozar del espectáculo y la

emoción de un entierro en alta mar. Pero nos ha dado usted un

chasco.

Me eché a reír.

—El aire me ha hecho mucho bien.

—No hay nada como el aire fresco —dijo el coronel Race, sonriendo.

—El estar encerrada en esos camarotes bastaría para matar a

cualquiera —declaró la señora Blair, dejándose caer en un asiento a

mi lado y despidiendo a su compañero con una inclinación de

cabeza—. Espero que tendrá un camarote exterior.

Moví negativamente la cabeza.

—¡Mi querida muchacha! ¿Por qué no se cambia? Hay sitio de sobra.

Ha desembarcado mucha gente en Madeira y el barco está vacío.

Hable de ello con el sobrecargo. Es un muchacho muy amable... Me

pasó a mí a un camarote precioso porque no me gustaba el que tenía.

Háblele a la hora de comer, cuando baje.

Me estremecí.

—Sería incapaz de moverme.

—No sea tonta. Venga a dar una vuelta conmigo ahora.

Me sonrió, animadora. Me sentí sin fuerzas en las piernas al principio;

pero, al pasear aprisa de un lado para otro, me animé una

barbaridad.

Al cabo de un par de vueltas, el coronel Race volvió a reunirse con

nosotras.

—Se ve el Gran Pico del Teide, cubierto de nieve, desde el otro lado.

—¿Sí? ¿Cree que podré fotografiarlo?

—No; pero eso no impedirá que estropee película intentándolo.

La señora Blair se echó a reír.

—Es usted cruel. Algunas de las fotografías que yo he sacado son

muy buenas.

—Un tres por ciento, aproximadamente.

Todos nos dirigimos al otro lado del barco. Por aquel lado se alzaba el

rutilante pináculo, blanco, nevado, envuelto en delicada y rosácea

neblina. Exhalé un grito de admiración y deleite. La señora Blair

corrió en busca de su máquina fotográfica.

Sin dejarse intimidar por los sardónicos comentarios del coronel Race,

tomó varias fotografías, una tras otra, hasta terminar el carrete.

—Vaya, se acabó el rollo de la película. ¡Oh! —su voz adquirió un dejo

de desilusión—. ¡Lo tenía puesto para hacer fotografías con

exposición!

—Siempre me ha gustado ver a una criatura con un juguete nuevo —

murmuró el coronel.

—¡Es usted horrible...! ¡Pero tengo otro carrete sin empezar!

Lo sacó triunfalmente del bolsillo de su chaqueta. El buque se

balanceó bruscamente, haciéndole perder el equilibrio. Y, al agarrarse

ella a la borda para no caer, el rollo de película salió disparado hacia







fuera.

—¡Oh! —exclamó la señora Blair, cómicamente angustiada—, ¿Cree

usted que ha ido a parar al agua?

—No; puede haber tenido usted la suerte de abrirle la cabeza con él a

algún camarero de la cubierta de abajo.

Un muchacho que, sin ser visto, se había acercado a nosotros por

detrás, hizo sonar en aquel instante un trompetazo ensordecedor.

—¡La comida! —declaró la señora Blair encantada—. No he tomado

nada desde la hora del desayuno, excepción hecho de dos tazas de

extracto de carne. ¿Comerá usted, señorita Beddingfeld?

—La verdad —respondí titubeando—, sí; tengo cierto apetito.

—¡Magnífico! Usted se sienta a la mesa del sobrecargo, ya lo sé.

Abórdele acerca del asunto del camarote.

Bajé al salón, empecé a comer con miedo y terminé haciéndolo casi

con glotonería. Mi amigo del día anterior me felicitó. Todo el mundo

cambiaba de camarote aquel día, me dijo, y me prometió que mi

camarote sería trasladado a uno exterior sin perder instante.

Sólo había cuatro personas sentadas a nuestra mesa: un par de

señoras de edad, yo y un misionero que no hacía más que hablar de

«nuestros pobres hermanos negros».

Eché una mirada a las otras mesas. La señora Blair se hallaba

sentada a la mesa del capitán, con el coronel Race a su lado. Al otro

lado del capitán había un hombre de cabellos entrecanos y aspecto

distinguido. Había visto a muchos de los pasajeros sobre cubierta;

pero uno de ellos no había aparecido en público antes. De haberlo

hecho, difícilmente hubiese dejado de llamar mi atención. Era alto y

moreno y tenía un semblante tan siniestro, que me sobresaltó. Le

pregunté al sobrecargo, con cierta curiosidad, quién era aquel

individuo.

—¿Ése? ¡Ah! Es el secretario de sir Eustace Pedler. Ha estado muy

mareado, pobre hombre, y no ha salido hasta ahora. Sir Eustace viaja

con dos secretarios y el mar ha podido con los dos. El otro no ha

asomado la cabeza aún. Éste se llama Pagett.

Conque sir Eustace Pedler, propietario de la Casa del Molino, iba a

bordo. Probablemente no sería más que una coincidencia. Sin

embargo...

—Ése es sir Eustace —prosiguió el sobrecargo—; el que está sentado

junto al capitán. Pomposo como él solo.

Cuanto más escudriñaba el rostro del secretario, menos me gustaba.

Su palidez uniforme, los ojos de pesados párpados y mirada

reservada, la singular cabeza aplastada, todo ello me producía una

sensación de asco, de aprensión, de malestar.

Salí del salón al mismo tiempo que él y le pisaba los talones cuando

subió a cubierta. Estaba hablando con sir Eustace y sorprendí parte

de la conversación.

—Atenderé a lo del camarote inmediatamente, ¿no? Es imposible







trabajar en el suyo con todos los baúles que lleva.

—Amigo mío —respondió sir Eustace—, mi camarote tiene una misión

doble: a) servir de sitio en que dormir; b) proporcionarme espacio en

el que intentar vestirme. Jamás tuve la intención de pedirle que se

acomodara en él y se pusiera a teclear con esa maldita máquina de

escribir suya.

—Eso es lo que yo digo, sir Eustace; necesitamos un sitio en que

trabajar. Para nuestros quehaceres se precisa espacio.

Al llegar a este punto me separé de ellos y bajé a ver si se estaba

llevando a cabo mi traslado. Encontré a mi camarero muy ocupado y

haciéndolo.

—Un camarote muy hermoso, señorita. En la cubierta D. El número

trece.

—¡Oh, no! —exclamé—. ¡El trece, no!

Tal vez no tenga más superstición que ésa, la del trece. Y era un

camarote muy hermoso, por cierto. Lo inspeccioné, vacilé y acabé

venciendo mi estúpida superstición. Me dirigí, casi lacrimosa, al

camarero.

—¿No hay otro camarote que me pueda dar?

El camarero reflexionó.

—Hay el diecisiete por el lado de estribor. Estaba vacío esta mañana,

pero se me antoja que ha sido otorgado a otro ya. No obstante,

puesto que el equipaje de ese caballero no ha sido trasladado aún, y

ya que los caballeros no son tan supersticiosos como las damas,

supongo que no le importará cambiarlo.

Recibí el ofrecimiento con alegría y gratitud. El camarero se fue a

obtener la autorización del sobrecargo. Regresó sonriendo.

—No hay inconveniente, señorita. Podemos trasladarnos

inmediatamente a él.

Me condujo al diecisiete. No era tan grande como el número trece;

pero lo encontré eminentemente satisfactorio.

—Le traeré el equipaje en seguida, señorita —dijo el hombre.

En aquel instante apareció en la puerta el hombre de la cara

siniestra, como le había bautizado yo.

—Perdonen —dijo—, pero este camarote queda reservado para uso

de sir Eustace Pedler.

—No se preocupe, caballero —explicó el camarero—. Le estamos

preparando ahora mismo el número trece en su lugar.

—No; era el número diecisiete el que se me había asignado.

—El número trece es un camarote mejor, caballero, y más grande.

—Escogí yo mismo el diecisiete y el sobrecargo dijo que para mí era.

—Lo siento —intervine con frialdad; pero el diecisiete me ha sido

asignado a mí.

—No estoy de acuerdo con eso.

El camarero metió baza.

—El otro camarote es igual, sólo que mejor.







—Quiero el número diecisiete.

—¿Qué significa todo esto? —exigió una voz nueva—. ¡Camarero!

¡Ponga mi equipaje ahí! Éste es mi camarote.

Era mi compañero de mesa, el reverendo Eduardo Chichester.

—Usted perdone —le dije—; este camarote es mío.

—Le ha sido asignado a sir Eustace Pedler —dijo el señor Pagett.

Todos nos estábamos acalorando.

—Lamento tener que discutir este asunto —anunció Chichester, con

sonrisa de humildad que no logró disimular su intención de salir con

la suya.

He observado que los hombres que parecen sumisos y humildes son

siempre muy testarudos. Se metió de lado por la puerta.

—Usted ha de ocupar el número veintiocho, por el lado de babor —

dijo el camarero—. Es un camarote muy bueno.

—Me temo que he de insistir. El camarote que se me prometió fue el

diecisiete.

Habíamos llegado a un punto muerto. Cada uno de nosotros estaba

decidido a no ceder. En rigor, yo hubiera podido retirarme de la lucha

y aliviar la tensión ofreciendo ocupar el número veintiocho. Mientras

no se me dieran el trece, lo mismo me daba qué camarote me tocase.

Pero me había picado. No tenía la menor intención de ser la primera

en ceder. Y Chichester me era antipático. Usaba dentadura postiza y

ésta emitía una serie de chasquidos cuando comía con ella. Más de un

hombre se ha hecho odioso por menos motivo.

Todos dijimos las mismas cosas otra vez. El camarero nos aseguró,

con más énfasis aún, que los otros dos camarotes eran mejores.

Ninguno de nosotros le hizo, sin embargo, el menor caso.

Pagett empezó a enfadarse. Chichester conservó la calma. Yo hice lo

propio mediante un esfuerzo. Pero seguíamos todos sin querer ceder

el paso en nuestro derecho. Un guiño del camarero y una palabra en

voz baja bastaron para indicarme lo que debía hacer. Me retiré sin

llamar la atención. Tuve la suerte de tropezar con el sobrecargo casi

inmediatamente.

—Por favor —dije—, ¿verdad que dijo que el camarote número

diecisiete era para mí? Los otros no quieren ceder. El señor

Chichester y el señor Pagett. Sí que me dejará a mí ocuparlo,

¿verdad?

Siempre digo que no hay como un marino cuando se trata de ser

galante. El sobrecargo confirmó mi opinión. Se presentó en escena,

informó a los otros dos que el número diecisiete era el mío, y les dijo

que podían ocupar el trece y el veintiocho, respectivamente, o

quedarse en el que ya ocupaban, como quisieran.

Permití que mis ojos le dijeran cuan heroico le consideraba y me

instalé en mi nuevo domicilio. El encuentro me había hecho mucho

bien. El mar estaba como una balsa; el tiempo se hacía más caluroso

a medida que transcurrían las horas. ¡El mareo había pasado a la







historia!

Subí a cubierta y me enseñaron a jugar al herrón. Me inscribí para

tomar parte en varios deportes. Se sirvió el té sobre cubierta y comí

con apetito. Después del té, jugué al tejo de mesa, con unos jóvenes

muy agradables. Se mostraron muy amables conmigo. La vida me

pareció satisfactoria y deliciosa.

El toque de corneta que anunciaba la hora de irse a vestir me pilló

por sorpresa y corrí a mi camarote. La camarera me aguardaba con

cierta agitación reflejada en el semblante.

—Hay un olor horrible en su camarote, señorita. No sé lo que puede

ser, pero dudo que pueda usted dormir aquí. Creo que hay un

camarote vacante en la cubierta C. Podría trasladarse a él... a pasar

esta noche por lo menos.

El olor era, en efecto, bastante malo; nauseabundo. Le dije a la

camarera que reflexionaría acerca de la conveniencia de mudarme de

camarote mientras me vestía. Me hice el tocado apresuradamente,

olfateando con disgusto entretanto.

¿Qué era aquel olor? ¿Una rata muerta? No; algo peor que eso y

completamente distinto. Sin embargo, no me era desconocido. Era

algo que había olido antes. Algo... ¡Ah! ¡Ya lo sabía! ¡Asafétida! Había

trabajado en el dispensario de un hospital algún tiempo durante la

guerra y conocía varias drogas nauseabundas. Asafétida, eso era.

Pero, ¿cómo...? Me senté en el sofá, dándome cuenta, de pronto, de

lo que aquello significaba. Alguien había puesto un poco de asafétida

en mi camarote. ¿Por qué? ¿Para conseguir que lo abandonara? ¿Por

qué tenía tanto interés en echarme? Pensé en la escena de aquella

tarde, viéndola ahora desde un punto de vista distinto. ¿Qué tenía el

camarote diecisiete para que tantas personas tuvieran interés en

ocuparlo? Los otros dos camarotes eran mejor que aquél, ¿por qué

habían insistido los dos hombres en que querían el diecisiete?

Diecisiete. Cómo persistía el número. El diecisiete era el día en que

había salido de Southampton. Era un diecisiete... Me interrumpí, con

una exclamación de sorpresa. Abrí rápidamente mi maleta y saqué el

precioso papel de entre las medias en que lo había escondido.

17 1 22.

Yo lo había tomado como una fecha, la fecha de partida del Castillo

de Kilmorden. ¿Y si me hubiese equivocado?

Ahora que lo pensaba, ¿creería necesario quien apuntara una fecha

anotar el año además del mes? ¿Y si el 17 significaba camarote 17?

¿Y el 1? La hora, la una en punto. En tal caso, el 22 debía de ser la

fecha. Consulté mi calendario de bolsillo.

¡El día siguiente sería 22!







CAPITULO -- X

Se apoderó de mí una violenta excitación. Estaba segura de que

había dado con la pista por fin. Una cosa era bien clara: no debía

moverme del camarote. Habría que soportar la asafétida. Volví a

repasar los hechos.

Mañana era día 22, y a la una de la tarde, o a la una de la

madrugada, sucedería algo. Lo segundo me pareció lo más probable.

Eran las siete de la tarde. Dentro de seis horas sabría a qué

atenerme.

No sé cómo pude soportar la espera. Me retiré a mi camarote

bastante temprano. Le había dicho a la camarera que tenía un catarro

y que, por consiguiente, los olores no me molestaban. La pobre

parecía seguir sufriendo por mí; pero yo me mostré firme.

La noche se hizo interminable. Acabé retirándome a la cama; pero,

por lo que pudiera suceder, me envolví en una bata de franela y me

puse las zapatillas. Así preparada, podría levantarme de un brinco y

tomar parte en cualquier cosa que ocurriera.

¿Qué esperaba yo que ocurriese? Apenas lo sé. Cruzaron mi mente

vagas fantasías, la mayor parte de ellas de una improbabilidad

fantástica. Pero de una cosa estaba completamente convencida: de

que a la una en punto pasaría algo.

Oí a intervalos las pisadas de mis compañeros de viaje que se

retiraban a sus respectivos camarotes. Por el abierto tragaluz

llegaban hasta mí fragmentos de conversación y saludos de

despedida. Luego, silencio. La mayoría de las luces se apagaron.

Seguía luciendo una en el pasillo exterior y, por lo tanto, había cierta

cantidad de luz en el camarote. Oí tocar ocho campanadas. La hora

que siguió fue la más larga que había conocido. Consulté

sigilosamente mi reloj para asegurarme de que no había pasado la

hora ya.

Si mis deducciones eran falsas, si nada sucedía a la una en punto,

habría hecho el ridículo y gastado todo mi capital inútilmente. El

corazón me latió dolorosamente.

Sonaron dos campanadas. ¡La una! Y nada. Un momento, ¿qué era

aquello? Oí ruido de pisadas presurosas. ¡Alguien corría pasillo abajo!

Luego, con inesperada brusquedad, la puerta de mi camarote se abrió

violentamente y un hombre interrumpió en el cuarto, casi cayéndose

al entrar.

—¡Sálveme! —dijo roncamente—. ¡Me persiguen!

No era momento para pararse a discutir o pedir explicaciones. Oía

pisadas. Me había puesto en pie de un salto y estaba en el centro de

la estancia, cara a cara con el desconocido.







En un camarote no abundan los escondites para un hombre que mida

un metro ochenta. Con una mano saqué el baúl. El desconocido se

dejó caer detrás de él, metiéndose por debajo de la litera. Alcé la

tapa. Simultáneamente bajé el lavabo plegable con la otra mano. Me

sujeté el cabello en minúsculo nudo sobre la coronilla. Desde el punto

de vista estético, mi aspecto no podía ser menos artístico. Desde otro

punto de vista, resultaba artístico en grado sumo. Mal puede

sospecharse que esté dando asilo a un fugitivo una dama que tiene el

cabello recogido en feo moño y se halla a punto de sacar una pastilla

de jabón del baúl para lavarse el cuello.

Llamaron a la puerta y, sin aguardar a que dijera «¡Adelante!», la

abrieron.

No sé qué esperaba ver yo. Creo que me rodaba por la cabeza la

imagen del señor Pagett, revólver en mano. O la de mi amigo el

misionero, con una porra en la mano o alguna otra arma ofensiva. Lo

que desde luego no esperaba ver a una camarera con rostro

interrogador y aspecto respetable.

—Usted perdone, señorita. Creí oírla gritar.

—No —le respondí—; no he gritado.

—Siento mucho haberla interrumpido.

—No se preocupe. No podía dormir. Pensé que tal vez me iría bien

lavarme.

Aquello sonaba como si el lavarme no fuera costumbre mía.

—Lo siento mucho —repitió la camarera—. Pero anda por ahí un

caballero que está bastante borracho y tememos que se meta en el

camarote de alguna señora y la asuste.

—¡Qué horror! —exclamé con cara de alarma—. No entrará aquí,

¿verdad?

—Oh, no lo creo, señorita. Toque el timbre si se acerca. Buenas

noches.

—Buenas noches.

Abrí la puerta y eché una mirada al pasillo. No se veía a nadie más

que aquella camarera que se alejaba.

¡Borracho! ¡Con que ésa era la explicación! Había hecho derroche de

habilidad histriónica en balde. Saqué un poco más el baúl y dije con

acidez:

—Salga inmediatamente, haga el favor.

No obtuve respuesta. Atisbé por debajo de la litera. Mi visitante yacía

inmóvil. Parecía dormido. Le tiré del hombro. No se movió.

—Borracho perdido —pensé disgustada—. ¿Qué haré?

De pronto vi algo que me hizo contener el aliento: una mancha

escarlata en el suelo.

Empleando toda mi fuerza logré arrastrarle al centro del camarote. La

palidez en su semblante indicaba que se había desmayado. Hallé la

causa del desmayo sin dificultad. Le habían dado una puñalada por

debajo del omoplato izquierdo, una herida fea, profunda. Le quité la







chaqueta y me puse a atenderlo.

Al tocarle el agua fría se volvió y se incorporó.

—No se mueva, haga el favor —dije.

Era la clase de joven que recobraba sus facultades con rapidez. Se

puso en pie, tambaleándose un poco.

—Gracias, no necesito ningún cuidado.

Hablaba con desafío, casi agresivo. Ni una palabra de agradecimiento.

—Es una herida muy fea. Tiene que dejarme curársela

—No permitiré que haga tal cosa.

Me escupió las palabras, como si hubiera estado suplicándole yo un

favor. Mi genio, nunca muy apacible, se despertó.

—No puedo felicitarle por sus modales —dije con frialdad.

—Puedo librarla de mi presencia, por lo menos.

Echó a andar hacia la puerta y volvió a tambalearse. Le empujé hacia

el sofá con brusquedad.

—No sea imbécil —le dije, sin andarme con contemplaciones—.

Supongo que no querrá ir dejando un reguero de sangre por el barco.

Pareció comprender cuánta razón me asistía en eso, porque no se

movió de su asiento mientras yo le vendaba la herida lo mejor que

me era posible.

—Vaya —dije, dando una palmadita a mi obra—, con esto podrá tirar

de momento. ¿Está de mejor humor ahora y se siente dispuesto a

explicarme que significa todo esto?

—Lamento no poder satisfacer su natural curiosidad.

—¿Por qué no? —inquirí, chasqueada.

Sonrió desagradablemente.

—Si se quiere propalar una cosa a los cuatro vientos, no hay como

contársela a una mujer. Para evitarlo, lo mejor es callar.

—¿No me cree capaz de guardar un secreto?

—Estoy completamente seguro de que no.

Se puso en pie.

—Por lo menos —le dije con rencor—, podré propalar los sucesos de

esta noche.

—No tengo la menor duda de que lo hará —aseguró él con

indiferencia.

—¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? —exclamé con ira.

Nos mirábamos de hito en hito, con la misma ferocidad que si

fuéramos enemigos irreconciliables. Por primera vez le observé

detenidamente, fijándome en el cabello negro cortado al rape, en la

delgada mandíbula, en la cicatriz que surcaba la bronceada mejilla,

en los singulares ojos grises claros que me miraban con una especie

de burla y temeridad difíciles de describir. Tenía aspecto de hombre

peligroso.

—¡Aún no me ha dado usted las gracias por salvarle la vida! —le dije

con falsa dulzura.

Le di en la llaga. Le vi sobrecogerse como si hubiera recibido una







bofetada. Instintivamente comprendí que lo que más rabia le daba

era que le recordaba que me debía la vida. A mí no me importó eso.

Deseaba hacerle daño. Jamás había sentido tantos deseos de hacer

daño a una persona.

—¡Siento con toda el alma que lo haya hecho! —exclamó,

explosivamente—. ¡Más me valiera haber muerto y hallarme libre de

este asunto!

—Celebro que reconozca su deuda. No puede librarse de ella. Le salvé

la vida y estoy esperando a que me diga «gracias».

Si las miradas matasen, creo que hubiera querido él matarme en

aquellos instantes. Me echó bruscamente a un lado para pasar. Se

detuvo junto a la puerta y habló por encima del hombro.

—No le daré las gracias ni ahora, ni nunca. Pero reconozco la deuda.

Le pagaré algún día.

Marchó, dejándome con las manos crispadas y palpitándome el

corazón con velocidad de saetín.







CAPITULO -- XI

No hubo más emociones aquella noche. Me desayuné en la cama y

me levanté tarde a la mañana siguiente. La señora Blair me saludó

muy jovial cuando salí a cubierta.

—Buenos días, gitanilla, siéntese a mi lado. Por su semblante

deduzco que no ha dormido bien.

—¿Por qué me llama usted eso? —pregunté, sentándome, obediente.

—¿Le molesta? Le cae a usted bien. La he llamado así para mis

adentros desde el primer momento. Es ese elemento gitano el que la

hace tan distinta a todas las demás. Me dije que usted y el coronel

Race eran las dos únicas personas a bordo con las que podría hablar

sin morirme de tedio.

—Es curioso —repliqué—; eso mismo pensé yo de usted... sólo que es

más comprensible en su caso. Es..., es usted un producto tan

exquisitamente acabado.

—No está mal expresado eso —dijo la señora Blair, moviendo

afirmativamente la cabeza—. Hábleme de usted misma, gitanilla. ¿Por

qué marcha a África del Sur?

Le conté algo de la obra de papá.

—¿Conque es usted la hija de Carlos Beddingfeld? ¡Ya decía yo que

no era una simple señorita provinciana! ¿Va usted a Broken en busca

de más cráneos?

—Quizá —respondí con cautela—. Tengo otros planes además.

—¡Qué arrapieza más misteriosa es usted! Pero sí que parece

cansada esta mañana. ¿No durmió bien? Yo no consigo mantenerme

despierta a bordo de un barco. Dicen que un imbécil necesita diez

horas de sueño. ¡A mí no me irían mal veinte!

Bostezó poniendo cara de gatito soñoliento.

—Un idiota de camarero me despertó a medianoche para devolverme

el rollo de película que se me cayó ayer. Lo hizo de la forma más

melodramática del mundo. Metió la mano y el brazo por el ventilador

y me dejó caer el carrete sobre la boca del estómago. ¡Creí que era

una bomba al principio!

—Aquí está su coronel —dije, al aparecer sobre cubierta el coronel

Race.

—No es mi coronel exclusivamente. Es más, la admira a usted,

mucho, gitanilla. Conque no se escape.

—Quiero atarme algo a la cabeza. Resultará más cómodo que un

sombrero.

Me marché precipitadamente. Sin saber por qué, me sentía cohibida

en presencia del coronel. Era una de las pocas personas capaces de

hacerme experimentar timidez.







Bajé a mi camarote y empecé a buscar una cinta ancha o un velo de

automovilismo con que sujetar mis rebeldes guedejas. Soy una

persona ordenada. Me gusta tener todas mis cosas de una manera

determinada y las conservo siempre así. Y, no bien abrí mi cajón, me

di cuenta de que alguien había andado allí. Todo su contenido estaba

revuelto. Miré en los demás cajones y en el armario colgante. Todos

me contaron la misma historia. Era como si alguien hubiese hecho un

registro precipitado e infructuoso.

Me senté en el borde de la litera con rostro solemne. ¿Quién me

había registrado el camarote y qué era lo que buscaba? ¿La media

hoja de papel que contenía números y palabras? Sacudí la cabeza

nada convencida. Aquello debía de haber pasado a la historia ya.

Pero, ¿qué otra cosa podía haber?

Quería pensar. Los acontecimientos de la noche anterior, aunque

emocionantes, en nada habían aclarado las cosas. ¿Quién era el joven

que irrumpiera en mi camarote tan bruscamente? No le había visto a

bordo con anterioridad, ni sobre cubierta ni en el comedor. ¿Era

tripulante o pasajero? ¿Quién le había apuñalado? ¿Por qué lo habían

hecho? Y, ¿por qué figuraría tan prominentemente en el asunto el

camarote número 17? Todo era un misterio pero no cabía duda de

que estaban ocurriendo cosas muy raras a bordo del Castillo de

Kilmorden.

Conté con los dedos las personas a las que en lo sucesivo debía

vigilar.

Dejando a un lado mi visitante de la noche anterior, pero

prometiéndome a mí misma descubrirle a bordo antes de que hubiese

transcurrido un día más, escogí a las siguientes personas como

dignas de ser observadas.

Primera: Sir Eustace Pedler. Era el propietario de la Casa del Molino y

su presencia a bordo del Castillo de Kilmorden me parecía mucha

coincidencia.

Segunda: El señor Pagett, secretario, de aspecto siniestro, cuyo

deseo de ocupar el camarote diecisiete había sido tan ostensible.

Nota: Averígüese si acompañó a sir Eustace a Cannes.

Tercera: El reverendo Eduardo Chichester. Lo único que tenía contra

él era su empeño en ocupar el camarote 17. Y ello pudiera deberse

exclusivamente a lo singular de su temperamento. La testarudez

impulsa a veces a hacer cosas asombrosas.

Pero no estaría de más charlar un rato con el señor Chichester,

resolví. Atándome apresuradamente un pañuelo a la cabeza, subí a

cubierta otra vez, llena de determinación. Estuve de suerte. El

hombre a quien buscaba se había apoyado en la borda tomando una

taza de extracto de carne. Me acerqué a él tranquilamente.

—Espero que me habrá perdonado usted por lo del camarote

diecisiete —le dije, con una sonrisa.

—Considero poco cristiano el guardar rencor —contestó el señor







Chichester con frialdad—. Pero el sobrecargo me había prometido ese

camarote.

—Los sobrecargos son gente tan ocupada, ¿sabe? —murmuré

vagamente—. Supongo que es natural que se olviden a veces.

El señor Chichester no contestó.

—¿Es ésta la primera visita que hace usted a África? —le pregunté

como si me guiara tan sólo el deseo de matar el tiempo hablando.

—A África del Sur, sí. Pero he trabajado durante los últimos dos años

en las tribus caníbales del centro de África Oriental.

—¡Qué emocionante! ¿Se ha librado usted muchas veces? —

¿Librarme?

—De qué le comieran, quiero decir.

—No debiera usted tratar los asuntos sagrados con ligereza, señorita

Beddingfeld.

—No sabía yo que el canibalismo fuera un asunto sagrado —respondí,

picada.

No bien hube pronunciado estas palabras, se me ocurrió otra idea. Si

el señor Chichester se había pasado los últimos dos años en el

corazón de África, ¿cómo era que no estaba más bronceado? Tenía la

piel tan sonrosada como la de un recién nacido. ¿No habría gato

encerrado allí? Sin embargo, sus modales y su voz eran perfectos.

Demasiado perfectos quizás. ¿Era o no era un poco parecido a un

cura de teatro?

Traté de recordar los pastores que había conocido en Little Hampsly.

Algunos de ellos me habían sido simpáticos; otros, no; pero desde

luego, ninguno de ellos había sido exactamente como el señor

Chichester. Ellos habían sido humanos. Chichester era el mismo tipo

elevado al cubo, por exagerado.

Estaba pensando todo esto cuando sir Eustace pasó cubierta abajo.

En el momento de llegar a la altura del señor Chichester, se agachó y

recogió un pedazo de papel que le entregó diciendo:

—Ha dejado usted caer esto.

Siguió adelante sin detenerse; conque, probablemente, no se dio

cuenta de la agitación del reverendo. Yo sí. Fuera lo que fuese lo que

había dejado caer, el recobrarlo le agitó considerablemente. Se puso

de color verdoso y arrugó el papel hasta hacer una bola. Mis

sospechas se centuplicaron.

La mirada del pastor se cruzó con la mía, y se puso a dar

explicaciones precipitadamente.

—Un... un... fragmento de un sermón que estaba componiendo —

dijo, con acuosa sonrisa.

—¿De veras? —murmuré cortésmente.

¡El fragmento de un sermón! ¡Narices, señor Chichester! ¡Ya se le

podía haber ocurrido una explicación mejor!

No tardó en separarse de mí, mascullando una excusa. Lástima, ¡ah,

qué lástima!, que no hubiera encontrado yo el papel en lugar de sir







Eustace Pedler. Una cosa estaba clara: no podía eliminar al señor

Chichester de mi lista de sospechosos. Me inclinaba incluso a ponerle

a la cabeza de ella.

Después de comer, cuando salí al saloncillo a tomar café, vi a sir

Eustace y a Pagett sentados con la señora Blair y el coronel Race. La

señora Blair me recibió con una sonrisa; conque me reuní con ellos.

Hablaban de Italia.

—Sí que engaña a cualquiera —insistió la señora Blair—. Aqua calda

debiera de querer decir «agua fría» y no «agua caliente»1.

—Bien se ve —sonrió sir Eustace— que no está usted fuerte en latín.

—¡Suelen darse tantos aires de superioridad los hombres, cuando de

latín se trata...! —exclamó la señora Blair—. Lo que no impide que,

cuando les ruego que me traduzcan alguna inscripción de las que se

encuentran en las iglesias antiguas, se vean incapaces de

complacerme. Carraspean, vacilan y procuran salirse del compromiso

como pueden.

—En efecto —asintió el coronel Race—, eso es lo que hago yo

siempre.

—Pero adoro a los italianos —continuó la señora Blair—. ¡Son tan

amables...! Aunque eso no deja de tener sus inconvenientes. Les

pregunta usted el camino a alguna parte y, en lugar de decir «la

primera a la derecha y la segunda a la izquierda» o algo así que

comprenda una bien, le sueltan un chorro de explicaciones muy bien

intencionadas. Y, cuando una pone cara de aturdida, la cogen

bondadosamente del brazo y la acompañan hasta el punto donde una

se quiere dirigir.

—¿Es eso lo que le ha ocurrido a usted en Florencia, Pagett? —

inquirió sir Eustace volviéndose, con una sonrisa, hacia su secretario.

Por Dios sabe qué misteriosa razón la pregunta pareció desconcertar

al señor Pagett. Tartamudeó; se puso colorado.

—¡Oh..., en efecto, sí... ah..., en efecto!

Luego, murmurando una excusa, se puso en pie y abandonó la mesa.

—Empiezo a sospechar que Pagett ha cometido algún delito en

Florencia —observó sir Eustace mirando al secretario que se alejaba—

Siempre que se habla de Florencia o de Italia, cambia de

conversación o se retira precipitadamente.

—Tal vez asesinara a alguien allí —murmuró la señora Blair—. Tiene

cara... espero que mis palabras no le molesten, sir Eustace... pero sí

que tiene cara de ser capaz de asesinar a cualquiera.

—¡Sí! ¡Cara de siglo dieciséis puro! Me hace gracia a veces... sobre

todo sabiendo, como yo sé, cuan decente es el pobre y cuan

escrupuloso acatador de la ley.

1 El comentario de la señora Blair obedece a que «fría», en inglés, es «cold». Por

consiguiente, para ella resulta más lógico que calda signifique cold, que no signifique hot

(caliente). (N. del T.)







—Lleva algún tiempo a su servicio, ¿verdad, sir Eustace? —dijo el

coronel Race.

—Seis años —anunció el otro, con un profundo suspiro.

—Debe de encontrarle usted de incalculable valor —observó la señora

Blair.

—Oh, ya lo creo... Sí, ¡de un valor incalculable!

Hablaba el pobre hombre con voz tan deprimida como si el

incalculable valor del señor Pagett fuera para él motivo de secreto

sentimiento. Luego agregó, más animado:

—Pero su rostro debía inspirarle confianza en realidad, mi querida

amiga. Ningún asesino que se preciara en algo consentiría en

parecerse a un asesino. Crippen1, según tengo entendido, era el

hombre más agradable que pueda uno imaginarse.

—Le detuvieron a bordo de un trasatlántico, ¿no? —murmuró la

señora Blair.

El ruido de vajilla que entrechocaba con violencia sonó de súbito a

nuestras espaldas. Me volví rápidamente. El señor Chichester había

dejado caer su taza de café.

Nuestro grupo no tardó en dispersarse. La señora Blair se retiró a su

camarote para echar un sueño. Yo salí a cubierta. El coronel Race me

siguió.

—Es usted muy esquiva, señorita Beddingfeld. La busqué por todas

partes anoche, en el baile.

—Me acosté temprano —le expliqué.

—¿Va usted a escaparse esta noche también? ¿O bailará conmigo?

—Bailaré con usted gustosa —murmuré con timidez—. Pero la señora

Blair...

—A nuestra amiga la señora Blair no le gusta bailar.

—Y, ¿a usted?

—Me gusta bailar con usted.

—¡Oh! —exclamé nerviosa.

Le tenía un poco de miedo al coronel Race. No obstante, me estaba

divirtiendo. Aquello resultaba mejor que discutir de cráneos fósiles

con aburridos científicos. El coronel Race era el rhodesiano severo y

silencioso de mis ensueños. ¡Tal vez me casara con él! No había

pedido mi mano, cierto, pero, como reza el lema de los exploradores:

«¡Estad prevenidos!» Y toda mujer, sin tener la menor intención de

ello, considera a todo hombre con quien se encuentra como posible

marido para sí o para su mejor amiga.

Bailé varias veces con él aquella noche. Lo hacía muy bien. Cuando

terminó el baile y pensaba yo en acostarme, propuso que diéramos

una vueltecita por cubierta. Dimos tres vueltas y acabamos

1 Famoso asesino inglés a quien cupo el dudoso honor de ser el primer criminal que fue

arrestado gracias a la telegrafía inalámbrica, entonces en sus comienzos. (N. del T.)







sentándonos en dos gandulas. No se veía a nadie más por allí.

Charlamos de cosas sin conexión durante unos momentos.

—¿Sabe, usted, señorita Beddingfeld, que creo haber tenido ocasión

de hablar con su padre una vez? Un hombre interesantísimo...

hablando de su especialidad... y es una especialidad que a mí me

fascina. También he tocado yo ese asunto en pequeño. Cuando

estuve en la región de Dordogne.

Nuestra conversación se hizo técnica. El coronel Race no había

exagerado. Conocía a fondo el tema. No obstante, cometió dos o tres

errores curiosos, casi los hubiera creído yo simples deslices. Pero, al

apuntarlos yo, cubrió sus errores con rapidez. Una vez habló del

período musteriense como si hubiera seguido al aurignáceo, error

absurdo para quien sepa una palabra del asunto.

Eran las doce cuando me retiré a mi camarote. Aún estaba interesada

por aquellas extrañas discrepancias. ¿Sería posible que se hubiera

estudiado todo el tema con el exclusivo propósito de hablar conmigo

y que no supiera una palabra de arqueología? Sacudí la cabeza, nada

satisfecha de semejante explicación.

En el preciso instante en que empezaba a dormirme, me incorporé

con sobresalto al ocurrírseme otra idea. ¿Me habría estado

sonsacando? ¿Serían aquellos pequeños errores simples pruebas,

para averiguar si yo sabía, en efecto de qué estaba hablando? En

otras palabras: sospechaba que yo no era, en realidad, Anita

Beddingfeld.

¿Por qué?







CAPITULO -- XII

Extracto del libro de sir Eustace Pedler

La vida a bordo de un barco tiene sus compensaciones. Es una vida

apacible. Mis canas me eximen, por fortuna, de indignidades tales

como coger manzanas con los dientes, correr por cubierta con un

huevo o una patata en una cuchara, y de otros deportes aún más

violentos. Jamás he logrado comprender que diversión halla la gente

jugando de una manera tan absurda. Pero hay muchos imbéciles en

el mundo. Uno alaba a Dios por su existencia y procura no cruzarse

en su camino.

Por suerte, soy un navegante excelente. Pagett, pobre hombre, no lo

es. Empezó a cambiar de color en cuanto nos apartamos de la costa.

Supongo que mi otro mal llamado secretario se encuentra mareado

también. No ha asomado la cabeza aún, por lo menos. Pero quizá no

se trate de mareo, sino de alta diplomacia. Lo interesante es que a mí

no me ha molestado.

En conjunto, el pasaje es una verdadera calamidad. No hay más que

dos que sepan jugar decentemente al bridge, y una mujer a la que

valga la pena mirar dos veces: la señora de Clarence Blair. La he

conocido en Londres, claro está. Es una de las pocas mujeres que

conozco que pueden jactarse de poseer sentido humorístico. Me gusta

hablar con ella. Y me gustaría mucho más, de no ser por el patilargo

y taciturno imbécil que se ha pegado a ella como una lapa. No puedo

creer que ese coronel Race le resulte entretenido de verdad. Es bien

parecido, hasta cierto punto... pero más aburrido que una ostra. Uno

de esos hombres fuertes y silenciosos por los que deliran los

novelistas y las jovencitas.

Guy Pagett salió con pena a cubierta cuando dejamos Madeira atrás,

y empezó a rezongar en voz hueca sobre la necesidad de trabajar.

¿Para qué diablos querrá nadie trabajar a bordo de un barco? Es

cierto que prometí a mis editores entregarles mis «Reminiscencias» a

principios de verano. Pero, ¿qué importa? ¿Quiénes son, después de

todo, los que leen libros de reminiscencias? Las viejas de los

suburbios. Y, ¿qué son mis reminiscencias después de todo? He

tropezado con cierto número de personas supuestamente famosas

durante mi existencia. Con la ayuda de Pagett, invento anécdotas

insípidas de cada una de ellas. Y la verdad es que Pagett resulta

demasiado honrado para hacer ese trabajo. No me permite que

invente anécdotas de la gente a quien hubiera podido conocer pero a

la que no conozco ni de oídas.

Probé convencerle haciendo alarde de sentimientos bondadosos.

—Está usted hecho un perfecto guiñapo aún, amigo mío —le dije—; lo







que necesita es una gandula puesta al sol. No... ni una palabra más.

El trabajo tendrá que esperar.

Cuando quise darme cuenta, estaba preocupado ya por la necesidad

de un camarote de repuesto.

—No hay sitio en el suyo para trabajar, sir Eustace. Está lleno de

baúles.

Por su tono, cualquiera hubiera creído que los baúles son

cucarachas... cosas que están de más en un camarote.

Me tomé la molestia de explicarle que, aunque él tal vez lo ignorase,

existe la costumbre de llevarse consigo una muda de ropa cuando

uno se va de viaje. Se dibujó en sus labios la pálida sonrisa con que

suele recibir mis bromas, y luego volvió a la carga.

—Y mal podríamos trabajar en el cuchitril que me ha tocado.

—Conozco ya los cuchitriles de Pagett; suele escoger para sí el mejor

camarote de un barco.

—Siento que el capitán no le cediera su camarote esta vez —le

respondí con sarcasmo—. Pero si quiere, puede depositar parte de su

equipaje en mi camarote...

Es peligroso ser sarcástico con un hombre como Pagett. Se animó

inmediatamente.

—Si pudiera quitarme de encima la máquina de escribir y el baúl de

los papeles y sobres...

El baúl de los papeles y sobres pesa varias toneladas. Es causa de

continuos y desagradables incidentes con mozos de cuerda y de

estación. La ambición preponderante de Pagett es cargarme a todas

horas con semejante armatoste. El objeto de luchas perpetuas entre

ambos. Él parece considerarlo equipaje personal mío. Yo, por mi

parte, considero que encargarse del baúl es la única cosa

verdaderamente útil que pueda hacer un secretario.

—Tomaremos otro camarote —le contesté, precipitadamente.

La cosa parecía bastante sencilla; pero Pagett es un hombre a quien

los misterios encantan. Vino a mí al día siguiente con cara de

conspirador de la época del Renacimiento.

—¿Recuerda que me dijo que alquilara el camarote número diecisiete

para despacho?

—Bueno, ¿y qué? ¿Se ha encallado el baúl de papel en la puerta?

—Las puertas son del mismo tamaño en todos los camarotes —me

contestó Pagett, muy serio—. Pero le digo a usted, sir Eustace, que

hay algo raro en ese camarote.

Recuerdos de la lectura de novelas terroríficas acudieron a mi mente.

—Si quiere usted decir que hay duendes —le repuse—, no veo yo por

qué hemos de preocuparnos puesto que no pensamos dormir en él. A

una máquina de escribir no le afectan los fantasmas.

Pagett dijo que no se trataba de fantasmas y que, después de todo,

no había podido conseguir el camarote 17. Me contó una larga y

complicada historia. Al parecer, él, un tal señor Chichester, y una







muchacha que se llamaba Beddingfeld, casi habían llegado a las

manos en su disputa para ocupar el 17. Ni que decir tiene que la

muchacha había ganado y Pagett aún trinaba al recordarlo.

—El trece y el veintiocho son mucho mejores camarotes —reiteró—;

pero ninguno de los dos quiso saber una palabra de ellos.

—Si a eso viene —le dije ahogando un bostezo—, a usted parece

haberle ocurrido otro tanto que a ellos, querido Pagett.

Me dirigió una mirada de reproche.

—Me dijo usted que alquilase el diecisiete.

Pagett es a veces de una testarudez que atonta.

—Mi querido Pagett —le dije, irritado—, mencioné el número

diecisiete, porque dio la casualidad que lo vi desocupado. Pero no era

mi intención que luchase usted a muerte por conseguirlo. Igual nos

hubiera servido el trece o el veintiocho.

Puso cara de fastidiado.

—Es que hay algo más —insistió—. La señorita Beddingfeld se quedó

con el camarote; pero esta mañana vi salir de él furtivamente al

señor Chichester.

Le miré con severidad.

—Si lo que usted quiere es dar un escándalo usando como

protagonistas a Chichester, que es misionero (aunque como persona

resulte veneno puro), y a esa linda niña Ana Beddingfeld, me niego a

creer una palabra de cuanto usted me diga —le contesté, con

frialdad—. Anita Beddingfeld es una muchacha agradable en sumo

grado... y tiene unas pantorrillas extraordinariamente bonitas; y

hasta creo que no hay piernas tan lindas como las suyas en todo el

barco. Puedo asegurarlo.

A Pagett no le gustó que hiciese referencia a las pantorrillas de Ana

Beddingfeld. Es uno de esos hombres que nunca se fijan en una

pantorrilla o que, si lo hacen, antes morirían que confesarlo. La

admiración que tales cosas me producen se le antoja frívola. Me

gusta molestar a Pagett. Conque continué, con mala intención:

—Puesto que ya ha entablado conversación con ella, podría invitarla a

que comiera en nuestra mesa mañana por la noche. Habrá baile de

máscaras. Y, a propósito, más vale que vaya a ver al barbero y

escoja un disfraz para mí.

—Pero, ¿es posible que piense ir con disfraz? —exclamó Pagett,

horrorizado.

Me di cuenta que consideraba aquello incompatible con mi dignidad.

Su rostro reflejaba horror y dolor. En realidad, yo no había tenido la

menor intención de disfrazarme; pero la perspectiva de desconcertar

por completo a Pagett era demasiado tentadora para que la pudiera

yo resistir.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —exclamé—. ¡Claro que me

disfrazaré! Y usted también.

Pagett se estremeció.







—Conque vaya al barbero y encárguese de eso —terminé diciendo.

—No creo que tenga disfraces más que para gente de tamaño

corriente —murmuró Pagett, midiéndome con la vista.

Sin tener intención de ello, Pagett sabe ser extremadamente ofensivo

de vez en cuando.

—Y pida que le reserven una mesa para seis en el comedor —añadí—.

Invitaremos al capitán, a la muchacha de las piernas bonitas, a la

señora Blair...

—No conseguirá que acepte la señora Blair si no invita también al

coronel Race —interrumpió Pagett—. Sé que el coronel le rogó que

comiese con él.

Pagett siempre lo sabe todo. Me molesté, y con razón.

—¿Quién es Race? —exigí, exasperado.

Como dije antes, Pagett siempre lo sabe todo, o cree saberlo todo.

Volvió a poner cara de misterio.

—Se dice que pertenece al Intelligence Service1 (1), sir Eustace. Y

que es un gran personaje dentro de él. Pero, claro está, no lo sé a

ciencia cierta.

—¡Qué cosas tiene el Gobierno! —exclamé—. Va a bordo un hombre

cuya profesión es llevar documentos secretos, y se los entrega a un

extraño, a un individuo pacífico cuya única ambición es que le dejen

en paz.

La expresión de Pagett se tornó más misteriosa aún. Se acercó un

poco más y bajó la voz.

—Si quiere que le dé mi opinión, sir Eustace, todo este asunto es la

mar de raro. Fíjese, si no, en la enfermedad que tuve antes de salir.

—Mi querido amigo —le interrumpí brutalmente—: Lo que usted tuvo

fue un ataque de bilis. Siempre le andan dando arrechuchos.

Pagett se sobrecogió levemente, como si le hubiera cruzado la cara.

—No fue un ataque de bilis corriente. Esta vez...

—¡Por el amor de Dios, no entre en detalles acerca de su estado,

Pagett! ¡No tengo el menor deseo de escucharlos!

—Como usted quiera, sir Eustace. Pero tengo el convencimiento de

que se me envenenó deliberadamente.

—¡Ah! —dije yo—. Ha estado usted hablando con Enrique Rayburn.

No lo negó.

—Sea como fuere, sir Eustace, él lo cree así..., y debiera de hallarse

en situación de saberlo.

—A propósito —pregunté—, ¿dónde está ese hombre? No he podido

echarle la vista encima desde que subimos a bordo.

—Hace circular la noticia de que se encuentra enfermo y no se mueve

de su camarote, sir Eustace —Pagett volvió a bajar la voz—. Pero

estoy seguro de que no es más que para despistar. Para poder vigilar

1 Secret Service o Intelligence Service, Servicio de espionaje. (N. del T.)







mejor.

—¿Vigilar?

—Para custodiarle a usted mejor, sir Eustace. Por si acaso fuera

objeto de un ataque.

—¡Qué manera tiene usted de animar a la gente, Pagett! —dije—. Se

deja usted llevar de la imaginación o así lo espero. Yo, en su lugar,

asistiría al baile disfrazado de calavera o de verdugo. Son los

disfraces más en consonancia con su tétrica belleza.

Eso bastó para cerrarle la boca de momento. Subí a cubierta. La niña

Beddingfeld estaba absorta en su conversación con el misionero

Chichester. Las mujeres siempre revolotean alrededor de los

pastores.

Al hombre que tiene una figura como la mía le hace muy poca gracia

agacharse; pero tuve la cortesía de recoger el papel caído a los pies

del pastor.

Mi acción no me valió una sola palabra de agradecimiento. De todas

formas, me hubiera sido imposible no ver lo que había escrito en el

papel. Era una sola frase. «No intente trabajar a solas por su cuenta

o saldrá perdiendo.»

¡Linda cosa que encontrar en poder de un misionero! ¿Quién será ese

Chichester? Parece más inocuo que la leche. Pero las apariencias

engañan. Le preguntaré a Pagett. Pagett siempre lo sabe todo.

Me dejé caer garbosamente en la gandula vecina a la de la señora

Blair, interrumpiendo así su charla a solas con Race. Observé:

—¡No sé dónde irá a parar el clero en estos tiempos!

Luego le pedí que cenara conmigo la noche del baile de máscaras. No

sé cómo se las arregló Race; pero el caso es que consiguió que se le

incluyera en la invitación.

Después de comer a mediodía, la Beddingfeld vino a sentarse con

nosotros a tomar el café. No me había equivocado en cuanto a sus

piernas se refiere. Son, sin duda alguna, las más bonitas de a bordo.

¡Vaya si la invitaré a comer a ella también!

Me gustaría saber qué diablos ha hecho Pagett en Florencia. Cada vez

que se habla de Italia, se descompone. Si no supiera cuan

intensamente honrado es, empezaría a creerlo reo de algún amor

vergonzoso.

Pero..., ¡quién sabe...! Hasta los hombres más decentes... Me

animaría una enormidad si fuese así la cosa.

Pagett..., ¡con algo que ocultar! ¡Magnífico!







CAPITULO -- XIII

Ha sido una noche singular, excepcional. El único disfraz que me iba

bien era uno de oso. No me importaba hacer el oso con unas cuantas

muchachas bonitas, un atardecer de invierno en Inglaterra..., pero no

es el disfraz más a propósito que digamos para el Ecuador. No

obstante, hice reír una barbaridad y gané el primer premio de «traído

a bordo»... absurdo nombre que dan al disfraz alquilado por una

noche. Sin embargo, como nadie parecía tener la menor idea de si los

disfraces se hacían allí o se traían a bordo, la cosa importaba bien

poco. La señora Blair se negó a disfrazarse. Aparentemente, está en

todo caso de acuerdo con Pagett sobre el particular. El coronel Race

siguió su ejemplo. Ana Beddingfeld se había hecho un vestido de

gitana y estaba extraordinariamente bien. Pagett dijo que tenía dolor

de cabeza y no se presentó. Para ocupar su lugar, invité a un

hombrecillo del Partido Obrero Sudafricano. Un hombrecillo horrible.

Pero quiero conservar su amistad porque me da la información que

necesito. Quiero comprender la cuestión del Rand desde los dos

puntos de vista.

Daba un calor enorme el bailar. Bailé dos veces con Ana Beddingfeld

y ella fingió que le había gustado. Bailé una vez con la señora Blair,

que no se molestó en fingir, y fueron víctimas mías varias otras

damiselas que me causaron favorable impresión.

Luego bajamos a comer. Yo había pedido champaña. El mayordomo

propuso Clicquot 1911 como el mejor que llevaba a bordo y me dejé

convencer. Parecía haber dado con la única cosa capaz de aflojarle al

coronel Race la lengua. Lejos de mostrarse taciturno, dicho individuo

llegó a volverse ocurrente charlatán. Durante un rato, esto me

divirtió. Luego caí en la cuenta de que el coronel Race, y no yo, se

estaba convirtiendo en el alma y vida de la reunión. Se burló de mí al

saber que escribía mi diario.

—El día menos pensado revelará todas sus indiscreciones, Pedler.

—Amigo Race —le dije—, permítame que le diga que no soy un

imbécil como usted me cree. Es posible que cometa indiscreciones;

pero no tengo la costumbre de hacerlas constar por escrito. Cuando

muera, mis albaceas testamentarios conocerán mi opinión de

muchísimas personas; pero dudo que encuentren nada para mejorar

o empeorar el concepto que tengan de mí. Un diario es una cosa útil

para hacer constar las idiosincrasias de los demás, pero no las

propias.

—Existe algo que llaman autorrevelación inconsciente.

—Para los ojos del psicoanalizador, todas las cosas son viles —

repliqué sentenciosamente.







—Debe de haber sido muy interesante su vida, coronel Race —dijo la

señorita Beddingfeld con ojos como dos estrellas.

¡Así hacen las cosas esas muchachas! Otelo fascinó a Desdémona con

sus relatos; pero, ¿no fascinó Desdémona a Otelo acaso por su

manera de escucharle?

Sea como fuere, aquello le soltó la lengua en serio a Race. Empezó a

contar historias de leones. El hombre que ha cazado leones en

grandes cantidades le lleva una ventaja enorme e injusta a todos los

demás. Se me antojó que ya era hora de que yo contara una historia

de leones también. Una que fuera más alegre.

—A propósito —dije—, eso me recuerda un suceso muy emocionante

que me contaron. Un amigo mío había marchado de caza a no sé qué

lugar de África Oriental. Una noche salió de su tienda de campaña por

no sé qué razón y oyó con sobresalto un gruñido sordo. Se volvió

rápidamente y vio a un león agazapado para saltar. Se había dejado

la escopeta en la tienda de campaña. Rápido como el pensamiento,

agachó la cabeza y el león saltó por encima de él. Irritado, el animal

soltó un rugido y se dispuso a saltar otra vez. Para entonces, se

hallaba cerca de la entrada de la tienda de campaña. Entró y tomó la

escopeta. Cuando salió de nuevo, escopeta en mano, el león había

desaparecido. Aquello le interesó una barbaridad. Se deslizó hacia la

parte de atrás de la tienda de campaña, donde había un pequeño

claro. Y... ¡allí estaba el león, ensayando saltos cortos!

Mi relato fue recibido con una ronda de aplausos. Tomé unos sorbos

de champaña.

—En otra ocasión —observé—, a ese amigo mío le ocurrió otra cosa

muy curiosa. Viajaba a campo traviesa y, como deseaba llegar a su

punto de destino antes de que empezara a apretar el calor, ordenó a

sus negros que engancharan las mulas a la carreta antes del

amanecer. Les costó bastante trabajo hacerlo, porque los animales

estaban agitados; pero lo consiguieron por fin y la partida se puso en

marcha. Las mulas corrieron como el mismísimo viento y, cuando

amaneció, se dieron cuenta del por qué. En la oscuridad los negros

habían aparejado una mula con un león.

Esta historia fue bien recibida, también. Sonó una carcajada general.

No estoy seguro, sin embargo, de que el tributo mayor no lo rindiera

mi amigo, el miembro del Partido Laborista, que permaneció pálido y

muy serio.

—¡Dios! —exclamó, con ansiedad—. ¿Quién los desenganchó?

—He de ir a Rhodesia —dijo la señora Blair—. Después de lo que nos

ha contado usted, coronel Race, no tengo más remedio que ir. No

obstante, el viaje es horrible. Cinco días en tren.

—Tiene usted que acompañarme en mi coche particular —dije con

galantería.

—¡Oh, sir Eustace! ¡Qué amable es usted! ¿Lo dice en serio?

—¡Que si lo digo en serio! —exclamé en son de reproche.







Y me bebí otra copa de champaña.

—Una semana más, aproximadamente, y nos encontraríamos en

África del Sur —suspiró la señora Blair.

—¡Ah! ¡África del Sur! —murmuré, sentimental.

Y empecé a citar extractos de mi reciente discurso en el Instituto

Colonial.

—¿Qué tiene África del Sur que enseñar al mundo? ¿Qué, en verdad?

Su fruta y sus granjas; su lana y sus zarzos; sus manadas y sus

pieles; su oro y sus diamantes...

Hablaba con precipitación, porque sabía que en cuanto hiciese una

pausa, Race metería baza y me informaría que las pieles carecían de

valor, porque los animales se enganchaban en las cercas de púas o

algo por el estilo; estropearía todo lo demás que había dicho y

acabaría hablando de las penalidades de los mineros en el Rand. Y no

estaba yo de humor para dejarme insultar por ser capitalista. La

interrupción, sin embargo, surgió de otro lado ante la mágica palabra

«diamantes».

—¡Diamantes! —exclamó la señora Blair.

—¡Diamantes! —murmuró la señorita Beddingfeld.

Ambas se dirigieron al coronel Race.

—¿Supongo que ha estado usted en Kimberley?

Yo también había estado en Kimberley, pero no conseguí decirlo a

tiempo. A Race le llovían las preguntas. ¿Cómo eran las minas? ¿Era

cierto que a los indígenas se les mantenía encerrados tras una

empalizada? Y así sucesivamente.

Race contestó a sus preguntas y dio muestras de conocer muy bien el

asunto. Describió el método empleado para alojar a los indígenas; los

registros que se hacían; y las diversas precauciones tomadas por De

Beers.

—Así, pues, ¿es poco menos que imposible robar un diamante? —

preguntó la señora Blair con la misma cara de chasco que si hubiera

estado haciendo el viaje a África exclusivamente con el propósito de

intentarlo.

—No hay nada imposible, señora Blair. Ocurren robos de vez en

cuando... como el caso que le conté del cafre aquel que se escondió

una piedra en una herida.

—Sí, pero, ¿en gran escala?

—Una vez en estos últimos años. Un poco antes de la guerra, para

ser exactos. Usted debe de recordar el caso, Pedler. Estaba en África

del Sur por entonces, ¿no?

Asentí con un movimiento de cabeza.

—Cuéntenoslo —suplicó la señorita Beddingfeld.

—¡Oh, cuéntenoslo!

Race sonrió.

—Bien; se lo contaré. Supongo que la mayoría de ustedes habrán

oído hablar de sir Lorenzo Eardsley, el gran magnate africano. Sus







minas eran de oro; pero entra en este relato gracias a su hijo. Quizá

recuerden que poco antes de la guerra corrieron rumores de que

habían descubierto un nuevo Kimberley en potencia allá por las

selvas de la Guayana Británica. Se decía que dos jóvenes

exploradores habían regresado de dicha parte de América del Sur con

una notable colección de diamantes en bruto, algunos de ellos de un

tamaño considerable. Se habían encontrado ya anteriormente

diamantes pequeños en la vecindad de los ríos Esquibo y Mazaruni;

pero los dos jóvenes en cuestión, Juan Eardsley y su amigo Lucas,

aseguraban haber descubierto yacimientos de grandes capas

carboníferas cerca de la fuente común de los ríos.

»Los diamantes eran de todos los colores. Los había de color de rosa,

azules, amarillos, verdes, negros y de una blancura inmaculada.

Eardsley y Lucas se presentaron en Kimberley, donde habían de

someter las piedras para su examen. Al propio tiempo se descubrió

que se había cometido un robo sensacional en De Beers. Cuando se

han de mandar diamantes a Inglaterra se hace un paquete con ellos.

El paquete se coloca en la gran caja de caudales, cuyas dos llaves

obran en poder de dos hombres distintos, mientras que el único que

conoce la combinación es un tercero. El paquete se le entrega al

Banco y éste lo envía a Inglaterra. Cada paquete vale unas cien mil

libras esterlinas.

»En esta ocasión al Banco le pareció ver algo anormal en la forma en

que estaba sellado el paquete. Lo abrieron. ¡Contenía terrones de

azúcar!

»No sé exactamente cómo llegó a sospecharse de Juan Eardsley. Se

recordó que había sido muy alocado cuando estudiaba en la

Universidad de Cambridge, y que su padre había tenido que pagar

sus deudas más de una vez. Sea como fuere, no tardó en correr la

voz que la historia del hallazgo de yacimientos de diamantes en

Sudamérica era pura fantasía. Detuvieron a Juan Eardsley. Y

encontraron en su poder algunos de los diamantes de De Beers.

»Pero el asunto no llegó a llevarse a los tribunales. Sir Lorenzo

Eardsley pagó una cantidad equivalente al valor de los diamantes que

faltaban y De Beers retiró la acusación. Jamás se ha sabido cómo se

llevó a cabo el robo. Pero el saber que su hijo era un ladrón fue un

golpe demasiado rudo para el viejo. Sufrió un ataque de apoplejía

poco después. En cuanto a Juan, su suerte fue, hasta cierto punto,

piadosa. Se incorporó a filas, marchó a la guerra, luchó valientemente

y murió, limpiando así la mancha que empañaba su nombre. Sir

Lorenzo sufrió un tercer ataque y murió hace cosa de un mes. Murió

sin testar, y su cuantiosa fortuna pasó a manos de su pariente más

próximo, un hombre al que apenas conocía.

El coronel hizo una pausa. Se oyó una babel de exclamaciones y

preguntas. Algo pareció llamar la atención de la señorita Beddingfeld

y se volvió en su asiento. Al oír su exclamación ahogada, me volví yo







también.

Mi nuevo secretario Rayburn se hallaba en pie junto a la puerta. Por

debajo del atezado, su rostro tenía la palidez de quien ha visto un

fantasma. Evidentemente, el relato de Race le había conmovido

profundamente.

Dándose cuenta de pronto de que le observábamos, dio media vuelta

y desapareció.

—¿Sabe usted quién es ese hombre? —inquirió Ana Beddingfeld

bruscamente.

—Es mi otro secretario —le expliqué—. El señor Rayburn. Ha estado

mareado hasta ahora.

—¿Hace mucho que es secretario suyo?

—No mucho —respondí con cautela y cierta precaución.

Pero la cautela de nada sirve para una mujer. Cuanto más se retiene

uno, mayor es la fuerza con que ataca. Ana Beddingfeld no se anduvo

en contemplaciones.

—¿Cuánto hace? —preguntó sin rodeos.

—Pues... ah... lo tomé a mi servicio unos días antes de embarcar. Me

lo recomendó un viejo amigo.

La muchacha se sumió en pensativo silencio y no dijo una palabra

más. Me volví hacia Race. Se me antojaba que ahora me tocaba a mí

dar muestras de interés en su relato.

—¿Quién es el heredero de sir Lorenzo, Race? ¿Lo sabe usted?

—Debiera de saberlo —respondió, sonriente—. ¡Soy yo!







CAPITULO -- XIV

Se reanuda el relato de Ana

Fue la noche del baile de máscaras cuando decidí que había llegado el

momento de que confiara en alguien. Hasta entonces había trabajado

sola y hallado gran placer en ello. Ahora, de pronto, todo había

cambiado. Desconfiaba de mi propio criterio, y por primera vez se

apoderó de mí una sensación de soledad y desolación.

Me senté en el borde de mi litera, disfrazada de gitana aún, y pasé

revista a la situación. Pensé primero en el coronel Race. Parecía

haberle sido simpática. Se mostraba bondadoso; estaba segura de

ello. Y no tenía un pelo de tonto. Me relevaría de toda preocupación.

Se hacía cargo, por completo, del asunto. Y... ¡el misterio era mío!

Había otras razones también, que apenas quería confesarme a mí

misma, pero que hacían poco aconsejable que escogiera al coronel

Race por confidente.

Luego pensé en la señora Blair. Ella también se había mostrado

bondadosa conmigo. No fui tan tonta como para creerme que aquello

significara gran cosa en realidad. Probablemente se trataba de un

simple capricho pasajero. No obstante, en mi poder estaba el

despertar su interés. Era mujer que había experimentado la mayoría

de las sensaciones corrientes de la vida. ¡Me proponía proporcionarle

una sensación extraordinaria! Y me era simpática. Me gustaba su

aplomo, su falta de sentimentalismo, el hecho de que careciera de

toda afectación.

Me decido. Iría a verla inmediatamente. No era fácil que se hubiese

acostado ya.

Entonces me acordé de que no conocía el número de su camarote. Mi

amiga la camarera de noche lo sabría con toda seguridad. Toqué el

timbre. Al cabo de un buen rato acudió a mi llamada un hombre. Me

dio la información que necesitaba. El camarote de la señora Blair era

el número 71. Se excusó por haber tardado en contestar al timbre,

pero explicó que tenía que atender él sólo a todos los camarotes.

—¿Dónde está la camarera, pues? —le pregunté.

—Se retiran todas a las diez.

—No. Me refiero a la camarera de noche.

—No hay camareras por la noche, señorita.

—Pero..., ¡pero si vino una camarera la otra noche...! a eso de la una.

—Lo soñaría usted, señorita. No hay camareras después de las diez.

Se retiró y yo quedé asimilando lo que me acababa de decir. ¿Quién

era la mujer que había acudido a mi camarote la noche del 22? Mi

rostro se tornó más serio al darme yo cuenta de la astucia y la

audacia de mis desconocidos adversarios.







Me puse en pie, salí de mi camarote y me dirigí al de la señora Blair.

Llamé a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Soy yo... Ana Beddingfeld.

—¡Oh...!, adelante, gitanilla.

Entré. Había mucha ropa tirada por el cuarto. La señora Blair llevaba

uno de los kimonos más preciosos que en mi vida había visto. Era

todo de color naranja, oro y negro y se me hizo la boca agua al

mirarlo.

—Señora Blair —dije bruscamente—, quiero contarle la historia de mi

vida..., es decir, si no es demasiado tarde y no le aburre a usted

escucharme.

—¡Qué ha de ser! Nunca me gusta meterme en la cama —dijo la

señora Blair, sonriendo deliciosamente—. Y me encantaría conocer la

historia de su vida. Es usted una muchacha extraordinaria, gitanilla. A

ninguna otra persona se le hubiera ocurrido irrumpir en mi camarote

a la una de la madrugada para contarme la historia de su vida.

¡Sobre todo después de desairarme negándose a satisfacer mi

curiosidad natural durante semanas enteras como ha hecho usted! No

estoy acostumbrada a que me desairen. Ha resultado una novedad

agradable. Siéntese en el sofá y descargue su alma.

Le conté toda mi historia. Tardé bastante porque no olvidé detalle.

Ella exhaló un profundo suspiro cuando hube terminado; pero no dijo

lo que yo había esperado que dijese. En lugar de eso, me miró, rió un

poco y observó:

—¿Sabe usted, Anita, que es una muchacha que se sale de lo

corriente? ¿No ha sentido alguna vez arrepentimiento?

—¿Arrepentimiento? —inquirí, curiosa.

—Sí. ¡Arrepentimiento, arrepentimiento, arrepentimiento! ¡Emprender

un viaje sin un penique como quien dice! ¿Qué hará cuando se

encuentre en un país extranjero y sin dinero?

—Es inútil preocuparse por eso hasta que el caso se presente. Aún

me queda dinero abundante. Las veinticinco libras que me dio la

señora Flemming están casi intactas, y además gané el plato1 ayer.

Representa quince libras esterlinas. ¡Pero si tengo la mar de dinero!

¡Cuarenta libras!

—¡La mar de dinero! ¡Dios Santo! —murmuró la señora Blair,

extrañada—. Sería incapaz de embarcarme alegremente con unas

cuantas libras en el bolsillo sin saber qué hacía ni adonde iba.

—Ahí está lo divertido, precisamente —exclamé—. ¡Eso da una

1 Es costumbre en los trasatlánticos, como medio de distracción, que cada uno de los

pasajeros dé una pequeña cantidad con la cual se hace lo que los jugadores llaman «plato».

Cada uno de los que participan en el juego recibe un número, y, al cabo del día, aquel cuyo

número corresponde con la cantidad de nudos o millas recorridas por el barco, se lleva el

«plato». (N. del T.)







sensación tan espléndida de aventura!

Me miró, movió la cabeza afirmativamente dos o tres veces y luego

sonrió.

—¡Afortunada Anita! No hay mucha gente en el mundo que sienta lo

que usted.

—Bueno —pregunté, con impaciencia—, ¿qué opina usted de todo

eso, señora Blair?

—Me parece la cosa más emocionante que he oído en mi vida. Y

ahora, para empezar, dejará usted de llamarme señora Blair. Susana

sonará mucho mejor. ¿De acuerdo?

—Me encantará hacerlo, Susana.

—Magnífico. Vamos al grano, pues. Dice que en el secretario de sir

Eustace..., no ese Pagett carilargo, sino el otro... reconoció al hombre

que fue apuñalado y se metió en su camarote en busca de refugio.

Moví afirmativamente la cabeza.

—Así tenemos dos eslabones entre sir Eustace y el enredo. La mujer

murió asesinada en su casa y es su secretario quien recibe la

puñalada a la mística hora de la una de la madrugada. Yo no

sospecho del propio sir Eustace; pero todo puede ser casualidad.

Existe alguna relación, aun cuando él mismo la ignore. Luego —

agregó—, hay ese extraño asunto de la camarera. ¿Qué aspecto

tenía?

—Apenas me fijé en ella. ¡Estaba tan excitada y en tensión...! Y lo

que menos esperaba ver en aquel momento era a una camarera.

Pero... sí... sí que me pareció conocida su cara. Y lo sería,

naturalmente, si la había visto a bordo.

—Su cara le parecía conocida —dijo Susana—. ¿Está segura de que

no se trataba de un hombre?

—Era muy alta —reconocí.

—¡Hum! No sería sir Eustace, creo yo, ni el señor Pagett... ¡Aguarde!

Tomó un trozo de papel y se puso a dibujar febrilmente. Inspeccionó

el resultado, ladeando la cabeza.

—Es un buen retrato del reverendo Eduardo Chichester —anunció—.

Ahora faltan los adornos. Ello completará el retrato.

Me entregó el papel.

—¿Es está la camarera que acudió?

—Pues..., ¡sí! ¡Oh, Susana, qué lista es usted! —exclamé.

Rechazó la alabanza con un gesto.

—Siempre he desconfiado del Chichester ese. ¿Recuerda cómo dejó

caer la taza de café y se puso de un color verdoso cuando

discutíamos el caso Crippen el otro día?

—¡E intentó ocupar el camarote diecisiete!

—Sí; todo concuerda hasta ese punto. Pero, ¿qué significa? ¿Qué era

lo que debía ocurrir a la una en punto en el camarote 17? No puede

haber sido el apuñalamiento del secretario. No habría por qué fijar

eso para una hora especial, un día determinado y lugar fijado de







antemano. No. Seguramente se trataría de una cita y al secretario le

darían la puñalada cuando acudía a ella. Pero, ¿con quién tenía la

cita? No con usted, desde luego. Hubiera podido ser con Chichester.

O con Pagett.

—Eso parece poco probable —objeté—; esos dos pueden verse en

cualquier momento.

Ambas callaron unos instantes. Luego Susana dijo:

—¿Puede haber sido algo oculto en el camarote?

—Eso ya parece más probable —asentí—. Explicaría el hecho de que

me hubieran registrado el camarote a la mañana siguiente. Pero no

había nada escondido. Estoy segura de ello.

—¿No pudo haber metido el joven algo en el cajón la noche anterior?

Negué con la cabeza.

—Lo hubiese visto.

—¿Cree que pueden haber andado buscando el papelito que usted

guarda?

—Es posible; pero se me antoja un trabajo inútil. Sólo contiene una

hora y una fecha... y ambas habían pasado ya para entonces.

Susana asintió con la cabeza.

—Sí, es verdad. No era el papel. A propósito, ¿lo lleva encima? Me

gustarla verlo.

Yo había cogido el papel antes de salir para enseñárselo

precisamente. Se lo di. Ella lo escudriñó, frunciendo el entrecejo.

—Hay un punto después del diecisiete. ¿Por qué no hay un punto

detrás del uno también?

—Hay un espacio —dije yo.

—Hay un espacio, pero...

De pronto se puso en pie y examinó minuciosamente el papel,

notándose en ella cierta excitación reprimida.

—¡Anita! ¡Eso no es un punto! ¡Es una impureza del papel! Un fallo,

¿lo ve? Conque hay que hacer caso omiso de él y guiarse sólo por los

espacios; ¡los espacios!

Me había puesto en pie y estaba a su lado. Leí las cifras como las veía

ahora.

—1 71 22.

—¿Se da cuenta? —dijo Susana—. Es lo mismo; pero no del todo.

Sigue siendo la una, y el día veintidós. Pero... ¡es el camarote setenta

y uno! ¡El mío, Anita!

Nos quedamos mirándonos la una a la otra, tan encantadas con

nuestro descubrimiento y tan llenas de emoción, que cualquiera

hubiese dicho que habíamos aclarado todo el misterio. Luego bajé yo

de las nubes de golpe y porrazo.

—Pero, Susana, nada ocurrió aquí a la una del veintidós, ¿verdad?

—No..., nada.

Se me ocurrió otra idea.

—Éste no es su camarote en realidad, ¿verdad, Susana? Quiero decir







que no es el que sacó usted al embarcar.

—No; el sobrecargo me habló de eso. El camarote estaba reservado a

nombre de la señora Grey. Pero parece ser que Grey sólo era el

seudónimo de la famosa madame Nadina. Es una célebre bailarina

rusa, como debe usted saber. Jamás ha trabajado en Londres; pero

en París ha hecho furor. Tuvo un éxito delirante allí durante la guerra.

El sobrecargo expresó con gran vehemencia su sentimiento de que

esa mujer no fuera a bordo cuando me dio el camarote. El coronel

Race me dijo muchas cosas de ella.

«Parece ser que corrían extraños rumores por París. Se sospechaba

que era una espía, pero no se pudo demostrar. Me imagino que el

coronel iría a París nada más que por eso. Me ha contado algunas

cosas muy interesantes. Existía una cuadrilla organizada..., una

cuadrilla que no era de origen alemán. Es más, al jefe de ella, el

hombre al que siempre llamaban «el Coronel», se le creía inglés; pero

nunca lograron hallar el menor indicio que les permitiera descubrir su

identidad. No cabe la menor duda, sin embargo, de que dirigía una

considerable organización de delincuentes internacionales. Robos,

espionaje, atracos... a todo se atrevían. Y por regla general, «el

Coronel» lograba hallar una persona inocente que cargara con la

culpa. ¡Tiene que haber sido de una inteligencia diabólica! A la

bailarina se la creía uno de sus agentes; pero no encontraron prueba

alguna. Sí, Anita, estamos sobre la pista. Nadina es la clase de mujer

que andaría complicada en este asunto. La cita del veintidós se hizo

con ella en este camarote. Pero, ¿dónde está? ¿Por qué no embarcó?

Vi la luz de pronto.

—Tenía la intención de embarcar —dije lentamente.

—Entonces, ¿por qué no lo hizo?

—Porque estaba muerta, Susana... ¡Nadina es la mujer que murió

asesinada en Marlow!

Recordé el cuarto sin muebles de la casa desocupada y volví a

experimentar aquella indefinible sensación de amenaza y de mal. Y al

propio tiempo acudió a mi memoria el incidente del lápiz caído y el

descubrimiento del rollo de película, la idea evocaba otra más

reciente. ¿Dónde había oído yo hablar de un rollo de película? ¿Y por

qué relacionaba el pensamiento con la señora Blair?

De pronto la así de los brazos y poco me faltó para zarandearla en mi

excitación.

—¡La película! ¡La que tiraron por el ventilador! ¿No ocurrió eso el día

veintidós?

—¿El rollo que perdí?

—¿Cómo sabe usted que se trata del mismo? ¿Por qué había de

devolvérselo nadie de semejante manera... a medianoche? Es

absurda la idea. No... el rollo era un mensaje. Habían sacado la

película del envase amarillo de hojalata y colocado otra cosa en su

lugar. ¿Lo tiene aún?







—Tal vez lo haya usado. No... aquí está. Recuerdo que lo puse en el

estante al lado de la litera.

Me lo ofreció.

Era un cilindro corriente de hojalata, de los que se emplean para

proteger la película en los trópicos. Lo tomé con mano temblorosa, y

al hacerlo, me dio un vuelco el corazón. Era mucho más pesado de lo

que debiera haber sido a juzgar por su tamaño.

Con dedos que en vano intentaba dominar, arranqué la tira de cinta

adhesiva que servía para asirlo herméticamente. Arranqué la tapa y

se cayó sobre la cama un chorro de guijarros vidriosos sin brillo.

—Guijarros —dije, chasqueada.

—¿Guijarros? —exclamó Susana.

El deje de su voz me excitó.

—¿Guijarros? No, Ana, guijarros no. ¡Diamantes!







CAPITULO -- XV

¡Diamantes! Contemplé, fascinada, la vidriosa pila que yacía sobre la

litera. Recogí una piedra que, de no haber sido por su peso, hubiera

podido tomarse por el fragmento de una botella rota.

—¿Está segura, Susana?

—Oh, sí, querida. He visto diamantes en bruto con demasiada

frecuencia para que pueda caberme duda alguna. Y son hermosos,

por añadidura, Ana... Algunos de ellos son únicos en su especie, es

mi opinión. Tienen historia.

—¡La que escuchamos esa noche! —exclamé.

—¿Se refiere a la...?

—¡A la que contó el coronel Race! No puede tratarse de una

coincidencia. La contó con un fin determinado.

—¿Para comprobar el efecto que surtía, quiere decir?

Asentí con un movimiento de cabeza.

—¿El que surtía en sir Eustace?

—Sí.

Pero en el mismo instante en que lo dije, me asaltó una duda. ¿Era

sir Eustace quien había sido sometido a una prueba, o se había

contado la historia nada más que para mí? Recordé la impresión

recibida la noche anterior de que se me estaba sonsacando

deliberadamente. Por Dios sabe qué razones, el coronel Race

desconfiaba. Sin embargo..., ¿qué pintaba él en el asunto? ¿Qué

posible relación podía tener con el caso?

—¿Quién es el coronel Race? —pregunté.

—Esa pregunta es un poco difícil de contestar. Es muy conocido como

aficionado a la caza mayor, y como le ha oído usted decir esta noche,

era primo de sir Lorenzo Eardsley. Nunca me había encontrado con él

hasta este viaje. Hace muchos viajes a África. Existe la creencia de

que pertenece al Servicio Secreto. No sé si será verdad o no. No cabe

duda, desde luego, que es un hombre muy misterioso.

—¿Supongo que habrá heredado mucho dinero de sir Lorenzo

Eardsley?

—Mi querida Ana, debe de ser riquísimo. Sería un buen partido para

usted.

—No puedo hacer un verdadero esfuerzo por conquistarle mientras se

halle usted a bordo —le respondí, riendo—. ¡Oh, esas casadas!

—Sí que ejercemos cierto atractivo —asintió Susana, sin inmutarse—.

Y todo el mundo sabe que estoy enamoradísima de Clarence..., mi

esposo. Es tan poco peligroso y tan agradable hacerle el amor a una

esposa modelo...

—Debe de ser muy agradable para Clarence estar casado con una







persona como usted. ¿Dónde encontraría una mejor?

—Vivir conmigo resulta agotador para cualquiera. No obstante,

siempre le queda el recurso de huir al Ministerio de Estado, donde se

encaja el monóculo en un ojo y se queda dormido en un butacón.

Podríamos cablegrafiarle pidiéndole que nos dijera todo lo que sabe

de Race. Me encanta expedir cables. ¡Y le molesta tanto a Clarence

recibirlos...! Siempre dice que una carta hubiese bastado. No creo

que nos dijera nada, sin embargo. ¡Es tan exageradamente discreto!

Por eso resulta tan difícil vivir con él mucho tiempo seguido. Pero

sigamos nuestros planes casamenteros. Estoy segura de que usted

atrae una barbaridad al coronel Race, Anita. Échele un par de miradas

con esos ojos tan asesinos que tiene y es suyo. Todo el mundo acaba

prometiéndose a bordo de un barco. No hay ninguna otra cosa que

hacer.

—Yo no quiero casarme.

—¿No? —murmuró Susana—. ¿Por qué no? ¡Me encanta estar

casada... hasta con Clarence!

Hice caso omiso de su petulancia.

—Lo que yo quiero saber es —dije con determinación— qué tiene que

ver el coronel Race con esto. Está metido en el asunto por alguna

parte.

—¿No cree usted que el hecho de que contara la historia fuese pura

casualidad?

—No; no lo creo. Nos estaba observando a todos con mucha

atención. Recordará usted que fueron recobrados algunos de sus

diamantes, no todos. Tal vez sean éstos los que faltaban... o quizá...

—Quizá, ¿qué?

No contestó directamente.

—Me gustaría saber —dijo— qué fue del otro joven. No Eardsley,

sino..., ¿cómo se llamaba...? ¡Lucas!

—Empezamos a ver claro en el asunto, por lo menos. Lo que toda

esta gente anda buscando son los diamantes. «El hombre del traje

color castaño» debió de matar a Nadina para apoderarse de ellos.

—Él no la mató —dije vivamente.

—Claro que la mató. ¿Qué otra persona puede haberlo hecho?

—No lo sé. Pero estoy segura de que no fue él.

—Entró en la casa tres minutos después que ella y salió pálido como

un sudario.

—Porque la encontró muerta.

—Pero ¡si no entró nadie más!

—Entonces el asesino se hallaba en la casa ya o entró por algún otro

lado. No tenía necesidad de pasar por delante del pabellón. Podía

haber escalado el muro.

Susana me miró vivamente.

—«El hombre del traje color castaño» —musitó—. ¿Quién sería? Sea

como fuere, era el mismo que desempeñó el papel de médico en el







«Metro». Tuvo tiempo de quitarse el disfraz y seguir a la mujer a

Marlow. Ella y Carton habían de encontrarse allí. Ambos tenían

autorización para visitar la misma casa. Y si tomaron tantas

precauciones para que su encuentro pareciera casual, debían de

sospechar que se les seguía. No obstante, Carton no sabía que quien

le seguía era el «hombre del traje color castaño». Cuando lo

reconoció, su sobresalto y su sorpresa fueron tan grandes, que perdió

por completo la serenidad y retrocedió hasta caer a la vía. Todo eso

parece muy claro, ¿no le parece, Anita?

No contesté.

—Sí; así fue como ocurrió. Le quitó el papel al muerto y, en sus

prisas por huir, lo dejó caer. Luego siguió a la mujer a Marlow. ¿Qué

hizo al salir de allí, después de matarla... o, según usted, de

encontrarla muerta? ¿Dónde fue?

Seguí sin decir nada.

—Lo que yo me pregunto —prosiguió Susana, musitando— es si será

posible que indujera a sir Eustace Pedler a traerle a bordo como

secretario. Resultaría una oportunidad magnífica para salir sin peligro

de Inglaterra cuando se le andaba buscando por todas partes. Pero,

¿cómo consiguió convencer a sir Eustace? Parece como si tuviera

algún poder sobre él.

—O sobre Pagett —sugerí a pesar mío.

—No parece usted tenerle mucha simpatía a Pagett, Anita. Sir

Eustace dice que es un joven muy trabajador y de talento. Y en

verdad que bien puede serlo, porque nada sabemos contra él. Bueno,

continuemos nuestras deducciones. Rayburn es el «hombre del traje

color castaño». Había leído el papel que perdió. Por consiguiente,

engañado por el punto, como le ocurrió a usted, intenta llegar al

camarote número diecisiete a la una en punto del día veintidós,

después de haber intentado hacerse dueño del camarote por

mediación de Pagett. Camino del mismo, alguien le da una

puñalada...

—¿Quién? —intercalé.

—Chichester. Sí; todo encaja. ¡Cablegrafíe a lord Nasby que ha

encontrado usted al «Hombre del traje color castaño», y ha hecho

usted fortuna, Anita!

—Se ha pasado usted por alto varias cosas.

—¿Qué cosas? Rayburn tiene una cicatriz, ya lo sé..., pero es muy

fácil maquillarse y hacerse una cicatriz postiza. Tiene la estatura y la

corpulencia necesarias. ¿Cuál es la descripción de la cabeza con que

usted les pulverizó en Scotland Yard?

Temblé. Susana era una mujer muy culta y muy leída; pero pedí al

cielo que no estuviera familiarizada con los términos de la

antropología.

—Dolicocefálico —le contesté serenamente.

Susana se quedó dudosa.







—¿Fue eso lo que dijo?

—Sí. De cabeza larga, ¿comprende? Una cabeza cuya anchura es

inferior al setenta y cinco por ciento de su longitud —expliqué sin

vacilar.

Hubo una pausa. Empezaba a respirar otra vez, cuando Susana dijo

de repente:

—¿Cómo se llama lo contrario?

—¿Cómo lo contrario?

—Tiene que haber lo contrario. ¿Cómo se llama la cabeza cuya

anchura es más del setenta y cinco por ciento de su longitud?

—Braquicéfala —dije a regañadientes.

—Eso es. Ya me parecía a mí que era algo así lo que usted había

dicho.

—¿Sí? Pues fue un desliz. Quise decir dolicocéfalo —contesté con todo

el aplomo que pude.

Susana me dirigió una mirada escudriñadora. Luego se echó a reír.

—Miente usted muy bien, gitanilla. Pero ahorrará tiempo y trabajo si

me cuenta toda la verdad.

—No hay nada que contar —repuse de mala gana.

—¿No? —murmuró Susana con dulzura.

—Supongo que no tendré más remedio que decírselo —acabé

diciendo muy despacio—. No me avergüenzo de ello. No puede una

avergonzarse de algo que... que le ocurre simplemente. Eso es lo que

pasó con él. Se mostró detestable... grosero y desagradecido... por

eso creo comprenderlo. Es como el perro que ha estado atado o al

que han tratado mal... Morderá a cualquiera. Así estaba él...,

amargado..., rabiando. No sé por qué me importaba..., pero sí que

me importa. Me importa enormemente. Le amo. Le quiero. Cruzaré

África entera descalza hasta encontrarle. Y le haré quererme. Moriría

por él. Trabajaría por él, sería una esclava por él, robaría por él...

¡hasta pediría limosna o me empeñaría por él! ¡Vaya...! ¡Ahora ya lo

sabe usted!

Susana me contempló un buen rato.

—Es usted muy poco inglesa, gitanilla —dijo por fin—. No tiene ni

pizca de sentimental. Jamás he conocido a persona alguna que fuera,

al mismo tiempo, tan positiva y tan apasionada. Jamás querré yo a

nadie así... afortunadamente para mí. Y, sin embargo..., sin

embargo..., la envidio, gitanilla. Es algo el poder querer. La mayoría

de la gente no es capaz. Pero, ¡qué suerte tuvo su médico de que no

se casara con él! Por su descripción, no me ha parecido la clase de

individuo que hallara agradable tener un alto explosivo en casa.

Conque..., ¿no se ha de mandar cable alguno a lord Nasby?

Negué con la cabeza.

—Y, sin embargo, ¿le cree usted inocente?

—También creo que a la gente inocente se la puede también ahorcar.

—¡Hum! Sí. Pero, Ana querida, usted sabe hacer frente a las cosas...







mirarlas cara a cara. Hágalo ahora. A pesar de todo lo que usted dice,

puede haber asesinado a esa mujer.

—No —contesté—; no la mató.

—Eso es sentimentalismo puro.

—No lo es. Hubiera podido matarla. Hasta admito la posibilidad de

que la siguiera hasta allí con ese propósito. Pero no hubiera sido

capaz de coger un trozo de cordón negro y estrangularla con él. De

haberlo hecho, la hubiese estrangulado con las manos desnudas.

Susana se estremeció. Contrajo las pupilas.

—¡Hum! Anita..., ¡empiezo a comprender por qué encuentra usted

tan atrayente a ese joven!







CAPITULO -- XVI

Se me presentó una oportunidad de abordar al coronel Race a la

mañana siguiente. Se había terminado de subastar el plato y nos

paseamos juntos por cubierta.

—¿Cómo anda la gitanilla esta mañana? ¿Suspira por su tierra y su

caravana?

Negué con la cabeza.

—Ahora que el mar se porta tan bien, me parece que me gustaría

permanecer a flote eternamente.

—¡Qué entusiasmo!

—¿Verdad que hace un tiempo muy hermoso esta mañana?

Nos apoyamos juntos en la borda. Hacía una calma chicha. El mar

parecía una balsa de aceite y tenía la policromía de algo engrasado.

Salpicábanlo grandes manchas de colorido: azules, verde pálido,

esmeralda, púrpuras y anaranjado intenso, como un cuadro cubista.

De vez en cuando aparecía un destello plateado que señalaba la

presencia de peces voladores. El aire estaba húmedo y cálido, casi

pegajoso. Su aliento, dijérase era una caricia perfumada.

—Fue muy interesante esa historia que nos contó usted anoche —dije

yo, rompiendo el silencio.

—¿Cuál?

—La de los diamantes.

—Creo que a las mujeres siempre les interesan los diamantes.

—Claro que sí. Y a propósito, ¿qué fue del otro joven? Dijo usted que

eran dos.

—¿Lucas? No podían juzgar al uno sin el otro, naturalmente. Conque

quedó en libertad.

—Y..., ¿qué fue de él...? Andando el tiempo, quiero decir. ¿Lo sabe

alguien?

El coronel Race tenía la mirada clavada en el mar y el rostro tan

desprovisto de expresión como una máscara; pero se me antojó que

no le gustaban mis preguntas. No obstante, contestó sin vacilar:

—Marchó a la guerra y se portó como un héroe. Se le dio por herido y

desaparecido..., probablemente muerto.

Aquello era lo que yo deseaba saber. No proseguí mi interrogatorio.

Pero me pregunté, más que nunca, cuánto sabría el coronel Race.

Seguía interesándome el papel que desempeñaba él en todo aquello.

Hice una cosa más; entrevistarme con el mayordomo de noche.

Untando un poco las ruedas, conseguí que hablase.

—La señora no se asustaría, ¿verdad, señorita? Me pareció una

broma inofensiva. Una apuesta, según entendí yo.

Se lo saqué todo, poco a poco. En el viaje desde El Cabo a Inglaterra,







uno de los pasajeros le había entregado un rollo de película,

pidiéndole que lo dejara caer sobre la litera del camarote número 71,

a la una de la madrugada, el día 22 de enero, en el viaje de regreso.

Una dama ocuparía el camarote y le dijeron que se trataba de una

apuesta. Deduje que al mayordomo le habían pagado muy bien para

que cumpliera lo que le pedían. No se había mencionado el nombre

de la señora. Como la señora Blair se fue derecha al camarote 71

después de entrevistarse con el sobrecargo al llegar a bordo, no se le

ocurrió pensar al mayordomo ni un instante que pudiera no ser ella la

dama de quien le habían hablado. El nombre del pasajero que hiciera

el encargo era Carton y la descripción concordaba exactamente con la

del hombre que murió en el «Metro».

Conque un misterio por lo menos quedaba aclarado y era evidente

que los diamantes constituían la clave de toda la situación.

Los últimos días a bordo del Kilmorden parecieron transcurrir muy

aprisa. A medida que nos fuimos acercando a la Ciudad de El Cabo

me vi obligada a dar cuidadosa consideración a mis planes futuros.

¡Había tanta gente a la que deseaba vigilar! El señor Chichester, sir

Eustace y su secretario y... sí, ¡el coronel Race! ¿Cómo iba a

componérmelas...? Naturalmente, era Chichester quien merecía ser el

primer objeto de mi atención. Es más, estaba a punto de eliminar a

sir Eustace y a Pagett, muy a pesar mío, de la lista de sospechosos,

cuando una conversación despertó nuevas dudas en mi mente.

No había olvidado la incomprensible emoción del señor Pagett cada

vez que se mencionaba a Florencia. La última noche pasada a bordo

estábamos todos sentados sobre cubierta y sir Eustace le dirigió una

pregunta completamente inocente a su secretario. No recuerdo

exactamente qué pregunta fue, algo relacionado con el retraso de los

ferrocarriles en Italia, pero observé inmediatamente que Pagett daba

muestras de la misma inquietud que había llamado anteriormente mi

atención. Cuando sir Eustace sacó a la señora Blair a bailar, me pasé

apresuradamente al asiento vecino del secretario. Estaba decidida a

aclarar de una vez la cuestión.

—Siempre he soñado con ir a Italia —dije—; y especialmente a

Florencia. ¿No encontró muy agradable su estancia allí?

—Ya lo creo que sí, señorita Beddingfeld. Pero tendrá que

perdonarme. Tengo unas cartas de sir Eustace...

Le así de la manga.

—¡Oh! ¡No huya usted, por favor! —exclamé con acento tan retozón

como el de una viuda—. Estoy segura de que a sir Eustace no le

gustaría que me dejase usted sola, sin nadie con quien hablar. Nunca

parece querer hablar de Florencia. ¡Oh, señor Pagett! ¡Empiezo a

creer que tiene usted algo que ocultar!

Aún tenía la mano posada en su brazo, y noté el brusco sobresalto

que experimentó.

—De ninguna manera, señorita Beddingfeld, de ninguna manera —me







contestó—. Me encantaría contarle a usted con detalle mis

impresiones; pero tengo unos cablegramas que...

—¡Oh, señor Pagett, qué excusa más pobre! Le diré a sir Eustace...

No pude terminar. Dio otro salto. Parecía tener el sistema nervioso

deshecho.

—¿Qué es lo que desea usted saber?

La expresión de mártir y el tono de resignación con que hizo la

pregunta me hicieron sonreír para mis adentros.

—¡Oh, todo! Los cuadros, los olivos...

Hice una pausa, sin saber cómo continuar.

—¿Supongo que sabe usted italiano? —inquirí.

—Por desgracia, no sé una palabra de ese idioma. Pero, claro esta,

con conserjes y... ah... guías...

—Justo —me apresuré a responder—. Y, ¿cuál fue su cuadro favorito?

—¡Oh... ah... la Madona... ah... de Rafael!

—¡Qué linda es Florencia! —murmuré, volviéndome sentimental—.

¡Tan pintoresca a orillas del Arno! Hermoso río. Y el Duomo...,

¿recuerda el Duomo?

—Claro, claro.

—Es un río muy hermoso también, ¿no es cierto? —aventuré—. Casi

más bonito que el Arno.

—Muchísimo más, en mi opinión.

Envalentonada por el éxito de mi pequeña estratagema, seguí por el

mismo camino. Pero no había lugar a duda. El señor Pagett se

entregaba en mis manos a cada palabra que pronunciaba. Aquel

hombre no había estado en Florencia jamás.

Pero si no en Florencia, ¿dónde había estado? ¿En Inglaterra? ¿En la

propia Inglaterra por la época del Misterio de la Casa del Molino?

Decidí dar un paso atrevido.

—Lo curioso del caso —dije— es que tenía el convencimiento de que

le había visto a usted en alguna otra ocasión. Pero estaré

equivocada..., puesto que se hallaba usted en Florencia por entonces.

Y, sin embargo...

Le observé con disimulo. Ya mirada de sus ojos era la de una fiera

acorralada. Se humedeció los resecos labios.

—¿Dónde... ah... dónde...?

—¿Dónde creí haberle visto? En Marlow. ¿Conoce usted Marlow? ¡Ah,

claro! ¡Qué estúpida soy! ¡Si sir Eustace tiene una casa allí! Una

hermosa casa, según tengo entendido.

Mascullando incoherentemente una excusa, mi víctima se puso en pie

y huyó.

Aquella noche irrumpí en el camarote de Susana, excitada a más no

poder.

—Como ve usted, Susana —dije después de haber terminado mi

relato—, estaba en Inglaterra, en Marlow, por la época del asesinato.

¿Está usted aún tan segura de que el «Hombre del traje color







castaño» es culpable?

—Estoy segura de una cosa —anunció Susana, bailándole

inesperadamente la risa en sus ojos.

—¿De qué?

—De que «el hombre del traje color castaño» es más guapo que el

pobre señor Pagett. No, Anita; no se enfade. Sólo la quería hacer

rabiar. Siéntese aquí. Bromas aparte, estoy convencida de que ha

hecho usted un descubrimiento importante. Hasta ahora hemos

creído que Pagett podía probar la coartada. Ahora sabemos que no.

—Justo —repliqué—; tendremos que vigilarle.

—Como a todos los demás —contestó ella—. Bueno; ésa es una de

las cosas que quiero discutir con usted. Ésa... y la cuestión

económica. No; no alce la barbilla de esa manera. Ya sé que es usted

absurdamente orgullosa y poco amiga de aceptar favores. Pero tiene

que hacer uso de su sentido común en este caso. Somos socias, o

colaboradoras. No le ofrecería a usted ni un penique porque me fuera

simpática o porque fuese usted una muchacha desvalida. Lo que

quiero es una emoción, y estoy dispuesta a pagar por experimentarla.

Vamos a emprender esta aventura juntas sin preocuparnos de los

gastos. Para empezar, se alojará usted conmigo en el Hotel Nelson,

corriendo los gastos de mi cuenta. Y preparemos nuestro plan de

campaña.

Discutimos el asunto. Y al fin de cuentas, cedí yo. Pero no me gustó.

Quería hacer las cosas por mí misma.

—Ese punto queda resuelto —dijo Susana por fin, poniéndose en pie,

desperezándose y bostezando—. Mi propia elocuencia me ha dejado

agotada. Ahora discutamos de nuestras víctimas. El señor Chichester

continuará el viaje hasta Durban. Sir Eustace se alojará en el Hotel

Mount Nelson de la Ciudad de El Cabo y luego se trasladará a

Rhodesia. Le van a reservar un coche del tren; y, en un momento de

expansión, después de beberse la cuarta copa de champaña, la otra

noche me ofreció asiento en él. Seguramente lo dijo nada más que

por cumplido. No obstante, mal puede volverse atrás si yo le cojo la

palabra.

—¡Magnífico! —aprobé—. Usted vigile a sir Eustace y a Pagett y yo

me encargaré de Chichester. Pero, ¿y el coronel Race?

Susana me dirigió una mirada singular.

—Anita, no es posible que usted sospeche...

—Sospecho. Sospecho de todo el mundo. Me encuentro de ese humor

en que se desconfía de la persona más improbable.

—El coronel Race marcha a Rhodesia también —dijo Susana,

pensativa—. Si pudiéramos arreglárnoslas de forma que sir Eustace le

invitara también...

—Usted puede conseguirlo. Es capaz de conseguirlo todo.

—Me encanta la adulación —runruneó Susana.

Cuando nos despedimos, había quedado entendido que Susana







sacaría el mayor provecho posible a sus habilidades.

Yo estaba demasiado excitada para irme a la cama en seguida. Era la

última noche que pasaba a bordo. A primera hora de la mañana

estaríamos en la Bahía de Table.

Subí a cubierta. Soplaba una brisa fresca. El buque se balanceaba un

poco en el mar picado. Las cubiertas estaban a oscuras y desiertas.

Era más de medianoche.

Me incliné sobre la borda contemplando la fosforescente estela de

espuma. Delante de nosotros se hallaba África. Corríamos hacia el

continente cortando las oscuras aguas. Me sentí sola en un mundo

maravilloso. Envuelta en extraña paz, permanecí allí, sin percatarme

del tiempo que transcurrió, absorta en mi sueño.

Y de pronto, tuve un singular presentimiento: un peligro me

amenazaba. No había oído nada, pero me volví instintivamente. Una

sombra se había deslizado detrás de mí. Al volverme yo, saltó. Una

mano me asió de la garganta, ahogando el grito que pudiera haber

lanzado. Luché desesperadamente, aunque sin la menor probabilidad

de salvación. Estaba medio estrangulada; pero mordí, me colgué y

arañé como buena mujer. Al hombre le estorbaba el tener que

impedir que gritase. De haber logrado acercarse a mi sin ser

descubierto, le hubiese costado muy poco trabajo tirarme por la

borda de un brusco achuchón. Los tiburones se hubieran encargado

de lo demás.

Por mucho que luché, sentí que perdía las fuerzas. Mi adversario se

dio cuenta también. Concentró todas sus energías. Y súbitamente,

otra figura que corría sin hacer ruido tomó parte en la brega. Con un

puñetazo bien plantado tiró a mi contrincante de cabeza a la cubierta.

Al estar libre caí sobre la borda, mareada y temblorosa.

Mi salvador se volvió hacia mí con un rápido movimiento.

—¿Le ha hecho daño?

Había algo salvaje en su tono, una amenaza contra la persona que se

había atrevido a hacerme daño. Aun antes de que hubiese hablado yo

le había reconocido. Era mi hombre, el de la cicatriz.

El único instante en que se volvió hacia mí le bastó al enemigo caído.

Rápido como el pensamiento se puso en pie y echó a correr cubierta

abajo. Rayburn masculló una maldición y salió corriendo tras él.

Nunca me ha gustado quedarme al margen de los acontecimientos.

Emprendí a mi vez la persecución, aunque sin poder alcanzar a los

otros. Dimos la vuelta a la cubierta hacia el lado de estribor. Allí junto

a la puerta del comedor, yacía el hombre en disforme montón,

Rayburn estaba inclinado sobre él.

—¿Le pegó usted otra vez? —pregunté, casi sin aliento.

—No hubo necesidad. Le encontré caído junto a la puerta. O no la

podía abrir, o está haciéndose el muerto. Pronto lo veremos. Y

averiguaremos también quién es.

Me acerqué palpitándome con violencia el corazón. Me había







percatado, desde el primer momento, de que mi adversario era de

mayor corpulencia que Chichester. Además, Chichester era un

hombre fofo que emplearía un cuchillo en caso de apuro; pero que no

debía tener mucha fuerza en las manos.

Rayburn encendió una cerilla. Ambos soltamos una exclamación. El

hombre era Guy Pagett.

A Rayburn pareció dejarle completamente estupefacto el

descubrimiento.

—Pagett —murmuró—. ¡Dios Santo, Pagett!

Experimenté cierta sensación de superioridad.

—Parece usted sorprendido —dije.

—Lo estoy —respondió él—. Jamás sospeché... ¿Y usted? ¿No lo está?

¿Le reconocería, supongo, cuando le atacó?

—No; no le reconocí. No obstante, no estoy muy sorprendida.

Me miró con desconfianza.

—¿Qué papel pinta usted en este asunto? Y... ¿cuánto sabe usted?

Sonreí.

—Muchísimo, señor... Lucas...

Me asió del brazo. La fuerza que empleó inconscientemente me hizo

sobrecogerme.

—¿De dónde sacó ese nombre? —preguntó roncamente.

—¿No es el suyo? —inquirí con dulzura—. O... ¿prefiere usted que le

llamen el «Hombre del traje color castaño»?

Aquello si que le llenó de estupor. Me soltó el brazo y retrocedió dos

pasos.

—¿Es usted muchacha o bruja? —susurró.

—Soy una amiga. —Di un paso hacia él—. Le ofrecí mi ayuda una

vez... Se la vuelvo a ofrecer. ¿La acepta?

La ferocidad de su respuesta me desconcertó.

—iNo! No quiero tratos con usted ni con mujer alguna. iHágame,

pues, todo el daño que quiera!

Como la vez anterior su contestación me sublevó.

—Tal vez —dije— no se da usted cuenta hasta qué punto se halla en

mi poder. Con decirle yo una palabra al capitán...

—Dígasela —me contestó burlón.

Luego, dando un rápido paso hacia mí:

—Y ya que de darse cuenta de las cosas se trata, muchacha, ¿se da

usted cuenta de que se halla en mi poder en este instante? Podría

asirla del cuello así... —Con rápido gesto unió la acción a la palabra.

Sentí que sus manos me cogían por la garganta y apretaban

levemente— así... ¡y dejarla sin vida! Y luego, como nuestro amigo

caído, pero con más éxito, echar su cadáver a los tiburones. ¿Qué

dice a eso?

Yo nada dije. Me reí. Y sin embargo, sabía que el peligro era real. En

aquel instante me odiaba. Pero sabía también que amaba el peligro,

que me gustaba sentirme rodeado el cuello por sus manos. ¡Qué no







hubiera cambiado aquel momento por ningún otro de mi vida!

Con una risita seca, me soltó.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó con exagerada brusquedad.

—Ana Beddingfeld.

—¿No le asusta a usted nada, Ana Beddingfeld?

—¡Oh, sí! —repliqué, fingiendo una serenidad que andaba muy lejos

de sentir—. Me asustan las avispas, las mujeres sarcásticas, los

hombres muy jóvenes, las cucarachas y los dependientes de comercio

demasiado pagados de sí.

Soltó una risita como la primera. Luego removió el cuerpo inerte de

Pagett con el pie.

—¿Qué hacemos con esta carroña? ¿La tiramos por la borda? —

preguntó, como sin darle importancia a la cosa.

—Si usted quiere... —le respondí con igual tranquilidad.

—Admiro sus sanguinarios instintos, señorita Beddingfeld. Pero le

dejaremos aquí para que recobre el conocimiento a su conveniencia.

No ha sufrido grave daño.

—Veo que retrocede usted ante un segundo asesinato —le dije con

dulzura.

—¿Un segundo asesinato?

Parecía alarmado de verdad.

—La mujer de Marlow —le repliqué, observando estrechamente el

efecto de mis palabras.

Una expresión muy fea apareció en su semblante. Pareció haber

olvidado mi presencia.

—Hubiera podido matarla —replicó—. A veces creo que tenía la

intención de matarla...

Despertó en mí, de pronto, un odio profundo hacia la muerta. Yo

hubiese sido capaz de matarla en aquel instante, de haberse hallado

ante mí... porque él la debía haber querido alguna vez... por fuerza...

por fuerza. Sólo así se explicaba que hablara de semejante manera.

Recobré el dominio de mis nervios y hablé con voz casi normal:

—Parecemos haber dicho ya todo cuanto hay que decir... salvo

buenas noches.

—Buenas noches y adiós, señorita Beddingfeld.

—Hasta la vista, señor Lucas.

Volvió a sobrecogerse al oír el nombre. Se acercó más.

—¿Por qué dice usted eso... «hasta la vista», quiero decir?

—Porque me da el corazón que volveremos a encontrarnos.

—¡No, si yo lo puedo remediar!

A pesar del énfasis con que habló, no me sentí ofendida. Por el

contrario, experimenté cierta satisfacción interior. No soy tonta del

todo.

—Pese a ello —dije—, creo que nos volveremos a ver.

—¿Por qué? —preguntó, sorprendido.

Sacudí la cabeza, incapaz de explicar el sentimiento que me había







impulsado a decir semejantes palabras.

—No deseo volverla a ver jamás —dijo él, de pronto, y con violencia.

En realidad, sus palabras eran una grosería; pero me limité a reír

dulcemente y perderme en la oscuridad.

Le oí empezar a seguirme y detenerse después. Y en alas de la brisa,

una palabra llegó hasta mí, «¡brujas!», creo que fue.







CAPITULO -- XVII

HOTEL MOUNT NELSON

CIUDAD DEL CABO

Extracto del Diario de sir Eustace Pedler

Es un gran alivio para mí, en verdad, hallarme fuera del Kilmorden.

Durante todo el tiempo que permanecí a bordo, tuve la sensación de

que me rodeaba una red de intrigas. Por si eso fuera poco, Guy

Pagett tuvo la ocurrencia, la última noche, de meterse en una riña de

borrachos. Está muy bien todo eso de querer justificar las cosas; pero

a mí no hay quien me quite de la cabeza que se trató, pura y

simplemente, de una riña de borrachos como he dicho. Porque, ¿qué

otra cosa puede pensar uno cuando se le presenta un hombre con un

bulto del tamaño de un huevo en la cabeza y un ojo con todos los

colores del arco iris?

Verdad es que Pagett se empeñó en convertir el suceso en un

misterio. De hacerle caso a él, cualquiera hubiese creído que le

habían hinchado un ojo como consecuencia de su deseo de defender

mis intereses. Hizo un relato extraordinariamente largo y confuso y

tardé la mar de tiempo en entender una palabra.

Para empezar, parece ser que vio a un hombre que obraba de una

manera sospechosa. Eso dice él, por lo menos. Estoy seguro de que

estas palabras las ha sacado de una novela de espionaje. Ni él mismo

sabe lo que significa eso de que un hombre obre de una manera

sospechosa. Así se lo dije yo mismo.

—Se deslizaba por la oscuridad de una manera furtiva. Y era

medianoche, sir Eustace.

—Bueno, y ¿qué hacía usted por ahí a esas horas? ¿Por qué no estaba

metido en cama y durmiendo como un buen cristiano? —le exigí,

irritado después de cuanto me contó.

—Había estado poniendo en clave sus cablegramas, sir Eustace, y

escribiendo a máquina las últimas anotaciones de su Diario.

A Pagett nunca le faltaban palabras para demostrar que tiene razón,

que es un esclavo de su deber y un verdadero mártir.

—¿Bien?

—Se me ocurrió echar una mirada a todo antes de acostarme, sir

Eustace. El hombre bajaba por el corredor, como si viniera del

camarote de usted. Se me antojó en seguida que ocurría algo

anormal; por la manera como miraba a su alrededor. Se deslizó

escalera arriba, por un lado del comedor. Y le seguí.

—Mi querido Pagett: ¿por qué no había de subir el pobre hombre a

cubierta sin que le siguieran los pasos? Hay gente que incluso duerme







sobre cubierta... cosa la mar de incómoda, en mi opinión. Los

marineros no se fijan en uno y le baldean a las cinco de la mañana, lo

mismo que a la cubierta.

Me estremecí con sólo pensarlo.

—Sea como fuere —proseguí—, si molestó usted a un pobre diablo

que padecía de insomnio, no me extraña que le pusiera un ojo a la

funerala.

Pagett puso cara de estar haciendo alarde de impaciencia.

—Si tuviera usted la amabilidad de escucharme hasta el final, sir

Eustace... Quedé convencido de que el hombre aquel había estado

merodeando por los alrededores de su camarote, donde no se le

había perdido nada. Los únicos dos camarotes que hay en ese

corredor son el de usted y el del coronel Race.

—Race —dije, encendiendo cuidadosamente un cigarro—, no necesita

su ayuda para protegerse, Pagett.

Y agregué:

—Ni yo tampoco.

Pagett se acercó aún más y respiró fuertemente, preámbulo obligado

en él antes de dar a conocer un secreto.

—Es que me parece, sir Eustace... que era Rayburn. Y ahora estoy

completamente seguro de ello.

—¿Rayburn?

—Sí, sir Eustace.

Moví negativamente la cabeza.

—Rayburn tiene demasiado sentido común para intentar despertarme

a medianoche.

—En efecto, sir Eustace. Yo creo que a quien fue a ver fue al coronel

Race. Una reunión secreta... ¡para recibir órdenes!

—No me escupa, Pagett —corté retrocediendo un poco—. Y no respire

con tanta fuerza. Lo que usted dice es absurdo. ¿Por qué habían de

celebrar reuniones secreta a medianoche? De tener algo que decirse

podrían hacerlo mientras se desayunaban juntos sin llamar la

atención de nadie.

Comprendí que Pagett andaba muy lejos de estar convencido.

—Algo sucedía anoche, sir Eustace —insistió—. De lo contrario, ¿por

qué había de atacarme Rayburn tan brutalmente?

—¿Está usted completamente seguro de que era Rayburn?

Pagett parecía estar completamente convencido de ello. Era la única

parte de su relato en la que no se mostraba confuso.

—Hay algo muy raro en todo esto —dijo—. Para empezar, ¿dónde

está Rayburn?

Es cierto, en efecto, que no hemos visto a ese hombre desde que

desembarcamos. No nos acompañó al hotel. Me niego a creer que le

tenga miedo a Pagett, sin embargo.

La verdad es que, tomada en conjunto, la cosa es como para irritar a

cualquiera. Uno de mis secretarios ha desaparecido como si se le







hubiera tragado la tierra, y el otro parece un púgil profesional. No

puedo llevarle conmigo con la cara que tiene actualmente. Sería el

hazmerreír de toda la Ciudad de El Cabo. Estoy citado para entregar

hoy el billet-doux de Milray; pero iré sin Pagett. Al diablo con el

imbécil y con su manía de merodear.

Estoy bastante malhumorado. Hice un desayuno calamitoso en

compañía de gente más calamitosa aún. Camareras holandesas de

tobillos como troncos que tardaron media hora en servirme un poco

de pescado pasado. Y esa farsa de levantarse a las cinco de la

mañana al llegar al puerto para ver al médico y alzar los brazos por

encima de la cabeza me deja completamente hastiado.

Más tarde

Ha ocurrido una cosa muy sería. Acudí a la cita con el Primer Ministro

llevando la carta sellada de Milray. No parecía haber sido tocada;

pero ¡no había más que una hoja de papel blanco dentro!

Supongo que ahora me he metido en un lío. No sé cómo demonios

consentí que ese asno de Milray me metiera en semejante jaleo.

Pagett se distingue como consolador. Da muestras de cierta

satisfacción sombría que me enfurece. Además, se ha aprovechado

de mi turbación para cargarme con el baúl de papel. Como no ande

con cuidado, el próximo entierro a que asista será el suyo propio.

No obstante, a última hora tuve que escucharle.

—Supóngase usted, sir Eustace, que Rayburn hubiese sorprendido

parte de su conversación con el señor Milray... No olvide que no vio

usted autorización alguna extendida por el señor Milray. Aceptó usted

a Rayburn fiándose de su palabra.

—Así pues, ¿usted cree que Rayburn es un criminal? —inquirí,

lentamente.

Pagett sí que lo creía. Hasta qué punto influiría en su creencia el

resentimiento que sentía como consecuencia del ojo hinchado, no lo

sé. Logró presentar el caso de una manera bastante comprometedora

para Rayburn. Y el aspecto de este último le perjudicaba. Mi intención

era no hacer nada en el asunto. El hombre que se ha dejado engañar

de tal manera no tiene muchos deseos de dar publicidad a su idiotez.

Pero Pagett, nada afectada su energía por sus recientes desdichas, se

mostró partidario de medidas extremas. Salió con la suya,

naturalmente. Marchó a la comisaría, despachó numerosos

cablegramas y regresó con una manada de funcionarios ingleses y

holandeses que se tomaron no sé cuantos whiskyes con soda a costa

mía.

Recibimos la contestación de Milray aquella tarde. ¡No sabía una

palabra de mi ex secretario! Sólo había un detalle consolador en todo

el asunto.







—Sea como fuere —le dije a Pagett—, a usted no le envenenaron.

Sufrió uno de sus ataques biliosos de costumbre.

Le vi hacer una nueva mueca. Fue el único tanto que pude

apuntarme.

Más tarde aún

Pagett se encuentra en su elemento. Las ideas geniales se le ocurren

a borbotones. Se empeña en que Rayburn es nada menos que el

«Hombre del traje castaño». Seguramente tiene razón. Suele tenerla

siempre. Pero todo esto se está haciendo desagradable. Cuando antes

me marche a Rhodesia, mejor. Le he explicado a Pagett que no debe

acompañarme.

—Es preciso, amigo mío —le dije—, que se quede usted aquí.

Pudieran necesitarle de un momento a otro para identificar a

Rayburn. Además he de pensar en mi dignidad como miembro del

Parlamento Británico. No puedo andar por ahí con un secretario que

parece haber estado recientemente en una vulgar riña callejera.

Pagett hizo una mueca. Es un hombre tan respetable, que su aspecto

es un continuo dolor y una tribulación sempiterna para él.

—Pero, ¿cómo se arreglará usted para la correspondencia y las notas

de sus discursos, sir Eustace?

—Ya me las arreglaré —le respondí.

—Su vagón particular estará enganchado mañana, miércoles, al tren

de las once —continuó Pagett—. Ya he dado todos los pasos

necesarios. ¡La señora Blair lleva una doncella consigo!

—¿La señora Blair? —exclamé.

—Me ha dicho que le ofreció usted sitio.

—Es cierto, ahora que me acuerdo. La noche del baile de máscaras.

Hasta insistí en que me acompañase. Pero ¡jamás creí que iba a

cogerme la palabra! A pesar de lo deliciosa que es, no estoy muy

seguro de que me guste gozar de su compañía desde Ciudad de El

Cabo a Rhodesia y luego durante el viaje de regreso. ¡Hay que

guardarles tantas atenciones a las mujeres! Y son un verdadero

estorbo, a veces. ¿He invitado a alguna persona más? —pregunté,

con ansiedad.

Uno suele hacer esas cosas en momentos de expansión.

—La señora Blair parecía creer que había usted invitado al coronel

Race, también.

—Muy borracho estaría yo, si invité a Race. Muy borracho en verdad.

Siga un consejo, Pagett, y que el ojo hinchado le sirva de

escarmiento. No vuelva a irse de parranda. Créame, Pagett.

—Como usted sabe, sir Eustace, soy abstemio.

—Es preferible que deje de beber, en efecto, si no tiene usted

suficiente fuerza de voluntad para hacerlo con moderación. No he







invitado a nadie más, ¿verdad, Pagett?

—Que yo sepa no, sir Eustace.

Exhalé un suspiro de alivio.

—Hay la señorita Beddingfeld —dije pensativo—. Creo que quiere ir a

Rhodesia a buscar huesos. Ganas me dan de ofrecerle la plaza de

secretaria interina. Sabe escribir a máquina. Lo sé, porque ella me lo

dijo.

Con gran sorpresa mía, Pagett se opuso vehemente a la idea. No le

es simpática Ana Beddingfeld. Desde la noche del ojo hinchado ha

dado muestra de profunda e incontenible emoción cada vez que se

mencionaba su nombre. Pagett está lleno de misterios en estos

tiempos. Invitaré a la muchacha nada más que para molestarle.

Como dije en otra ocasión, tiene unas piernas exquisitas.







CAPITULO -- XVIII

Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld

No creo que, mientras viva, pueda olvidar la impresión de Table

Mountain. Me levanté la mar de temprano y salí a cubierta. Me fui

derecha a la cubierta de los botes, cosa que creo constituye un

crimen, pero había decidido gozar de la soledad. Entrábamos en

aquellos instantes en Table Bay. Nubes aborregadas flotaban por

encuna de Table Mountain, y la ciudad dormida, dorada y embrujada

por la luz del sol matutino, parecía prendida de las laderas, llegando

hasta la orilla del mar.

Me hizo contener la respiración y experimentar ese doloroso anhelo

que se apodera de una a veces cuando ve algo más hermoso de lo

corriente. No tengo habilidad para expresar tales cosas; pero

comprendí que había encontrado, aunque sólo fuera durante un fugaz

instante, lo que había estado buscando desde mi salida de Little

Hampsly. Algo nuevo; algo en lo que no había soñado hasta

entonces; algo que satisfacía mi sed de lo romántico.

En completo silencio, o así me lo pareció a mí, el Kilmorden se deslizó

más y más cerca. Aún parecía un sueño. Al igual que todos los

soñadores, sin embargo, no fui capaz de dejar mi sueño en paz. ¡Es

tan grande la ansiedad de los pobres humanos de no perder un solo

detalle!

—Esto es África del Sur —me dije y me repetí—. África del Sur...

África del Sur... Estás viendo el mundo. Éste es el mundo. Lo estás

viendo. Imagínate, Anita Beddingfeld, so estúpida... ¡Estás viendo el

mundo!

Creí hallarme a solas sobre la cubierta de botes; pero ahora observé

que otra persona estaba inclinada sobre la borda, absorta como yo lo

había estado en la ciudad que tan rápidamente se acercaba. Sabía yo

ya quién era aún antes de que volviera la cabeza. La escena de la

noche anterior parecía irreal y melodramática a la luz del apacible sol

matutino. ¿Qué habría pensado él de mí? Me entró calentura de sólo

pensar en las cosas que había dicho. Y no las había dicho en serio...

¿o sí?

Aparté la mirada resueltamente y la fije con intensidad en la

montaña. Si Rayburn había subido allí para estar solo, no era

necesario que yo, por lo menos, le turbara, dándole a conocer mi

presencia.

Pero con gran sorpresa mía, oí una pisada a mis espaldas y luego su

voz, agradable y normal.

—Señorita Beddingfeld...

—¿Diga?







Me volví.

—Quiero pedirle perdón. Me porté como un perfecto grosero anoche.

—Fue... una noche singular —repuse, precipitadamente.

No resultaba un comentario muy brillante; pero era el único que se

me ocurría.

—¿Me perdona?

Le tendí la mano sin decir una palabra. Él la tomó.

—Hay otra cosa que quisiera decirle —agregó con mayor

solemnidad—. Señorita Beddingfeld, podrá usted no saberlo, pero

anda mezclada en un asunto bastante peligroso.

—Eso deduzco yo —contesté.

—No. No es posible que usted lo sepa. Quiero hacerle una

advertencia. Deje el asunto en paz. No puede tener nada que ver

usted en realidad. No permita que la curiosidad la induzca a

entremeterse en asuntos ajenos. No; no se vuelva usted a enfadar,

por favor, no hablo de mí. No tiene usted la menor idea de las cosas

con que puede llegar a tener que enfrentarse. Esos hombres son

capaces de todo. Son completamente implacables. Se encuentran en

peligro ya... No tiene más que recordar lo de anoche. Creen que sabe

usted algo. Su única esperanza de salvación es convencerles de que

no sabe una palabra. Pero ande con cuidado, vigile siempre... Y

escuche; si alguna vez cayera usted en sus manos, no intente ser

lista... cuente toda la verdad; sólo así habrá una probabilidad de que

se salve.

—Me pone usted carne de gallina, señor Rayburn —dije, y no le

engañaba del todo—. ¿Por qué se toma la molestia de ponerme en

guardia?

No contestó durante unos minutos. Luego dijo, en voz baja:

—Tal vez sea la última cosa que pueda hacer por usted. Una vez en

tierra, estaré seguro... pero, tal vez no llegue a desembarcar.

—¿Cómo? —exclamé.

—Temo que no es usted la única persona a bordo que sabe que soy el

«Hombre del traje color castaño».

—Si usted cree que yo he hablado... —empecé con calor.

Él me tranquilizó con una sonrisa.

—No dudo de usted, señorita Beddingfeld. Si alguna vez dije lo

contrario, mentí. No, pero hay una persona a bordo que lo ha sabido

desde el primer momento. Sólo tiene que hablar... y estoy perdido.

No obstante, voy a arriesgarme en la esperanza de que no hablará.

—¿Por qué?

—Porque es un hombre a quien le gusta trabajar solo. Y si la policía

me cogiera, dejaría de serle útil a él. Libre... pudiera serlo. Bueno;

dentro de una hora saldremos de dudas.

Rió burlonamente, pero noté que su expresión se hacia más dura. Si

lo estaba arriesgando todo a una carta, era un buen jugador. Sabía

perder y sonreír.







—Sea como fuere —agregó en tono más normal—, no supongo que

volvamos a encontrarnos.

—No —dije lentamente—; supongo que no.

—Conque... adiós.

—Adiós.

Me estrechó la mano con fuerza. Durante un minuto los singulares

ojos grises claros parecieron quemar los míos. Luego dio media

vuelta bruscamente y se alejó. Oí el ruido de sus pisadas sobre

cubierta. Repercutieron y volvieron a repercutir. Me pareció que las

oiría siempre. Pisadas que salían de mi vida.

Puedo confesar con franqueza que las dos horas siguientes no fueron

muy agradables para mí. No volví a respirar con libertad hasta que

me hallé sobre el muelle después de haber cumplido la mayor parte

de las formalidades que la burocracia exige. No se había efectuado

detención alguna y me di cuenta que era un día glorioso y que tenía

un apetito voraz. Me reuní con Susana. De todas formas, iba a pasar

la noche con ella en el hotel. El barco no seguía hasta Port Elizabeth y

Durban hasta la mañana siguiente. Nos metimos en un taxi y nos

hicimos conducir al Hotel Mount Nelson.

Todo me pareció paradisíaco. El sol, el aire, las flores... Cada vez que

recordaba Little Hampsly en enero, con el barro hasta las rodillas y la

lluvia seguida, me estremecía de encanto. Susana no se mostraba, ni

con mucho, tan entusiasmada. Había viajado mucho, naturalmente.

Además, no era de las que se excitan en ayunas. Me dio un rapapolvo

cuando solté un gritito de entusiasmo al ver un convólvulo azul

gigante.

Y a propósito, me gustaría dejar bien sentado aquí que este relato no

va a ser un relato de África del Sur. No garantizo colorido local

alguno, ya saben ustedes lo que quiero decir; media docena de

palabras en bastardilla en cada página. Soy una gran admiradora de

eso, pero no puedo hacerlo. Cuando se trata de islas del Pacífico,

claro está, se habla inmediatamente de béche-de-mer. No sé lo que

es béche-de-mer. No lo he sabido nunca. Probablemente no lo sabré

jamás. He intentado adivinarlo dos o tres veces. Y me he equivocado

invariablemente. Ya sé que en Sudáfrica se empieza a hablar

inmediatamente de un stoep. Sí sé lo que es un stoep. Es lo que da la

vuelta a una casa, y una se sienta allí. En otras partes del mundo se

le llama una galería, una veranda, una plaza y un ha-da. También

hay pawpaws con frecuencia. Descubrí inmediatamente lo que eran

porque la camarera holandesa me sirvió una para desayunar. Creí al

principio que era un melón podrido. La camarera me sacó de mi error

y me persuadió de que usara jugo de limón y azúcar y probara otra

vez. Quedé muy satisfecha de probar el pawpaw. Siempre lo había

asociado vagamente con la hula-hula, que según creo (aunque tal vez

me equivoque), es la clase de faldita de hierba que llevan las

bailarinas hawaianas. No; creo que me equivoco. La faldita esa se







llama lava-lava.

Sea como fuere, todas estas cosas resultan muy animadoras cuando

una llega a Inglaterra. No puedo menos de pensar que resultaría más

agradable nuestra existencia insular si una pudiera desayunarse

tocino-tocino y salir luego enfundada en un jersey-jersey a pagar los

libros.

Susana se mostró un poco más dócil después de desayunarse. Me

habían dado la habitación contigua a la suya, desde la que se veía

Table Bay. Contemplé el paisaje mientras Susana buscaba una crema

facial especial. Cuando la hubo encontrado y empezó a ponérsela,

adquirió la facultad de poderme escuchar.

—¿Vio usted a sir Eustace? —le pregunté—. Salía de desayunarme

cuando entramos nosotras. Le habían servido pescado no muy fresco

y no sé qué y le estaba dando al camarero mayor su opinión.

También botó un melocotón en el suelo para demostrar lo duro que

era... sólo que resultó ser menos duro de lo que él se suponía y se

espachurró.

Susana sonrió.

—A sir Eustace le gusta tan poco madrugar como a mí. Pero, Ana,

¿vio usted al señor Pagett? Me tropecé en el pasillo con él. Tiene un

ojo a la funerala. ¿Qué habrá estado haciendo?

—Sólo intentando tirarme por la borda al mar —repliqué

flemáticamente.

Me apunté un tanto: Susana se dejó la cara a medio embadurnar e

insistió en que le diera detalles. Se los di.

—¡La cosa se hace más misteriosa que nunca! —exclamó—. Creí que

me iba a tocar a mí un bombón cuando quedamos en que me cuidara

de sir Eustace, y que usted iba a acaparar las emociones al

encargarse del reverendo Eduardo Chichester. Pero ahora no estoy

tan segura. Dios quiera que Pagett no me tire del tren en una noche

oscura.

—Creo que aún está usted por encima de toda sospecha, Susana.

Pero si la cosa llegara a estos extremos, cablegrafiaré a Clarence.

Supongo tomaría sus medidas.

—Eso me recuerda... Déme un impreso de cablegrama. Déjeme

pensar..., ¿cómo diré? «Estoy complicada en un misterio

emocionante. Haz el favor de mandarme mil libras esterlinas.

Susana.»

Tomé un cablegrama y le hice ver que podía eliminar «estoy», «en» y

«un». Y además, si lo mismo le daba no ser cortés, el «haz el favor

de mandarme», poniendo en su lugar: «mándame». Susana, sin

embargo, parece ser muy despreocupada en cuestiones de dinero, y

una verdadera derrochadora. En lugar de hacer caso de mis

advertencias, agregó seis palabras más: «Me estoy divirtiendo de lo

lindo.»

Susana tenía el compromiso de ir a comer con unas amistades suyas







que pasaron por el hotel a buscarla a las once y me quedé sola.

Recorrí los jardines del hotel, crucé las vías del tranvía y seguí por la

umbrosa avenida hasta llegar a la calle Mayor. Me estuve paseando,

viendo lo que había que ver, gozando del sol y del aspecto de los

negros vendedores de flores y frutas. También descubrí un sitio en

que servían unos refrescos deliciosos. Por último, compré un cestillo

de melocotones por seis peniques y regresé al hotel.

Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré allí una carta. Era del

Conservador del Museo. Había leído la noticia de mi llegada a bordo

del Kilmorden, noticia en la que se me mencionaba como hija del

difunto profesor Beddingfeld. Había conocido a mi padre y sentía una

gran admiración por él. Aseguraba, a continuación, que su esposa

quedaría encantada si aceptaba su invitación de ir a tomar el té con

ellos aquella tarde a su hotelito de Muizenberg. Me explicaba cómo

podía llegar hasta allí.

Resultaba agradable saber que aún se recordaba al pobre papá y que

se tenía un elevado concepto de él. Preví que iba a tener que

someterme a que me enseñaran minuciosamente el museo antes de

salir de la Ciudad de El Cabo; pero decidí correr ese riesgo. Mucha

gente hubiera quedado encantada con semejante posibilidad; pero lo

dulce empalaga cuando una ha tenido que soportarlo toda la vida,

mañana, tarde y noche.

Me puse el mejor sombrero que tenía (uno que Susana ya no quería

llevar), y el vestido blanco menos arrugado y salí del hotel

inmediatamente después de comer. Tomé un tren ligero en

Muizenberg y llegué allí media hora más tarde. Fue una excursión

agradable. El tren avanzó ceñido a la base de Table Mountain y eran

muy hermosas algunas de las flores que vimos. Como la geografía no

es mi fuerte, nunca me había dado cuenta, por completo, de que la

Ciudad de El Cabo se alza sobre una península, y por consiguiente,

quedé algo sorprendida cuando, al apearme del tren, me encontré de

cara al mar otra vez. Me encantó ver la manera como la gente se

bañaba. Usaban una especie de tabla corta, curvada, y llegaban hasta

la playa de pie en ella, flotando sobre las olas.

Era demasiado temprano para ir a tomar el té. Me dirigí al pabellón

de baños y, cuando me preguntaron si quería yo una de aquellas

tablas también, contesté: «Sí, gracias.» El flotar sobre estas tablas

parece sencillísimo. No lo es. No digo más. No obstante, decidí volver

a la primera oportunidad que se me presentara y probar suerte otra

vez. No estaba dispuesta a dejarme vencer. Y entonces, por pura

casualidad, pude flotar un buen rato sin caerme y llegué a la playa

delirante de felicidad. Surfriding (Cabalgar rompientes), como lo

llaman, es así. O está una mascullando maldiciones o se siente

encantada de haber nacido. Experimenté cierta dificultad en dar con

«Villa Medgee». Se encontraba en la ladera de la montaña,

completamente aislada y lejos de los demás hotelitos. Toqué el







timbre y me abrieron.

—¿La señora Raffini? —pregunté.

Me hizo pasar. Echó a andar delante de mí por un pasillo y abrió una

puerta de par en par. En el instante de ir a entrar, vacilé. Tuve un

presentimiento. Crucé el umbral y la puerta se cerró bruscamente

detrás de mí.

Un hombre, sentado a una mesa, se puso en pie y me salió al

encuentro con la mano tendida.

—¡Cuánto me alegro de que hayamos conseguido persuadirla de que

viniera a visitarnos, señorita Beddingfeld! -dijo.

Era un hombre alto, holandés, evidentemente, con una barba

anaranjada que parecía una llama. Su aspecto andaba muy lejos de

ser el del conservador de un museo. Me di cuenta de pronto que

había hecho una estupidez. Me encontraba en manos del enemigo.







capitulo XIX

La situación me recordó la Jornada Tercera de los «Peligros de

Pamela». ¡Cuántas veces había estado yo sentada en las butacas de

seis peniques, comiendo una barra de chocolate y anhelando que me

ocurrieran a mí cosas como aquélla! Bueno, pues, ya me estaban

ocurriendo. Y sin saber por qué, no resultaban tan divertidas como yo

me las había imaginado. Está muy bien verlo en la pantalla, y una

tiene el consuelo de saber que habrá una Jornada Cuarta. Pero en la

vida real nadie podía garantizarme que Anita Aventurera no dejara de

existir bruscamente al final de cualquiera de los episodios.

Sí; me encontraba en una situación difícil. Recordé con desagradable

claridad todas las cosas que Rayburn me había dicho aquella mañana.

Diga usted la verdad, me había aconsejado. Bueno, pues eso siempre

podría hacerlo; pero, ¿me serviría de algo? En primer lugar, ¿se daría

crédito a mi relato? ¿Creerían probable o posible que hubiese

emprendido aquella loca aventura sin más bases que un pedazo de

papel que olía a naftalina? A mí me parecía una cosa completamente

increíble. En aquel instante de cordura y serenidad me maldije a mí

misma por melodramática e idiota y anhelé el apacible aburrimiento

de Little Hampsly.

Todo eso me pasó por la imaginación en mucho menos tiempo del

necesario para contarlo. Mi primer movimiento instintivo fue dar un

paso atrás y buscar el tirador de la puerta. El hombre se limitó a

sonreír.

—Aquí está y aquí se queda —observó.

Hice lo posible por hacer al mal tiempo buena cara.

—Me invitó a venir aquí el Conservador del Museo de la Ciudad de El

Cabo. Si he cometido un error...

—¿Un error? ¡Oh, sí! ¡Un error muy grande!

Rió gravemente.

—¿Con qué derecho me detiene? Daré cuenta a la policía...

—Yap, yap, yap... como un perrito faldero —rió.

—Me veo obligada a llegar a la conclusión de que es usted un loco

peligroso —anuncié, con frialdad.

—¿De veras?

—Quisiera advertirle que mis amistades están perfectamente

enteradas de que he venido aquí. Si no he regresado antes del

anochecer, vendrán a buscarme, ¿comprende?

—Conque sus amistades saben que está usted aquí, ¿eh? ¿Qué

amistades?

Retada así, calculé rápidamente las probabilidades. ¿Debiera

mencionar a sir Eustace? Era un hombre muy conocido y su nombre







pudiera influir. Pero si se hallaba en contacto con Pagett pudiera

saber que mentía. Más valía no correr el riesgo de mencionar ahora a

sir Eustace.

—La señora Blair, por ejemplo. Una amiga mía con quien me alojo.

—No lo creo —anunció el hombre, sacudiendo la anaranjada cabeza—

No la ha visto usted desde esta mañana a las once. Y recibió nuestra

nota, pidiéndole que viniese aquí, a la hora de comer.

Por sus palabras comprendí cuan de cerca se habían seguido mis

pasos; pero no pensaba rendirme sin luchar.

—Es usted muy listo —dije—. ¿Ha oído hablar alguna vez de cierto

invento muy útil que se llama teléfono? La señora Blair me telefoneó

cuando descansaba en mi cuarto después de comer. Le dije dónde iba

a estar esta tarde.

Con gran satisfacción mía, observé que su rostro reflejaba, durante

un instante, cierta preocupación. Era evidente que no había pensado

en la posibilidad de que Susana me telefoneara. Lástima que no lo

hubiese hecho de verdad.

—Basta de eso —dijo con aspereza, poniéndose en pie.

—¿Qué va usted a hacer de mí? —inquirí, procurando parecer serena

aún.

—Meterla donde no pueda hacer daño alguno, si a sus amistades se

les ocurre venir a buscarla.

Durante unos segundos, la sangre se me heló en las venas. Pero las

palabras que a continuación dijo, me tranquilizaron.

—Mañana tendrá que responder a algunas preguntas, y cuando lo

haya hecho, sabremos qué hacer con usted. Y puedo asegurarle,

jovencita, que conocemos muchas maneras de hacer hablar a los

imbéciles que sean testarudos.

No era muy animador aquello; pero por lo menos me daba tiempo a

respirar. Tenía hasta el día siguiente. Aquel hombre no era más que

un subordinado, que obedecía órdenes superiores. ¿Era posible que

su superior fuese Pagett?

Llamó y se presentaron dos cafres. Me condujeron escalera arriba. A

pesar de cuanto forcejeé, me ataron de pies y manos y me

amordazaron. La habitación en que me habían metido era una

especie de buhardilla, debajo del tejado. Estaba llena de polvo y no

parecía haber estado ocupada. El holandés me hizo una reverencia

burlona y se retiró cerrando la puerta tras él.

Me hallaba completamente impotente. Por mucho que me retorcí no

pude aflojar las ligaduras y la mordaza no me permitía gritar. Si por

una casualidad se presentara alguien en la casa, nada podría hacer

para llamar la atención. Oí abajo el ruido de una puerta que se

cerraba. El holandés había salido, al parecer.

Me enloquecía no poder hacer cosa alguna. Volví a probar mis

ligaduras, pero los nudos no cedieron. Me di por vencida al fin y me

desmayé o me dormí. Cuando volví a despertar, me dolía todo el







cuerpo. La oscuridad era completa ya, y juzgué que estaría muy

avanzada la noche, porque la Luna se hallaba muy alta en el

firmamento y llenaba con sus rayos la polvorienta claraboya. La

mordaza casi me ahogaba y el entumecimiento y el dolor resultaban

casi insoportables.

Fue entonces cuando mi mirada se posó sobre el trozo de vidrio que

había en un rincón. Un rayo de Luna le daba de lleno y su brillo había

llamado mi atención. Al mirarlo, se me ocurrió una idea de esas que

se le ocurren a una en momentos difíciles.

No podía mover manos ni piernas; pero suponía que me sería posible

rodar. Me puse en movimiento lenta y torpemente. No era fácil.

Además de ser extremadamente doloroso, puesto que no podía

protegerme el rostro con los brazos, resultaba también muy difícil

rodar en una dirección determinada.

La tendencia era rodar en cualquier dirección menos en la que me

interesaba. Después de mucho trabajo, sin embargo, llegué al punto

que deseaba. El vidrio casi me tocaba las manos.

Aun así, la cosa no resultó fácil. Precisé una eternidad para empujar

el vidrio hasta encajarlo de tal suerte contra la pared que pudiera

rozar con él las ligaduras. Esta última operación fue tan larga, tan

exasperante, que casi perdí toda esperanza. No obstante, acabé

cortando las cuerdas que me ataban las manos. Lo demás fue

cuestión de tiempo. Una vez hube restablecido la circulación en mis

manos dándome masajes en las muñecas, pude quitarme la mordaza.

Y cuando hube respirado profundamente un par de veces, me sentí

mucho mejor.

No tardé ya en deshacer hasta el último nudo; pero hube de esperar

un buen rato antes de poder ponerme en pie. Por fin me erguí,

agitando los brazos para restablecer la circulación. Ansiaba, sobre

todas las cosas, encontrar algo de comer.

Aguardé cosa de un cuarto de hora para estar segura de que no me

abandonarían las fuerzas. Luego, me acerqué a la puerta de puntillas.

Como había esperado, no estaba cerrada con llave. La abrí y atisbé

con cautela.

Todo estaba silencioso. La luz de la Luna, que se filtraba por una

ventana, me permitió ver la escalera cubierta de polvo y sin

alfombra. Bajé con sigilo. No se oía ningún ruido. Pero cuando llegué

al descansillo de abajo, llegó a mis oídos un débil murmullo de voces.

Paré en seco y permanecí inmóvil algún tiempo. Un reloj colgado de

la pared señalaba más de medianoche.

Me daba perfecta cuenta de los riesgos que podría correr si bajaba

más; pero, al fin venció en mí la curiosidad. Tomando infinitas

precauciones me dispuse a explorar. Me deslicé silenciosamente por

el último tramo de escalera hasta el cuadrado vestíbulo. Miré a mi

alrededor, y contuve el aliento. Un cafre estaba sentado junto a la

puerta. No me había visto. No tardé en darme cuenta, por el ritmo de







su respiración, que se había dormido.

¿Debía retroceder o seguir adelante? Las voces emanaban del cuarto

al que se me condujera a mi llegada. Una de ellas era la del holandés.

No pude reconocer la otra, aunque se me antojaba vagamente

conocida.

Al fin decidí que era mi deber enterarme de todo lo que fuese posible.

Tendría que correr el riesgo de que se despertase el cafre. Crucé

silenciosamente el pasillo y me arrodillé junto a la puerta del cuarto.

Durante unos instantes no pude oír mejor por ello. Las voces sonaban

más altas, pero no lograba distinguir lo que decían.

Apliqué el ojo a la cerradura en lugar del oído. Como había supuesto,

uno de los que hablaban era el holandés. El otro hombre se hallaba

fuera de mi campo visual.

De pronto se puso en pie para servirse algo de beber. Aun antes de

que diera la vuelta comprendí quién era.

¡El señor Chichester!

Ahora empecé a entender las palabras.

—No obstante, es peligroso. ¿Y si sus amistades vinieran a buscarla?

Era el holandés quien hablaba. Chichester le respondió. Ya no usaba

su voz de clérigo. Nada de particular tenía, pues, que no la hubiese

reconocido.

—Eso es puro bluf. Nadie tiene la menor idea de dónde se encuentra.

Habló con convencimiento.

—Es posible. He investigado el asunto y no tenemos nada que temer.

Sea como fuere, las órdenes emanan del «Coronel». Supongo que no

querrá usted desobedecerlas...

El holandés soltó una exclamación en su idioma nativo. Juzgué que

era una rotunda negativa.

—Pero, ¿por qué no darle un golpe en la cabeza? —gruñó—. Sería

más sencillo. El barco está preparado. Se la podría llevar a alta mar.

—Sí —contestó Chichester, pensativo—. Eso es lo que yo haría. Sabe

demasiado; de eso no cabe la menor duda. Pero al «Coronel» le

gusta trabajar solo, aunque no le consiente a ningún otro que lo

haga. (Sus propias palabras parecieron despertar en él algún

recuerdo que le molestaba.) Deseaba obtener de esta muchacha

informes de alguna clase.

Había hecho una pausa antes de decir «informes», y el holandés se

agarró a la palabra.

—¿Informes?

—O algo así.

—«Diamantes» —dije yo para mis adentros.

—Y ahora —continuó Chichester— déme las listas.

Durante un buen rato su conversación me resultó completamente

ininteligible. Parecían versar sobre grandes cantidades de legumbres

y verduras. Se mencionaron fechas, precios y nombres de varios

lugares que yo no conocía. Transcurrió su buena media hora antes de







que terminaran de contar y de hacer comprobaciones.

—Muy bien —dijo Chichester. Y se oyó un ruido como el de una silla

al arrastrarse por el suelo—. Me las llevaré para que las vea el

«Coronel».

—¿Cuándo se marcha usted?

—Mañana por la mañana a las diez bastará.

—¿Quiere ver a la muchacha antes de irse?

—No. Hay órdenes severas de que nadie debe ver a la chica hasta

que llegue el «Coronel». ¿Se encuentra bien?

—Me asomé a verla cuando vine a comer. Creo que estaba dormida.

¿Y alimentos?

—Un poco de ayuno no le hará ningún daño. El «Coronel» vendrá

aquí mañana por la mañana a una hora u otra. Responderá mejor a

las preguntas si tiene hambre. Más vale que no se acerque nadie

hasta entonces. ¿Está bien atada?

El holandés se echó a reír.

—¿Qué cree usted?

Los dos rieron. Y yo también, aunque para mis adentros. Luego,

como quiera que los ruidos que se oyeran parecían anunciar que

estaba a punto de salir del cuarto, me batí precipitadamente en

retirada. Lo hice justamente a tiempo. Al llegar a la escalera, oí

abrirse la puerta del vestíbulo. Me retiré prudentemente a la

buhardilla, me rodeé el cuerpo con las cuerdas y volví a tirarme en el

suelo por si se les ocurría subir a echarme una mirada.

No lo hicieron, sin embargo. Al cabo de una hora, aproximadamente,

descendí con cautela la escalera. El cafre de guardia junto a la puerta

estaba despierto y tarareaba una canción. Tenía vivos deseos de salir

de la casa, pero no veía la forma de conseguirlo.

Acabé teniendo que retirarme a la buhardilla otra vez. Era evidente

que el cafre se pasaría la noche allí, vigilando. Permanecí en mi

encierro, armándome de paciencia, durante las primeras horas de la

mañana, escuchando todos los preparativos. Los hombres se

desayunaron en el vestíbulo. Empezaba a sentirme enervada. ¿Cómo

demonios iba a salir de la casa? ¿Podría?

Me aconsejé a mí misma paciencia. Un paso temerario pudiera

echarlo a perder todo. Después del desayuno oí marcharse a

Chichester. Con gran alivio mío, el holandés le acompañó.

Aguardé, conteniendo el aliento. Estaban quitando la mesa y

haciendo el trabajo de la casa. Por fin, todas las actividades

parecieron cesar. Volví a salir de mi guarida. Me deslicé

silenciosamente escalera abajo. El vestíbulo estaba desierto. Lo crucé

con velocidad de relámpago, abrí la puerta y salí al sol. Bajé

corriendo el camino del jardín como si me persiguiera el mismísimo

demonio.

Una vez fuera, me puse a caminar de forma normal. La gente me

miraba con curiosidad, y no era de extrañar. Debía de llevar los







vestidos y la cara cubiertos de polvo de la buhardilla. Por fin llegué a

un garaje. Entré.

—He sufrido un accidente —expliqué—. Necesito un coche qué me

conduzca inmediatamente a Ciudad de El Cabo. He de pillar el vapor

para Durban.

No tuve que esperar mucho. Diez minutos más tarde me hallaba

camino de Ciudad de El Cabo. Era preciso que me enterara de si

Chichester iba a bordo. No me era posible decidir aún si embarcar en

él yo también o no; pero a última hora decidí hacerlo. Chichester no

sabría que le había visto en el hotelito de Muizenberg. Seguramente

prepararía nuevas trampas para cazarme. Pero yo estaría sobre

aviso. Y él era el hombre a quien me interesaba seguir, el hombre

que andaba buscando los diamantes por cuenta del misterioso

«Coronel».

¡Pobres planes míos! Cuando llegué yo al muelle, el Castillo de

Kilmorden enfilaba ya con su proa la salida del puerto. Y no tenía yo

medio alguno de averiguar si Chichester viajaba a bordo o no.







CAPITULO -- XX

Me dirigí al hotel. En el saloncillo no había ninguna persona conocida.

Subí corriendo la escalera y llamé a la puerta de Susana. Me dijo que

entrara. Cuando vio quién era, se me colgó del cuello, así, como

suena.

—¡Anita, querida! ¿Dónde ha estado? ¡Me ha tenido la mar de

alarmada! ¿Qué ha estado haciendo?

—Corriendo aventuras —repliqué—. Jornada tercera de «Los Peligros

de Pamela».

Le conté toda la historia. Exhaló ella un profundo suspiro cuando

terminé.

—¿Por qué han de ocurrirle a usted siempre esas cosas? —exclamó

quejumbrosa—. ¿Por qué no me amordaza a mí nadie ni me ata de

pies y manos?

—No le gustaría si se lo hiciesen —le aseguré—; y a decir verdad, no

tengo tantas ganas ya de correr aventuras como antes. Una pequeña

dosis de eso le harta a una para una temporada.

Susana no pareció muy convencida. De haberse pasado una hora o

dos atada y amordazada, seguramente hubiera cambiado de opinión.

A Susana le gustan las emociones, pero odia las incomodidades.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

—No estoy muy segura —le respondí dubitativa—. Usted sigue

encargada de ir a Rhodesia, naturalmente, para vigilar a Pagett...

—¿Y usted?

Ahí estaba la dificultad... ¿Habría embarcado Chichester a bordo del

Kilmorden o no? ¿Pensaba seguir su plan original de marcha a

Durban? La hora en que abandonara Muizenberg parecía insinuar que

la contestación a ambas preguntas debía de ser afirmativa. En cuyo

caso podría marchar yo a Durban por tren. Estaba segura de que

llegaría yo allí antes que el barco. Sin embargo, si le cablegrafiaban a

Chichester la noticia de mi huida, y le decían que había salido de

Ciudad de El Cabo en dirección a Durban, nada más fácil para él que

abandonar el barco en Port Elizabeth o East London y escapárseme

así por completo.

El problema era algo complicado.

—Sea como fuere —dije—, nos enteraremos de la hora de salida de

los trenes para Durban.

—Y no es demasiado tarde para una taza de té matutina —anunció

Susana—. La tomaremos en el saloncillo.

El tren de Durban salía a las ocho y cuarto de la noche, me dijo el

conserje. De momento aplacé mi decisión y me reuní con Susana

para tomar el té.







—¿Cree usted que podrá reconocer a Chichester otra vez... si lleva un

disfraz distinto, quiero decir? —inquirió Susana.

Sacudí la cabeza.

—Desde luego no le conocí cuando le vi disfrazado de camarera ni le

hubiese reconocido de no haber sido por el dibujo que usted me hizo.

—Ese hombre es actor de profesión —dijo Susana, pensativa—. Estoy

segura de ello. Puede abandonar el barco vestido de obrero o de

cualquier cosa, y no conseguirá usted descubrirle.

—Es usted muy consoladora —le repuse.

En aquel momento el coronel Race miró por la puerta ventana y se

reunió con nosotras.

—¿Qué hace sir Eustace? —inquirió Susana—. No le he visto por aquí

hoy.

Una expresión extraña cruzó el rostro del coronel.

—Tiene preocupaciones que no le dejan tiempo libre.

—Cuéntenos de qué se trata.

—Hablar de eso sería una indiscreción.

—Cuéntenos algo... aunque tenga que inventarlo nada más que para

distraernos.

—Bueno, pues, ¿qué diría si le dijese que el famoso «Hombre del

traje color castaño» ha viajado en nuestra compañía?

—¿Cómo?

Sentí que la sangre se retiraba de mi rostro y volvía a invadirlo otra

vez. Por fortuna, el coronel Race no me estaba mirando.

—Creo que es un hecho. Mientras las autoridades vigilaban todos los

puertos para que no pudiese escapar de Inglaterra, consiguió engañar

a Pedler para que le trajera aquí como secretario.

—¿El señor Pagett?

—No; Pagett no. El otro. Decía llamarse Rayburn.

—¿Le han detenido? —preguntó Susana.

Por debajo de la mesa me tranquilizó con un apretoncito de manos.

Aguardé sin aliento la contestación.

—Parece haber desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¿Cómo lo ha tomado sir Eustace?

—Lo considera como un insulto personal que le ha inferido el Destino.

Más tarde, aquel mismo día, se presentó una oportunidad de

escuchar lo que sir Eustace opinaba del asunto. Un «botones»

portador de una nota nos despertó cuando dormíamos la siesta. Sir

Eustace nos suplicaba, con emocionantes palabras, que le

concediéramos el honor de tomar el té con él en su gabinete.

El pobre hombre se hallaba en un estado lastimoso. Nos contó sus

cuitas animado por los murmullos de simpatía de Susana. (Que sabe

hacer esta clase de cosas muy bien.)

—Primero, una mujer completamente desconocida tiene la

impertinencia de hacerse asesinar en mi casa... nada más que por

molestarme, estoy seguro. ¿Por qué en mi casa? ¿Por qué, entre







todas las casas de la Gran Bretaña, escoger la Casa del Molino? ¿Qué

mal le había hecho yo jamás a esa mujer para que fuera a dejarse

matar allí?

Susana emitió uno de sus murmullos comprensivos otra vez, y sir

Eustace prosiguió, con voz más dolida aún:

—Y, por si eso fuera poco, el hombre que la había asesinado tuvo la

impertinencia..., la colosal impertinencia... de agregarse a mí como

secretario. ¡Mi secretario, fíjense bien! Estoy ya harto de secretarios.

Me niego a soportar más secretarios. O son asesinos ocultos o

borrachos y pendencieros. ¿Han visto el ojo que lleva Pagett? Pues

claro que lo habrán visto. ¿Cómo puedo andar por ahí con un

secretario así? Y tiene la cara de un amarillo feo, por añadidura...,

precisamente del color que menos pega con un ojo a la funerala. Para

mí se han acabado los secretarios... a menos que encuentre una

muchacha. Una muchacha bonita, de ojos líquidos, que me coja de la

mano siempre que me vea enfadado. ¿Qué me dice usted, señorita

Ana? ¿Quiere aceptar el empleo?

—¿Cuánto tiempo he de tenerle cogida la mano? —pregunté, riendo.

—Todo el santo día —respondió sir Eustace, muy galante.

—No me quedará mucho tiempo para escribir a máquina entonces —

le recordé.

—Eso no importa. Todo ese trabajo es idea de Pagett. Me mata a

trabajar. Mi único consuelo es que voy a dejarle atrás cuando salga

de Ciudad de El Cabo.

—¿Se va a quedar aquí?

—Sí. Se divertirá de lo lindo buscando a Rayburn. Esa clase de

trabajo le va a Pagett que ni pintado. Adora las intrigas. Pero le hago

la oferta en serio. ¿Quiere acompañarme? La señora Blair es una

dueña competente. Y puede usted disponer de medio día de fiesta de

vez en cuando para cavar en busca de huesos.

—Muchísimas gracias, sir Eustace —dije, con cautela—. Pero creo que

voy a salir para Durban esta noche.

—No sea usted una joven testaruda. No olvide que hay la mar de

leones en Rhodesia. Le gustarán los leones. A todas las jóvenes les

gustan.

—¿Estarán ensayando saltitos cortos? —le pregunté, riendo—. No,

muchas gracias. He de marchar a Durban sin perder tiempo.

Sir Eustace me miró, suspiró profundamente y luego abrió la puerta

de la habitación contigua y llamó a Pagett.

—Si ha dormido usted ya la siesta, amigo mío, quizás esté dispuesto

a trabajar un poco como variación.

Guy Pagett apareció en el umbral. Nos hizo una reverencia a las dos,

dando muestras de un leve sobresalto al verme, y replicó con su

melancólica voz:

—He estado escribiendo a máquina esa memoria toda la tarde, sir

Eustace.







—Pues deje de escribir a máquina entonces. Vaya a las oficinas del

Delegado de Comercio... o a la Delegación de Agricultura... o a la

Cámara de Minas... o a uno de esos sitios. Y pídales que me presten

una mujer que me acompañe a Rhodesia. Ha de tener ojos de mirada

líquida y no tener inconveniente en que le coja yo la mano.

—Bien, sir Eustace. Pediré una taquimecanógrafa competente.

—Pagett es un hombre mal intencionado —dijo sir Eustace después

de haberse ido el secretario—. Estoy dispuesto a apostar que

escogerá una mujer que tenga cara de torta, nada más que por

molestarme. Ha de tener los pies bonitos también... Me había

olvidado decir eso.

Así a Susana de la mano, excitada, y casi la arrastré hasta su cuarto.

—Ahora, Susana —exclamé—, hemos de hacer planes... y muy

aprisa. Pagett se queda en Ciudad de El Cabo. ¿Oyó usted eso?

—Sí. Supongo que eso significa que no podré ir a Rhodesia... lo que

es una verdadera lata, porque quiero ir a Rhodesia. ¡Qué

contratiempo!

—Anímese —le dije—. Irá usted. No veo yo cómo iba a volverse atrás

en el último instante sin que la cosa pareciese sospechosa. Además,

cabe la posibilidad de que sir Eustace llamara de pronto a Pagett y le

costaría a usted mucho más trabajo colgarse a él.

—Resultaría muy poco decente —aseguró Susana, con una sonrisa—.

Me vería obligada a fingirme locamente enamorada de él para

justificarlo.

—Sin embargo, si se encontrara usted allí ya a su llegada, la cosa no

podría parecer más natural. Además, no creo que debamos perder de

vista a los otros dos por completo.

—Pero, Ana, ¿es posible que desconfíe usted del coronel Race y de sir

Eustace?

—Desconfío de todo el mundo —respondí con aire de misterio—. Y si

ha leído usted alguna novela detectivesca. Susana, debe saber que el

criminal es siempre el hombre que menos parece serlo. Ha habido la

mar de criminales gordos y joviales como sir Eustace.

—No puede decirse que el coronel Race sea gordo en realidad ni muy

jovial tampoco.

—A veces son delgados y silenciosos —repuse—. No digo que

desconfíe seriamente de ninguno de los dos. Pero, después de todo, a

la mujer la asesinaron en la casa de sir Eustace.

—Sí, sí... No es preciso que discutamos todo eso otra vez. Le vigilaré,

Anita, y si engorda más o se vuelve más alegre, le mandaré a usted

un telegrama inmediatamente. «Sir E. se hincha. Altamente

sospechoso. Venga sin demora.»

—¡Por Dios, Susana! —exclamé—. ¡Parece usted creer que todo esto

es un juego!

—Ya lo sé —respondió ella sin inmutarse—. Sí me lo parece. La culpa

es suya, Anita. Me ha imbuido de su espíritu de «Corramos una







aventura». No se me antoja ni pizca real. Si Clarence supiera que

andaba por África siguiendo la pista a criminales peligrosos, le daría

un patatús.

—¿Por qué no se lo dice por cable? —pregunté, con sarcasmo.

Pero Susana es incapaz de verle la gracia a nada relacionado con la

expedición de un cablegrama. Reflexionó sobre mi proposición con

toda la buena fe del mundo.

—Podría hacerlo. Tendría que ser un cable muy largo —se animó

enormemente ante semejante posibilidad—. Pero creo que será

preferible abstenerse. Los maridos siempre quieren inmiscuirse en las

diversiones más inofensivas.

—Bueno —dije, haciendo un resumen de la situación—, usted vigilará

a sir Eustace y al coronel Race...

—Sé por qué he de vigilar a sir Eustace —me interrumpió Susana—.

Es por su tipo y su humorística conversación. Pero desconfiar del

coronel Race se me antoja llevar la cosa a extremos... La aseguro

que sí. Pero ¡si tiene algo que ver con el Servicio Secreto! ¿Sabe

usted una cosa, Ana? Creo que lo mejor que podríamos hacer sería

confiar en él y contarle toda la historia.

Me opuse vigorosamente a semejante proceder. Reconocí en ello los

desastrosos efectos del matrimonio. Cuántas veces no habré oído

decir a una mujer inteligente a más no poder: «Edgardo dice...»,

como quien cita una autoridad incontrovertible. Y eso cuando todo el

mundo sabe que Edgardo es un perfecto idiota. Susana, como

consecuencia de ser casada, ansiaba buscar el apoyo de un hombre u

otro.

No obstante, me prometió fielmente no decirle una palabra al coronel

Race y seguimos confeccionando planes.

—Es evidente que he de quedarme yo aquí y vigilar a Pagett y he

aquí la mejor manera de hacerlo: he de fingir salir para Durban esta

noche, llevándome el equipaje a la estación y todo eso. Pero, en

realidad, me iré a cualquier hotelito pequeño de la ciudad. Puedo

cambiar un poco de aspecto... llevar un tupé rubio y uno de esos

tupidos velos de encaje blanco. Tendré mucha más ocasión de ver lo

que hace si me cree lejos de aquí.

Susana se mostró completamente de acuerdo con mi plan. Hicimos

todos los preparativos con ostentación. Preguntamos de nuevo la

hora a que salía el tren e hicimos el equipaje.

Comimos juntas en el restaurante. El coronel Race no se presentó;

pero sir Eustace y Pagett ocupaban su mesa junto a la ventana.

Pagett abandonó la mesa a mediados de la comida, cosa que me

molestó, porque mi intención era despedirme de él. No obstante,

seguramente serviría igual sir Eustace para el caso. Me acerqué a él

cuando terminé la cena.

—Adiós, sir Eustace —le dije—. Salgo esta noche para Durban.

—Así había oído decir. No le gustaría a usted que le acompañase,







¿verdad?

—Me encantaría.

—Buena chica. ¿Está usted segura de que no cambiará lo más mínimo

de opinión e irá conmigo a buscar leones a Rhodesia?

—Completamente segura.

—Debe de ser la mar de guapo —murmuró sir Eustace,

quejumbroso—. Algún jovencito de Durban seguramente que

eclipsará por completo los encantos de mi madurez. A propósito,

Pagett marcha en el coche dentro de unos minutos. Podría llevarla a

usted a la estación.

—Oh, no, gracias —me apresuré a decir—. La señora Blair y yo

hemos pedido un taxi ya.

Lo que menos podía desear yo era ir a la estación con Pagett. Sir

Eustace me miró con atención.

—Estoy por asegurar que Pagett no es santo de su devoción. No me

extraña. ¡Es tan entrometido...! Y va por ahí con cara de mártir

mientras, en realidad, está haciendo todo lo posible por molestarme y

darme disgustos.

—¿Qué ha hecho ahora? —pregunté, con ansiedad.

—Me ha conseguido una secretaria. ¡Jamás se ha visto mujer igual!

Tiene cuarenta años por lo menos; usa gafas y botas; y tiene aire de

una eficiencia que acabará matándome. ¡Una completa cara de torta!

—¿No le quiere coger la mano?

—¡Dios quiera que no! —exclamó sir Eustace—. Eso sería ya el colmo.

Bueno, adiós, ojos líquidos. Si mato un león no le regalaré a usted la

piel... por haber cometido la bajeza de abandonarme.

Me estrechó cordialmente la mano y nos separamos. Susana me

estaba aguardando en el vestíbulo. Iba a despedirnos a la estación.

—Pongámonos en marcha en seguida —dijo precipitadamente.

E hizo una señal al conserje para que parara un taxi.

Una voz que sonó a mis espaldas me hizo dar un brinco.

—Perdone, señorita Beddingfeld, pero bajo ahora con un coche.

Puedo dejarlas a la señora Blair y a usted en la estación.

—Oh, gracias —me apresuré a decir—; pero no hay necesidad de

molestarle. Yo...

—No es molestia, se lo aseguro. Cargue el equipaje, mozo.

No pude hacer nada. Hubiese podido protestar de nuevo; pero el

codazo que me dio Susana disimuladamente me advirtió que debía

andar con cautela.

—Gracias, señor Pagett —dije con frialdad. .

Subimos todos al coche. Cuando bajamos la carretera a gran

velocidad hacia la población, me devané los sesos buscando algo que

decir. Fue el propio Pagett quien rompió el silencio por fin.

—Le he conseguido una secretaria muy eficiente a sir Eustace —

observó—. La señorita Pettigrew.

—No parecía estar muy entusiasmado con ella hace unos instantes —







dije yo.

Pagett me miró con frialdad.

—Es una taquimecanógrafa muy hábil —me dijo en tono reprensivo.

Nos paramos delante de la estación. Allí pensé yo que nos dejaría. Me

volví hacia él con la mano tendida. Pero no.

—Entraré a despedirme. Son las ocho en punto. Su tren sale dentro

de un cuarto de hora.

Dio instrucciones a los mozos. Yo me quedé inmóvil, impotente, sin

atreverme a mirar a Susana. El hombre aquel desconfiaba. Estaba

decidido a asegurarse de que me marchaba, en efecto, con aquel

tren. ¿Y qué podía hacer yo? Nada. Me vi salir de la estación un

cuarto de hora más tarde mientras Pagett me despedía agitando la

mano desde el andén. Había sabido cambiar las tortas con mucha

habilidad. Además, su trato había cambiado por completo. Me

hablaba con una jovialidad que le cuadraba muy mal y que a mí me

daba náuseas. El hombre aquel era un hipócrita acabado. Había

intentado asesinarme y ahora me colmaba de cumplidos. ¿Se

imaginaría ni un solo instante que no le había reconocido aquella

noche sobre cubierta? No; era una simple postura, un simulacro que

me obligaba a aceptar.

Tan impotente como un cordero, me moví guiada por sus hábiles

instrucciones. Me amontonaron el equipaje en el coche-cama. Tenía

una cabina doble para mí sola. Eran las 8,12 minutos. El tren salía

dentro de tres minutos. Pero Pagett no había contado con Susana.

—Va a ser un viaje muy caluroso, Anita —dijo ésta de pronto—. Sobre

todo cuando pase por Karpo mañana. Lleva usted agua de colonia de

lavanda, ¿verdad?

No podía haberme dado una indicación más clara.

—¡Oh! —exclamé, fingiendo consternación—. ¡Me he dejado el agua

de colonia sobre el tocador de mi cuarto!

La costumbre que tenía Susana de mandar le sirvió muy bien. Se

volvió, imperiosa, hacia Pagett.

—¡Señor Pagett! ¡Pronto! Tiene el tiempo justo. Hay una perfumería

casi enfrente de la estación. Es preciso que Ana se lleve el agua de

colonia.

El hombre vaciló; pero los autoritarios modales de Susana resultaron

irresistibles. Susana es autócrata innata. Pagett obedeció. La señora

Blair le siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.

—¡Pronto, Anita! ¡Apéese por el otro lado... por si acaso no ha ido y

nos observa desde el extremo del andén! No se acuerde del equipaje.

Puede telegrafiar pidiendo que se lo reexpidan mañana. ¡Oh! ¡Si el

tren saliera a la hora en punto...!

Abrí la puerta del otro lado del tren y me apeé. Nadie me observó. Me

era posible ver a Susana de pie, donde la había dejado, con la cabeza

alzada mirando hacia el tren y hablando, al parecer, conmigo por la

ventanilla. Sonó un silbido. El tren arrancó. Entonces oí que alguien







corría desesperadamente por el andén. Me oculté en la sombra de un

quiosco de libros y atisbé desde allí.

Susana, que había estado agitando un pañuelo en señal de

despedida, se volvió.

—Llega usted demasiado tarde, señor Pagett —dijo alegremente—. Se

ha ido. ¿Es ésta la colonia? ¡Qué lástima que no pensáramos en ella

más pronto!

Pasaron cerca de mí al dirigirse a la salida de la estación. Guy Pagett

estaba acaloradísimo. Era evidente que había ido a la perfumería y

vuelto corriendo desesperadamente.

—¿Quiere que le busque un taxi, señora Blair?

Susana supo desempeñar su papel.

—Si me hace el favor... ¿Quiere usted que le lleve al hotel? ¿Tiene

mucho que hacer para sir Eustace? ¡Ojalá hubiese marchado Ana

Beddingfeld con nosotros mañana! No me gusta ni pizca que una

muchacha joven como ella marche a Durban completamente sola.

Pero estaba empeñada en hacerlo. Supongo que habría allí algo que

le atraía...

No pude oír más porque habíanse alejado ya demasiado. ¡Hábil

Susana! Me había salvado.

Dejé que transcurrieran unos minutos más y luego salí yo de la

estación también, casi tropezando, al hacerlo, con un hombre de

aspecto desagradable, de nariz muy grande, completamente

desproporcionada.







CAPITULO -- XXI

No tropecé ya con más dificultades para llevar a cabo mis planes.

Encontré un hotel pequeño en una bocacalle, alquilé una habitación,

pagué un depósito, ya que no llevaba equipaje, y me acosté

tranquilamente.

A la mañana siguiente me levanté temprano y salí a comprar un

modesto vestuario. Mi intención era no hacer nada hasta la partida

del tren de las once para Rhodesia, tren en el que marcharía la

mayoría del grupo. No era fácil que Pagett se dedicara a ninguna

actividad nefanda hasta que se hubiese deshecho de ellos. Por

consiguiente, tomé un tranvía hasta las afueras de la población y me

dispuse a gozar de un paseo por el campo. No hacía mucho calor y

acogía gustosa la oportunidad de estirar las piernas tras mi largo

viaje y las horas que había tenido que pasar encerrada en

Muizenberg.

A veces, dependen cosas muy grandes de cosas muy pequeñas. Se

me desató la cinta del zapato y me agaché para atarla. Acababa de

doblar un recodo del camino y, mientras me hallaba agachada, un

hombre lo dobló a su vez y casi chocó conmigo. Se quitó el sombrero,

masculló una excusa y prosiguió su camino. Se me antojó por

entonces que su rostro no me era del todo desconocido; pero no

pensé más en el asunto, de momento. Consulté mi reloj de pulsera.

El tiempo volaba. Volví sobre mis pasos en dirección a la Ciudad de El

Cabo.

Un tranvía estaba a punto de arrancar y tuve que correr para

alcanzarlo. Oí los pasos de otra persona que corría detrás de mí.

Logré subir, y el que me seguía, también. Le reconocí

inmediatamente. Era el hombre que me había pasado cuando se me

desató el zapato. Y, de pronto, me di cuenta de por qué me era

conocido su semblante. Era el hombrecillo de descomunal nariz con

quien tropezara la noche anterior al salir de la estación.

La coincidencia resultaba demasiado sorprendente. ¿Sería posible que

el hombre aquel me estuviese siguiendo? Resolví ponerlo a prueba

tan pronto como me fuera posible. Toqué el timbre y me apeé en la

parada siguiente. El hombre no se apeó. Me oculté en las sombras de

la puerta de un establecimiento y vigilé. Le vi saltar del tranvía en la

parada siguiente y retroceder hacia donde yo me encontraba.

La cosa estaba bastante clara. Sí, me seguía. Había cantado victoria

demasiado pronto. La ventaja obtenida sobre Pagett adquirió un

aspecto distinto. Paré el tranvía siguiente y, como había esperado, el

hombre subió a él también. Me puse a reflexionar en serio.

No cabía la menor duda de que había tropezado con algo mucho más







serio de lo que había supuesto. El asesinato cometido en la casa de

Marlow no era un incidente aislado cometido por un individuo

solitario. Tenía que habérmelas con una cuadrilla. Y, gracias a las

revelaciones que el coronel Race le hiciera a Susana y la conversación

que yo misma había sorprendido en la casa de Muizenberg, empezaba

a comprender algunas de sus múltiples actividades. ¡Crimen

sistemático, organizado por un hombre a quien sus secuaces llaman

«El Coronel»!

Recordé algunas de las cosas que había oído decir a bordo

relacionadas con la huelga en el Rand y sus causas, y la creencia de

que una organización secreta trabajaba fomentando la agitación.

Aquello era obra del «Coronel». Sus emisarios trabajaban de acuerdo

con un plan trazado. Siempre había oído decir que él nunca tomaba

parte en tales planes, limitándose a organizar y dirigir. Él era el

cerebro. Jamás hacía el trabajo peligroso. No obstante, podía muy

bien ser que se hallara en escena, dirigiéndolo todo desde una

posición aparentemente impecable.

Tal, pues, era el significado de la presencia del coronel Race a bordo

del Castillo de Kilmorden. Seguía las huellas al archicriminal. Todo

parecía confirmar semejante posición. Seguramente era un alto

personaje dentro del Servicio Secreto, y de su incumbencia serla

echar el guante al «Coronel».

Moví la cabeza afirmativamente. Las cosas empezaban a parecerme

claras. ¿Y qué de mi parte en el asunto? ¿Qué pintaba yo en él?

¿Buscaban tan sólo los diamantes? Sacudí la cabeza negativamente.

Por muy grande que fuera el valor de los diamantes, éste no

justificaba los desesperados esfuerzos que se habían hecho por

quitarme del paso. No; yo representaba algo más que eso. De alguna

manera por mí desconocida, yo resultaba un peligro... una amenaza.

Algo que yo sabía o que ellos creían que sabía, los impulsaba a

quitarme del paso a todo trance. Y mis supuestos conocimientos

estaban relacionados de alguna manera con los diamantes. Una

persona había capaz de revelarme la verdad si se le antojaba hacerlo.

Estaba segura de ello. El «Hombre del traje color castaño», Enrique

Rayburn. Él conocía la otra mitad de la historia. Pero había

desaparecido en las sombras. Era un fugitivo de la justicia. Con toda

seguridad, él y yo no volveríamos ya a encontrarnos jamás...

Me obligué a volver bruscamente a la realidad inmediata. Era inútil

pensar sentimentalmente en Enrique Rayburn. Había dado muestras

de tenerme una gran antipatía desde el primer momento. O, por lo

menos... ¡Vaya! ¡Ya volvía a ponerme a soñar! El verdadero problema

era saber qué hacer ahora.

Yo, que me vanagloriaba de vigilar, me había convertido en vigilada.

¡Y tenía miedo! Por primera vez empecé a perder la serenidad. Yo era

el grano de arena que impedía que funcionara bien la enorme

máquina. Y me imaginaba que la enorme máquina sabría deshacerse







sin dificultad de todos los granos de arena. Enrique Rayburn me había

salvado una vez. Yo misma me había salvado otra. Pero tuve el

presentimiento, de pronto, de que todas las probabilidades estaban

en contra mía. Mis enemigos se hallaban todos a mi alrededor en

todas direcciones. Y estaban estrechando el cerco. Si continuaba

trabajando sola, estaba perdida.

Me rehice mediante un esfuerzo. Después de todo, ¿qué podían

hacer? Me hallaba en una ciudad civilizada, con guardias estacionados

a cada pocos metros. Iría con ojo avizor en adelante. No volvería a

dejarme pillar en una trampa como en Muizenberg.

Cuando llegué a este punto de mis meditaciones, el tranvía llegó a

Adderley Street. Me apeé. No habiendo llegado aún a una decisión,

eché a andar lentamente por la acera izquierda de la calle. Entré en el

establecimiento de Cartwright y pedí dos refrescos de café para

templarme los nervios. Supongo que un hombre hubiese pedido una

copa de whisky o coñac. Pero nosotras las muchachas encontramos

mayor aliciente y consuelo en refrescos: Sorbí el refresco con una

paja y con avidez. El líquido fresco se deslizó por mi garganta

agradablemente. Aparté el primer vaso después de vaciarlo.

Me hallaba sentada en uno de los altos taburetes del mostrador. Por

el rabillo del ojo vi al que me seguía entrar y tomar asiento a una

mesita junto a la puerta. Terminé el segundo refresco de café y pedí

uno de plátano. Soy capaz de beberme una cantidad ilimitada de

refrescos helados.

De pronto, el hombre sentado junto a la puerta se puso en pie y

salió. Aquello me sorprendió. Si su intención era aguardar fuera, ¿por

qué no hacerlo desde un principio? Bajé del taburete y me acerqué

cautelosamente a la puerta. Retrocedí con precipitación para no ser

vista. El hombre estaba hablando con Guy Pagett.

Si alguna vez hubiese tenido dudas, aquello las hubiera disipado

todas. Pagett había sacado el reloj y lo estaba consultando. Hablaron

unas palabras y luego el secretario echó a andar calle abajo en

dirección a la estación. Era evidente que había dado órdenes, pero,

¿qué órdenes?

De pronto me dio un vuelco el corazón. El hombre que me había

seguido, salió al centro de la calle y habló con un guardia durante un

buen rato, gesticulando y agitando el brazo en dirección al

establecimiento en que me hallaba. Comprendí su plan

inmediatamente. Si tenía la intención de hacerme detener,

acusándome de algo, de carterista, quizá. Poco trabajo le costaba a la

cuadrilla hacer una cosa así. ¿De qué me serviría protestar de mí

inocencia? Se habrían encargado todos los detalles. Años antes

habían acusado a Enrique Rayburn de haber robado a De Beers y él

no había podido demostrar que la acusación fuera falsa, aunque yo

tenía la convicción de que Rayburn no había robado nada. ¿Cómo iba

yo a defenderme de la trampa que era capaz de idear el «Coronel»?







Alcé la mirada y contemplé el reloj casi maquinalmente y comprendí

en seguida el otro aspecto del caso. Comprendí por qué había estado

Pagett consultando el reloj. Eran casi las once y a las once en punto

el tren correo salía de Rhodesia llevándose a las personas de

influencia que hubieran podido acudir en mi auxilio. Estaba bien claro

el motivo de mi inmunidad hasta ahora. Desde anoche hasta las once

de esta mañana nada tenía que temer. Pero ahora el cerco se

estrechaba a mi alrededor.

Abrí apresuradamente mi bolso y pagué los refrescos y, al hacerlo,

pareció parárseme el corazón ¡porque encontré una cartera de

hombre abarrotada de billetes! Me la debían de haber metido

hábilmente en el bolso cuando me apeaba del tranvía.

Perdí la serenidad por completo. Salí apresuradamente de casa

Cartwright. El hombrecillo de la descomunal nariz y el guardia,

cruzaban la calle en aquel instante. Me vieron, y el hombrecillo me

señaló, excitado. Di media vuelta y eché a correr. Juzgué que aquel

guardia sería lento. Podría pillarle una buena delantera. Pero no tenía

plan alguno aun entonces. Me limité a bajar Adderley Street

corriendo, como si en ello me fuera la vida. La gente se me quedó

mirando. Temí que de un momento a otro alguien me parara.

Se me ocurrió una idea.

—¿La estación? —pregunté casi sin aliento.

—Allá abajo, a la derecha.

Seguí corriendo. Está justificado que se corra para pillar el tren. Entré

en la estación; pero al hacerlo oí pasos detrás de mí. El hombrecillo

de la gran nariz era un gran corredor. Preví que me detendría antes

de que llegase al andén que me interesaba. Alcé la mirada hacia el

reloj: las once menos un minuto. Quizá llegara a tiempo si me salía

bien el plan que acababa de ocurrírseme.

Había entrado en la estación por la puerta principal de Adderley

Street. Volví a salir por la puerta lateral. Inmediatamente delante de

mí se hallaba la entrada lateral de Correos, cuya puerta principal da a

Adderley Street.

Como había esperado, mi seguidor no intentó seguirme, sino que

corrió calle abajo para contarme la retirada cuando saliese por la

puerta principal o para decirle al guardia que lo hiciese.

Fue obra de un instante retroceder sobre mis pasos y entrar de nuevo

en la estación. Corrí como una loca. Eran las once en punto. El largo

tren se puso en movimiento en el preciso momento en que aparecí yo

en el andén. Un mozo intentó detenerme, pero me desasí y salté al

estribo. Subí los dos escalones y abrí la puerta. ¡Estaba a salvo! El

tren cogía velocidad.

Pasamos junto a un hombre parado solo en el andén. Le agité la

mano en señal de despedida.

—¡Adiós, señor Pagett! —grité.

En mi vida he visto un hombre más sorprendido. Parecía haber visto







un fantasma. No comprendía, seguramente, que yo me hallase allí.

Unos segundos más tarde me vi en dificultades con el interventor.

Pero reflexioné rápidamente y asumí un tono altanero.

—Soy la secretaria de sir Eustace Pedler —corté—. Tenga la bondad

de conducirme inmediatamente a su coche particular.

Susana y el coronel Race se hallaban en la plataforma posterior.

Ambos exhalaron una exclamación de sorpresa al verme.

—¡Hola, señorita Ana! —dijo el coronel—, ¿de dónde ha salido? Creí

que había marchado a Durban. ¡Qué cosas más inesperadas hace!

Susana nada dijo; pero su mirada me hizo un centenar de preguntas.

—He de presentarme a mi jefe —anuncié—. ¿Dónde está?

—En el despacho... el compartimento central... dictándole a una

velocidad increíble a la desgraciada señorita Pettigrew.

—Semejante entusiasmo por el trabajo es cosa nueva en él —

comenté.

—¡Hum! —dijo el coronel Race—. Creo que su intención es darle

suficiente trabajo para encadenarla a la máquina de escribir en su

propio compartimiento durante el resto del día.

Reí. Luego, seguida de los otros dos, fui en busca de sir Eustace.

Estaba paseándose de un lado para otro del pequeño espacio

disponible, soltándole un torrente de palabras a la desdichada

secretaria, a la que veía yo ahora por primera vez. Una mujer alta,

cuadrada, con vestido pardusco, lentes y aire de capacidad. Deduje

que le estaba costando trabajo seguir a sir Eustace, porque su lápiz

parecía volar sobre el papel y tenía el entrecejo fruncido. Entré en el

compartimiento.

—Llegué a bordo, jefe —anuncié tranquila.

Sir Eustace paró en seco en medio de una complicada frase sobre la

situación obrera y me miró, boquiabierto. La señorita Pettigrew debe

de ser muy nerviosa a pesar de su aire de capacidad y eficiencia,

porque dio un brinco en su asiento.

—¡Santo Dios! —exclamó sir Eustace—. ¿Y el joven de Durban?

—Le prefiero a usted —contesté con dulzura.

—¡Encanto! —exclamó sir Eustace—. Puede empezar a cogerme la

mano inmediatamente.

La señorita Pettigrew tosió y sir Eustace retiró la mano.

—Ah, sí —dijo—. Vamos a ver..., ¿dónde estábamos? Sí. Tylman

Roos, en su discurso de... ¿Qué ocurre? ¿Por qué no lo anota?

—Creo —anunció dulcemente el coronel Race— que a la señorita

Pettigrew se le ha roto la punta del lápiz.

Se lo quitó y lo afiló. Sir Eustace le miró boquiabierto y yo también.

Había algo en el tono del coronel que yo no acababa de comprender

del todo.







CAPITULO -- XXII

Extracto del diario de sir Eustace Pedler

Ganas me dan de abandonar mis «Reminiscencias». En su lugar

escribiré un artículo corto titulado: «Secretarios que he tenido». En

cuanto a secretarios se refiere, parece pesar sobre mí una maldición.

Tan pronto no tengo secretario alguno como me sobran secretarios.

En el momento actual me hallo en camino de Rhodesia acompañado

de una cuadrilla de mujeres. Race se larga con las dos más bonitas,

claro está y me deja un saldo. Eso es lo que siempre me ocurre a mí,

y después de todo, éste es mi coche particular, no el de Race.

Además, Anita Beddingfeld me acompaña a Rhodesia bajo pretexto

de ser mi secretaria interina. Pero durante toda esta tarde ha estado

en la plataforma del coche con Race, alabando la belleza del

Desfiladero del río Hex. Cierto es que le dije que su principal

obligación sería tenerme cogida la mano. Ni siquiera está haciendo

eso, sin embargo. Quizá le tenga miedo a la señorita Pettigrew. No

me extrañaría que así fuese. La señorita Pettigrew no tiene nada de

atractiva, es una mujer repulsiva, de pies enormes, más parecida a

un hombre que a una mujer.

Hay algo muy misterioso en Ana Beddingfeld. Subió al tren en el

último instante, jadeando a más no poder, como si hubiera estado

tomando parte en una carrera. Y, sin embargo, ¡Pagett me dijo

anoche que la había visto marchar en el tren de Durban! O Pagett ha

estado bebiendo otra vez, o la muchacha tiene un cuerpo astral. ¡No

lo comprendo!

Y nunca da explicaciones. Nadie da explicaciones nunca. Sí.

«Secretarios que he tenido»: Número 1, un asesino fugitivo. Número

2, un borracho vergonzante que se dedica a intrigas poco

recomendables en Italia. Número 3, una niña muy hermosa que

posee la útil facultad de hallarse en dos lugares distintos al mismo

tiempo. Número 4, la señorita Pettigrew, que, con toda seguridad, es

un criminal peligroso disfrazado. Probablemente se trata de uno de

los amigos italianos de Pagett que éste ha logrado colgarme al cuello.

Nada me extrañaría que el mundo descubriera, el día menos

pensado, que me había dejado engañar como un chino por Pagett.

Bien mirado, creo que Rayburn fue el mejor de todos. Nunca me

molestó ni se cruzó en mi camino. Guy Pagett ha tenido la

impertinencia de hacer meter aquí el baúl de los papeles. Ninguno de

nosotros puede andar sin tropezar con él y darse un batacazo. Salí

hace un momento a la plataforma, esperando que mi aparición fuese

saludada con gritos de júbilo y alegría. Las dos mujeres escuchaban,

fascinadas, uno de los relatos de viaje de Race. Tendré que colgarle







un letrero a este coche, no el de «Sir Eustace Pedler y amigos», sino

el de «Coronel Race y su harén».

A la señora Blair se le ocurrió de pronto sacar fotografías estúpidas.

Cada vez que tomábamos una curva muy pronunciada a medida que

el tren ascendía la montaña, ella sacaba un retrato de la locomotora.

—¿Comprenden ustedes mi objeto? —exclamó, encantada—. Tiene

que ser una curva fantástica para que se pueda fotografiar la parte

delantera del tren desde la parte de atrás. Y con la montaña de fondo

tendrá un aspecto verdaderamente imponente y peligroso.

Le hice ver que no habría nada en la fotografía que indicase que se

había tomado desde la parte posterior de un tren. Ella me miró

compasiva.

—Escribiré debajo: «Obtenida desde el tren. Momento en que la

locomotora toma una curva.»

—Eso podría usted escribirlo al pie de cualquier fotografía de un tren

—dije.

A las mujeres nunca se les ocurren estas cosas tan sencillas.

—Me alegro de que hayamos llegado aquí en pleno día —exclamó Ana

Beddingfeld—. No hubiera visto nada de esto de haberme ido a

Durban anoche, ¿verdad?

—No —dijo el coronel Race, sonriendo—. Al despertarse mañana por

la mañana se hubiese encontrado en el Karoo, caluroso y polvoriento

desierto de piedra y roca.

—Me alegro de haber cambiado de opinión —murmuró Ana,

suspirando de satisfacción y mirando a su alrededor.

El paisaje era maravilloso. Nos rodeaban grandes montañas, por

entre las cuales serpenteábamos, subiendo cada vez más alto.

—¿Es éste el mejor tren del día para Rhodesia? —preguntó Ana

Beddingfeld.

—¿Del día? —rió Race—. Pero mi querida señorita Ana, ¡si no hay

más que tres trenes a la semana! El lunes, el miércoles y el sábado.

¿Se da usted cuenta de que no llegará a las Cataratas hasta el

sábado próximo?

—¡Lo bien que nos conoceremos unos a otros para entonces! —dijo la

señora Blair con malicia—. ¿Cuánto tiempo va a estar usted en las

Cataratas, sir Eustace?

—Eso depende... —contesté con cautela.

—¿De qué?

—De cómo vayan las cosas en Johannesburgo. Mi intención original

era pasarme dos o tres días en las Cataratas... que nunca he visto,

aunque ésta es la tercera visita que hago a África... y continuar luego

el viaje a Jo'burg1 y estudiar la situación en el Rand. En Inglaterra,

¿saben?, paso por ser una autoridad en política sudafricana. Pero, a

1 Contracción de Johannesburgo, empleado con preferencia al nombre completo. (N. del T.)







juzgar por lo que oigo decir, Jo'burg resultará un sitio bastante

desagradable de visitar dentro de una semana o así. No. quiero

estudiar el estado de cosas en plena revolución.

Race sonrió con cierta superioridad.

—Creo que sus temores son exagerados, sir Eustace. No existirá gran

peligro en Jo'burg.

Las mujeres le miraron inmediatamente como diciendo: «¡Qué

hombre más heroico es usted!» Me molestó enormemente. Soy tan

valeroso como pueda serlo Race, sólo que no tengo su tipo. Los

hombre altos, delgados y bronceados suelen llevarse a las mujeres de

calle.

—Supongo que estará usted allí —dije con frialdad.

—Es muy posible. Podríamos hacer el viaje juntos.

—Aún no le aseguro que no me quede una temporada en las

Cataratas —le respondí, sin comprometerme—. ¿Por qué Race tiene

tantas ganas de que vaya a Jo'burg? Creo que le tiene echado el ojo a

Anita. ¿Cuáles son sus planes, señorita Ana?

—Eso depende... —respondió ella, copiándome.

—Creí que era usted mi secretaria —objeté.

—Sí; pero se me ha hecho el vacío. Ha estado usted teniéndole la

mano a la señorita Pettigrew toda la tarde.

—Haya estado haciendo lo que haya estado haciendo —le contesté—,

puedo asegurarle que no ha sido eso...

Jueves noche

Acabamos de salir de Kimberley. A Race le obligaron a contar de

nuevo la historia del robo de los diamantes. ¿Por qué les excita tanto

a las mujeres todo lo relacionado con diamantes?

Anita Beddingfeld ha dejado caer, por fin, su velo de misterio. Parece

ser que es corresponsal de un periódico. Mandó un larguísimo

cablegrama desde El Aar esta mañana. A juzgar por el cotorreo que

hubo casi toda la noche en el compartimiento de la señora Blair, debe

de haber estado leyéndole en alta voz todos los artículos especiales

que pensaba publicar este año y muchos de los venideros.

Deduzco que ha estado siguiendo la pista del «Hombre del traje color

castaño» desde el primer momento. Al parecer no lo descubrió a

bordo del Kilmorden —en realidad apenas tuvo lugar de hacerlo—,

pero ahora está la mar de ocupada cablegrafiando a Inglaterra:

«Cómo navegué en compañía del asesino», e inventando historias

fantásticas de «Lo que me dijo a mí», etc. Yo ya sé cómo se escriben

esas cosas. Las hago yo también en mis «Reminiscencias» siempre

que me lo consiente Pagett. Y, claro está, uno de los eficientes

redactores de Nasby dará aún mayor colorido a los detalles, de suerte

que, cuando aparezcan en el Daily Budget, Rayburn no se reconocerá







a sí mismo por la descripción.

La muchacha es inteligente, sin embargo. Al parecer, ha descubierto,

sin ayuda alguna, la identidad de la mujer que murió en mi casa. Era

una bailarina rusa llamada Nadina. Le pregunté a Anita Beddingfeld si

estaba segura de ello. Me replicó que era una simple deducción,

¡como el propio Sherlock Holmes, caramba! No obstante, tengo

entendido que en un cable a Nasby lo dio como hecho comprobado.

Las mujeres tienen intuiciones así. No me cabe la menor duda de que

Anita Beddingfeld tiene razón, que su suposición es cierta. Pero es

absurdo decir que se trata de una deducción.

Lo que no concibo es cómo ha podido arreglárselas para entrar a

formar parte de la Redacción del Daily Budget. Sin embargo, es

mujer de las que saben hacer esas cosas. Es imposible resistirse a

ella. Está llena de zalamerías que sirven de pantalla a una

determinación invencible. Y si no, ¡fíjense en cómo consiguió

introducirse en mi coche!

Empiezo a sospechar por qué. Race dio a entender que la policía

sospechaba que Rayburn se dirigía a Rhodesia. Quizá lograra marchar

por el tren del lunes. Supongo que telegrafiarían a lo largo de toda la

línea sin que fuese hallada persona alguna cuya descripción

correspondiera con la del fugitivo; pero eso significa muy poco. Es un

joven astuto y conoce África. Probablemente irá exquisitamente

disfrazado de mujer cafre, y la ingenua policía sigue buscando a un

joven bien parecido con el rostro cruzado por una cicatriz y vestido a

la última moda europea. Nunca me tragué del todo aquella cicatriz.

Sea como fuere, Ana Beddingfeld se halla sobre su pista. Aspira a la

gloria de descubrirle por su propia cuenta y para el Daily Budget. Las

jóvenes de hoy en día tienen una sangre fría espantosa. Le insinué

que lo que estaba haciendo era muy poco femenino. Se me rió en las

barbas. Me aseguró que si lograba dar con su paradero haría fortuna.

A Race tampoco le gusta, según he observado. Quizá vaya Rayburn a

bordo de este tren. Si es así, tal vez nos asesine a todos mientras

dormimos. Se lo dije a la señora Blair, pero lejos de asustarse,

pareció recibir la idea con agrado. Observó que, si me asesinaban a

mí, ello resultaría un magnífico triunfo periodístico para Ana. ¡Un

triunfo para Ana nada menos!

Mañana atravesaremos Bechuanaland. El polvo será horrible.

Además, en cada estación se acercan niños cafres al tren para ofrecer

unos animalitos de madera muy curiosos que tallan ellos mismos. Y

cuencos y cestos. Mucho me temo que la señora Blair se desmande.

Tienen tales juguetes un encanto, que creo que le resultará

irresistible.







Viernes noche

Lo que yo me temía. ¡La señora Blair y Anita han comprado cuarenta

y nueve animalitos de madera!







CAPITULO -- XXIII

Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld

Disfruté enormemente durante todo mi viaje a Rhodesia. Cada día

había algo nuevo y emocionante. Primero, los maravillosos paisajes

del valle del río Hex. Luego, la grandeza y la desolación del Karoo. Y,

por último, la maravillosa extensión de la vía férrea recta en

Bechuanaland y los adorables juguetes que los indígenas vendían. A

Susana y a mí casi nos dejaban atrás en cada estación, si es que

estaciones podían llamarse. Me parecía a mí como si el tren se parara

siempre que le daba la gana, y no bien lo hacía, cuando surgían de la

nada una horda de indígenas con cuencos, caña de azúcar, pieles y

animales tallados en madera. Susana se puso inmediatamente a

hacer colección de estos últimos. Yo la imité. La mayoría de las

figuras se vendían a un «kiki» (tres peniques) cada una y todas ellas

eran distintas. Había jirafas, tigres, serpientes, una especie de ciervo

melancólico y una serie de guerreros negros absurdos. Nos

divertimos la mar.

Sir Eustace intentó contenernos, pero en vano. Sigo creyendo que fue

un verdadero milagro que no nos dejara en tierra en algún oasis del

camino. Los trenes sudafricanos no silban ni se excitan cuando van a

ponerse en marcha otra vez. Empiezan a deslizarse silenciosamente

sin previo aviso, y cuando levanta una la vista, después de regatear

con los negros, tiene que echar a correr para alcanzarlos.

Fácil de imaginar cuál no sería el asombro de Susana al verme subir

al tren en Ciudad de El Cabo. Pasamos revista completa a la situación

la primera noche de viaje. Estuvimos hablando casi hasta el

amanecer.

Yo estaba convencida ya de que habría que adoptar una táctica

defensiva no menos que una agresiva. Mientras viajara con sir

Eustace y su grupo me hallaba bastante segura. Tanto él como el

coronel resultaban poderosos protectores y calculé que mis enemigos

no querrían exponerse a que ambos tomaran cartas en el asunto.

Además, mientras me encontrase cerca de sir Eustace estaría más o

menos directamente en contacto con Guy Pagett, que era el alma del

misterio. Le pregunté a Susana si, en su opinión, era posible que

Pagett fuese el misterioso «Coronel». La posición subordinada que

ocupaba parecía excluir semejante posibilidad, como es natural; pero

me había dado cuenta en más de una ocasión de que, a pesar de sus

modales autoritarios, a sir Eustace le dominaba, en realidad, su

secretario. Era un hombre muy complaciente, y un secretario hábil

hubiese podido, sin dificultad, hacer lo que se le hubiese antojado. Lo

subordinado de su posición podría serle, en realidad, muy útil, puesto







que no le debía interesar que se fijara absolutamente nadie mucho en

él. Susana, sin embargo, no estuvo de acuerdo conmigo. Se negó a

creer que Pagett fuera el jefe. El verdadero cabecilla —el «Coronel»—

se mantenía en las sombras. Probablemente se hallaría ya en África

por la fecha de nuestra llegada.

Reconocí que su teoría era plausible hasta cierto punto; pero no me

satisfacía del todo. Porque, en cada ocasión sospechosa, Pagett se

había mostrado genio director. Verdad era que su personalidad

parecía carecer del aplomo y la decisión que se esperaba hallar en un

gran criminal. Pero, después de todo, el misterioso jefe, según el

coronel Race, sólo aportaba la inteligencia y es frecuente hallar el

genio creador en personas de constitución débil y timorata.

—Ahora habla la hija del profesor —me interrumpió Susana cuando

llegué a este punto de mi argumento.

—No obstante, es cierto. Por otra parte, Pagett puede muy bien ser,

en lugar de jefe, el Gran Visir, como quien dice, del Poderoso Sultán.

Guardé silencio unos instantes y proseguí musitando:

—¡Ojalá supiese cómo ganó su fortuna sir Eustace!

—¿Vuelve a sospechar de él?

—Susana, ¡he llegado a un punto en que no tengo más remedio que

sospechar de alguien! No desconfío de él en realidad..., pero, después

de todo, él es el jefe de Pagett... y era suya la Casa del Molino.

—Siempre he oído decir que hizo fortuna de una manera que prefiere

no mencionar —dijo Susana, pensativa—. Pero eso no implica

necesariamente que recurriera a medios ilegales para enriquecerse.

¡Puede que lo ganara vendiendo tachuelas o un generador del

cabello!

Asentí con un movimiento de cabeza, a pesar mío. Hay gente, en

efecto, que se avergüenza de su origen plebeyo o de haber hecho

fortuna fabricando o vendiendo cosas que se le antojan vulgares.

—Supongo —murmuró Susana, dubitativa— que no nos estaremos

tirando una plancha... ¿Y si nos estuviéramos despistando nosotras

mismas al dar por sentada la complicidad de Pagett? ¿Y si Pagett

fuera, después de todo, un hombre honrado?

Reflexioné un momento. Luego sacudí negativamente la cabeza.

—No puedo creer eso.

—No olvide que tiene explicaciones para todo.

—Síííí; pero no son muy convincentes. Por ejemplo, la noche que

intentó tirarme al mar a bordo del Kilmorden, dice que siguió a

Rayburn a cubierta y que Rayburn se volvió contra él y le derribó de

un puñetazo. Nosotras sabemos que eso no es verdad.

—No —reconoció Susana a regañadie

Le di vueltas al asunto mentalmente.

—No —dije por fin; no le veo salida alguna. Pagett es culpable. No

hay manera de excusar el hecho de que intentara tirarme al mar. Y

todo lo demás encaja. ¿Por que se muestra usted tan insistente con

esa nueva teoría suya?

—Por su rostro.

—¿Su rostro? Pero...

—Sí; ya sé lo que va usted a decir. Es su rostro siniestro. Ahí está la

cosa, precisamente. Ningún hombre que tenga una cara así puede

ser, en realidad, siniestro. Debe de tratarse de una broma colosal por

parte de la Naturaleza.

No me convenció el argumento de Susana. Sé mucho de la

Naturaleza de edades pretéritas. Si la Naturaleza tiene un sentido

humorístico, no da muchas pruebas de ello. Susana es una de esas

personas que se empeñan en revestir a la Naturaleza con los

atributos que ellas poseen.

Pasamos a discutir nuestros planes inmediatos. Era evidente que yo

necesitaba tener cierta personalidad. No podía pasarme la vida

rehuyendo las explicaciones. La solución de todas mis dificultades se

hallaba al alcance de mi mano, aunque tardé bastante en darme

cuenta de ello. ¡El Daily Budget! Mi silencio, o mis ganas de hablar,

ya no podían afectarle a Rayburn. Le habían señalado como el

«Hombre del traje color castaño» sin culpa ni intervención mía. La

mejor manera de ayudarle sería parecer estar en contra suya. El

«Coronel» y su cuadrilla no debían sospechar que existía sentimiento

alguno de amistad entre el hombre a quien habían escogido para que

cargase con la responsabilidad del crimen de Marlow y yo. Que yo

supiera, la víctima del asesinato seguía sin identificar. Le

cablegrafiaría a lord Nasby sugiriendo que se trataba de la famosa

bailarina rusa «Nadina» que durante tanto tiempo había hecho la

delicia de los parisienses. Me parecía increíble que no hubiese sido

identificada ya. Pero cuando supe más del asunto mucho tiempo

después, comprendí cuan natural era que fuese así.

Nadina nunca había estado en Inglaterra durante la época de sus

brillantes éxitos en París. Era desconocida de los públicos

londinenses. Las fotografías publicadas por los periódicos de la mujer

asesinada eran tan borrosas que nada de particular tenía que nadie

las hubiese identificado. Por otra parte, Nadina había guardado

secreta su intención de visitar Inglaterra. El día siguiente de su

asesinato, su apoderado había recibido una carta supuestamente

firmada por ella, en la que le notificaba que regresaba a Rusia por

asuntos particulares urgentes y que debía él arreglarle la cuestión del

contrato incumplido como mejor supiese.

Esto, claro está, no lo supe hasta más adelante. Con la completa

aprobación de Susana expedí un largo cable desde De Aar. Llegó en

un momento psicológico (esto tampoco lo supe hasta más tarde, claro

está). El Daily Budget andaba falto de noticias sensacionales. Se

comprobó mi insinuación, resultando ésta exacta, y el Daily Budget

obtuvo un éxito sonado, dejando tamañitos a todos los demás

periódicos «Víctima del asesinato de la Casa del Molino identificada

por nuestra enviada especial», etc. «Nuestra enviada hace un viaje

con el asesino. El hombre del traje color castaño. Su verdadero

aspecto.»

Los detalles principales fueron cablegrafiados a los periódicos

sudafricanos; pero yo no leí mis propios artículos hasta muchísimo

más adelante. Recibí un cablegrama de aprobación e instrucciones

completas en Bulawayo. Quedaba admitida como parte integrante de

la Redacción del Daily Budget, y el propio lord Nasby me telegrafió

unas cuantas palabras de felicitación. Se me encargaba

definitivamente de seguir la pista del asesino. Y yo, y sólo yo, sabía

que el asesino no era Enrique Rayburn.

Que el mundo siguiese creyéndolo culpable, sin embargo. Era

preferible de momento.




CAPITULO -- XXIV

Llegamos a Bulawayo a primera hora de la mañana del sábado. El

lugar me desilusionó. Hacía mucho calor y el hotel me resultó odioso.

Además, sir Eustace estaba con morros; esto es la única manera de

que pueda expresar su humor. Yo creo que eran nuestros animalitos

de madera los que le molestaban, sobre todo la jirafa. Era una jirafa

colosal, de cuello imposible, ojo apacible y rabo abatido. Tenía

personalidad. Tenía encanto. Empezaba a iniciarse ya entre Susana y

yo una controversia acerca de cuál de las dos sería su dueña. Cada

una de nosotras había contribuido con un tiki para comprarla. Susana

alegaba a su favor tener más edad que yo y ser casada. Yo insistía en

que había sido la primera en descubrir su belleza.

Entretanto, he de confesar que ocupaba demasiado espacio del que

disponíamos. El transportar cuarenta y nueve animales de madera,

todos ellos de forma complicada y de madera extremadamente frágil,

resultaba un verdadero problema. Cargamos a dos mozos con una

manada de animales. Uno de ellos dejó caer inmediatamente un

grupo de preciosos avestruces y les rompió la cabeza. Escarmentadas

por aquello, Susana y yo cargamos con todos los que pudimos. El

coronel Race nos ayudó y yo le puse a sir Eustace la jirafa en los

brazos. Ni siquiera la correcta señorita Pettigrew pudo librarse: le

tocó transportar un hipopótamo muy grande y dos guerreros negros.

Tuve la impresión de que no le era muy simpática la carga a la nueva

secretaria. Quizá le pareciera yo una descarada. Sea como fuere, el

caso era que su rostro no me resultaba del todo desconocido, aunque

no lograba recordar dónde lo había visto antes.

Descansamos la mayor parte de la mañana, y por la tarde fuimos a

los Matoppos a ver la tumba de Rhodes. Es decir, habíamos de

hacerlo; pero a última hora, sir Eustace se echó atrás. Estaba casi de

tan mal humor como en la mañana que llegamos a la Ciudad de El

Cabo, cuando se le ocurrió botar melocotones contra el suelo y se le

despachurraron. Evidentemente, el llegar temprano a los sitios no es

bueno para su temperamento. Maldijo a los mozos; maldijo a los

camareros a la hora del desayuno; maldijo a toda la dirección del

hotel y, sin duda alguna, hubiese querido maldecir a la señorita

Pettigrew. Es la viva imagen de la secretaria eficaz de las novelas.

Salvé a nuestra querida jirafa justamente a tiempo. Estoy convencido

de que a sir Eustace le hubiese encantado estrellarla contra el suelo.

Pero volvamos al asunto de la expedición. Después de echarse atrás

sir Eustace, la señorita Pettigrew dijo que también se quedaría ella,

por si acaso su jefe la necesitaba. Y, en el último instante, Susana

mandó decir que tenía un fuerte dolor de cabeza. Conque el coronel

Race y yo nos marchamos solos.

El coronel era un hombre extraño. Uno no se da tanta cuenta de ello

cuando hay más gente. Pero cuando se halla a solas con él, su

personalidad casi resulta abrumadora. Se torna más taciturno, no

obstante lo cual su silencio parece decir mucho más que su

conversación.

Así fue aquel día cuando nos dirigimos a los Matoppos en automóvil

cruzando por entre los chaparrales. Todo parecía guardar silencio,

menos nuestro coche, que seguramente era el primer «Ford»

construido en el mundo. La tapicería estaba hecha unos zorros y,

aunque no entiendo una palabra de motores, hasta yo me daba

cuenta de que aquél no funcionaba como debía funcionar.

Poco a poco fue cambiando el aspecto del campo. Aparecieron

grandes piedras amontonadas hasta formar fantásticas figuras.

Experimenté, de pronto la sensación de que me encontraba en una

edad prehistórica. Durante unos momentos los hombres de

Neanderthal me parecieron seres tan reales como le habían parecido

a papá. Me volví hacia el coronel Race.

—Debieron de existir gigantes en otros tiempos —dije con soñadora

voz—; y sus hijos serían igual que los niños de hoy. Jugarían con

puñados de guijarros, amontonándolos y volviéndolos a hundir. Y

cuanto más mañosamente lograran equilibrarlos más satisfechos

quedarían. Si hubiera yo de bautizar este lugar, le daría el nombre de

El País de los Niños Gigantes.

—Quizás ande más cerca de la realidad de lo que usted se figura —

respondió el coronel Race solemnemente—. Sencilla, primitiva,

grande... eso es lo que es África.

Asentí con un movimiento de cabeza comprensivo.

—Usted la ama, ¿verdad? —pregunté.

—Sí. Pero el vivir en África mucho tiempo... bueno, le hace a uno lo

que usted llamaría cruel. Uno llega a dar muy poco valor a la vida y a

la muerte.

—Sí —murmuré yo pensando en Enrique Rayburn. Él había sido así

también—. Pero no cruel para con los seres débiles, ¿verdad?

—Depende de lo que uno entienda por «seres débiles», señorita Ana.

Había en su voz un dejo tan serio que casi me sobresaltó. Me di

cuenta de que, en realidad, sabía muy poco de aquel hombre que se

hallaba sentado junto a mí.

—Creo que quise decir niños y perros.

—Puedo decir sin mentir que jamás he sido cruel para con niños o

perros. Conque... ¿usted no clasifica a las mujeres entre los seres

débiles?

Reflexioné.

—No; me parece que no... aunque supongo que lo son. Es decir, lo

son hoy día. Pero papá decía siempre que, en tiempos primitivos,

hombres y mujeres erraban por el mundo, iguales en fuerza... como

leones y tigres...

—¿Y jirafas? —inquirió el coronel con malicia.

Reí. Todo el mundo se burlaba de aquella jirafa.

—Y jirafas. Porque eran nómadas ¿comprende? Las mujeres sólo se

hicieron débiles cuando se formaron comunidades e hicieron ellas una

cosa mientras los hombres se dedicaban a otra. Y, claro está, en el

fondo uno sigue siendo igual... uno siente lo mismo, quiero decir. Por

eso adora la mujer la fuerza física del hombre. Es algo que tuvo en

otros tiempos y que ahora ha perdido.

—En otras palabras, es una especie de culto a los antepasados, ¿no?

—Algo así.

—¿Y cree usted de verdad que eso es cierto? ¿Que las mujeres

adoran la fuerza bruta quiero decir?

—Creo que es completamente cierto... si una es sincera. Una cree

admirar cualidades morales, pero cuando una se enamora se

convierte de nuevo en un ser primitivo y lo físico es lo único que tiene

valor para ella. Pero no creo que sea eso el fin. No vivimos en tales

condiciones sin embargo. Conque, a fin de cuentas, vence lo otro

después de todo. Son las cosas aparentemente vencidas las que

siempre ganan, ¿no le parece? Ganan de la única manera que

importa. Algo así como lo que dice la Biblia de perder el alma y

encontrarla.

—A fin de cuentas —dijo el coronel Race pensativo—, uno se

enamora... y se desenamora. ¿Es eso lo que quiere decir?

—No es eso exactamente, pero puede expresarlo así si quiere.

—Pero no creo que se haya desenamorado usted nunca, ¿verdad,

señorita Ana?

—No, desde luego —reconocí con franqueza.

—Ni que se haya enamorado tampoco.

No respondí.

El coche se detuvo y puso fin a nuestra conversación. Nos apeamos y

empezamos el lento ascenso hacia el Mirador del Mundo. Sentí, y no

por primera vez, un leve desasosiego en la compañía del coronel.

¡Velaba tan bien sus pensamientos tras los impenetrables ojos

negros! Me asustaba un poco. Nunca sabía a qué atenerme con él.

Seguimos ascendiendo en silencio hasta llegar al punto en que yace

sepultado Rhodes, custodiado por gigantescas peñas. Lugar extraño,

imponente, lejos de todo trasiego humano, que entona un eterno

canto triunfal con su indómita belleza.

Permanecimos sentados allí un buen rato en silencio. Luego

descendimos de nuevo, desviándonos un poco del camino. A veces el

descenso era difícil y una vez llegamos a una pendiente o peña casi

vertical.

El coronel se adelantó. Luego se volvió para ayudarme.

—Más vale que la alce —dijo de pronto.

Y me levantó en vilo con un rápido movimiento.

Me di cuenta de su fuerza cuando me puso en pie de nuevo y me

soltó. Hombre de hierro, con músculos tirantes como el acero. Y volví

a sentir miedo, sobre todo al no apartarse él a un lado, sino quedarse

de pie ante mí, mirándome de hito en hito durante unos momentos.

—¿Qué es lo que hace usted aquí en realidad, Ana Beddingfeld? —me

preguntó bruscamente.

—Soy una gitana que quiere ver mundo.

—Sí; eso es cierto. La correspondencia del periódico no es más que

un pretexto. No tiene usted alma de periodista. Está campando por

sus respetos, intentando disfrutar de la vida. Pero eso no es todo.

¿Qué era lo que iba a obligarme a decirle? Tuve miedo, ¡miedo! Le

miré cara a cara. Mis ojos no saben guardar secretos como los suyos;

pero tienen el poder de llevar la guerra a territorio enemigo.

—¿Qué es lo que hace usted realmente aquí, coronel Race? —le

pregunté.

Durante un instante creí que no iba a contestarme. Era evidente que

le había dejado un poco parado sin embargo. Por fin habló, y sus

palabras parecieron proporcionarle cierta sombría diversión.

—Persigo la ambición —repuso—. Tal como suena. Persigo la

ambición. Recordará usted, señorita Beddingfeld, que «por tal pecado

cayeron los ángeles», etc.

—Dicen —observé yo lentamente— que está usted relacionado, en

realidad, con el gobierno... que pertenece al Servicio Secreto. ¿Es

cierto eso?

¿Fue ilusión mía, o vaciló una fracción de segundo antes de

responder?

—Puedo asegurarle, señorita Beddingfeld, que me hallo aquí como

simple particular y que viajo con el exclusivo fin de distraerme.

Al recordar su respuesta más adelante, se me antojó ligeramente

ambigua. Quizá tuviera él la intención de que lo fuese.

Volvimos al coche en silencio. A mitad de camino de Bulawayo nos

detuvimos a tomar el té ante una construcción bastante primitiva que

se alzaba al lado del camino. El propietario estaba cavando en el

jardín y pareció molestarle que le turbasen. Pero prometió hacer lo

que pudiera. Tras una espera interminable, nos trajo unas pastas

rancias y té templado. Luego volvió a desaparecer en el jardín.

No bien hubo marchado él, nos vimos rodeados de gatos. Seis de

ellos, que maullaban lastimeramente a coro. El ruido era

ensordecedor. Les ofrecí unos pedazos de pasta. Los devoraron con

voracidad. Derrame toda la leche que había en un platillo y lucharon

unos contra otros por bebérsela.

—¡Oh! —exclamé indignada—, ¡están muertos de hambre! Es un

crimen. Por favor, pida más leche y otro plato de pastas.

El coronel Race marchó en silencio a cumplir mi mandato. Los gatos

se habían puesto a mayar otra vez. Regresó con una gran jarra de

leche y los gatos se la bebieron.

Me puse en pie, con gesto de determinación.

—Voy a llevarme a estos gatos... No los dejaré aquí.

—Mi querida criatura, no sea absurda. No puede cargar con seis gatos

y cincuenta animalitos de madera.

—No se acuerde de los animales de madera. Esos gatos están vivos.

Me los llevaré.

—No hará usted tal cosa.

Lo miré con resentimiento; pero él prosiguió:

—Me cree usted cruel. Pero la vida es demasiado dura para que

pasemos por ella tornándonos sentimentales ante cosas como ésta.

Es inútil que insista. No le permitiré que se los lleve. Nos

encontramos en un país primitivo y yo soy más fuerte que usted.

Siempre he sabido reconocer mi derrota. Volví al coche con lágrimas

en los ojos.

—Es probable que sólo anden faltos de comida hoy —explicó

consolador—. La mujer de ese hombre ha marchado a Bulawayo en

busca de provisiones. Conque no se moleste. Además ya debe usted

saber que el mundo está lleno de gatos famélicos.

—Calle... calle... —le dije con ferocidad.

—Le estoy enseñando a que vea la vida tal como es. Le estoy

enseñando a ser dura e implacable... como lo soy yo. Ese es el

secreto de la fuerza... y el secreto del éxito.

—¡Antes muerta que ser dura! —le respondí con fuego.

Nos metimos en el coche y emprendimos el viaje de regreso. Me fui

dominando poco a poco. De pronto, con enorme asombro mío, el

coronel me cogió la mano.

—Ana —dijo con dulzura—, te quiero. ¿Te casarías conmigo?

Me quedé estupefacta.

—¡Oh, no! —balbucí—. No puedo.

—¿Por qué no?

—No lo quiero a usted así. Nunca he pensado en usted como posible

esposo.

—Ya... ¿Es la única razón?

Tuve que ser sincera. Le debía eso, por lo menos.

—No —repuse—; no lo es. Es que... yo quiero a otro.

—Ya... —volvió a decir—. ¿Y ocurría lo propio al principio... cuando la

vi por primera vez... a bordo del Kilmorden?

—No —susurré—. Ocurrió... después.

—Ya —dijo por tercera vez.

Sólo que en ésta había un dejo de determinación en su voz que me

hizo volverme y mirarle. El rostro tenía la expresión más severa que

había visto yo en él jamás.

—¿Qué... qué quiere usted decir? —balbucí.

Me miró inescrutable, dominador.

—Sólo que... que ahora sé lo que he de hacer.

Sus palabras me hicieron estremecer. Tras ellas advertía una

determinación que no lograba comprender. Y me asustaba.

Ninguno de los dos dijimos una palabra ya hasta que volvimos al

hotel. Me fui derecha a Susana. Estaba echada en su cama, leyendo y

andando muy lejos de parecer que le aquejase dolor de cabeza

alguno.

—Aquí reposa la perfecta carabina —anunció—, alias la perfecta

encarnación del tacto en cuerpo de rodrigón. Pero... ¡Anita!, ¿qué

sucede?

Porque yo había estallado en sollozos.

Le hablé de los gatos, no me pareció justo hablarle del coronel Race.

Pero Susana es muy astuta. Creo que se dio cuenta de que había algo

más que aquello.

—No se habrá resfriado, ¿verdad, Anita? Parece ridículo pensar en tal

cosa con semejante calor, pero no hace más que tiritar.

—No es nada —contesté—. Los nervios o un simple escalofrío, tal vez.

Tengo el presentimiento de que algo terrible va a ocurrir.

—No sea tonta —dijo Susana con decisión—; hablemos de algo

interesante. Anita, esos diamantes...

—¿Qué pasa con ellos?

—No estoy segura de que no peligren en mi poder. No había por qué

preocuparse antes. A nadie podría ocurrírsele que se hallaran en mi

equipaje. Pero ahora que todo el mundo sabe que somos tan amigas

usted y yo, también se desconfiará de mí.

—Nadie sabe que se hallan ocultos en un rollo de película, sin

embargo —argüí—. Es un escondite magnífico y no creo que

pudiéramos mejorarlo.

Asintió, no muy convencida; pero dijo que volveríamos a discutir el

asunto cuando llegáramos a las Cataratas.

Nuestro tren salió a las nueve. Sir Eustace seguía de mal humor y la

señorita Pettigrew parecía un poco cansada. El coronel Race se

mostraba el mismo de siempre. Llegué a preguntarme si no habría

soñado toda la conversación que había tenido lugar durante el camino

de regreso de Matoppos.

Dormí profundamente aquella noche en mi dura litera, luchando con

sueños amenazadores muy confusos. Me desperté con dolor de

cabeza y salí a la plataforma del coche. Hacía un tiempo fresco y

hermoso y en todo alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, veíanse

ondulantes cerros cubiertos de bosques. Me enamoré del país, me

enamoré como jamás me había enamorado de sitio alguno que

hubiese visto. Hubiera querido entonces tener una cabaña en el

corazón de los chaparrales y vivir allí siempre...

Un poco antes de las dos y media, estando yo en el «despacho», el

coronel Race me llamó desde la plataforma y señaló una bruma

blanca, en forma de ramillete, que se cernía sobre cierta parte de la

maleza.

—El agua pulverizada de las Cataratas —anunció—. Casi hemos

llegado ya.

Yo seguía envuelta en aquel extraño sentimiento de excitación que

experimentaba tras la desasosegada noche. Sentía fuertemente

arraigada en mí la sensación de que había regresado al hogar...

¡Hogar! ¡Y, sin embargo, jamás había estado allí antes! O..., ¿habría

estado en sueños? Caminamos desde el tren al hotel, un gran edificio

blanco con las ventanas cubiertas de alambre fino para impedir que

entraran los mosquitos. No había calles. Ni casas. Salimos al stoep y

exhalé una exclamación. Allá, a media milla de distancia y frente a

nosotros, estaban las Cataratas. Jamás he visto cosa tan hermosa ni

de tanta grandiosidad. Ni la veré nunca.

—Anita, estás hechizada —dijo Susana, cuando nos sentamos a

comer—. Nunca te he visto así antes.

Me miró con curiosidad.

—¿De veras? —reí. Pero mi risa me pareció forzada—. Es que estoy

enamorada de todo esto.

—Es algo más que eso.

Frunció levemente el entrecejo, con aprensión. Sí; me sentía feliz.

Pero aparte de eso, experimentaba la extraña sensación de que

estaba aguardando algo, algo que sucedería pronto. Estaba excitada,

llena de desasosiego. Después de tomar el té salimos a dar una

vuelta, nos subimos a una especie de volquete, y unos negros

sonrientes nos empujaron por la minúscula vía hasta el puente.

Era una visión maravillosa. El gran abismo; el torrente de agua

abajo; el velo de bruma y agua pulverizada ante nuestros ojos, velo

que se rasgaba de vez en cuando, permitiendo ver durante un fugaz

instante la catarata antes de soldarse de nuevo y envolver las aguas

en impenetrable misterio. Eso, en mi opinión, ha sido siempre lo

fascinador de las Cataratas, su esquiva cualidad. Una cree siempre

que va a ver y no llega a ver nunca.

Cruzamos el puente y seguimos andando muy despacio por el camino

señalado con piedra blanca a cada lado, cambio que bordeaba el

desfiladero. Por fin llegamos a un gran claro donde, a la izquierda,

hay una senda descendente que conduce al abismo.

—La garganta de palmeras —anunció el coronel Race—. ¿Bajamos?

O..., ¿lo dejamos para mañana? El descenso es largo y el ascenso es

más pesado.

—Lo dejaremos para mañana —dijo sir Eustace, con decisión.

He observado que no es muy amigo de hacer demasiado ejercicio.

Emprendió el camino de regreso, caminando delante de todos. Nos

cruzamos con un indígena magnífico, seguido de una mujer que

parecía llevar todo el ajuar sobre la cabeza. Y entre las demás cosas

asomaba una sartén.

—Nunca llevo máquina fotográfica cuando más la necesito —gimió

Susana.

—La oportunidad de sacar una instantánea así se le presentará co

harta frecuencia, señora Blair —dijo el coronel—. Conque no se

lamente.

Llegamos de nuevo al puente.

—¿Entramos en el bosque de los arcos iris? —continuó—. O...,

¿tienen ustedes miedo de mojarse?

Susana y yo le acompañamos. Sir Eustace regresó al hotel. Me

desilusionó bastante el bosque en cuestión. No había, ni con mucho,

arcos iris suficientes y nos calamos hasta los huesos. Pero de vez en

cuando pudimos ver las Cataratas, que se hallaban enfrente, y nos

dimos cuenta de cuan enormemente anchan son. ¡Oh, queridas,

queridísimas Cataratas! ¡Cuánto os amo y adoro y cuánto os amaré y

adoraré durante toda la vida!

Regresamos al hotel justamente a tiempo para cambiarnos para

cenar. Sir Eustace parece haberle cobrado una antipatía intensa al

coronel. Susana y yo intentamos animarle con dulzura, pero no

conseguimos gran cosa.

Después de comer se retiró a su salita, llevándose consigo a la

señorita Pettigrew. Susana y yo charlamos un rato con el coronel

Race, y luego mi amiga declaró, con un prodigioso bostezo, que se

iba a acostar. No quería quedarme sola con él. Conque me levanté a

mi vez y me retiré a mi cuarto.

Pero estaba demasiado excitada para dormirme. Ni siquiera me

desnudé. Me retrepé en un sillón y me entregué de lleno al sueño. Y

durante todo el tiempo, el instinto me advertía que algo extraño se

acercaba más y más... Llamaron a la puerta y me sobresalté. Me

puse en pie y me acerqué a ella. Un negrito me tendió un papel. Me

iba dirigido, escrito en letra que me era desconocida. Lo tomé y volví

a entrar en el cuarto. Permanecí unos instantes inmóvil, con el papel

en la mano. Por fin lo abrí. Era muy corto el mensaje:

«Preciso verla. No me atrevo a acercarme al hotel. ¿Quiere acercarse

al claro próximo a la garganta de palmeras? Aunque no sea más que

en recuerdo del camarote 17, tenga la bondad de venir. El hombre a

quien conoció usted bajo el nombre de Enrique Rayburn.»

El corazón me latió con angustiosa violencia. Conque estaba allí. ¡Oh,

ya lo sabía!, ¡lo había sabido desde el primer instante! Lo había

sentido cerca de mí. Inconscientemente había ido a parar al lugar en

que tenía su retiro.

¿Sir Eustace? Me detuve a la puerta de su salita. Sí; le estaba

dictando a la señorita Pettigrew. Oía la voz monótona de la mujer

repetir: «Por lo tanto, me atrevo a insinuar que al abordar el

problema de la mano de obra indígena...» Hizo una pausa para que

sir Eustace continuara y le oí gruñir algo, con ira.

Seguí el camino. El cuarto del coronel Race estaba vacío. No le vi en

la sala. Y ¡él era el hombre a quien más temía yo! No obstante, no

podía perder tiempo. Salí precipitadamente del hotel y eché a andar

por el camino del puente. Lo crucé y permanecí allí, aguardando en

las sombras. Si alguien me había seguido, le vería cruzar el puente.

Pero transcurrieron los minutos y no cruzó nadie. No me habían

seguido. Me volví y seguí el camino hacia el claro. Di unos seis pasos

y me detuve. Algo se había movido detrás de mí. No podía ser

persona alguna que me hubiese seguido desde el hotel. Era alguien

que estaba allí aguardando.

E inmediatamente, sin cuenta ni razón, pero con la certidumbre que

da el instinto, comprendí que era yo la persona amenazada. Era la

misma sensación que sentí a bordo del Kilmorden aquella noche, un

instinto infalible advertía del peligro.

Miré bruscamente por encima del hombro. Silencio. Di un paso o dos.

Oí de nuevo movimiento. Sin dejar de andar, miré por encima del

hombro otra vez. La figura de un hombre salió de las sombras en mi

dirección.

La oscuridad era demasiado grande para que pudiese reconocer á

nadie. Lo único que pude ver fue que se trataba de un hombre alto y

que era europeo y no indígena. Eché a correr como un galgo. Le oí

correr detrás de mí. Corrí más aprisa, con la mirada fija en las

piedras blancas que señalaban el camino, porque no había Luna llena

aquella noche.

Y de pronto, no hallé tierra bajo mis pies. Oí reír al hombre que me

seguía, una risa malévola, siniestra. Repercutió en mis oídos cuando

caía de cabeza, precipitándome vertiginosamente hacia el fondo del

abismo donde me aguardaba la destrucción total.




CAPITULO -- XXV

Recobré el conocimiento lenta y dolorosamente. Me dolía la cabeza y

sentí una punzada en el brazo izquierdo cuando intenté moverme y

todo me parecía irreal, un sueño. Flotaron ante mí visiones de

pesadilla. Me sentí caer, volver a caer. Una vez, el rostro de Enrique

Rayburn pareció surgir de una bruma. Casi lo imaginé real. Luego se

volvió a alejar flotando como burlándose de mí. Recuerdo que una

vez alguien me acercó una taza a los labios y bebí. Un rostro negro se

acercó al mío, sonriente, y solté un chillido. Después, sueños otra

vez, sueños largos y agitados en los que buscaba en vano a Enrique

Rayburn para ponerle en guardia, en guardia... ¿contra qué? Ni yo

misma lo sabía. Pero existía un peligro, corría un gran peligro, y sólo

yo podía salvarle. Luego la oscuridad otra vez, piadosas tinieblas y

sueño verdadero reparador.

Me desperté, por fin, dueña de mí otra vez. La larga pesadilla había

terminado. Recordaba perfectamente todo lo ocurrido: mi precipitada

huida del hotel para acudir a la cita con Enrique, el hombre en las

sombras, el último y terrible momento de mi caída...

Milagrosamente no me había matado. Estaba magullada, dolorida y

muy débil; pero seguía con vida. Sin embargo, ¿dónde me

encontraba? Moviendo la cabeza con dificultad, miré a mi alrededor.

Me hallaba en un cuarto pequeño, de paredes de tosca madera.

Colgaban de ellas enormes pieles de animales y varios colmillos de

marfil. Yacía sobre un lecho tosco, cubierto también de pieles, y tenía

el brazo izquierdo vendado y me sentía entumecida e incómoda. Al

principio creí que estaba sola. A continuación, vi la figura de un

hombre sentado entre mí y la luz, con la cabeza vuelta hacia la

ventana. Estaba tan quieto, que parecía tallado en madera. La negra

cabeza de pelo cortado al rape me pareció conocida; pero no me

atreví a dar rienda suelta a mi imaginación. De pronto se volvió y

contuve el aliento. Era Enrique Rayburn. Enrique Rayburn en persona.

Se puso en pie y se acercó a mí.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó con cierto embarazo.

No pude responder. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Estaba

débil aún, pero así su mano con las dos mías. Si pudiera morir así,

mientras me estuviera mirando él con aquella expresión en los ojos...

—No llores, Ana. Por favor, no llores. No corres peligro ahora. Nadie

te hará daño.

Fue en busca de una taza y me la trajo.

—Bebe esta leche.

Bebí sumisa. Él siguió hablando en voz baja, pensativa, como si

estuviese hablando con una criatura.

—No me hagas más preguntas ahora. Vuelve a dormirte. Te pondrás

más fuerte con el tiempo. Me marcharé si quieres.

—¡No! —exclamé—. ¡No, no!

—Entonces, me quedaré.

Acercó un escabel a mi lado y se sentó. Posó su mano sobre la mía y

me apaciguó y consoló. Me quedé dormida otra vez.

Debía de ser de noche entonces; pero cuando volví a despertarme, el

sol tocaba a su cénit. Me encontraba sola en la cabaña; pero al

moverme, una indígena vieja entró corriendo. Era fea como un

pecado; pero me sonrió animadora. Me trajo agua en un cuenco y me

ayudó a lavarme la cara y las manos. Luego me dio un tazón muy

grande de sopa, y me tomé hasta la última gota. Le hice varias

preguntas; pero ella se limitó a sonreír y a mover afirmativamente la

cabeza, y a hablar en un idioma gutural. Conque deduje que no sabía

una palabra de inglés.

De pronto se irguió y se retiró respetuosamente al entrar Enrique

Rayburn. Él la despidió con un gesto y la mujer se fue, dejándonos

solos. Enrique me sonrió.

—Hoy sí que está mejor, ¿verdad?

—Sí; en efecto; pero aturdida aún. ¿Dónde estoy?

—En una islita de Zambeze, a unas cuatro millas de las Cataratas.

—¿Saben... saben mis amigos que estoy aquí?

Él negó con la cabeza.

—Es preciso que les mande un aviso.

—Como usted quiera, claro está; pero en su lugar, yo aguardaría a

encontrame un poco más fuerte.

—¿Por qué?

El no contestó inmediatamente; conque proseguí:

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Su contestación me dejó estupefacta.

—Cerca de un mes.

—¡Oh! —exclamé—. Tendré que mandarle aviso a Susana. Debe de

estar consumida de ansiedad.

—¿Quién es Susana?

—La señora Blair. Estaba con ella, y sir Eustace, y el coronel Race, en

el hotel..., pero, ¿eso ya lo sabía usted?

Él movió negativamente la cabeza.

—Yo no sé nada, salvo que la encontré a usted en la bifurcación de la

rama de un árbol, sin conocimiento y con el brazo dislocado.

—¿Dónde estaba ese árbol?

—Por encima del desfiladero. De no habérsele enganchado la ropa en

las ramas, se hubiera hecho usted pedazos.

Me estremecí. Luego me asaltó un pensamiento.

—Dice usted que no sabía que me hallaba allí. ¿Y su mensaje,

entonces?

—¿Qué mensaje?

—La nota que me mandó pidiéndome que fuera a verle al claro.

Me miró boquiabierto.

—Yo no le he enviado mensaje alguno.

Me puse colorada como un tomate. Afortunadamente, él no pareció

darse cuenta de ello.

—¿Cómo llegó a encontrarse usted tan milagrosamente a mano? —

inquirí, con toda la serenidad que pude—. Y, ¿qué hace usted en esta

parte del mundo?

—Vivo aquí simplemente.

—¿En esta isla?

—Sí. Vine aquí después de la guerra. A veces llevo clientes del hotel a

dar un paseo en mi embarcación; pero necesito muy poco para vivir,

y por regla general, hago lo que se me antoja.

—¿Vive completamente solo aquí?

—Puedo asegurarle que no siento nostalgia de compañía —replicó,

con frialdad.

—Lamento haberle impuesto la mía —repuse—; pero no parezco

haber tenido yo mucho que ver con el asunto.

Con gran sorpresa mía, le bailó la risa en los ojos durante unos

segundos.

—Nada en absoluto —aseguró—. Me la eché al hombro como si fuera

un saco de patatas y me la llevé al bote. Como un hombre de la Edad

de Piedra.

—Pero con distinta intención —observé.

Fue él quien se puso colorado esta vez. El bronceado de su tez

pareció fundirse.

—Pero no me ha dicho usted cómo es que andaba vagando por ahí

tan oportunamente —me apresuré a decir para ocultar su confusión.

—No podía dormir. Estaba inquieto..., turbado... Tenía el

presentimiento de que iba a suceder algo. Acabé por meterme en el

bote, cruzar a tierra y echar a andar hacia las Cataratas. Me

encontraba a la entrada de la garganta de palmeras cuando oí su

grito.

—¿Por qué no fue a buscar ayuda al hotel en lugar de cargar conmigo

hasta aquí? —pregunté.

Volvió a ponerse colorado.

—Supongo que a usted le parecerá una libertad imperdonable..., pero

¡no creo que se dé usted cuenta de su peligro aún! ¿Opina que

debiera de haber informado a sus amistades? ¡Valientes amigos que

consintieron que se tendiera un lazo para matarla! No; me dije que

yo podría cuidarla mucho mejor que ninguna otra persona. No viene

ni un alma a esta isla. Busqué a la vieja Batana, a la que curé unas

fiebres en cierta ocasión, para que la asistiera. Es leal. Jamás dirá

una palabra. Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo

sabría.

¡Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo sabría! ¡Cóm

le encantan a una ciertas palabras!

—Hizo usted muy bien —dije—. Y no mandaré aviso a nadie. Un día o

dos más de ansiedad no importa gran cosa. No es como si se tratara

de familia mía. No son más que conocidos en realidad... ni de la

propia Susana puedo decir que sea más; y la persona que escribió la

nota tiene que haber sabido... mucho. No fue obra de un extraño.

Logré mencionar la nota, esta vez sin ruborizarme.

—Si se dejara guiar por mí... —dijo, vacilando.

—No supongo que me deje —le respondí, con franqueza—. Pero no

perderé nada en escucharle.

—¿Hace usted siempre lo que le da la gana, señorita Beddingfeld?

—Por regla general —respondí, con cautela.

De haberme hecho semejante pregunta cualquier otra persona

hubiera contestado: «Siempre.»

—Compadezco a su esposo —dijo inesperadamente.

—No tiene usted por qué compadecerle —le repliqué—. No soñaría

siquiera con casarme con un hombre a menos que estuviese

locamente enamorada de él. Y, claro está, no hay cosa que más

entusiasme a una mujer que el hacer las cosas que no le gusta hacer,

nada más que por amor al hombre a quien quiere. Y cuanto más

voluntariosa es, más le gusta.

—Me temo que no estoy de acuerdo con usted. Se invierten los

papeles por regla general.

Hablaba con cierto dejo de desdén.

—Precisamente —exclamé con avidez—. Y por eso hay tantos

matrimonios desdichados. La culpa es toda del hombre. O cede a la

mujer (en cuyo caso ella le desprecia), o se muestra completamente

egoísta, se empeña en salir siempre con la suya y ni siquiera dice

«gracias» una sola vez. Los maridos que hacen un éxito del

matrimonio obligan a sus mujeres a hacer lo que ellos quieren, y

luego las colman de atenciones y de muestras de agradecimiento por

haberlo hecho. A las mujeres les gusta que las dominen; pero

detestan que no sean apreciados sus sacrificios. Por otra parte, los

hombres no quieren a la mujer que se muestra agradable con ellos

continuamente. Cuando yo me case, seré un verdadero demonio la

mayor parte del tiempo. Pero alguna vez, cuando mi esposo menos lo

espere, ¡le demostraré cuan angélica puedo ser!

Enrique soltó una carcajada.

—¡Qué vida de perros llevarán!

—Los que se quieren, se pelean siempre —le aseguré— porque no se

comprenden. Y para cuando llegan a comprenderse, han dejado de

quererse ya.

—¿Es lo contrario cierto también? ¿Se quieren siempre las personas

que andan siempre a la greña?

—No..., no lo sé —respondí, confusa momentáneamente.

Se volvió hacia el hogar.

—¿Quiere un poco más de sopa? —inquirió.

—Sí, por favor. Tengo tanto apetito, que sería capaz de comerme un

hipopótamo.

—Buena señal.

—Cuando pueda levantarme de aquí, guisaré yo —le prometí.

—No creo que sepa usted una palabra de cocina.

—Soy capaz de calentar el contenido de una lata tan bien como

pueda hacerlo usted —le contesté, señalando la hilera de latas de

conserva que había sobre la repisa de la chimenea.

—Touché! —dijo él.

Y se echó a reír.

Todo su semblante cambiaba cuando reía. Se hacía infantil, feliz...

una personalidad distinta.

Me tomé la sopa con verdadera fruición. Mientras lo hacía, le recordé

que, después de todo, no me había dado el consejo prometido.

—Ah, sí... Lo que iba a decir era lo siguiente: Yo, en su lugar,

permanecería aquí, perdida, hasta encontrarme completamente

restablecida. Sus enemigos la creerán muerta. No les sorprenderá no

hallar su cadáver. Se hubiera deshecho contra las rocas y se lo

hubiese llevado la corriente.

Me estremecí.

—Una vez haya recobrado la salud, puede dirigirse a Beira y

embarcarse con rumbo a Inglaterra.

—Eso resultaría demasiado manso —objeté, desdeñosa.

—Esas son palabras de colegiala alocada.

—¡Yo no soy una colegiala alocada! —exclamé, indignada—. ¡Soy una

mujer!

Me miró con una expresión que no pude sondear, cuando me

incorporé excitada.

—¡Válgame Dios! —murmuró—. ¡Es verdad!

Y giró bruscamente sobre sus talones y se fue. Me restablecí con

rapidez. Sólo había recibido un fuerte golpe en la cabeza y me había

dislocado el brazo. Esto último era lo más serio. Al principio, Enrique

había creído que lo tenía fracturado. Un cuidadoso examen, sin

embargo, le había convencido de que no era así, y aunque me dolía

bastante, empezaba a poder usarlo otra vez ya.

Fue una temporada singular. Estábamos aislados del mundo, tan

solos como pueden haberlo estado Adán y Eva, pero... ¡con una

diferencia! La vieja Batani revoloteaba a nuestro alrededor, aunque le

hacíamos tanto caso como si no hubiese existido. Me empeñé en

hacer yo los guisos, o todos los que me era posible hacer con una

sola mano por lo menos. Enrique se hallaba fuera gran parte del

tiempo; pero nos pasábamos largas horas juntos, tendidos a la

sombra de las palmeras, hablando y regañando, discutiendo toda

clase de temas, peleándonos y volviendo a hacer las paces. A pesar

de nuestras numerosas discusiones, nació entre nosotros una

camaradería real y duradera que jamás hubiese creído yo posible. Eso

y otra cosa.

Se acercaba el momento para marcharme. Y al pensar en ello sentía

como un peso en el corazón. ¿Me iba a dejar marchar? ¿Sin una

palabra? ¿Sin una señal? Sufría accesos de taciturnidad, largos

intervalos de cavilación, momentos en que se ponía en pie de un

salto y se marchaba solo. Cierto atardecer llegó la crisis. Habíamos

dado fin a nuestra sencilla comida y nos hallábamos sentados a la

puerta de la cabaña. El sol tocaba a su ocaso.

Enrique no había podido suministrarme uno de los artículos de

primera necesidad para una mujer: las horquillas. El cabello, liso y

negro, me colgaba hasta las rodillas. Estaba sentada, barbilla en

mano, absorta en mis pensamientos. Sentí, más que vi, que Enrique

me estaba contemplando.

—Pareces una hechicera, Anita —dijo por fin.

Y había en su voz algo que nunca había habido en ella antes.

Alargó una mano y me tocó el cabello. Me estremecí. De pronto se

puso en pie mascullando una maldición.

—¡Tienes que marcharte de aquí mañana! ¿Lo has oído? —exclamó—.

No... no puedo soportar más. Después de todo, soy humano. Es

preciso que te vayas, Ana. Es preciso. No eres tonta. Tú sabes que

esto no puede continuar.

—Supongo que no —repuse yo lentamente—. Pero... ha sido una

temporada feliz, ¿verdad?

—¿Feliz? ¡Ha sido un verdadero infierno!

—¿Tan malo como todo eso?

—¿Por qué me atormentas? ¿Por qué te burlas de mí? ¿Por qué dices

eso... riéndote por entre el cabello?

—No me reía. Y no me burlo. Si tú quieres que me vaya, me iré; Pero

si quieres que me quede..., me quedaré.

—¡Eso no! —exclamó con vehemencia—. ¡Eso no! No me tientes, Ana.

¿Te das cuenta de lo que soy? Un hombre dos veces criminal. Un

hombre perseguido. Aquí me conocen bajo el nombre de Enrique

Parker... Creen que he estado haciendo una excursión por el interior.

Pero el día menos pensado comprenderán la verdad... y caerá el

golpe. Eres tan joven, Ana... y tan hermosa... Con esa hermosura

que enloquece a los hombres. Todo el mundo se abre ante ti... amor,

vida, todo. Yo dejé mi vida atrás..., arrasada, quemada, con un sabor

amargo a cenizas.

—Si no me quieres...

—Tú sabes que te quiero. Tú sabes que daría el alma por cogerte

entre mis brazos y conservarte entre ellos oculta a los ojos del

mundo, para toda la eternidad. Y me estás tentando, Anita. Tú, con

tu largo cabello de hechicera, con tus ojos que son dorados y pardos,

y verdosos, y que nunca dejan de reír ni aun cuando tus labios tienen

una expresión solemne. Pero te salvaré de ti misma y de mí. Te ir

esta noche. Marcharás a Beira...

—Yo no iré a Beira —le interrumpí.

—Irás. Irás a Beira aunque tenga que llevarte allí yo mismo y tirarte

al barco. ¿De qué crees tú que estoy hecho? ¿Crees tú que estoy

dispuesto a despertarme noche tras noche temiendo que te hayan

cogido? Uno no puede esperar que los milagros se sigan produciendo.

Tienes que volver a Inglaterra, Anita... y... y casarte y ser feliz.

—¡Con un hombre que tenga bien sentada la cabeza y me dé un buen

hogar!

—Más vale eso que... una catástrofe.

—Y tú..., ¿qué?

Tornóse duro de semblante.

—Tengo mi trabajo a mano. No me preguntes cuál es. Es posible que

lo adivines. Pero una cosa te diré: demostraré mi inocencia o moriré

intentándolo. Y estrangularé con mis propias manos al canalla que

hizo lo posible por asesinarte la otra noche.

—Hay que ser justos —dije—. No me empujó al abismo él.

—No tenía necesidad de hacerlo. Era más ingenioso su plan. Subí por

el camino después. Todo parecía en orden; pero por las señales que

encontré en el suelo, vi que las piedras que sirven para señalar el

camino habían sido arrancadas y colocadas de nuevo en otro sitio. En

la misma orilla y creciendo hacia fuera hay unos matorrales altos. Las

piedras exteriores habían sido colocadas sobre los matorrales, de

forma que, cuando creyeras estar siguiendo el camino, estuvieses, en

realidad, poniendo los pies en el vacío. ¡Que Dios le ampare si llego

yo a echarle la mano encima, no habrá remisión para él!

Hizo una pausa, y luego dijo en tono distinto:

—Nunca hemos hablado de estas cosas, Anita, ¿verdad? Pero ha

llegado el momento. Quiero que conozcas toda la historia..., desde el

principio.

—Si te resulta doloroso resucitar lo pasado, no me lo cuentes —dije

yo, en voz baja, impaciente por saberla.

—Es que quiero que la conozcas. Nunca creí que hablara jamás con

nadie de esa parte de mi vida. Es curioso, ¿verdad?, las tretas que

nos gasta el Destino.

Guardó silencio unos minutos. Se había puesto el sol y la

aterciopelada oscuridad de la noche africana nos envolvía como un

manto.

—Parte de esa historia la conozco ya —le advertí con dulzura—. Sé

que tu verdadero nombre es Enrique Lucas.

Aun entonces vaciló, sin mirarme, con la vista fija delante de él. No

tenía la menor idea de lo que estaba pasando por la imaginación. Por

fin movió la cabeza espasmódicamente, como si asintiera con alguna

decisión que acababa de tomar. Y dio principio a su relato.




CAPITULO -- XXVI

—Tienes razón. Me llamo Enrique Lucas, en realidad. Mi padre era

militar retirado que vino a Rhodesia a montar un rancho. Murió

cuando cursaba yo mi segundo año de estudios en Cambridge.

—¿Lo querías? —pregunté, de pronto.

—No..., no lo sé.

Luego se puso colorado y prosiguió, con súbita vehemencia :

—¿Por qué digo eso? Sí, quería a mi padre. Nos dijimos cosas muy

amargas la última vez que nos vimos, y regañamos muchas veces por

mis locuras y mis deudas; pero sí que le quería, y mucho. Ahora es

cuando me doy cuenta exacta de cuánto le he querido..., ahora que

es demasiado tarde.

Y continuó más tranquilo:

—Fue en Cambridge donde conocí al otro muchacho...

—¿Al joven Eardsley?

—Sí; al joven Eardsley. Su padre, como sabes, era uno de los

hombres más destacados de África del Sur. Nos hicimos amigos en

seguida. Eardsley y yo. El amor que profesábamos al África del Sur

nos unía, y a ambos nos atraían los sitios vírgenes del mundo.

Después de abandonar Cambridge, Eardsley regañó definitivamente

con su padre. El viejo le había pagado las deudas dos veces y se negó

a volverlo a hacer. Hubo una escena violenta entre ellos. Sir Lorenzo

anunció que se le había agotado la paciencia; no volvería a hacer

cosa alguna por su hijo. Tendría que arreglárselas solo. El resultado

fue, como ya sabes, que los dos jóvenes se marcharon juntos a

Sudamérica en busca de diamantes.

»No voy a entrar en detalles de eso ahora; pero lo pasamos

maravillosamente allí. No faltaron las penalidades, claro está. La vida,

sin embargo, era buena... la lucha por la existencia lejos de todo

lugar habitado... Y ¡Dios! ¡Allí, es donde se conoce a los amigos! Se

forjó un lazo entre los dos que sólo la muerte hubiera sido capaz de

quebrantar. Bueno, pues como dijo el coronel Race, nuestros

esfuerzos se vieron coronados por el éxito. Encontramos un segundo

Kimberley en el corazón de las selvas de la Guayana Británica. No

puedo describirte la sensación de triunfo que experimentamos. No era

tanto el valor monetario de nuestro descubrimiento. Eardsley estaba

acostumbrado al dinero y sabía que, cuando muriese su padre, sería

millonario. Y yo siempre había sido pobre y estaba acostumbrado a

serlo. No... fue la simple alegría de haber hecho un descubrimiento.

Hizo una pausa y luego agregó, casi en son de excusa:

—No te importa que te lo cuente así, ¿verdad? Como si yo no figurara

en el asunto siquiera... Es así como lo veo ahora al mirar hac

y recordar a esos dos muchachos. Casi me olvido de que uno de ellos

era... Enrique Rayburn.

—Cuéntalo como mejor te parezca —le contesté.

Y él prosiguió:

—Fuimos a Kimberley... la mar de orgullosos con nuestro hallazgo.

Llevábamos una magnífica colección de diamantes para someter a los

expertos. Y entonces, en el hotel de Kimberley, la conocimos... —Se

detuvo como si reflexionara.

Sentí que mis músculos se tornaban rígidos, y la mano que apoyaba

en la jamba de la puerta, se me crispó involuntariamente.

—Anita Grünberg..., ése era su nombre. Y era actriz. Muy joven y

muy hermosa. Nacida en África del Sur, de madre húngara, si no me

equivoco. La rodeaba cierta aureola de misterio y eso, naturalmente,

aumentó sus atractivos para dos muchachos que acababan de

regresar de la selva. Debió de encontrar muy fácil su tarea. Los dos

nos enamoramos de ella en seguida. Y a los dos nos dio la cosa muy

fuerte. Era la primera sombra que jamás se había interpuesto entre

nosotros, no obstante lo cual, nuestra amistad no se debilitó. Estoy

convencido de que cada uno de nosotros estaba dispuesto a echarse

a un lado y dejar que triunfara el otro. Pero no era eso lo que ella

quería. Algún tiempo después me pregunté por qué había sido, ya

que el hijo único de sir Lorenzo Eardsley resultaba un magnífico

partido. La verdad era, sin embargo, que ella estaba casada ya, con

una especie de clasificador de piedras, empleado en De Beers...,

aunque nadie tenía el menor conocimiento de ello. Fingió interesarse

enormemente por nuestro descubrimiento y nosotros se lo contamos

todo, y hasta le enseñamos los diamantes. Dalila..., ¡ése debía de

haber sido su nombre! Y supo desempeñar muy bien su papel.

»Fue descubierto el robo cometido en De Beers, y la policía cayó

sobre nosotros como un alud. Se apoderaron de nuestros diamantes.

Al principio nos reímos... ¡era tan absurdo aquello! Luego los

diamantes fueron presentados ante el tribunal. Y no cabía la menor

duda de que se trataba de las piedras robadas en De Beers... Anita

Grünberg había desaparecido. Había logrado hacer la sustitución con

mucha habilidad, y cuando dijimos que aquéllas no eran las piedras

que nosotros habíamos tenido, se burlaron.

»Sir Lorenzo Eardsley tenía una influencia enorme. Consiguió que se

retirara la acusación. Pero no consiguió con ello que se borrara la

mancha que había caído sobre el nombre de los dos jóvenes y por

poco se le partió el corazón. Tuvo una entrevista con su hijo, en la

que le colmó de increíbles reproches. Había hecho todo lo posible por

salvar el nombre de la familia; pero desde aquel día, su hijo había

dejado de serlo. Renegaba de él por completo. Y el joven, orgulloso,

de un amor propio exagerado, guardó silencio, negándose a protestar

de su inocencia en vista de la incredulidad del padre. Salió furioso de

la entrevista. Su amigo le estaba aguardando. Una semana más tarde

se declaró la guerra. Los dos amigos se alistaron juntos. Ya sabes lo

que sucedió. El mejor amigo que haya tenido jamás hombre alguno

halló la muerte, en parte, por su temeraria locura. Se empeñó en

correr riesgos innecesarios. Murió con el nombre deshonrado...

»Te juro, Anita, que si le guardé rencor a la mujer fue principalmente

por mi amigo. A él le había afectado mucho más profundamente que

a mí. Yo había estado locamente enamorado de ella durante un

momento..., hasta creo que yo la asustaba a veces. En el caso de él,

sin embargo, el sentimiento era menos vehemente aunque más

profundo. Había sido para él el mismo centro del Universo... el eje

alrededor del cual giraban todos sus anhelos. Su traición le arrancó

las mismísimas raíces de la existencia. El golpe le aturdió, le dejó

paralizado.

Enrique hizo una pausa. Después de un par de minutos, prosiguió:

—Como sabes, se me dio por «desaparecido, presuntamente

muerto». Jamás me molesté en corregir el error. Tomé el nombre de

Parker y me vine a esta isla, que conocía de antiguo. Al principiar la

guerra había tenido la esperanza y la ambición de demostrar mi

inocencia; pero luego, mi espíritu pareció haber muerto. Me decía:

«¿De qué sirve?» Mi amigo había muerto. Ni él ni yo teníamos

pariente alguno vivo a quien pudiera importarle. A mí se me creía

muerto también. Que siguieran creyéndolo. Llevé una existencia

apacible aquí, ni feliz ni desgraciada. Tenía entumecida la facultad de

sentir. Ahora comprendo, aunque no me di cuenta de ello por

entonces, que tal sensación era, en parte, el resultado lamentable

producido por la guerra.

»Un día, sin embargo, sucedió algo que me despertó de nuevo. Había

accedido a llevar a un grupo de gente en mi canoa automóvil río

arriba y estaba de pie en el embarcadero ayudándolos a subir a

bordo, cuando uno de los hombres soltó una exclamación de

sobresalto. Me fijé en él. Era un hombrecillo pequeño, delgado, con

barba, y que me estaba mirando con la misma expresión que si viera

a un fantasma. Tan profunda era su emoción, que despertó mi

curiosidad, hice averiguaciones en el hotel y descubrí que se llamaba

Carton, que era oriundo de Kimberley y que trabajaba de clasificador

de diamantes en las minas de De Beers. Entonces renació en mí la

antigua sensación de agravio. Abandoné inmediatamente la isla y me

marché a Kimberley.

«Pude descubrir muy poco más de él, no obstante. Acabé por decidir

entrevistarme con él aunque fuera a la fuerza. Me llevé el revólver.

Lo poco que había visto de él me había bastado para darme cuenta

de que era un cobarde. En cuanto nos encontramos cara a cara, vi

que me tenía miedo. No me costó trabajo obligarle a decirme cuanto

sabía. Él había tenido parte en el robo y Anita Grünberg era su

esposa. Nos había visto una vez a los dos cuando comíamos con ella

en el hotel y como leyera más tarde la noticia de mi muerte, le había

causado sobresalto verme, de pronto, en las Cataratas. Anita y él se

habían casado muy jóvenes; pero la mujer no había tardado en

separarse de su esposo. Había caído en mala compañía, según él. Fue

entonces cuando oí hablar del «Coronel» por primera vez. Carton no

había tomado parte en ningún asunto más que aquél. Me lo juró con

toda solemnidad. Y me incliné a creerle. Era demasiado cobarde para

poder triunfar como criminal.

»Se me antojaba a mí que aún me estaba ocultando algo. Para

comprobarlo, amenacé con meterle un tiro allí mismo; diciéndole que

me importaba muy poco lo que fuera de mi vida. Loco de terror, me

contó otra historia. Parece ser que Anita Grünberg no se fiaba del

todo del «Coronel». Al fingir entregarle todas las piedras que había

hallado en el hotel, retuvo algunas en realidad. Carton, gracias a sus

conocimientos técnicos, supo aconsejarle cuáles quedarse. Si fueran

presentadas aquellas piedras alguna vez, eran tales su color y

calidad, que sería muy fácil identificarlas y los expertos de De Beers

reconocerían inmediatamente que aquellos diamantes jamás habían

pasado por sus manos. De esa manera, habría pruebas de que la

sustitución que habíamos alegado era un hecho, mi nombre quedaría

rehabilitado y las sospechas recaerían sobre quien correspondiese.

Entendí que, contrario a su costumbre, el propio «Coronel» había

tomado parte activa en el asunto. Por consiguiente, Anita estaba

segura de que poseía un arma contra él si algún día la necesitaba.

Carton me propuso entonces que llegara a un acuerdo con Anita

Grünberg, o Nadina, como se hacía llamar ahora. El opinaba que

estaría dispuesta, a cambio de una buena cantidad de dinero, a

entregar las piedras y traicionar a su jefe, le cablegrafiaría

inmediatamente.

»Yo seguía desconfiando de Carton. Era hombre fácil de asustar, pero

de los que en su terror, diría tantas mentiras que costaría un trabajo

enorme saber qué detalle creer. Volví al hotel y aguardé. A la tarde

siguiente, calculé que ya habría tenido tiempo de recibir respuesta a

su cablegrama. A mí me olió mal la cosa. Descubrí, justamente a

tiempo, que en realidad iba a salir para Inglaterra a bordo del Castillo

de Kilmorden que zarpara de Ciudad de El Cabo un par de días más

tarde. Aún me quedaba tiempo de hacer el viaje a Ciudad de El Cabo

y embarcar en el mismo vapor y seguir mis averiguaciones.

»No tenía la menor intención de alarmar a Carton dejándome ver a

bordo. Había tomado parte en muchas representaciones teatrales

durante mis días universitarios y no me costó gran trabajo

transformarme en un caballero barbudo de edad madura. Esquivé

cuidadosamente a Carton en el barco, permaneciendo en mi

camarote todo el tiempo posible, so pretexto de indisposición.

»Le seguí sin dificultad cuando llegamos a Londres. Se fue derecho a

un hotel y no salió hasta el día siguiente. Yo iba detrás de él. Marchó

a las oficinas de un corredor de fincas de Knightsbridge. Allí pidió

pormenores de las casas que hubiera por alquilar a orillas del río.

»Yo me acerqué a otra mesa a preguntar por una casa también. De

pronto entró Anita Grünberg, Nadina... o lo que quieras llamarla.

Soberbia, insolente y casi tan bella como siempre. ¡Dios! ¡Cómo la

odiaba! Hela aquí, la mujer que había obrado mi ruina y que había

sido también la ruina de un hombre mejor que yo. En aquel momento

hubiese sido capaz de asirla por el cuello y estrangularla milímetro a

milímetro. Durante unos instantes me cegué. Fue la voz de ella la que

oí a continuación... alta y clara, y con un acento extranjero

exagerado: La Casa del Molino, Marlow, propiedad de sir Eustace

Pedler. Suena como si pudiera ser lo que busco. Sea como fuere, voy

a visitarla.

»El agente le extendió la orden y ella volvió a salir, con sus aires

insolentes y de reina. No habla dado la menor muestra de reconocer

a Carton. No obstante, estaba convencido de que aquel encuentro allí

obedecía a un plan preconcebido. Entonces fui un poco precipitado en

mis conclusiones. Como no sabía que sir Eustace estaba en Carmes,

creí que aquella busca de casa era simple pretexto para entrevistarse

con él en la Casa del Molino. Yo sabía que él había estado en África

del Sur por la época del robo y, no habiéndole visto jamás, llegué a la

conclusión que él debía de ser el misterioso «Coronel» del que tanto

había oído hablar.

»Seguí a mis dos sospechosos por Knightsbridge. Nadina entró en el

Hotel de Hyde Park. Apreté el paso y entré tras ella. Se metió en el

restaurante y decidí no correr el riesgo de que me reconociera en

aquellos instantes, sino continuar siguiendo a Carton. Tenía grandes

esperanzas de que iba a buscar los diamantes y de que, sí me

presentaba yo de pronto y me daba a conocer cuando menos lo

esperase, tal vez consiguiera hacerle decir la verdad completa. Le

seguí a la estación del «Metro» de Hyde Park Corner. Lo vi solo a un

extremo del andén. Había una muchacha cerca de él; pero nadie

más. Decidí abordarle allí mismo. Ya sabes lo que ocurrió. La sorpresa

de ver allí a un hombre a quien creía en África del Sur le hizo perder

la cabeza y retroceder. Siempre había sido un cobarde. So pretexto

de ser médico, conseguí registrarle los bolsillos. Llevaba una cartera

con billetes y un par de cartas sin importancia, un rollo de película

que debí dejar caer en alguna parte más tarde, y un papel en que se

daba una cita para el veintidós a bordo del Castillo de Kilmorden. En

mis prisas por alejarme antes de que me parase nadie, dejé caer el

papel en cuestión también, pero por fortuna recordé las cifras.

Entré en el guardarropa más cercano y me quité apresuradamente la

caracterización. No tenía el menor deseo de que se me echara el

guante por haber registrado y confiscado algunas cosas a un cadáver.

Luego volví al Hotel Hyde Park. Nadina estaba comiendo aún. No es

preciso que describa detalladamente cómo la seguí hasta Marlow.

Entró en la casa y yo hablé con la mujer del pabellón, fingiendo que

acompañaba a Nadina. A continuación entré yo también.

Calló. Hubo un silencio cargado de electricidad.

—Me creerás, Anita, ¿verdad? Te juro ante Dios que lo que voy a

decirte es verdad. Entré en la casa tras ella con pensamientos

homicidas. Y... ¡la encontré muerta! Estaba en el cuarto del primer

piso... ¡Dios! Fue horrible. Muerta... Y no había ni rastro de ninguna

otra persona en la casa. Me di cuenta en seguida, claro está, de la

terrible situación en que me hallaba. Mediante un golpe maestro, la

presunta víctima del chantaje había logrado deshacerse de la

chantajista y suministrar, al propio tiempo, otra víctima a quien

pudiera achacársele el crimen. Se veía bien clara la mano del

«Coronel» en todo aquello. Por segunda vez era yo víctima suya.

¡Imbécil de mí, que tan fácilmente me había metido en una trampa!

«Apenas sé lo que hice a continuación. Logré salir de la finca con

aspecto relativamente normal; pero comprendí que no tardaría en

descubrirse el crimen y ser telegrafiada mi descripción a todas partes.

«Permanecí escondido unos días sin atreverme a moverme. Por

último, la casualidad vino en mi ayuda. Sorprendí una conversación

entre dos hombres de edad madura en plena calle. Uno de ellos

resultó ser sir Eustace Pedler. Se me ocurrió inmediatamente la idea

de irme con él como secretario. El fragmento de conversación que

había oído me proporcionó el medio de conseguirlo. Ya no estaba yo

tan seguro de que sir Eustace Pedler fuera el «Coronel». Quizá se

habría escogido su casa como punto de cita por azar... o por algún

motivo que yo no lograba desentrañar pese a mi mucho reflexionar.

—¿Sabías tú —le interrumpí— que Guy Pagett se hallaba en Marlow el

día del asesinato?

—Así queda aclarado entonces. Yo le hacía en Cannes con sir Eustace.

—Se le suponía en Florencia..., pero, desde luego, allí no estuvo

jamás. Estoy casi segura de que se hallaba en Marlow. Sólo que,

claro está, no puedo demostrarlo.

—¡Y pensar que nunca sospeché de Pagett ni un instante hasta la

noche en que intentó tirarte al mar! Ese hombre es un actor

maravilloso.

—¿Verdad que sí?

—Así se explicaba que se escogiera la Casa del Molino. Seguramente

Pagett podría entrar en ella y salir, sin ser observado. Es natural,

además, que no se opusiera a que yo acompañase a sir Eustace a

bordo. En efecto, Nadina no se presentó en el lugar de la cita con los

diamantes, como habían esperado que hiciese. Me figuro que, en

realidad, sería Carton quien los tuviera y que los habría escondido a

bordo del Kilmorden, así se explica su parte en el asunto. Esperaban

que pudiera tener yo algún indicio del lugar en que se hallaban

escondidos. Mientras el «Coronel» no consiguiera apoderarse de los

diamantes, seguiría corriendo peligro... Por eso tenía tantos deseos

de apoderarse de ellos costara lo que costase. Lo que no sé es dónde

demonios los escondería Carton, si es que de veras los escondió.

—Eso es una historia aparte —anuncié yo—. La mía. Y te la voy a

contar ahora mismo. Escúchame con atención.




CAPITULO -- XXVII

Enrique escuchó atentamente mientras narré todos los

acontecimientos que he relatado ya en estas páginas. Lo que más le

aturdió y sorprendió fue el saber que, durante todo aquel tiempo, los

diamantes habían estado en mis manos o, mejor dicho, en las de

Susana. Era una cosa que jamás se le había ocurrido sospechar

siquiera. Claro está, después de conocer su historia, comprendí el por

qué de la combinación de Carton, o la de Nadina más bien, puesto

que estaba segura que ella habría sido la que concibiera el plan.

Jamás conseguiría nadie apoderarse de las piedras atacándola a ella o

a su esposo. El secreto había muerto con ella y no era fácil que el

«Coronel» adivinase que se hallaban bajo la custodia del mayordomo

de un barco.

Parecía seguro ya que Enrique podría demostrar su inocencia en el

asunto del robo de los diamantes. Era la otra y más grave acusación

la que paralizaba todas nuestras actividades. Porque según estaban

las cosas, no podía salir al descubierto a defenderse.

Vez tras vez volvimos al mismo punto: la identidad del «Coronel».

¿Era Guy Pagett o no lo era?

—Yo diría que lo es, de no ser por una cosa —dijo Enrique—. Parece

bastante seguro que fue Pagett quien asesinó a Anita Grünberg en

Marlow..., cosa que indudablemente da color a la suposición de que el

«Coronel» es él, puesto que lo que pretendía Anita no era cosa que

pudiera discutirse con un subordinado. No; la única cosa que pugna

contra esa teoría es el intento de quitarte a ti del paso la noche de tu

llegada aquí. Viste a Pagett quedarse atrás en Ciudad de El Cabo.

Hubiera sido completamente imposible que llegara aquí, por medio

alguno, antes del miércoles siguiente. Es muy improbable que tenga

emisarios por esta parte del mundo y todos sus planes tendían a

encargarse de ti en Ciudad de El Cabo. Hubiese podido, claro está,

cablegrafiar instrucciones a algún lugarteniente suyo de

Johannesburgo, que hubiera podido coger el tren de Rhodesia en

Mafeking. Pero tendrían que haber sido muy claras y concretas las

instrucciones que recibiera para que pudiese escribir la nota que

recibiste.

Guardamos silencio unos instantes. Luego dijo Enrique, muy

despacio:

—¿Dices que la señora Blair estaba dormida cuando abandonaste el

hotel, y que oíste a sir Eustace dictarle a la señorita Pettigrew?

¿Dónde estaba el coronel Race?

—No pude encontrarle en ninguna parte.

—¿Tenía algún motivo para creer que... tú y yo pudiésemos tener

amistad?

—Puede haberlo tenido —respondí, pensativa, recordando nuestra

conversación en los Matoppos. Es un hombre de personalidad muy

fuerte —proseguí—; pero no se ajusta a la idea que yo me he

formado del "Coronel". Y de todas formas, semejante idea resultaría

ridícula. Pertenece al Servicio Secreto.

—¿Cómo lo sabes? Es la cosa más fácil del mundo insinuar una cosa

así. Nadie lo contradice y el rumor se propaga hasta que todo el

mundo lo toma por el Evangelio. Proporciona una excusa para toda

suerte de actos dudosos. Ana, ¿te es simpático Race?

—Me lo es... y no me lo es. Me repele y al mismo tiempo me fascina.

Pero una cosa sé: siempre le tengo algo de miedo.

—No sé si lo sabes —anunció Enrique, despacio—, pero estaba en

África del Sur por el tiempo en que se cometió el robo.

—¡Si fue él quien le contó a Susana la historia del «Coronel» y le dijo

que había estado en París intentando ponerse sobre la pista!

—Enmascaramiento y muy ingenioso, por cierto.

—¿Qué papel desempeña Pagett en el asunto entonces? ¿Trabajaba a

sueldo de Race?

—Quizá —anunció Enrique deliberadamente— no desempeñe ningún

papel.

—¿Cómo?

—Haz memoria, Anita. ¿Oíste alguna vez la versión que dio Pagett de

lo sucedido aquella noche a bordo del Kilmorden?

—Sí; por boca de sir Eustace.

Repetí la historia. Enrique me escuchó atentamente.

—Vio a un hombre que venía, al parecer, del camarote de sir Eustace

y le siguió a cubierta. ¿Es lo que dice él? Y, ¿quién tenía el camarote

de enfrente al de sir Eustace? El coronel Race. Supongo que el

coronel Race subió a cubierta, y al fallarle su ataque contra ti, dio la

vuelta y se encontró con Pagett que salía en aquel momento por la

puerta del salón. Le derriba de un puñetazo y se mete dentro,

cerrando la puerta. Llegamos nosotros y encontramos a Pagett caído.

¿Qué te parece?

—Olvidas que declaró positivamente que fuiste tú quien le derribó.

—Bueno, pues suponte que en el preciso instante en que recobra el

conocimiento me ve a mí desaparecer a lo lejos. ¿No daría por

sentado que era yo su atacante? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que

había creído, desde el primer momento, que era yo la persona a

quien había estado siguiendo con afán?

—Es posible, sí —contesté—. Pero eso cambia todas nuestras ideas. Y

hay otras cosas.

—La mayoría de ellas son fáciles de explicar. El hombre que te siguió

en Ciudad de El Cabo le habló a Pagett. Y éste consultó su reloj. Cabe

la posibilidad de que aquel hombre sólo le estuviera preguntando la

hora.

—¿Que fue nada más que una simple coincidencia, quieres decir?

—No, precisamente. Hay método en todo esto. Parece existir un plan

para relacionar a Pagett con el asunto. ¿Porqué se escogió la Casa del

Molino para el asesinato? ¿Sería porque Pagett había estado en

Kimberley cuando se robaron los diamantes? ¿Le hubiesen cargado a

él con la responsabilidad del crimen de no haberme presentado yo

tan providencialmente en escena?

—Así, pues, ¿tú crees que puede ser completamente inocente?

—Así parece. Pero si eso es cierto, tenemos que averiguar lo que

estaba haciendo en Marlow. Si puede dar una explicación razonable

de eso, estamos sobre la pista verdadera.

Se puso en pie.

—Es más de medianoche. Acuéstate, Ana, y duerme un poco. Un

poco antes del amanecer, te cruzaré en la canoa. Es preciso que

tomes el tren de Livingstone. Tengo allí un amigo que te ocultará

hasta que salga el tren. Ve a Bulawayo y coge el tren para Beira.

Puedo averiguar por medio de mi amigo de Livingstone qué está

sucediendo en el hotel y dónde están tus amigos ahora.

—Beira —dije, pensativa.

—Sí, Ana. Has de ir a Beira. Éste es trabajo de hombres. Déjalo de mi

cuenta.

La emoción nos había dejado momentáneamente mientras

discutíamos la situación; pero ahora volvió a apoderarse de nosotros.

Ni siquiera nos miramos.

—Está bien —dije.

Y entré en la cabaña.

Me eché sobre las pieles del lecho; pero no me dormí. Oí a Enrique

Rayburn pasearse de un lado para otro, hora tras hora. Por fin me

llamó.

—Vamos, Ana. Es hora de marchar.

Me levanté y salí, obediente. Todavía era de noche, pero sabía que no

tardaría en amanecer.

—Usaremos el bote, no la canoa automóvil —empezó a decir Enrique.

Y calló de pronto, alzando la mano.

—¡Chitón! ¿Qué es eso?

Escuché. No pude oír nada. Tenía él más agudo el oído que yo, sin

embargo; el oído del hombre que ha vivido mucho tiempo en las

grandes soledades. No tardé en oír yo también el leve rumor de

canaletes al introducirse en el agua. Procedía de la ribera derecha del

río y se aproximaba a nuestro embarcadero.

Escudriñamos la oscuridad y distinguimos un bulto sobre la superficie

del agua. Era una embarcación. Luego surgió una llamarada. Alguien

había encendido una cerilla. A su resplandor reconocí a un hombre: al

holandés barbirrojo del chalet de Muizenberg. Los demás eran

indígenas.

—¡Aprisa! ¡A la cabaña!

Me empujó hacia dentro. Descolgó de la pared un par de escopetas y

un revólver.

—¿Sabes cargar un rifle?

—Nunca lo he hecho. Enséñame cómo se hace.

Aprendí en seguida. Cerramos la puerta y Enrique se colocó juntó a la

ventana que daba hacia el embarcadero.

El bote estaba a punto de atracar.

—¿Quién va? —preguntó Enrique con su sonora voz.

Cualquier duda que hubiéramos podido tener acerca de las

intenciones de nuestros visitantes se disiparon en seguida. Una lluvia

de balas cayó a nuestro alrededor. Afortunadamente ninguna de ellas

nos dio. Enrique alzó la escopeta. Sonó una detonación. Y otra. Y

otra. Oí dos gemidos y un chapuzón.

—Eso les ha dado algo en qué pensar —murmuró sombrío, alargando

la mano hacia la otra escopeta—. Procura permanecer bien al fondo

por lo que más quieras, Ana. Y carga aprisa.

Más proyectiles. Uno le rozó la mejilla a Enrique. Los disparos con

que él contestó fueron más certeros que los del enemigo. Yo tenía ya

cargada la escopeta cuando se volvió a cogerla. Me rodeó con el

brazo izquierdo, me estrechó contra su pecho y me besó con

ferocidad antes de volverse hacia la ventana otra vez. De pronto

lanzó un grito.

—Se van... Ya han recibido bastante. Resultan un blanco magnífico

allá en el agua, y no pueden ver cuántos somos. Están derrotados de

momento. Pero volverán. Tendremos que prepararnos para recibirlos.

Dejó caer la escopeta y se volvió hacia mí.

—¡Ana! ¡Hermosa! ¡Maravillosa! ¡Reina! Valiente como una leona.

¡Pelinegra hechicera!

Me tomó entre sus brazos; me besó el cabello, los ojos, la boca.

—Y ahora al navío —dijo, soltándome de pronto—. Saca esas latas de

petróleo.

Hice lo que me mandaba. Él estaba ocupado dentro de la cabaña. A

los pocos momentos le vi en el tejado, arrastrándose con algo en

brazos. Se reunió conmigo un par de minutos más tarde.

—Baja a la embarcación. Tendremos que transportarla al otro lado de

la isla.

Recogió el petróleo al desaparecer yo.

—Vuelven —dije en voz baja.

Había visto destacarse una mancha en la ribera opuesta.

Bajó corriendo a mi lado.

—Justamente a tiempo. Pero..., ¿dónde diablos está el bote?

Habían cortado las amarras de los dos. Enrique emitió un leve silbido.

—Nos encontramos en un trance apurado, querida. ¿Te asusta?

—No; a tu lado, no.

—Ah. Pero el morir juntos no es muy divertido. Haremos algo mejor

que eso. Fíjate..., son dos botes llenos esta vez. Van a desembarcar

en dos puntos distintos. Ahora vamos a ver el resultado de mi

pantomima.

No había hecho más que decirlo, cuando surgió una llamarada de la

cabaña. Su luz iluminó a dos figuras agazapadas sobre el tejado.

—Mi ropa vieja..., llena de trapos..., pero tardarán en darse cuenta

de ello. Vamos, Ana, tenemos que recurrir a medios desesperados.

Cruzamos la isla a todo correr, asidos de la mano. Sólo un estrecho

canal de agua la separaba de la ribera por aquel lado.

—Tenemos que cruzar a nado. ¿Sabes nadar, Ana? Aunque no

importa. Puedo llevarte yo. Es mal sitio para una embarcación..., hay

demasiadas rocas. Pero es el mejor sitio para atravesar a nado... y el

lado que hemos de alcanzar para ir a Livingstone.

—Sé nadar un poco..., más distancia de ésa. ¿En qué consiste el

peligro, Enrique? (Porque había notado su expresión.) ¿Tiburones?

—No, boba. Los tiburones viven en el mar, pero eres perspicaz, Ana.

Cocodrilos..., ése es el peligro.

—¿Cocodrilos?

—Sí; no pienses en ellos... o reza, según te dé, cuando nades.

Nos echamos al agua. Mis oraciones debieron de ser eficaces, porque

llegamos a la otra orilla sin incidentes y salimos del río chorreando.

—Ahora a Livingstone. Es duro el camino, me temo. Y el llevar la ropa

mojada no nos ayudará. Pero hay que hacerlo.

Aquella caminata fue una verdadera pesadilla. La falda mojada me

azotaba las piernas y se adhería al pie. Las espinas no tardaron en

hacerme trizas las medias. Por fin me detuve, completamente

agotada. Enrique volvió a mi lado.

—Animo, querida. Te llevaré un poco.

Así entré en Livingstone... echada a un hombro como un saco de

patatas. No sé cómo pudo conmigo tanto rato y por semejante

camino. Empezaba a rayar la aurora. El amigo de Enrique era un

joven de veinte años, propietario de una tienda de curiosidades

indígenas. Se llamaba Ned1. Quizá tuviera otro nombre, pero yo

jamás lo oí. No pareció sorprenderse lo más mínimo al ver entrar a

Enrique chorreando y con una mujer, no menos calada, de la mano.

Los hombres son maravillosos.

Nos dio de comer, y café caliente, y nos puso a secar la ropa

mientras nos envolvíamos en mantas de Manchester, de colores

chillones. En la minúscula trastienda no corríamos el menor peligro de

ser vistos, mientras iba él a investigar qué había sido de sir Eustace y

sus amigos, y averiguar si había quedado alguno de ellos en el hotel.

Fue entonces cuando le informé a Enrique que nada del mundo me

induciría a ir a Beira. Jamás había tenido la menor intención de ir de

todas formas. Ahora por añadidura, toda razón de marchar allí había

desaparecido. El objeto del plan había sido conseguir que mis amigos

1 Uno de los diminutivos de Eduardo. (N. del T.)

siguieran creyéndome muerta. Ahora que sabían que no lo estaba, de

nada serviría que marchase a Beira. Ningún trabajo les costaría

seguirme hasta allí y asesinarme tranquilamente. No tendría a nadie

que me protegiera. Se acordó, por fin, que me reuniera con Susana,

donde quiera que se encontrase, y que dedicara todas mis energías a

cuidarme. No debía, con pretexto alguno, buscar aventuras ni

intentar dar jaque al «Coronel».

Mi obligación era permanecer tranquilamente al lado de Susana y

aguardar instrucciones de Enrique. Los diamantes habían de

depositarse en el Banco de Kimberley a nombre de Parker.

—Hay otra cosa —dije pensativa—; debiéramos tener una clave o

algo así. No conviene correr el riesgo de que se nos vuelva a engañar

con mensajes falsos.

—Eso es muy fácil. Todo mensaje que proceda genuinamente de mi,

contendrá la conjunción «y» tachada.

—Todo lo que no lleve la marca registrada es una burda imitación —

murmuré—. ¿Y los telegramas?

—Cualquier telegrama mío irá firmado por «Andy».

—El tren llegará pronto ya, Enrique —dijo Ned, asomando la cabeza y

volviéndola a retirar inmediatamente.

Me puse en pie.

—Y, ¿he de casarme con un hombre formal, bueno y trabajador si lo

encuentro? —pregunté, humildemente.

—¡Dios! —exclamó—: Como llegues a casarte alguna vez con uno que

no sea yo, Anita, le retuerzo el pescuezo. En cuanto a ti...

—¿Qué? —pregunté, agradablemente excitada en espera de su

respuesta.

—¡Te llevaré conmigo y no dejaré un hueso sano en tu cuerpo!

—¡Qué marido más delicioso he escogido! —murmuré satíricamente—

Y, ¡cómo cambia de opinión de la noche a la mañana!







CAPITULO -- XXVIII

Extracto del diario de sir Eustace Pedler

Como ya observé en otra ocasión, soy esencialmente un hombre de

paz. Añoro una vida tranquila; y eso es precisamente lo que no

parece haber manera de que obtenga. Siempre me encuentro en el

centro de tempestades y alarmas. El alivio que experimenté al

separarme de Pagett y sus aficiones a meterse en todo fue enorme y

la señorita Pettigrew es indudablemente una mujer muy útil. Aunque

no tiene nada de hurí, posee aptitudes y facultades de incalculable

valor. Es cierto que me molestó un poco el hígado en Bulawayo y que

me porté como un oso; pero sírvame de adicional excusa que pasé

una noche agitada en el tren. A las tres de la madrugada un joven

exquisitamente vestido, que parecía el protagonista de una opereta

del Oeste, penetró en mi compartimiento y me preguntó que dónde

iba. Sin hacer caso de mi primer murmullo de «Té... y por lo que más

quiera, démelo sin azúcar», repitió su pregunta, haciendo resaltar el

hecho de que no era un camarero, sino un funcionario del

Departamento de Inmigración.

Logré convencerle por fin de que no padecía enfermedad contagiosa

alguna; de que visitaba Rhodesia con las intenciones más puras del

mundo e incluso satisfice su curiosidad hasta el punto de darle mi

nombre y apellido y decirle cuál era mi lugar de nacimiento. A

continuación intenté dormir un poco; pero un idiota bien intencionado

me despertó a las cinco y media para darme una taza de azúcar

líquido a la que él llamaba té. No creo que se la tirara a la cabeza;

pero sé que eso era lo que tenía ganas de hacer. Me trajo té sin

azúcar, frío por completo, a las seis, y entonces me quedé dormido,

completamente exhausto para despertarme de nuevo en las afueras

de Bulawayo y verme cargado con una jirafa de madera, de mil

demonios, que era todo patas y cuello.

Si exceptuamos estos contratiempos, toda había marchado la mar de

bien. De pronto, ocurrió una nueva calamidad.

Fue la noche de nuestra llegada a las Cataratas. Estaba dictándole a

la señorita Pettigrew en mi salita, cuando la señorita Blair irrumpió

súbitamente en el cuarto sin una palabra de excusa y vestida de una

manera bastante comprometedora.

—¿Dónde está Anita? —exclamó.

Bonita pregunta que hacer. Como si yo fuera responsable de la

muchacha. ¿Qué esperaba ella que creyese la señorita Pettigrew?

¿Qué tenía la costumbre de sacarme a Anita Beddingfeld del bolsillo a

eso de medianoche? Muy comprometedor para un hombre de mi

posición social.







—Supongo —le respondí con frialdad— que se encuentra en su lecho.

Carraspeé y miré a la señorita Pettigrew, para darle a entender que

estaba dispuesto a continuar dictando. Confiaba que la señora Blair

sabría comprender la indirecta. No hizo tal cosa. En lugar de irse, se

dejó caer en una silla y movió un pie enzapatillado con agitación.

—No está en su cuarto. He estado allí. Tuve un sueño... un sueño

horrible... Soñé que corría un horrendo peligro. Me levanté y me dirigí

a su cuarto, nada más por tranquilizarme. No estaba allí y la cama

estaba sin deshacer.

Me miró suplicante.

—¿Qué hago, sir Eustace?

Reprimí el deseo de contestar: «Váyase a la cama y no se preocupe.

Una joven como Anita Beddingfeld sabe cuidarse divinamente sin

ayuda de nadie.» Fruncí el entrecejo.

—¿Qué dice Race a todo esto?

—¿Por qué había de librarse Race de que le importunasen? ¡Que

sufriera algunos de los inconvenientes, así como de las ventajas de la

sociedad femenina!

—No le encuentro por parte alguna.

Era evidente que pensaba pasarse la noche en vela. Suspiré y me

senté a mi vez.

—No veo yo qué motivos tiene usted para agitarse de esa manera —

dije, haciendo alarde de paciencia.

—Mi sueño...

—¡Las especias que nos pusieron en la cena!

—¡Oh, sir Eustace!

La mujer se indigno de verdad. Y, sin embargo, todo el mundo sabe

que las pesadillas son consecuencia de la falta de moderación en las

comidas.

—Después de todo —continué persuasivo—, ¿por qué no han de salir

Ana Beddingfeld y el coronel Race a dar un paseíto sin que se

alborote el hotel por ello?

—¿Usted cree que han salido a dar un paseo juntos? ¡Si son más de

las doce!

—Cuando uno es joven —murmuré— hace esas tonterías... Aun

cuando Race es indudablemente lo bastante viejo para tener un poco

más de sentido común.

—¿De veras cree usted eso?

—Nada me extrañaría que hubiesen huido juntos con el propósito de

hacer una boda romántica —proseguí, consolador, aunque me daba

perfecta cuenta de que estaba diciendo una estupidez.

Porque después de todo, en un lugar como éste, ¿adonde puede uno

huir?

No sé cuánto tiempo más me hubiese pasado diciendo sandeces de

no haber entrado en aquel momento Race. Yo había tenido razón en

parte por lo menos; él había salido a dar un paseo; pero no se había







llevado a Anita consigo. No obstante, yo no había sabido hacer frente

como era debido a la situación. No tardaron en demostrármelo. Race

volvió el hotel del revés en tres minutos. Jamás he visto hombre más

disgustado.

El suceso es extraordinario. ¿A dónde marchó la muchacha? ¿Salió

del hotel completamente vestida, a eso de las once menos diez, y ya

no se la volvió a ver? La idea de que haya podido suicidarse parece

imposible. Era una de esas jóvenes enérgicas que están enamoradas

de la vida y que no tienen la menor intención de abandonarla. No

había tren alguno, en ninguna dirección, hasta el mediodía de

mañana. Conque no puede haber abandonado el lugar. ¿Dónde

diablos puede haberse metido entonces?

Race estaba completamente fuera de sí, ¡pobre hombre! No ha

perdonado medida alguna. Todos los comisarios del distrito o como

quiera que se llamen, en centenares de millas a la redonda, han sido

movilizados. Los indígenas especializados en seguir huellas han

corrido por todas partes a cuatro patas. Todo lo que puede hacerse se

está haciendo. Pero sin hallarse rastro de Ana Beddingfeld. La teoría

que más partidarios halla es la de que era sonámbula. Hay señales en

el camino, cerca del puente, que parecen indicar que la muchacha se

despeñó con toda deliberación. Si eso es cierto, tiene que haberse

hecho pedazos contra las rocas del fondo. Por desgracia, un grupo de

turistas al que se le ocurrió ir por allá a primera hora del lunes, borró

la mayor parte de las huellas.

No me parece a mí teoría muy satisfactoria. De joven siempre me

decían que los sonámbulos no podían hacerse daño, que el instinto

les protegía. No creo que la teoría le satisficiera a la señora Blair

tampoco.

No entiendo a esa mujer, a cambiado por completo su actitud hacia

Race. Le vigila ahora como el gato al ratón y le cuesta verdaderos y

evidentes esfuerzos el mostrarse cortés con él. ¡Con lo amigos que

eran! En conjunto, no parece la misma mujer. Se muestra nerviosa e

histérica y se sobresalta y da brincos al menor sonido. Empiezo a

creer que ya va siendo hora de que marche a Jo'burg.

Ayer corrió el rumor de que existía una isla misteriosa en la parte alta

del río y que en ella se hallaban un hombre y una mujer. Race se

excitó mucho. Resultó ser una falsa alarma, sin embargo. El hombre

vive en la isla desde hace muchos años y es muy conocido del

director del hotel. Conduce a grupos de turistas y les enseña

cocodrilos e hipopótamos. Creo que tiene un cocodrilo domesticado al

que le ha enseñado a morder trozos de la embarcación de vez en

cuando. Luego lo aparta con un bichero y los turistas adquieren el

convencimiento de que han llegado a un punto completamente

salvaje por fin. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo lleva la

muchacha allí, pero parece bastante claro que no puede tratarse de

Ana, y por delicadeza, a nadie le gusta meterse en los asuntos de los







demás. De hallarme yo en el lugar de esa joven, echaría a Race de la

isla a puntapiés, sin duda alguna, si se acercaba a hacerme preguntas

acerca de mis asuntos.

Más tarde.

Ha quedado acordado definitivamente que saldré para Johannesburgo

mañana. Race me insta a que lo haga. Las cosas se están poniendo

muy feas allí, según oigo decir, pero más vale que vaya antes de que

se pongan peor. Seguramente me pegará un tiro algún huelguista

después de todo. La señora Blair había de acompañarme; pero

cambió de opinión en el último instante y decidió quedarse en las

Cataratas. Parece como si no pudiera resignarse a perder de vista a

Race. Vino a verme esta noche y dijo, con cierto titubeo, que tenía

que pedirme un favor. ¿Querría hacerme cargo de las cosas que había

comprado para recuerdo?

—¿Los animales? —pregunté, alarmado.

Siempre he tenido el presentimiento de que acabarían cargándome

con ellos tarde o temprano.

A última hora, llegamos a un acuerdo. Me hice cargo de dos cajas de

madera pequeñas, que contenían artículos frágiles. Un almacén de

aquí se cuidará de empaquetar los animales en grandes cajas de

embalaje y de enviarlos a Ciudad de El cabo por tren, donde Pagett

mirará de hacerlas almacenar.

La gente encargada de empaquetarlos dice que son de una forma un

poco complicada y que habrá que hacer cajones especiales para ellos.

Le hice ver a la señora Blair que, para cuando regrese a su casa, los

animalitos en cuestión le habrán costado más de una libra esterlina

cada uno.

Pagett se consume de impaciencia por reunirse conmigo en Jo’burg.

Usaré las cajas de la señora Blair como excusa para obligarle a

permanecer en Ciudad de El Cabo. Le he escrito diciéndole que ha de

recibir las cajas en cuestión y cuidarse de que sean colocadas en

lugar seguro, porque contienen curiosidades de inmenso valor.

Conque todo está arreglado y la señorita Pettigrew y yo nos vamos

solitos. Y todo el que haya visto a la señorita Pettigrew reconocerá

que dicha dama no corre el menor peligro en mi compañía.




CAPITULO -- XXIX

Johannesburgo, 6 marzo

Hay algo en la situación de aquí, que dista mucho de ser saludable. Si

me es lícito emplear una frase que he leído con frecuencia, diré que

vivimos al borde de un volcán. Grupos de huelguistas (o de los

hombres que dicen serlo) patrullan por las calles y le dirigen a uno

miradas asesinas. Están escogiendo a los capitalistas para cuando

llegue la hora de la matanza, supongo. No puede uno ir en taxi. Si

uno monta, los huelguistas le vuelven a sacar. Y los hoteles nos

anuncian, agradablemente, que cuando se acabe la comida, nos

echarán a todos a la calle.

Me encontré con Reeves, mi amigo el laborista del Kilmorden,

anoche. Está más acobardado que hombre alguno que haya conocido

yo jamás. Se parece a toda esta gente. Todos ellos sueltan discursos

inflamatorios inacabables, con fines políticos exclusivamente. Y luego

se arrepienten de haberlos soltado. Anda la mar de ocupado ahora

corriendo de un lado para otro y diciendo que no es suya la culpa de

lo ocurrido en realidad. Cuando me encontré con él, estaba a punto

de marcharse a Ciudad de El Cabo, donde tiene la intención de soltar

un discurso en holandés, que durará tres días, justificándose y

haciendo resaltar que las cosas que él dijo querían decir algo

completamente distinto. Así, me alegro de no tener que sentarme en

los estrados de la Asamblea Legislativa de África del Sur. Bastante

mala es ya la Cámara de los Comunes; pero por lo menos, sólo

usamos un idioma y hay ciertas restricciones a lo que se refiere a la

longitud de los discursos. Cuando visité la Asamblea antes de salir de

Ciudad de El Cabo, escuché a un caballero entrecano, de bigote lacio,

que se parecía una barbaridad a la Tortuga de Alicia en el País de las

Maravillas. Desgranaba sus palabras, una por una, de una manera la

mar de melancólica. De vez en cuando lograba imbuirse de nuevas

energías para continuar hablando mediante una exclamación que

sonaba algo así como: Plat Skitl, y que pronunciaba con una

vehemencia que contrastaba con el resto de su discurso. Cuando lo

hacía, la mitad de su auditorio gritaba: «¡Guau! ¡Guau!», qué,

posiblemente, será el equivalente a «¡Bien!, bien!», en holandés. Y la

otra mitad se despertaba con sobresalto del agradable sueño que

había estado echando. Se me dio a entender que el caballero aquel

llevaba hablando tres días, por lo menos. Deben de tener la mar de

paciencia en África del Sur.

He inventado tareas sin fin para que Pagett no se mueva de Ciudad

de El Cabo; pero la fertilidad de mi imaginación ha acabado

agotándose y viene a reunirse conmigo mañana con el mismo ánimo

que el perro que acude a morir al lado de su amo. ¡Con lo bien que

marchaban mis «Reminiscencias»! ¡Había inventado unas cosas

extraordinariamente graciosas e ingeniosas que los cabecillas de la

huelga me habían dicho a mí, y que yo había dicho a los cabecillas de

la huelga!

Esta mañana se entrevistó conmigo un funcionario del Gobierno. Se

mostró cortés, persuasivo, y misterioso. Empezó haciendo alusión a

mi exaltada posición y a mi importancia. Y sugirió que me trasladara,

o me dejara trasladar por él a Pretoria.

—Así, pues, ¿espera usted jaleo? —pregunté.

La contestación que me dio estaba concebida en términos tales, que

nada en absoluto significaban. Conque deduje que esperaba que

hubiese jaleo muy serio. Le insinué que su Gobierno estaba dejando

que las cosas fuesen demasiado lejos.

—A un hombre —dijo sentenciosamente el otro— se le puede dejar

obrar libremente para que él mismo se eche la zancadilla.

—En efecto... en efecto...

—No son los huelguistas los que arman el jaleo. Existe una

organización que los azuza y apoya. Están entrando armas y

explosivos en grandes cantidades y hemos logrado apoderarnos de

ciertos documentos que derraman mucha luz sobre los métodos

empleados para importarlos. Tienen una clave especial «Patatas»

significa «detonadores»; «coliflor», «escopetas», otras legumbres

representan distintos explosivos.

—Es muy interesante todo esto —comenté.

—Aún hay más, sir Eustace: tenemos toda suerte de razones para

creer que el hombre que lo dirige todo, el genio organizador, se halla

actualmente en Johannesburgo.

Me miró con tal fijeza al decirlo, que empecé a temer que me creyera

a mí el genio en cuestión. Empecé a sudar al pensarlo y me arrepentí

de haber concebido la idea de inspeccionar una revolución miniatura.

—No funcionan trenes entre Jo'burg y Pretoria —continuó—; pero

puedo arreglar las cosas para que marche usted en automóvil

particular. Pero si le detuvieran por el camino, puedo suministrarle

dos pases distintos: un salvoconducto del Gobierno de la Unión y otro

en el que se diga que es usted un turista inglés que no tiene nada

que ver con la Unión.

—Uno para su gente y otro para los huelguistas, ¿verdad?

—Justo.

La idea no me hacía ni pizca de gracia. Ya sé lo que ocurre en casos

así. Se azora uno y se hace un lío. Entregaría el salvoconducto

equivocado y acabaría fusilado por un rebelde sanguinario, o por uno

de los partidarios de la Ley y el Orden a quienes veo de patrulla por

las calles, con sombrero hongo, fumando en pipa y con la escopeta

metida descuidadamente bajo el brazo. Además, ¿qué haría yo en

Pretoria? ¿Admirar la arquitectura de los edificios de la Unión

Sudafricana y escuchar el eco de los disparos, hechos en los

alrededores de Johannesburgo? ¿Quedaría encerrado allá, Dios sabe

cuánto tiempo? Tengo entendido que han volado la vía férrea ya. Y no

es como si pudiera uno echar un trago tranquilamente allí, por

añadidura. Hace dos días que proclamaron la ley marcial.

—Mi querido amigo —le contesté—; no parece usted darse cuenta de

que he venido a estudiar la situación en el Rand. ¿Cómo diablos

quiere que la estudie desde Pretoria? Agradezco su interés por mi

seguridad; pero no se moleste por mí. Nada me sucederá.

—Le advierto, sir Eustace, que la situación es seria.

—Si ayuno un poco, conservaré mejor la línea —respondí, con un

suspiro.

Fuimos interrumpidos por la llegada de un telegrama con mi nombre.

Lo leí con asombro:

«Anita sana y salva. Aquí conmigo en Kimberley. Susana Blair.»

No creo haber creído nunca en la aniquilación de Anita. Esa jovencita

parece singularmente indestructible. Se parece a esas pelotas

patentadas que da uno a los perros para que jueguen. Posee la

extraordinaria facultad de reaparecer siempre con la sonrisa en los

labios. Sigo sin comprender por qué tuvo necesidad de salir del hotel

a medianoche para ir a Kimberley. De todas formas, tampoco había

tren. Tendrá que haberse puesto un par de alas de ángel y haber

volado hasta allí. Y no supongo que llegue a explicármelo nunca.

Nadie da explicaciones, por lo menos a mí. Siempre tengo que

adivinar las cosas. Y resulta monótono cuando tiene uno que estar

haciendo siempre lo mismo. Con toda seguridad, ello obedecerá a las

exigencias del periodismo. «Cómo salté en bote las cataratas», por

Nuestra Enviada Especial.

Doblé el telegrama y me deshice de mi amigo gubernamental. No me

gusta la perspectiva de quedarme con hambre; pero no me alarma el

peligro que pueda correr. Smuts se basta y se sobra para acabar con

la revolución. Pero, daría una buena cantidad por algo que beber.

¿Tendrá Pagett suficiente sentido común para traer consigo una

botella de whisky cuando llegue mañana?

Me puse el sombrero y salí, con la intención de comparar unos

cuantos recuerdos. Las tiendas de curiosidades de Johannesburgo son

bastante agradables. Estaba contemplando un escaparate lleno de

objetos de arte, cuando un hombre que salía de la tienda tropezó

conmigo. Con gran sorpresa mía, resultó ser Race.

Confieso que no pareció muy encantado de verme. Mejor dicho, su

rostro reflejaba disgusto más que otra cosa; pero insistí en que me

acompañara al hotel. Me canso de no tener a nadie más que a la

señorita Pettigrew con quien poder hablar.

—No tenía la menor idea de que se hallara usted en Jo'burg —le dije

en tono de quien tiene muchas ganas de hablar—. ¿Cuándo llegó?

—Anoche.

—¿Dónde se aloja?

—Con amigos.

Mostró tendencia a ser extraordinariamente taciturno y pareció hallar

embarazosa mi pregunta.

—Espero que tendrán aves de corral —observé—. Resultará agradable

dentro de muy poco una dieta de huevos frescos y algún que otro

pollo viejo si es cierto todo lo que se dice.

—A propósito —dije, cuando nos hallamos de nuevo en el hotel—, ¿se

ha enterado de que la señorita Beddingfeld está viva y coleando?

El movió afirmativamente la cabeza.

—Nos dio un verdadero susto —proseguí—. Me gustaría saber a

dónde diablos fue aquella noche.

—Estuvo en la isla cuando la andábamos buscando.

—¿Qué isla? No será aquélla en que se encontraba el joven.

—Sí que lo es.

—¡Cuan bochornoso! —murmuré—. Pagett quedará escandalizado.

Jamás fue Anita Beddingfeld santo de su devoción. ¿Supongo que se

trataría del mismo joven con quien había tenido la intención de

reunirse en Durban primeramente?

—No lo creo.

—No me diga nada que no quiera decirme —le dije para animarle.

—Se me antoja que se trata de un joven al que todos quisiéramos

echar el guante.

—¿No será...? —exclamé con creciente excitación.

El movió afirmativamente la cabeza.

—Enrique Rayburn, alias Enrique Lucas... Este último es su verdadero

nombre en realidad. Se nos ha escapado a todos otra vez; pero

acabaremos atrapándole... y sin tardar mucho, por añadidura.

—¡Caramba, caramba! —murmuré.

—Sea como fuere, no creemos que la muchacha sea cómplice suya.

Por su parte sólo se trata de... una cuestión de amor.

Siempre me había parecido que Race estaba enamorado de Anita. La

forma en que dijo las últimas palabras confirmaron mis sospechas.

—Se ha marchado a Beira —prosiguió, con cierta precipitación.

—¿Sí? —respondí mirándole con fijeza—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Me escribió desde Bulawayo anunciándome que regresaba a

Inglaterra por ese camino. Es lo mejor que puede hacer, pobre chica.

—No sé por qué me parece que no está en Beira —dije, pensativo.

—Estaba a punto de salir para allá cuando escribió.

Quedé un poco extrañado. Alguien mentía. Sin pararme a pensar que

Anita pudiera tener excelentes motivos para intentar despistar, me

permití el gusto de darle en las narices a Race. ¡Se muestra siempre

tan seguro! Parece como si diera a sus palabras valor de sentencia.

Saqué el telegrama del bolsillo y se lo entregué.

—Entonces, ¿cómo se explica esto? —inquirí, tranquilamente.

Pareció quedar estupefacto.

—Dijo que estaba a punto de salir para Beira —contestó como

aturdido.

Ya sé que a Race se le tiene por inteligente. En mi opinión, sin

embargo, es un hombre bastante estúpido. No parecía habérsele

ocurrido que las muchachas no siempre dicen la verdad.

—Kimberley, por añadidura... ¿Qué está haciendo allí? —murmuró.

—Si; eso me sorprendió. Yo hubiese creído que la señorita

Beddingfeld acudiría aquí con el fin de recoger noticias para su

periódico.

—Kimberley —volvió a decir. Dijérase que el nombre le producía

disgusto—. No hay nada que ver allí... las minas no funcionan.

—Ya sabe usted lo que son las mujeres —dije yo.

Sacudió la cabeza y se fue. Es evidente que le he dado algo en qué

pensar.

No bien se hubo marchado, apareció de nuevo el funcionario

gubernamental.

—Espero que me perdonará usted por molestarle otra vez, sir Eustace

—se excusó—; pero quisiera hacerle una pregunta o dos. ¿Querrá

usted contestarme sinceramente?

—No hay inconveniente, amigo mío —le repuse alegremente—. Ya

puede usted preguntar.

—Se relacionan con su secretario...

—No sé una palabra de él —me apresuré a decir—. Se me colgó en

Londres, me robó documentos de valor que me van a costar a mí un

disgusto... y desapareció como por arte de magia en Ciudad de El

Cabo. Es cierto que me hallaba yo en las Cataratas al mismo tiempo

que él; pero yo me encontraba en el hotel y él en una isla. Le puedo

asegurar que no le he puesto la vista encima en todo el tiempo que

he estado allí.

Me detuve a recobrar el aliento.

—No me ha comprendido usted. De quien hablaba era de su otro

secretario.

—¿Cómo? ¿De Pagett? —exclamó, asombrado—. Lleva ocho años

conmigo... es un hombre de toda confianza.

Mi interlocutor sonrió.

—Seguimos sin entendernos. Me refiero a la señorita.

—¿A la señorita Pettigrew? —exclamé.

—Sí. Se la ha visto salir de la tienda de Curiosidades Indígenas de

Agrasato.

—¡Dios Santo! —le interrumpí—. Tenía la intención de entrar en esa

tienda yo esta tarde. ¡Hubiera podido sorprenderme a mí saliendo de

allí!

No parece haber en Jo'burg cosa inocente alguna que pueda uno

hacer sin que despierte las sospechas de alguien.

—¡Ah! Es que ha estado allí más de una vez... y en circunstancias

sospechosas. Más vale que le diga, en confianza, sir Eustace... que se

cree que la tienda en cuestión es el punto de cita empleado por la

organización culpable de esta huelga. Por eso me gustaría saber todo

lo que usted pudiese decirme de esa señorita. ¿Dónde y cómo llegó

usted a aceptar sus servicios?

—Me fue prestada —le repliqué fríamente— por el propio gobierno de

la Unión Sudafricana.

Se quedó completamente aplastado.




CAPITULO -- XXX

Se continúa el relato de Anita

En cuanto llegué a Kimberley, telegrafié a Susana. Se reunió conmigo

allí a toda prisa, anunciando su llegada por anticipado con telegramas

expedidos por el camino. Quedé la mar de sorprendida al comprobar

que me apreciaba mucho en realidad. Creí que yo no había sido para

ella más que una novedad; pero me echó los brazos al cuello y lloró

de verdad cuando volvió a verme.

Cuando nos hubimos rehecho un poco de nuestra emoción, me senté

en la cama y le conté toda la historia, del principio al fin.

—Siempre sospechaste del coronel Race —dijo, pensativa, una vez

terminé—. Yo no... hasta la noche en que desapareciste. ¡Le

encontraba tan simpático desde el primer momento y creía ver en él

tan buen esposo para ti...! Oh, Ana, querida, no te enfades, pero,

¿cómo sabes que ese joven tuyo dice la verdad? ¿Crees a pies

juntillas todo lo que él dice?

—¡Claro que si! —exclamé, indignada.

—Pero, ¿qué encuentras en él que tanto te atrae? Yo no le veo nada,

como no sea que es alocado y bien parecido, y que hace el amor con

una mezcla de caíd y de hombre de las cavernas.

Descargué mi ira sobre Susana durante unos minutos.

—Como tú estás bien casada y te estás poniendo gorda, has olvidado

la existencia del romanticismo.

—¡Oh! ¡No me estoy poniendo gorda, Anita! Con lo preocupada que

me has tenido últimamente, debo de haberme quedado en los

huesos.

—Pareces singularmente bien alimentada —le contesté con frialdad—.

Debes de haber engordado tres o cuatro kilos por lo menos.

—Y habría que discutir eso de que estoy bien casada —continuó

Susana, con melancólica voz—. He estado recibiendo cablegramas

terribles de Clarence, en los que me ordena que vuelva

inmediatamente a casa. Acabé por no contestarle y ahora hace

quince días que no tengo noticias de él.

Me temo que no tomé muy en serio las preocupaciones matrimoniales

de Susana. Sabrá convencer a Clarence divinamente cuando llegue el

momento. Encaucé la conversación hacia el tema de los diamantes.

Susana me miró con la boca abierta.

—Te explicaré, Anita... En cuanto empecé a desconfiar del coronel

Race, me quedé la mar de preocupada por los diamantes. Quería

quedarme en las Cataratas, por si acaso te tenía secuestrada allí

cerca, pero no sabía qué hacer con las piedras preciosas. Tenía miedo

de conservarlas en mi poder...

Miró a su alrededor con inquietud, como si temiera que las paredes

tuviesen oídos y luego me susurró vehemente al oído:

—Fue una idea magnífica —aprobó—. Para entonces, quiero decir.

Ahora resulta un poco fastidioso eso. ¿Qué hizo sir Eustace de las

cajas?

—Las grandes se expidieron a Ciudad de El Cabo. Recibí noticias de

Pagett antes de irme de las Cataratas y, con ellas, adjuntó el recibo

del lugar en que las había depositado. Y a propósito, sale de Ciudad

de El Cabo hoy para reunirse con sir Eustace en Johannesburgo.

—Ya... —murmuré pensativa—. ¿Y dónde están las cajas pequeñas?

—Supongo que sir Eustace las tiene a su lado.

Reflexioné:

—Bueno —dije por fin—; es una complicación, pero creo que están

seguros. Más vale que no hagamos nada de momento.

Susana me miró con una sonrisa.

—No te gusta estar sin hacer nada, ¿verdad, Anita?

—No mucho —repuse con sinceridad.

Lo que sí podía hacer era conseguir una guía de ferrocarriles y

averiguar a qué hora pasaría por Kimberley el tren en que viajaba

Pagett. Descubrí que llegaría la tarde siguiente a las cinco cuarenta,

para volver a salir a las seis. Tenía deseos de ver a Pagett lo más

aprisa posible y se me antojó aquélla una buena oportunidad. La

situación se estaba poniendo muy seria en el Rand y podría

transcurrir mucho tiempo antes de que se me presentara otra

ocasión.

La única cosa que animó un poco el día fue un cable procedente de

Johannesburgo. Un cable, cuyo contenido no podía parecer más

inocente:

«Llegado sano y salvo. Todo marcha bien. Eric aquí. También

Eustace, pero no Guy. No te muevas de dónde estás, de momento.

Andy.»

Eric era un seudónimo de Race. Lo había escogido yo, porque es un

nombre que me es antipatiquísimo. No había nada que hacer,

evidentemente, hasta que viese a Pagett. Susana se entretuvo

expidiendo un cablegrama largo y apaciguador a Clarence. Se puso

verdaderamente sentimental. A su manera —que, claro está, es

distinta a más no poder de la mía y de Enrique— le tiene mucho

cariño, demasiado, a Clarence.

—¡Ojalá estuviese aquí, Anita! —exclamó, con un nudo en la

garganta—. ¡Hace tanto tiempo que no lo he visto!

—Ponte un poco de crema facial —le dije, consoladora.

Susana se frotó un poco de crema en la punta de su encantadora

naricita.

—Y necesitaré más crema pronto, por añadidura —observó—. Y esta

clase sólo se puede comprar en París —exhaló un suspiro—. ¡París!

—Susana —dije—, dentro de poco estarás harta a más no poder de

África y de aventuras.

—Me gustaría un sombrerito que fuera elegante de verdad —contestó

ella con añoranza—. ¿Quieres que te acompañe a ver a Pagett

mañana?

—Prefiero ir sola. Le costará más trabajo hablar delante de las dos.

Así fue que me hallaba yo en la puerta del hotel a la tarde siguiente

forcejeando con una sombrilla recalcitrante que se negaba a abrirse,

mientras Susana yacía apaciblemente sobre la cama con un libro y

una cesta de fruta.

Según el conserje, el tren se portaba bien aquel día y llegaría casi a

su hora, aunque dudaba que lograse recorrer todo el camino hasta

Johannesburgo. Me aseguró solemnemente que los huelguistas

habían volado la vía. ¡Como para animar a cualquiera!

No me costó dar con Pagett.

—¡Ah, señorita Beddingfeld!, tenía entendido que había desaparecido

usted.

—He vuelto a reaparecer —le dije en tono solemne—. Y, ¿cómo está

usted, señor Pagett?

—Muy bien, gracias..., aguardando con ansiedad el momento de

reanudar mi trabajo al lado de sir Eustace.

—Señor Pagett —dije—, quiero preguntarle una cosa. Espero que no

se dará por ofendido. Depende de su contestación mucho más de lo

que usted puede suponer. Deseo saber qué era lo que hacía usted en

Marlow el ocho de enero pasado.

Experimentó un violento sobresalto.

—La verdad, señorita Beddingfeld... Yo... la verdad...

—Estuvo allí, ¿sí o no?

—Yo... Estuve allí por razones particulares, sí.

—¿Querría decirme qué razones eran ésas?

—¿No se las ha dicho ya sir Eustace?

—¿Sir Eustace? ¿Las conoce acaso?

—Casi estoy seguro de que sí. Había tenido la esperanza de que no

me hubiese reconocido; pero, por las insinuaciones que ha hecho y

sus comentarios, me temo que sí me reconoció. En cualquier caso, mi

intención era confesar la verdad y presentar la dimisión. Es un

hombre muy raro, señorita Beddingfeld, con un sentido humorístico

anormal. Parece distraerle mantenerme como sobre ascuas.

Seguramente ha conocido los hechos desde el primer instante. Es

posible que los conozca desde hace mucho tiempo; varios años.

Confié en que, tarde o temprano, acabaría comprendiendo de qué

hablaba Pagett. Él prosiguió:

—A un hombre de la posición de sir Eustace le es muy difícil colocarse

en mi lugar. Sé que hice mal, pero me pareció un engaño inofensivo.

Hubiese considerado más noble su proceder si me hubiera hablado

claramente en lugar de permitirse toda suerte de bromas maliciosas a

expensas mías.

Sonó un silbido y la gente empezó a subirse de nuevo al tren.

—Sí, señor Pagett —le interrumpí—. Estoy completamente de acuerdo

con todo lo que dice sir Eustace. Pero, ¿por qué fue usted a Marlow?

—Hice mal; pero estaba justificado en las circunstancias... Sí; yo creo

que en aquellas circunstancias puede perdonarse.

—¿Qué circunstancias? —le pregunté.

Pagett pareció darse cuenta por primera vez de que le estaba

haciendo una pregunta. Su pensamiento se apartó de las

peculiaridades de sir Eustace y de lo justificado de su caso y

concentró en mí sus miras.

—Usted perdone, señorita Beddingfeld —dijo con cierta altivez—;

pero no veo yo que sea cuenta de usted nada de todo eso.

Se hallaba a bordo del tren ya, y me hablaba asomado a la

plataforma. Me sentí desesperada. ¿Qué podía hacer una con un

hombre así?

—Claro está, es una cosa tan terrible, que se avergüenza usted de

hablarme de ella... —empecé a decir, con rencor.

Había dado con su punto flaco por fin. Pagett se puso rígido y

colorado.

—¿Horrible? ¿Avergonzarme? No lo comprendo.

—Pues, dígalo entonces.

Me lo dijo en tres breves frases. ¡Conocía por fin el secreto de Pagett!

No era, ni mucho menos, lo que yo me había esperado.

Regresé lentamente al hotel. Allí me fue entregado un telegrama. Lo

abrí. Contenía instrucciones detalladas y completas para que me

dirigiera inmediatamente a Johannesburgo, donde me saldría al

encuentro con un automóvil.

Y no iba firmado por Andy, sino por Enrique. Me senté en una silla y

me puse a pensar con todas mis facultades en tensión.




CAPITULO -- XXXI

Extracto del Diario de sir Eustace

Johannesburgo, 7, marzo

Ha llegado Pagett. Tiene un miedo atroz, claro está. Propuso

inmediatamente que nos marchásemos a Pretoria. Luego cuando le

dije bondadosamente pero con firmeza que nos íbamos a quedar

aquí, se fue de un extremo a otro. Sintió no tener su escopeta y

empezó a vanagloriarse de haber defendido no sé qué puente durante

la Guerra Europea. Un puente de ferrocarril en Puddecombe de Abajo

o algo por el estilo.

Le corté en seco en seguida, ordenándole que desempaquetara la

máquina de escribir grande. Creí que eso le daría que hacer bastante

rato, porque era seguro que la máquina se había estropeado —

siempre sucede algo así—, y tendría que llevarla a alguna parte para

que se la arreglasen. Pero había olvidado la facultad de Pagett de

tener siempre razón.

—Ya he abierto todas las cajas, sir Eustace. La máquina de escribir se

halla en perfecto estado.

—¿Qué quiere decir... todas las cajas?

—Las dos cajas pequeñas también.

—Le agradecería que no se excediese usted tanto en el cumplimiento

de sus obligaciones, Pagett. Esas cajas pequeñas no tenían nada que

ver con usted. Son propiedad de la señora Blair.

Pagett se quedó alicaído. Lo que más rabia le daba era cometer un

error.

—Conque puede ponerse a empaquetarlas bien otra vez —le

anuncié—. Cuando lo haya hecho puede salir a echar una mirada a su

alrededor. Es probable que Jo'burg se haya convertido en un montón

de humeantes escombros mañana; conque tal vez sea ésta la última

ocasión que tenga de ver la ciudad.

Se me antojó que así me lo quitaría del paso, durante toda la mañana

por lo menos.

—Deseo decirle una cosa, sir Eustace, cuando disponga de tiempo

para escucharme.

—No lo tengo ahora —me apresuré a contestarle—. En este instante

no tengo ni pizca de tiempo disponible.

Pagett se retiró.

—A propósito —dije, llamándole—, ¿qué contenían las cajas de la

señora Blair?

—Unas alfombritas de piel y un par de... sombreros de piel, creo que

son.

—Justo —asentí—. Los compró en el tren. Sí que son sombreros... de

cierta clase... aunque no me extraña que dudara usted en

reconocerlos como tales. Nada de particular tendría que se le

ocurriera a la señora Blair estrenar uno en las carreras de caballos de

Ascot. ¿Qué más había?

—Unos rollos de película y unas cestas..., muchas cestas...

—Me lo figuro. La señora Blair es una de esas mujeres que todo lo

compran por docenas.

—Creo que eso es todo, sir Eustace, excepción hecha de unas cuantas

chucherías, un velo de automovilismo, unos guantes... y cosas así.

—De no haber sido usted idiota de nacimiento, Pagett, hubiera

comprendido usted desde el primer momento que nada de eso podría

ser mío.

—Pensé que parte de ello pudiera pertenecer a la señorita Pettigrew.

—Ah, eso me recuerda... ¿Cómo se ha atrevido a escogerme una

mujer de tan dudosa moralidad como secretaria?

Y le conté el interrogatorio a que se me había sometido. Me arrepentí

inmediatamente porque noté en sus ojos un brillo harto conocido.

Cambié de tópico a toda prisa. Pero era demasiado tarde. Pagett se

había puesto en pie de guerra.

Se puso a matarme de aburrimiento con un largo relato, sin pies ni

cabeza, de algo sucedido a bordo del Kilmorden. Se trataba de un

rollo de película y una apuesta. De un rollo de película que un

mayordomo —que debía haber tenido más sentido común—, había

tirado por un portillo a medianoche. No me gustan las bromas

pesadas. Así se lo dije a Pagett. Con lo que sólo conseguí que

empezara a contarme la historia otra vez. Sea como fuere, es una

verdadera calamidad contando cosas. No sabía hacerlo. Y tardé

mucho rato en comprender aquello que deseaba contarme.

No volví a verle hasta el mediodía. Entonces entró rebosando de

excitación, como un sabueso sobre la pista. Nunca me han gustado

los sabuesos. Del borbotón de palabras que pronunció, saqué la

consecuencia de que había visto a Enrique Rayburn.

—¿Cómo? —exhalé, con sobresalto.

Sí; había visto cruzar la calle a un hombre que estaba seguro que era

Enrique Rayburn. Pagett le había seguido.

—¿Y con quién cree que le vi pararse a hablar? ¡Con la señorita

Pettigrew!

—¿Cómo?

—Sí, sir Eustace. Y eso no es todo. He estado haciendo

averiguaciones acerca de esa señorita.

—Aguarde un poco. ¿Qué fue de Rayburn?

—Entró con la señorita Pettigrew en la tienda de curiosidades de la

esquina...

Exhalé una exclamación involuntaria. Pagett me miró interrogador.

—Nada —dije—. Prosiga.

—Aguardé a la puerta la mar de tiempo..., pero no salieron. Por fin,

entré yo, sir Eustace... ¡no había nadie en el establecimiento! Tiene

que haber otra salida.

Le miré boquiabierto.

—Como decía —continuó—, regresé al hotel e hice algunas preguntas

acerca de la señorita Pettigrew.

Pagett bajó la voz y respiró con fatiga, como suele hacer siempre que

pretende hablar con confianza. Dijo:

—Sir Eustace... se vio salir un hombre de su cuarto anoche.

—¡Y yo que la había considerado siempre una señorita de acrisolada

honradez! —murmuré.

Pagett prosiguió, sin hacer caso:

—Subí inmediatamente y registré su cuarto. ¿Qué cree que encontré?

Sacudí negativamente la cabeza.

—Esto.

Pagett me enseñó una maquinilla de afeitar y una barra de jabón.

—¿Para qué había de tener semejantes cosas una mujer?

Supongo que Pagett nunca lee los anuncios de las revistas femeninas

de la alta sociedad. Yo, sí. Aunque no tenía la menor intención de

discutir el asunto con él, me negué a aceptar la presencia de la

maquinilla de afeitar como prueba concluyente del sexo de la señorita

Pettigrew. ¡Pagett es un hombre tan anticuado! Nada me hubiera

sorprendido que hubiera presentado una pitillera en apoyo de su

teoría. No obstante, hasta el propio Pagett tiene sus límites.

—No está usted convencido, sir Eustace. Bien, ¿qué me dice usted a

eso, entonces?

Inspeccioné lo que esgrimía, triunfante.

—Parece pelo —observé sin disminuir cierta repugnancia.

—Lo parece y lo es. Creo que se trata de lo que llaman un tupé.

—¿De veras?

—Y ahora, ¿está usted convencido de que la Pettigrew es, en

realidad, un hombre disfrazado de mujer?

—La verdad, amigo Pagett, creo que sí. Debí haberlo comprendido

con sólo mirarle los pies.

—Bien; eso queda resuelto, pues. Y ahora, sir Eustace, deseo hablarle

de mis asuntos particulares. No puedo dudar, por sus insinuaciones y

por sus continuas referencias a la época en que estuve en Florencia

que ha descubierto usted la verdad.

Por fin va a quedar revelado el misterio de lo que hizo Pagett en

Florencia.

—Haga una confesión completa, amigo mío —le dije

bondadosamente—. Es mucho mejor.

—Gracias, sir Eustace.

—¿Se trata del marido? Son una verdadera pejiguera los maridos.

Siempre se presentan cuando uno menos lo espera.

—No lo entiendo, sir Eustace. ¿El marido de quién?

—De la dama.

—¿De qué dama?

—¡Bendito sea Dios, Pagett! ¿Qué dama ha de ser? La que conoció

usted en Florencia. Tiene que haber habido una dama. No me diga

que lo único que ha hecho ha sido cometer un robo en una iglesia o

pegarle una puñalada trapera a un italiano porque no le gustaba su

cara.

—No consigo comprenderle, sir Eustace. Supongo que bromea.

—Soy un hombre muy divertido a veces, cuando me molesto en serlo.

Pero puedo asegurarle que no intento ser gracioso en este instante.

—Confiaba que, como se hallaba usted muy lejos de mí, no me habría

reconocido, sir Eustace.

—Que no le habría reconocido..., ¿dónde?

—En Marlow, sir Eustace.

—¿En Marlow? ¿Qué diablos hacía usted en Marlow?

—Creí que comprendería usted que...

—Empiezo a comprender menos cada vez. Vuelva al principio de la

historia y comienzo de nuevo. Fue a Florencia...

—Así, pues... ¡no está enterado después de todo! ¡Y no me reconoció!

—Al parecer, se ha adelantado usted innecesariamente... acobardado

por su propia conciencia. Pero podré juzgar mejor el caso cuando

haya oído la historia completa. Vamos. Tome aliento y empiece otra

vez. Fue a Florencia...

—Es que no fui a Florencia. Ahí está la cosa.

—Pues, ¿a dónde fue usted entonces?

—Me fui a casa..., a Marlow.

—¿Qué diablos quería usted hacer en Marlow?

—Deseaba ver a mi esposa. Se hallaba muy delicada y esperaba...

—¿Su esposa? Pero, ¡si yo no sabía que estuviese usted casado!

—No, sir Eustace; eso es lo que le estoy diciendo. Le engañé sobre

este particular.

—¿Cuánto tiempo lleva casado?

—Un poco más de ocho años. Llevaba casado seis meses justos

cuando entré a su servicio como secretario. No quería perder la

colocación. No se suele admitir a un hombre casado como secretario

interno. Conque oculté mi estado.

—Me deja usted sin aliento —observé—. ¿Dónde ha estado ella

durante todos estos años?

—Tenemos alquilada una casita en Marlow, a orillas del río y no muy

lejos de la Casa del Molino desde hace más de cinco años.

—¡Bendito sea Dios! —exclamé—. ¿Hay descendencia?

—Cuatro hijos, sir Eustace.

Le miré con cierto estupor. Debía de haber comprendido, desde el

primer instante, que un hombre como Pagett no podía tener un

secreto vergonzoso. La honradez de Pagett ha sido siempre mi

pesadilla. Aquélla era la única clase de secreto que un hombre así

podía tener: una mujer y cuatro hijos.

—¿Le ha dicho usted esto a alguna otra persona más? —le pregunté,

por fin, después de haberle contemplado como fascinado durante un

buen rato.

—Sólo a la señorita Beddingfeld. Salió a verme a la estación de

Kimberley.

Seguí mirándole fijamente. Se puso nervioso bajo mi mirada.

—Espero, sir Eustace, que no estará usted seriamente enfadado

conmigo.

—Mi querido amigo —murmuré—, no tengo inconveniente en decirle

que... ¡buena la ha hecho usted!

Salí de bastante mal humor. Al pasar junto a la tienda de

curiosidades de la esquina, me asaltó una tentación irresistible y

entré. El propietario me sonrió obsequioso.

—¿Puedo enseñarle algo...? ¿Pieles? ¿Curiosidades?

—Deseo algo que salga de lo corriente —le contesté—. Lo necesito

para una ocasión especial. ¿Qué puede usted ofrecerme?

—Tenga la amabilidad de pasar a la trastienda. En ella hallará

muchas especialidades... extraordinarias.

Allí fue donde cometí un error. ¡Y yo que creí que estaba siendo tan

listo! Le seguí a la trastienda oculta tras gruesos cortinajes.




CAPITULO -- XXXII

Se reanuda el relato de Anita

Tuve la mar de jaleo con Susana. Discutió, suplicó, hasta lloró antes

de dejarme poner en práctica mi plan. Pero acabé saliéndome con la

mía. Prometió seguir mis instrucciones al pie de la letra y bajó a la

estación a despedirse, lacrimosa, de mí.

Llegué a mi destino a la primera hora de la mañana siguiente. Me

esperaba un holandés bajito, de barba negra, a quien jamás había

visto hasta entonces. Tenía aguardando un coche y en él nos fuimos.

Se oían unos estampidos raros a lo lejos y le pregunté qué eran.

«Disparos», me contestó lacónicamente. ¡Conque se estaba luchando

en Johannesburgo!

Colegí que nuestro objetivo se hallaba en los suburbios de la

población. Torcimos, volvimos a torcer y nos desviamos varias veces

hasta llegar allí y los disparos sonaban cada vez más cerca. Resultaba

emocionante. Nos detuvimos por fin ante un desvencijado edificio.

Nos abrió la puerta un cafre. Mi guía me hizo una seña para que

entrara. Me quedé indecisa en el vestíbulo. El hombre pasó delante

de mí y abrió otra puerta.

—La joven que viene a ver al señor Rayburn —anunció.

Y se echó a reír.

Entré. La habitación estaba austeramente amueblada y olía a humo

de tabaco barato. Un hombre se hallaba sentado en una mesa,

escribiendo. Alzó la cabeza y enarcó las cejas.

—¡Caramba! —murmuró— ¡Si es la señorita Beddingfeld!

—Debo de estar viendo doble —me excusé—. ¿Es el señor Chichester,

o se trata de la señorita Pettigrew? Se parece extraordinariamente a

ambos.

—Ambas personalidades se hallan en suspenso actualmente. Me he

quitado las faldas y los hábitos también. ¿No quiere sentarse?

—Parece ser —observé— que me he equivocado de dirección.

—Desde su punto de vista, me temo que sí. Pero, señorita

Beddingfeld, ¿cómo se ha dejado pillar en una trampa por segunda

vez?

—No he dado muestras de mucho talento, en efecto —asentí, sumisa.

Mi comportamiento le intrigó.

—Parece tomarse las cosas con mucha tranquilidad —observó

secamente.

—¿Adelantaría algo poniéndome hecha una fiera?

—Nada en absoluto.

—Mi tía abuela Juana solía decirme que una señora de verdad no se

escandaliza ni se sorprende nunca, ocurra lo que ocurra —murmuré,

reminiscente—. Procuro mantenerme a la altura de sus enseñanzas.

Leí tan claramente la opinión del señor Chichester Pettigrew en su

rostro, que me apresuré a hablar de nuevo.

—Es usted verdaderamente maravilloso en sus caracterizaciones —

reconocí generosamente—. Mientras desempeñó el papel de la

señorita Pettigrew no le reconocí... ni siquiera cuando rompió la punta

del lápiz de sorpresa al verme encaramar en el tren de Ciudad de El

Cabo.

Golpeó la mesa con el lápiz que tenía en la mano en aquellos

instantes.

—Todo eso está muy bien; pero es preciso que vayamos al grano...

¿Quizá, señorita Beddingfeld, adivine por qué nos es necesaria su

presencia aquí?

—Me perdonará usted —dije—; pero no tengo costumbre de tratar

asunto alguno con subordinados.

Había leído la frase, o algo que se le parecía, en la circular de un

usurero y me había gustado. Desde luego, surtió un efecto

devastador en el señor Chichester Pettigrew. Abrió la boca y volvió a

cerrarla. Le miré radiante.

—Es uno de los axiomas de mi tío abuelo Jorge —agregué—. El

marido de mi tía abuela, ¿comprende? Fabricaba bolas para camas de

metal.

—Creo que debería cambiar de tono, jovencita.

No le respondí, sino que bostecé, un bostezo delicado que insinuaba

un aburrimiento intenso.

—¿Qué demonios...? —empezó a decir.

Le interrumpí.

—Le aseguro que nada adelantará gritándome. Estamos perdiendo el

tiempo aquí. No tengo la menor intención de hablar con

subordinados. Se ahorrará la mar de tiempo y molestias si me

conduce usted derecha a sir Eustace Pedler.

-¿A...?

Me miró estupefacto.

—Sí —dije—. A sir Eustace Pedler.

—Yo..., yo... Perdone...

Salió corriendo del cuarto como un conejo. Aproveché la espera para

abrir el bolso y empolvarme la nariz. Me ladeé el sombrero también,

para que mi aspecto resultara más agradable. Luego me dispuse a

esperar con paciencia el regreso de mi enemigo.

Reapareció con aire mucho más sumiso que cuando marchara.

—¿Tiene la bondad de seguirme, señorita Beddingfeld?

Le seguí escalera arriba. Llamó a la puerta de un cuarto. Dijeron

«Adelante» desde dentro y él abrió y me hizo pasar.

Sir Eustace Pedler se puso en pie de un brinco y salió a mi encuentro,

jovial y sonriente.

—Vaya, vaya, señorita Ana —me estrechó cordialmente la mano—

Estoy encantado de verla. Tenga la bondad de sentarse. ¿No está

cansada del viaje? ¡Magnífico!

Se sentó frente a mí, radiante aún. Me dejó completamente

desconcertada. ¡Obraba con tanta naturalidad!

—Ha hecho usted bien en insistir en que se la condujera a mi

presencia —prosiguió—. Minks es un imbécil. Buen artista..., pero,

imbécil. Era Minks el hombre con quien habló abajo.

—¿De veras? —murmuré, desconcertada aún.

—Y ahora —dijo sir Eustace, alegremente—. Vayamos al grano.

¿Desde cuándo sabe usted que yo soy el «Coronel»?

—Desde que el señor Pagett me dijo que le había visto en Marlow

cuando se le creía a usted en Cannes.

Sir Eustace asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí; le dije al muy imbécil que buena la había hecho. No me

comprendió, naturalmente. Estaba demasiado preocupado por si yo le

había reconocido a él. No se le ocurrió preguntarse qué estaba

haciendo yo allí. Mala suerte que tuve. Con lo bien que lo había

combinado yo todo, mandándole a Florencia y diciendo en el hotel

que me marchaba a Niza a pasar una noche, o quizá dos... Luego,

para cuando se descubrió el asesinato, yo ya estaba de regreso en

Cannes, sin que sospechara nadie que me hubiese alejado de la

Riviera.

Seguía hablando con naturalidad y sin afectación. Tuve que

pellizcarme para darme cuenta de que todo aquello era real y no un

simple sueño, de que el hombre que se hallaba frente a mí era, en

efecto, el criminal conocido bajo el nombre de «el Coronel». Pasé

revista mentalmente a los acontecimientos.

—Así, pues, fue usted quien intentó tirarme al mar a bordo del

Kilmorden —dije muy despacio—. ¿Fue a usted a quien siguió Pagett

aquella noche?

Se encogió de hombros.

—Le pido mil perdones, hija mía..., de veras que sí. Siempre me fue

usted muy simpática..., pero ¡me resultaba entrometida! No podía

consentir que una mocosa echara a perder todos mis planes.

—Yo creo que su plan, allá en las Cataratas, fue, en realidad, el más

genial —dije, procurando ver las cosas con imparcialidad—. Hubiese

jurado yo en cualquier parte que se hallaba usted en el hotel cuando

salí yo. En adelante, seré como Santo Tomás: ver para creer.

—Sí; Minks obtuvo uno de sus mejores éxitos desempeñando el papel

de señorita Pettigrew. Y sabe imitar mi voz bastante bien.

—Una cosa me gustaría saber.

—¿Cuál?

—¿Cómo consiguió que la escogiera Pagett?

—Oh, eso fue muy sencillo. Se encontró con Pagett a la puerta de las

oficinas del Delegado de Comercio, o de la Cámara de Minas, o

dondequiera que fuese. La señora Pettigrew le dijo que yo había

telefoneado con mucha urgencia y que el departamento en cuestión

le había escogido a ella. Pagett se tragó el anzuelo.

—Es usted muy franco —le dije, escudriñándole.

—No existe razón alguna para que no lo sea.

No me gustó mucho el sonido de eso. Me apresuré a darle yo una

interpretación mía a la cosa.

—¿Cree en el éxito de la revolución? Ha quemado usted sus naves.

—Para una joven que tan inteligente es en otras cosas, ese

comentario resulta extraordinariamente estúpido. No, criatura, no

creo en la revolución. Le doy un par de días de vida. Luego se

apagará ignominiosamente.

—No puede contarme entre sus ruinas, ¿eh? —exclamé con mala

intención.

—Como todas las mujeres, carece usted por completo de sentido

comercial. No tiene la menor idea de lo que es un negocio. El encargo

que acepté fue el de suministrar cierta cantidad de explosivos y de

armas... a buen precio... para fomentar el descontento en general, y

para comprometer a ciertas personas. He cumplido mi contrato sin la

menor dificultad, y ya tuve buen cuidado de que se me pagara por

adelantado. Me preocupé más de lo corriente del asunto porque tenía

la intención de que fuera éste mi último contrato antes de retirarme

de los negocios. En cuanto a quemar mis naves, como usted lo

expresa, no tengo la menor idea de lo que quiere decir. Yo no soy el

caudillo de los insurrectos ni cosa que se le parezca. Soy un

distinguido viajero inglés que tuvo la desgracia de meterse a husmear

en cierta tienda de curiosidades... vio algo más de lo conveniente y

fue secuestrado. Mañana, o pasado, cuando las circunstancias lo

permitan, me encontrarán en alguna parte, en un estado lastimoso

de terror y hambre. Son necesarios ciertos preparativos.

—¡Ah! —murmuré lentamente—. Pero, ¿y yo?

—Ahí está la cosa —contestó sir Eustace con dulzura—. ¿Y usted? La

tengo aquí... No quiero ensañarme con el vencido; pero hay que

reconocer que supe arreglármelas muy bien para traerla aquí. Sin

embargo, la cuestión es: ¿qué hago de usted? El medio más fácil de

resolver la dificultad... e incidentalmente el más agradable para mí...

es el matrimonio. Una esposa no puede declarar contra su marido,

¿sabe...? y me gustaría tener una esposa joven y linda que me

tuviera cogido de la mano y me mirara con ojos líquidos... ¡no

despida esos destellos al mirarme! Me asusta. Veo que el plan no es

muy de su agrado.

—No gran cosa.

Sir Eustace exhaló un suspiro.

—¡Lástima! Pero yo no soy un traidor de película. Supongo que se

trata de lo de siempre. Ama o otro, como dicen en las novelas.

—Amo a otro.

—Me lo figuraba. Al principio creí que el favorecido era el patilargo y

pomposo Race; pero supongo que, en realidad, se trata del heroico

joven que la pescó en las Cataratas aquella noche. Las mujeres no se

distinguen por su buen gusto. Ninguno de esos dos hombres tiene la

mitad de la inteligencia que yo tengo. Soy una persona cuyo valer es

tan fácil de calcular por lo bajo...

Creo que tenía razón en eso. Aunque sabía perfectamente la clase de

hombre que era y debía de ser, me resultaba casi imposible tenerlo

en cuenta. Había intentado matarme en más de una ocasión; había

llegado a matar a otra mujer y era responsable de otros numerosos

crímenes de los que yo no sabía nada. No obstante, no conseguía

ponerme en el estado de ánimo necesario para juzgar sus actos como

merecían. No podía pensar en él más que bajo su aspecto de

divertido y jovial compañero de viaje. Ni siquiera lograba tenerle

miedo, y, sin embargo, no ignoraba que era muy capaz de hacerme

asesinar a sangre fría si lo creía necesario. La única persona con

quien le hallaba semejanza era Long John Silver, personaje de la

novela La Isla del Tesoro, de Stevenson. Debió de haber sido un

hombre así.

—¡Vaya, vaya! —murmuró mi extraordinario interlocutor,

retrepándose en su asiento—. Es una lástima que no le haga gracia la

idea de convertirse en lady Pedler. Las demás alternativas son un

poco duras.

Sentí que un escalofrío me recorría la espina dorsal.

Había comprendido, desde el primer momento, claro está, que corría

un riesgo muy grande; pero la cosa había parecido valer la pena.

¿Saldrían las cosas de acuerdo con mis cálculos o no?

—La verdad es —prosiguió sir Eustace— que tengo debilidad por

usted. No debo tener que recurrir a extremos. ¿Por qué no me cuenta

toda la historia desde un principio, a ver lo que sacamos en limpio de

ella? Pero nada de fantasía, ¿me entiende...? Quiero la verdad. En

absoluto. Toda la verdad y sólo la verdad.

No pensaba yo cometer el error de contarle otra cosa. La perspicacia

de sir Eustace era demasiado grande para que intentara jugar con él.

Aquél era un momento para contar la verdad, toda la verdad y nada

más que la verdad. La conté toda la historia, sin omitir nada, hasta el

instante en que me había salvado Enrique. Cuando hube terminado,

movió la cabeza afirmativamente como en señal de aprobación.

—Buena chica. Ha hecho una confesión completa. Y permítame que le

diga que pronto la hubiese cazado si no lo hubiera hecho. Mucha

gente no creería su historia, sobre todo el principio de ella; pero yo

sí. Es usted la clase de muchacha que emprendería una aventura

así..., sin previo aviso y con los más fútiles motivos. Ha tenido una

suerte asombrosa, claro está. Tarde o temprano, no obstante, el

aficionado tropieza con el profesional y puede darse por descontado

el resultado. Yo soy el profesional. Me metí en esta clase de negocios

siendo muy joven. Me pareció un estupendo sistema de hacerme

inmensamente rico aprisa. Siempre tuve la habilidad de razonar las

cosas bien y de inventar planes ingeniosos. Y jamás cometí el error

de intentar ejecutar yo mismo mis propios planes. "Emplea siempre

al experto", tal ha sido mi lema. La única vez que me aparté de mi

norma, me estrellé. Pero no podía encomendar a nadie aquel trabajo.

Nadina sabía demasiado. Yo soy un hombre tolerante, de buen

corazón y mejor humor, siempre que no se me engañe. Nadina no

sólo me engañó, sino que me amenazó... en el preciso momento en

que me hallaba en la cúspide de una carrera triunfal. Una vez hubiera

muerto ella y los diamantes se hallasen en mi poder, todo peligro

había desaparecido para mí. Ahora he llegado a la conclusión de que

fui torpe en este asunto. ¡El idiota de Pagett, con su mujer e hijos! La

culpa es mía. Fui lo bastante humorista para dar trabajo a ese

hombre de cara de envenenador y alma ochocentista. Permítame que

le dé un consejo, mi querida Anita: no se deje llevar nunca de un

sentido humorístico. Hace años que el instinto me anunciaba la

conveniencia de deshacerme de Pagett; pero era un hombre tan

trabajador y concienzudo que no conseguía hallar excusa para

despedirle. Conque dejé que las cosas continuaran así. Estamos

divagando, sin embargo. Lo que hay que resolver es qué hacer con

usted. Su relato fue admirablemente claro; pero sigo sin comprender

una cosa. ¿Dónde están los diamantes ahora?

—Los tiene Enrique Rayburn —contesté, sin quitarle la mirada de la

cara.

No cambió su semblante. Conservó su expresión de buen humor.

—¡Hum! Quiero esos diamantes.

—No veo que haya grandes probabilidades de que los consiga —le

repliqué.

—¿No? Pues yo sí. No quiero ser desagradable; pero me gustaría que

reflexionase sobre lo siguiente: una chica muerta hallada más o

menos en esta parte de la ciudad, no ocasionará la menor sorpresa.

Hay abajo un hombre que hace esa clase de trabajos con una

limpieza increíble. Ahora bien, usted es una jovencita sensata. Lo que

le propongo es lo siguiente: Se sentará y le escribirá una carta a

Enrique Rayburn, diciéndole que se reúna con usted aquí y traiga los

diamantes.

—No haré tal cosa.

—No interrumpa a sus mayores. Me propongo hacer un trato con

usted. Los diamantes a cambio de su vida. Y no se haga usted

ilusiones: se encuentra completamente en mi poder.

—¿Y Enrique?

—Tengo demasiado buen corazón para separar a dos novios jóvenes.

Quedará él en libertad también..., con la condición, claro está, de que

ninguno de los dos me estorbe en el porvenir.

—¿Y qué garantía tengo yo de que cumplirá usted su parte del

compromiso?

—Ninguna, amiga mía. Tendrá que fiarse de mí y confiar en que sabré

cumplir mi palabra. Claro está que si se encuentra usted de un humor

heroico y prefiere la aniquilación, eso es otra cosa.

Aquello era lo que yo había andado buscando. Tuve muy buen

cuidado de no aceptar demasiado aprisa. Me dejé convencer

gradualmente, con promesas y amenazas. Escribí al dictado de sir

Eustace:

«Querido Enrique:

»Creo ver una probabilidad de dejar demostrada tu inocencia sin que

subsista la menor duda. Haz el favor de seguir al pie de la letra mis

instrucciones. Dirígete a la tienda de curiosidades de Agrasato. Pide

ver algo "que se salga de lo corriente", "para una ocasión especial".

El propietario te pedirá entonces que pases a la trastienda.

Acompáñale. Encontrarás un mensajero que te conducirá a mi lado.

Haz exactamente lo que él te diga. No dejes de traerte los diamantes.

Ni una palabra a nadie.»

Sir Eustace calló.

—Dejo los adornos a capricho suyo —dijo—. Pero procure no cometer

ningún error.

—Bastará que ponga «Tuya eternamente, Anita» —le contesté.

Escribí las palabras. Sir Eustace tomó la carta y la leyó de cabo a

rabo.

—Parece bien —dijo—. Ahora las señas.

Se las di. Eran las de una tiendecita que se encargaba de recibir

correspondencia para cualquiera a un precio económico.

Hizo sonar el timbre que tenía sobre la mesa. Contestó a la llamada

Chichester-Pettigrew, alias Minks.

—Esta carta ha de expedirse inmediatamente... por la ruta de

costumbre.

—Está bien, «Coronel».

Miró el nombre del sobre. Sir Eustace le estaba observando

atentamente.

—Un amigo suyo, ¿verdad?

—¿Mío?

El hombre pareció sobresaltarse.

—Sostuvo una prolongada conversación con él en Johannesburgo

ayer.

—Se me acercó un hombre y me interrogó acerca de los pasos que

usted daba y los que daba el coronel Race. Le di información falsa.

—Excelente, amigo mío, excelente —dijo con jovialidad sir Eustace—.

Perdone mi error.

Acerté a mirar a Chichester-Pettigrew cuando salía del cuarto. Le

habían palidecido hasta los labios, como si experimentara un terror

mortal. No bien estuvo fuera, sir Eustace tomó un tubo acústico que

descansaba sobre la mesa y habló por él.

—¿Eres tú, Schowart? Vigila a Minks. No debe salir de esta casa sin

orden mía.

Dejó nuevamente el tubo y frunció el entrecejo, tabaleando con los

dedos en la mesa.

—¿Me permite que le haga unas preguntas, sir Eustace? —inquirí,

tras un minuto de silencio.

—Claro que sí. ¡Qué nervios más excelentes tiene usted, Anita! Es

capaz de dar muestras de un interés inteligente en las cosas cuando

la mayoría de las muchachas hubieran estado lloriqueando y

retorciéndose las manos.

—¿Por qué aceptó a Enrique por secretario en lugar de entregarlo a la

policía?

—Quería esos diamantes. Nadina, la muy bribona, usaba a Enrique

para presionarme. Si no le pagaba el precio que ella me pedía,

amenazaba con vendérselos a Enrique. Ése fue otro de los errores

que cometí. Creí que llevaría los diamantes consigo aquel día. Pero

era demasiado lista para hacer semejante cosa. Su marido, Carton,

había muerto también... No tenía la menor idea de dónde se

encontraban los diamantes. Conseguí entonces copia de un

radiograma enviado a Nadina por alguien que viaja a bordo del

Kilmorden... Carton o Rayburn, no sabía a ciencia cierta cuál de los

dos. Era una copia del papel que usted encontró «Diecisiete uno

veintidós», decía. Lo interpreté como una cita con Rayburn, y cuando

éste dio muestras de tener vivos deseos de embarcarse en el

Kilmorden quedé convencido de que no me había equivocado. Conque

fingí creerme lo que me decía y le dejé acompañarme. Le vigilé muy

de cerca con la esperanza de averiguar algo más. Luego descubrí que

Minks intentaba obrar por su cuenta y que estorbaba mis planes.

Puse coto a sus actividades en seguida. Obedeció mis órdenes sin

rechistar. Me molestó eso de no poder conseguir el camarote

diecisiete y el no saber lo que usted representaba en el asunto, me

tuvo bastante preocupado. ¿Era usted la jovencita inocente que

aparentaba ser, o no lo era? Cuando Rayburn marchó a la cita aquella

noche, Minks recibió la orden de interceptarle. Pero fracasó,

naturalmente.

—Pero, ¿por qué decía el radiograma «diecisiete» en lugar de

«setenta y uno»?

—Ya he pensado en eso y creo haber hallado la explicación. Carton

debió de entregarle al telegrafista la nota suya para que copiase en el

impreso, y no se le ocurrió comprobar si el otro lo había escrito bien.

El telegrafista debió de cometer el mismo error que cometimos todos

y leyó diecisiete uno veintidós en lugar de uno setenta y uno

veintidós. Lo que no sé cómo pudo ir Minks derecho al camarote

diecisiete, puesto que nada se le había dicho. Lo haría por puro

instinto.

—¿Y los despachos de que era portador para el general Smuts?

¿Quién los tocó?

—Mi querida Ana, ¿cómo quiere usted que permitiese que me echara

a perder mis planes sin hacer un esfuerzo por salvarlos? Llevando por

secretario a un asesino fugitivo, no vacilé en hacer una sustitución,

colocando papeles en blanco en lugar de los documentos. A nadie se

le ocurrirá sospechar del pobre Pedler.

—¿Y el coronel Race?

—Sí; fue un golpe algo rudo para mí. Cuando Pagett me dijo que

pertenecía al Servicio Secreto, confieso que sentí un escalofrío.

Recordé que había estado rondando a Nadina durante la guerra... ¡y

se me ocurrió la horrible sospecha de que andaba siguiéndome a mí!

No me gusta la manera en que ha permanecido a mi lado desde

entonces. Es uno de esos hombres taciturnos que siempre llevan

reservada una sorpresa.

Sonó un silbido. Sir Eustace tomó el tubo acústico, escuchó unos

instantes y luego respondió:

—Está bien. Le recibiré ahora mismo.

—Negocios —anunció—. Señorita Ana, permítame que la conduzca a

su cuarto.

Me llevó a una habitación pequeña y mal cuidada. Un cafre me subió

el maletín y sir Eustace se retiró, encarnación del perfecto anfitrión,

tras instarme cortésmente a que pidiera cualquier cosa que

necesitase. Había una jarra de agua caliente en el lavabo y me puse a

sacar unos cuantos artículos necesarios. Me intrigó notar que había

algo duro, que no reconocía, dentro de la bolsita de la esponja.

Desaté la cuerda y miré dentro.

Con gran asombro saqué un revólver pequeño, con culata de nácar.

No había estado allí al salir yo de Kimberley. Lo examiné. Parecía

estar cargado.

Experimenté cierta sensación de alivio al tenerlo entre mis manos.

Era una cosa útil en una casa como aquélla. Pero los vestidos

modernos no se prestan a llevar armas de fuego. Acabé por

introducírmelo en la liga. Hacía un bulto enorme y esperaba que se

disparara de un momento a otro y me diera un tiro en la pierna. No

obstante, parecía el único sitio en que pudiera introducirlo.




capitulo XXXIII

No fui llamada a presencia de sir Eustace hasta última hora de la

tarde. Me habían servido el té a las once y una buena comida en mi

propio cuarto y me sentía fortalecida para entrar de nuevo en la lid.

Sir Eustace estaba solo. Paseaba de un lado a otro del cuarto y me di

cuenta en seguida de su agitación y del brillo de sus ojos.

—Tengo noticias para usted. Enrique está en camino. Llegará aquí

dentro de unos minutos. Modere sus emociones... tengo algo más

que decir. Intentó usted engañarme esta mañana. Le advertí que su

mejor plan sería no apartarse de la verdad. Y me obedeció hasta

cierto punto. Luego se desvió. Intentó hacerme creer que los

diamantes se hallaban en posesión de Enrique Rayburn. Por entonces

acepté su declaración porque faltaba mi labor... la labor de inducirla a

que atrajera a Enrique Rayburn aquí. Pero mi querida Anita, los

diamantes se hallan en posesión mía desde que marché de las

Cataratas... aunque sólo me enteré de ello ayer.

—¡Lo sabe! —exclamé.

—Tal vez le interese saber que fue Pagett quien lo descubrió todo. Se

empeñó en aburrirme contándome una larga historia acerca de una

apuesta y de un cilindro de película. No tardé mucho en sacar

consecuencias de todo ello... Recordé lo mucho que desconfiaba la

señora Blair del coronel Race, la agitación de que había dado

muestras, lo mucho que me había suplicado que cuidara yo de las

chucherías que comprara. El excelente Pagett había abierto ya todas

las cajas en un exceso de celo. Antes de abandonar el hotel me limité

a meterme en el bolsillo todos los rollos de película. Están allí, en el

rincón. Confieso que no he tenido tiempo de examinarlos aún; pero

observo que uno de ellos pesa mucho más que los otros, que hace un

ruido singular cuando lo agito y que la lata ha sido soldada, de suerte

que será preciso emplear un. abrelatas para abrirla. La cosa parece

bastante clara, ¿verdad? Como verá usted, los tengo a los dos

cogidos en una trampa. Es una lástima que no le hiciera gracia la idea

de convertirse en lady Pedler.

No le respondí. Me quedé mirándole.

Se oyó un rumor de pasos en la escalera. La puerta se abrió de par

en par. Enrique Rayburn entró en el cuarto, empujado por dos

hombres. Sir Eustace me dirigió una mirada de triunfo.

—De acuerdo con el plan trazado —dijo dulcemente—. Si no lucharan

los aficionados contra los profesionales.

—¿Qué significa esto? —inquirió Enrique roncamente.

—Significa que ha entrado usted en mi tela... como le dijo la araña a

la mosca —observó humorísticamente sir Eustace—. Mi querido

Rayburn, tiene usted mala suerte.

—Dijiste que podía venir sin temor, Ana...

—No la culpe usted a ella, amigo mío. Le dicté yo la carta y no tuvo

más remedio que escribirla. Hubiese sido mucho más prudente que

no la hubiese escrito... pero no se lo dije por entonces. Usted siguió

sus instrucciones, se dirigió a la tienda de curiosidades, le condujeron

por el pasillo secreto desde la trastienda... ¡y se encontró en manos

de sus enemigos!

Enrique me miró. Comprendí su mirada y procuré acercarme más a

sir Eustace.

—Sí —murmuró este último—, no tiene usted suerte, decididamente.

Éste es... deje que piense... nuestro tercer encuentro.

—Tiene usted razón —contestó Enrique—. Éste es nuestro tercer

encuentro. Ha salido usted triunfante dos veces. ¿No ha oído decir

nunca que a la tercera cambia la suerte? Ésta me toca a mí...

¡Apúntale, Ana!

Yo ya estaba preparada. Con un movimiento rápido me saqué el

revólver de la media y apoyé el cañón contra su cabeza. Los dos

hombres que custodiaban a Enrique dieron un salto hacia delante;

pero su voz los contuvo.

—Otro paso... ¡y muere él! Si se acercan más, Anita, oprime el

gatillo..., ¡no vaciles!

—No vacilaré —le respondí alegremente—. Hasta temo que llegue a

disparar aunque no se muevan.

Y los hombres se inmovilizaron, obedientemente.

—Dígales que salgan del cuarto —ordenó Enrique.

Sir Eustace dio la orden. Los hombres salieron y Enrique echó el

cerrojo tras ellos.

—Ahora podemos hablar —observó, sombrío.

Y cruzando el cuarto, me quitó el revólver de las manos.

Sir Eustace exhaló un suspiro de alivio y se limpió la frente con un

pañuelo.

—No me encuentro en muy buenas condiciones físicas —observó—. Y

creo que debo de tener insuficiencia cardíaca. Me alegro que el

revólver se halle en manos competentes. No me fiaba del arma

mientras la señorita Ana la tuviese en su mano. Pues bien, amigo

mío, como usted dice, ahora podemos hablar. Estoy dispuesto a

reconocer que me ha pillado la ventaja. No sé de dónde diablos

saldría el revólver. Hice registrar el equipaje de la muchacha cuando

llegó. ¿Y de dónde lo sacó ahora? ¡No lo llevaba hace un minuto!

—Sí —le repliqué—; lo tenía escondido en la media.

—No sé lo bastante de las mujeres. Debía de haberlas estudiado un

poco más —dijo sir Eustace melancólicamente—. ¿Se le habría

ocurrido a Pagett esa posibilidad?

Enrique dio un golpe brusco en la mesa.

—No haga el imbécil. Si no fuera por sus canas, le tiraría por la

ventana. ¡Canalla! Con canas o sin ellas le...

Avanzó un par de pasos y sir Eustace se refugió ágilmente tras la

mesa.

—¡Son tan violentos los jóvenes siempre...! —exclamó en son de

reproche—. Como son incapaces de usar el cerebro, confían

exclusivamente en su musculatura. Hablemos con sensatez. De

momento usted es dueño de la situación. Pero semejante estado de

cosas no puede continuar. La casa está llena de hombres míos. Se

encuentra usted en manifiesta inferioridad numérica. Ha logrado

momentáneamente ventaja gracias a un accidente...

—Sí, ¿eh?

—Sí, ¿eh? —repitió el joven—. Siéntese, sir Eustace, y escuche lo que

tengo que decirle.

Y sin dejar de apuntarle con el revólver, continuó:

—Esta vez todo va en contra de usted. ¡Y para empezar, escuche eso!

Eso era una serie de golpes descargados sobre la puerta de abajo. Se

oyeron gritos, maldiciones y a continuación disparos. Sir Eustace

palideció.

—¿Qué es eso?

—Race... y su gente. No sabía usted, ¿verdad que no, sir Eustace?,

que Ana y yo habíamos acordado emplear un procedimiento especial

para saber si eran genuinos los mensajes que recibiéramos el uno del

otro. Los telegramas debían ser firmados con el nombre de «Andy», y

en las cartas debía figurar la conjunción «y» tachada en alguna parte

del texto. Anita sabía que el telegrama que le mandó usted era falso.

Vino aquí voluntariamente, se metió a conciencia en la trampa con la

esperanza de hacerle caer a usted en ella. Antes de salir de

Kimberley telegrafió a Race y a mí. La señora Blair ha estado en

continua comunicación con nosotros desde entonces. Recibí la carta

escrita al dictado suyo, que no era más que lo que yo esperaba. Ya

había discutido con Race yo la posibilidad de que existiera un

pasadizo secreto en el establecimiento y él había descubierto dónde

se hallaba la salida.

Se oyó una especie de silbido y una fuerte explosión.

—Están bombardeando esta parte de la ciudad. Tengo que sacarte de

aquí, Ana.

Se vio de pronto un gran resplandor. La casa de enfrente se había

incendiado. Sir Eustace se estaba paseando ahora de un lado a otro.

Enrique no dejaba de apuntarle.

—Conque, como verá usted, sir Eustace, todo ha terminado. Fue

usted mismo quien tuvo la bondad de suministrarme la pista de su

paradero. Los hombres de Race estaban vigilando la salida del

pasadizo secreto. A pesar de cuantas precauciones tomé, lograron

seguirme hasta aquí.

—Muy ingenioso. Muy digno de encomio. Pero aún me queda algo que

decir. Si yo he perdido la partida, también la ha perdido usted. Jamás

podrá demostrar que soy el asesino de Nadina. Estuve en Marlow

aquel día; eso es cuanto tiene usted contra mí. Nadie puede

demostrar que conociera a la mujer siquiera. Pero usted la conocía,

usted tenía razones para desear su muerte, para matarla... y sus

antecedentes le condenan. Es usted un ladrón, no lo olvide..., un

ladrón. Hay otra cosa que tal vez no sepa usted. Tengo los

diamantes. Y ahí van...

Con un movimiento increíblemente rápido, se agachó, alzó el brazo y

tiró. Sonó el tintineo de vidrios rotos al atravesar el objeto la ventana

y desaparecer en la masa de fuego de la casa de enfrente.

—Ha desaparecido su única esperanza de demostrar su inocencia en

el robo de Kimberley. Y ahora hablaremos. Estoy dispuesto a llegar a

un acuerdo. Me tiene usted acorralado. Race encontrará todo lo que

necesita en esta casa. Tengo una probabilidad de salvación si logro

huir. Estoy perdido si me quedo; pero... ¡también está perdido usted,

joven! Hay una claraboya en el cuarto vecino. Un par de minutos de

ventaja y me habré salvado. Tengo algunas disposiciones tomadas

ya. Usted déjeme salir por ese camino y déme dos minutos de

tiempo... Y yo les dejaré una carta firmada confesándome autor de la

muerte de Nadina.

—Si, Enrique —exclamé—. ¡SÍ, sí, sí!

—No, Anita. Mil veces no. No sabes lo que dices.

—Sí que lo sé. Es la solución de todo.

—No volvería a poder mirar a Race cara a cara. Correré los riesgos

que sea preciso. Pero, ¡que me ahorquen si dejo a este escurridizo

zorro escapárseme! Es inútil, Ana. No lo haré.

Sir Eustace rió. Aceptaba la derrota sin emoción.

—Vaya, vaya —observó—; parece usted haberse encontrado con la

horma de su zapato, Ana. Pero puedo asegurarles a ambos que no

siempre se sale ganando con hacer alarde de rectitud moral.

Se oyó astillar la madera y pasos que subían la escalera. Enrique

descorrió el cerrojo. El coronel Race fue el primero que entró. Se le

iluminó el rostro al vernos.

—¡Está usted sana y salva, Ana! Temí... —Se volvió hacia sir

Eustace—. Llevo mucho tiempo tras usted, Pedler... y por fin le he

cogido.

—Todo el mundo parece haberse vuelto completamente loco —

declaró sir Eustace—. Estos jóvenes me han estado amenazando con

revólveres, acusándome de las cosas más escandalosas. No sé qué

significa todo esto.

—¿No? Pues significa que he dado con el «Coronel». Significa que el

día ocho de enero no estaba usted en Cannes, sino en Marlow.

Significa que, cuando su instrumento, madame Nadina se volvió

contra usted, decidió hacerla desaparecer... y podremos, por fin

demostrar su culpabilidad.

—¿De veras? Y, ¿de quién obtuvo usted tan interesante información?

¿Del hombre a quien la policía anda buscando en estos mismos

instantes? ¡Valiente valor tendrán sus declaraciones!

—Tenemos otras pruebas. Hay otra persona que sabía que Nadina iba

a reunirse con usted en la Casa del Molino.

El semblante de sir Eustace reflejó sorpresa. El coronel Race hizo un

gesto con la mano. Arturo Minks, alias el reverendo Eduardo

Chichester, alias la señorita Pettigrew, dio un paso al frente. Estaba

pálido y nervioso, pero habló con claridad.

—Vi a Nadina en París la noche antes de su viaje a Inglaterra. Me

hacía pasar, entonces, por un conde ruso. Me hablo de sus

intenciones. Yo le hice una advertencia, porque sabía la clase de

hombre con quien tenía que habérselas; pero no quiso hacer caso de

mis consejos. Había un radiograma sobre su mesa. Lo leí. Luego se

me ocurrió hacer un esfuerzo para apoderarme de los diamantes. El

señor Rayburn me abordó en Johannesburgo. Me convenció y me

pasé a su bando.

Sir Eustace le miró. No dijo nada, pero Minks pareció marchitarse

como una flor.

—Las ratas siempre abandonan el barco que se hunde —observó sir

Eustace—, no me gustan las ratas. Tarde o temprano las destruyo.

—Una cosa quisiera decirle, sir Eustace —intervine yo—. La cajita de

lata que tiró por la ventana no contenía diamantes, sino vulgares

guijarros. Los diamantes se encuentran en lugar seguro. Si quiere

que le diga la verdad, están en la panza de la jirafa de madera.

Susana la ahuecó, metió los diamantes dentro, envueltos en algodón

para que no hicieran ruido, y volvió a tapar el agujero. Así los

diamantes estaban seguros.

Sir Eustace me miró un buen rato. Su contestación fue característica.

—Siempre le tuve antipatía a esa maldita jirafa —dijo.




CAPITULO -- XXXIV

No nos fue posible regresar a Johannesburgo aquella noche. Los

proyectiles caían con bastante frecuencia por allí y oí decir que nos

hallábamos más o menos aislados, porque los rebeldes habían

logrado apoderarse de otro trozo de suburbio de la ciudad.

Nos hallábamos refugiados en una granja, a unas veinte millas de la

población, en pleno veldt.

Me repetía sin cesar, sin poder creerlo, que todas nuestras

penalidades habían terminado. Enrique y yo estábamos juntos y ya

no volveríamos a separarnos. No obstante, sentía como si se alzase

una barrera entre los dos, cierta reticencia por su parte, cuyo motivo

no lograba yo comprender.

A sir Eustace se lo habían llevado en dirección opuesta con una fuerte

escolta. Se despidió de nosotros agitando alegremente la mano.

Salí al stoep a primera hora de la mañana siguiente y dirigí la mirada,

por encima del veldt, hacia Johannesburgo.

La mujer del granjero salió y me llamó a desayunarme. Era

bondadosa y de instintos maternales y me había encariñado con ella

ya. Enrique había salido al amanecer y no había regresado aún, me

informó. Volví a sentirme invadida por cierta sensación de inquietud.

¿Qué era aquella sombra que se interponía entre los dos?

Después del desayuno me senté en el stoep con un libro en la mano;

pero no lo leí. Estaba tan enfrascada en mis pensamientos, que no vi

llegar al coronel Race ni me di cuenta de que se apeaba de su

caballo. No reparé en su presencia hasta que me dijo:

—Buenos días, Ana.

—¡Oh! —murmuré, ruborizándome—. ¡Es usted!

—Sí. ¿Puedo sentarme?

Acercó una silla a la mía. Era la primera vez que nos encontrábamos

solos desde aquel día en Matoppos.

—¿Qué noticias hay? —le pregunté.

—Smuts entrará en Johannesburgo mañana. Doy a esta sublevación

tres días de vida. Luego cesará por completo. Entretanto, la lucha

continúa.

—Ojalá —dije— pudiera tener una la seguridad de que no muriese

más que la gente que lo mereciera. Quiero decir los que deseaban

luchar..., no la pobre gente que vive, por casualidad, en los lugares

en que se pelea.

—Comprendo lo que quiere decir, Ana. Es la injusticia de la guerra.

Pero tengo otras noticias para usted.

—¿Sí?

—Sí; vengo a confesarle mi incompetencia. Pedler ha logrado fugarse.

—¿Qué dice?

—Lo que oye. Nadie sabe cómo se las arregló. Estaba encerrado con

llave en un cuarto piso superior, de una de las granjas que han sido

militarmente ocupadas. Esta mañana, sin embargo, se encontró el

cuarto vacío. Había volado el pájaro.

A mí me alegró secretamente la noticia. Este es el día que aún no he

logrado matar por completo la simpatía que sir Eustace supo

inspirarme. Será reprensible, no lo discuto. Pero el hecho subsiste. Lo

admiraba. Sería un canalla completo; pero era un canalla agradable.

Oculté mis sentimientos, naturalmente. Él coronel Race no los

compartía a buen seguro. Quería que sir Eustace compareciese ante

un tribunal. Si una se paraba a pensarlo, la huida no resultaba tan

sorprendente después de todo. Debía de tener numerosos espías y

agentes por todos los alrededores de Johannesburgo. Y creyera el

coronel Race lo que creyese, dudaba mucho que lograse cazarle ya

nunca. Probablemente tendría bien estudiada la retirada. Nos lo había

dicho así él mismo incluso.

Comenté el suceso adecuadamente aunque con cierta indiferencia y

la conversación languideció. De pronto, el coronel Race preguntó por

Enrique. Le dije que había salido al amanecer y que no le había visto

en toda la mañana.

—Supongo, Ana, que sabrá usted ya que, aparte de ciertas

formalidades, su inocencia ha quedado ampliamente demostrada.

Quedan algunos formulismos; pero ha quedado bien sentada la

culpabilidad de sir Eustace. Ya no existe nada que pueda separarlos.

—Comprendo —le respondí, agradecida.

—Y no existe motivo alguno para que no vuelva a usar

inmediatamente su verdadero nombre.

—No, claro que no.

—¿Conoce su verdadero nombre?

La pregunta me sorprendió.

—Claro que sí, Enrique Lucas.

Él no respondió, pero en su silencio noté algo que se me antojó

singular.

—Ana, ¿recuerda que, cuando regresábamos de los Matoppos aquel

día, le dije que sabía lo que tenía que hacer?

—Claro que lo recuerdo.

—Creo que puedo decir sin mentir que ya lo he hecho. Ha quedado

demostrada la inocencia del hombre a quien usted ama.

—¿Fue eso lo que quiso usted decir?

—Naturalmente.

Agaché la cabeza, avergonzada de haber pensado mal. Habló de

nuevo, con voz pensativa:

—De muy joven, me enamoré de una muchacha que me dejó por

otro. Después de eso, ya no pensé más que en el trabajo. Mi carrera

llegó a representarlo todo para mí. Luego la conocí a usted, Ana... y

ya me pareció que todo lo demás no valía la pena. Pero la juventud

llama a la juventud... Yo aún tengo mi trabajo.

—Creo que llegará usted muy alto —dije, soñadora—. Creo que una

gran carrera se abre ante usted. Será uno de los grandes hombres

del mundo.

—Pero estaré solo.

—Toda la gente que hace cosas grandes lo está.

—¿Lo cree usted así?

—Estoy segura dé ello.

Me tomó de la mano y dijo en voz baja:

—Yo hubiese preferido lo otro.

En aquel instante, Enrique dobló la esquina de la casa. El coronel

Race se puso en pie.

—Buenos días..., Lucas —dijo.

Por Dios sabe qué motivos Enrique se puso colorado.

—Sí —dije yo, alegremente—; es preciso que se te conozca por tu

verdadero nombre ahora.

Pero Enrique seguía mirando al coronel Race.

—Conque lo sabe usted —dijo por fin.

—Jamás olvido una cara. Le vi una vez, cuando niño.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté, intrigada, mirando de uno a

otro.

Parecía estarse librando una batalla entre dos voluntades. Race ganó.

Enrique desvió la mirada.

—Supongo que tiene usted razón —murmuró—. Dígale mi verdadero

nombre.

—Ana, éste no es Enrique Lucas. A Lucas le mataron en la guerra. Su

verdadero nombre es Juan Harold Eardsley, del que se creía murió en

la guerra.




CAPITULO -- XXXV

Al decir estas últimas palabras, el coronel Race dio media vuelta y se

alejó. Yo me quedé mirándole. La voz de Enrique me hizo bajar de las

nubes.

—Anita, perdóname. Di que me perdonas.

Me asió la mano y yo la retiré casi maquinalmente.

—¿Por qué me engañaste?

—No sé si podré hacértelo comprender. Le tenía miedo a todo eso...

al poder y a la fascinación de la riqueza. Quería que me quisieses a

mí... por lo que era... sin adornos ni oropeles.

—¿Quieres decir con eso que no te fiabas de mí?

—Puedes expresarlo así, si quieres; pero no es cierto del todo. Me

había convertido en un amargado, desconfiaba..., me inclinaba a

buscar siempre motivos interesados en todos los actos... y ¡era tan

maravilloso verse amado como tú me amabas!

—Comprendo —respondí muy despacio.

Estaba repasando mentalmente la historia que me había contado. Por

primera vez me di cuenta de ciertas discrepancias en ella,

discrepancias de las que no había hecho caso; la seguridad del

dinero, la posibilidad de comprarle los diamantes a Nadina, la forma

en que había preferido hablar de ambos hombres desde el punto de

vista de un extraño. Y cuando había dicho «mi amigo», no se había

referido a Eardsley, sino a Lucas. Era Lucas, el hombre apacible,

quien había amado tan intensamente a Nadina.

—¿Cómo sucedió? —le pregunté.

—Los dos fuimos temerarios... teníamos ganas de hallar la muerte.

Una noche cambiamos los discos de identidad... ¡para tener suerte! A

Lucas le mataron al día siguiente... Una granada le hizo pedazos.

Me estremecí.

—Pero, ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Esta mañana? No podías

tener duda a estas alturas que yo te quería.

—Ana, no quería echarlo a perder todo. Deseaba llevarte de nuevo a

la isla. ¿De qué sirve el dinero? No se puede comprar la felicidad con

él. Hubiéramos sido felices en la isla. Te digo que me da miedo esa

otra vida... casi me pudrió por completo una vez.

—¿Sabía sir Eustace quién eras en realidad?

—Sí.

—¿Y Carton?

—No. Nos vio a los dos con Nadina en Kimberley una noche; pero no

sabía cuál era cuál. Me creyó cuando le dije que yo era Lucas y

Nadina se dejó engañar por su cablegrama. Ella jamás le tuvo miedo

a Lucas. Era un chico apacible..., pero muy profundo. Pero yo

siempre tuve un genio endemoniado. Casi se hubiese muerto del

susto de haber sabido que yo había resucitado.

—Enrique, si el coronel Race no me lo hubiera dicho, ¿qué pensabas

hacer?

—No decir una palabra. Seguir con el nombre de Lucas.

—¿Y los millones de tu padre?

—Por mí que se los quedara Race. De todas formas, hubiese sabido

darles mejor empleo del que yo les daré jamás. Ana, ¿en qué

piensas?

—Estoy pensando —continuó lentamente— que casi siento que el

coronel Race te obligara a decírmelo.

—No. Tenía él razón. Te debía la verdad.

Hizo una pausa. Luego dijo de pronto:

—¿Sabes, Ana? Tengo celos de Race. Él también te quiere, y es un

hombre más grande de lo que soy yo y de lo que seré jamás.

Me volví hacia él, riendo.

—Enrique, so tonto... Es a ti a quien quiero... y eso es todo lo que

importa.

Emprendimos el viaje a Ciudad de El Cabo tan pronto como nos fue

posible. Susana me aguardaba allí y juntas le abrimos la tripa a la

jirafa. Cuando quedó dominada por completo la revolución, el coronel

Race se presentó en Ciudad de El Cabo, y a propuestas suyas, el

enorme hotelito de Miuzenberg, que había sido propiedad de sir

Lorenzo Eardsley, fue abierto de nuevo y todos fijamos nuestra

residencia en él.

Allí hicimos nuestros planes. Yo había de regresar a Inglaterra con

Susana e instalarme en su casa de Londres hasta que me casara. Y...

¡compraríamos la canastilla en París! Susana disfrutaba enormemente

preparando todos los detalles. Y yo también. No obstante, el porvenir

me parecía singularmente irreal. Y a veces, sin saber por qué, me

sentía completamente ahogada, como si me fuera imposible respirar.

Llegó la víspera del día en que debíamos embarcar. No pude conciliar

el sueño. Me consumía la tristeza, sin saber por qué. Detestaba la

idea, ¿sería lo mismo? ¿Volvería a ser lo mismo jamás?

Y entonces me sobresaltó un golpe autoritario dado en la persiana.

Me puse de pie de un brinco. Enrique se encontraba fuera en el stoep.

—Vístete, Anita, y sal. Quiero hablar contigo.

Me eché algo de ropa encima y salí. El fresco aire de la noche, quieto

y perfumado, rozábame el rostro con aterciopelada caricia. Enrique

me condujo a un punto donde no pudiera oírsenos desde la casa.

Tenía el rostro muy pálido y decidido y le centelleaban los ojos.

—Anita, ¿recuerdas que me dijiste una vez que a las mujeres les

gustaba hacer las cosas que les disgustaban por amor al hombre a

quien querían?

—Sí —contesté, preguntándome qué iba a ocurrir.

Me estrechó entre sus brazos.

—Ana vente conmigo... ahora... esta noche, volvamos a Rhodesia... a

la isla. No puedo soportar todas estas estupideces. No puedo soportar

la espera.

Me desasí un instante.

—¿Y mis vestidos de París? —me lamenté burlona.

—¡Al diablo con tus vestidos de París! No pienso dejarte marchar,

¿me has oído? Eres mía. Si te dejo marchar, pudiera perderte. Nunca

estoy seguro de ti. Vas a venir conmigo ahora... esta noche... y al

demonio los demás.

Me apretujó contra su pecho, besándome hasta dejarme casi sin

aliento.

—No puedo pasarme por más tiempo sin ti, Ana. De veras que no.

Odio el dinero. Que se lo lleve Race. Vamos.

—¿Mi cepillo de dientes? —murmuré.

—Te puedes comprar otro. Ya sé que soy un loco; pero por el amor

de Dios, ¡vamos!

Echó a andar a grandes zancadas. Yo le seguí tan sumisa como la

mujer barotsi a quien viera en la vecindad de las Cataratas. Sólo que

yo no llevaba una sartén encima de la cabeza. Andaba él tan aprisa

que me costaba la mar de trabajo seguirle.

—Enrique —dije, por fin, con voz humilde—, ¿vamos a recorrer a pie

todo el camino hasta Rhodesia?

Se volvió él de pronto, y soltando una carcajada, me cogió en sus

brazos.

—Estoy loco, nena mía, ya lo sé. Pero, ¡te quiero tanto!

—Somos un par de locos. Y, oh, Enrique no me lo has preguntado;

pero ¡esto no es un sacrificio para mí! ¡Quería venir!




CAPITULO -- XXXVI

Eso fue hace dos años. Seguimos viviendo en la isla. Ante mí, sobre

la tosca mesa de madera, se encuentra la carta que Susana me

escribió:

«Queridas Criaturas Perdidas en el Bosque. Queridos

lunáticos Enamorados:

No me ha causado sorpresa, en absoluto. Mientras

hablábamos de París y de vestidos, experimentaba la

sensación de que nada de aquello era real, de que

desaparecerías el día menos pensado como por ensalmo.

Pero ¡sí que sois una pareja de lunáticos! La idea de

renunciar a una fortuna enorme es un absurdo. El coronel

Race quería discutir el asunto, pero le he convencido de que

debe dejar que el tiempo discuta por y para Enrique. Nadie

mejor que él para eso. Porque después de todo, las lunas de

miel no duran eternamente. No estás aquí, Anita; conque

puedo decir eso sin peligro de que te abalances sobre mí

como un gato montés. El amor en la selva durará mucho

tiempo; pero el día menos pensado empezarás a pensar de

pronto en Park Lane1, en pieles suntuosas, en vestidos de

París, en los últimos modelos de automóvil y de cochecitos

de niño y en doncellas francesas, y en amas de cría y ayas.

Pero pasad vuestra luna de miel, queridos lunáticos, y que

sea una luna de miel muy larga. Y pensad de vez en cuando

en mí, que engordo entre tanta abundancia.

Vuestra querida amiga,

Susana Blair.»

«P.D.: Os envío un buen surtido de sartenes como regalo de

boda y una enorme terrine de páté de foie gras, para que os

acordéis de mí.»

Hay otra carta que también leo a veces. Llegó mucho tiempo después

que la anterior e iba acompañada de un abultado paquete. Parecía

haber sido escrita desde algún lugar de Bolivia.

«Mi querida Anita Beddingfeld:

No puedo resistir la tentación de escribirle, no tanto por el

placer que me proporciona el escribir, como por la gran

1 Avenida londinense donde se alzan los palacios aristocráticos. (N. del T.)

alegría que sé experimentará al recibir noticias mías.

Nuestro amigo Race no fue tan listo como creía, ¿verdad?

Creo que la nombraré a usted mi albacea literaria. Le envió

mi Diario. No hay en él nada que pudiera interesar a Race ni

a ninguno de su cuadrilla; pero o mucho me equivoco, o

encontrará usted en él algunas cosas que le resultarán

divertidas. Haga el uso de él que crea más conveniente.

Sugiero que lo emplee como base de un artículo para el

Daily Budget titulado: «Criminales que he conocido». La

única condición que pongo es que figure yo como personaje

principal.

A estas horas no dudo que habrá dejado usted de ser Ana

Beddingfeld para convertirse en lady Eardsley, reina de Park

Lane. Me gustaría hacer constar que no le guardo a usted el

menor rencor. Es muy duro, claro está, tener que empezar

de nuevo la existencia cuando se tiene mi edad. Pero (se lo

digo en confianza) tenía fondos de reserva cuidadosamente

colocados, para hacer frente a semejante contingencia. Me

han resultado muy útiles y estoy logrando establecer una

serie de relaciones que han de servirme para mucho. Y a

propósito, si alguna vez se cruza con ese amigo suyo tan

gracioso que se llama Arturo Minks, tenga la bondad de

decirle que no le he olvidado, ¿quiere? Eso le dará un buen

susto.

En conjunto, creo haber dado pruebas de un espíritu muy

cristiano y perdonador. Hasta para Pagett. Acerté a

enterarme que había traído (mejor dicho, la señora Pagett y

no él) una sexta criatura al mundo el otro día. Envié al

recién nacido un tazón de plata y me declaré dispuesto en

una postal a hacer de padrino suyo. ¡Me imagino la cara que

Pagett habrá puesto al recibirlo! Estoy seguro de que se ha

ido derecho a Scotland Yard con tazón y postal y una cara

más seria que mandada hacer de encargo.

Bendita sea, ojos líquidos. Día llegará en que se dé cuenta

del error que ha cometido al no casarse conmigo.

«Siempre suyo,

Eustace Pedler.»

Enrique se puso furioso. Es el único punto en que él y yo no estamos

de acuerdo. Para él, sir Eustace era el hombre que había intentado

asesinarme y a quien consideraba culpable de la muerte de su amigo.

Los atentados que sir Eustace cometió contra mi vida me han

extrañado siempre. Se salen del cuadro, como quien dice. Porque

estoy segura de que siempre le inspiré un afecto sincero.

Pero siendo así, ¿por qué intentó matarme dos veces? Enrique dice

que «porque es un canalla completo» y cree haber resuelto todo con

afirmación semejante.

Susana se mostró muy perspicaz y más comprensiva. Discutí el

asunto con ella y lo achacó a un «complejo de temor». Susana es

muy aficionada al psicoanálisis. Me hizo ver que toda la ambición de

sir Eustace en esta vida era gozar de la seguridad y de la mayor

comodidad posible. Tenía un instinto de conservación muy acusado. Y

el asesinato de Nadina eliminó en él ciertas inhibiciones. Sus actos no

representaban los sentimientos que yo le inspiraba, sino que eran el

resultado de lo mucho que temía por su seguridad personal. Creo que

Susana tiene razón. En cuanto a Nadina, ésta era una de esas

mujeres que merecen morir. Los hombres hacen toda suerte de cosas

poco honrosas para poder enriquecerse, pero ninguna mujer debe de

fingirse enamorada con fines interesados.

Me es muy fácil perdonarle a sir Eustace. Pero a Nadina no la

perdonaré jamás. ¡Jamás, jamás, jamás!

El otro día me puse a desenvolver unas latas que iban envueltas en

pedazos de un Daily Budget atrasado y me encontré de pronto con

las palabras: «El hombre del traje color castaño». ¡Cuánto tiempo

parecía haber transcurrido desde entonces! Había roto toda relación

con el Daily Budget mucho tiempo antes, naturalmente. Me había

divorciado de él mucho más pronto de lo que él se había divorciado

de mí. Mi «Boda Romántica» fue objeto de mucha publicidad.

Mi hijo está tendido al sol, agitando las piernas. ¡Ese sí que es «un

hombre de traje color castaño»! Lleva puesto lo menos posible, lo

que constituye el mejor traje para África, y está más tostado que el

café. Siempre está escarbando en el suelo. Yo creo que ha salido a

papá. Tendrá la misma manía que él y la misma afición a la arcilla

pleiocénica.

Susana me mandó un telegrama cuando nació:

«Felicitaciones y cariñosos saludos al recién llegado a la Isla de los

Lunáticos. ¿Tiene la cabeza dolicocefálica o braquiefálica?»

«¡Platicefática!»

FIN

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