Memoria de Crímenes
Ray Bradbury
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ÍNDICE
El pequeño asesino
Muere un hombre cuidadoso
¡Me Quema!
Asesino en Miniatura
Funeral Cuádruple
El pequeño asesino
No podía decir realmente cuando tuvo la idea de que iban a asesinarla. Durante el último mes había habido algunos pocos signos sutiles, pequeñas sospechas, movimientos ocultos como mareas en ella, como si luego de contemplar una extensión de agua en el trópico, perfectamente tranquila y que invita a un baño, y justo cuando sentimos la marea en el cuerpo, descubriéramos que las profundidades están habitadas por monstruos, criaturas invisibles, abotagadas, de muchos brazos, de afiladas aletas, malignas y decididas.
Un cuarto flotaba alrededor de ella como un efluvio de histeria. Unos instrumentos cortantes se cernían en el aire, y había voces y gente con estériles máscaras blancas.
Mi nombre, pensó entonces, ¿cómo me llamo?
Alice Leiber, recordó. La mujer de David Leiber. Pero eso no la consolaba. Estaba a solas con aquella gente blanca que murmuraba sin hacer ruido, y ella sentía dolor y náusea y miedo de la muerte.
Me están matando ante los ojos de todos. Esos médicos, esas enfermeras no entienden qué cosa secreta me ha ocurrido. David no lo sabe. Nadie lo sabe excepto yo y... el verdugo, el criminal, el pequeño asesino.
Estoy muriéndome y no puedo decirlo ahora. Se reirían de mí y dirían que deliro. Verían al criminal, lo tendrían en los brazos y nunca lo culparían de mi muerte. Pero aquí estoy, ante Dios y los hombres, muriéndome, sin que nadie me crea, todos dudando de mí, consolándome con mentiras, enterrándome sin saberlo, llorándome y salvando a mi destructor.
¿Dónde está David?, se preguntó. ¿En la sala de espera, fumando un cigarrillo tras otro, escuchando los prolongados tictaques del reloj tan lento?
El sudor le estalló en el cuerpo, todo a la vez, junto con un grito de agonía. Ahora. ¡Ahora! Trata de matarme, gritó, inténtalo, inténtalo, ¡pero no moriré! ¡No moriré!
Hubo un hueco de pronto. Un vacío. El dolor cesó. Un agotamiento, y la oscuridad vino de todas partes. Aquello había terminado. ¡Oh, Dios! Cayó como una plomada y golpeó una nada negra que se abrió a una nada y a otra y todavía otra...
Unas pisadas. Acercándose, unas pisadas leves.
Muy lejos, una voz dijo:
—Está dormida. No la moleste.
Un olor de franela, una pipa, una cierta loción de afeitar. David estaba de pie junto a ella. Y más allá el olor inmaculado del doctor Jeffers. No abrió los ojos.
—Estoy despierta —dijo en voz baja.
Era una sorpresa, un alivio, poder hablar, no estar muerta.
—Alice —dijo alguien, y era David delante de los ojos cerrados, teniéndole las manos fatigadas.
¿Quieres conocer al criminal, David?, pensó Alice. Te oí decir que querías verlo, de modo que no puedo hacer otra cosa que mostrártelo.
David se inclinaba sobre la cama. Alice abrió los ojos. El cuarto se aclaró. Moviendo una mano débil, Alice apartó una manta.
El criminal miró a David con una carita roja y unos ojos azules y serenos, profundos y centelleantes.
—¡Bueno! —exclamó David, sonriendo—. ¡Es un bebé hermoso!
El día que David fue a buscar a su mujer y al recién nacido el doctor Jeffers estaba esperándolo en la oficina. Le indicó que se sentara en una silla, le dio un cigarro, encendió otro para él, se sentó en el borde del escritorio, chupando solemnemente un largo rato. Al fin carraspeó, miró a David Leiber a los ojos y dijo:
—A tu mujer no le gusta el niño, Dave.
—¡Qué!
—Ha sido duro para ella. Necesitará mucho cariño este próximo año. No quise hablar hasta ahora, pero parecía una histérica en la sala de partos. Decía cosas raras de veras... No las repetiré. Diré sólo que no se siente unida al niño. Bueno, quizá sea algo que pueda aclararse con una o dos preguntas.
Chupó el cigarro y luego dijo:
—¿El niño es un niño "deseado", Dave?
—¿Por qué lo pregunta?
—Es muy importante.
—Sí. Sí, es un niño "deseado". Fue de común acuerdo. Alice estaba tan contenta, hace un año, cuando...
—Mmmm... Eso lo hace más difícil. Porque si no hubiera querido tener un hijo sería sólo el caso de una mujer que rechaza la idea de la maternidad. No es el caso de Alice. —El doctor Jeffers se sacó el cigarro de la boca, se frotó la mandíbula con la mano—. Tiene que ser otra cosa entonces. Quizá algo enterrado en la infancia y que sale ahora. O quizá se trate de las dudas y desconfianzas pasajeras de cualquier madre que pasa por ese trance, dolores insólitos y el peligro de la muerte. Si es así, el tiempo la curará. Pensé que tenía que decírtelo, Dave. Te ayudará a ser tolerante y condescendiente con Alice si dice algo acerca de... bueno, que hubiese deseado que el niño naciera muerto. Y si las cosas no marchan bien, venid a verme los tres. Siempre me alegrará ver a viejos amigos, ¿eh? Bien, toma otro cigarro por el... este... por el bebé.
Era una brillante tarde de primavera. El coche zumbaba a lo largo de las anchas avenidas, bordeadas de árboles. Un cielo azul, flores, un viento tibio. Dave habló un rato, encendió un cigarrillo, siguió hablando. Alice respondía directamente, en voz baja, serenándose a medida que avanzaban. Pero no llevaba al bebé apretadamente en los brazos, ni cálidamente, ni maternalmente, no tanto por lo menos como para calmar aquel raro dolor que Dave sentía en la mente. Era casi como si transportara una figurita de porcelana.
—Bueno —dijo al fin sonriendo—, ¿cómo lo llamaremos?
Alice Leiber miró los árboles verdes que pasaban.
—No lo decidamos aún. Mejor le buscaremos un nombre excepcional. No le eches humo en la cara.
Las frases de Alice se unían unas a otras sin cambio de tono. En el ruego último no había ni reproche maternal, ni interés, ni irritación. Le había venido a la boca y lo había dicho.
El marido, intranquilizado, tiró el cigarrillo por la ventanilla.
—Lo siento —dijo.
El bebé descansaba en el regazo de la madre, y las sombras del sol y los árboles le cambiaban en la cara. Abrió los ojos como flores de primavera, frescas y azules. Unos sonidos húmedos le brotaban de la boca, diminuta, rosada, elástica.
Alice le echó una ojeada rápida. Dave sintió que se apretaba contra él, estremeciéndose.
—¿Frío? —preguntó.
—Un escalofrío. Más vale que cierres la ventanilla.
Era algo más que un escalofrío. Dave alzó lentamente la ventanilla.
La hora de la cena.
Dave había traído al niño, sosteniéndolo en una posición rara, lo más derecho posible, apoyado en muchos almohadones, en la silla alta comprada recientemente.
Alice miraba el plato donde movía el cuchillo y el tenedor.
—Es pequeño aún para una silla —dijo.
—Pero es divertido tenerlo aquí con nosotros —dijo Dave, contento—. Todo es divertido. Aún en la oficina los pedidos de mercancía me llegan a la nariz. Si no vigilo haré otros quince mil este año. ¡Eh! ¡Mira al pequeño! ¡La baba le cae por la barbilla!
Se inclinó para pasar la servilleta por la barbilla del bebé. Descubrió de soslayo que Alice ni siquiera estaba mirando. Terminó de limpiar al bebé.
—No será de veras muy interesante —dijo volviendo a la comida—. Pero se supone que una madre tiene cierto interés en su propio hijo.
Alice alzó el mentón bruscamente.
—¡No hables de ese modo! ¡No delante de él! Más tarde, si quieres.
—¿Más tarde? —exclamó Dave—. Delante de él, detrás de él, ¿qué diferencia hay? —Se dominó, tragó saliva, se mostró arrepentido—. Bueno, perfectamente. De acuerdo.
Luego de la cena, Alice dejó que Dave llevara al bebé arriba. No se lo pidió, dejó que lo llevara.
Cuando Dave bajó de nuevo, encontró a Alice de pie junto a la radio, escuchando una música que no oía. Tenía los ojos cerrados y parecía absorta en sí misma tratando de resolver un problema. Oyó a Dave y se sobresaltó.
De pronto Alice se volvió hacia Dave, se apretó contra él, dulce, rápida; la misma de antes. Buscó a Dave con los labios, lo detuvo. Dave estaba estupefacto. Ahora que el bebé había desaparecido, que estaba arriba, fuera de la sala, Alice comenzaba a respirar otra vez, a vivir otra vez. Estaba libre. Murmuraba rápidamente, interminablemente.
—Gracias, gracias, querido. Por ser tú mismo, siempre. Alguien en quien se puede confiar, ¡en quien tanto se puede confiar!
Dave tuvo que reírse.
—Ya me lo decía mi padre: "Hijo, ¡que nada le falte a tu familia!".
Fatigada, Alice dejó que el cabello negro y brillante le descansara en el cuello de Dave.
—Has hecho todavía más. A veces desearía que fuésemos de nuevo como cuando nos casamos, al principio. Sin responsabilidad, sólo nosotros. Sin... ningún bebé.
Las dos manos de Alice apretaron la mano de Dave. Tenía un color blanco sobrenatural en la cara.
—Oh, Dave, en un tiempo sólo éramos tú y yo. Nos protegíamos entre nosotros, y ahora protegemos al bebé, pero él no nos protege. ¿No entiendes? Mientras estuve en el hospital tuve tiempo de pensar muchas cosas. El mundo es malvado...
—¿Sí?
—Sí, lo es. Pero las leyes nos protegen. Ya cuando no hay leyes, entonces el amor nos protege. Mi amor te protege de mí, para que yo no te haga daño. Nadie es más vulnerable a mí que tú mismo, pero el amor te ampara. Yo no te temo porque el amor amortigua todas tus irritaciones, tus instintos poco naturales, tus odios y tus boberías. Pero no pasa lo mismo con el bebé. Es demasiado pequeño para conocer el amor, o una ley del amor, o cualquier otra cosa, hasta que se lo enseñemos. Y mientras tanto somos nosotros los vulnerables.
Dave alejó a Alice y rió gentilmente.
—¿Vulnerables a un bebé?
—¿Sabe acaso un bebé qué diferencia hay entre el bien y el mal? —preguntó Alice.
—No. Pero lo aprenderá.
—Un bebé es algo tan nuevo, tan amoral, tan despojado de toda conciencia. —Alice calló. Soltó a Dave y se volvió bruscamente—. Ese ruido. ¿Qué ha sido ese ruido?
Dave miró alrededor de la sala.
—No oí nada... Alice clavó los ojos en la puerta de la biblioteca.
—Allí —dijo lentamente.
Leiber cruzó la sala, abrió la puerta y encendió las luces de la biblioteca.
—No hay nada. —Volvió junto a Alice—. Estás muy fatigada. A la cama... ahora mismo.
Apagando juntos las luces, Dave y Alice subieron por la escalera silenciosa, sin hablar. Arriba, Alice se disculpó.
—He dicho muchas tonterías. Perdóname. Estoy agotada.
Dave comprendió, y así se lo dijo.
Alice se detuvo, titubeando, ante el cuarto del bebé. Luego, de pronto, tomó el picaporte de bronce y entró. Dave miró cómo se acercaba a la cuna, y se endurecía como si algo le hubiese golpeado la cara.
—¡David!
Leiber se adelantó, llegó a la cuna.
La cara del bebé estaba muy roja y brillante y muy húmeda; la boquita rosada se le abría y se le cerraba, se le abría y se le cerraba; los ojos eran de un fiero color azul; las manitas se agitaban en el aire.
—Oh —dijo Dave—, ha estado llorando.
—¿Sí? —Alice Leiber se sostuvo en la cuna para no caerse—. No lo he oído.
—La puerta estaba cerrada.
—¿Es por eso que respira con tanta fuerza y tiene la cara tan roja?
—Claro. Pobrecito. Llorando solo en la oscuridad. Podría dormir en nuestro cuarto esta noche, por si llora de nuevo.
—Estás malcriándolo —dijo Alice.
Leiber llevó rodando la cuna al dormitorio sintiendo detrás los ojos de Alice. Se desvistió en silencio, se sentó en el borde de la cama. De pronto alzó la cabeza, habló entre dientes, castañeteó los dedos.
—¡Maldita sea! Olvidé decírtelo. Tengo que ir a Chicago el jueves.
—Oh, David.
La voz de Alice se perdió en el cuarto.
—Estoy postergando este viaje desde hace dos meses, y ahora ya no tengo escapatoria.
—Me da miedo quedarme sola.
—El viernes mismo llegará la nueva cocinera. Estará aquí todo el tiempo. Será cuestión de días.
—Tengo miedo. No sé de qué. No me creerías si te lo dijera. Pienso que estoy loca.
David estaba ya acostado. Alice apagó las luces, y David oyó como caminaba alrededor de la cama, apartaba las sábanas y se acostaba. Sintió al lado el cálido olor femenino.
—Si quieres que espere unos días —dijo—, quizá yo podría...
—No —dijo Alice sin convicción—. Vete de viaje. Sé que es importante. Sólo que no puedo dejar de pensar. Las leyes y el amor y la protección. El amor te protege de mí. Pero el bebé… —Alice tomó aliento—. ¿Qué te protege a ti de él, David?
Antes que Dave pudiera responder, antes que pudiera decirle que todo aquello era una tontería, Alice encendió la lámpara de noche, bruscamente.
El bebé estaba despierto en la cuna, mirando directamente a Dave, con ojos de color azul acerado y profundo.
Las luces se apagaron de nuevo. Alice se apretó contra Dave, temblando.
—No está bien tener miedo de tu propia criatura. —Alice hablaba ahora en voz baja, dura, vehemente rápida—. ¡Trató de matarme! ¡Está ahí escuchándonos, esperando a que te vayas para intentarlo otra vez! ¡Lo juro!
Los sollozos ahogaron a Alice.
—Por favor—dijo Dave, serenándola—. Basta. Basta. Por favor.
Alice lloró en la oscuridad largo rato. Al fin se calmó, estremeciéndose, abrazada a Dave. Dave sintió que la respiración de Alice era cada vez más serena, cálida regular, que se le relajaba el cuerpo, y que al fin se dormía.
Dave empezó a dormirse también.
Y justo cuando los párpados se le cerraban pesadamente, hundiéndose en mareas más y más profundas, oyó un raro y leve sonido de alerta y de vigilia.
El sonido de unos labios diminutos, húmedos, rosadamente elásticos.
El bebé.
Y luego... Dave se durmió.
Por la mañana el sol centelleaba. Alice sonreía.
David Leiber movía el reloj sobre la cuna.
—¿Ves, bebé? Una cosa brillante. Una cosa bonita. Claro. Claro. Una cosa bonita.
Alice sonreía. Le dijo a Dave que no dudara más, que volara a Chicago, y ella sería muy valiente, no había por qué preocuparse. Cuidaría del bebé. Oh, sí, lo cuidaría, todo estaba bien.
El avión fue hacia el este. Había mucho cielo, mucho sol y nubes y Chicago se deslizó en el horizonte. Dave cayó en un torbellino de ventas, planeamientos, banquetes, llamadas telefónicas, discusiones en conferencias. Pero todos los días les mandaba a Alice y al bebé una carta y un telegrama.
En la tarde del sexto día recibió una llamada de larga distancia. Los Ángeles.
—¿Alice?
—No, Dave. Habla Jeffers.
—¡Doctor!
—Cálmate, hijo. Alice está enferma. Será mejor que vuelvas en el primer avión. Es neumonía. Haré todo lo que pueda, hijo. Si al menos hubiera pasado un poco más de tiempo… Alice necesita fuerzas.
Leiber dejó caer el auricular del teléfono. Se incorporó, sintiendo que no tenía pies, ni manos ni cuerpo. El cuarto del hotel se oscureció y se deshizo.
—Alice —dijo Dave, yendo hacia la puerta.
Las hélices giraron, voltearon, se sacudieron, se detuvieron; el tiempo y el espacio quedaron atrás. El picaporte se movió bajo la mano de Dave; el piso fue sólido y real bajo los pies, las paredes de una alcoba se ordenaron alrededor, y a la luz de las últimas horas de la tarde el doctor Jeffers dio la espalda a una ventana, mientras Alice esperaba tendida en el lecho: una figura modelada con la nieve de invierno. Luego el doctor Jeffers habló, habló continuamente, y el sonido de la voz se elevaba y caía a través de la luz de la lámpara, un aleteo suave, un murmullo blanco.
—Tu mujer es demasiado buena como madre, Dave. Se preocupa más por el bebé que por ella misma...
De pronto, en la palidez del rostro de Alice hubo una contracción que desapareció antes que nadie la notara. Luego, lentamente, sonriendo, Alice se puso a hablar, y hablaba como hablan las madres en esos casos, esto y lo otro, el detalle significativo, el informe minuto a minuto y hora a hora de una madre que sólo piensa en un mundo de muñecas y en la vida que habita ese mundo. Pero no se detuvo allí; el resorte estaba muy apretado y la voz de Alice se alzó mostrando furia, miedo y un débil matiz de repulsión y todo esto no alteró la expresión del doctor Jeffers, pero aceleró el corazón de Dave que latió al ritmo de esta charla, cada vez más rápida, y que no se podía detener.
—El bebé no dormía. Pensé que estaba enfermo. Estaba ahí, acostado en la cuna, y lloraba de noche. Lloraba tanto, toda la noche, y toda la noche. No podía calmarlo, y no podía descansar.
El doctor Jeffers asentía con lentos, lentos movimientos de cabeza.
—El cansancio la llevó a la neumonía. Pero le hemos dado muchas sulfamidas y ya está fuera de peligro.
David se sentía enfermo.
—¿Y el bebé, qué pasa con el bebé?
—Magníficamente, fuerte como un roble.
—Gracias, doctor.
El doctor se alejó y bajó las escaleras, abrió suavemente la puerta de calle y desapareció.
—¡David!
Dave se volvió hacia el susurro asustado.
—Fue el bebé otra vez. —Alice apretó la mano de Dave—.Trato de mentirme a mí misma y decirme que soy una tonta, pero el bebé sabía que yo estaba débil, luego de los días en el hospital, de modo que lloraba la noche entera, todas las noches, y cuando no lloraba estaba demasiado quieto. Yo sabía siempre que si encendía la luz allí estaría mirándome.
David sintió que el cuerpo se le cerraba como un puño. Recordaba haber visto al bebé, haberlo sentido, despierto en la oscuridad, hasta muy tarde cuando los bebés suelen estar dormidos. Despierto y acostado, silencioso como un pensamiento, sin llorar, pero mirando desde la cuna. Apartó la idea. Era una locura.
Alice continuó hablando:
—Yo iba a matar al bebé. Sí, iba a matarlo. Cuando estabas fuera, el primer día, entré en el cuarto y le eché las manos al cuello, y me quedé así mucho tiempo pensando, asustada. Luego le puse las mantas sobre la cara y lo volví boca abajo y lo apreté y lo dejé así y salí corriendo del cuarto.
Dave trató de hacerla callar.
—No, deja que termine —dijo Alice roncamente, mirando la pared—. Cuando dejé el cuarto del bebé pensé: es muy simple. Todos los días se ahoga algún bebé. Nadie lo sabrá nunca. Pero cuando volví pensando verlo muerto, David, ¡estaba vivo! Sí, vivo, boca arriba, sonriendo y respirando. Y después de eso no pude tocarlo otra vez. Lo dejé allí y no regresé, ni para alimentarlo ni para mirarlo ni para nada. Quizá lo atendió la cocinera. No lo sé. Todo lo que sé es que lloraba de noche y no me dejaba dormir, y yo me pasaba las horas despierta, pensando, y caminaba por la casa, y ahora estoy enferma. —Alice parecía completamente agotada—. El bebé está ahí pensando cómo podría matarme. Cómo matarme de un modo simple. Pues sabe que sé mucho de él. No le tengo cariño; no hay protección entre nosotros, nunca la habrá.
Alice calló. Pareció derrumbarse en sí misma y al fin se quedó dormida. David se quedó largo rato junto a la cama, mirándola, incapaz de moverse. Tenía la sangre helada en el cuerpo, y no se le movía una sola célula, ninguna.
A la mañana siguiente sólo había una cosa que hacer. Dave la hizo. Fue al consultorio de Jeffers y le contó todo y escuchó las réplicas tolerantes del médico:
—Tomemos esto con calma, hijo. Es natural que una madre odie a sus niños, a veces. Tenemos un nombre para eso: ambivalencia. La capacidad de odiar, mientras se quiere. Los amantes se odian entre sí, frecuentemente. Los niños detestan a sus madres...
Leiber le interrumpió:
—Yo nunca odié a mi madre.
—No lo admitirías, naturalmente. La gente no disfruta admitiendo que odia a los seres queridos.
—De modo que Alice odia al bebé.
—Sería mejor decir que tiene una obsesión. Ha dado un paso más allá de la ambivalencia común y simple. La cesárea trajo al mundo al niño, pero casi se lleva a Alice. Ahora culpa al niño por haber corrido ese peligro y por la neumonía. Está proyectando sus dificultades. Culpa a los objetos más a mano. Todos hacemos lo mismo. Nos caemos de una silla y culpamos al mobiliario, no a nuestra propia torpeza. Le erramos a la pelota de golf y maldecimos al césped o al palo, o al fabricante de la pelota. Si nos va mal en los negocios acusamos a los dioses, al tiempo, a la suerte. Todo lo que puedo decirte es lo que te dije antes. Quiere a Alice. No hay medicina mejor en el mundo. Busca las maneras más delicadas de mostrarle afecto, de darle seguridad. Busca el modo de probarle que el bebé es una criatura inofensiva e inocente. Hazle sentir que por el bebé vale la pena cualquier riesgo. Al cabo de un tiempo ella se calmará, olvidará eso de la muerte, y empezará a querer al niño. Si no descubres ningún cambio en un mes, llámame. Te recomendaré a un buen psiquiatra. Vete tranquilo, y sácate esa expresión de la cara.
Cuando llegó el verano todo pareció serenarse y hacerse más fácil. Dave trabajaba, sumergido en minucias de oficina, pero encontraba tiempo para su mujer. Alice, por su parte, daba largos paseos, recuperaba fuerzas, jugaba de cuando en cuando al bádminton. Muy pocas veces perdía la cabeza. Parecía haberse librado de aquellos temores.
Excepto una cierta medianoche cuando un repentino viento de verano corrió alrededor de la casa, cálido y rápido, sacudiendo los árboles como brillantes tamboriles. Alice despertó, temblando, y se deslizó en los brazos de Dave, y dejó que él la consolara, y le preguntara qué ocurría de malo.
—Hay algo en el cuarto, mirándonos —dijo Alice.
Dave encendió las luces.
—Has estado soñando de nuevo —dijo—. Estás mejor, sin embargo. Hace tiempo que no te veo perturbada.
Alice suspiró mientras Dave apagaba de nuevo la luz, y de pronto se quedó dormida. Dave la tuvo en brazos, pensando que Alice era realmente una criatura dulce y rara, durante media hora.
Entonces oyó que la puerta del dormitorio se abría unos centímetros.
No había nadie en la puerta. No había motivo para que se hubiera abierto. El viento había cesado.
Dave esperó. Se quedó alrededor de una hora tendido allí, en la oscuridad.
Luego, lejos, quejándose como un menudo meteoro que muere en el vasto abismo del espacio, de color de tinta, el bebé se puso a llorar.
Era un sonido débil, solitario, en medio de las estrellas y la oscuridad y la respiración de esta mujer que tenía en los brazos y el viento que comenzaba a mover de nuevo los árboles.
Leiber contó hasta cien, lentamente. El llanto continuaba.
Librándose cuidadosamente de los brazos de Alice se deslizó fuera de la cama, se puso las zapatillas, la bata, y salió, en silencio del cuarto.
Iré abajo, pensaba, calentaré un poco de leche, la traeré, y...
La negrura retrocedió de pronto. El pie de Dave resbaló y se precipitó hacia adelante. Resbaló en algo blando. Se precipitó a la nada.
Dave estiró frenéticamente las manos hacia la barandilla. Dejó de caer. Se sostuvo, maldiciendo.
La cosa blanda en que había resbalado el pie de Dave estaba ahora a unos pocos escalones más abajo. Dave sentía un zumbido en la cabeza. El corazón le golpeaba la base de la garganta, pesadamente, en dolorosos latidos.
¿Cómo había gente tan descuidada que dejaba cosas desparramadas por la casa? Dave buscó con los dedos el objeto que casi lo había lanzado escaleras abajo.
La mano se le heló, sorprendida. Se quedó sin aliento. El corazón contuvo uno o dos latidos.
Aquello que tenía en la mano era un juguete. Una tosca muñeca de trapo que había traído a casa como una broma, para...
Para el bebé.
Alice lo llevó a la oficina al día siguiente.
A medio camino aminoró la marcha, acercó el coche a la acera y se detuvo. Luego se volvió hacia Dave en el asiento y lo miró.
—Quiero irme de vacaciones. No sé si tú puedes ahora, querido, pero si no es así, por favor, déjame ir sola. Encontraremos a alguien que se encargará del bebé, estoy segura. Pero tengo que irme. Pensé que estaba saliendo de esa... impresión. Pero no. No aguanto estar en el cuarto con él. Me mira como si me odiara también. No puedo tocarlo. Sólo sé que quiero irme antes que algo ocurra.
Dave salió del coche, caminó alrededor, le dijo a Alice que se moviera y se sentó al volante.
—Lo que vas a hacer es ver a un buen psiquiatra. Y si el hombre recomienda unas vacaciones, bueno, magnífico. Pero esto no puede seguir así. Tengo nudos en el estómago todo el tiempo. —Puso en marcha el coche—. Conduciré el resto del camino.
Alice echaba la cabeza hacia adelante y trataba de retener las lágrimas. Cuando llegaron a las oficinas de Dave, alzó los ojos.
—Bueno. Consígueme hora. Hablaré con quien quieras, David.
Dave la besó.
—Bueno, ahora habla usted con sentido común, señora. ¿Crees que podrás conducir hasta casa?
—Por supuesto, tonto.
—Te veré a la hora de la cena entonces. Ve con cuidado.
—¿No lo hago siempre? Hasta luego.
Dave se quedó al borde de la acera, mirando como Alice se alejaba, y el viento arremolinaba los cabellos largos, oscuros y brillantes. Ya en la oficina telefoneó a Jeffers y concertó una cita con un conocido psiquiatra.
El trabajo del día fue complicándose. Todo parecía velarse de algún modo, y en medio de ese velo Dave veía a Alice que se había perdido y lo llamaba. Muchos de los miedos de Alice los sentía él ahora. Alice había llegado a convencerlo de que el bebé era de alguna manera no del todo común.
Dictó unas cartas largas y poco inspiradas. Revisó unos envíos en la planta baja. Había que interrogar a los auxiliares y seguir adelante. Al fin del día, agotado con dolor de cabeza, le alegró irse.
Mientras bajaba en el ascensor se preguntó: ¿y si le cuento a Alice lo del juguete, la muñeca de trapo, que encontré en la escalera anoche? Señor, eso la agravaría todavía más. No, no se lo diré nunca. Los accidentes son, al fin y al cabo, accidentes.
La luz del día se demoraba en el cielo mientras el taxi lo llevaba de vuelta. Frente a la casa le pagó al chofer y caminó lentamente por la acera de cemento, disfrutando de la luz que estaba aún en el cielo y en los árboles. La blanca fachada colonial tenía un aspecto raro: como si la casa estuviera en silencio y deshabitada, y entonces Dave recordó que era jueves, el día libre de las criadas que a veces contrataban.
Respiró hondo. Un pájaro cantaba detrás de la casa. El tránsito corría en la avenida, a cien metros. Dave hizo girar la llave en la puerta. El picaporte se movió bajo la presión de los dedos, aceitado, silencioso.
La puerta se abrió. Dave entró, dejó el sombrero en la silla junto con el portafolios, y comenzaba a sacarse el abrigo cuando alzó los ojos.
La luz tardía del sol corría escaleras abajo desde la ventana alta del pasillo, y cuando tocaba la muñeca caída al pie de la escalera tomaba sus brillantes colores.
Pero Dave no prestó atención al juguete.
No se movía y sólo podía mirar una y otra vez a Alice.
El cuerpo delgado de Alice estaba tendido en una postura quebrada, grotesca y descolorida, al pie de la escalera, como una muñeca despatarrada que ya no quiere jugar más.
Alice estaba muerta.
No había otro sonido en la casa que los latidos del corazón de Dave.
Alice estaba muerta.
Dave le tomó la cabeza entre las manos, le tocó los dedos. Le alzó el cuerpo. Pero ella no viviría. Ni siquiera trataría de vivir. Dave la llamó, en voz alta, muchas veces, y trató, de nuevo, abrazándola, de darle algo del calor que ella había perdido, pero todo era inútil.
Dave se incorporó. Tenía que haber llamado por teléfono. No lo pensó. Se descubrió de pronto en la planta alta. Abrió la puerta del cuarto del bebé y entró y miró inexpresivamente la cuna. Sentía náuseas. No veía muy bien.
El bebé tenía los ojos cerrados, pero la cara estaba roja, húmeda de transpiración, como si hubiera estado llorando largo tiempo.
—Está muerta —le dijo Leiber al bebé—. Está muerta.
Luego se echó a reír, con una risa dulce y baja, y siguió así mucho tiempo hasta que el doctor Jeffers llegó a la noche y lo abofeteó una y otra vez.
—¡Basta, Dave! ¡Domínate!
—Cayó por la escalera, doctor. Tropezó con la muñeca de trapo y cayó. Yo casi resbalé la otra noche al pisar la muñeca y ahora...
El doctor lo sacudió.
—Doctor, doctor —dijo Dave, aturdido—. Qué gracioso. Encontré... encontré al fin un nombre para el bebé.
El doctor no dijo nada.
Leiber se llevó las manos temblorosas a la cabeza y habló:
—Haré que lo bauticen el domingo. ¿Sabe que nombre le pondremos? Lo llamaremos Lucifer.
Eran las once de la noche. Mucha gente desconocida había entrado en la casa y se había ido, llevándose la llama esencial: Alice.
David Leiber estaba sentado frente al médico, en la biblioteca.
—Alice no estaba loca —dijo, lentamente—. Tenía buenas razones para temer al bebé.
Jeffers resopló.
—¡No sigas tú también ese camino! Alice culpaba al bebé por la neumonía, y ahora tú lo culpas por la muerte de Alice. Tropezó con un juguete, no lo olvides. No puedes acusar al niño.
—¿Habla usted de Lucifer?
—¡Deja de llamarlo así!
Leiber meneó la cabeza.
—Alice oía cosas de noche, que se movían en los pasillos. ¿Quiere saber quién hacía esos ruidos, doctor? El bebé. Un bebé de cuatro meses, que andaba en la oscuridad escuchando nuestras conversaciones. ¡Escuchando todas las palabras! —Dave se apoyó en los brazos de la silla—. Y si yo encendía las luces, un bebé es algo tan pequeño. Puede esconderse detrás de un mueble, una puerta, contra una pared...
—¡Por favor, no sigas!
—Déjeme decir lo que pienso o me volveré loco. Cuando fui a Chicago, ¿quién tuvo despierta a Alice, cansándola hasta que enfermó de neumonía? ¡El bebé! como Alice no murió, trato de matarme a mí. Muy simple: dejar un juguete en la escalera, llorar de noche hasta que el padre baja a preparar la leche, y resbala. Una trampa tosca, pero eficaz. No caí en ella. Pero mató a Alice.
David Leiber se detuvo a encender un cigarrillo.
—Pude haberme dado cuenta. Encendía yo las luces en medio de la noche, muchas noches, y el bebé estaba ahí, con los ojos muy abiertos. La mayoría de los bebés duermen todo el tiempo. No éste. Se quedaba despierto, pensando.
—Los bebés no piensan.
—Bueno, se quedaba despierto haciendo lo que podía con el cerebro. ¿Qué diablos sabemos de la mente de un bebé? Tenía todas las razones para odiar a Alice; sospechaba la verdad, sabía que no era un niño como los otros. Era... diferente. ¿Qué sabe usted de bebés, doctor? Generalidades, por supuesto. Sabe, sí, que muchos bebés matan a las madres al nacer. ¿Por qué? ¿Resentimiento quizá porque los traen a un mundo demasiado sucio?
Leiber se inclinó hacia el doctor, fatigado.
—Todo se relaciona. Suponga que unos pocos bebés entre millones sean instantáneamente capaces de moverse, de ver, de oír, de pensar, como tantos animales e insectos. Los insectos se bastan a sí mismos desde que nacen. La mayoría de los mamíferos y los pájaros necesitan sólo unas pocas semanas. Los niños en cambio necesitan años para aprender a hablar y a enderezarse en las piernecitas débiles.
"Pero supongamos que un niño en un billón sea... extraño. Que nazca perfectamente lúcido, capaz de pensar, instintivamente. ¿No se serviría de sí mismo como una máscara, una cortina para cualquier cosa que quisiera intentar? Podría fingir que es una criatura común, débil, llorona, ignorante. Le bastaría un pequeño gasto de energía para ir de un lado a otro por la casa a oscuras, escuchando. Y qué fácil le sería poner obstáculos en la escalera. Qué fácil llorar toda la noche y cansar a la madre hasta provocarle una neumonía. Qué fácil, a la hora del nacimiento, estando tan unido a la madre, intentar unas pocas hábiles maniobras y provocar una peritonitis.
—¡Por amor de Dios! —Jeffers estaba ahora de pie—. ¡Es una idea repulsiva!
—Estoy hablando de cosas repulsivas. ¿Cuántas madres mueren en el parto? ¿Cuántas corren el riesgo de que unas pequeñas y raras improbabilidades las maten de un modo o de otro? Criaturas extrañas y rojas con cerebros que trabajan en una oscuridad de sangre, un mundo que no conocemos, que no sabemos cómo es. Pequeños cerebros elementales, alimentados por la memoria racial, el odio, una crueldad sin restricciones, que no piensan en otra cosa que en la propia preservación. Y la propia preservación consiste en este caso en eliminar a una madre que ha engendrado un horror y lo sabe. Contésteme, doctor, ¿hay algo en el mundo más egoísta que un bebé? ¡Nada!
Jeffers frunció el ceño y meneó la cabeza, descorazonado.
Leiber sacudió la ceniza del cigarrillo.
—No digo que un bebé necesite tener mucha fuerza. Basta que gatee un poco, unos meses antes de lo común. Basta que escuche todo el tiempo. Basta que llore en medio de la noche. Es suficiente, más que suficiente.
Jeffers intentó otro camino: el del ridículo.
—Llámalo asesinato, entonces. Pero un asesinato tiene que tener un móvil. ¿Qué móvil tenía el niño?
Leiber estaba preparado para responder:
—¿Quién está más en paz, más soñadoramente contento, cómodo, descansado, alimentado, sin molestias, que un niño aún no nacido? Nadie. Flota en una maravilla de alimento y silencio, somnolienta, intemporal. Luego, de pronto, se le dice que ha de dejar su habitáculo, se lo obliga a salir, se lo empuja a un mundo ruidoso, descuidado, egoísta, donde tiene que moverse por sí mismo, cazar, alimentarse de la caza, buscar un amor perdido que antes era su derecho incuestionable, enfrentarse con la confusión en vez del silencio interior y el sueño preservador. ¡Y el niño siente odio! Odia el aire frío, los espacios inmensos, la pérdida repentina de las cosas familiares. Y en el minúsculo filamento del cerebro lo único que el niño conoce es egoísmo y odio, pues le han destrozado aquel encantamiento. ¿Quién es responsable de este desencantamiento, de esta ruptura brusca? La madre. Y la mente irracional del niño encuentra así alguien a quien odiar. La madre lo ha echado fuera, lo ha rechazado. Y el padre no es menos culpable, ¡hay que matar también al padre! El padre es responsable a su modo.
Jeffers interrumpió.
—Si lo que dices fuera cierto, entonces todas las mujeres del mundo tendrían que mirar a sus bebés como criaturas temibles, en las que no se puede confiar.
—¿Y por qué no? ¿No tiene el niño una coartada perfecta? Mil años de creencias médicas aceptadas lo amparan y protegen. De acuerdo con la opinión común es una criatura desamparada e irresponsable. El niño nace odiando. Y las cosas empeoran, en vez de mejorar. Al principio el bebé obtiene de la madre cuidado y atención. Pero pasa el tiempo y las cosas cambian. Recién nacido el bebé obliga a los padres a hacer cosas tontas cuando llora o estornuda. Los sobresalta con cualquier ruido. A medida que pasan los años el bebé advierte que ese poder se desvanece rápidamente, y que se pierde y que ya nunca podrá recobrarlo. ¿Por qué no ha de aprovechar todo el poder que tiene? ¿Por qué no ha de afirmar su posición mientras disfruta de todas las ventajas? Años después será tarde para expresar su odio. Ahora es el momento de atacar.
Leiber continuó con una voz muy suave, muy baja:
—Mi pequeño bebito, echado en la cuna de noche, la cara húmeda y roja y sin aliento. ¿Por haber llorado? No. Por haber salido lentamente de la cuna, y atravesar a gatas los pasillos silenciosos. Mi pequeño bebito. Quiero matarlo.
El médico le alcanzó un vaso de agua y unas píldoras.
—No vas a matar a nadie. Vas a dormir veinticuatro horas. Dormir te hará pensar de otro modo. Toma.
Leiber bebió el agua con las píldoras y se dejó llevar escaleras arriba, llorando y sintió que lo metían en la cama. El médico esperó hasta que Leiber se hundió profundamente en el sueño y luego se fue.
Leiber, solo, flotaba descendiendo, descendiendo.
Oyó un ruido.
—¿Qué... qué es eso?, preguntó.
Algo se movía en el pasillo.
David Leiber dormía.
Muy temprano, a la mañana siguiente, el doctor Jeffers sacó el auto y fue a casa de Leiber. Era una hermosa mañana, y se llevaría a Leiber al campo, a descansar. Leiber estaría todavía dormido. Jeffers le había dado bastantes pastillas sedantes como para que durmiera quince horas.
Jeffers tocó el timbre. No hubo respuesta. Quizá los criados no se habían levantado aún. Jeffers probó la puerta de calle, descubrió que estaba abierta, y entró. Puso el maletín médico en la silla más próxima.
Algo blanco se movía borrosamente en lo alto de las escaleras. Apenas un movimiento. Jeffers casi no lo notó.
Había olor a gas en la casa.
Jeffers corrió escaleras arriba, y se precipitó en el dormitorio de Leiber.
Leiber estaba tendido en la cama, inmóvil, y en el cuarto había nubes de gas, que salía siseando de una espita, en la base de la pared, junto a la puerta. Jeffers cerró la llave, abrió rápidamente todas las ventanas y corrió hacia el cuerpo de Leiber.
El cuerpo estaba frío. Leiber había muerto hacía unas pocas horas.
Tosiendo violentamente, el doctor escapó del cuarto, con los ojos húmedos. Leiber no había abierto la llave de gas, no había podido. Los sedantes lo hubiesen mantenido dormido hasta el mediodía. No era un suicidio. ¿O había una remota posibilidad?
Jeffers se quedó en el pasillo cinco minutos. Luego caminó hasta la puerta del cuarto del bebé. Estaba cerrada. La abrió. Entró en el cuarto y fue hacia la cuna.
La cuna estaba vacía.
Jeffers se quedó, tambaleándose, junto a la cuna medio minuto. Luego dijo algo dirigiéndose a nadie en particular.
—La puerta del cuarto se cerró sola. No pudiste volver a tiempo a la cuna. No pensaste que la puerta podía cerrarse. Algo minúsculo como una puerta que se cierra con el viento puede arruinar el mejor de los planes. Te encontraré en algún lugar de la casa, escondido, fingiendo que eres lo que no eres. —El doctor Jeffers parecía aturdido. Se llevó una mano a la cabeza y sonrió débilmente—. Ahora estoy hablando como hablaban Alice y David. Pero no puedo correr riesgos. No estoy seguro de nada, pero no puedo correr riesgos.
Fue escaleras abajo, abrió el maletín que había dejado en la silla, sacó una cosa y la sostuvo en las manos.
Algo susurró en el pasillo. Algo muy pequeño y muy silencioso. Jeffers se volvió rápidamente.
Tuve que operar para traerte al mundo, pensó. Ahora me parece que tendré que operar para que dejes el mundo...
Dio una media docena de pasos, lentos, firmes, hacia el pasillo. Alzó la mano a la luz del sol.
—¡Mira, bebé! ¡Una cosa brillante, una cosa bonita!
Un escalpelo.
Muere un hombre cuidadoso
Sólo duermes cuatro horas por noche. Te acuestas a las once y te levantas a las tres y todo es tan claro como el cristal. Entonces empiezas el día, tomas tu café, lees un libro durante una hora, escuchas las leves, lejanas, irreales música y palabras de la radio antes del alba y sales, quizá, a dar un paseo, asegurándote siempre de que llevas contigo tu permiso policial particular. Ya te han detenido por salir a horas tardías e insólitas y eso llegó a ser un fastidio de modo que finalmente has conseguido un permiso especial. Ahora puedes ir silbando a donde quieras, las manos en los bolsillos, repicando un ritmo lento y cómodo con los tacones sobre el pavimento.
Esto dura desde que tenías dieciséis años. Ahora tienes veinticinco, y cuatro horas de sueño son todavía suficientes.
Tienes pocos objetos de cristal en tu casa. Te afeitas con una máquina eléctrica porque con una cuchilla a veces te cortas, y no debes sangrar.
Eres hemofílico. Si sangras, no cesa. Tu padre era igual, aunque sólo fue un espantoso ejemplo. Se cortó una vez un dedo, bastante profundamente, y murió por falta de sangre camino del hospital. También había hemofílicos en tu familia materna, y de ella heredaste la enfermedad.
En el bolsillo interior de tu chaqueta siempre llevas un frasco pequeño de tabletas coagulantes. Si te hieres, inmediatamente las tomas. La fórmula coagulante se difunde por tu sistema para proporcionar el material aglomerador necesario para que tu preciosa sangre deje de manar.
Y así va tu vida. Sólo necesitas cuatro horas de sueño y evitar los objetos afilados. Cada día de tu vida es casi dos veces más largo que el de un hombre medio, pero tu expectativa de vida es menor, con lo que se logra un irónico equilibrio.
Pasarán largas horas hasta que llegue el correo matutino. De modo que escribes en tu máquina cuatro mil palabras de un relato. A las nueve en punto, cuando oyes ruido en el buzón frente a tu puerta, apilas los folios, les pones un clip, controlas la copia en papel cebolla y los guardas en un archivador rotulado Novela en Curso. Luego enciendes un cigarrillo y vas a buscar la correspondencia.
Recoges las cartas. Un cheque de trescientos dólares de una revista, dos rechazos de editoriales menores y una cajita de cartón atada con un cordel verde.
Después de examinar las cartas desatas la caja, abres la tapa, hurgas en su interior y sacas lo que hay dentro.
—¡Maldición!
Sueltas la caja. Una mancha de rápido rojo se extiende por tus dedos. Algo brillante centellea en el aire con un movimiento cortante. Un resorte metálico gime.
—La sangre corre velozmente por tu mano herida. La miras un momento, miras el objeto afilado en el suelo, el pequeño artilugio bestial con la hojita de afeitar alojada en una trampa de resortes que se cerraba al tomarla inadvertidamente.
Temblando, vacilando, buscas en tu bolsillo, cubriéndote de sangre, sacas el frasco de tabletas y tragas varias.
Luego, mientras aguardas a que la sangre se coagule, te envuelves la mano en un pañuelo y cautelosamente recoges el objeto y lo pones en la mesa.
Después de contemplarlo diez minutos te sientas y enciendes torpemente un cigarrillo; tus párpados se agitan, tu vista se pierde y luego se afirma y reorganiza los objetos de la habitación y finalmente sabes la respuesta.
...Alguien me odia... Alguien me odia de verdad...
Suena el teléfono. Atiendes.
—Habla Douglas.
—Hola, Rob. Soy Jerry.
—Oh, Jerry.
—¿Cómo estás, Rob?
—Pálido y tembloroso.
—¿Por qué?
—Alguien me ha enviado una hoja de afeitar en una caja.
—No bromees.
—Es en serio. Pero no me escuchas.
—¿Cómo va la novela, Rob?
—Nunca la terminaré si la gente me sigue enviando cosas afiladas. Supongo que con el próximo correo recibiré un florero sueco de cristal cortado. O una caja de mago con un gran espejo de guillotina.
—Tu voz suena rara —dice Jerry.
—Natural. Y la novela, Gerald, va a toda marcha. Acabo de escribir otras cuatro mil palabras. En esta escena se demuestra el gran amor de Anne J. Anthony por Mr. Michael M. Horn.
—Te estás buscando dificultades, Rob.
—Lo he descubierto hace un instante.
Jerry murmura algo.
Tú dices:
—Mike no me tocaría, Jerry. Ni Anne. Después de todo, Anne y yo estuvimos prometidos en un tiempo. Antes de que yo descubriera lo que hacían. Las fiestas que daban, las jeringas de morfina que ofrecían a la gente.
—Podrían tratar de suprimir el libro de algún modo.
—Te creo. Ya lo han hecho. Esta caja que ha llegado por correo. Bueno, quizá no han sido ellos, sino alguno de los otros, las demás personas que menciono en el libro.
—¿Has hablado con Anne en estos últimos tiempos?, pregunta Jerry.
—Sí, dices tú.
—¿Y ella prefiere todavía ese tipo de vida?
—Es muy movido. Ves muchas figuras bonitas cuando tomas ciertos narcóticos.
—No lo puedo creer. Ella no parece de esa clase.
—Es por tu complejo de Edipo, Jerry. A ti las mujeres nunca te parecen hembras. Te parecen estatuas de marfil, limpias, floridas, sin sexo, sobre pedestales rococó. Amabas demasiado a tu madre. Por suerte yo soy más ambivalente. Anne me engañó durante un tiempo. Pero una noche se divertía tanto que la creí ebria. Y de pronto estaba besándome y poniéndome en la mano una jeringuilla y me decía: "Vamos, Rob, por favor. Te gustará". Y la jeringa estaba tan llena de morfina como Anne.
—Y eso fue todo, dice Jerry del otro lado de la línea.
—Eso fue todo, dices tú. Y entonces hablé con la policía y con la brigada antidroga pero alguien utilizó influencias y les dio miedo actuar. O eso, o les pagaron bien. Sospecho que un poco de cada cosa. En todos los sistemas hay siempre alguien, en alguna parte, que atasca las tuberías. En la policía siempre hay alguien que se queda con un poco de dinero y ensucia la reputación del cuerpo. Es un hecho. No se puede evitar. La gente es humana. Yo también. Si no puedo desembozar la tubería de una manera, lo haré de otra. No necesito decirte que será con mi novela.
—Que también podría arrastrarte al desagüe, Rob. ¿Realmente piensas que tu novela obligará a actuar a la gente de la brigada?
—Ésa es la idea.
—¿No te abrirán proceso?
—Ya me he ocupado de eso. He firmado un papel que absuelve a mis editores de toda responsabilidad y afirma que todos los personajes de mi novela son ficticios. Si miento, los editores quedan a salvo. Y si me abren proceso, los derechos de autor pagarán mi defensa. Y tengo muchas pruebas. Por cierto, es una novela muy buena.
—¿Es verdad, Rob, que alguien te ha enviado una hoja de afeitar en una caja?
—Sí, y ése es el peligro. Emocionante. No se atreverían a matarme directamente. Pero si yo muriera por mi natural descuido y por la composición hereditaria de mi sangre, ¿quién podría acusarlos? No pueden cortarme el cuello, eso sería muy evidente. Pero una hojita de afeitar, o un clavo, o algo afilado fijado al volante de mi coche... todo esto es muy melodramático. ¿Cómo marcha tu novela, Jerry?
—Lentamente. ¿Comemos juntos?
—Buena idea. ¿En el Brown Derby?
—No hay duda de que te estás buscando dificultades. Sabes perfectamente que Anne come allí todos los días con Mike.
—Eso me abre el apetito, Gerald. Hasta luego.
Cuelgas. Ahora tienes bien la mano. Silbas mientras te vendas en el cuarto de baño. Luego examinas la pequeña trampa. Una cosa primitiva. Las probabilidades de que llegara a funcionar no sobrepasan el cincuenta por ciento.
Te sientas y escribes otras tres mil palabras, estimulado por los acontecimientos de la mañana.
Durante la noche alguien ha limado la manija de la portezuela de tu coche hasta darle al borde el filo de una navaja. Goteando sangre, vuelves a la casa a vendarte de nuevo. Te tragas unas tabletas. La sangre deja de brotar.
Después de depositar en tu caja de seguridad del banco los dos nuevos capítulos del libro, vas en tu coche a reunirte con Jerry Walters en el Brown Derby. Parece tan eléctrico y pequeño como siempre, con su mentón sombreado y sus ojos saltones detrás de los gruesos cristales de sus gafas.
—Anne está dentro. —Te sonríe—. Y Mike la acompaña. Me pregunto por qué debemos comer aquí. —La sonrisa se disipa; te mira y mira tu mano—. Necesitas un trago. Por aquí. Anne está en aquella mesa. Salúdala.
—La estoy saludando.
Ves a Anne en la mesa del rincón, con un vestido floreado adornado con hilo de oro y de plata y un collar de cuentas aztecas de bronce alrededor del cuello tostado por el sol. El pelo tiene también color bronce. A su lado, detrás de un puro y una nube de humo, está la figura más bien alta y delgada de Michael Horn que parece exactamente lo que es: un jugador, un especialista en alcaloides, un hombre sensual por excelencia, un dominador, un amante de las mujeres, un aficionado a los diamantes y a los calzoncillos de seda. No te gustaría darle la mano. Las uñas manicuradas parecen demasiado afiladas.
Te sientas y pides una ensalada. Estás comiendo cuando Anne y Mike se acercan a la mesa, después del cóctel.
—Hola, cazador, le dices a Mike Horn, acentuando un poco la última palabra.
Detrás de Horn está su guardaespaldas, un chico de veintidós años, de Chicago, llamado Britz, con un clavel en la solapa de su chaqueta negra, el pelo negro engominado y los ojos cosidos por los pequeños músculos de los ángulos, que le dan un aire triste.
—Hola, Rob, querido, dice Anne. ¿Cómo marcha el libro?
—Muy bien, muy bien. He terminado un capítulo nuevo acerca de ti, Anne.
—Gracias, querido.
—¿Cuándo vas a dejar a ese fantoche?, le preguntas, sin mirar a Mike.
—Cuando lo mate, dice Anne.
Mike ríe.
—Muy bueno. Y ahora vamos, nena. Estoy harto de este idiota.
Dejas caer los cubiertos. De algún modo, varios platos caen. Estás a punto de pegar a Mike. Pero Britz y Anne y Jerry te rodean y te vuelves a sentar con los tímpanos palpitando y alguien recoge los cubiertos y te los da.
—Adiós, dice Mike.
Anne sale por la puerta como el péndulo de un reloj y adviertes la hora. Mike y Britz la siguen.
Miras tu ensalada. Tomas tu tenedor. Lo acercas a la comida.
Llevas una porción a tu boca.
Jerry te mira.
—Por Dios, Rob, ¿qué ocurre?
No hablas. Apartas de la boca el tenedor.
—¿Qué es, Rob? ¡Escupe!
Tú escupes.
Jerry maldice en voz baja.
Sangre.
Tú y Jerry salen del edificio Taft y ahora tú hablas por señas.
Tienes la boca vendada. Hueles a antiséptico.
—Pero no comprendo cómo —dice Jerry. Haces gestos con las manos—. Sí, ya sé, la pelea en el Derby. Tu tenedor cae al suelo. —Vuelves a gesticular. Jerry explica tu pantomima—. Mike, o Britz, lo recoge y te lo da pero es ahora un tenedor preparado, afilado, y no el tuyo.
Tú asientes vigorosamente, y enrojeces.
—O quizá fue Anne, dice Jerry.
No, dices, moviendo la cabeza. Tratas de explicar con tu pantomima que si Anne supiera esto abandonaría en el acto a Mike. Jerry no entiende y te mira por sus gruesas gafas. Tú sudas.
La lengua es mal sitio para una herida. Conoces a un tipo que se cortó la lengua y la herida no se curó nunca, aunque dejó de sangrar. Pero imagínate eso mismo en un hemofílico.
Haces un gesto y te obligas a sonreír mientras subes a tu coche. Jerry mira de reojo, piensa, comprende.
—Ah, ríe. ¿Quieres decir que ahora lo único que te falta es una puñalada en el trasero?
Asientes, le estrechas la mano, te alejas.
De pronto la vida ya no es divertida. La vida es real. La vida es algo que escapa de tus venas a la menor invitación inconscientemente, tu mano va una y otra vez al bolsillo donde están guardadas las tabletas. Esas buenas viejas tabletas.
Más o menos en ese momento adviertes que te están siguiendo.
Giras en la esquina siguiente y piensas con rapidez. Un accidente. Maltrecho, sangras. Desmayado, no puedes tomar una dosis de las preciosas tabletas que llevas en el bolsillo.
Aprietas el acelerador. El coche ruge y salta y miras atrás y el otro coche te sigue y se acerca. Un golpe en la cabeza, la más pequeña herida y estás acabado.
Giras a la derecha en Wilcox y a la izquierda en Melrose, pero aún te siguen. Sólo puedes hacer una cosa.
Paras el coche junto al bordillo, tomas las llaves, bajas tranquilamente, das unos pasos y te sientas en el jardín de alguien.
Cuando el coche perseguidor pasa, sonríes y saludas con la mano.
Piensas que oyes maldiciones mientras el coche desaparece.
Recorres a pie el resto del camino a tu casa. Llamas al garaje para que recojan tu coche.
Aunque siempre has estado vivo, nunca has estado tan vivo como ahora... Vivirás para siempre. Eres más inteligente que todos ellos juntos. Eres cuidadoso. No te podrán hacer una cosa que puedes ver y evitar de un modo u otro. Tienes suficiente fe en ti mismo. No puedes morir. Otra gente muere, pero tú no. Tienes absoluta fe en tu capacidad de vivir. Nunca habrá una persona lo bastante inteligente para matarte.
Puedes comer llamas, recoger balas de cañón, besar a mujeres con teas en los labios, golpear a un pistolero en el mentón. Ser como eres, tener la clase de sangre que tienes en las venas, te ha hecho... ¿un jugador?, ¿un aventurero? Debe de haber alguna forma de explicar esa ansiedad morbosa que tienes por el peligro. Bueno te lo puedes imaginar así. Tu ego recibe unos tremendos ánimos cada vez que sales bien de una experiencia. Admítelo, eres una persona engreída y satisfecha de sí con ideas morbosas de autodestrucción. Ideas escondidas, naturalmente. Nadie admite ante los demás que quiere morir, pero eso está allí, en alguna parte. El deseo de preservarse y el de morir en tira y afloja. El deseo de morir te mete en líos, el de sobrevivir te saca de ellos. Y odias a esa gente, te ríes de ella, cuando parpadean y se retuercen de fastidio cuando emerges sano y salvo. Te sientes superior, divino, inmortal. Ellos son inferiores, cobardes, comunes. Y no es poco lo que te irrita pensar que Anne prefiere las drogas a ti. Ella encuentra más estimulante la aguja. Maldita sea. Y sin embargo, tú la encuentras estimulante a ella. Y peligrosa. Pero correrías el riesgo con ella, en cualquier momento, sí, en cualquier viejo momento...
Son una vez más las cuatro de la mañana. La máquina de escribir se mueve debajo de tus dedos cuando llaman a la puerta. Te levantas a atender en el perfecto silencio que precede al alba.
Lejos, en el otro lado del universo, su voz dice:
—Hola, Rob. ¿Te acabas de levantar?
—Sí. Es la primera vez que vienes en muchos días, Anne.
Abres la puerta y ella pasa a tu lado; huele bien.
—Estoy harta de Mike. Me pone enferma. Necesito una buena dosis de Robert Douglas. Estoy cansada de verdad, Rob.
—Se nota en tu voz. Te comprendo.
—Rob...
Una pausa.
—¿Sí?
Una pausa.
—Rob... ¿no podríamos escaparnos mañana? Quiero decir hoy, esta tarde. ¿Ir a algún sitio en la costa, echarnos al sol y dejar que nos caliente? Lo necesito, Rob, de veras.
—Bueno, creo que sí. Seguro. Sí. Diablos, ¡sí!
—Me gustas, Rob. Desearía que no estuvieras escribiendo esa maldita novela.
—Quizá dejaría de hacerlo si te apartaras de esa gente, dices. Pero no me gustan las cosas que te han hecho. ¿Te ha dicho Mike lo que me está haciendo a mí?
—¿Está haciendo algo, querido?
—Trata de desangrarme. De desangrarme literalmente, quiero decir. Tú sabes cómo es Mike en realidad, ¿no es verdad, Anne? Pusilánime, asustadizo. Y Britz, Britz también, para el caso. Yo he visto antes gente así, que aparenta dureza para esconder su cobardía. Mike no quiere matarme. Le da miedo matar. Piensa que me puede atemorizar. Pero yo seguiré adelante porque no creo que tenga arrestos suficientes para acabar la tarea. Antes se arriesgaría a una sobredosis que a un crimen. Conozco a Mike.
—Pero ¿me conoces a mí, querido?
—Me parece que sí.
—¿Bien?
—Bastante bien.
—Yo podría matarte.
—No lo harías. Me quieres.
—Y también, ronronea ella, me quiero a mí misma.
—Siempre has sido extraña. Yo nunca supe, ni sé ahora, qué es lo que te impulsa.
—La propia conservación.
Le ofreces un cigarrillo. Ella está muy cerca de ti. Asientes dubitativamente.
—Una vez te vi arrancar las alas a una mosca.
—Era interesante.
—En la escuela, ¿disecabas los gatitos de los frascos?
—Me encantaba.
—¿Y sabes lo que te hace la droga?
—Me encanta.
—¿Y esto?
Estás muy cerca, de modo que con un solo movimiento arrimas tu rostro al de ella. Los labios son tan buenos como parecen: cálidos, móviles y suaves.
Ella se aparta apenas.
—Esto también me encanta, dice.
La aprietas contra ti, nuevamente sus labios te reciben y cierras los ojos...
—Maldición, dices y te alejas.
Sus uñas te han lastimado el cuello.
—Lo siento, querido. ¿Te duele?, pregunta Anne.
—Todo el mundo quiere lo mismo, dices. Buscas tu frasco favorito y sacas un par de tabletas. Por Dios, señora, qué entusiasmo. Trátame con dulzura de ahora en adelante. Soy frágil.
—Lo siento, dice ella. Estaba excitada.
—Es muy halagador. Pero si ocurre esto cuando me besas, seré un guiñapo ensangrentado si seguimos adelante. Aguarda.
Más vendas en el cuello.
—Despacio, nena. Iremos a la playa y te daré una clase acerca de los inconvenientes de seguir con Michael Horn.
—Te diga lo que te diga, ¿seguirás adelante con esa novela, Rob?
—Estoy decidido. ¿Dónde estábamos? Ah, sí.
Nuevamente los labios.
Detienes el coche en lo alto de un farallón soleado poco después de mediodía. Anne baja corriendo la escalera de maderos. El viento levanta su pelo color bronce; está muy guapa con su bañador azul. Sesenta metros más abajo, el mar. La sigues, pensativo. Estás lejos de todo. Las ciudades han desaparecido, la carretera está desierta. La ancha playa está vacía, rodeada por el mar; las rompientes bañan grandes trozos de granito amontonados. Aves acuáticas chillan. Miras descender a Anne delante de ti. "Qué tontuela", piensas.
Caminas del brazo con ella por la arena, dejas que el sol entre en ti. Sientes que por el momento todo es limpio y bueno. Toda la vida es limpia y sana, incluso la vida de Anne. Quieres hablar, pero tu voz suena extraña en el silencio salado y de todos modos aún te duele la lengua por el pinchazo del tenedor.
Junto a la línea del agua Anne recoge algo.
—Una lapa, dice. ¿Recuerdas cómo te gustaba bucear con tus gafas y un tridente, en los buenos tiempos?
—En los buenos tiempos. Evocas el pasado, Anne y tú y las cosas que a ambos os gustaban. Recorrer la costa. Pescar. Bucear. Pero incluso entonces ella era extraña. No le disgustaba matar langostas. Le gustaba limpiarlas.
—Eras tan imprudente, Rob. Y aún lo eres. Buceabas en busca de caracoles entre las rocas, donde podías cortarte con las lapas. Son filosas como navajas.
—Lo sé, dices.
Ella arroja la lapa. Cae junto a los zapatos que te has quitado. Cuando vuelves, cuidas de no pisarla.
—Podríamos haber sido felices, dice ella.
—Hace bien pensarlo, ¿verdad?
—Querría que cambiaras de idea, dice ella.
—Es demasiado tarde, dices tú.
Ella suspira.
Una ola avanza por la playa.
No te da miedo estar allí con Anne. No te puede hacer nada. Puedes manejarla. De eso estás seguro. No; será un día tranquilo y perezoso, sin incidentes. Estás alerta, preparado para cualquier eventualidad.
Te tiendes al sol que te atraviesa hasta la médula y te disuelve interiormente y te amoldas a los contornos de la arena. Anne está a tu lado y el sol dora su nariz respingona y se refleja en las diminutas gotas de sudor de su frente. Habla de cosas ligeras y alegres y tú estás fascinado con ella; ¿cómo puede ser tan hermosa, tan como una serpentina arrojada en tu camino y sin embargo tan sórdida en alguna parte escondida de ella misma que tú no puedes encontrar?
Yaces boca abajo y la arena está caliente. El sol calienta.
—Te vas a quemar, dice ella por fin, riendo.
—Supongo que sí, dices. Te sientes muy inteligente, muy inmortal.
—Te pondré un poco de aceite en la espalda, dice ella. Despliega el rompecabezas chino de su bolso de charol, alza una botellita de límpido aceite amarillo. Esto se interpondrá entre el sol y tú, agrega. ¿Te parece bien?
—Sí, dices. Te sientes muy bien, muy superior.
Ella te aceita como si fueras un cochinillo en el asador. La botellita está suspendida encima de ti y de ella cae una trenza de líquido brillante, amarillo, fresco, a los pequeños huecos de tu columna vertebral. La mano de Anne lo extiende y te masajea la espalda. Tú estás echado, ronroneando, con los ojos entrecerrados, contemplando las diminutas burbujas azules y amarillas que bailan entre tus pestañas mientras ella vierte un poco más de líquido y ríe y te masajea.
—Ya me siento más fresco, dices.
Ella te masajea todavía un minuto o más y luego para y se sienta a tu lado. Pasa largo tiempo; tú yaces en el horno de arena y no quieres moverte. De pronto el sol calienta menos.
—¿Tienes cosquillas?, pregunta Anne a tu espalda.
—No, dices, alzando las comisuras de la boca.
—Tienes una hermosa espalda, dice ella. Me encantaría hacerte cosquillas.
—Hazlo, dices.
—¿Tienes cosquillas aquí?, pregunta ella.
Sientes en la espalda un movimiento distante, soñoliento.
—No, dices.
—¿Y aquí?, dice ella.
No sientes nada.
—Ni siquiera me has tocado, dices.
—Una vez leí en un libro, dice ella, que las partes sensibles de la espalda están tan poco desarrolladas que la mayoría de la gente no puede decir exactamente en dónde la tocan.
—Mentira, dices. Tócame. Yo te diré dónde.
Sientes tres largos movimientos en tu espalda.
—¿Y bien?, pregunta ella.
—Me has hecho cosquillas a lo largo de un omóplato. Más o menos unos diez centímetros. Luego lo mismo en el otro omóplato. Y por fin a lo largo de la columna.
—Chico listo. Abandono. Eres demasiado inteligente. Necesito un cigarrillo... Maldición, no me quedan. ¿Te importa si voy a buscarlos al coche?
—Iré yo, dices.
—No importa. —Ya está atravesando la arena. La miras correr, soñoliento, perezoso, entre la ondulación del aire caliente. Te parece extraño que lleve su bolso. Mujeres. Pero también adviertes que es hermosa corriendo. Trepa por los escalones de madera, se vuelve, agita el brazo, sonríe. Le devuelves la sonrisa, mueves tu mano en un breve saludo fatigado. ¿Tienes calor?, grita ella.
—Estoy empapado, respondes con pereza.
Sientes el sudor en tu cuerpo. Sientes el calor, y te hundes en él como en un baño. Sientes el sudor que corre por tu espalda, débil y lejos, como hormigas. Suda, te dices, suda. El sudor corre por tus costillas y cae hasta tu estómago. Ríes. Dios, qué sudor. Nunca has sudado así antes, en tu vida. El olor del aceite que te ha puesto Anne es dulce en el aire caliente. Sueño, sueño.
Te sobresaltas. Alzas la cabeza.
En lo alto del farallón el coche arranca, se pone en marcha y mientras ves que Anne agita la mano, gira reflejando el sol y se aleja por la carretera.
Sencillamente.
—Pequeña bruja, dices, irritado. Empiezas a incorporarte.
No puedes. El sol te ha debilitado. Tu cabeza vacila. Maldición. Estás sudando.
Sudando.
Hueles algo nuevo en el aire caliente. Algo tan familiar y eterno como el olor salado del mar. Un olor dulce, caliente. Un olor que es todo el horror del mundo para ti y los que son como tú. Gritas y te pones de pie, tambaleante.
Llevas puesto un albornoz, una vestidura roja. Desciende por tus muslos y mientras miras cae a tus piernas y a tus tobillos. Es rojo. El rojo más rojo del arco iris. El rojo más puro, más hermoso y más terrible se extiende y difunde por tu cuerpo.
Tocas tu espalda. Articulas palabras sin sentido. Tus manos descubren tres largas heridas abiertas en tu carne.
¿Sudor? Tú creías que sudabas. ¡Y era sangre! Y estabas echado, y creías que sudabas, y te reías, y gozabas.
No sientes nada. Tus dedos se mueven torpe, débilmente. Tu espalda nada siente. Está entumecida.
"Te pondré un poco de aceite en la espalda", dice Anne, muy lejos, en la temblorosa pesadilla del recuero. "Te vas a quemar”.
Una ola se rompe en la playa. Ves en tu memoria la larga trenza de líquido amarillo que cae a tu espalda desde los amorosos dedos de Anne. Sientes que te masajea.
Una droga disuelta. Novocaína o cocaína o algo amarillo que adormeció todos los nervios de tu espalda. Anne sabe mucho de narcóticos, ¿verdad?
Dulce, dulce, encantadora Anne.
"¿Tienes cosquillas?", pregunta Anne en tu mente.
Tienes náuseas. Y en tu mente inundada de roja sangre responden tu voz y sus ecos: No. Hazme cosquillas. Hazme cosquillas, cosquillas, cosquillas... Hazme cosquillas, Anne J. Anthony, bella señora. Hazme cosquillas.
Con una bonita concha de lapa.
Tú buceabas en busca de caracoles y las filosas lapas de una roca te hicieron tres largos arañazos en la espalda. Sí, eso es. Buceo. Accidente. Bonito montaje.
Encantadora, dulce Anne.
¿O te habrás aguzado las uñas con una piedra de afilar, querida?
El sol pesa en tu mente. La arena empieza a fundirse debajo de tus pies. Tratas de encontrar los botones para abrir y desprender el vestido rojo. Insensatamente, a ciegas, a tientas, buscas los botones. No hay. No se abre el vestido. Qué tontería, piensas tontamente. Qué tontería que te encuentren vestido con tu larga ropa interior de lana roja. Una tontería.
Debe haber cremalleras. Esas tres largas heridas se pueden cerrar con cremalleras, y esa cosa roja cesará de manar de ti, del hombre inmortal.
Las heridas no son profundas. Si pudieras llegar hasta un médico. Si pudieras tomar tus tabletas.
¡Las tabletas!
Casi caes sobre tu chaqueta, y buscas en un bolsillo y luego en otro y en otro y los das vuelta y arrancas el forro y gritas y lloras y varias olas martillean la orilla a tu espalda, rugiendo como trenes despavoridos. Y vuelves a los bolsillos, con la esperanza de haber pasado por alto alguno. Pero no hay nada más que pelusa, una caja de cerillas, dos entradas de teatro. Dejas caer la chaqueta.
—¡Vuelve, Anne!, gritas. ¡Vuelve! Hay cincuenta kilómetros hasta la ciudad, hasta el médico. No puedo ir andando. No tengo tiempo.
Al pie de las rocas miras hacia arriba. Ciento catorce escalones. El farallón es empinado y refulge al sol.
No se puede hacer nada excepto subir los escalones.
Cincuenta kilómetros hasta la ciudad, piensas. Bueno, ¿qué son cincuenta kilómetros?
¡Qué día tan espléndido para pasear!
¡Me Quema!
Estoy tendido aquí en el centro mismo de la habitación y no estoy enfadado, furioso ni perturbado. En primer lugar, para que un hombre esté enfadado, furioso o perturbado es necesario que reconozca algún estímulo del exterior en contacto con sus nervios. Los nervios envían mensajes al cerebro. El cerebro devuelve rápidas órdenes a todas partes del cuerpo: ¡enfádate, enfurécete, túrbate! ¡Pestañas, alzaos; ojos, abríos; músculos, actuad; boca, aprieta los dientes; orejas, enrojeced! ¡Palpita, corazón; sangre, corre; frente, arrúgate! ¡Enfado, furia, perturbación!
Pero mis pestañas no se alzan. Mis ojos simplemente contemplan distraídos un cielo raso oscuro sin color, mi corazón está frío, mi boca inerte, mis dedos relajados. No me enfado. No me enfurezco ni perturbo y sin embargo tengo todos los motivos para irritarme.
Los investigadores invaden mi casa, maldicen en las habitaciones, hacen sonar las bocinas en la noche, beben a morro en el camino de acceso. Los fotógrafos iluminan con sus rápidas bombillas mi cuerpo inanimado. El ojo de cada flash estalla en polvo eléctrico. Los vecinos miran por las ventanas. Mi esposa está echada en un sillón; no me mira; en lugar de llorar está feliz.
Ya comprendéis. Tengo motivos para irritarme. Pero por más que intento indignarme, protestar, maldecir, no puedo. Nada responde. Sólo hay una fría y omnipresente falta de peso en mí mismo y a mi alrededor.
Estoy muerto.
Descanso aquí, dormido, y estas personas son los fragmentos de mis sueños sin sangre. Se mueven a mi alrededor como aves carroñeras en torno de un cuerpo carcomido, como carnívoros exultantes ante la sangre caliente de la víctima nocturna, listos para derramar esa misma sangre sobre las páginas de los periódicos. De alguna manera, en la transición del cuerpo a las rotativas, la sangre se vuelve horriblemente negra.
Un poco de sangre alimenta un millón de cilindros impresores. Un poco de sangre es materia suficiente para alimentar un millón de imprentas. Un poco de sangre contiene suficiente adrenalina para hacer latir treinta millones de corazones alfabetizados y lectores.
Esta noche he muerto. Mañana por la mañana moriré de nuevo en treinta millones de cerebros, prendido en una telaraña como una mosca, aspirado por el público multitentacular y arrojado a los incineradores de la mente para ser reemplazado por:
RICA HEREDERA SE CASA CON UN DUQUE
PRÓXIMO AUMENTO DEL IMPUESTO SOBRE LA RENTA
LOS MINEROS EN HUELGA
De modo que aquí están los buitres girando en círculos. Aquí están el forense examinando mis órganos y las hienas del periodismo excavando las imágenes muertas de mi amor. Y allí están los faunos y sátiros con corazones sintéticos de león, espiando tímidamente por la ventana, pero cuidadosamente apartados del terror, a los carnívoros que acechan y ordenan entre tanto sus melenas.
Quizá mi esposa sea la más inteligente de todos. A nada se parece más que a un pequeño y suave leopardo oscuro lamiéndose, feliz de su existencia, agazapado en el recinto estampado del sillón.
El detective situado directamente encima, como un león gigantesco, en ese mundo de personas vivas, es un hombre de labios gruesos. Los labios aprietan un largo puro como un tornillo de banco, y habla con el puro atornillado; de sus dientes brotan destellos de ámbar. De vez en cuando deja caer ceniza gris sobre mi chaqueta. Dice:
—Bien, está muerto. Nosotros hemos hablado con ella una hora, dos, cuatro, ¿y qué hemos descubierto? ¡Nada! Diablos, no podemos quedarnos aquí toda la noche. Mi mujer me matará. Ya no paso las noches en casa. Más malditos crímenes.
El forense, tan vivaz, tan eficiente, con los dedos como un fino calibrador, mide mi circunferencia, mi diámetro. ¿Hay algo más que el más puro interés profesional detrás de sus ojos tristes, verdes, rasgados? Alza la cabeza en ángulo imperioso y dice su discurso con aire de importancia:
—Murió en seguida. El cuchillo ciertamente le destrozó la garganta. Y después, el que lo hizo le dio tres puñaladas en el pecho. Buen trabajo. Muy sangriento.
El detective señala con su cabeza de pelo color bronce a mi esposa y hace una mueca.
—Y no tiene encima una sola gota de sangre. ¿Cómo se explica usted eso?
—¿Y qué dice ella? —pregunta el forense.
—Ella no dice nada. Se queda ahí, arrullándose y canturreando: "No hablaré hasta que vea a mi abogado". Se lo juro por Dios.
El detective no puede sondear las profundidades de las mujeres gato. Pero yo sí que puedo, aquí, tendido.
—Eso es todo lo que dice: "No hablaré hasta que vea a mi abogado", una y otra vez, como una estúpida canción.
En la puerta hay una lucha cuerpo a cuerpo que atrae de inmediato la atención de todos. Un bien parecido reportero de fuertes músculos se esfuerza por penetrar en la habitación.
—¡Eh! —El detective saca el pecho, muerde valientemente el puro—. ¿Qué diablos pasa?
La cara de un policía asoma durante el forcejeo.
—Este tipo quiere entrar, jefe.
—¿Y quién diablos se cree que es? —pregunta el detective.
Se oye a lo lejos la voz del periodista:
—Carlton, del Tribune. Me envía H. J. Randolph.
El detective estalla:
—¡No sea tonto, Kelly! ¡Déjelo entrar! ¡Randolph y yo fuimos juntos a la escuela!
—Ja, ja —dice el forense inexpresivamente.
El detective le lanza una mirada abrasadora mientras el agente Kelly cede y el periodista Carlton entra sudoroso.
—Tenía que entrar —ríe Carlton—. Es mi trabajo.
—Hola, Carlton. Haga a un lado el cadáver y siéntese.
Es un chiste. Todo el mundo ríe menos mi esposa que forma una "S" femenina entre los brazos del sillón y se relame los labios como un gato después de comer.
Los demás periodistas están molestos por la llegada de Carlton. No dicen nada. Carlton me mira con sus ojos azul niño.
—Una auto-intervención quirúrgica, ¿eh? De oreja a oreja... ¿Cómo va a hablar con san Pedro en este estado?
El forense dice orgullosamente:
—Oh, yo lo coseré y quedará nuevo. Hago muy bien estás cosas. Por la larga práctica.
Carlton ignora al forense; está abstraído escribiendo jeroglíficos en el papel, hace preguntas. Sonríe mientras escribe.
—Un verdadero nido de amor, con todos los accesorios. Y él mismo parece un árbol de Navidad... La cara verde, y esas guirnaldas de sangre coagulada...
Ni siquiera el detective puede soportar esto y tose un poco. Por primera vez mi esposa no parece calma fresca como un yogur. Es momentáneo. Pasa. Nuevamente ajusta el ruedo de su falda alrededor de sus piernas bien formadas, parpadeando ante el nuevo periodista como para despertar su atención.
Pero ahora el periodista se arrodilla ante el altar de mi carne profanada. Un altar de frío mármol exquisitamente labrado por las manos de Dios en un principio y sólo retocado ayer por... alguien.
La señora McLeod, de la puerta vecina, espía desde la ventana del sur, sobre las puntas de gruesos pies, con sus ojos grises brillantes como los de un hipopótamo. Se estremece deliberadamente y dice en voz vaga:
—¡Qué celosa se pondrá Susan! Le escribiré a Springfield. Tengo mi propio crimen misterioso, casi en mi propio jardín. ¿Quién hubiera pensado que podrían ocurrir cosas como ésta en la vecindad? Pero ven a ver, Anna: ése es el detective, ¿lo ves? El que tiene papada. A mí no me parece un detective, ¿y a ti? Más parece un mal hombre, un villano. Y ahora mira a ese periodista; es igual a Philo Vance, sólo que más joven. Estoy segura de que será él quien resuelva el misterio. Pero nunca se llevan la fama. Y esa mujer en la esquina... Apostaría a que no es la mujer sino la amante...
—Retírese de esa ventana, señora.
—Supongo que tengo derecho a mirar...
—Apártese de la ventana.
—Joven, yo soy la dueña de este jardín. Ésta es mi casa. Yo misma se la he alquilado al señor Jameson.
—Muévase, señora.
—Joven...
Y con eso será suficiente, señora McLeod, por largo tiempo.
Ahora, volvamos a la gente de la habitación.
El periodista, Carlton, siente ahora la atracción de mi esposa como un planeta la del Sol. Le lanza preguntas y ella le hace frente. El periodista es apremiante, y mi esposa es lánguida, serena, de párpados pesados. Nadie la empujará a nada. Ella dirá simplemente lo que quiere. Lo que dice:
—Regresé de la sala de fiestas y él estaba en el suelo mirando el cielo raso. Eso es todo lo que sé.
Los demás periodistas también anotaron. No le habían oído decir una palabra hasta que apareció el bello Carlton. Carlton le pregunta vivamente:
—¿Canta usted en la sala de fiestas Bomba?
—Sí. Soy muy buena cantante. Puedo alcanzar el do más alto cuando usted quiera. Una vez me ofrecieron entrar en la Metropolitan Opera. Pero no acepté, no me gustaban.
El forense tiene su propia opinión acerca de estas palabras. No la expresa. Pero luce en la cara la misma expresión que yo tenía antes. El forense y el detective están irritados porque los focos han pasado de ellos a esa charla banal entre el hombre y la mujer. El detective está especialmente resentido porque no pudo arrancar a mi mujer otra cosa que un canturreo pidiendo un abogado, y ahora ese joven periodista...
Alguien, del otro lado de la ventana, alza en vilo a una niñita.
—Mira, querida, quizá nunca verás otra cosa como ésta...
—Oh, mamá, ¿qué le ocurre a ese hombre?
—Retírese, por favor, señora. Ya se lo he pedido a otras dos personas, y estoy cansado. He estado toda la noche de pie. Retírese...
—Oh, mamá.
Ahora soy inmortal. Prisionero en la mente de esa niña, estaré muerto para siempre; las noches oscuras daré grandes pasos de ebrio en los temblorosos corredores de su cuerpo. Y ella despertará con un grito de terror, desgarrando las sábanas. Algún día su marido sentirá en el brazo las rojas uñas de ella y seré yo, en medio de la noche, extendiendo mis garras para volver a aferrar la vida.
—¿Cómo puede ser esto? —dice el detective, mirando furioso al periodista Carlton—. Soy yo quien debe interrogarla, no usted.
Los labios de Carlton se curvan hacia abajo. Abre las manos y se encoge ligeramente de hombros.
—Pero usted querrá una información favorable en el periódico, ¿no es verdad, capitán? ¿Con fotos? Por supuesto que la quiere. Y yo necesito detalles.
Sin duda está registrando los detalles. Mi mujer mide ochenta y dos centímetros de pecho, setenta de cintura setenta y siete de caderas. Carlton registra estos detalles en una libreta que tiene en alguna parte de su mente. No debe olvidarse de llamarla después del funeral.
El forense carraspea.
—Bueno, acerca del cadáver...
Sí, señores, por Dios; ya es hora de que se acuerden de mí. ¿Para qué, si no, estoy aquí?
Carlton hace chasquear su voz como quien chasquea los dedos.
—Los hombres siempre la han perseguido, ¿no es verdad, señora?
Mi esposa cierra y abre los párpados.
—Sí. He sido siempre popular. No puedo evitarlo, supongo. A él — me señala con la cabeza— no parecía importarle que otros hombres me persiguieran. De alguna manera eso confirmaba su buen juicio cuando se casó con una... pura sangre.
El forense pincha con un dedo mis costillas; una especie de broma de médico. Se inclina sobre mí para evitar una carcajada ante las palabras que ha elegido mi mujer.
Los demás periodistas zumban como una colmena volcada. Mi esposa no había querido decirles nada, y además quizá había algo provocativo en el cuerpo de Carlton, en su mirada o en sus anchos hombros... Fuera como fuera, están enfadados.
—Vamos, Carlton, danos una oportunidad.
Carlton se vuelve hacia el detective.
—¿Quién lo hizo, capitán?
—Estamos investigando a todos los amigos de ella —dice inteligentemente el detective, que luego se pone a reflexionar.
Carlton asiente y mientras escucha a medias, examina solemnemente sus notas, dirige una mirada a mi esposa, saluda a mi cuerpo frío y atraviesa triunfante la habitación.
—Gracias, gracias, gracias. Volveré en seguida. Quiero telefonear. Hay que ocuparse del trabajo. —Y me dice, sonriendo—: No me esperes levantado, querido.
(Slam). La puerta se cierra.
—Bueno —suspira el detective—, aquí ya hemos hecho todo lo que podemos. Huellas digitales. Pruebas, fotografías. Interrogatorios. Creo que podemos dejar que se lleven el cuerpo… —Se interrumpe, enrojece, cede al forense el derecho de hacer su pequeño anuncio oficial.
El forense agradece esta cortesía y dice, después del período adecuado de madura reflexión:
—Sí. Creo que ya podemos llevarnos el cadáver.
Uno de los periodistas pregunta:
—¿Y usted cree que esto es un suicidio, Sherlock? Si me lo pregunta, yo...
—No he preguntado nada —responde el detective—. ¿Como explicarían ustedes esas puñaladas?
—Yo lo veo así —dice el forense—. Ella vuelve a casa, lo encuentra recién muerto en el suelo. Él acaba de matarse. Así se explica que ella no tenga encima la sangre de la yugular. Y luego, aferra el arma del suicida y se la clava tres veces al muerto en un... ¿cómo llamarlo? Un frenesí de alegría. Está feliz de hallarlo muerto y se deja llevar por el impulso. No hay sangre en esas puñaladas; eso demuestra que él ha sido apuñalado más tarde, cuando ella lo ha encontrado.
—No, no —ruge el detective—. Está equivocado ¡Completamente equivocado! ¡No fue así! ¡De ningún modo! —Embarcado en un discurso, sacude el pelo sobre sus ojos, se engalla, se lanza a caminos sin salida, mastica su cigarro, golpea el puño contra la palma—. ¡No, no, está equivocado!
El forense vuelve a poner la punta del dedo entre mis costillas. Me mira. Yo le devuelvo la mirada, pero en mis ojos sólo hay el reflejo frío de la luz.
—El forense tiene razón. —Mi esposa, con la velocidad de la garra de un leopardo, se aferra a la información y se apodera de ella—. Ha dicho exactamente la verdad.
—Un momento —se queja el detective, al ver que le arrancan el caso de las manos.
—Ha sido así — insiste mi mujer, ronroneando, abriendo y cerrando los párpados sobre los ojos grandes, húmedos, oscuros—. Entré. Él estaba caído allí. Y... algo se apoderó de mí. Supongo que tomé el cuchillo y aullé que me alegraba de que estuviera muerto y le di unas puñaladas más.
—Pero —dice débilmente el detective— no puede haber ocurrido así. —Sabe que puede ser verdad, pero vuelve con lentitud a la realidad. Está a punto de patear el suelo como un chiquillo furioso.
—Así ha sido— dice ella.
—Pues bien, es evidente —razona vagamente el detective; deja caer el cigarro deliberadamente para ganar tiempo mientras lo recoge, lo limpia, se lo pone en la boca antes de verse obligado a pensar— que no puede haber ocurrido así —concluye con fatiga.
El forense interviene.
—Señora, no será acusada de homicidio, pero sí multada por mutilar un cadáver.
—¡Silencio, todos! —grita el detective, girando en todas direcciones.
—Muy bien —dice mi esposa—. Que me multen. Adelante.
—Los periodistas gritan, aumentando la confusa barahúnda.
—¿Es verdad eso señora Jameson?
—Pueden citar mis palabras. Es la verdad.
—Oh. Dios —grita el detective.
Mi esposa está destrozando el caso con sus garras esmaltadas; lo acaricia, juega con él, lo desgarra cuidadosamente e intencionadamente por la mitad, mientras el detective, boquiabierto, trata de impedir que siga hablando.
—No le hagan caso, muchachos.
—Pero si es cierto —dice ella, con los ojos llenos de honestidad.
—¿Lo ve? —se burlan los periodistas.
—Todo el mundo fuera —grita el detective—. ¡Ya es suficiente!
Pero el caso está resuelto. Los periodistas, riendo, lo dicen. Relumbran las bombillas, mi esposa parpadea. El detective advierte que no recibirá el crédito por la resolución del caso. Logra serenarse.
—Bueno, muchachos, ¿y esas fotos para el periódico?
—¿Qué fotos? Ja. Punto. Ja. Signos de admiración ¡Ja!
—¡Todos fuera! —El detective apaga furiosamente el puro en un cenicero. Parte de la ceniza cae sobre mí. Nadie la limpia.
—El forense sonríe, y una muchedumbre contempla la escena por la ventana, sonriendo. Cualquiera esperaría un aplauso.
Todo ha terminado. Peeves, el detective, mueve la cabeza.
—Venga, señora Jameson. Si los periodistas quieren más información, que vengan a la comisaría.
Hay un movimiento de cuerpos en el aire, sobre la alfombra, a través de la puerta.
—Muchacho, ¡qué historia! ¡Y qué fotos!
—Alice, mira, mira. Se lo van a llevar.
Alguien deja caer una tela sobre mi perfil.
—Maldición, hemos llegado tarde. ¡No se puede ver nada!
Salen de la habitación, los fotógrafos se llevan mis imágenes, una en color, bajo los brazos descuidados y alegres. Todo el mundo se apresura para preparar la primera edición de la mañana.
Yo estoy satisfecho. He muerto antes de la medianoche. Por lo tanto, estaré en los periódicos matutinos. El señor Jones recogerá la noticia junto con la leche. Ha sido muy considerado de mi parte.
El detective hace una mueca. Mi esposa se pone de pie y sale de la habitación. Fuera, un policía le dice a otro:
—¿Qué te parecen unas tortitas con miel en el White Log?
Yo ni siquiera puedo relamerme.
Cansado, el detective se seca la frente. Abre el envoltorio de otro puro y escupe la punta a mis pies. No habla, pero piensa. A juzgar por su rostro, es un hombre con una esposa dominante. Tiene miedo de volver a su lado a esta hora; prefiere quedarse despierto, ocioso, toda la noche. Los cadáveres le proporcionan un pretexto. Yo soy uno excelente. Pero ya no sirvo de mucho. Redactará un informe de rutina y volverá a su casa.
El único que queda es el forense. Me da una palmada en el hombro.
—Nadie te ha preguntado nada, ¿verdad? Y bien, amigo, ¿cómo ha sido? ¿Has sido asesinado por ella o por sus amigos, o te has suicidado... por ella? ¿Eh? Un tonto enamorado es dos veces tonto.
Yo no quiero hablar.
Es tarde. El forense se marcha. Quizá también él tenga esposa. Quizá le gusten los cadáveres porque no discuten como los demás.
Ahora estoy solo.
Dentro de un momento un par de camilleros vendrán con sus batas blancas, masticando chicle. Me mirarán sin interés, me pondrán lánguidamente en una camilla, y me llevarán al centro en una ambulancia. Sin prisa.
Y dentro de una semana, un hombre preocupado por el impuesto sobre la renta de las personas físicas moverá una palanca y las llamas me quemarán. Subiré por la chimenea del crematorio en forma de humo gris.
Y merced a la firme brisa de marzo, y con cierta justicia irónica, dentro de una semana, cuando todas estas personas —Carlton, mi esposa, el detective, el forense, los periodistas, la señora McLeod— estén cruzando la calle, quizá una mota de polvo se introduzca en sus malditos ojos. Los de todos ellos.
Una mota de ceniza gris.
Asesino en Miniatura
Sería inexacto decir que a Douser se le ocurrió la idea mientras un hombre lo empujaba en el puente de la Unión. La verdad fue que Douser lo azuzó con un "Vamos, empújeme" y luego se apartó con toda cortesía cediendo al hombre la prioridad. El hombre chilló.
También un tren que pasó un instante después por debajo del puente.
Unos minutos más tarde Douser hablaba por teléfono con un hombre gordo muy malo. Se llamaba Schabold. Douser habló amablemente con él. Ninguno de ambos insultó al otro.
—Sí, Schabold. Me llamo Douser Mulligan. Y el cadáver que he mencionado, y que está debajo del puente de la Unión, es el de uno de sus guardaespaldas...
No era una buena noticia para Schabold. Douser lo consoló:
—Yo sé cómo se siente, señor Schabold. Tres de sus muchachos perdidos en un mes. Uno se hirió accidentalmente y todavía está en el hospital. A otro lo recogieron borracho en Main Street, perdiendo dinero falsificado. Es triste.
Schabold dijo unas pocas palabras afligidas, como un chico gordo que acaba de perder una barra de chocolate.
—Usted es ese pajarito que anda siempre por la cárcel Central, ¿no es verdad?
—Así es. Bueno, ya nos veremos, Schabold.
Douser colgó el tubo en su percha de dormir.
Se dirigió a la cárcel entre el viento frío del invierno. Las cosas empezaban a ponerse divertidas. Ahora iría a pasar un rato de ocio charlando con el sargento Palmborg en la cárcel, mientras esperaba pacientemente, con los ojos abiertos, a un gran coche negro que contenía a un hombre grueso, muy preocupado.
Una hora más tarde, el sargento Palmborg estaba delante de la cárcel.
—Buenas noches, sargento Palmborg.
—Así que estás aquí otra vez. —Palmborg miró hacia muy abajo. Encendió su pipa con los movimientos de un dios—. ¿No hay nada que te desanime?
—Nada, dijo Douser.
Un momento de silencio.
—Hace un año te quitaron la insignia por ser tan frívolo.
—Me tendieron una trampa. —Douser hizo una trampa con sus manos—. Y con los cantos dorados. Mira.
—Y además, continuó Palmborg con su calma gris, te privaron de tu arma. Y aquí estás de nuevo, con la expresión de un gatito que acaba de digerir un canario.
—Una excelente cena, dijo Douser.
El sargento señaló por encima de su hombro.
—Allí se está enfriando un cuerpo que acaban traer de las vías. Un hombre de Schabold. Naturalmente, no sabes nada de él.
—Naturalmente.
—Era un pistolero relacionado con ese asalto con muertes a un banco de Detroit. Pero nunca dio motivos para que alguien le pusiera una mano encima.
—No. Sólo una locomotora.
El sargento resopló.
—Ten cuidado, muchacho. Yo no sé si tú has molestado o no a Schabold. Sea quien sea, tendrá problemas. Schabold no lo aceptará. Ha perdido tres hombres desde que llegó a la ciudad hace un mes...
Douser estaba a punto de hacer algún comentario cuando se oyó un estruendo en la noche de invierno y un gran coche negro surgió de la nada. Schabold, un gordo cerdo frío desparramado en el aterciopelado asiento trasero, miraba afuera. Douser miró el reloj, lo saludó con un gesto.
—Justo a tiempo, dijo.
—Douser, imploró el sargento, sácate los dedos de la nariz.
El coche desapareció rugiendo en la noche. El sargento mordió la pipa.
—Quisiera tener algo contra esa tonelada de tocino que controla el mercado negro.
Douser farfulló:
—Tengo una teoría. Schabold es rico y lo ha sido siempre. ¿Por qué se ha torcido, entonces? Te lo pregunto. ¿Recuerdas ese viejo tópico, que todos llevamos la semilla de nuestro destino? Si descubres la semilla, lo tienes. Escucha...
Conversaron mientras el viento se levantaba. Esperaron. El corazón de Douser latía como un tambor de juguete. Esperando. Y cuando el coche negro volvió a acercarse, el sargento, cumpliendo un plan, tocó el silbato y se adelantó para interceptarlo. Douser estaba pegado a sus talones.
El coche clavó los frenos e impulsó a Schabold contra la ventanilla.
—¿Qué significa esto?
El sargento sonrió.
—¿Tienen sus cartillas militares?
Schabold sacó la suya con un destello de duros anillos sobre los dedos blandos. El sargento la miró apenas y se dirigió a los guardaespaldas.
—¿Y ustedes?
—Bueno, dijeron los guardaespaldas, nosotros... es decir, salimos tan de prisa que las hemos olvidado.
—Muy bien, dijo el sargento. Tendremos que retenerlos hasta que el FBI examine su situación militar mañana por la mañana. Bajen.
—¡Mañana! —Una gran porción blanda de Schabold emergió de su trono. Escrutó el rostro del sargento, no vio nada especial, desplazó su indignación a sus hombres—. ¡Estúpidos descuidados!
—Puede irse, dijo Palmborg al hombre gordo. No lo queremos. Está en regla.
Schabold movió sus grandes labios rojos, cambió de idea, se instaló detrás del volante, en silencio. Mientras lo miraba, Douser pensó en un gran globo gris, indefenso, de exploración militar movido entre los vientos de la vida por obedientes servidores que corrían eternamente a su sombra. Ahora las cuerdas del globo estaban cortadas. Que soplara el viento y el globo pidiera órdenes: allí estaba Douser para responder.
Douser saltó al asiento delantero al lado de Schabold, cerró la portezuela, saludó al sargento.
—¡Eh! —dijo el globo.
—Buenas noches, sargento. Si mañana estoy muerto, ya sabe usted con quién estoy. No lo olvide. —Douser se volvió al hombre gordo—. Vamos.
Hubiera sido difícil saber quién estaba más asombrado. Las bocas estaban abiertas. Alguien maldijo. El coche arrancó y se lanzó rugiendo a las calles invernales.
Douser se instaló cómodamente, moviendo el pequeño trasero, y rió.
—Vaya más despacio. Tenemos toda la noche para conversar. Acerca de las formas en que usted puede matarme y yo puedo matarlo.
El coche redujo la velocidad.
—Está bien. ¿Cuál es el trato?
No hay trato. Éste es un lugar seguro para pasar la noche. A su lado. En la boca del lobo, por así decirlo. Todo el mundo lo ha visto salir conmigo hacia la noche, hombre gordo. Es otra parte de mi plan general. Así no se atreverá a tocarme esta noche, y ni siquiera mañana.
La calle pasaba bajo el coche con un suave susurro de caucho.
—Le diré cómo veo las cosas, Schabold. A veces no duermo de noche pensando en los criminales que andan sueltos por este mundo. Me enfado. Luego hago algunas cosas al respecto. Me aseguro de que un tipo es un auténtico criminal y me pongo en marcha. Eliminé primero a sus amigos porque si algo me ocurría usted podía echarles la culpa a ellos. Ésa es su práctica habitual. Y yo lo quería a usted solo. Únicamente usted, yo, y las próximas veinticuatro horas, querido. Ahora le toca mover a usted.
Schabold se sofocaba debajo de sus solapas. Los ojos grises, vacíos, miraban al frente; las mandíbulas temblaban.
Douser estudió el escenario que cambiaba rápidamente.
—Ésa es su casa, Schabold. Usted quiere parar para ir a buscar un arma...
Los frenos chirriaron. Douser rebotó como una pelota en el parabrisas. Schabold parecía complacido; emergió del coche y empezó a cruzar la calle, seguido por Douser.
Hallaron el revólver en la cocina. Douser ayudó a buscarlo.
—¿En el cubo de la basura? No. ¿En la nevera? Yo sabía que no se acercaría a la cárcel con un arma. ¿Y en ese frasco de mermelada de cerezas?
Schabold encontró el revólver. Mordisqueando galletas, Douser lo siguió hasta el coche. Nadie llamó a nadie por teléfono para pedirle ayuda. El coche arrancó de nuevo con estruendo.
Schabold, con su revólver, se acomodó entre la confusión de las cosas. Los ojos brillantes empezaron a meditar entre la grasa. Atravesaron Beverly Hills. Douser silbaba alegremente. Cuando terminó de silbar pidió un favor al hombre gordo.
—Por favor, señor Schabold, saque su revólver.
—¿Para qué?
—Por diversión.
Schabold sacó el revólver.
—¿Y ahora?
Douser le dio instrucciones.
—Póngalo contra mi pecho.
El cañón del arma se apoyó con feo placer contra el tórax, del tamaño de una jaula de pájaro no muy grande.
Douser suspiró contra sus dedos y luego se frotó lánguidamente la rodilla.
—Y ahora apriete el gatillo.
El coche ronroneó hasta un ronco murmullo. Schabold dijo:
—Oh, me encantaría apretar el gatillo. Y varias veces seguidas. Los ojos se abrieron, se cerraron, volvieron a abrirse, entre la grasa. Oh, señor, lo que haría este revólver con ese cuerpo en miniatura. Casi valdría la pena. Casi...
—¿Casi?, preguntó Douser. Supongo que tiene usted alguna duda.
El revólver se apretó más contra sus costillas.
—Diviértase. Juegue conmigo. Cree que puede reírse de mí. Siga. Juegue conmigo.
El coche avanzaba lentamente; el viento entraba duro y frío por la ventanilla. Schabold continuó susurrando, bajo y también frío:
—Pero no quiero ir a la cárcel. No quiero problemas. Por lo menos, todavía no.
Apartó el arma, después de una batalla contra su voluntad.
El corazón de Douser jugaba a la rayuela; trazaba líneas sobre el estómago y saltaba por encima de ellas. Él sudaba.
Schabold reflexionaba mientras se dirigía hacia el mar. Desde las estrellas soplaba el viento salado, y Schabold masticaba una idea como si fuera chicle y por fin sonrió, con una sonrisa de las malas, a Douser. Douser tragó saliva.
El océano se precipitó a recibirlos con un estallido de espuma y una playa de arena blanca como la nieve. Schabold detuvo el coche y miró las olas; su mente avanzaba y retrocedía con ellas, mientras se decidía. Cuando habló su voz era suave y reflexiva. La excitación se había ido; la furia también. Era la voz de un hombre que ha tomado una decisión.
—Douser, es usted o yo...
El corazón de Douser saltaba en su jaula de pájaro rojo frenético.
Schabold confesó algunas cosas.
—Vine a la costa a vender gasolina en el mercado negro. Soy un hombre de negocios. Usted se cruza en mi camino, ataca a mis hombres, me molesta a todas horas. Esta noche decidí supervisar por mí mismo su liquidación. Nunca hago un trabajo yo solo, necesito ayuda. Y mis hombres son perchas adecuadas para colgar en ellas una pena de prisión, si es necesario. Por ejemplo, en ese trabajo de Detroit no pudieron acusarnos de nada. Dejé que Louie Martin cargara con la muerte de un policía en Fort Worth. Siempre hay alguna manera, Douser, dijo suavemente, con indulgencia. Yo no he estado nunca en la cárcel. Me enorgullezco de mi probada inteligencia. Nunca he estado en la cárcel. Y usted, esta noche, ha creído sorprenderme a solas para hacerme bromas y jugar conmigo. Muy bien, pero ahora, hombrecillo, dijo secamente, salga del coche. Muy despacito, por favor.
El revólver estaba nuevamente en el costado de Douser. Douser abrió la puerta y se deslizó fuera. Schabold también, pesadamente, con los ojos brillantes como los de un santo.
—Adiós, Douser.
—No sea tonto, dijo Douser.
Schabold disparó.
Siguió disparando hasta que el cargador estuvo vacío.
Bang. Douser salta. Bang. Douser parece marchito. Bang. Le duelen los oídos. Las balas cantan canciones ardientes. Bang. Rebotan sobre las piedrecillas de la playa. Las estrellas brillan cómo luciérnagas. Bang.
Silencio.
El mar iba y venía alzando sus faldas saladas.
En el silencio salado, se oyó la risa suave y franca de Schabold.
Los dedos de Douser se movían como atareadas arañas; recorrían el pecho, el estómago, los brazos, la cara.
Schabold no cesaba de reír.
—¡Si hubiera visto sus pies!
Douser dijo sencillamente: Estoy vivo.
—Por supuesto.
Schabold volvió a reír.
Douser parecía casi decepcionado.
—Me ha errado a propósito.
Por la cara del hombre gordo resbalaban lágrimas de risa. Se divertía devolviéndole a Douser su propia medicina. Después trepó al coche, puso la llave en el encendido, sin dejar de reír.
—Pues bien, Douser, no tengo que matarlo, dijo. Durante la última hora he estado pensando en alguna manera de matarlo ahora que tengo la oportunidad. Era tentador. Mis emociones se apoderaron de mí. Está bien. Esperaré. Una semana o un mes. Hasta que mi gente salga de la cárcel. Hasta que tenga una coartada segura. Y entonces usted se desvanecerá y yo no volveré a verlo. ¡Si no puede acusarme de nada! —Estaba confiado—. De nada. Lo único que tengo que hacer es dejarlo aquí, volver a casa, meterme en la cama y olvidar el asunto.
—Sólo hay un error en su razonamiento, dijo Douser, mientras sacaba la llave del encendido con un diestro movimiento de los dedos. Yo no he cambiado de idea. Usted piensa que puede postergar mi asesinato. Pero ¿quién va a hacer que yo cambie de idea? Usted ha sido grande y gordo y estridente y rico durante años. Yo haría cualquier cosa para atraparle. Aunque tuviera que matarme.
Schabold lo miró como si Douser fuera un habitante de otra galaxia.
—Usted está loco.
—Quizá.
Douser agitó las llaves.
—Si usted se marcha y me deja aquí, yo podría trepar a la empalizada y saltar del acantilado. Puedo matarme o no. Pero de todos modos, usted iría a la cárcel.
Schabold no podía comprender.
—Estoy hablando con un subnormal. Si sigue hablando así, tendré que hacer que se calle.
—¡Ja!, dijo triunfante Douser. ¿Lo ve? ¡Está atrapado! Haga lo que haga está atrapado. Si me mata, lo agarran; no puede colgarle el crimen a nadie. Si no me mata, yo lo mataré, o me tiraré al mar... ¿quién sabe?
—Usted... ¿tiene un arma?
Eso era divertido.
—No. Únicamente los puños, los pies y la reputación de ser una molestia. Lo conozco, Schabold. Lo he estudiado largo tiempo. De otro modo no me hubiera arriesgado a venir con usted. Otro habría podido matarme. Usted no. Usted es cuidadoso. Bueno, se acabó la diversión. ¿Alguna vez lo han abofeteado, Schabold?
—No...
—Bueno. Ahora sí.
Douser le dio un bofetón.
—¡Eh! —Schabold se agazapó detrás del volante.
—Y apostaría que nunca ha recibido un puntapié en la espinilla, dijo Douser. Apostaría a que nunca le ha ocurrido nada excepto una cosa, la cosa que ha hecho de usted un malhechor. ¿Qué fue, Schabold?
Schabold parpadeó.
—Ya me ha oído. Douser se inclinó sobre él. ¿Qué fue?
Schabold hizo una pausa. Luego dijo:
—La depresión del veintinueve.
Douser asintió.
—Ya me parecía. Siempre estuvo limpio y tuvo las uñas bien cuidadas. La vida no lo tocó. El desastre económico del veintinueve lo alcanzó. Y no pudo soportar la realidad. Se convirtió en un delincuente y siguió siendo rico de la peor manera. Es lo que me figuraba. Bueno, hombre gordo, aquí está mi mano. Yo soy la vida. Soy la realidad que le da caza de nuevo. Soy esa cosa de que ha estado huyendo durante años. La vida. El dolor. La realidad. Eso soy yo. ¿No me da la mano?
Douser estaba en el estribo, con un pie dentro del coche, pateando las espinillas de Schabold, con suavidad al principio.
—Y vi así la cosa: todos los días mueren policías. Y si yo muero, ¿qué? Tanto da. Me habré divertido cazando a mi hombre. ¡Tome!
—¡Basta, basta!, gritó Schabold.
—Lo desafío a matarme. ¡Vamos!
Schabold cayó pesadamente del otro lado del coche. Douser se lanzó sobre él.
Schabold jadeaba.
—Usted no... No puede hacerme nada... ¡Fuera, fuera!
—¿Alguna vez lo han estrangulado, Schabold? Probemos...
Con un aullido de oso y un movimiento del brazo Schabold se liberó y despidió a Douser como si fuera una cucaracha. Le arrojó el revólver descargado y erró. Douser volvió a darle puntapiés en la espinilla.
—¿Se está enfadando, eh? Muy bien. Douser bailaba alrededor. Está perdiendo la calma, Schabold. Eso es fatal. Se ha enfadado y va a morir. Es una ostra sin la concha, blando y delicado...
Schabold avanzó torpemente hacia él. Douser giró alrededor del coche.
El hombre gordo tomó una pesada piedra y la alzó en vilo con ambas manos, como una chica jugando al baloncesto. Golpeó en el parachoques. Douser saltó y corrió. Aullando, ciego de ira, fatigando sus grandes pulmones, Schabold lo seguía pesadamente. Estaba perfectamente fuera de sí; el instinto de conservación había sido devorado por una furia bestial, irracional. Gruñó:
—¡Douser, Douser, rata maldita!
Esa extraña cacería soñolienta prosiguió sobre la arena profunda al ritmo del mar y sólo la vieron las estrellas. Delante, a un kilómetro de distancia, había un collar de luces sobre el mar: el parque de atracciones Venecia, que los llamaba.
Eran las dos de la mañana cuando llegaron al Venecia, con la lengua fuera. El oscuro muelle estaba desierto.
Reduciendo su carrera hasta un paso rápido, Schabold dijo:
—Oh, cómo lo odio, rata maldita.
Debajo de los maderos el mar caminaba sobre pies salados entre los pilares. Los pies de Schabold eran pesados, viejos, se arrastraban.
Como un colibrí, Douser en un momento se ponía debajo de los brazos abiertos de Schabold, y al momento siguiente huía.
Douser no cesaba de moverse.
En alguna parte un tiovivo estalló en brillantes luces. Los ojos ciegos de Schabold lo enfocaron lentamente, extrayendo de la sombra salada caballos helados atrapados por ejes de bronce. Resopló el organillo. Douser, alegremente, movió una palanca. Los caballos saltaron a la vida y empezaron a girar. Douser los acompañó a su mundo circular.
—Alcánceme, hombre gordo.
Schabold obedeció, pero la plataforma giratoria lo arrojó imparcialmente a un lado. Cayó y un instante después oyó pasos que corrían: un sereno de abultado vientre, sudoroso, con una linterna.
¿Qué ocurre?
Schabold se incorporó y asestó al hombre un terrible golpe. Ya no quería distracciones exteriores. El sereno trastabilló, se irguió y huyó pidiendo auxilio a gritos.
—Ha matado a un hombre, Schabold, dijo burlonamente Douser, que se acercaba, se alejaba, se acercaba, se alejaba. El organillo también gritaba.
Schabold empezó a llorar, frustrado. Extendía sus furiosos dedos como si ellos, junto con un deseo suficientemente fuerte, pudieran detener ese mundo giratorio donde los caballos se reían y los valores cambiaban sin cesar.
El tiovivo se detuvo. Con un penoso balido, con las mejillas temblorosas, Schabold subió y el mundo volvió a ponerse en marcha. Gritando, se aferró al universo en marcha sin ver a Douser; sólo a una sombra que se alejaba por un corredor de música espantosa, como un pájaro que desaparece para siempre.
Encontraron al alba a Schabold sentado en el caballo más grande del tiovivo del Venecia, que subía y bajaba y giraba con la música a tope mientras él mismo subía y bajaba con un ritmo pesado, mecánico, letárgico.
Dio un puntapié al policía que intentó arrancarlo de su montura. Otro, en el estómago, a otro policía y además, mordió a un tercero.
De modo que lo metieron en la cárcel.
Unos días más tarde, sentado ante el escritorio del sargento, Douser oyó la historia que aquél le contaba en voz suave.
—Schabold se volvió completamente loco. Lo arrestaron solamente por alteración del orden. Pero pateó a un policía. Agravó su situación. Intentó golpear a algunas personas, se arrancó la ropa, arrojó lejos sus anillos de diamantes, gritó y finalmente le rompió un brazo a un hombre bajito afirmando que se llamaba Douser. Sí, Douser, así fue. Schabold finalmente confesó todo. Los negocios en el mercado negro, los crímenes, los robos. Era como si llevara una carga que necesitaba arrojar para sentirse mejor.
Douser asintió filosóficamente.
—Es como yo decía. Todos llevamos la semilla de nuestro propio desastre. Schabold nunca había tropezado con la realidad. Interponía un montón de grasa y de guardaespaldas entre la vida y él. Y entonces, ¿qué ocurrió? Se encontró conmigo. Yo era real. Yo le dolía. Yo era la muerte, la irritación, las cosas que jamás había conocido. Y no podía apartarse de mí. Entonces regresó a la infancia y armó un berrinche. Es un hombre blando; apenas la vida lo golpeó se derrumbó por completo y terminó con una soga al cuello. Una cosa muy triste, sargento.
Douser se puso de pie.
—Hay más de una forma de demostrar la culpabilidad de alguien. Por ejemplo, se deja que lo haga él mismo. Yo sirvo solamente para eso. No soy un detective. Sólo sé cómo fastidiar a la gente. Soy una excelente molestia. Hasta luego, sargento.
El sargento dijo:
—¿Qué harás ahora?
Douser frunció el ceño.
—Bueno, los periódicos de esta mañana dicen que Dutch Corelli llegará en el tren de la una y quince. Creo que iré a tirarle una torta de barro y a estudiar sus reacciones para futuras necesidades.
—Podría ser peligroso, Douser.
—No lo había pensado, respondió el hombrecillo.
Un momento más tarde corría al sol, mientras el sargento se arrellanaba en su sillón, moviendo la cabeza y maldiciendo en voz baja.
Funeral Cuádruple
Perdón, dijo Douser, pero usted parece un delincuente.
El hombre bien vestido miró sus guantes impecables, zapatos lustrados, el abrigo de setenta dólares descuidadamente plegado sobre el brazo. Luego el hombre bien vestido examinó a Douser Mulligan y se apartó un poco.
—Por supuesto, un delincuente del tipo intelectual, continuó Douser, y se apresuró a añadir, para no ofender al hombre: Es decir, de los mejores, lo reconozco.
Estudió sus ropas.
—Excelente.
Sus uñas bien cuidadas.
—Muy bien.
Su corte de pelo. Bello pelo gris, largo, cortado y peinado, un cuello limpio.
—Váyase, dijo el hombre.
—No quiero, dijo Douser.
—Si no se aleja, dijo el hombre, llamaré a la policía.
—Usted no es de ésos, observó Douser. Si lo hiciera, llamaría en una voz tan suave y serena que ningún policía normal escucharía. Hay que llamar a gritos a la policía. Usted, señor, no es de los que gritan. Odia la notoriedad y detesta hacer una escena.
Los ojos verdes y entrecerrados del hombre mostraban diversión. Una mano enguantada se curvó sobre el puño del bastón, como si meditara en la posibilidad de sacar de allí a Douser con él, pero luego emitió una breve risa.
—Váyase, hombrecillo.
—No, insistió Douser, si no admite usted que es un delincuente.
—Está bien, si eso lo complace. Soy un delincuente. ¿Está contento ahora?
Douser parpadeó.
—No mucho. Así no es tan divertido. Los demás no lo admiten nunca. Entonces tengo que morderles el tobillo o darles puntapiés en las espinillas. Le aseguro que da mucho trabajo. Pero usted es algo nuevo. Un tipo que se reconoce un malhechor con las uñas cuidadas por la manicura. Me dolerá meterlo en la cárcel.
—¿Eso piensa hacer?, dijo el hombre de pelo blanco, poniendo un sombrero gris y pulcro sobre el pelo gris y pulcro.
Douser se encogió de hombros.
—No veo cómo evitarlo. Usted es un mal hombre. Pero si resolviera usted enmendarse podríamos hacer un trato.
El hombre no era mucho más alto que Douser, que era muy bajo. Detrás de él estaban los árboles del parque en el ocaso, los bancos con gente, los grupos que hablaban de política en la acera, los coches, los peatones. Más atrás, las luces de neón rojas y amarillas de los cines y las luces cuadradas de los escaparates. El hombre ladeó la cabeza.
—Usted es una persona peculiar. Más bien me gusta.
—Eso es raro: la mayoría de la gente me odia.
—¿Quiere tomar un café conmigo?, invitó el hombre. Soy abogado y me llamo Earl Lajos. Me gustaría saber qué lo motiva.
—Eso es recíproco, dijo Douser. Podemos charlar un rato y mientras tanto decidiré si lo meto o no en la cárcel. ¿Le parece bien?
—Espléndido, dijo Lajos. Salieron del parque caminando a compás.
Las gambas del plato miraban a Douser. Douser miraba a las deliciosas criaturas. Lajos blandía delicadamente los cubiertos; cortaba, ensartaba y masticaba con silenciosa destreza mientras Douser comía como si arrojara palomitas de maíz a un pequeño incinerador.
—¿Lleva usted insignia policial?, preguntó el abogado.
—Sólo tengo el corazón debajo de la chaqueta, dijo tristemente Douser. El fiscal del distrito me concedió un lugar en el Museo de Mamíferos Extinguidos, orden de los detectives privados, hace un par de años.
—Eso me alegra, dijo Lajos. —Atravesó con fría precisión otra gamba y la devoró sin piedad molécula por molécula—. Había oído hablar de usted, señor... ¿Douser, no es verdad? Sí: así se llama. Usted... irrita a la gente. Como ya no tiene autoridad legal, se limita hacer enfadar criminales. Ya recuerdo. Aparentemente su hermano, un policía, fue asesinado hace años en San Francisco y eso le cambió la mente. Ahora es una persona encantadora, pero que tiene odio maniático a los malhechores. —Lajos depositó los cubiertos en el plato vacío y se inclinó hacia delante—. Pues bien, ¿le gustaría capturar a tres delincuentes? No uno ni dos: tres. Cuéntelos. —Alzó un trío de dedos manicurados.
—Tres, suspiró Douser.
Lajos jugueteaba con su vaso de agua.
—Por supuesto, no los tendrá si no me deja absolutamente en paz, libre e ileso.
—Me lo temía —dijo Douser, haciendo una mueca—. Tres por uno. Un buen trato. Preferiría que fueran cuatro. Pero si no acepto no tendré ni siquiera a los tres. —Se mordió el labio—. Está bien, pero por un plazo determinado. —El hombre frunció el ceño y Douser continuó—. Le prometo que no le molestaré durante tres... bueno, cuatro años. —Lajos sonrió complacido—. Pero en primer lugar, dígame el nombre de esos delincuentes. No quiero ebrios consuetudinarios ni ladrones de gallinas.
—Le aseguro, respondió Lajos, que estos tres son delincuentes purísimos, de primera agua y calidad superior. Se trata de Calvin Drum, el gran actor de Hollywood; William Maxil, que aspira a ser nombrado fiscal de distrito en las elecciones de la primavera, y Joey Marsons, especialista en quinielas y en carreras de caballos.
—¡Dios mío!, exclamó Douser. Aquí está mi mano, señor Lajos.
Se dirigieron a Beverly Hills en el gran coche de Lajos. Lajos le dio algunos detalles: los tres delincuentes mencionados se habían comprometido a ayudarse y protegerse mutuamente. Pero además...
—...estos caballeros me cortan el paso. Su desaparición me daría más espacio. Le ayudaré a reunir pruebas contra ellos, señor Mulligan.
—Es curioso, dijo Douser, pero hace tiempo que estoy pensando en esos tres pájaros. La verdad es que he hecho algunas investigaciones al respecto.
—¿De veras?, preguntó Lajos, como si no lo supiera.
La casa de Lajos era una gran montaña blanca entre árboles oscuros. Se detuvieron en el camino de acceso de ladrillo, y entraron en el vestibulo y luego en una habitación. Todo marchaba perfectamente y Douser estaba listo para todo.
Se oyó un portazo, una llave giró en la cerradura y Douser se dijo: "Bien, bien, una trampa. Es natural. Qué excitante”.
Los señores Drum, Maxil y Marsons levantaron la vista de su partida de cartas y miraron amenazantes a Douser. Por su expresión, Douser era ya una perdiz derribada. El señor Lajos, que estaba detrás de él, sacó un pequeño revólver y lo apretó con gran delicadeza contra la columna vertebral de Douser. Drum, el actor, gritó alegremente:
—¡Sorpresa!
Drum aplastó un cigarrillo king-size que se había quemado hasta el tamaño corriente.
—Llegáis tarde, dijo.
—Sólo es porque nos paramos a ver a su mujer, dijo Douser.
Drum alzó las cejas negras.
—¿Cómo?
Lajos rió.
—No es cierto, Drum.
—Una mujer muy bella, ciertamente.
—Si has molestado a Elice... dijo Drum, en voz muy baja.
—Eso es, Elice, dijo Douser, provisto ahora de un nombre que podía usar como una palanca. Sus ojos negros, pequeños y brillantes, recorrieron la habitación cuadrada y llena de humo, midiendo rápidamente las distancias entre las sillas, las ventanas, las puertas, las personas sentadas ante la mesa redonda. Clic, clic, clic. Treinta y cinco centímetros por cincuenta y por veinte más...
Douser se alejó del revólver que tenía a la espalda como si disparara pequeñas bandas elásticas. Se sentó en una silla vacía, y se arrellanó cómodamente.
—¿Empezamos ya, Lajos, o esperamos a que estén distraídos?
Maxil estaba a la derecha de Douser, con un traje deformado. Tenía papada y vientre prominente, pero no demasiada grasa en el resto del cuerpo. Sus ojos eran saltones y blancos, como unas canicas pálidas en su rostro fatigado. Parecía que no se hubiera bañado. A la izquierda de Douser se encontraba el nervioso Marsons, caballuno, que toqueteaba sin cesar las barajas sobre la mesa. Del otro lado estaba Drum, el héroe de los anuncios de cuellos.
—Tenemos un plan acerca de ustedes, dijo Douser, y chasqueó los labios. Lajos y yo nos presentaremos en las elecciones para alcalde y fiscal de distrito. ¿No es verdad, abuelita?
Lajos avanzó delicadamente hacia Douser.
—Por favor, silencio, dijo.
Douser ignoró esa pequeña interrupción.
—Primero eliminamos a los peces gordos, es decir, a ustedes, y luego Lajos y yo... Bueno, ¿saben?, a Lajos no le gusta verse relegado al segundo puesto...
El bonito revólver pequeño tocó la oreja derecha de Douser.
—Sí, señor, dijo Douser, y calló.
El rostro aristocrático de Lajos parecía algo tenso mientras hablaba con sus amigos.
—No creáis nada de lo que él diga. Miente. Nos encontramos en el parque, como estaba previsto. Yo iba de un lado a otro, hasta que él me vio. Mordió el anzuelo. Le prometí tres delincuentes, y aquí estamos. Así de sencillo.
Douser rió un poco.
—Pobres tontos.
Maxil mordisqueaba un puro.
—Basta, Douser. Ya sabemos cómo es. Nos hemos enterado de la forma en que irrita a la gente. No puede separarnos. Somos buenos amigos, ¿no es verdad, muchachos?
—Sí, por supuesto, ciertamente, ejem, dijeron todos con apagado fervor.
—No puede separarnos, repitió Maxil, reforzando sus convicciones.
—Así es, dijeron todos.
—No nos puede engañar, dijo Maxil.
—No puede, dijeron todos.
Douser acercó la silla a la mesa y puso encima de ésta sus pequeñas manos como arañas mecánicas. Las arañas se movían con sus palabras.
—Amigos míos, ¿cómo pueden pensar que yo habría caído en una trampa tan evidente? ¿Creen que yo podría tragarme el viejo cuento de la abuelita Lajos? ¿Yo, Douser? Sin duda saben demasiado acerca de mí para eso. Es cierto, vivir no me importa un comino; pero naturalmente no hubiera venido aquí así, en patines. Piénsenlo un poco.
Los dejó pensar un poco. Lajos tragó saliva. Drum, el actor, dejó arder los símbolos heráldicos de su cigarrillo king-size. Marsons cortaba el mazo de naipes. Maxil se tocaba el estómago con manos curiosas.
Douser continuó.
—La única razón de que me haya metido en la jaula de los leones, queridos míos, es que el tío Lajos me ha preparado el camino.
La expresión "queridos míos" despertó la atención general. Douser agregó rápidamente:
—Y si ahora él me mata, demostrará que es culpable y sólo desea impedir que hable.
Los ojos de Lajos se achicaron hasta convertirse en piedrecillas verdes. Sus uñas cuidadas se apretaron impacientes contra el revólver.
Douser sacó tabaco y papel de liar. Empezó a liar un cigarrillo en silencio. Hizo un surco en el papel para poner el tabaco y dijo:
—Un maldito tipo en una maldita novela policíaca hacía esto todo el rato. Cada vez que había un silencio en la conversación. No sé por qué diablos. Creo que el tipo se llamaba Sam Spade.
La habitación cuadrada los retenía en una red de humo.
Lajos resopló con delicadeza, arqueando las ventanas de la nariz.
—Nuestro plan peligra. Yo te advertí, Maxil, que traer a Douser sería como pelear contra el papel cazamoscas. Mejor hubiera sido evitarlo. Hace dos minutos que está en la habitación y mira cómo nos está azuzando metódicamente unos contra otros. ¿Lo ves? ¿Lo ves?
Maxil dijo, con los párpados caídos:
—Lo estoy viendo.
Marsons apoyó la uña sobre una carta.
—Terminemos de una vez. Hace años que este tipo se entromete en los asuntos de los demás. Habíamos pensado matarlo antes de que empezara. Muy bien, matémoslo. No permitiremos que estropee nuestros planes para las elecciones de primavera, ¿verdad?
Drum lanzó una maldición: era hermoso verlo.
—Sí, eso es lo que digo. Queremos que muera, así que mátenlo.
—¿Quién ha dicho algo acerca de una rata que hacía gritar a un elefante?, dijo Douser, casi en voz alta. Arrojó lejos el cigarrillo a medio liar. Algún día aprenderé a hacer esto, maldito sea. —Miró a Maxil—. Usted quiere ser fiscal del distrito. Cuando lo sea, ayudará a los capitalistas de juegos. Marsons será su mano derecha, el presidente de las apuestas y las quinielas. Drum, más conocido como Drum ta ta tum, será el contacto con los actores y las actrices. Un excelente negocio. Y en caso de que haya problemas, aquí está nuestro Chanel Número Cinco y Uñas Bien Cuidadas Lajos. —Douser se frotó las manos y se echó atrás—. Pero —gritó— ¡el señor Lajos tiene sus propios planes! ¡Él también querría ser fiscal del distrito! Y por eso, esta noche, mientras veníamos aquí, me dio mil dólares a cuenta de otros nueve mil.
Maxil dijo con una mirada soñolienta.
—¿Y para qué nos cuenta eso? Siga adelante. ¿Por qué habla tanto?
—Porque no aguanto al señor Lajos. No me gustan los traidores. Y pienso que ha llegado la hora de que lo traicionen.
—Pero usted morirá sin ganar nada, dijo Maxil.
—Sí, corro un riesgo. Hace tiempo que debería haber muerto. Pero me parece que podríamos hacer un trato, si ustedes me ayudan a perseguir a otros delincuentes que a ustedes no les gusten. Yo me mantengo apartado, ustedes me dejan tranquilo y yo los dejo tranquilos a ustedes. Es un buen negocio. Lo único que tienen que hacer es entregarme a Lajos, un típico asesino por la espalda.
Drum dijo:
—Parece una buena idea. ¿No es verdad, Maxil?
—Quizás, dijo Maxil, empezando a despertarse. Usted está dispuesto a todo con tal de cazar a un delincuente, ¿no es así, Douser?
—A todo. Incluso a proteger a unos cuantos si así puedo cazar a una docena. Y ya veo que eso no les molesta.
Durante ese diálogo, Lajos se ponía cada vez más alto, pálido e indignado; trataba de encontrar palabras pero no tenía a mano ninguna buena. Todos empezaron a pensar demasiado.
—¡Miente! —chilló Lajos.
Douser dijo:
—Llamen a Rochester siete seis uno uno y pregunten por Bert. Bert les dirá todo.
Maxil miró amorosamente el teléfono. Lajos sorprendió esa mirada, y echó a andar de un lado a otro alrededor de la mesa, repitiendo:
—¡No llamaremos a nadie! ¡No llamaremos a nadie!
Maxil dejó caer un centímetro de ceniza gris rosada de su puro y dijo a Marsons:
—Llama a Rochester siete seis uno uno.
—Si él toca el teléfono, declaró Lajos, irguiéndose, yo me voy. He terminado con vosotros. Ya no podemos confiar los unos en los otros.
—Es sólo una llamada rutinaria, para mayor seguridad, dijo Maxil.
Lajos abrió las mandíbulas, las cerró, sacudió la cabeza.
—Está bien. Llamad. ¡Vamos!
Marsons marcó letras y números y escuchó la abeja eléctrica que zumbaba del otro lado. Alguien mató a la abeja quitándole el aguijón. Douser estaba sentado, tranquilo y pequeño. Drum se inclinó hacia delante como hacía en aquella escena de Amar es hermoso. Maxil escuchaba con sus ojos de gordo atentos. Marsons dijo nerviosamente:
—¿Bert?
El receptor estaba en mitad del silencio, sostenido por el puño de Marsons, de modo que se oyó la voz de Bert, diminuta y alta entre el humo, remota.
—¿Sí?, dijo Bert.
Marsons parpadeó.
—Lo llamo a propósito de una cosa que ha ocurrido esta noche, Bert, dijo.
—¿Quiere decir los mil dólares?, preguntó Bert.
Lajos tragó saliva; sus mejillas y las finas arrugas que le rodeaban la boca palidecieron. Maxil mordió el puro. Marsons casi dejó caer el teléfono. Drum lanzó una maldición. Douser sonrió.
—Se los guardaré aquí a Douser, dijo Bert, hasta que venga a buscarlos. No le costó mucho ganarlos.
Marsons colgó el auricular entre el silencio.
—No es verdad, dijo Lajos, mirando a Maxil, a Drum, a Marsons. Douser miente.
Maxil dijo:
—Quítale el revólver, Drum.
Drum se puso de pie y dio la vuelta a la mesa.
Lajos dijo:
—No te acerques. Es una trampa. Tenéis que escucharme, darme una oportunidad. Democráticamente.
Drum siguió avanzando. No creyó que Lajos fuese a disparar.
Lajos tampoco lo creía. Fue una cosa instintiva. El arma estalló con un estruendo alto y seco y una breve llamarada azul y roja.
—Uh, dijo Drum. Nunca había dicho en el escenario nada más convincente. Permaneció inmóvil con una bala en el estómago.
Marsons arrojó lejos su mazo de naipes como una bandada de palomas que levantan vuelo aleteando. Maxil parecía corpulento y congelado. Douser se movió apenas, para ponerse justamente fuera de peligro.
Lajos miró el agujero de la bala, incrédulo.
—No quería hacer eso, dijo, asombrado. Tomad, dijo, retrocediendo horrorizado. Tomad esto. Arrojó el arma y Marsons la recogió. ¡Fue sin querer! ¡No tengo la culpa! ¡Fue un accidente! sollozó.
Drum seguía de pie, y la muerte estaba debajo de él, cortándole las fibras y las raíces de su ser. La muerte se apartó gritando "cuidado" y Drum se derrumbó como una gigantesca encina, y quedó inmóvil.
Uno menos, pensó Douser, encantado. Dos, en realidad. Uno muerto y otro culpable de homicidio. ¡Qué alegría!
Ahora todo el mundo temblaba. Incluso Maxil. Marsons parecía el flanco de un caballo nervioso. Lajos lloraba como una mujer, mojándose la corbata de diez dólares, echado en el sofá, con el traje arrugado. Douser estaba muy excitado, como en el circo.
—Cállese —gritó Marsons al lloroso Lajos.
Maxil dijo:
—Levántese de una vez, hombre. Animo.
Como el llanto no se detenía, Maxil se dirigió a Douser, cuyo corazón bailaba una danza rosada y caliente.
—¿Para qué vino aquí, Douser?
—Para verlos a ustedes y buscar más delincuentes.
Maxil encendió el puro como si evocara viejos pensamientos y teorías.
—¿Y para eso arriesga la vida?
—Ya la he arriesgado antes, por menos. Ahora trabajo desde dentro hacia fuera. Antes estaba fuera. Así es mejor.
—Lo que nos ha contado, dijo Maxil, equilibrando la idea con gran destreza sobre la punta ardiente del puro, no tiene sentido. Si Lajos quería tendernos una trampa, ¿por qué entraron tan despacio? ¿Cómo no se acercaron disparando a la carrera?
El corazón de Douser se movió en cuatro direcciones. Era un buen momento para liar un cigarrillo. Sacó papel y tabaco y empezó a poner pulgaradas del segundo sobre el primero. Pensaba muy rápido pero no iba a ninguna parte. Douser dijo:
—Al principio pensábamos entrar y sorprenderlos descuidados. Eso es lo que pretendía Lajos. Él quería matar primero a Marsons, luego a usted, y poner el arma en manos de Drum, y matar a Drum con el revólver que le quitaría a usted, y luego huir y llamar a la policía. Necesitaba mi ayuda por si se asustaba. Pensaba que yo podía dar puntapiés y golpes y gritos y saltar sobre la espalda de la gente.
Maxil masticó todo eso. Lajos dejó de sollozar el tiempo suficiente para decir:
—Él... él está mintiendo...
Douser rió.
—Y usted está tratando de salvar su propia piel. Drum, el perfil inolvidable de Studio Films está muerto. ¿Quién fue el que lo mató? No he sido yo. Ni usted, Maxil. Ha sido él. Y qué olor. ¿Por qué no tratan de enterrar eso?
Maxil asintió pesadamente.
—Sin embargo, hay una cosa muy importante sin explicar... Maxil se irguió en su silla y se miró el estómago. ¿Por qué no siguió tirando Lajos después de matar a Drum? ¿Por qué no nos mató también a mí y a Marsons?
Douser, que trataba torpemente de liar su cigarrillo, tuvo que admitir:
—Esa es una buena pregunta. Muy buena.
Maxil también lo pensaba. Luego dijo:
—Lajos dejó caer el revólver en seguida. No quiso matar a Drum. Fue un accidente. Creo, Douser, que él sólo quería matarlo a usted. Como habíamos planeado. Lo trajo aquí para matarlo, y usted empezó a hablar. Aquí abajo tenemos un tonel de cemento fresco y en Santa Mónica hay una barca lista para arrojarlo a los peces...
—¡No fue ningún accidente!, gritó Douser. Se puso nervioso. Mientras veníamos, no cesaba de repetir: "Espero poder hacerlo, tengo miedo de ponerme nervioso". Lajos hace doble juego, y usted no puede probar lo contrario. Mire, Maxil, desde ahora, estaré de su parte. Usted está metido en esto hasta el cuello, tiene que admitirlo. ¿Cómo hará para ocultar la muerte de Drum?
—Lo mataré a usted y pondré mi revólver en la mano de Drum, y el de Lajos en la suya, dijo Maxil.
—Yo nunca uso revólver, dijo Douser.
—Esta noche traía uno.
—Odio las armas de fuego. Toda la policía lo sabe. Si me encuentran con un revólver en la mano, sabrán que algo huele mal. Le meterán en la cárcel y le presionarán. Y usted sabe que Lajos se echará a llorar y contará todo. Y entonces, ¿qué hará usted?
Maxil parecía preocupado.
—Estoy abierto a todas las sugerencias.
—Mate a Lajos. Échele la culpa del crimen. De todos modos, ya no sirve para nada. No se puede confiar en él. Lajos tuvo un estallido de histeria renovada.
—Buena idea, dijo Maxil. Gracias.
—De nada.
—¡No!, chilló Lajos.
Las cosas se desarrollaron rápidamente. Clic, clic, la vieja sangre caliente, el viejo grito salvaje. La habitación estaba llena de emociones. Maxil se movió en su silla.
—No, gritó Lajos. Douser sugirió que lo matara antes de que se pusiera demasiado histérico. Maxil asintió, sacó el revólver y pensó a lo largo de su brillante cañón azul. Pensó y pensó y pensó, mientras apuntaba a Lajos.
—No, dijo Lajos, en voz áspera y ronca.
—¿Quién es el jefe aquí? ¿Usted o él? Vamos, Maxil, dispare.
Maxil disparó.
Douser se puso de pie en el universo mareado y giratorio y dijo:
—Marsons, ¿tiene un revólver?
—Sí. Marsons se acarició la pistolera que llevaba debajo del brazo.
—Apúnteme mientras le hablo, Marsons. Vamos. Sáquelo y apúnteme. Muy bien. —Douser medía distancias y tiempos y aspiraba cortas bocanadas calientes—.
Oiga, Marsons, ¿no le parece raro todo lo que está pasando, toda esa gente muerta?
Maxil dijo:
—Siéntese Douser.
Todo el mundo parecía confuso, irritado, inseguro. Drum, tendido en la alfombra, no podía creer que estuviera muerto. ¡Eso no podía haberle ocurrido a él, al gran Calvin Drum!
Lajos tampoco aceptaba la realidad de la disolución. Su cara, unida a esa cosa que se enfriaba y era su cuerpo, parecía ridículamente enfadada y furiosa. Tanto él como Drum habían muerto sin creerlo y sin comprender cómo diablos había ocurrido eso. ¡No era justo!
—Marsons, mire a su alrededor, dijo con elocuencia Douser. Sus ojos negros brillantes saltaban de un objeto a otro. Drum está muerto. ¿Y por qué? Lajos lo mató. ¿Quién le dijo a Drum que le quitara el arma a Lajos? ¡Fue Maxil! Maxil sabía que Lajos estaba nervioso como un gato enfermo y que era capaz de tirar. Pero le dijo a Drum que se apoderara del arma. ¡Era una sentencia de muerte! ¡Mire a Drum! ¡Muerto! Y luego, para igualar las cuentas, Maxil mata a Lajos. Por Dios, hombre, está clarísimo. Todos sus amigos han muerto. ¿No es raro?
—¡Douser!, gritó Maxil, mientras se ponía de pie.
—¡Cuidado, Marsons!, gritó Douser, mientras corría como un hurón, midiendo distancias, gritando, esquivando, rodeando. ¡Tírele a Maxil! ¡Tírele a Maxil antes de que él lo mate!
Douser se desvaneció detrás de Marsons cuando Maxil disparó. La bala, destinada al cuerpo de Douser que se movía rápidamente, atravesó la cadera de Marsons.
—Oh, Maxil, imbécil, gimió el confuso y dolorido Marsons, apenas comprendió su situación. Dolorido apretó el gatillo. El revólver de Marsons disparó tres veces seguidas. Tres balas golpearon a Maxil y lo hundieron en su silla. Maxil examinó su nuevo estómago con dedos curiosos e incrédulos. Sus ojos se abrieron mucho y se congelaron. Dios mío, debió de pensar mientras llegaba la muerte, antes tenía sólo un ombligo; y ahora, mira, ¡tengo cuatro! ¡Hay tres nuevos!
Douser resopló, enganchó los dedos en los codos de Marsons, tiró hacia atrás, dio puntapiés en las piernas de Marsons y se dejó caer rodando a un lado. Oyó que el revólver chocaba contra el suelo y que Marsons lanzaba una amarga maldición. Douser se puso de pie antes, y pateó la cara extrañísima de Marsons que giró y rodó e hizo el muerto. Un gran silencio invadió el campo de batalla. Douser advirtió que era la primera vez en su vida que veía tantos cadáveres asombrados en una sola habitación.
Silbando como un detective de cuento policíaco, aunque un poco fuera de sí, Douser abandonó la escena.
El teléfono de la tienda tragó la moneda de Douser cuando atendieron.
—Hola, ¿Bert? Has hecho un trabajo maravilloso esta noche. Maravilloso...
—Está bien, Douser. Volveré a hacerlo cuando quieras. Un sereno como yo se aburre y se cansa de pasar la noche solo, haciendo sus rondas. ¿Recordé bien lo que me habías dicho?
—Con toda exactitud. Y no lo olvides, Bert... De ahora en adelante, dirás siempre lo mismo.
Bert se aclaró la garganta.
—¿Quiere decir los mil dólares? Se los guardaré aquí a Douser hasta que venga a buscarlos.
—Espléndido, Bert. Muy bien. Buenas noches, Bert. Douser colgó, sonriendo. Salió de la tienda, sacó el papel de liar y el tabaco. Intentó liar un cigarrillo. Finalmente lo tiró al suelo y lo pisoteó.
—Al diablo, dijo. Algún día aprenderé.
Pasó un hombre que parecía un asaltante de bancos.
—Señor, dijo Douser, poniéndose a la par del extraño, ¿tiene un cigarrillo?
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