.

.

sábado, 17 de julio de 2010

CONAN , EL VAGABUNDO


CONAN EL VAGABUNDO

Robert E. Howard

-

Lágrimas negras

-

Después de los hechos acontecidos en «Nacerá una bruja» (en el libro Conan el pirata), el cimmerio conduce a su banda de zuagires hada el este, con el fin de saquear las ciudades y caravanas de los turanios. Conan tiene ahora unos treinta y un años y está en la cumbre de sus facultades físicas. Pasa casi dos años con los shemitas del desierto, primero como lugarteniente de Olgerd y más tarde como jefe único. Pero el fiero y enérgico rey Yezdigerd reacciona rápidamente ante los ataques de Conan y envía una tropa de sus mejores soldados para tenderle una trampa.


1. Las mandíbulas de la trampa


El sol del mediodía caía a plomo de la cúpula del cielo. Las ásperas y resecas arenas de Shan-e-Sorkh, el Desierto Rojo, ardían bajo el sol implacable como si se estuvieran cociendo en un horno gigantesco. En el aire inmóvil flotaba el mal. Los escasos arbustos espinosos que coronaban las colinas bajas y llenas de grava que se alzaban en forma de muro al borde del desierto, no se movían ni una pulgada. Ni tampoco los soldados que se agazapaban tras ellas, vigilando el camino.

Allí, alguna catástrofe antigua provocada por las fuerzas naturales había abierto una ancha herida en la escarpadura. Siglos de erosión habían ampliado la hendidura, que formaba un estrecho desfiladero entre las abruptas laderas; era un lugar perfecto para una emboscada.

La tropa de soldados turanios había estado oculta en la cima de las dunas durante toda la calurosa mañana. Sudando a mares bajo sus túnicas y sus cotas de malla, permanecían agazapados sobre sus doloridas rodillas. Maldiciendo en voz baja, su capitán, el amir Boghra Khan, soportaba la larga e incómoda guardia en compañía de sus hombres. Su garganta estaba seca como un trozo de cuero recocido al sol, y su cuerpo estaba empapado en sudor bajo la cota de malla. En aquella tierra maldita, tierra de muerte y de un sol abrasador, ni siquiera se podía sudar cómodamente. El aire del desierto secaba de inmediato cada gota de humedad, dejando a los hombres secos como la lengua de una momia estigia.

El amir parpadeó y se frotó los ojos, entrecerrándolos para ver el minúsculo destello de luz. Un explorador oculto detrás de una duna de arena roja hizo que el sol se reflejara en su espejo y envió una señal a su jefe, escondido en la cima de la colina.

En ese momento se divisó una nube de polvo. El noble turanio de poblada barba negra sonrió y olvidó rápidamente su incomodidad. ¡Seguramente su traidor confidente se había ganado de buena ley el dinero que le había dado para sobornarlo!

En seguida Boghra Khan distinguió la larga columna de guerreros zuagires, con sus blancas túnicas llamadas khalats ondeando al viento, montados en esbeltos caballos del desierto. Cuando el grupo de jinetes emergió de la nube de polvo que levantaban los cascos de sus caballos, el aire del desierto era tan claro y el sol tan brillante que el noble turanio pudo divisar los oscuros y enjutos rostros de halcón de sus hombres, envueltos con pañuelos que flotaban bajo la brisa del desierto. La satisfacción le corrió por las venas como si se tratara del rojo vino de Aghrapur que había en las bodegas del joven rey Yezdigerd.

Hacía años que aquella banda de forajidos saqueaba e incendiaba ciudades, puestos de comercio y caravanas a lo largo de las fronteras de Turan, primero bajo el mando del bribón zaporosko de corazón negro llamado Olgerd Vladislav, y después, hacía poco más de un año, por Conan, su sucesor. Finalmente, los espías turanios de las aldeas amigas del grupo de bandidos habían encontrado un miembro del grupo al que era fácil sobornar. Se trataba de un tal Vardanes, que no era zuagir sino zamorio. Vardanes era hermano de sangre de Olgerd, al que Conan había derrocado, y estaba sediento de venganza contra aquel extranjero que había usurpado la jefatura del grupo.

Boghra se acarició la barba pensativamente. El traidor zamorio era un villano sonriente, bajo, temerario y esbelto como un dios. Vardanes era un divertido compañero de juergas y un excelente guerrero, pero de corazón frío e infiel como el de una víbora.

En ese momento, los zuagires se acercaban por el desfiladero. Vardanes cabalgaba a la cabeza de los jinetes sobre una encabritada yegua negra. Boghra Khan levantó una mano para alertar a sus hombres e indicarles que estuviesen preparados. Quería que entrara el mayor número posible de zuagires en el desfiladero antes de tenderles las mandíbulas de la trampa. Se dejaría pasar solamente a Vardanes. En el momento en que estuvo del otro lado del muro de arenisca, Boghra bajó la mano con un gesto rápido y tajante.

-¡Matad a esos perros! -bramó con voz atronadora, poniéndose en pie.

Una nube de flechas atravesó los rayos del sol como una lluvia mortal. En un segundo, los zuagires se convirtieron en un grupo confuso de hombres vociferantes y caballos alborotados. Las descargas de flechas caían sobre ellos incesantemente. Los hombres caían a tierra y se asían con desesperación a los dardos emplumados, que brotaban de sus cuerpos como por arte de magia. Los caballos relinchaban al sentir las flechas en sus sudorosos flancos.

Se volvió a levantar una nube de polvo, velando toda posible visión de la dantesca escena, hasta tal punto que Boghra Khan detuvo a sus arqueros por un momento para que no desperdiciaran sus dardos en vano. Ése fue su fallo. Porque por encima del clamor de hombres y caballos se oyó una voz profunda y atronadora dominando el caos:

-¡A las colinas... y a por ellos!

Era la voz de Conan. Un segundo después, apareció la gigantesca figura cimmerio galopando colina arriba, montado sobre un enorme y brioso corcel. Cualquiera hubiese pensado que sólo un tonto o un loco sería capaz de subir de esa manera por la pendiente de arena y roca para meterse en las fauces del enemigo. Pero Conan no era ni una cosa ni otra. Es verdad que lo impulsaba un ansia salvaje de venganza, pero tras la amenazadora sonrisa que reflejaba su oscuro rostro y sus ojos fogosos, ardientes como llamas, estaba el ingenio del veterano guerrero. Sabía que la mejor forma de salir de una emboscada era actuar por sorpresa y de manera inesperada.

Atónitos, los guerreros turanios dejaron de tensar sus arcos para contemplar la escena. De la espesa nube de polvo que todavía llenaba el desfiladero surgió inesperadamente una multitud de enloquecidos zuagires a caballo y a pie que se disponían a atacarlos en la ladera de la colina. Eran más numerosos de lo que había pensado el amir. En un segundo, el grupo de guerreros zuagires llegó a la cima de la colina blandiendo cimitarras, maldiciendo y lanzando gritos de guerra cargados de sed de sangre y de venganza.

A la cabeza iba el gigantesco cimmerio. Las flechas habían rasgado su blanca khalat, dejando al descubierto la brillante cota de malla que ceñía su pecho de león. Su desordenada melena sobresalía por debajo del casco de acero como un estandarte al viento. Montado en su negro corcel, se abalanzó sobre ellos como un demonio mítico. Llevaba no sólo la daga de los hombres del desierto, sino también la ancha y pesada espada occidental con empuñadura en forma de cruz, su arma favorita.

La pesada hoja de brillante acero abrió un camino de color escarlata entre los turanios. El arma se alzaba y caía sin cesar, llenando de sangre el aire del desierto. Con cada movimiento, atravesaba armaduras, carne y huesos, deshacía cráneos, cortaba brazos y les abría el pecho a sus víctimas.

Al cabo de media hora, todo había terminado. No había sobrevivido ni un solo turanio, excepto los pocos que habían logrado huir... y su jefe. Con la túnica hecha jirones, el rostro lleno de sangre y caminando con dificultad a causa de la cojera, el amir fue llevado en presencia de Conan, que seguía montado en el caballo, limpiando la sangre de su espada con la túnica de un hombre muerto.

Conan miró con desprecio al desanimado jefe, con una chispa de ironía en los ojos.

-De manera que volvemos a encontrarnos, Boghra -dijo Conan con un gruñido.

El amir parpadeó asombrado, sin dar crédito a sus ojos. Luego exclamó boquiabierto:

-¡Tú!

Conan se rió entre dientes. Diez años antes, cuando era un joven errante y vagabundo, el cimmerio había servido como mercenario en Turan. Había abandonado las filas del rey Yildiz un tanto apresuradamente, a causa de un pequeño problema con la querida de un oficial. Y lo había hecho tan deprisa que hasta había olvidado liquidar una deuda de juego con el mismo amir que en esos momentos lo miraba atónito. Luego, Boghra Khan, el alegre descendiente de una casa noble, y Conan habían sido compañeros de juergas en más de una ocasión, tanto en mesas de juego como en tabernas y prostíbulos. Ahora, con algunos años encima, el mismo Boghra Khan abría la boca asombrado, derrotado en la batalla por un viejo camarada cuyo nombre jamás había asociado con el del terrible jefe de los hombres del desierto.

Conan lo miró de arriba abajo entrecerrando los ojos.

-Nos estabas esperando aquí, ¿verdad? -dijo bruscamente.

El amir no respondió. No deseaba dar información alguna al jefe de los proscritos, aun cuando ambos hubiesen sido compañeros de juergas. Sin embargo, también había oído hablar de los sanguinarios métodos que empleaban los zuagires para obtener información de sus cautivos. Gordo y fofo como consecuencia de años de vida principesca, el oficial turanio pensó que no podría guardar silencio por mucho tiempo si lo presionaban con torturas.

Pero, sorprendentemente, no fue necesaria su cooperación. Conan vio que Vardanes, que había solicitado el puesto de explorador avanzado esa misma mañana, se había dirigido hacia el desfiladero justo antes de que les tendieran la trampa.

-¿Cuánto le has pagado a Vardanes? -preguntó Conan de improviso.

-Doscientos shekels de plata... -murmuró el turanio. Luego se detuvo, asombrado por su propia indiscreción. Conan se echó a reír.

-Un soborno principesco, ¿eh? ¡Ese bribón sonriente, al igual que todos los zamorios, es un traidor! Jamás me ha perdonado por haber sustituido a Olgerd.

Conan guardó silencio, mientras miraba inquisitivamente la inclinada cabeza del amir. Luego sonrió, con cierta simpatía.

-No te preocupes, Boghra -dijo-. No has traicionado tus secretos militares. He sido yo quien te ha obligado a revelarlos. Puedes regresar a Aghrapur con tu honor de soldado intacto.

-¿No me vas a matar? -musitó.

-¿Por qué habría de hacerlo? Todavía te debo una bolsa de oro de aquella antigua apuesta, de modo que permíteme saldarla de esta manera. Pero la próxima vez, Boghra, ten cuidado de no tender trampas a los lobos, porque puedes atrapar a un tigre.

2. La tierra de los fantasmas


Después de dos días de duro cabalgar a través de las rojas arenas de Shan-e-Sorkh, el grupo de jinetes del desierto aún no había dado con el traidor. Ansioso por ver la sangre de Vardanes, Conan presionó insistentemente a sus hombres. El duro código del desierto exigía la Muerte de las Cinco Estacas para el hombre que traicionara a sus camaradas, y Conan estaba decidido a que el zamorio pagara ese precio.

Al atardecer del segundo día acamparon en el refugio que ofrecía un otero de piedra caliza que sobresalía de las rojas arenas, como si se tratara de las ruinas de una antigua torre. En el duro rostro de Conan, casi negro por el sol del desierto, se veían las arrugas del cansancio. Su caballo jadeaba al borde del agotamiento. El cimmerio acercó la bolsa de agua al morro cubierto de espuma del animal. Detrás de Conan, sus hombres estiraban las piernas cansadas y flexionaban sus doloridos brazos. Abrevaron a los caballos y encendieron un fuego para mantener alejados a los salvajes perros del desierto. Se oyó el crujido de las sogas cuando las grandes alforjas descargaron las tiendas de campaña y los utensilios de cocina.

La arena crujió detrás de Conan. Se volvió para ver el rostro desencajado por la fatiga de uno de sus lugartenientes. Se trataba de Gomer, un shemita de ojos rasgados y nariz aguileña. De su turbante sobresalían unos largos cabellos negros.

-¿Y bien? -gruñó Conan, al tiempo que frotaba los flancos de su caballo con lentos movimientos de cepillo. El shemita se encogió de hombros.

-Creo que sigue cabalgando hacia el sudoeste -dijo-. Ese diablo asqueroso debe de estar hecho de hierro. Conan se rió con aspereza.

-Quizá su yegua sea de hierro, pero no Vardanes. Él es de carne y hueso. ¡Ya lo verás cuando lo colguemos de las estacas y le saquemos las entrañas para que se las coman los buitres!

En los tristes ojos de Gomer había un vago temor.

-Conan, ¿no abandonarás esta persecución? ¡Cada día que pasa nos internamos más y más en esta tierra de sol y arena, en la que sólo pueden sobrevivir las víboras y los escorpiones! ¡Por el rabo de Dagon! Si no regresamos, dejaremos aquí nuestros huesos para siempre.

-Nada de eso -replicó el cimmerio-. Si han de quedarse aquí algunos hue sos, serán los del zamorio. No temas, Gomer, capturaremos a ese traidor. Quizá mañana. No puede mantener este ritmo eternamente.

-¡Ni nosotros! -protestó Gomer.

Luego se detuvo, al sentir que los azules ojos fogosos de Conan se posaban sobre su rostro.

-Pero eso no es lo único que te preocupa, ¿verdad? -preguntó Conan-. Vamos, hombre, dilo ya.

El corpulento shemita se encogió de hombros elocuentemente.

-Bueno, no..., yo..., los hombres sienten... La voz del shemita se perdió en la lejanía.

-¡Habla! -gritó Conan-. O te lo haré decir a patadas.

-Esto..., esto es Makan-e-Mordan -dijo Gomer finalmente.

-Lo sé. Ya he oído hablar de la Tierra de los Fantasmas. ¿Y qué? ¿Acaso tienes miedo de las leyendas de los viejos?

Gomer lo miró con una gran pena reflejada en el rostro.

-No son sólo leyendas, Conan. Tú no eres zuagir. No conoces esta tierra ni sus horrores como los que hemos vivido siempre en ella. Durante miles de años, éste ha sido un lugar maldito y embrujado, y cada hora que cabalgamos vamos penetrando más profundamente en esta condenada tierra. Los hombres temen decírtelo, pero están medio locos de terror.

-Querrás decir que están medio locos de superstición infantil -repuso Conan con un gruñido-. Sé que están hablando permanentemente de leyendas de duendes y fantasmas. También yo he oído historias acerca de estas tierras, Gomer. Pero son tan sólo fábulas para inspirar miedo a los bebés, ¡no a unos guerreros! Di a tus camaradas que tengan cuidado. ¡Mi cólera es mucho más peligrosa que todos los fantasmas juntos!

-¡Pero, Conan...!

El cimmerio lo interrumpió bruscamente.

-¡Basta ya de temores nocturnos, shemita! ¡He jurado por Crom y por la sangre de ese asqueroso traidor zamorio, o que moriré en el intento! Y si he de verter un poco de sangre zuagir, no tendré escrúpulo alguno en hacerlo. Y ahora, deja de lamentarte y ven a beber conmigo una copa de vino. Tengo la garganta más seca que este ardiente desierto, y todo este palabrerío me la ha secado aún más.

Después de dar una afectuosa palmada a Gomer en el hombro, Conan se alejó hacia la hoguera del campamento, donde los hombres estaban desempaquetando carne ahumada, higos secos y dátiles, queso de cabra y pellejos de vino hechos de cuero.

Pero el shemita no se unió inmediatamente al cimmerio. Se quedó contemplando cómo se alejaba el jefe al que había obedecido durante casi dos años, desde que encontraron a Conan crucificado cerca de las murallas de Khaurán. Conan había sido capitán de la guardia al servicio de la reina Taramis de Khaurán, hasta que su trono fue usurpado por la bruja Salomé, en connivencia con Constantius el Halcón, el voivodo kothio de los Compañeros Libres.

Cuando Conan, al darse cuenta de la sustitución, se puso del lado de Taramis y fue derrotado, Constantius lo hizo crucificar en las afueras de la ciudad. Por casualidad, Olgerd Vladislav, jefe de la banda de proscritos zuagires, llegó en ese preciso momento y bajó a Conan de la cruz, diciendo que si lograba sobrevivir a sus heridas podría unirse al grupo. El cimmerio no sólo sobrevivió, sino que demostró ser un verdadero jefe, tan capaz que con el tiempo desbancó a Olgerd.

Desde entonces había sido y seguía siendo su jefe.

Pero esto significaba el fin de su jefatura. Gomer de Akkharia suspiró hondo. Conan había cabalgado delante de ellos durante los dos últimos días, sumido en una siniestra sed de venganza. No se daba cuenta de la cólera que albergaban los corazones de los zuagires. Gomer sabía muy bien que, aunque amaban a Conan, su terror supersticioso los había llevado al borde del amotinamiento y del asesinato. Serían capaces de seguir al cimmerio hasta las puertas escarlata del mismísimo infierno, pero no estaban dispuestos a internarse más en la Tierra de los Fantasmas.

El shemita idolatraba a su jefe. Pero sabiendo muy bien que ninguna amenaza sería capaz de desviar al cimmerio del camino de la venganza, solamente podía pensar en una forma de salvar a Conan de los cuchillos de sus propios hombres. Del interior del bolsillo de su blanca khalat extrajo un pequeño frasco que contenía un polvillo verde. Después de ocultarlo en la palma de la mano, Gomer se reunió con Conan, que estaba junto al fuego, para compartir con él un trago de vino.

3. La muerte invisible

Cuando Conan despertó, el sol ya estaba alto. Las oleadas de calor barrían el desierto. El aire estaba inmóvil, seco y ardiente como si el cielo fuese un cuenco de bronce invertido calentado hasta la incandescencia.

Conan se puso de rodillas con gran esfuerzo y se llevó ambas manos a las sienes, que le latían aceleradamente. Le dolía la cabeza como si le hubieran dado un golpe.

Se puso en pie y se tambaleó peligrosamente. Entrecerró los ojos a causa del resplandor y miró en todas direcciones. Todo estaba borroso. Volvió a mirar a su alrededor con los ojos nublados. Estaba solo en aquella tierra maldita y sin agua.

Bramó un juramento pensando en los zuagires y en sus supersticiones. La tropa había levantado el campamento, llevándose consigo equipos, caballos y provisiones. A su lado había dos pellejos de cabra llenos de agua. Sus antiguos camaradas sólo le habían dejado agua, su cota de malla, su khalat y el sable.

Se puso de rodillas otra vez y destapó uno de los pellejos de agua. El líquido semicaliente le quitó de inmediato el mal sabor de boca; luego bebió una gran cantidad de agua, hasta que sació su sed. Aun cuando deseaba vaciar el agua del pellejo sobre su dolorida cabeza, la razón prevaleció y se contuvo. Si estaba perdido en aquel desierto de arena, necesitaría cada gota de agua para sobrevivir.

A pesar del intenso dolor de cabeza y del mareo que tenía, Conan se dio perfecta cuenta de lo que debía de haber ocurrido. Los zuagires temían más a aquella extraña región de lo que él había supuesto, a pesar de las advertencias de Gomer. Había cometido un serio error, que quizá sería fatal. Había subestimado el grado de superstición de los guerreros del desierto y había valorado en exceso su poder sobre aquellos hombres. Profiriendo un gruñido, Conan maldijo su obstinada arrogancia que, si no se corregía, algún día podría significar su fin.

Y quizá ese era el día. Examinó con calma la situación. Era fatal. Tenía agua para dos días bebiendo poco; quizá tres, si se arriesgaba a volverse loco limitando aún más la bebida. No tenía comida ni caballo, lo que significaba que tendría que caminar.

Tenía que hacerlo. Pero ¿en qué dirección? La respuesta era evidente: volver por donde había venido. Pero había razones para no hacerlo. Y la más convincente era la distancia. Habían cabalgado durante dos días después de dejar atrás el último pozo de agua. Un hombre a pie podría avanzar, en el mejor de los casos, a la mitad de velocidad que un caballo. Por lo tanto, retroceder significaría andar por lo menos dos días sin una gota de agua...

Conan se acarició pensativamente la barbilla, tratando de olvidar los latidos de su cabeza y devanándose los sesos para encontrar alguna solución a su acuciante problema. Volver sobre sus pasos no era una buena idea, porque sabía que no encontraría agua en cuatro días de marcha.

Miró hacia adelante, en dirección al sendero que había seguido Vardanes en su huida, que se perdía en el horizonte.

Quizá debiera continuar persiguiendo al zamorio. Aun cuando el sendero lo condujera hacia una región desconocida, este hecho en sí ya era una ventaja. Quizá hubiera un oasis más allá de las dunas. En tales circunstancias era difícil tomar una decisión, pero Conan resolvió hacer lo que le pareció más prudente. Se envolvió con la khalat y comenzó a caminar con la espada al hombro, siguiendo las huellas de Vardanes. A cada paso que daba, las dos bolsas de agua golpeaban rítmicamente contra su espalda.

El sol parecía colgar eternamente en el cielo incandescente. Resplandecía como un ojo ardiente bajo la ceja de un cíclope colosal, contemplando la diminuta figura que se movía lentamente sobre la arena de color carmesí del desierto. Parecía haber transcurrido un siglo cuando el sol de la tarde se deslizó por la inmensa curva del cielo, para morir en la llameante pira funeraria del oeste. El atardecer tino el cielo de color púrpura y una brisa fresca cruzó las dunas con la suavidad de un pájaro.

Los músculos de las piernas de Conan estaban más allá del dolor. La fatiga los había entumecido y caminaba como si sus extremidades fueran dos columnas de piedra animadas por un extraño encantamiento. Su cabeza caía sobre el enorme pecho. Siguió caminando, a pesar del agotamiento, porque sabía que en esos momentos, con el fresco de las últimas horas del día, era cuando podía caminar con menos incomodidad.

Tenía la garganta seca y llena de polvo. Su curtido rostro estaba cubierto por una máscara de rojiza arena del desierto. Hacía una hora que había tomado un trago de agua y ya no bebería más hasta que oscureciera y no pudiera seguir las huellas de Vardanes.

Esa noche sus sueños fueron muy confusos, llenos de pesadillas en las que veía figuras borrosas con un ojo bestial, que lo golpeaban con cadenas al rojo vivo.

Cuando despertó, el sol ya estaba en lo alto. Tenía ante él otro día de terrible calor. Levantarse fue una agonía. Cada músculo de su cuerpo latía como si sus tejidos estuvieran llenos de agujas. Pero finalmente se puso en pie, bebió un poco de agua y siguió caminando.

Pronto perdió toda noción del tiempo, pero aun así el incansable motor de su voluntad lo impulsaba hacia adelante, paso a paso, lentamente. Su mente erraba en sombrías alucinaciones. Pero tenía tres ideas fijas: seguir las huellas de los cascos del caballo de su enemigo, ahorrar toda el agua posible y seguir andando. Si se caía, estaba seguro de que no podría volver a levantarse. Y si caía durante el día, sus huesos se secarían hasta quedar blancos por los siglos de los siglos en aquel desierto de color escarlata.

4. La reina inmortal

Vardanes, el zamorio, se detuvo en la cima de las colinas y vio algo tan extraño que se quedó de piedra. Durante cinco días, desde la emboscada contra los zuagires que acto seguido se había vuelto contra los turanios, había cabalgado como un loco, deteniéndose apenas una hora o dos a fin de dar reposo a su cuerpo y la yegua. Sentía un terror tan espantoso que ya no sabía ni quién era, pero lo incitaba a seguir.

Conocía bien la venganza de los proscritos del desierto. Su imaginación estaba inundada de terribles escenas; era el precio que le harían pagar esos salvajes si caía en sus manos. Por ello, cuando vio que la emboscada había fracasado, se lanzó a todo galope por el desierto. Sabía que el diablo de Conan le arrancaría a Boghra Khan el nombre del traidor y que entonces el cimmerio vendría tras él con un grupo de sanguinarios zuagires, que no se detendría hasta dar con quien los había traicionado.

Su única alternativa había sido dirigirse hacia el Shan-e-Sorkh. Aunque Vardanes era un zamorio culto y refinado, criado en la ciudad, los vaivenes del destino lo habían arrojado junto a los forajidos del desierto y los conocía muy bien. Sabía que temblaban ante la sola mención del Desierto Rojo y que su salvaje fantasía poblaba el desierto de monstruos y demonios inconcebibles. No sabía ni le importaba por qué aquellos hombres temían tanto al desierto, siempre que ese miedo impidiera que lo siguieran demasiado lejos.

Pero los forajidos no se habían vuelto atrás. Les llevaba tan poca ventaja que día tras día Vardanes veía las nubes de polvo que levantaban detrás de él los caballos de los zuagires. Apuró la marcha comiendo y bebiendo sobre la montura y espoleando su corcel hasta el borde del agotamiento, a fin de aumentar la distancia que los separaba.

Al cabo de cinco días ignoraba si todavía lo seguían o no. Pero muy pronto, ese hecho dejó de tener importancia. Vardanes había agotado la comida y el agua, tanto para él como para su yegua, y apuraba el paso con la vaga esperanza de encontrar un pozo en aquel interminable desierto.

Su caballo, cubierto por un barro reseco por el polvo adherido al abundante sudor, avanzaba como una cosa muerta conducida por la voluntad de un brujo. El animal estaba al borde de la muerte. Ya se había caído siete veces y sólo el látigo lo había obligado a levantarse. Puesto que ya no podía soportar su peso, Vardanes se bajó del caballo y lo condujo por las riendas.

El Desierto Rojo le había dado a Vardanes un aspecto terrible. El joven risueño y apuesto como un dios de otros tiempos era ahora un esqueleto ennegrecido por el sol. Sus ojos inyectados en sangre miraban a través de unos largos cabellos enmarañados y sucios de polvo. Sus labios hinchados y cuarteados musitaban oraciones ininteligibles dedicadas a Ishtar, a Set, a Mitra y a otros muchos dioses. Cuando Vardanes y su tembloroso caballo alcanzaron la cima de otra fila de dunas, miró hacia abajo y vio un valle salpicado de palmeras de color verde esmeralda.

En el centro del fértil valle se alzaba una pequeña ciudad amurallada. Las torres de los centinelas asomaban por encima del muro, en el que se destacaba una enorme puerta cuyos goznes de pulido bronce brillaban con un rojo resplandor bajo el sol.

¿Una ciudad en ese desierto abrasador? ¿Un fresco valle lleno de verdes árboles y suaves céspedes con estanques de agua cristalina en el corazón de esa región mortal? ¡Imposible!

Vardanes se estremeció, cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios resecos. ¡Debía de ser un espejismo, o quizá un fantasma creado por su caótica mente! Sin embargo, en ese momento recordó algo de lo que había estudiado en su juventud. Era un retazo de la leyenda llamada Akhlat la Maldita.

Hizo un enorme esfuerzo por recordar algo más. Lo había leído en un antiguo libro estigio que su tutor shemita guardaba bajo llave en un cofre de madera de sándalo. Siendo un niño, Vardanes había sido bendecido o maldecido con la codicia, la curiosidad y dedos ligeros. Una noche oscura había abierto la cerradura y luego había estudiado detenidamente, con una mezcla de temor, respeto y repugnancia, las portentosas páginas de aquel oscuro libro de nigromancia antigua. Escrito con letra bastante clara sobre hojas de piel de dragón, el texto describía extraños ritos y ceremonias. En aquellas páginas también había enigmáticos jeroglíficos de antiguos reinos embrujados como Aquerón y Lemuria, que habían conocido su esplendor y decadencia en los albores de la historia.

Entre las páginas llenas de pentáculos y otros signos cabalísticos también había fragmentos de una oscura liturgia, que describía terribles demonios que vivían en los reinos de sombras que hay más allá de las estrellas, en el caos que según los magos antiguos reinaba en las fronteras del cosmos. Una de esas liturgias contenía referencias enigmáticas acerca de "la maldita y embrujada Akhlat, que se encuentra en el Desierto Rojo, donde los brujos locos de poder de antaño llamaron a un Demonio del Más Allá al plano material para su infinito pesar... Akhlat, donde el Inmortal gobierna con mano de hierro por medio del horror hasta el día de hoy... condenada y maldita Akhlat, que hasta los dioses despreciaron transformando todo el reino en un desierto abrasador...».

Vardanes seguía sentado sobre la arena, junto a su jadeante yegua, cuando unos guerreros de rostros taciturnos lo cogieron y lo trasladaron desde el círculo de rocosas colinas que rodeaban la ciudad en dirección al valle de palmeras y estanques de aguas cristalinas, hasta las mismas puertas de Akhlat la Maldita.

5. La mano de Zillah

Conan se despertó lentamente, pero esta vez fue diferente. Antes, su despertar había sido doloroso, pues tuvo que hacer un enorme esfuerzo para levantar los párpados y contemplar encandilado el sol abrasador del desierto y luego ponerse en pie, tambaleándose, para seguir su difícil camino sobre la arena.

Se incorporó de un salto, en estado de alerta, como un animal cuya supervivencia dependiera tan sólo de sus propias facultades.

Miró a su alrededor con una expresión de asombro en los ojos. Lo primero que pensó fue que estaba muerto y que su espíritu había sido transportado más allá de las nubes hasta el primitivo paraíso en el que Crom, el dios de su pueblo, ocupaba su trono entre miles de héroes.

Junto a su lecho de seda había una jarra de plata llena de agua fresca y clara.

Poco después, Conan levantó su mojado rostro de la jarra y supo que, fuera cual fuese el paraíso en el que se hallaba, lo cierto era que se encontraba en él, era real y físico. Bebió cuanto quiso, aunque el estado de su boca y de su garganta le indicaban que ya no se encontraba en pleno desierto. Seguramente lo había encontrado alguna caravana, que lo trasladó a la tienda de campaña para socorrerlo y curarlo. Al mirar hacia abajo, Conan vio que su cuerpo estaba perfectamente limpio del polvo del desierto y había sido untado con suaves bálsamos aromáticos. Quienquiera que fuese su salvador, lo había alimentado y cuidado mientras él se recuperaba y volvía lentamente a este mundo.

El cimmerio miró a su alrededor. Su enorme sable descansaba sobre un cofre de ébano. Se acercó sin hacer el menor ruido, como un gato salvaje en la selva, y luego se quedó inmóvil al oír el ruido metálico de la armadura de un guerrero que había a sus espaldas.

Sin embargo, aquel sonido musical no procedía de ningún guerrero sino de una esbelta muchacha de hermosos ojos de cervatillo que acababa de entrar en la tienda y lo miraba en silencio. Sus cabellos negros y brillantes le llegaban hasta la cintura, y llevaba minúsculas campanillas en las trenzas. De allí provenía el suave tintineo que había oído.

Conan estudió a la muchacha con una rápida mirada. Era joven, casi una adolescente, con un hermoso cuerpo blanco y esbelto que brillaba como una tentación bajo sus diáfanos velos. En sus manos blancas y delgadas relucían hermosas joyas. A juzgar por las pinceladas doradas en las cejas y aquellos enormes ojos negros, Conan adivinó que pertenecía a la raza shemita.

-¡Oh! -exclamó la muchacha-. ¡Estás demasiado débil para estar de pie! Debes descansar hasta recuperar fuerzas.

La lengua que hablaba era un dialecto shemita, plagado de formas arcaicas, pero lo suficientemente próximo al shemita que Conan conocía como para que lo entendiera.

-Tonterías, muchacha. Me encuentro bien -repuso Conan en el mismo dialecto-. ¿Has sido tú quien me trajo hasta aquí? ¿Cuánto tiempo hace que me has encontrado?

-No, mi señor -respondió entornando los ojos de sedosas pestañas-. Fue mi padre. Yo soy Zillah, la hija de Enosh, un noble de Akhlat la Maldita. Encontramos tu cuerpo entre las eternas arenas del desierto hace tres días.

«¡Dioses!», pensó Conan.

Zillah era una hermosa joven. Hacía semanas que Conan no veía una mujer. El cimmerio estudió el contorno de aquel esbelto cuerpo apenas oculto por las transparentes gasas. La joven se ruborizó.

-De manera que fue tu bonita mano la que me cuidó, ¿verdad, Zillah? Os doy las gracias a ti y a tu padre por esto. Estuve muy cerca de la muerte. De eso estoy seguro. ¿A qué se debe que me hayáis encontrado?

Conan hizo un esfuerzo inútil por recordar una ciudad llamada Akhlat la Maldita, aun cuando creía conocer todas las ciudades de los desiertos del sur, ya sea por haber oído hablar de ellas o bien por haberlas visitado.

-No fue por casualidad. En realidad, te estábamos buscando -dijo Zillah.

Conan entrecerró los ojos y sus nervios se tensaron ante la sensación de peligro. Algo que se reflejaba en el súbito endurecimiento de su rostro impasible le indicó a la joven que aquél era un hombre de rápidas pasiones animales, un hombre peligroso, muy diferente a los hombres pacíficos y civilizados que ella había conocido.

-¡No queríamos hacerte daño! -protestó la muchacha, al tiempo que levantaba una mano a la defensiva-. Pero sígueme, señor, que mi padre te lo explicará todo.

Por un momento Conan permaneció tenso preguntándose si Vardanes habría proporcionado su pista a esa gente. La plata que se había llevado de los turanios hubiera sido suficiente para comprar las almas de medio centenar de shemitas.

Luego respiró hondo, calmando deliberadamente la sed de sangre que en él se había despertado. Levantó su espada y pasó por encima del hombro la ancha faja que la sostenía.

-Entonces llévame a donde está tu padre, muchacha -dijo-. Me gustaría escuchar su relato.

La joven lo condujo fuera de la tienda. Conan cuadró sus anchos hombros y la siguió.

6. La cosa del más allá

Enosh estaba inclinado sobre un arrugado pergamino oscurecido por el tiempo, sentado en una silla de madera de respaldo alto, cuando Zillah condujo a Conan a donde estaba su padre. Las paredes de esa parte de la tienda estaban cubiertas por una tela de color púrpura. Unas gruesas alfombras apagaban el sonido de sus pasos. Sobre una estantería formada por serpientes entrelazadas de un metal brillante había un espejo negro de un extraño diseño. Unas luces misteriosas se reflejaban en el ébano profundo.

Enosh se puso en pie y saludó a Conan con frases corteses. Era un hombre alto, delgado, casi un anciano, pero caminaba erguido. Llevaba un turbante de lino blanco. Su rostro estaba cubierto de arrugas a causa de la edad y la concentración mental, y sus ojos negros parecían reflejar una tristeza de siglos.

Rogó a su invitado que tomara asiento y ordenó a Zillah que sirviera vino. Cuando acabaron las formalidades, Conan preguntó abruptamente:

-¿Cómo me encontraste, oh, jeque?

Enosh miró hacia el espejo negro y repuso con calma:

-Aunque no soy un hechicero, hijo, puedo utilizar algunos medios que no son del todo naturales.

-¿Por qué me buscabas?

Enosh levantó su delgada mano cubierta de venillas azules para aplacar las sospechas del guerrero.

-Ten paciencia, amigo, y te lo explicaré todo.

La voz del anciano era profunda y rica en matices. Se acercó a una mesi lla baja, apoyó sobre ella el pergamino y luego aceptó una copa de plata llena de vino.

Cuando terminaron de beber, el anciano inició el relato:

-Hace muchos, muchos años, un astuto hechicero de Akhlat concibió una intriga contra la antigua dinastía que gobernaba aquí desde el hundimiento de Atlantis -dijo Enosh hablando pausadamente-. Con hábiles palabras convenció al pueblo de que su monarca, un hombre débil e indulgente, era su enemigo, por lo que el pueblo se levantó y derrocó al rey. Autonombrándose sacerdote y profeta de los Dioses Desconocidos, el hechicero decía que actuaba por inspiración divina. Afirmaba que uno de los dioses pronto descendería a la tierra para gobernar personalmente en Akhlat la Santa, como se llamaba entonces la ciudad. Conan gruñó y dijo:

-Vosotros, los nativos de Akhlat, no sois meros crédulos que otros pueblos que he conocido.

El anciano sonrió con gesto resignado.

-Es fácil creer lo que uno quiere que sea verdad. Pero el plan de ese hechicero negro era mucho más terrible que lo que cualquiera hubiera podido imaginar. Recurriendo a viles ritos conjuró a una mujer-demonio para que sirviese al pueblo en forma de diosa. Manteniendo su dominio mágico sobre ese ser, el hechicero se presentó a sí mismo como intérprete de su voluntad divina. El pueblo atemorizado de Akhlat no tardó en padecer una tiranía mucho peor que la de la antigua dinastía.

Conan sonrió con ironía y dijo:

-He constatado que las revoluciones casi siempre establecen gobiernos mucho peores que los que han reemplazado.

-Es probable. De todos modos, eso es lo que ocurrió en este caso. Y con el paso del tiempo, las cosas fueron de mal en peor, ya que el hechicero perdió control sobre la Cosa demoníaca que había conjurado desde el Más Allá, y ésta lo destruyó para gobernar en su lugar. Y todavía sigue gobernando.

Conan repuso:

-Entonces, ¿se trata de un ser mortal? ¿Cuánto tiempo hace que sucedió todo eso?

-Han transcurrido más años que los granos de arena de este desierto -respondió Enosh-. Y la diosa demoníaca sigue gobernando sobre la triste Akhlat. El secreto de su poder es que extrae la fuerza vital de los seres vivos. Toda esta tierra que nos rodea en otros tiempos fue verde y rica, llena de palmeras que crecían al lado de arroyos y fértiles colinas, en las que pastaban los bien alimentados rebaños. Su vampírica sed de vida dejó la tierra seca, salvo el valle en el que está asentada la ciudad de Akhlat. La diosa demoníaca la perdonó porque estaba desierta y, por lo tanto, no podía alimentarse de seres vivos.

-¡Por Crom! -exclamó Conan en un susurro, vaciando su copa de vino.

-Con los siglos -continuó Enosh-, esta tierra quedó transformada en un erial, en un desierto sin vida. Nuestros jóvenes son utilizados para saciar la sed de la diosa, al igual que los animales de nuestros rebaños. Se alimenta a diario. Cada día elige una víctima y ésta va languideciendo hasta quedar reducida a la nada. Cuando ataca a su víctima, incesantemente, día tras día, ésta puede durar algunas jornadas o quizá una luna. Los más fuertes y valientes duran unos treinta días hasta que la diosa consume toda la fuerza vital de sus cuerpos. Y luego pasa a la siguiente víctima.

Conan acarició la empuñadura de su espada.

-¡Por Crom y por Mitra! -exclamó el cimmerio-. Amigo, ¿por qué no has matado a esa cosa?

El anciano movió la cabeza con aire cansado y triste.

-Es invulnerable -dijo con voz suave-. La carne de la diosa está hecha de la materia que le llevan y su poder se mantiene por su inquebrantable voluntad. Una flecha o una espada tan sólo podrían herir su cuerpo, lo que no significa nada para ella, ya que la fuerza vital que bebe de otros, dejándolos vacíos, y secos, le proporciona una enorme fuente de fuerza interior para renovar su carne cuando lo desee.

-Pues quema a esa cosa -dijo Conan con un gruñido-. ¡Quema el palacio o córtala en pedazos, y que el fuego la devore!

-No. Se protege mediante oscuros poderes de magia infernal. Paraliza todo lo que ella mira. Hasta cien guerreros han trepado al Templo Negro decididos a terminar con esta terrible tiranía. No quedó nada de ellos, salvo un montón de cadáveres que luego sirvieron de banquete al insaciable monstruo.

Conan se agitó inquieto en su asiento.

-¡Es extraño que algunos de vosotros sigáis viviendo en esta tierra maldita! -dijo Conan con voz cavernosa-. ¿Cómo es posible que ese odioso monstruo no haya liquidado hasta el último ser humano de este valle? ¿Y por qué no habéis empaquetado todas vuestras cosas y habéis huido de este endemoniado lugar?

-En realidad, ya quedamos muy pocos. Ella nos consume tanto a nosotros como a nuestros animales, a un ritmo mucho mayor que el de los nacimientos. Durante siglos, la diosa sació su apetito con la fuerza vital de las plantas que crecían en los campos, dejando a un lado a los seres humanos. Cuando la tierra quedó convertida en desierto, se alimentó con nuestro ganado, luego con nuestros esclavos y finalmente con los propios nativos de Akhlat. Pronto desapareceremos todos y Akhlat no será más que una ciudad de muerte. Tampoco podemos abandonar esta tierra, porque el poder de la diosa nos retiene dentro de unos límites que no podemos traspasar.

Conan sacudió la cabeza. Su larga melena se extendió sobre sus hombros bronceados.

-Es una trágica historia la que me cuentas, anciano. Pero ¿por qué me la cuentas a mí?

-A causa de una antigua profecía -dijo Enosh con suavidad, tomando el amarillento pergamino antiguo que se hallaba encima de la mesilla.

-¿Qué profecía?

Enosh desenrolló parcialmente el pergamino y señaló unas líneas de una escritura tan antigua que Conan no pudo entenderla, aun cuando sabía leer el shemita contemporáneo.

-Que con el tiempo, cuando nuestro fin estuviera cercano, los Dioses Desconocidos, los que nuestros antepasados dejaron de adorar en nombre de la diosa demoníaca, aplacarán su cólera y enviarán un liberador que derrotará a la diosa y destruirá su maligno poder. Tú, Conan de Cimmeria, eres ese salvador...

7. La sala de los muertos vivientes

Durante días y noches, Vardanes permaneció en un oscuro calabozo situado bajo el Templo Negro de Akhlat. Gritó, rogó y lloró, maldijo y oró, pero los guardianes de rostros inescrutables y cascos de bronce no le hicieron el menor caso, salvo atender a sus necesidades físicas. No respondían a ninguna de sus preguntas. Lo que más asombró a Vardanes fue que tampoco se rindieron al soborno. Vardanes, que era un típico zamorio, no concebía la existencia de hombres que no ansiaran riquezas y, no obstante, aquellos extraños individuos que hablaban un dialecto antiguo y llevaban armaduras viejas ansiaban tan poco los lingotes de plata que él había recibido de los turanios por su traición que ni siquiera tocaron las alforjas llenas de monedas que había en un rincón de la celda.

Sin embargo, lo trataron bien; lavaron su fatigado cuerpo y calmaron sus heridas con ungüentos. Lo alimentaron opíparamente con aves asadas, ricas frutas y deliciosas bebidas. Incluso le dieron vino. Dado que Vardanes había conocido otras prisiones, se dio cuenta de lo extraordinario que era todo aquello. Se preguntó un tanto extrañado si no lo estarían cebando para matarlo.

Un buen día, los guardianes se acercaron a su celda y lo sacaron de ella. Supuso que al fin comparecería ante un juez para responder a las absurdas acusaciones que le hicieran. Se sentía optimista y confiado. ¡No había conocido un solo magistrado cuya piedad no pudiera comprarse con la plata que contenían aquellas alforjas!

Pero en lugar de comparecer ante un juez o un personaje similar, los guardianes lo condujeron a través de interminables pasillos y oscuros pasadizos hasta llegar a una enorme puerta de bronce verdoso, que se alzaba ante él como si se tratara de la mismísima puerta del infierno. Aquella entrada estaba cerrada y atrancada de tal manera que ni un ejército hubiera podido forzarla. Con manos nerviosas y rostros tensos, los guardianes abrieron la enorme puerta e hicieron pasar a Vardanes.

Cuando la puerta se cerró tras él, el zamorio se encontró en el interior de un magnífico salón de mármol pulido. Allí reinaba una semioscuridad de color púrpura. Por todas partes había espesas capas de polvo; todo era decadencia y abandono. Vardanes avanzó con curiosidad.

¿Era el salón del trono, o quizá la nave de algún templo gigantesco? Imposible saberlo. Lo más extraño que había en ese inmenso salón, además de la decadencia y el abandono que se notaban por todas partes, eran las estatuas que se alzaban formando grupos. Vardanes se preguntó qué sería aquello. No entendía nada.

El primer misterio era el material con que estaban hechas las estatuas. Aun cuando el salón estaba construido en brillante mármol, las figuras estaban esculpidas en un tipo de piedra gris, porosa y muy poco atractiva, que Vardanes no pudo identificar. Pero fuera cual fuese el material, lo cierto era que no tenía nada de atractivo. Parecía madera calcinada, aunque era duro como la piedra.

El segundo misterio era la asombrosa obra de arte realizada por el desconocido escultor cuyas manos hábiles habían creado todas esas maravillas. Las estatuas parecían tener vida y haber alcanzado un grado increíble de realismo. Se podía apreciar en ellas cada pliegue de sus ropas e incluso del cabello. Se advertía la misma asombrosa fidelidad hasta en las posturas. En las estatuas no había nada de majestuoso, ni monumental ni heroico. Los cientos de imágenes que abarrotaban el salón adoptaban posturas vivas, totalmente naturales, y no estaban colocadas ordenadamente. Se trataba de figuras de guerreros y nobles, muchachos y doncellas, hombres viejos y mujeres, niños y bebés de pecho.

La única característica inquietante común a todas ellas era la expresión de terror insoportable que se reflejaba en sus rostros de piedra.

Al cabo de un rato, Vardanes oyó un débil sonido desde las profundidades del oscuro lugar. Parecía el rumor de muchas voces, pero era tan débil que no podía entender lo que decían. Un extraño murmullo surgía de aquel bosque de estatuas. Al acercarse más, Vardanes pudo distinguir con claridad aquellos extraños murmullos. Eran sollozos desgarradores, débiles lamentos de agonía, oraciones, risas dementes y monótonas maldiciones. Estos sonidos parecían provenir de medio centenar de gargantas, pero el zamorio no sabía de dónde venían. Aunque miró en todas direcciones, no se vio más que a sí mismo y a los cientos de estatuas.

Estaba empapado de sudor. De repente sintió un pánico espantoso. En esos momentos hubiera deseado encontrarse a miles de leguas de distancia de ese templo maldito, donde unos seres invisibles gemían, maldecían y reían en forma aterradora.

Había algo encima del rico trono... ¿Sería la marchita momia de algún rey muerto hacía mucho tiempo? Unas manos nudosas y resecas se apoyaban sobre un pecho hundido. El cuerpo estaba envuelto en mortajas polvorientas de la cabeza a los pies. Una fina mascarilla de oro, en la que se habían tallado las facciones de una mujer de belleza sobrenatural, cubría el rostro.

Vardanes jadeó de codicia. Súbitamente olvidó sus temores porque entre las cejas de aquella dorada máscara había un inmenso zafiro negro que brillaba como un tercer ojo. Era una gema asombrosa, digna de un príncipe.

Al pie del trono, Vardanes contempló codiciosamente la mascara de oro. Los ojos estaban esculpidos de tal manera que parecían cerrados. La hermosa boca de labios llenos prestaba un encanto supremo a las doradas facciones. El enorme zafiro negro arrojó destellos sensuales cuando Vardanes extendió la mano.

Con dedos temblorosos, el zamorio le arrebató la mascarilla. Debajo de ella había un rostro oscuro y reseco. Tenía las mejillas hundidas y la carne endurecida, seca y correosa. Vardanes tembló al ver la expresión maligna de ese rostro.

Entonces, la Cosa abrió los ojos y lo miró.

Vardanes retrocedió lanzando un grito. La mascarilla resbaló de sus manos y cayó al suelo de mármol. Los ojos muertos de la calavera se clavaron en los suyos. En ese momento, la Cosa abrió su tercer ojo...

8. El rostro de la Gorgona

Conan avanzó con pasos quedos por el salón de las estatuas grises. Caminaba con los pies desnudos por la enorme sala polvorienta como si se tratara de un gato en la selva. La débil luz se reflejaba en la afilada hoja de la espada que sostenía en su poderoso puño. Sus ojos escrutaron cuidadosamente todo cuanto lo rodeaba. Se le erizaba el cabello. El lugar olía a muerte y el horror parecía flotar en el aire.

¿Cómo había permitido que el anciano Enosh lo arrastrara a aquella loca aventura? Él no era ningún redentor, ni un liberador predestinado, ni santo enviado por los dioses para liberar a Akhlat de la maldición inmortal de la demoníaca diosa. Su único propósito era vengarse.

Pero el sabio anciano había dicho muchas cosas y su elocuencia había persuadido a Conan, que decidió hacerse cargo de aquella peligrosa misión. Enosh dijo dos cosas que lograron convencer al obstinado bárbaro. Una era que, encontrándose en esa tierra, Conan estaba atado a ella por la magia negra y no podría abandonarla hasta que la diosa no hubiera desaparecido. Otra cosa que dijo fue que el zamorio traidor se hallaba en el Templo Negro de la diosa, presto a enfrentarse con su funesto destino que, si no se impedía, destruiría a todos.

De modo que Conan llegó al Templo después de atravesar los pasadizos secretos que Enosh le había enseñado. Había entrado en la enorme sala por una puerta oculta en la pared, pues el anciano sabía perfectamente cuándo Vardanes habría de comparecer ante la diosa.

Al igual que el zamorio, Conan también percibió el maravilloso realismo de las grises estatuas, pero, a diferencia de Vardanes, conocía la respuesta a aquel enigma. Apartó sus ojos de las expresiones de horror talladas en los rostros de piedra que lo rodeaban.

Él también oyó los lamentos y los gemidos. Al acercarse más al centro del enorme salón, las voces sollozantes se hicieron más claras. Vio el trono de oro y la Casa marchita que lo ocupaba. Luego trepó hasta la brillante silla sin hacer el menor ruido.

Al acercarse, una estatua le habló. La sorpresa casi lo paralizó. Se le erizó la piel y el sudor le empañó el rostro.

Entonces descubrió la fuente de los llantos y sintió repugnancia, pues ninguno de los seres que lo rodeaban estaban muertos del todo. Sus cuerpos eran de piedra, pero las cabezas estaban vivas. Unos ojos tristes daban vueltas en esos rostros desesperados y los labios resecos le rogaban que hundiese su espada en el cerebro vivo de aquellos seres casi petrificados.

En ese preciso momento oyó un grito de la conocida voz de Vardanes. ¿Acaso la diosa había matado a su enemigo antes de que él hubiera llevado a cabo su tan ansiada venganza? Conan dio un salto en dirección al trono.

Entonces sus ojos se encontraron con un espectáculo terrible. Vardanes estaba de pie delante de él, tenía los ojos desencajados y rezaba moviendo los labios con desesperación. Un sonido extraño llegó a oídos del cimmerio y éste miró hacia las piernas de Vardanes. Una palidez cenicienta trepaba lentamente por el cuerpo del zamorio. Su carne viva se volvía blanca ante los ojos asombrados del bárbaro. La marea gris ya le había llegado a las rodillas. A medida que Conan miraba, la carne de los muslos se iba transformando en piedra gris. Vardanes hizo un esfuerzo por caminar, pero no pudo. Gritó mientras sus ojos observaban al cimmerio con el terror desnudo de un animal acorralado.

La Cosa que había en el trono lanzó una seca carcajada. Conan la miró. Entonces, la marchita carne de sus esqueléticos brazos y de su arrugada garganta se hinchó, cambió súbitamente de color y se volvió cada vez más suave, adquiriendo los frescos tonos de la vida. La terrible Gorgona iba cambiando con la fuerza vital que extraía como un vampiro del cuerpo de Vardanes.

-¡Por Crom y por Mitra! -exclamó Conan.

Con cada átomo de su mente concentrado en el semipetrificado zamorio, la Gorgona no hacía el menor caso de Conan. En ese momento, su cuerpo se estaba llenando. Bajo la polvorienta mortaja se hizo patente la redondez de una cadera y un muslo. Sus senos de mujer se hincharon estirando la fina tela de su vestido. Extendió sus brazos firmes y jóvenes. Su boca roja y húmeda se abrió para proferir otra carcajada..., ahora era la risa voluptuosa y cantarina de una mujer perfecta.

La corriente de petrificación había alcanzado la ingle de Vardanes. Conan no sabía si lo dejaría semipetrificado como a las demás estatuas o si lo destruiría completamente. El zamorio era joven y estaba lleno de vida. Su fuerza vital debía de ser un buen alimento para la diosa-vampiro.

Cuando la marea de piedra llegó hasta el pecho jadeante de Vardanes, éste soltó otro alarido de horror, el sonido más espantoso que Conan había oído jamás de labios humanos. La reacción de Conan fue instintiva. Saltó como una pantera desde su escondite detrás del trono. La luz se reflejó en la ancha hoja de su espada cuando Conan la levantó con la velocidad del rayo. La cabeza de Vardanes voló separada del trono y cayó con un ruido seco sobre el suelo de mármol.

Sacudido por el golpe, el cuerpo se tambaleó y cayó. Conan vio cómo las petrificadas piernas se hacían pedazos. Los fragmentos de piedra se esparcieron por el suelo y la sangre brotó de las grietas abiertas en la carne petrificada.

Así murió Vardanes, el traidor. Conan no sabía si había atacado por sed de venganza o por compasión, a fin de acabar con el terrible tormento de un ser indefenso.

El cimmerio se volvió hacia la diosa. Instintivamente, casi sin quererlo, levantó los ojos para mirar los de ella.

9- El tercer ojo

El rostro de la diosa era una máscara de belleza casi sobrehumana. Sus labios húmedos y carnosos tenían el color de la fruta madura. Sus cabellos negros y sedosos caían sobre sus hombros, blancos como perlas, y apenas cubrían sus perfectos senos redondos como lunas. Era la auténtica encarnación de la belleza... salvo por el círculo oscuro que tenía entre las cejas.

El tercer ojo se encontró con la mirada de Conan y brilló con más intensidad. Aquel extraño ojo era mucho más grande que cualquier otro órgano de visión humano. No tenía iris, pupila y blanco como los demás ojos huma nos. Éste era completamente negro. La mirada de Conan parecía hundirse en aquel ojo perdiéndose en un oscuro mar infinito. El cimmerio miraba absorto, olvidando la espada que sostenía en la mano. El ojo era tan negro como los sombríos abismos siderales que había más allá de las estrellas.

Conan tuvo la impresión de encontrarse al borde de un pozo negro sin fondo en el que estaba a punto de caer. Caería en la más absoluta oscuridad a través de nubes de ébano, de un vasto abismo helado... Sabía perfectamente que si no apartaba los ojos inmediatamente, se podía despedir de este mundo para siempre.

Hizo un terrible esfuerzo de voluntad. El sudor le mojaba las cejas. Sus músculos se retorcían como serpientes bajo la piel bronceada. Hizo otro poderoso esfuerzo para respirar hondo.

La Gorgona se echó a reír. Era un sonido suave, melodioso y frío en el que se percibía un tono de burla cruel. Conan enrojeció de cólera.

Impulsado por su poderosa voluntad, apartó sus ojos del círculo negro y miró hacia el suelo. Estaba tan débil y aturdido que se tambaleó. Al luchar por recuperar fuerzas, se miró los pies. ¡Gracias a Crom, todavía eran de carne cálida y no de fría piedra cenicienta! El tiempo que había permanecido embrujado por la mirada de la Gorgona había sido sólo un instante, demasiado breve para que la corriente pétrea tocara su carne.

La Gorgona volvió a reír. Con la cabeza inclinada, Conan sintió la fuerza de aquella poderosa voluntad y tensó los músculos del cuello haciendo un enorme esfuerzo por mantener la cabeza inclinada.

Seguía mirando hacia abajo. Ante él, sobre el suelo de mármol, se hallaba la fina mascarilla de oro con el enorme zafiro incrustado que representaba el tercer ojo. De repente, Conan comprendió.

Esta vez, al levantar los ojos, blandió la espada con tremenda rapidez. La relampagueante hoja cortó el aire y tocó el rostro burlón de la diosa... partiendo en dos el tercer ojo.

Ella no se movió. Con sus dos ojos normales, de una belleza increíble, miró en silencio al tosco guerrero. La diosa había palidecido. Inmediatamente hubo un cambio en ella.

De la herida del tercer ojo de la Gorgona comenzó a brotar un líquido oscuro que resbaló por ese rostro de perfección sobrenatural. El extraño rocío fluyó del ojo destrozado como si se tratara de lágrimas negras.

La demoníaca diosa comenzó a envejecer. A medida que el negro líquido manaba del ojo destrozado, la vida huía de su cuerpo. Su piel oscureció y aparecieron en ella miles de arrugas. Bajo el mentón se formaron resecos pellejos colgantes. Los brillantes ojos se volvieron opacos y blancos.

Sus soberbios senos se encogieron. Los esbeltos miembros se volvieron esqueléticos. Durante un momento, la diminuta y esquelética figura de una pequeña mujer increíblemente senil ocupó el trono. Entonces la carne pareció pudrirse y el cuerpo se convirtió en un montón de huesos deshechos. Cayó al suelo, y los fragmentos se esparcieron sobre el mármol. A medida que Conan contemplaba asombrado aquella transformación, los fragmentos se iban convirtiendo en ceniza gris.

Se oyó un largo suspiro en todo el salón. Éste oscureció por un instante, como si unas alas semitransparentes hubieran velado la poca luz que había en la habitación. Luego desapareció, a la vez que se esfumaba la terrible y antigua amenaza que flotaba en el ambiente desde hacía siglos. La habitación se convirtió en un cuarto abandonado, cubierto de polvo y libre de terrores sobrenaturales.

Las estatuas dormían para siempre en sus tumbas de piedra. En cuanto la Gorgona abandonó esta dimensión, desaparecieron sus hechizos, incluyendo los que mantenían a los muertos vivientes en un siniestro estado similar a la vida. Conan se volvió y abandonó el trono vacío cubierto de polvo y la estatua decapitada de quien alguna vez había sido un intrépido y alegre guerrero zamorio.

-¡Quédate con nosotros! -suplicó Zillah con voz suave y cálida-. Habrá puestos de honor para un hombre como tú en Akhlat, ahora que estamos libres de la maldición.

Conan sonrió apenas, sintiendo que en el tono de la muchacha había algo mucho más personal que el deseo de una buena ciudadana de alistar a un valioso inmigrante para la causa de la reconstrucción cívica. Cuando Conan la miró con ojos fogosos y viriles, la joven se ruborizó.

Enosh se sumó amablemente a los ruegos de su hija. La victoria de Conan había insuflado una nueva juventud y vigor en el anciano. Enosh adoptó mayor firmeza en su porte y en su andar, y había una cierta autoridad en su voz. Ofreció al cimmerio riqueza, honores y un puesto de poder en la renacida ciudad. Incluso insinuó que vería con buenos ojos a Conan como yerno.

Pero el cimmerio sabía que no estaba dotado para la vida plácida y respetable, por lo que rechazó todas las ofertas. Las frases corteses no surgían con facilidad de los labios de un hombre que se había pasado la vida en los campos de batalla, en las tabernas y en los lupanares de todas las ciudades del mundo. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo por ser amable y se negó cortésmente a los ruegos de su anfitrión.

-No, amigos -dijo-. Las tareas de la paz no están hechas para Conan de Cimmeria. Me aburriría muy pronto, y cuando me ataca el tedio sólo conozco unos pocos remedios: emborracharme, pelear con alguien o robar alguna muchacha. ¡Menudo ciudadano haría yo en una ciudad que ahora busca la paz y la calma, y desea recuperar fuerzas!

-Entonces ¿adonde irás, Conan, ahora que las barreras mágicas han desaparecido? -preguntó Enosh.

Conan se encogió de hombros y se pasó una mano por la negra melena al tiempo que se echaba a reír.

-¡Por Crom! -exclamó-. No lo sé, amigo. Afortunadamente para mí, los sir vientes de la diosa alimentaron y abrevaron al corcel de Vardanes. Veo que Akhlat no tiene caballos, sino solamente burros. ¿Os imagináis el aspecto que tendría yo montado en uno de esos asnos y arrastrando los pies por el polvo?

Creo que me dirigiré hacia el sudeste. Allí hay una ciudad llamada Zambula, en la que jamás he estado. La gente dice que es una ciudad rica y llena de lugares de diversión en la que el vino fluye libremente por todas partes. Me apetece saborear los placeres de Zambula y ver qué puede ofrecerme.

-¡Pero no tienes necesidad de abandonarnos como un mendigo! -protestó Enosh-. Te debemos mucho. Permítenos que te demos la poca cantidad de oro y plata que tenemos por el trabajo que has hecho.

Conan movió la cabeza negativamente.

-Guarda tu tesoro, jeque. Akhlat no es una ciudad rica, y necesitarás ese oro cuando comiencen a llegar las caravanas de mercaderes del Desierto Rojo. Y ahora que mis pellejos de agua están llenos y tengo suficientes provisiones, debo partir. Esta vez haré el viaje a través de Shan-e-Sorkh cómodamente.

Con un postrer saludo saltó a la silla y emprendió la marcha. Padre e hija se quedaron mirándolo durante unos instantes. Enosh lo hacía con orgullo, pero Zillah tenía lágrimas en los ojos. En seguida el cimmerio se perdió de vista.

Cuando llegó a la cima de las dunas, Conan detuvo la yegua negra para lanzar una última mirada a Akhlat. Después inició su marcha a través del desierto. Quizá había sido un necio al no aceptar el oro y la plata que le había ofrecido Enosh. Pero había suficientes monedas de plata en las alforjas de Vardanes. El cimmerio sonrió. ¿Por qué ensuciarse las manos por unas pocas monedas como un grasiento comerciante? Es bueno para un hombre ser virtuoso de vez en cuando. ¡Incluso para un cimmerio!


Sombras en Zambula

Conan llega a Zambula, donde dilapida rápidamente la pequeña fortuna que trae consigo en juergas colosales. Después de una semana de borracheras, comilonas, prostitutas y juegos de azar, queda reducido una vez más a la pobreza más absoluta.


1. Suena un tambor

-¡El peligro se oculta en la casa de Aram Baksh!

La voz del que hablaba temblaba de ansiedad, y sus dedos delgados de uñas negras se clavaron en el musculoso brazo de Conan cuando gritó su advertencia. Se trataba de un hombre enjuto, bronceado por el sol, con una enorme barba negra. Sus ropas harapientas indicaban que era nómada. Parecía más pequeño y delgado en contraste con el gigantesco cimmerio de negras cejas, enorme pecho y fuertes brazos y piernas. Se hallaban en una esquina del zoco de Forjadores de Espadas y a su lado pasaba una multitud de gente hablando distintos idiomas y dialectos. Era una masa heterogénea, exótica, alegre y bulliciosa.

Conan apartó sus ojos de una muchacha de Ghanara de mirada provocativa y labios rojos, cuya breve falda dejaba al descubierto su bronceado muslo cada vez que daba un paso. Luego miró a su molesto compañero y frunció el ceño.

-¿Qué quieres decir con eso de peligro? -preguntó el cimmerio.

El hombre del desierto miró furtivamente por encima del hombro antes de responder y bajó el tono de su voz.

-No lo sé exactamente. Pero los hombres del desierto han dormido en la casa de Aram Baksh y jamás se ha vuelto a saber de ellos. Nadie sabe lo que les ha ocurrido. Él juró que ellos se levantaron y siguieron su camino... Es verdad que ningún habitante de la ciudad jamás ha desaparecido de su casa. Pero lo cierto es que nadie ha vuelto a ver a esos viajeros, y la gente dice que sus mercancías y su equipamiento fueron vistos después en las tiendas del zoco. Si Aram no los vendió después de matar a sus propietarios, ¿cómo han llegado hasta allí?

-Yo no tengo nada de eso -repuso el cimmerio, tocando la empuñadura de la enorme espada que llevaba apoyada en la cadera-. Hasta he tenido que vender mi caballo.

-¡Pero no son solamente los extranjeros ricos los que desaparecen por las noches de la casa de Aram Baksh! -agregó el zuagir-. No, allí han dormido pobres hombres del desierto y también se han esfumado. Una vez un jefe zuagir, cuyo hijo había desaparecido de esa manera, se quejó ante el sátrapa Jungir Khan, que ordenó que la casa fuera registrada por sus soldados.

-¿Y encontraron un sótano lleno de cadáveres? -preguntó Conan irónicamente.

-¡No! ¡No encontraron nada! ¡Y expulsaron de la ciudad al jefe con amenazas y maldiciones! Pero...

El hombre se estremeció, se acercó más a Conan y agregó:

-¡Se encontró algo más! En el límite del desierto, más allá de las casas, hay un oasis con palmeras y en él hay una fosa. Y dentro de esa fosa se encontraron huesos humanos, chamuscados y ennegrecidos. ¡No una, sino muchas veces!

-¿Y qué demuestra eso? -preguntó Conan con un gruñido.

-¡Que Aram Baksh es un demonio! En esta maldita ciudad que erigieron los estigios y gobernaron luego los hirkanios, donde la gente blanca, negra y de otras razas se mezclan continuamente produciendo híbridos de toda clase, color y condición, no hay nadie capaz de distinguir quién es un hombre y quién un diablo disfrazado. ¡Aram Baksh es un demonio con forma de hombre! Por la noche adopta su verdadero aspecto y conduce a sus huéspe des hasta el desierto, donde se reúne en cónclave con los demás diablos de la zona.

-¿Por qué mata siempre a extranjeros? -inquirió Conan con tono escéptico.

-La gente de la ciudad no soportaría que asesinara a sus conciudadanos, pero no le importa que mate a los extranjeros que caen en sus manos. Conan, tú eres de Occidente y no conoces los secretos de esta antigua tierra. Pero desde la creación del mundo, los diablos del desierto han adorado a Yog, Señor de los Espacios Vacíos, mediante el fuego..., un fuego que devora víctimas humanas. ¡Ten cuidado! -siguió diciendo el hombre-. ¡Has vivido durante muchas lunas en las tiendas de los zuagires y eres nuestro hermano! ¡No vayas a la casa de Aram Baksh!

-¡Vete de aquí! -dijo Conan súbitamente-. Por allí viene un pelotón de guardias de la ciudad. Si te ven, recordarán que alguien robó un caballo del establo del sátrapa.

El zuagir abrió la boca y se alejó rápidamente. Consiguió ocultarse entre una columna de piedra y un puesto del zoco, deteniéndose un momento para agregar:

-¡Ten cuidado, hermano! ¡Hay demonios en la casa de Aram Baksh!

Y a continuación desapareció corriendo por una estrecha callejuela lateral.

Conan se ajustó el ancho cinto que sostenía su espada y miró con calma al grupo de guardias que lo observaba inquisitivamente a medida que pasaban por su lado. Los guardias lo miraban con curiosidad y suspicacia, porque se destacaba por su estatura del resto de la multitud que abarrotaba las sinuosas calles de Zambula. Sus ojos azules y sus rasgos extraños lo diferenciaban de los orientales. La enorme espada que llevaba colgada del cinto también marcaba una diferencia.

Los guardias no se detuvieron a su lado sino que continuaron avanzando entre la multitud que les cedía el paso. Eran pelishtios achaparrados, de nariz aguileña y barba muy negra que caía sobre el pecho cubierto con cota de malla... Se trataba de mercenarios contratados por los gobernantes turanios, y todo el pueblo los odiaba.

Conan miró en dirección al sol, que comenzaba a ocultarse detrás de las casas de techos planos en la parte occidental del zoco. Se ajustó una vez más el cinto de su espada y se dirigió a la taberna de Aram Baksh.

Con zancadas de hombre de la montaña, avanzó por las bulliciosas y abigarradas calles, donde las harapientas túnicas de los mendigos se mezclaban con las lujosas khalats ribeteadas de armiño y los vestidos de seda adornados con perlas de las ricas cortesanas. Se veían gigantescos esclavos negros, vagabundos de negra barba de las ciudades shemitas, nómadas cubiertos de harapos llenos de polvo procedentes de los cercanos desiertos, comerciantes y aventureros de todas las tierras de Oriente.

La población nativa también era heterogénea. Hacía siglos habían llegado los ejércitos de Estigia, y habían erigido un imperio en el desierto oriental. Zambula era entonces una pequeña ciudad de mercaderes rodeada de un oasis y habitada por los descendientes de los nómadas. Los estigios la convirtieron en una ciudad, y la poblaron con sus propias gentes y con esclavos shemitas y kushitas. Las incesantes caravanas que atravesaban el desierto de este a oeste y viceversa trajeron riquezas y contribuyeron a la mezcla de razas. Entonces llegaron los conquistadores turanios procedentes de Oriente para reducir los límites de Estigia, y desde hacía casi una generación Zambula se había convertido en el puesto fronterizo más avanzado de Turan, y estaba gobernada por un sátrapa turanio.

La auténtica babel de lenguas que allí se hablaba resonaba en los oídos del cimmerio a medida que atravesaba las agitadas calles de Zambula, en las que de vez en cuando aparecía un grupo de aguerridos jinetes. Se trataba de los ágiles y esbeltos guerreros de Turan de oscuros rostros de halcón y espadas curvas de reluciente acero. La gente salía corriendo al oír los cascos de sus caballos, que conducían como si fueran los amos y señores de Zambula. Pero los altos y taciturnos estigios los miraban furiosos desde las sombras, desde donde recordaban sus antiguas glorias. A la población le importaba muy poco si el rey que dirigía sus destinos vivía en la oscura Khemi o en la brillante Aghrapur. Jungir Khan gobernaba Zambula y la gente murmuraba que Nafertari, la querida del sátrapa, gobernaba a su vez sobre Jungir Khan. Pero la gente vivía su vida comerciando, disputando, jugando, bebiendo y amando como habían hecho durante siglos, desde que sus torres y minaretes se habían alzado sobre las arenas del Kharamún.

Las farolas de bronce con dragones tallados ya se habían encendido antes de que Conan llegara a la casa de Aram Baksh. Su taberna era la última casa habitada de la calle. Un amplio jardín lleno de palmeras, rodeado por un muro, la separaba de las casas que había a su alrededor. Hacia el oeste de la taberna había otro bosquecillo de palmeras, en el preciso lugar en que la calle se convertía en camino y se adentraba en el desierto. Al otro lado de la taberna había una fila de cabañas desiertas cubiertas por la sombra de unas cuantas palmeras, que sólo estaban habitadas por murciélagos y chacales. A medida que Conan avanzaba por el camino, se preguntó por qué los numerosos mendigos de Zambula no habían ocupado aquellas casas vacías aunque sólo fuera para dormir. Las luces brillaban a sus espaldas. Allí no había farolas de ninguna clase, excepto la que colgaba a la entrada de la taberna. No se veía más que la luz de las estrellas y el fino polvo del camino y se oía el susurro de las palmeras provocado por la brisa del desierto.

La puerta de la taberna no daba a la carretera, sino a una estrecha callejuela situada entre la taberna y el jardín lleno de palmeras. Conan tiró con fuerza de la soga que colgaba de la campana que había en la entrada y luego llamó a la puerta de madera golpeando con la empuñadura de su espada. La puerta se entreabrió un poco y un rostro negro atisbo por una estrecha rendija.

-¡Abre, condenado! -bramó Conan-. Soy un huésped. He pagado por una habitación a Aram y voy a disfrutar de ella, ¡por Crom!

El negro alargó un poco el cuello para ver si había alguien detrás de Conan. A continuación abrió la puerta del todo sin hacer el menor comentario y la volvió a cerrar detrás del cimmerio, después de lo cual corrió un pesado cerrojo. El muro era muy alto. Pero había muchos ladrones en Zambula, y una casa situada en el límite con el desierto tenía que defenderse contra los ataques nocturnos de los nómadas. Conan atravesó un jardín en el que las blancas flores se mecían a la luz de las estrellas; a continuación entró en la sala en la que un estigio

con la cabeza afeitada al estilo de los estudiantes se hallaba al lado de la mesa, con los ojos cerrados, filosofando sobre insondables misterios, mientras que más allá, en una esquina, había unos cuantos individuos de aspecto siniestro jugando a los dados.

Aram Baksh se adelantó, caminando suavemente; era un hombre corpulento, con una barba negra que le cubría el pecho, tenía la nariz prominente y unos ojos negros y pequeños que jamás estaban quietos.

-¿Quieres comer? -preguntó-. ¿O beber?

-Comí un trozo de carne y una hogaza de pan en el suk -repuso Conan con un gruñido-. Tráeme una jarra de vino de Ghazán. Tengo dinero suficiente para pagarla.

Después de decir esto, arrojó una moneda de cobre sobre la mesa manchada de vino.

-¿No has ganado a las cartas?

-¿Cómo podía ganar si tenía unas pocas monedas de plata para empezar? Te pagué la habitación esta mañana porque estaba casi seguro de que perdería. Quería estar seguro de tener una cama donde dormir esta noche. He observado que en Zambula nadie duerme en las calles. Hasta los mendigos buscan un rincón y se encierran antes de que oscurezca. La ciudad debe de estar llena de ladrones sedientos de sangre.

Conan bebió el vino de un solo trago y luego siguió a Aram fuera de la sala. Los jugadores de dados que había detrás de él interrumpieron la partida para mirarlo con curiosidad. No dijeron nada, pero el estigio soltó una carcajada cínica y burlona. Los otros bajaron la mirada tratando de evitar los ojos de sus compañeros. Las artes que estudiaba el estigio no le permitían comprender los sentimientos de un ser humano normal.

Conan siguió a Aram por un pasillo iluminado con lámparas de cobre y no le agradó nada comprobar que su anfitrión caminaba de forma realmente extraña y sin hacer el menor ruido. Los pies de Aram estaban calzados con suaves babuchas y el vestíbulo estaba cubierto de alfombras turanias, pero en aquel tipo había algo evidentemente desagradable y sospechoso.

Al final del sinuoso pasillo, Aram se detuvo ante una puerta en la que había una pesada barra de hierro apoyada sobre unos fuertes soportes de metal. El tabernero levantó la barra e hizo pasar al cimmerio a una habitación de aspecto agradable. Conan se dio cuenta en seguida de que las ventanas eran pequeñas y tenían rejas de hierro forjado con diseños artísticos. Había alfombras en el suelo, un techo de estilo oriental y sillas de madera tallada. Era una habitación mucho más cómoda y agradable que la que Conan hubiera conseguido por el mismo precio en el centro de la ciudad... lo cual le había agradado mucho cuando esa misma mañana había descubierto lo delgada que estaba su bolsa como consecuencia de las juergas. Había llegado a Zambula procedente del desierto hacía tan sólo una semana.

Aram ya había encendido una lámpara de bronce, y señaló a Conan las dos puertas que había en la habitación. Ambas poseían fuertes cerrojos de hierro.

-Esta noche puedes dormir tranquilo y seguro, cimmerio -dijo Aram, parpadeando desde el umbral.

Conan gruñó algo ininteligible y arrojó su pesada espada sobre el lecho.

-Tus cerrojos y tus barras de hierro serán fuertes -dijo al cabo de un rato-, pero yo siempre duermo con el acero a mi lado.

Aram no respondió. Permaneció en pie, inmóvil, acariciándose la barba y contemplando la peligrosa arma. Luego se retiró en silencio y cerró la puerta tras él. Conan corrió el cerrojo, cruzó la habitación, abrió la puerta del fondo y miró hacia afuera. La habitación estaba situada en un ala de la casa desde la que se veía el camino que había al oeste de la ciudad. La puerta daba a un pequeño patio rodeado por un muro. Éste era algo y no tenía aberturas, pero la pared que flanqueaba el camino era baja y no había cerraduras en la puerta de entrada.

Conan permaneció en la puerta un momento. El brillo de la lámpara le daba en la espalda. Observó el camino que se perdía entre las palmeras. Las hojas susurraban bajo la suave brisa. Más allá estaba el desierto. En la parte alta de la calle, en dirección contraria, había luces, y los ruidos de la ciudad llegaban débilmente a sus oídos. Pero allí sólo se oía el murmullo de las palmeras, se veían el polvo del camino y las desiertas cabañas de techos bajos sobre los que se reflejaba la azulada palidez del cielo. En algún lugar, situado más allá de los bosquecillos de palmeras, comenzó a sonar un tambor.

El cimmerio recordó las advertencias de los zuagires; ahora le parecían menos fantasiosas de lo que le habían parecido en las calles abarrotadas de gente y de luces. Se volvió a preguntar qué significado podrían tener aquellas cabañas vacías. ¿Por qué los mendigos las rehuían? Volvió a entrar en la habitación, cerró la puerta y corrió el pestillo.

La luz comenzó a parpadear. Conan la examinó y maldijo entre dientes cuando se dio cuenta de que casi se había terminado el aceite de la lámpara Quiso llamar a Aram, pero se encogió de hombros y apagó la luz con un fuerte soplido. Se tendió cómodamente sobre el lecho en la suave oscuridad, con una mano apoyada instintivamente en la empuñadura de la espada. Mirando perezosamente las estrellas a través de las ventanas enrejadas y oyendo el murmullo de la brisa en el jardín de palmeras, se sumió en un profundo sueño, escuchando vaga e inconscientemente el redoble del tambor en el desierto..., el suave tamtam de un tambor que hacía sonar suave y rítmicamente una mano negra... ,

2. Los fantasmas nocturnos

Fue el sigiloso abrirse de una puerta lo que despertó al cimmerio. Conan no solía despertarse como los hombres civilizados: aturdidos, drogados y estúpidos. Él se despertó instantáneamente, con la mente clara y reconociendo el sonido que había interrumpido su sueño. Permaneció inmóvil y tenso en la oscuridad y vio cómo se abría lentamente la puerta exterior. A la luz de las estrellas vio una enorme silueta negra, de hombros anchos y cabeza deforme, recortada contra la débil luz del exterior.

Conan sintió un escalofrío. Había corrido el pestillo de la puerta. ¿Cómo era posible que se abriera, a no ser mediante poderes sobrenaturales? ¿Y cómo era posible que un ser humano tuviera una cabeza semejante? Recordó todas las historias que había oído en las tiendas de los zuagires acerca de demonios y fantasmas. Estaba empapado de sudor. En ese momento, el monstruo se deslizó sin hacer ruido hacia el interior de la habitación, agachándose y arrastrando los pies. Un olor conocido llegó hasta el cimmerio, lo que no lo tranquilizó en absoluto, dado que las leyendas zuagires decían que los demonios olían de esa manera.

Sin hacer el menor ruido, Conan encogió sus largas piernas bajo su cuerpo. Tenía la espada en la mano derecha, y atacó violenta y repentina mente como un tigre en plena oscuridad. Ni siquiera un demonio hubiera sido capaz de evitar su golpe rápido y feroz. Su espada se clavó en la carne y el hueso, y algo cayó pesadamente al suelo profiriendo un extraño grito. Conan se agachó en la oscuridad, sosteniendo en la mano la espada manchada de sangre. Fuera demonio, bestia o ser humano, la cosa yacía muerta en el suelo. Olió la muerte como sólo son capaces de olería los seres salvajes y primitivos. Luego miró por la puerta entreabierta en dirección al patio iluminado por la luz de las estrellas. La puerta de entrada estaba abierta, pero el patio estaba vacío.

Conan cerró la puerta, pero no echó el cerrojo. Palpando en la oscuridad, encontró la lámpara y la encendió. Quedaba suficiente aceite para que ardiese uno o dos minutos más. Después se inclinó sobre el cuerpo que yacía en el suelo en medio de un charco de sangre.

Era un negro gigantesco, completamente desnudo excepto por un pequeño taparrabos. En una mano todavía sostenía una gruesa cachiporra. El pelo ensortijado del individuo estaba lleno de espinas, de pequeñas ramas y de barro. Era esa melena de bárbaro la que daba a su cabeza un aspecto monstruoso a la luz de las estrellas. Con esa pista para resolver el enigma, Conan abrió los gruesos labios rojos del hombre y gruñó al contemplar unos dientes afilados.

Ahora entendía el misterio de los forasteros desaparecidos de la casa de Aram Baksh, así como el significado del tambor que sonaba más allá de las palmeras y el misterio de la fosa llena de huesos chamuscados..., aquella fosa donde se asaba una extraña carne, mientras las bestias negras tomaban asiento a su alrededor para saciar su hambre monstruosa. El hombre que estaba tendido en el suelo era un esclavo caníbal de Darfar.

Había muchos hombres como ése en la ciudad. El canibalismo no se toleraba abiertamente en Zambula. Pero Conan entendía ahora por qué la gente se encerraba en sus casas por la noche y por qué hasta los mendigos rehuían las cabañas semiderruidas y se negaban a dormir en las calles. El cimmerio gruñó asqueado al imaginar a esas enormes bestias negras deambulando por la noche por las calles en busca de presas humanas... y a hombres que, como Aram Baksh, les abrían las puertas. El posadero no era un demonio. Era algo mucho peor. Los esclavos de Darfar eran conocidos ladrones. No había duda de que parte de sus sucios botines iban a parar a manos de Aram Baksh. Y a cambio, él les vendía carne humana.

Conan volvió a apagar la luz, se acercó a la puerta y la abrió. Luego pasó una mano por los adornos que había en la parte exterior. Uno de ellos era movible y ponía en funcionamiento el cerrojo interior. La habitación era una trampa para cazar seres humanos como si fueran conejos. Pero esta vez, en lugar de un conejo, había cazado un viejo tigre, con colmillos como sables.

Conan se acercó a la otra puerta, levantó el pestillo e hizo presión sobre él. No se movía, pero recordó que había un cerrojo del otro lado. Aram no corría riesgos con sus víctimas ni con los hombres con los que trataba. El cimmerio se ciñó el cinto de la espada, salió al patio y cerró la puerta. No tenía intenciones de demorar más su arreglo de cuentas con Aram Baksh. Se preguntó cuántos pobres diablos habrían sido asesinados mientras dormían, sacados de aquella habitación y luego llevados al camino que atravesaba el jardín de palmeras hasta llegar a la fosa.

Se detuvo en el patio. Seguía oyendo el «tamtam» del tambor y de repente vio un resplandor rojizo a través de las palmeras. El canibalismo era algo más que un apetito perverso para los negros de Darfar. Era parte integral de su terrible culto bestial. Los buitres negros ya estaban reunidos en cónclave. Pero fuera cual fuese la carne que llenara sus estómagos, no sería la suya.

Para llegar hasta donde estaba Aram Baksh tenía que trepar por uno de los muros que separaban el pequeño patio del resto de la casa. Los muros eran altos, probablemente construidos para defenderse de los caníbales. Pero Conan no era un negro criado en los pantanos. Su infancia había transcurrido en las abruptas montañas de su tierra natal. Se hallaba al pie del ¡miro más cercano cuando oyó un grito espantoso bajo los árboles.

Conan se quedó inmóvil, agazapado junto a la puerta de entrada y contemplando el camino que había delante de él. El sonido procedía de las sombras donde se encontraban las cabañas, al otro lado de la calle. Oyó un sonido ahogado, como si alguien tratara de gritar inútilmente bajo la presión de una mano sobre su boca. Un grupo de siluetas surgió de las sombras que había más allá de las cabañas y comenzó a avanzar por el sendero. Eran tres negros enormes que cargaban un cuerpo delgado que se debatía entre sus brazos. Conan distinguió la blancura de unos miembros retorciéndose bajo la luz de las estrellas cuando el prisionero, haciendo un terrible esfuerzo, se liberó de la presión brutal de las manos de sus captores y comenzó a correr por el camino en dirección a las cabañas. Se trataba de una hermosa mujer blanca, completamente desnuda. Los negros corrieron tras ella y cuando penetraron en las sombras se oyó otro terrible grito de angustia, de agonía y de horror.

Conan, rojo de ira por el macabro espectáculo, saltó hacia adelante y cruzó corriendo el camino.

Ni la víctima ni sus secuestradores se dieron cuenta de su presencia hasta que les llamó la atención el suave sonido de sus pasos sobre el polvo del camino. Pero entonces Conan ya se había abalanzado sobre ellos con la furia de un vendaval. Dos de los negros se volvieron para hacerle frente alzando sus poderosas cachiporras. Pero los negros fallaron al calcular la velocidad que llevaba Conan. Uno de ellos cayó a tierra con las entrañas al aire, antes de que pudiese hacer nada. Luego, girando con la rapidez de un felino, Conan esquivó el golpe de otra cachiporra y atacó con la rapidez del rayo. La cabeza del negro voló por los aires, su cuerpo dio unos pasos tam baleantes mientras levantaba las manos con desesperación y finalmente cayó al suelo.

El otro caníbal retrocedió profiriendo un grito ahogado, al tiempo que soltaba a su víctima. La mujer tropezó y cayó al suelo. El negro huyó presa de pánico en dirección a la ciudad. Conan corrió tras él. El miedo daba alas a los pies del negro, pero antes de que llegaran a la cabaña situada más al este, el hombre sintió la muerte en su espalda y gritó como un buey degollado.

-¡Perro negro del infierno! -gritó Conan, hundiendo la espada entre sus oscuros hombros con tanta furia que la mitad de la hoja le salió por el pecho.

El individuo cayó hacia adelante con un grito ahogado. Luego, Conan apoyó ambos pies en el suelo y extrajo la espada del cuerpo del negro.

La brisa mecía las hojas de los árboles. Conan sacudió la cabeza como un león que agita su melena y gruñó. Pero no surgieron más sombras entre los árboles. Ante las cabañas se veía el camino iluminado por las estrellas, completamente vacío. Giró con rapidez sobre sus talones al oír un ruido de pasos a sus espaldas. Pero se trataba tan sólo de la mujer, que corrió hacia él, le rodeó el cuello con ambas manos y se puso a llorar desesperadamente por lo que acababa de ocurrir, y aliviada por haber escapado a una muerte segura.

-Calma, muchacha -dijo Conan-. Todo ha pasado. ¿Cómo te cogieron?

La joven sollozó y murmuró algo ininteligible. En seguida olvidó a Aram Baksh y observó a la muchacha a la luz de las estrellas. Era blanca, aunque de piel morena; se trataba evidentemente de una de las tantas mezclas de razas que se daban en Zambula. Era alta, esbelta y grácil. Por otro lado, estaba en una posición perfecta para ser observada. La admiración se reflejó en los ojos fieros del cimmerio cuando miró sus espléndidos senos y sus bien formadas piernas, que aún temblaban a causa del miedo y el esfuerzo físico. Conan rodeó su cintura con un brazo y dijo, tratando de calmarla:

-Deja de temblar, muchacha. Estás a salvo.

El contacto con el brazo de Conan pareció tranquilizar a la joven. Echó hacia atrás sus espesos y sedosos cabellos negros y echó una mirada temerosa por encima de su hombro, al tiempo que se apretaba más al cimmerio, como buscando protección y seguridad.

-Me cogieron en la calle -murmuró con voz temblorosa-. Los negros... estaban esperando agazapados bajo una oscura arcada..., ¡esos monos asquerosos! ¡Set se apiade de mí! ¡Creo que soñaré toda mi vida con esto!

-¿Y qué estabas haciendo en la calle a estas horas de la noche? -preguntó Conan, fascinado por la sedosa piel que sentía bajo sus dedos acariciadores.

Una vez más, la muchacha echó hacia atrás sus negros cabellos con un nervioso movimiento de cabeza y miró a Conan a los ojos. No parecía darse cuenta de sus caricias.

-Fue mi amante -dijo-. Por culpa de mi amante tuve que salir corriendo a la calle. Se volvió loco y trató de matarme. Cuando huía de él, caí en brazos de esas bestias.

-Una belleza como la tuya puede volver loco a cualquier hombre -dijo Conan acariciando sus sedosos cabellos.

La muchacha sacudió la cabeza, como si despertara de un sueño. Ya no temblaba y su voz era más firme.

-Fue la maldición de un sacerdote... de Totrasmek, el gran sacerdote de Hanumán, que me deseaba para él..., ¡perro maldito!

-No debes insultarlo por eso -dijo Conan con una sonrisa-. La vieja hiena tiene mejor gusto de lo que yo creía.

La muchacha ignoró el cumplido. Estaba recuperando lentamente su serenidad.

-Mi amante es..., es un joven soldado turanio. Para vengarse de mí, Totrasmek le dio una droga que lo volvió loco. Desenvainó su espada y, en medio de su locura, trató de matarme, pero yo escapé a la calle. Los negros me cogieron y me trajeron a este..., ¿qué fue eso?

Conan se dio vuelta rápidamente. Sin hacer el menor ruido, como si fuera una sombra, arrastró a la muchacha detrás de la cabaña más próxima, y se ocultaron bajo una palmera. Permanecieron inmóviles y tensos, mientras el murmullo de voces que ambos habían oído se iba haciendo cada vez más audible. Un grupo de negros, unos nueve o diez, avanzaban por el camino procedentes de la ciudad. La joven apretó el brazo de Conan y éste sintió que la mujer temblaba horrorizada.

En esos momentos se oyeron claramente las voces guturales de los negros.

-Nuestros hermanos ya están reunidos junto a la fosa -dijo uno-. No hemos tenido suerte. Espero que ellos la hayan tenido por nosotros.

-Aram nos prometió un hombre -musitó otro, al tiempo que, mentalmente, Conan le prometía a Aram otra cosa.

-Aram siempre cumple su palabra -gruñó otro de los negros-. Hemos conseguido muchos hombres en su taberna. Pero le pagamos bien. Yo mismo le entregué diez pacas de seda que le robé a mi amo. ¡Por Set que era buena seda!

Los negros pasaron de largo, levantando el polvo con sus pies descalzos. Luego sus voces se perdieron a lo lejos.

-Nos ha venido bien que los cadáveres estén detrás de esas cabañas -murmuró Conan-. Si miran en el cuarto de Aram, encontrarán otro muerto. Vámonos de aquí.

-¡Sí, vayámonos cuanto antes! -suplicó la muchacha, que volvió a ponerse nerviosa-. Mi amante estará vagando solo por las calles. Los negros podrían cogerlo.

-¡Endiablada costumbre! -exclamó Conan, caminando con la muchacha en dirección a la ciudad, y dejando atrás las cabañas y las palmeras-. ¿Por qué los ciudadanos no se deshacen de estos perros negros?

-Son esclavos valiosos -murmuró la joven-. Son muchos y se teme que se rebelen si se les niega la carne que desean. La gente de Zambula sabe que vagan de noche por las calles y todo el mundo se cuida muy bien de cerrar las puertas, salvo cuando sucede algo imprevisto, como en mi caso. Los negros atacan a toda presa posible, pero suelen preferir a los extranjeros. La gente de Zambula no se preocupa de los forasteros que vienen de paso por aquí.

La muchacha hizo una pausa y agregó:

-Hay hombres, como ese Aram Baksh, que venden extranjeros a los negros. No se atreverían a hacer tal cosa con uno de nuestros ciudadanos.

Conan escupió asqueado y, al cabo de un rato, condujo a su acompañante al camino que se convertía en calle. A ambos lados había casas oscuras y silenciosas. Ocultarse en las sombras no iba con su carácter.

-¿Adonde quieres ir? -preguntó el cimmerio. La joven no parecía poner dificultades a que Conan la llevara ceñida por la cintura.

-A mi casa, a despertar a mis criados -respondió-. Para que busquen a mi amante. No quiero que la ciudad..., los sacerdotes... ni nadie... sepan que se ha vuelto loco. Es... es un joven oficial con un futuro prometedor. Quizá, si logramos encontrarlo, podamos curarlo de su locura.

-¿Si logramos? -preguntó Conan-. ¿Qué te hace pensar que estoy dispuesto a pasarme la noche buscando a un loco por las calles?

La muchacha lo miró a los ojos e interpretó perfectamente el brillo de su mirada. Cualquier mujer habría comprendido que el cimmerio la seguiría adondequiera que fuese..., al menos por el momento. Pero siendo mujer, ocultó sus pensamientos al respecto.

-Por favor -suplicó con lágrimas en los ojos-. No tengo a nadie a quien pedir ayuda..., tú has sido bueno...

-¡Está bien! -gruñó Conan-. ¡Está bien! ¿Cómo se llama ese joven?

-Alafdhal. Yo me llamo Zabibi y soy bailarina. He danzado muchas veces para el sátrapa Jungir Khan y su querida Nafertari, y ante todos los nobles y señoras de la corte. Totrasmek me deseaba y, dado que lo rechacé, me convirtió en la herramienta inocente de su venganza contra Alafdhal. Pedí a Totrasmek un filtro de amor sin sospechar hasta dónde podía llegar su odio y su astucia. Me dio una droga para que la echara en el vino y me juró que cuando Alafdhal la bebiese me amaría más que nunca y satisfaría todos mis deseos. Entonces mezclé la droga con el vino de mi amante. Pero cuando lo bebió se volvió loco y luego sucedió lo que te he contado. ¡Ese perro de Totrasmek..., maldita víbora!

La joven apretó el brazo de Conan y ambos se detuvieron en el acto. Habían llegado al distrito de tiendas, que estaba desierto y a oscuras porque era muy tarde. Estaban pasando frente a una callejuela en la que había un hombre de pie, inmóvil y silencioso. Tenía la cabeza inclinada, pero Conan percibió el extraño brillo de sus ojos, que lo miraban sin parpadear. El cimmerio se estremeció, no por temor a la espada que el hombre sostenía en la mano, sino debido a su misteriosa postura y a su silencio. Estaba claro que se trataba de un loco. Conan apartó a la muchacha y desenvainó su espada.

-¡No lo mates! -suplicó la joven-. ¡En nombre de Set, no lo mates! ¡Eres fuerte... y podrás dominarlo!

-Veremos -murmuró el cimmerio, con la espada en la mano derecha y cerrando el puño de la izquierda.

Dio un paso hacia la callejuela... y en ese momento, con una terrible carcajada, el turanio lo atacó. Al acercarse, el oficial levantó la espada y se puso en puntas de pie para atacar con todas sus fuerzas. Al parar el golpe, la espada de Conan arrancó chispas en el acero enemigo, y un segundo después el loco estaba tendido en el suelo, inconsciente, a causa del formidable puñetazo que Conan le acababa de dar con la mano izquierda.

La muchacha corrió hacia él.

-¡Oh, no está..., no está...!

Conan se agachó con un rápido movimiento y volvió el cuerpo del hombre de lado. A continuación lo examinó con las manos.

-No está malherido -dijo Conan-. Sangra por la nariz, pero eso le pasaría a cualquiera después de recibir un golpe así en la mandíbula. Recobrará el sentido en seguida y hasta es posible que recupere la razón. Mientras tanto, le ataré las muñecas con el cinto de la espada... así. Y ahora, ¿adonde quieres que lo lleve?

-¡Espera!

La joven se arrodilló junto al cuerpo inmóvil, tomó entre las suyas las manos atadas del hombre y las examinó detenidamente; luego, moviendo la cabeza con gesto de desilusión, se puso en pie. Se acercó al gigantesco cimmerio y apoyó sus delgadas manos en su enorme pecho. Los ojos negros de la joven brillaron como azabaches a la luz de las estrellas cuando lo miró.

-¡Eres un hombre de verdad! -dijo-. ¡Ayúdame! Totrasmek debe morir. ¡Mátalo por mí!

-¿Y meter mi cuello en un nudo corredizo turanio? -preguntó Conan con brusquedad.

-¡No!

Los delgados brazos de la muchacha, duros como el acero, rodearon el musculoso cuello del cimmerio. Luego, el cálido cuerpo de la joven latió apretándose contra el suyo. En seguida agregó:

-Los hirkanios no aman a Totrasmek. Los sacerdotes de Set le temen. Es un perro bastardo que gobierna gracias al miedo y a la superstición. Yo rindo culto a Set y los turanios adoran a Erlik, pero Totrasmek realiza sacrificios ante Hanumán, el maldito. Los nobles turanios temen su magia negra y el poder que ejerce sobre la población mestiza, y por eso lo odian. Incluso Jungir Khan y su querida Nafertari le temen y lo odian al mismo tiempo. Si por la noche apareciera muerto en el templo, nadie buscaría a su asesino.

-¿Y su magia negra? -preguntó Conan.

-Tú eres un guerrero -repuso la chica-. Arriesgar tu vida es parte de tu profesión.

-Por un precio -admitió Conan.

-¡Habrá un precio! -replicó la joven, respirando hondo y poniéndose en puntas de pie para mirarlo fijamente a los ojos.

La proximidad de aquel cuerpo cálido y vibrante hizo correr fuego por las venas de Conan. El perfume de su aliento le subió a la cabeza. Pero cuando sus brazos rodearon su esbelto cuerpo, la joven se liberó de ellos con un movimiento rápido y dijo:

-¡Espera! Primero sírveme en este asunto.

-Dime cuál será el precio -propuso Conan, hablando con cierta dificultad.

-Recoge a mi amante.

Conan obedeció y colocó el cuerpo inerte del individuo sobre su hombro. En ese momento sentía que podría derribar el palacio de Jungir Khan con la misma facilidad. La muchacha murmuró unas palabras tiernas al oído del hombre inconsciente. No había ninguna hipocresía en su actitud. Evidentemente, amaba mucho a Alafdhal. Fuera cual fuese el trato que hiciera con Conan, no influiría para nada en sus relaciones con Alafdhal. En estas cosas, las mujeres son más prácticas que los hombres.

-¡Sígueme!

La joven apuró el paso por la calle y el cimmerio caminó tras ella sin sentirse molesto en lo más mínimo por la carga que llevaba sobre el hombro. Miró cautelosamente a su alrededor, pero no vio nada sospechoso. Sin duda alguna, los hombres de Darfar estaban reunidos junto a la fosa. La muchacha torció por una calle estrecha y al cabo de un rato llamó a una puerta en forma de arco.

Casi en seguida un criado abrió el panel superior de madera y asomó negra cabeza. La joven murmuró algo en voz baja. Sonaron los cerrojos y se abrió la puerta. Un gigantesco negro se recortó contra la débil luz de una lámpara de cobre. Una rápida mirada le bastó a Conan para comprobar que no se trataba de un hombre de Darfar. Tenía los dientes torcidos y la cabeza casi rapada. Seguramente procedía de Wadai.

Zabibi dijo algo y Conan depositó el cuerpo del hombre en los brazos del negro, que acto seguido lo colocó sobre un diván de terciopelo. El oficial no daba señales de recobrar el sentido. El golpe que había recibido habría derribado a un buey. Zabibi se inclinó sobre él, retorciéndose las manos. Luego se incorporó e hizo una señal al cimmerio.

La puerta se cerró suavemente y se volvieron a oír los cerrojos. Una vez en la calle, Zabibi tomó a Conan de la mano. La suya temblaba un poco.

-¿No me fallarás? -preguntó.

Conan negó en silencio, moviendo la cabeza.

-Entonces, sígueme hasta el santuario de Hanumán y que los dioses se apiaden de nosotros.

Avanzaron en silencio por la calle como dos fantasmas. Quizá la muchacha pensaba en esos momentos en su amante, que se hallaba tendido en el diván bajo las lámparas de cobre sin conocimiento, o tal vez temblaba de miedo por lo que les esperaba en el demoníaco templo de Hanumán. El bárbaro pensaba en la mujer que caminaba ágilmente a su lado. El perfume de sus cabellos llegaba hasta él y el aura sensual de su presencia llenaba su cerebro sin dejar espacio para otros pensamientos.

En cierto momento oyeron un ruido de pasos y se ocultaron bajo las sombras de una oscura arcada hasta que vieron pasar a un grupo de guardias pelishtios. Eran unos quince. Marchaban en formación cerrada, con lanzas en la mano, mientras que los hombres que avanzaban en la retaguardia llevaban escudos de latón colgados a la espalda para protegerse de las cuchilladas a traición. La terrible amenaza de los caníbales negros resultaba peligrosa hasta para hombres armados.

En cuanto el grupo de guardias se perdió de vista al final de la calle, Conan y la muchacha salieron de su escondite y apuraron el paso. Poco después vieron el edificio cuadrado y de techo bajo que se alzaba cerca de ellos.

El templo de Hanumán se hallaba en medio de una gran plaza, desierto y silencioso bajo las estrellas. Un muro de mármol rodeaba el santuario, que tenía una abertura frente al portal Esa abertura carecía de puertas o de cualquier otro tipo de barreras.

-¿Por qué los negros no buscan sus presas aquí? -preguntó Conan-. No hay nada que les impida entrar en el templo.

Sintió que la muchacha temblaba de miedo cuando se arrimó a él.

-Temen a Totrasmek, al igual que todos los habitantes de Zambula, incluidos Jungir Khan y Nafertari. ¡Ven! ¡Actuemos rápidamente antes de que me abandone el poco valor que me queda!

El miedo de la muchacha era evidente, pero aun así no vacilaba. Conan desenvainó la espada y atravesó el umbral del templo delante de la joven. El cimmerio conocía muy bien los terribles hábitos de los sacerdotes orientales y estaba seguro de que un invasor del templo de Hanumán podría encontrarse con cualquier clase de horror. También sabía que existía la posibilidad de que tanto él como la muchacha jamás salieran vivos del templo, pero Conan había arriesgado su vida demasiadas veces como para pensar en ello.

Entraron en un patio con suelo de mármol, que brillaba con una luz blanca bajo las estrellas. Un breve tramo de escalones anchos conducía al pórtico rodeado de enormes columnas. Las grandes puertas de bronce estaban abiertas de par en par, como lo habían estado durante siglos. Pero en el interior no había fíeles ni se quemaba incienso. Durante el día llegaban hombres y mujeres, que dejaban sus ofrendas al pie del negro altar, ante el dios-mono. Por la noche, la gente evitaba el templo como la liebre el rastro de una serpiente.

El interior del santuario estaba débilmente iluminado por unas lámparas extrañas que daban cierta sensación de irrealidad. Cerca de la pared del fondo, detrás del negro altar de piedra, estaba el dios sentado con la mirada fija para siempre en la puerta abierta, a través de la cual habían entrado durante siglos las víctimas arrastradas por cadenas de rosas. Había un pequeño canal que iba desde el umbral hasta el mismo altar y cuando los pies de Conan lo pisaron, el cimmerio se alejó rápidamente, como si hubiera pisado una serpiente. Ese surco había sido tallado por los miles de pies humanos que habían muerto gritando sobre ese siniestro altar.

Allí estaba Hanumán mirando con ojos malignos y bestiales a través de su máscara tallada. No estaba sentado como un mono, sino con las piernas cruzadas, como un hombre, aunque con el mismo aspecto de simio. Estaba tallado en mármol negro, pero sus ojos eran rubíes que brillaban con un resplandor rojo y libidinoso; parecían brasas infernales. Sus enormes manos estaban apoyadas sobre su regazo, con las palmas hacia arriba, y tenía los dedos separados como garras. En la exageración de sus atributos y en el aspecto de sátiro que tenía, se reflejaba el abominable cinismo del degenerado culto que lo deificaba.

La muchacha se movía alrededor de la imagen, en dirección a la pared trasera, y cuando una de sus caderas rozó una de las rodillas de mármol del mono, saltó hacia atrás como si la hubiese tocado un reptil. Había un espacio de un metro entre la ancha espalda del ídolo y la pared de mármol con friso de hojas de oro. A cada lado del ídolo había una puerta de marfil bajo un arco dorado.

-Estas puertas dan a un corredor en forma de herradura -dijo la joven apresuradamente-. He estado una vez en el interior del templo..., ¡una sola vez!

La joven tembló y su cuerpo se crispó ante el recuerdo horrible y obsceno. Luego agregó:

-El corredor tiene forma de herradura y cada uno de sus extremos va a dar a este cuarto. Las habitaciones de Totrasmek se encuentran en la curva del corredor. Pero hay una puerta secreta en esta pared que da directamente a una habitación interior.

La joven comenzó a pasar sus manos por la suave superficie, donde no se veía una sola grieta ni un resquicio. Conan estaba a su lado, con la espada en la mano, mirando cautelosamente a su alrededor. El silencio, el vacío que había en el santuario y lo que imaginaba que habría detrás del muro lo hacían sentirse como una bestia salvaje en una trampa.

-¡Ah!

Finalmente, la muchacha encontró un muelle oculto. En seguida se abrió un boquete cuadrado en el muro.

-¡Set! -gritó la joven.

Aun cuando Conan saltó hacia ella, no pudo hacer nada. En ese momento, una enorme mano deforme asió a la joven por los cabellos y en una décima de segundo todo su cuerpo desapareció por la abertura que había en el muro. Conan sólo pudo tocar una de sus piernas desnudas. Desde el otro lado de la pared oyó el ruido ahogado de la lucha, luego un grito y después una risa que le heló la sangre en las venas.

3. Las manos negras atenazan

Al tiempo que profería un juramento, el cimmerio golpeó la pared con todas sus fuerzas, ayudándose con la empuñadura de la espada. El mármol se hizo añicos. Pero la puerta secreta no cedió y la razón le dijo que, sin duda, le habrían puesto una barra del otro lado. Se volvió y corrió hacia una de las puertas de marfil.

Levantó la espada para rajar los paneles, pero antes empujó la puerta instintivamente con la mano izquierda. Se abrió con facilidad y vio ante sí un largo corredor que trazaba una curva bajo la luz de unas lámparas muy similares a las que iluminaban el altar. Un pesado cerrojo de oro sujetaba firmemente la puerta. Conan la tocó ligeramente con las yemas de los dedos. El ligerísimo calor del metal sólo podía ser detectado por un hombre con las facultades de un lobo. Aquel cerrojo había sido tocado... y por lo tanto corrido... hacía unos segundos. El asunto estaba teniendo cada vez más el aspecto de una verdadera trampa. Debía de haber sospechado que Totrasmek sabía cuándo alguien entraba en el templo.

Entrar en el corredor hubiera sido meterse sin más en la trampa montada por el sacerdote. Pero Conan no vaciló. En algún lugar de aquel santuario débilmente iluminado se hallaba cautiva Zabibi y, por lo que él sabía acerca de los sacerdotes de Hanumán, estaba seguro de que la muchacha necesitaba su ayuda. El cimmerio entró en el pasillo avanzando como una pantera, preparado para atacar a derecha e izquierda.

A su izquierda había más puertas de marfil e intentó abrirlas. Estaban todas cerradas. Después de avanzar unos metros, el corredor trazaba una curva hacia la izquierda, tal como la muchacha le había dicho. Había una puerta que daba a esta curva, que cedió bajo su mano.

Vio una habitación enorme, cuadrada, algo más iluminada que el corredor. Sus muros estaban construidos con mármol blanco, el suelo era de marfil y el techo de plata tallada. Vio divanes de seda, taburetes de marfil con incrustaciones de oro para apoyar los pies y una mesa redonda hecha de un material similar al metal. Sobre uno de los divanes se reclinaba un hombre que miraba en dirección a la puerta. El individuo se echó a reír cuando sus ojos se encontraron con los de Conan.

El hombre estaba desnudo, excepto el taparrabos y unas sandalias que llevaba atadas a las piernas. Era de piel morena, cortos cabellos negros y ojos inquietos del mismo color; su rostro era ancho y de aspecto arrogante. El individuo era enorme y al menor movimiento que hacía, se hinchaban todos sus músculos. Sus manos eran las más grandes que había visto Conan en toda su vida. La seguridad que le confería su fuerza titánica se notaba en todos sus gestos y movimientos.

-¿Por qué no entras, bárbaro? -preguntó el hombre con tono de burla y un exagerado ademán de invitación.

Los ojos de Conan ardían con ferocidad, pero entró cautelosamente en la habitación, espada en mano.

-¿Quién diablos eres? -preguntó el cimmerio con un gruñido.

-Soy Baal-pteor -respondió el hombre-. Una vez, hace mucho tiempo y en otras tierras, me llamaba de otra manera. Pero éste es un buen nombre y cualquier mujer del templo podría explicarte por qué Totrasmek me llama así.

-¡Así que tú eres su perro! -exclamó Conan-. Bien, pues maldita sea tu piel, Baal-pteor. ¿Dónde está la mujer que atrapaste a través de la pared?

-¡Mi amo la está agasajando! -rió Baal-pteor-. ¡Escucha!

Del otro lado de la puerta situada frente a la que Conan acababa de traspasar se oyó el grito de una mujer, débil y apagado por la distancia.

-¡Maldita sea tu alma!

Conan dio un paso en dirección a la puerta y luego giró sobre sus talones. Baal-pteor se estaba riendo de él, pero en aquella risa había una amenaza solapada que le puso el pelo de punta al cimmerio y lo inundó de una roja sed de venganza.

Avanzó hacia Baal-pteor, apretando tanto la espada en su mano derecha que tenía los nudillos blancos por el esfuerzo. Con un movimiento rápido, Baal-pteor le arrojó algo... Era una especie de esfera de cristal que brillaba intensamente bajo la extraña luz de las lámparas.

Conan la esquivó instintivamente, pero la esfera se detuvo en el aire, a poca distancia de su rostro, como por arte de magia. No cayó al suelo. Quedó como suspendida por hilos invisibles, a un metro de altura. Al observarla atónito, la esfera comenzó a girar con velocidad creciente. Y al hacerlo, aumentó de tamaño y se convirtió en una nebulosa que llenaba la habitación. La esfera lo envolvió. Convirtió el mobiliario, las paredes y el sonriente rostro de Baal-pteor en una mancha. Conan se sentía perdido en medio del azulado torbellino cegador. Un viento terrible sacudió a Conan y casi le hizo perder el equilibrio, arrastrándolo hacia el vórtice del torbellino que giraba frenéticamente delante de él.

Conan retrocedió tambaleándose, al tiempo que lanzaba un grito ahogado, y tropezó con la sólida pared que había a sus espaldas. Al contacto con la pared, la ilusión se desvaneció súbitamente. La gigantesca esfera desapareció como una burbuja. Conan estaba de pie en la habitación de cielorraso plateado, con los pies rodeados por una bruma gris, y vio a Baal-pteor tendido en el diván, riéndose a carcajadas.

-¡Hijo de perra! -gritó Conan, abalanzándose sobre él.

Pero la bruma se elevó, haciendo que se esfumara la gigantesca figura morena. Cegado por la espesa nube que lo rodeaba, Conan experimentó una extraña sensación... y acto seguido, la habitación, la bruma y el hombre del diván desaparecieron. Se encontraba sólo entre los altos juncos de una marisma, donde lo atacaba un búfalo con la cabeza baja. El cimmerio saltó a un lado para esquivar los cuernos como sables del furioso animal y hundió la espada detrás de una de sus patas delanteras, atravesándole las costillas y el corazón. Entonces no fue el búfalo moribundo lo que vio en el pantano, sino a Baal-pteor. Maldiciendo en voz alta, Conan le cortó la cabeza de un solo tajo. Entonces la cabeza saltó del suelo y sus afilados colmillos bestiales se dirigieron a su garganta. Conan estaba seguro de que ni su tremenda fuerza física podría impedir ese ataque mortal. Entonces se oyó un rugido espantoso y una vez más se encontró en la habitación con Baal-pteor, que tenía la cabeza firmemente apoyada sobre sus hombros. Tendido en el diván, el gigante se rió silenciosamente de él.

-¡Cerdo hechicero! -gruñó Conan agazapándose y apoyando firmemente sus pies en el suelo de mármol.

Sus ojos lanzaban destellos. ¡Ese perro negro se estaba burlando de él! ¡Pero aquella estupidez, ese truco de brumas y de sombras no podía hacerle ningún daño! No tenía más que saltar y atacar, y el sicario se convertiría en cadáver en pocos segundos. Esta vez no se dejaría engañar por las sombras de la ilusión..., pero una vez más fue engañado.

Conan oyó un gruñido aterrador a sus espaldas, giró sobre sus talones y atacó con la velocidad del pensamiento al hombre que estaba agazapado como una pantera sobre la mesa de metal, dispuesto a saltar sobre él. Al golpearlo, la aparición se desvaneció y la hoja de su espada chocó con un ruido sordo contra la durísima superficie metálica. Al instante notó algo anormal. ¡La hoja quedó adherida a la mesa! Tiró de ella con todas sus fuerzas, pero el arma no cedía. Aquello no era brujería. La mesa era un gigantesco imán. Asió una vez más la empuñadura de su espada con ambas manos y en ese preciso instante oyó una voz a sus espaldas. Se dio media vuelta y se encontró frente a frente con el hombre moreno que se acababa de levantar del diván.

Baal-pteor era ligeramente más alto que Conan y mucho más corpulento. En esos momentos se alzaba frente a él como una masa de músculos. Sus poderosos brazos eran exageradamente largos. Sus grandes manos se abrían y se cerraban de manera convulsiva. Conan soltó la empuñadura de la espada pegada a la mesa y se quedó en silencio, para contemplar a su enemigo a través de sus entornados párpados.

-¡Tu cabeza, cimmerio! -dijo Baal-pteor provocativamente-. ¡Te la arrancaré con las manos, como si fuera la de un pollo! Así es como los hijos de Kosala ofrecen sus sacrificios a Yajur. Bárbaro, estás delante de un estrangulador de Yota-pong. Fui elegido por los sacerdotes de Yajur cuando era un niño y luego, durante mi adolescencia y juventud, me entrenaron en el arte de matar con las manos... porque es así como se hacen los verdaderos sacrificios. Yajur ama la sangre y no desperdiciamos ni una sola gota de las venas de las víctimas. Cuando yo era niño me entregaban bebés para entrenarme; al llegar a la adolescencia estrangulé muchachas, y de joven lo hacía con mujeres y ancianos. Hasta que no alcancé plena madurez como hombre, no me entregaron un hombre fuerte para sacrificar en el altar de Yota-pong.

«Durante años he ofrecido sacrificios a Yajur. Cientos de cuellos han estado entre estos dedos... -El gigantesco individuo agitó ambas manos ante los ojos furiosos de Conan. Luego agregó-: El motivo por el cual he huido de Yota-pong para convertirme en sirviente de Totrasmek no es asunto tuyo. Dentro de un momento habrá cesado para siempre tu curiosidad. Los sacerdotes de Kosala, los estranguladores de Yajur, son mucho más fuertes que lo que pueda imaginar un ser humano. Y yo era más fuerte que todos ellos. ¡Te romperé el cuello con mis manos, bárbaro!

En un abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos se cerraron sobre el cuello de Conan como cobras. El cimmerio no hizo el menor esfuerzo por desviarlas, pero sus manos también asieron el cuello del kosalano. Baal-pteor abrió atónito sus negros ojos cuando sintió entre sus manos los poderosos músculos que protegían la garganta del bárbaro. Éste soltó un gruñido y ejerció toda su fuerza sobrehumana. Sus formidables músculos se marcaron como cuerdas en sus brazos. Cuando Conan apretó los dedos alrededor de su garganta, el gigante abrió la boca para respirar. Por un segundo, los dos hombres permanecieron inmóviles como estatuas. Sus rostros eran dos máscaras tensas y en las sienes se abultaban sus azuladas venas. Conan sonrió, gruñendo y dejando al descubierto su blanca dentadura. Los ojos de Baal-pteor estaban desorbitados, con una expresión de terrible sorpresa y miedo. Ambos hombres continuaron inmóviles durante un rato, con excepción de las contracciones de los músculos de sus brazos y piernas. Allí se desarrollaba una increíble lucha de fuerzas..., fuerzas capaces de arrancar árboles de cuajo y de aplastar cráneos de bueyes.

Por la boca entreabierta de Baal-pteor silbó el aire. Su rostro se estaba poniendo azul, y el temor se reflejó en sus ojos. Los músculos de sus enormes brazos estaban a punto de estallar, Pero el cuello de toro del cimmerio no cedía. Bajo los dedos desesperados del gigante, los músculos del cuello de Conan eran como cuerdas de hierro. Sin embargo, la carne de Baal-pteor cedía bajo los dedos de hierro del cimmerio, que se hundían más y más en los músculos de la garganta del otro, hasta aplastarlos contra la yugular.

La inmovilidad estatuaria de los hombres dio paso a un movimiento súbito y veloz cuando el kosalano comenzó a retorcerse e intentó echarse hacia atrás. Soltó la garganta de Conan y se llevó ambas manos a la suya, tratando de apartar aquellos dedos inexorables.

Con una embestida repentina, el cimmerio lo fue doblando hacia atrás hasta que la espalda del gigante golpeó la mesa. Conan siguió doblando al hombre más y más hasta que su columna vertebral estuvo a punto de quebrarse.

La suave risa de Conan fue implacable como el sonido metálico de dos espadas.

-¡Imbécil! -exclamó el cimmerio-. Me parece que nunca habías visto a un hombre occidental. ¿Acaso te has creído fuerte porque eres capaz de retorcer los cuellos de hombres civilizados, pobres diablos con músculos como cuerdas podridas? ¡Diablos! Trata de romper el cuello de un toro salvaje de Cimmeria antes de considerarte fuerte. Eso es lo que hice yo antes de llegar a ser hombre... ¡Así!

Con un movimiento salvaje, Conan retorció la cabeza de Baal-pteor hasta que su cara quedó mirando el hombro y sus vértebras chasquearon como una rama rota.

Conan lanzó el cuerpo inerte al suelo. Luego empuñó la espada con ambas manos, apoyando firmemente los pies. Su ancho pecho estaba manchado de sangre a causa de las heridas que le habían hecho las uñas del gigante en el cuello. Tenía los cabellos mojados y el sudor le empapaba el rostro. A pesar de haberse reído de la fuerza de Baal-pteor, había estado a punto de perder la partida contra él. Pero sin detenerse a recuperar el aliento, dio un fuerte tirón y arrancó la espada del imán al que estaba adherida.

En seguida abrió la puerta detrás de la cual había sonado el grito. Se encontró ante un corredor largo y recto en el que se veían varias puertas de marfil. El otro extremo estaba cubierto por una cortina de terciopelo y del otro lado se oía una música diabólica que Conan no había oído ni siquiera en sus peores pesadillas. Aquella extraña música le puso los pelos de punta.

También se oyeron jadeos y sollozos histéricos de mujer mezclados con la música. Conan asió firmemente su espada y salió corriendo por el pasillo.

4 ¡Baila, muchacha, baila!

Cuando Zabibi atravesó la abertura que había aparecido en la pared detrás del ídolo, su primer pensamiento confuso e incoherente fue que había llegado su hora. Cerró los ojos instintivamente y esperó el golpe. Pero en lugar de eso se sintió arrojada con muy pocas ceremonias sobre el duro y pulido suelo de mármol, haciéndose daño en las rodillas y caderas. Al abrir los ojos miró temerosa a su alrededor, al tiempo que oía un ahogado impacto al otro lado del muro. Vio un gigante de piel oscura y taparrabos, y en el extremo opuesto de la habitación a un hombre sentado en un diván, de espaldas a una cortina de terciopelo. Era un individuo grueso, de manos blancas y llenas, y ojos de víbora. La muchacha se estremeció, porque ese hombre era Totrasmek, el sacerdote de Hanumán, que durante años había extendido sus redes de poder por toda la ciudad de Zambula.

-El bárbaro tiene intenciones de entrar por la pared -dijo Totrasmek con sorna-, pero el cerrojo se sostendrá.

La muchacha vio que alguien había corrido el pesado cerrojo de oro de la puerta secreta, que se veía perfectamente desde ese lado de la pared. Tanto el cerrojo como sus soportes hubieran resistido el ataque de un elefante.

-Ábrele una de las puertas, Baal-pteor -ordenó Totrasmek-. Mátalo en la habitación cuadrada, al otro extremo del corredor.

El kosalano saludó respetuosamente y abandonó la estancia por la puerta que había en la pared lateral de la habitación. Zabibi se puso en pie y miró temerosa al sacerdote, cuyos ojos recorrieron con avidez su espléndido cuerpo, a lo cual la muchacha se mostró completamente indiferente. Una bailarina de Zambula estaba habituada a la desnudez, pero la crueldad que había en los ojos del sacerdote la hizo temblar.

-Una vez más vienes a mi retiro, hermosa mía -dijo con cinismo-. Es un honor inesperado para mí. Parecías haber disfrutado tan poco de tu visita anterior que no esperaba que la repitieses. Sin embargo, hice todo lo que pude para proporcionarte una experiencia interesante.

Era imposible que una bailarina se ruborizara, pero en sus ojos desorbitados había un brillo de cólera mezclado con miedo.

-¡Cerdo! -exclamó-. Sabes muy bien que no vine aquí por amor a ti.

-No -repuso Totrasmek riendo-; viniste como una tonta por la noche, acompañada de un estúpido bárbaro para cortarme la garganta. ¿Por qué deseas mi muerte?

-¡Sabes muy bien por qué! -gritó la joven, dándose cuenta de que era inútil disimular.

-Estás pensando en tu amante -dijo el sacerdote sonriendo-. El hecho de que quieras matarme demuestra que la droga que te di ha surtido efecto.

Pero ¿no fuiste tú quien me la pidió? ¿No te envié lo que me pediste sin tener en cuenta para nada mi amor?

-Te pedí una droga que lo hiciera dormir durante unas horas -respondió con amargura la joven-. ¡Y tú..., tú enviaste con tu criado una droga que lo volvió loco! Fui una tonta al confiar en ti. Tenía que haberme dado cuenta de lo falsas que eran las declaraciones de amistad con las que disfrazabas tu odio y tu desprecio.

-¿Para qué querías que tu amante durmiese? -preguntó él-. Para robarle lo único que jamás te daría: el anillo con la joya que los hombres llaman la Estrella de Khorala..., la estrella robada a la reina de Ofir, que pagaría una habitación llena de oro por recuperarla. Él no te la quería dar porque sabe que la joya tiene poderes mágicos que, debidamente controlados, pueden esclavizar el corazón de cualquier ser humano del sexo opuesto. Querías robársela por temor a que sus magos descubrieran la clave de esa magia y él se olvidara de ti, tratando de conquistar a todas las reinas del mundo. Tú se la venderías a la reina de Ofir, que conoce todo su poder y lo utilizará para esclavizarme, como hizo antes de que se la robaran.

-¿Y para qué la querías tú? -preguntó la muchacha.

-Porque conozco sus poderes. Así aumentaría la fuerza de mis artes.

-Bien. ¡Pues ya la tienes!

-¿Que yo tengo la Estrella de Khorala? No, te equivocas.

-¿Por qué mientes? -repuso la mujer con amargura-. Él la llevaba en el dedo cuando tuve que salir corriendo a la calle. y cuando lo volví a encontrar, ya no la tenía. Tu criado debía de estar vigilando la casa y se la arrebató cuando yo huía. ¡Al diablo con ella! Sólo deseo recuperar sano y salvo a mi amante. Tú ya tienes el anillo. Nos has castigado a los dos. ¿Por qué no le devuelves la razón? ¿Puedes hacerlo?

-Puedo -respondió el sacerdote lacónicamente, disfrutando con el sufrimiento de la joven.

Extrajo un pequeño frasco de su túnica y agregó:

-Este frasco contiene el jugo del loto dorado. Si tu amante lo bebe, curará en el acto. Sí, tendré piedad de él. Los dos me habéis engañado, no una, sino muchas veces. Él siempre se ha opuesto a mis deseos. Pero aun así, me apiadaré de él. Ven y toma el frasco de mi mano.

La muchacha miró a Totrasmek, temblando de ansiedad por coger el frasco, pero temiendo que se tratara de una broma cruel. Avanzó tímidamente con una mano extendida y el sacerdote se echó a reír despiadadamente, apartando el frasco de su alcance. La joven entreabrió los labios para maldecirlo, pero su instinto la impulsó a levantar los ojos. Desde el techo dorado cayeron cuatro jarrones de jade. La joven trató de esquivarlos, pero se hicieron añicos a su alrededor. La muchacha gritó con desesperación. De cada fragmento de jarrón roto surgía la cabeza de una cobra, y una de ellas le tocó la pierna desnuda. El rápido movimiento que hizo para evitar la picadura mortal la obligó a ponerse al alcance de otra serpiente, de la cual también tuvo que huir con la rapidez de un rayo.

Estaba metida en una trampa mortal. Las cuatro serpientes se balanceaban y tocaban sus pies, tobillos, pantorrillas, rodillas, muslos, caderas, cualquier parte de su voluptuoso cuerpo que estuviese cerca de ellas. La joven no podía saltar ni pasar entre ellas para ponerse a salvo. Sólo podía dar vueltas y saltar en todas direcciones, retorciendo su cuerpo para evitar que la mordieran, y cada vez que esquivaba una serpiente, se ponía al alcance de otra, de modo que tenía que seguir moviéndose con la velocidad de la luz. Esas cabezas significaban una amenaza mortal. Sólo una bailarina de Zambula hubiera podido sobrevivir en aquel cuadrilátero mortal.

Zabibi se convirtió en un torbellino asombroso de rápidos movimientos. Las cabezas fallaban por centímetros. Desde algún lugar oculto llegaba una música extraña que se mezclaba con el terrible silbido de las serpientes, que era como un maligno viento nocturno soplando a través de las vacías cuencas de una calavera. A pesar de la rapidez de sus movimientos, la joven se dio perfecta cuenta de que los odiosos animales no atacaban al azar. Obedecían a la extraña y siniestra melodía que sonaba a lo lejos. Atacaban con un ritmo espantoso y, por la fuerza, los movimientos de la muchacha tenían que acoplarse al ritmo de los animales. Sus frenéticos movimientos hacían parecer normales y serenas las danzas más obscenas de Zamora. Enferma de asco, y vergüenza y horror, Zabibi oyó la risa implacable de su verdugo.

-¡La Danza de las Cobras, amada mía! -dijo Totrasmek, riendo-. Así bailaban las vírgenes ante el altar de sacrificios de Hanumán hace siglos..., pero nunca con la misma belleza y suavidad que tú. ¡Baila, muchacha, baila! ¿Durante cuánto tiempo más podrás evitar los colmillos del Pueblo Venenoso? ¿Minutos? ¿Horas? Al final te cansarás. Tus pies rápidos y seguros vacilarán; tus piernas te fallarán; tus caderas girarán con más lentitud. Entonces, los colmillos de las cobras comenzarán a hundirse en tu marfileña carne...

Detrás de él, la cortina se agitó como movida por una fuerte ráfaga de viento, y Totrasmek gritó. Sus ojos se abrieron, desorbitados, y sus manos asieron febrilmente el trozo de acero que sobresalió de repente de su pecho.

La música cesó. La muchacha se tambaleó en medio de su danza, gritando ante la amenaza de los terribles colmillos... y entonces vio en el suelo sólo cuatro columnas de humo azulado, inofensivas, y Totrasmek cayó de bruces sobre el diván.

Conan salió de detrás de la cortina, limpiando la hoja de su espada. Había visto bailar a la muchacha con desesperación a través de las gruesas cortinas, entre las cuatro inofensivas espirales de humo, pero se dio cuenta de que ella veía otra cosa. Conan sabía que había matado a Totrasmek.

Zabibi cayó al suelo jadeando, y cuando Conan avanzó hacia ella, la joven, al tratar de ponerse en pie, volvió a tambalearse porque sus piernas no la obedecían a causa del cansancio.

-¡El frasco! -exclamó-. ¡El frasco!

Totrasmek aún sostenía el pequeño frasco en una mano. La joven se lo arrancó con desesperación de sus crispados dedos y luego comenzó a registrar las ropas del cadáver.

-¿Qué diablos estás buscando? -preguntó Conan.

-Un anillo..., el que le robó a Alafdhal. Debe de habérselo quitado mientras mi amante caminaba por las calles, presa de la locura. ¡Por los diablos de Set!

Al cabo de un rato, Zabibi se convenció de que el anillo no .se hallaba oculto entre las ropas de Totrasmek. Buscó por toda la habitación, rasgó el tapizado del diván y las cortinas y volcó varios jarrones. Luego se detuvo un momento y apartó un mechón de cabellos que le tapaba los ojos.

-¡Olvidaba a Baal-pteor! -exclamó la joven.

-Está en el infierno con el cuello roto -afirmó Conan. La muchacha se alegró ante la noticia, pero un segundo después maldijo expresivamente y agregó:

-No nos podemos quedar aquí. Falta poco para que amanezca. Los sacerdotes menores suelen visitar el templo a cualquier hora de la noche, y, si nos descubren aquí con este cadáver, el pueblo nos hará pedazos. Los turanios no podrán salvarnos.

Zabibi levantó el pestillo de la puerta secreta, y un momento más tarde se encontraban en la calle apurando el paso, para alejarse lo más rápido posible del antiguo templo de Hanumán.

En una sinuosa callejuela situada a corta distancia, Conan se detuvo y apoyó una mano sobre el hombro desnudo de su acompañante.

-Recuerda que había un precio...

-¡No lo había olvidado! -repuso la muchacha, apartándose del cimmerio-. Pero primero tenemos que... encontrar a Alafdhal.

Poco después, el esclavo negro los hizo pasar por la puerta trasera del edificio. El joven turanio se hallaba tendido sobre un diván, con los brazos y piernas atados con gruesas cuerdas. Tenía los ojos abiertos, pero parecían los de un lunático. Sus labios estaban cubiertos de espuma. Zabibi se estremeció.

-¡Ábrele las mandíbulas por la fuerza! -dijo la joven. Los dedos de hierro de Conan obedecieron la orden.

Zabibi vació el frasco en la garganta del loco. El efecto fue mágico. Inmediatamente se tranquilizó. El extraño fulgor de sus ojos desapareció. Miró a la joven aturdido, pero era evidente que la reconocía. Luego cayó en un sueño normal.

-Cuando despierte estará curado -musitó la joven, haciendo una señal al esclavo negro.

Este último se inclinó y le entregó a la muchacha una pequeña bolsa de cuero. Luego, le echó la capa de seda sobre los hombros. Los modales de la muchacha variaron sutilmente cuando le hizo una seña a Conan para que la siguiera fuera de la habitación.

En una arcada que daba a la calle, la muchacha se volvió hacia Conan y dijo inesperadamente:

-Debo decirte la verdad. No soy Zabibi. Soy Nafertari. Y él no es Alafdhal, un pobre capitán de la guardia. Es Jungir Khan, el sátrapa de Zambula.

Conan no hizo ningún comentario. No movió ni un solo músculo de su oscuro rostro lleno de cicatrices.

La mujer continuó:

-Te mentí porque no me atrevía a contarle la verdad a nadie. Estábamos solos cuando Jungir Khan se volvió loco. Sólo yo lo sabía. Si se hubiera divulgado la noticia de que el sátrapa de Zambula se había vuelto loco, seguramente habría habido una revuelta, tal como había planeado Totrasmek, que deseaba nuestra destrucción.

Hubo un silencio, y la joven agregó:

-Ahora verás por qué es completamente imposible que te dé la recompensa que esperabas. La querida del sátrapa no es..., no puede ser para ti. Pero tendrás una recompensa. Aquí tienes una bolsa de oro.

Acto seguido le entregó la bolsa que había recibido de manos del esclavo.

-Ahora vete, y cuando salga el sol ven al palacio. Haré que Jungir Khan te nombre capitán de su guardia. Pero en secreto obedecerás mis órdenes. Tu primer deber será marchar con un pelotón de hombres hasta el templo de Hanumán, aparentemente para buscar las huellas del asesino del sacerdote, pero en realidad para buscar la Estrella de Khorala. Debe de estar escondida en algún lugar. Cuando la encuentres, tráemela. Ahora, puedes irte.

Conan asintió con un movimiento de la cabeza y luego se alejó. La joven, al ver que se marchaba balanceando sus anchos hombros, se sintió un tanto extrañada al no observar en el hombre ninguna señal de que se sintiese contrariado o engañado.

Cuando el cimmerio dobló la esquina, miró hacia atrás y luego cambió de dirección apurando el paso. Poco después se encontraba en el distrito de la ciudad donde estaba el Mercado de Caballos. Golpeó en una puerta hasta que se asomó un rostro barbudo por una ventana para preguntar qué quería.

-Un caballo -dijo Conan-. El más rápido que tengas.

-No abro la puerta a nadie a estas horas de la noche -dijo con un gruñido el mercader de caballos. Conan hizo sonar unas monedas.

-¡Hijo de perra! -exclamó-. ¿No ves que soy blanco y estoy solo? ¡Baja antes de que haga añicos tu puerta!

Al cabo de un rato, Conan cabalgaba sobre un corcel bayo en dirección a la casa de Aram Baksh.

Se internó por la callejuela que había entre la taberna y las palmeras, pero no se detuvo en la puerta. Siguió avanzando hacia la esquina nordeste del muro, luego giró y avanzó a lo largo de éste, hasta que finalmente se detuvo a unos pasos del ángulo nordeste. No había árboles cerca de la pared, pero sí algunos arbustos bajos. Ató el caballo a uno de éstos, y estaba a punto de subir de nuevo a la silla cuando oyó un murmullo de voces más allá del ángulo que hacía el muro.

Después de retirar el pie del estribo, se acercó a la esquina y miró a su alrededor. Había tres hombres avanzando por el camino en dirección al bosquecillo de palmeras y, a juzgar por su forma de caminar, adivinó que eran negros. Se detuvieron ante la orden de alto de Conan y se arrimaron unos a otros cuando éste avanzó hacia ellos con la espada en la mano. Los ojos de los hombres brillaban bajo la luz de las estrellas. En sus rostros de ébano se reflejaba un ansia brutal, pero sabían que sus tres cachiporras de madera no podían competir con la espada del gigantesco blanco. Conan también lo sabía.

-¿Adonde vais? -preguntó.

-A avisar a nuestros hermanos que apaguen el fuego que arde del otro lado de las palmeras -fue su hosca respuesta-.

Aram Baksh nos prometió un hombre, pero mintió. Encontramos a uno de nuestros hermanos muertos en la habitación-trampa. Esta noche estamos hambrientos.

-No me lo creo -repuso Conan con una sonrisa-. Aram Baksh os entregará un hombre. ¿Veis esa puerta?

Señaló una pequeña puerta de hierro ubicada en el centro de la pared. Luego agregó:

-Esperad ahí. Aram Baksh os entregará un hombre.

Retrocediendo cautelosamente hasta que estuvo fuera del alcance de un posible golpe de cachiporra, Conan se dio media vuelta y torció por el ángulo noroeste del muro. Al llegar junto a su caballo se detuvo un momento para asegurarse de que los negros no lo seguían, y a continuación se subió a la silla, permaneciendo inmóvil y tranquilizando al animal con unas palabras pronunciadas en voz baja. Extendió sus manos hasta alcanzar el borde del muro y, con un ligero salto, se encontró al otro lado de la pared. Una vez allí, estudió el terreno. La taberna estaba construida en el ángulo sudoeste y el resto del terreno estaba ocupado por huertos y jardines. No vio a nadie por los alrededores. La taberna estaba oscura y silenciosa. Conan sabía que todas las puertas y ventanas estaban cerradas y atrancadas por dentro.

También sabía que Aram Baksh dormía en una habitación que daba a un sendero flanqueado por cipreses y que conducía a la puerta del muro oeste. Se deslizó como una sombra entre los árboles y, al cabo de un rato, llamó suavemente a la puerta de la habitación.

-¿Quién es? -preguntó una voz somnolienta desde el interior.

-¡Aram Baksh! -gritó Conan-. ¡Los negros están saltando por el muro!

La puerta se abrió casi al instante. En el umbral apareció el tabernero, que llevaba tan sólo una camisa y sostenía una daga en la mano. Sacó la cabeza y vio a Conan.

-¿Qué historia es ésta...? ¡Tú!

Los poderosos dedos de Conan le apretaron la garganta y ahogaron su grito. Los dos hombres cayeron juntos al suelo y el cimmerio le arrebató la daga en una décima de segundo. La hoja brilló bajo la luz de las estrellas y luego brotó la sangre. Aram Baksh abrió la boca en un horrendo gorgoteo antes

de vomitar un chorro escarlata. Conan lo levantó y la daga volvió a brillar. Gran parte de la rizada barba del hombre cayó al suelo.

Asiendo la garganta de su cautivo (porque un hombre siempre puede gritar incoherentemente hasta con la lengua cortada), Conan lo sacó de la oscura habitación y lo arrastró por el sendero de cipreses hasta la puerta del muro exterior. Levantó el pestillo con una mano y abrió la puerta. Del otro lado vio las tres siluetas negras que esperaban como buitres. Conan lanzó al posadero a sus brazos ansiosos.

De la garganta de Aram Baksh surgió un grito espantoso, pero no hubo respuesta alguna desde la silenciosa taberna. La gente estaba acostumbrada a oír gritos cerca de los muros. Aram Baksh luchó como un salvaje, mirando frenéticamente al cimmerio. Pero no había piedad en sus ojos. Conan pensaba en la cantidad de seres humanos -hombres, mujeres y niños-que habían perdido la vida por la codicia de ese hombre.

Llenos de júbilo, los negros lo arrastraron por el camino burlándose de sus lamentos incoherentes. ¿Cómo podían saber que aquel cuerpo semidesnudo, cubierto de sangre y con la barba rapada, que pronunciaba balbuceos ininteligibles, era Aram Baksh? Los ruidos de la pelea llegaron hasta Conan, que estaba de pie junto a la puerta, aun después de que los hombres desaparecieran entre las palmeras.

Después de cerrar la puerta tras de sí, Conan regresó a donde estaba su caballo, montó en él y se dirigió hacia el oeste, en dirección al desierto, dando un amplio rodeo para evitar el siniestro bosquecillo de palmeras. Mientras cabalgaba, extrajo de su bolsa un anillo en el que brillaba una joya, que lanzaba maravillosos destellos a la luz de las estrellas. La sostuvo en alto para admirarla por todos lados. La compacta bolsa de monedas de oro tintineaba a medida que el caballo avanzaba, como una promesa de futuras y mayores riquezas.

«Me pregunto qué diría ella si supiera que desde el primer momento en que la vi me di cuenta de que era Nafertari, y él Jungir Khan», pensó Conan.

También conocía la existencia de la Estrella de Khorala. «Habrá una bonita escena si ella sospecha alguna vez que le quité el anillo a Jungir Khan mientras lo ataba con el cinto de su espada. Pero jamás me cogerán.»

Miró hacia atrás. Entre las palmeras se veía el rojo resplandor de una hoguera. Se oyó un canto que vibraba con un júbilo salvaje en la noche.

Otro sonido se mezcló con éste. Eran gritos incoherentes de los que no se entendía una sola palabra. Conan siguió oyendo esos gritos mientras se dirigía hacia el este bajo la pálida luz de las estrellas. El espantoso sonido de esos gritos siguió a Conan, hasta que finalmente se alejó bajo las moribundas estrellas.


El diablo de hierro

Después de abandonar Zambula, Conan se dirige hacia el oeste, con la Estrella de Khorala en la bolsa, hasta llegar a las praderas de Shem. Nunca se supo si llegó a Oflr con la joya y reclamó la habitación llena de oro, o si la perdió a manos de algún ladrón o de una dama ligera de cascos. De todos modos, los beneficios no le duraron mucho. Vuelve de visita a su Cimmeria natal, donde descubre que algunos de sus amigos han muerto y que su antigua forma de vida es terriblemente aburrida. Cuando se entera de que los kozakos han recuperado su antigua fuerza y que le hacen la vida imposible al rey Yezdigerd, Conan toma su caballo y su espada y regresa a Turan.

Aunque el bárbaro llega con las manos vacías, allí tiene viejos amigos, tanto entre los kozakos como entre la Hermandad Roja del mar de Vilayet. Finalmente, grandes contingentes de ambos grupos de proscritos se ponen a sus órdenes, mejorando más que nunca el resultado de sus correrías.



El pescador aflojó su cuchillo en la vaina. El movimiento fue instintivo, ya que lo que temía era algo que ningún cuchillo podía matar, ni siquiera las afiladas espadas curvas de los yuetshi, que podían abrirle las entrañas a un hombre de un solo tajo. No lo amenazaba un hombre ni un animal en la soledad de la isla de Xapur.

Había trepado por los acantilados atravesando la selva que los bordeaba, y en esos momentos estaba rodeado de los restos tangibles de una ciudad desaparecida. Las rotas columnas brillaban entre los árboles, las derruidas murallas se perdían en las sombras y bajo sus pies había grandes losas de piedra, rajadas por las raíces que se habían abierto paso entre ellas.


El pescador era un típico representante de su raza, ese extraño pueblo cuyos orígenes se perdían en la oscura noche de los tiempos y que había vivido en toscas cabañas de pescadores a lo largo de la costa sur del mar de Vilayet desde hacía siglos. Era un hombre corpulento, con largos brazos simiescos y pecho enorme, de estrechas caderas y piernas delgadas y bien formadas. Su cara era ancha y de frente pequeña y tenía una espesa cabellera llena de rizos. Un cinto para el cuchillo y un taparrabos de tela raída constituían toda su vestimenta.

El hecho de encontrarse allí en esos momentos demostraba que era mucho más curioso que la mayor parte de la gente de su pueblo. Los hombres rara vez visitaban Xapur. El lugar estaba deshabitado, olvidado, como perdido entre la miríada de islas que salpicaban el gran mar interior. Los hombres la llamaban Xapur la Fortificada a causa de sus ruinas, restos de algún reino prehistórico, perdido y olvidado mucho antes de que los conquistadores hiborios llegaran al sur. Nadie sabía lo que había detrás de aquellas piedras, aunque algunas oscuras leyendas extendidas entre los yuetshi sugerían una antigua relación entre los pescadores y el desconocido reino de la isla.

Pero habían transcurrido mil años desde entonces y ahora los yuetshi repetían esas leyendas sin entenderlas, como una fórmula sin significado, como algo que acudía a sus labios por hábito o costumbre. Desde hacía un siglo, ningún yuetshi había pisado Xapur. La costa adyacente del continente estaba deshabitada; era tan sólo una enorme marisma llena de juncos, abandonada a las bestias que la poblaban. La aldea del pescador se hallaba a cierta distancia hacia el sur, en el continente. Una tormenta había empujado su frágil embarcación lejos de sus habituales lugares de pesca y después había naufragado, en una noche de relámpagos y aguas tumultuosas, en los arrecifes de la isla. Ahora, al amanecer, el cielo estaba azul y despejado; el sol naciente se reflejaba en las húmedas hojas de los árboles. Había trepado por los acantilados a los que se había aferrado durante toda la noche, porque en medio de la tormenta había visto una extraña luz que surgía del cielo, acompañada de un terrible ruido cataclísmico que había sacudido toda la isla.

Una repentina curiosidad lo había impulsado a investigar y había encontrado lo que buscaba. Se apoderó de él una inquietud animal..., una primitiva intuición de peligro.

Entre los árboles se alzaba una estructura similar a una cúpula. Estaba construida con gigantescos bloques de una piedra gris semejante al hierro, que sólo se encontraba en las islas de Vilayet. Parecía increíble que manos humanas hubieran podido darle forma y, ciertamente, era imposible que un poder humano hubiese derribado la estructura que formaban esas gigantescas piedras. Pero el ruido terrible que había escuchado había hecho añicos los bloques de piedra como si fueran de cristal, y había reducido otros a simple polvo, derribando las arcadas de la cúpula.

El pescador trepó sobre los escombros, y lo que vio en el interior de la destrozada cúpula le hizo soltar un gruñido. Dentro de la cúpula derruida, rodeado de polvo y de fragmentos de piedra, yacía un hombre sobre una tarima dorada. Llevaba una especie de falda y un cinto de piel de zapa. Sus negros cabellos, que caían sobre sus anchos hombros, estaban sujetos a las sienes por una estrecha cinta dorada. Sobre su musculoso pecho había una curiosa daga con empuñadura enjoyada, vaina de cuero y hoja brillante en forma de media luna. Era muy similar al cuchillo que colgaba de la cadera del pescador, pero no tenía el filo en forma de sierra y su fabricación era perfecta.

El pescador sintió deseos de apoderarse de ella. El hombre, por supuesto, estaba muerto desde hacía muchos siglos. Aquella cúpula era su tumba. El pescador no se detuvo a pensar cómo los antiguos habrían logrado conservar el cuerpo de esa manera. Parecía vivo. Se percibían claramente los enor mes músculos de sus brazos y piernas y su carne estaba fresca. E1 yuetshi sólo pensaba en apoderarse del cuchillo, que en esos momentos brillaba intensamente.

Descendiendo por los escombros con gran esfuerzo, levantó el arma, que estaba apoyada en el pecho del hombre. Al hacerlo, sucedió algo extraño y aterrador. Las oscuras y musculosas manos se crisparon y los párpados se abrieron lentamente, dejando al descubierto unos ojos negros llenos de magnetismo, cuya mirada tuvo los mismos efectos para el pescador que un terrible golpe físico. Éste retrocedió asustado, dejando caer la daga enjoyada. El hombre de la tarima se incorporó y el pescador se quedó atónito al notar su tamaño. Los entornados ojos del resucitado se posaron en los del yuetshi. No había en ellos ninguna señal de amistad ni de gratitud. El pescador sólo vio en aquellas pupilas un fuego hostil y extraño como el que brilla en los ojos de un tigre.

De repente, el hombre se puso en pie. Era enorme. En el cerebro del pescador no había espacio para el miedo, y menos para el pánico que abruma a un hombre que acaba de ver que se desafían las leyes de la naturaleza. Cuando las enormes manos cayeron sobre sus hombros, el pescador desenvainó su cuchillo y atacó rápidamente. La hoja chocó contra el vientre del resucitado como si su carne fuera una columna de acero, y después el cuello del yuetshi se quebró como una rama seca entre los dedos del gigante.

Jehungir Agha, señor de Khawarizm y guardián de los límites costeros, escudriñó una vez más el ornado pergamino con el sello del pavo real y se rió con sorna.

-¿Y bien? -preguntó su consejero Ghaznavi.

Jehungir se encogió de hombros. Era un hombre apuesto, dotado con el implacable orgullo de su cuna y la satisfacción de haberlo conseguido todo en la vida.

-El rey está impaciente -dijo-. Se queja amargamente de lo que considera mi fracaso en la vigilancia de la frontera. ¡Por Tarim, que si no puedo liquidar a esos ladrones de las estepas, Khawarizm tendrá un nuevo señor!

Ghaznavi se mesó la barba gris mientras meditaba. Yezdigerd, el rey de Turan, era el monarca más poderoso de la tierra. En su palacio, situado en la gran ciudad portuaria de Aghrapur, se amontonaba el botín de muchos imperios. Sus galeras de guerra, con velas de color púrpura, habían convertido el Vilayet en un lago hirkanio. Los zamorios de piel oscura le rendían tributo, al igual que las provincias orientales de Koth. Los shemitas se inclinaban ante su poder, incluidos los habitantes de la remota Suchán. Sus ejércitos asolaban las fronteras de Estigia, en el sur, y las nevadas tierras de los hiperbóreos en el norte. Sus jinetes galopaban por las estepas de Brithunia, de Ofir y de Corinthia, y llegaban hasta las fronteras de Nemedia.

Sus espadachines de cascos dorados habrían incendiado todas las ciudades amuralladas que encontraran en su camino a una orden suya. En los mercados de esclavos de Aghrapur, Sultanapur, Khawarizm, Shahpur y Khorusún se vendían mujeres por tres pequeñas monedas de plata: rubias brithunias, estigias, zamorias de negros cabellos, kushitas con rostros de ébano y shemitas de piel aceitunada.

Sin embargo, mientras sus rápidos jinetes vencían ejércitos más allá de sus fronteras, dentro de éstas había un enemigo audaz y sangriento que lo estaba provocando.

En las vastas estepas situadas entre el mar de Vilayet y las fronteras de los más remotos reinos hiborios, había surgido una nueva raza formada originalmente por criminales fugitivos, hombres acabados, esclavos huidos y soldados desertores. Eran hombres procedentes de diferentes países que habían cometido muchos crímenes. Algunos habían nacido en las estepas y otros habían huido de los reinos occidentales. Se llamaban kozakos.

Habitando en las estepas salvajes y sin leyes, salvo su propio código, se habían convertido en unas gentes capaces de desafiar incluso al gran Monarca. Asolaban incesantemente la frontera turania, retirándose a las estepas cuando los derrotaban. Junto con los piratas de Vilayet, hombres de su misma calaña, arrasaban la costa y apresaban los barcos mercantes que comerciaban entre los pueblos hirkanios.

-¿Cómo voy a aplastar a estos lobos? -preguntó Jehungir-. Si los persigo hasta las estepas, corro el riesgo de que me destruyan y me corten la retirada, o bien de que se escapen e incendien la ciudad en mi ausencia. En estos últimos tiempos se han mostrado más audaces que nunca.

-Eso se debe al nuevo jefe que tienen -repuso Ghaznavi-Ya sabes a quién me refiero.

-¡Sí! A ese diablo de Conan, que es incluso más salvaje que los mismos kozakos y más hábil que un león de las montañas.

-Creo que actúa más de acuerdo con su instinto animal que con la inteligencia -comentó Ghaznavi-. Los otros kozakos al menos son descendientes de hombres civilizados. Él es un bárbaro. Liquidarlo sería un golpe mortal para ellos.

-Pero ¿cómo? -preguntó Jehungir-. Ha escapado muchas veces de situaciones que significaban una muerte segura. Ya sea por instinto o con la ayuda de su cerebro, ha eludido o escapado de todas las trampas que se le han tendido.

-Para cada animal y para cada hombre hay una trampa de la cual no puede escapar -dijo Ghaznavi-. Cuando negociamos con los kozakos el rescate de los prisioneros, tuve oportunidad de observar a Conan. Siente debilidad por las mujeres y por las bebidas fuertes. Haz que tu cautiva Octavia venga aquí ahora mismo.

Jehungir dio una palmada y un impasible eunuco kushita, que parecía una estatua de ébano con pantalones de seda, se inclinó ante él esperando órdenes. Al cabo de un rato regresó, conduciendo por la muñeca a una muchacha alta y hermosa, cuyos cabellos rubios, ojos claros y piel blanca indicaban que era miembro de pura sangre de su raza. Su ligera túnica de seda, ceñida a la cintura, marcaba el maravilloso contorno de su magnífico cuerpo. Sus bellos ojos brillaban con odio y sus rojos labios fruncidos mostraban resentimiento, pero durante su cautiverio había aprendido a ser sumisa. Permaneció de pie delante de su amo, con la cabeza baja, hasta que éste le hizo una señal para que tomara asiento a su lado, en el diván. Luego, miró inquisitivamente a Ghaznavi.

-Tenemos que apartar a Conan de los kozakos -dijo el consejero abruptamente-. Ahora su campamento está en la parte baja del río Zaporoska que, como sabes, es una selva pantanosa llena de juncos donde nuestra última expedición fue destrozada por esos diablos sin ley.

-Por supuesto que me acuerdo de eso -repuso Jehungir, malhumorado.

-Cerca del continente hay una isla deshabitada -dijo Ghaznavi-, conocida con el nombre de Xapur la Fortificada a causa de unas antiguas ruinas que hay en ella. Esa isla tiene una peculiaridad que es perfecta para nuestro propósito. Casi no tiene costa; los acantilados de cincuenta metros de altura van a dar directamente al mar. Ni siquiera un mono podría trepar por ellos. El único lugar por donde puede subir y bajar un hombre es un estrecho sendero situado del lado oeste, tallado en plena roca y con todos los aspectos de haber sido, en otros tiempos, una escalera. Si pudiéramos lograr que Conan acudiera solo a esa isla, podríamos darle caza a gusto con arcos y flechas, como si se tratara de un león.

-Eso es lo mismo que pedir la luna -dijo Jehungir, impaciente-. ¿Acaso quieres que le enviemos un mensaje para pedirle que trepe por esos acantilados y nos espere allí hasta que lleguemos?

-¡En efecto, sí! -replicó Ghaznavi, dándose cuenta de la mirada de asombro que le dirigía Jehungir-. Pediremos que los kozakos se reúnan con nosotros en Fort Ghori, en el borde de las estepas, para hablar sobre los prisioneros. Como de costumbre, acudiremos con soldados y acamparemos en el exterior del castillo. Ellos llegarán con una fuerza igual a la nuestra y las negociaciones seguirán su curso habitual, llenas de desconfianza y sospechas. Pero esta vez nos llevaremos con nosotros, como por casualidad, a tu hermosa cautiva.

Octavia cambió de color y escuchó con interés, al tiempo que el consejero la señalaba con la cabeza.

-Ella empleará todos sus trucos femeninos para atraer a Conan. Eso no será difícil. Para ese salvaje, esta hermosa muchacha debe de ser algo así como una aparición maravillosa. La vitalidad de su magnífico cuerpo ha de atraerlo mucho más que cualquiera de esas muñecas que tienes en tu harén.

Octavia se puso en pie de un salto, con los puños crispados. Sus ojos brillaban y todo su cuerpo temblaba de cólera.

-¿Me vais a obligar a actuar como una ramera con ese bárbaro? -preguntó-. ¡No lo haré! No soy una prostituta dispuesta a entregarse a un ladrón de las estepas. Soy la hija de un noble nemedio...

-Lo eras antes de que mis jinetes te secuestraran -repuso Jehungir, cínicamente-. Ahora no eres más que una esclava que hará lo que se le ordene.

-¡No lo haré! -volvió a decir la joven, furiosa.

-Por el contrario, sí lo harás -afirmó Jehungir con estudiada crueldad-. Me gusta el plan de Ghaznavi. Sigue hablando consejero.

-Probablemente, Conan deseará comprarla y tú, por supuesto, te negarás a venderla o a cambiarla por prisioneros hirkanios. Es posible que entonces él trate de robarla o de llevársela por la fuerza, aunque no creo que sea capaz de violar la tregua. De todos modos, debemos estar preparados para lo que pueda ocurrir.

Hubo un silencio y el consejero agregó:

-Luego, después de la reunión y antes de que él tenga tiempo de olvidar a la muchacha, le enviaremos un mensaje con una bandera de tregua, acusándolo de haber robado a la joven y exigiéndole su devolución. Es posible que mate al mensajero, pero al menos creerá que Octavia ha escapado de aquí. Después enviaremos a un espía (podría ser un pescador yuetshi) al campamento kozako, que le dirá a Conan que Octavia se esconde en Xapur. Si conozco a mi hombre, irá directamente a ese lugar.

-Pero no sabemos si irá solo -replicó.

-¿Acaso un hombre se lleva consigo a un grupo de guerreros cuando va en busca de la mujer que desea? Seguramente irá solo. Pero tendremos en cuenta la otra posibilidad. No lo esperaremos en la isla, donde nosotros mismos podríamos quedar atrapados, sino que nos ocultaremos entre los juncos de las marismas. Si trae con él a muchos hombres, entonces emprenderemos la retirada y pensaremos otro plan. Si llega solo o con muy pocos hombres, nos haremos con él. Pero sea como sea, irá a la isla cuando recuerde las sonrisas y las miradas prometedoras de tu esclava.

-¡Jamás me rebajaré a eso! -exclamó Octavia, llena de furia y humillación-. ¡Antes prefiero morir!

-No morirás, mi bella rebelde -dijo Jehungir-, sino que te expondrás a una experiencia un tanto humillante y dolorosa.

Jehungir golpeó las manos y Octavia palideció. Esta vez no fue un kushita el que entró, sino un shemita, un hombre musculoso, de estatura media y rizada barba negra.

-Hay un trabajo para ti, Gilzán -dijo Jehungir-. Llévate a esta necia..- y juega con ella un rato. Pero ten cuidado de no estropear su belleza.

Con un gruñido ininteligible, el shemita asió a Octavia por la muñeca con dedos de hierro y ésta sintió que el valor la abandonaba. Con un grito lastimero, se arrodilló ante su implacable amo sollozando convulsivamente para pedirle piedad.

Jehungir despachó con un gesto al torturador y le dijo a Ghaznavi:

-Si tu plan tiene éxito, te llenaré los bolsillos de oro.

En la oscuridad que precede al alba, un ruido poco corriente perturbó el silencio que reinaba en la marisma llena de juncos y en las brumosas aguas de la costa. No se trataba de un ave acuática ni de una bestia salvaje. Era el ruido que producía alguien abriéndose paso entre los juncos, mucho más altos que un hombre.

Se trataba de una mujer rubia, alta, con espléndidas piernas moldeadas por una túnica. Octavia había huido apresuradamente. Cada fibra de su ser vibraba por la experiencia de un cautiverio que se había hecho insoportable.

Ser la esclava de Jehungir había sido espantoso. Pero peor aún fue la deliberada crueldad con que éste la había entregado a un noble cuyo nombre era sinónimo de degeneración para todo el mundo, incluso en Khawarizm.

Octavia se estremeció ante el recuerdo de la experiencia pasada. La desesperación la había impulsado a huir del castillo de Jelal Khan, con la ayuda de una soga confeccionada con las tiras de tapices rasgados. Después encontró por casualidad un caballo. Había cabalgado toda la noche y el amanecer la había sorprendido en las pantanosas costas marítimas. Temblando ante la idea de que la llevaran hacia el repugnante destino que tenía pensado para ella Jelal Khan, entró en el cañaveral en busca de un lugar donde ocultarse de la persecución que esperaba. Cuando los juncos se hicieron menos densos a su alrededor y el agua le llegó hasta los muslos, vio ante ella una isla, de la que la separaba una franja de agua. Pero la joven no vaciló. Se introdujo en el agua hasta que le llegó a la cintura y luego comenzó a nadar vigorosamente, con un entusiasmo que prometía ser duradero.

Al acercarse a la isla vio que del mar surgían unos acantilados que parecían castillos. Finalmente llegó hasta ellos. Pero no halló ningún punto al cual asirse, ni siquiera en el agua. Siguió nadando alrededor de la isla. El prolongado esfuerzo comenzaba a cansarla. Sus manos palparon las piedras hasta que finalmente hallaron una hendidura. Con un profundo suspiro de alivio, la joven salió del agua asiéndose a la roca, como una diosa blanca bajo la pálida luz de las estrellas.

Había llegado a lo que parecía ser el inicio de unas escaleras talladas en la roca. Comenzó a subir por los peldaños y se acurrucó contra la piedra al escuchar el suave ruido de unos remos en el agua. Forzó la vista y creyó distinguir un vago bulto que avanzaba hacia el punto que ella acababa de abandonar entre los juncos. Pero estaba demasiado lejos y era de noche, por lo que no pudo ver de qué se trataba. Al cabo de un rato, el ruido cesó y ella siguió ascendiendo. Si eran sus perseguidores, lo mejor sería esconderse en la isla. Sabía que la mayor parte de aquellas islas estaban deshabitadas. Era posible que allí estuviera la guarida de algunos piratas, pero eso era preferible a la bestia de la que había huido.

A medida que escalaba, pensaba en su antiguo amo y lo comparó con el jefe kozako, con quien había coqueteado, obligada, en los pabellones del campamento junto a Fort Ghori, donde los señores hirkanios habían parlamentado con los guerreros de las estepas. Su ardiente mirada la había atemorizado y humillado, pero aquella fiereza elemental colocaba al bárbaro por encima de Jelal Khan, un monstruo terrible que sólo podía producir la opulenta civilización.

Finalmente llegó al borde superior del acantilado y miró con timidez hacia las densas sombras que había delante de ella. Los árboles crecían cerca del acantilado como una sólida masa negra. Algo se movió encima de su cabeza y Octavia se agachó rápidamente, asustada, aun cuando sabía que se trataba sólo de un murciélago.

No le gustaban aquellas sombras de ébano, pero apretó los dientes y siguió avanzando, tratando de no pensar en las serpientes que podría haber allí. Sus pies desnudos no hacían el menor ruido sobre la capa esponjosa que había bajo los árboles.

Una vez allí, la oscuridad se cerró como una tenaza a su alrededor. No alcanzó a dar diez pasos cuando dejó de ver los acantilados y el mar. Después de dar unos pasos más, la joven se sintió confundida y desorientada. Entre las ramas de los árboles no se veía ni una sola estrella. Dio unos pasos más, a tientas, y de repente se detuvo.

Entonces oyó el sonido rítmico de un tambor. No era el ruido que esperaba oír en esos momentos y en ese lugar. En seguida percibió una presencia cerca de ella. No veía nada, pero sabía que había algo o alguien a su lado.

Retrocedió unos pasos con un grito ahogado, pero, al hacerlo, algo que a pesar de su pánico reconoció como un brazo humano le rodeó la cintura. Volvió a gritar y luchó con todas sus fuerzas para liberarse, pero su captor la retuvo como si fuera una niña, superando su resistencia con enorme facilidad. El silencio con que se recibieron sus protestas y súplicas aumentó su horror. Luego se sintió llevada a través de la oscuridad en dirección al tambor, que seguía sonando con ritmo monótono.

Cuando las primeras luces del amanecer arrojaron sus destellos rojizos sobre el mar, una pequeña embarcación con un solitario ocupante se acercó a los acantilados. El hombre del bote era un tipo pintoresco. Llevaba un pañuelo de color carmesí alrededor de la cabeza. Sus anchos pantalones de seda estaban sujetos a la cintura por una ancha faja, que a la vez sostenía una enorme cimitarra con una vaina de piel de zapa. Las botas de cuero trabajado indicaban que se trataba de un jinete y no de un marinero, pero, aun así, manejaba la embarcación con destreza. A través de la entreabierta camisa de seda blanca se veía su ancho y musculoso pecho, bronceado por el sol.

Los músculos de sus enormes brazos de bronce se marcaban como cuerdas cuando movía los remos con una agilidad casi felina. En cada uno de sus rasgos y movimientos se reflejaba una extraordinaria vitalidad que lo diferenciaba del común de los mortales. Sin embargo, su expresión no era salvaje ni sombría, aunque sus fogosos ojos azules revelaban una ferocidad a flor de piel. Se trataba de Conan, que había pasado por los campamentos de los kozakos sin más posesiones personales que su ingenio y su espada, y que con el tiempo llegó a ser su jefe.

Remó hasta el primer escalen tallado en la roca, como si estuviera familiarizado con el entorno, y atracó la embarcación a un saliente. Luego subió por los desgastados peldaños con paso seguro. Conan estaba en estado de alerta, no porque presintiera algún peligro, sino más bien porque eso formaba parte de su ser, sin duda a causa de la existencia salvaje y peligrosa que llevaba.

Lo que Ghaznavi había considerado intuición animal o un sexto sentido, eran simplemente unas facultades fantásticas y el salvaje ingenio de los bárbaros. Pero Conan no tenía ningún instinto que le advirtiera de que había unos hombres vigilándolo desde un lugar oculto entre los juncos.

Cuando llegó a la cima del acantilado, uno de esos hombres respiró hondo y tensó sigilosamente el arco. Jehungir lo cogió por la muñeca y murmuró en su oído:

-¡Estúpido! ¿Quieres delatarnos? ¿No te das cuenta de que está fuera de nuestro alcance? Deja que penetre en la isla. Irá en busca de Octavia. Nosotros nos quedaremos aquí mientras tanto. Es probable que haya presentido nuestra presencia o sospechado una intriga. También es posible que tenga guerreros ocultos en algún lugar. Esperaremos. Si en una hora no ha sucedido nada sospechoso, iremos hasta el pie de las escaleras y lo esperaremos allí. Si no regresa en un tiempo razonable, algunos de nosotros iremos a la isla para darle caza allí mismo. Pero no quisiera hacer eso a menos que sea inevitable. Algunos de nosotros hemos de morir si penetramos en la isla tras él. Prefiero cogerlo y acribillarlo a flechazos a una distancia segura.

Entre tanto, Conan, sin sospechar lo que se tramaba contra él, penetró en el bosque. Avanzó en silencio con sus botas de cuero, y sus ojos escudriñaron las sombras tratando de encontrar aquella espléndida belleza de cabellos rubios con la que había soñado desde que la vio en el pabellón de Jehungir Agha, en Fort Ghori. La hubiera deseado igual, aunque ella hubiese mostrado repugnancia hacia él. Pero sus sonrisas enigmáticas y sus miradas prometedoras le habían encendido la sangre y deseaba a aquella mujer rubia, producto de la civilización, con toda la violencia indómita de su raza.

Conan ya había estado anteriormente en Xapur. Hacía menos de un mes había celebrado allí un cónclave secreto con un grupo de piratas. Sabía que se estaba acercando a un punto desde el cual podría contemplar las misteriosas ruinas que le daban el nombre a la isla, y entonces se preguntó si allí encontraría a la muchacha. Mientras pensaba en ello, Conan se detuvo, helado por la sorpresa.

Delante de él, entre los árboles, se alzaba algo que su razón le decía que era absolutamente imposible. Era un enorme muro de color verde oscuro, con torres que asomaban por detrás de unas formidables fortificaciones.

Conan se quedó inmóvil, como paralizado, durante un largo rato, porque tenía ante sí algo que le hizo pensar que se había vuelto loco. No dudaba de su vista ni de su razón, pero allí estaba ocurriendo algo monstruoso. Hacía menos de un mes, entre aquellos mismos árboles, sólo habían ruinas. ¿Qué manos humanas habían sido capaces de construir aquella enorme estructura de piedra, que ahora contemplaban sus ojos, en las pocas semanas que habían transcurrido? Por otra parte, los bucaneros que navegaban constantemente por el mar de Vilayet tenían que haberse enterado de que se estaba llevando a cabo un trabajo a gran escala, y en ese caso sin duda habrían informado a los kozakos.

No había explicación para aquel fenómeno, y, sin embargo, era así. Él se hallaba en Xapur y aquel fantástico amontonamiento de edificios también estaba en Xapur. Parecía una loca pesadilla, un sueño extraño y paradójico. Y sin embargo aquello era real.

Se dio media vuelta y regresó corriendo a la selva, llegó hasta los escalones tallados en la roca y atravesó las aguas azules hasta que alcanzó el campamento, situado en la boca del río Zaporoska. En ese momento de pánico irracional, hasta la idea de detenerse tan cerca del mar interior le resultaba insoportable. Lo dejaría atrás, abandonaría los campamentos y las estepas y pondría mil millas de distancia entre él y el misterioso Oriente, donde se podían trastocar las leyes básicas de la naturaleza por medios mágicos o diabólicos que él ignoraba Por un instante, el destino de los reinos, que dependía de aquel bárbaro vestido de manera tan pintoresca, estuvo en un equilibrio precario. La balanza podía inclinarse fatalmente pero no ocurrió así a causa de algo muy simple... Había un trozo de seda colgando de un arbusto, que de inmediato captaron sus ojos. Se inclinó hacia la rama, distendió las aletas de la nariz y sus nervios en tensión temblaron ante ese sutil estimulante.

En aquel trozo de seda rasgada, Conan acababa de percibir, más que con sus fantásticas facultades físicas, con un oscuro instinto, el perfume embriagador que él asociaba con la carne dulce y firme de la mujer que había visto en el pabellón de Jehungir. ¡Entonces, el pescador no le había mentido! ¡Ella estaba allí! En ese momento distinguió en el suelo, sobre el musgo, las huellas de unos pies desnudos, largos y delgados, pero no eran los de una mujer, sino de un hombre, porque eran mucho más profundas de lo normal. La conclusión era evidente: el hombre que había dejado esas huellas cargaba un peso. ¿Y qué otra cosa podría llevar sino a la muchacha que él estaba buscando?

Conan permaneció inmóvil y en silencio frente a las oscuras torres que se alzaban por encima de los árboles. Sus ojos eran como rendijas de fuego azul. El deseo que sentía por aquella mujer rubia se mezclaba con la cólera primitiva del bárbaro contra el que se la había llevado. Sus pasiones humanas estaban en lucha con sus temores sobrehumanos. Conan se deslizó con paso de pantera a lo largo de los muros, aprovechando el denso follaje de los árboles para evitar que lo vieran desde las fortificaciones.

Al acercarse, vio que los muros estaban construidos con la misma piedra verdosa de las ruinas antiguas. El cimmerio se sintió embargado por una vaga sensación de familiaridad. Era como si estuviese contemplando algo que jamás había visto, pero que había soñado o imaginado. Finalmente reconoció esa sensación. Los muros y las torres estaban construidos siguiendo el mismo plano de las antiguas ruinas. Era como si toda la estructura hubiera vuelto a ser lo que había sido en otros tiempos.

Ningún ruido perturbaba el silencio de la tranquila mañana.

Conan se detuvo al pie del muro que se alzaba verticalmente desde la selva lujuriante. En la parte sur del mar interior, la vegetación era casi tropical. No vio a nadie en las fortificaciones ni oyó ningún ruido que revelase la presencia de seres humanos. A poca distancia a su izquierda, vio una enorme puerta No había razón alguna que indicara que estuviese abierta o vigilada. Pero Conan pensaba que la mujer que buscaba se hallaba de otro lado de aquel muro y acto seguido tomó una decisión temeraria, típica de él.

Por encima de su cabeza, las ramas de los árboles se extendían hasta las fortificaciones. Se subió a un árbol con la agilidad de un felino y al alcanzar un punto situado sobre el parapeto asió una gruesa rama con ambas manos y, colgado de ella, comenzó a balancearse con fuerza. Al cabo de unos segundos soltó la rama y se lanzó por los aires, para ir a caer en las fortificaciones. Una vez allí, se asomó y contempló las calles de la ciudad.

La circunferencia de la muralla no era grande, pero resultaba sorprendente el número de edificios de piedra verde que contenía. Las casas eran de tres o cuatro pisos de altura, en su mayor parte tenían techos planos y un estilo arquitectónico refinado. Las calles convergían como los radios de una rueda en una especie de plaza octogonal que había en el centro de la ciudad, donde se alzaba un enorme edificio que dominaba la ciudad con sus cúpulas y sus torres. No vio a nadie en las calles ni asomado a las ventanas, a pesar de que estaba amaneciendo. El silencio reinante parecía el de una ciudad muerta o desierta. Muy cerca de donde se encontraba había una estrecha escalera de piedra y el cimmerio bajó por ella.

Las casas estaban tan cerca de la muralla que cuando Conan llegó a mitad de camino por las escaleras vio que si extendía un brazo podía tocar la ventana de una de ellas. Se detuvo para atisbar en el interior. No tenía rejas, y las cortinas de seda estaban recogidas a ambos lados con cordones de satén. Luego vio una habitación con las paredes cubiertas de oscuros tapices de terciopelo. El suelo estaba lleno de alfombras. Había bancos de pulido ébano y una tarima de marfil llena de pieles.

Estaba a punto de continuar el descenso cuando oyó que alguien se acercaba por la calle que había debajo. Antes de que el desconocido doblara la esquina y lo viera en la escalera, Conan entró por la ventana de la casa dando un ligero salto y cayó suavemente en la habitación, al tiempo que desenvainaba la cimitarra. Permaneció por un instante inmóvil como una estatua. Luego, como no ocurría nada, avanzó sobre las alfombras en dirección a una puerta en forma de arco. En ese momento, una de las cortinas se abrió, dejando al descubierto una alcoba llena de cojines, desde la cual una muchacha esbelta y de negros cabellos lo contemplaba con ojos lánguidos.

Conan la miró fijamente, esperando que la joven gritara. Pero tan sólo bostezó, llevándose a la boca una mano delicada, luego se puso en pie y se apoyó, con ademán negligente, contra la cortina que sostenía con una mano.

La mujer pertenecía sin duda a la raza blanca, aunque su piel era oscura. Su melena cuadrada era negra como la noche y su única vestimenta era una diáfana túnica de seda que le marcaba las caderas.

La mujer dijo algo en una lengua que Conan no conocía, lo que el cimmerio le hizo saber con un gesto de la cabeza. La joven bostezó otra vez, se estiró como un gato perezoso y, acto seguido, sin dar muestras de temor ni sorpresa, comenzó a hablar en una lengua que él entendía; se trataba de un dialecto yuetshi que sonaba extrañamente arcaico.

-¿Buscas a alguien? -preguntó con indiferencia, como si el hecho de que un desconocido armado invadiera su alcoba fuera la cosa más natural del mundo.

-¿Quién eres? -preguntó a su vez Conan.

-Soy Yateli -respondió la mujer, lánguidamente-. Debí de estar de fiesta hasta muy tarde anoche, porque tengo mucho sueño. ¿Quién eres tú?

-Yo soy Conan, atamán de los kozakos -respondió el cimmerio observando detenidamente a la muchacha.

Conan creía que la actitud de la joven era una pose y que de un momento a otro intentaría huir o alarmar con sus gritos a toda la casa. Pero aunque a su lado colgaba un grueso cordón de terciopelo, que seguramente pertenecía a una campanilla de llamada, la joven no hizo el menor movimiento.

-Conan -repitió somnolienta-. No eres dagonio. Supongo que eres un mercenario. ¿Has cortado la cabeza de muchos yuetshi?

-¡Yo no combato contra ratas de agua! -gruñó Conan.

-Pues son terribles -murmuró la muchacha-. Recuerdo cuando eran nuestros esclavos. Pero se rebelaron, incendiaron las casas y asesinaron a nuestras gentes. Solamente la magia de Khosatral Khel los mantuvo alejados de las murallas...

La joven hizo una pausa. En sus ojos había sueño y confusión. Luego agregó en un susurro:

-Lo olvidaba... Treparon por las murallas ayer por la noche. Hubo gritos y fuego, y la gente llamaba en vano a Khosatral.

Se detuvo, sacudió la cabeza como para despejarse y luego agregó:

-Pero eso no puede ser, porque estoy viva y creí que estaba muerta. ¡Oh, al diablo con todo esto!

Cruzó la habitación y, tomando a Conan de la mano, lo condujo hacia la tarima. El cimmerio la siguió asombrado e indeciso. La muchacha le sonreía como una niña somnolienta. Sus largas pestañas sedosas se cerraron sobre sus oscuros ojos empañados. Luego pasó sus dedos por los abundantes cabellos negros de Conan, como si quisiera asegurarse de que era real.

-Fue un sueño -dijo bostezando-. Tal vez todo haya sido una pesadilla. Ahora mismo me siento como en un sueño, pero no me importa. Hay algo que no puedo recordar..., lo he olvidado..., es algo que tampoco puedo entender, pero cuando trato de pensar, comienzo a tener sueño. De todos modos, no importa.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Conan desasosegado-. ¿Dices que anoche treparon por las murallas? ¿Quiénes?

-Los yuetshi. Eso creo. Una nube de humo lo ocultaba todo, pero un diablo desnudo y manchado de sangre me cogió por la garganta y me clavó un cuchillo en el pecho. ¡Oh, me duele mucho! Pero seguramente fue un sueño porque, mira... no hay ninguna cicatriz.

La joven se miró el pecho y luego se sentó sobre las rodillas de Conan y rodeó su grueso cuello con sus suaves brazos.

-No puedo recordar -murmuró, apoyando su cabeza en el ancho pecho de Conan-. Veo todo rodeado de bruma. No importa. Tú no eres un sueño. Eres fuerte. Vivamos mientras podamos. ¡Ámame!

Conan apoyó la cabeza de la joven sobre uno de sus brazos y la besó con pasión en la boca.

-Eres fuerte -repitió ella en voz baja-. Ámame..., ámame...

Las últimas palabras de la joven no fueron más que un murmullo casi ininteligible. Sus ojos oscuros se cerraron y sus enormes pestañas cayeron sobre sus sensuales mejillas. El ligero cuerpo de la muchacha se relajó entre los brazos de Conan.

El gigantesco cimmerio la miró con curiosidad. Parecía formar parte de la ilusión que embrujaba a toda la ciudad, pero la carne firme que tenía entre sus manos acariciadoras lo convenció de que en sus brazos había un ser humano y no la sombra de un sueño. Un tanto preocupado, dejó a la joven sobre las pieles de la tarima. Su sueño era demasiado profundo como para ser natural. Conan pensó que quizá fuera adicta a alguna droga, posiblemente al loto negro de Xuthal.

Entonces descubrió algo que lo dejó atónito. Entre las pieles de la tarima había una que era maravillosa, moteada y de un tono predominantemente dorado. No se trataba de una falsificación bien hecha, sino de una auténtica piel. Y Conan estaba seguro de que el animal al que había pertenecido esa piel estaba extinguido hacía por lo menos mil años. Se trataba del enorme leopardo dorado que aparecía tanto en las leyendas hiborias y que los antiguos artistas pintaban y tallaban en sus obras de arte.

Conan sacudió la cabeza desconcertado, atravesó la arcada y penetró en un sinuoso pasillo. El silencio reinaba en toda la casa, pero oyó un ruido en el exterior que en seguida reconoció como el de algo que ascendía por la escalera de la pared por la que él había entrado en el edificio. Un momento después oyó que algo caía pesadamente al suelo de la habitación. Conan se dio media vuelta y avanzó rápidamente por el corredor hasta que algo que vio en el suelo lo obligó a detenerse.

Era un cuerpo humano que yacía tendido entre el vestíbulo y una abertura que, al parecer, estaba habitualmente oculta por una puerta, que era un duplicado de los paneles que había en la pared. Se trataba de un hombre delgado y de piel oscura, que llevaba tan sólo un taparrabos; tenía la cabeza rapada y una expresión cruel en el rostro. Yacía tendido como si la muerte lo hubiera sorprendido al salir del panel. Conan se inclinó sobre él para buscar la causa de su muerte y descubrió que estaba simplemente sumido en el mismo sueño profundo que la muchacha de la otra habitación.

¿Por qué habría elegido ese lugar para dormir? Mientras meditaba acerca de ello, Conan se sobresaltó por un ruido. Algo avanzaba por el corredor en dirección a él. Una rápida mirada fue suficiente para comprobar que el corredor terminaba en una enorme puerta, que posiblemente estuviera cerrada. El cimmerio apartó el cuerpo del hombre y avanzó, cerrando el panel a sus espaldas. Un sonido metálico le indicó que había cerrado bien el panel. Estaba de pie en plena oscuridad cuando oyó un ruido de pasos que se detuvieron al lado de la puerta. Sintió un escalofrío. Aquellos no eran pasos humanos ni pertenecían a ningún animal conocido por él.

Hubo un momento de silencio, y después se oyó el débil sonido de la madera y el metal. Extendió una mano y sintió que la puerta cedía hacia el interior, como si un formidable peso la empujara desde fuera. Mientras desenvainaba la espada, la presión cesó y oyó unos espantosos murmullos que le pusieron los pelos de punta. Comenzó a retroceder, espada en mano, hasta que sus talones tocaron unos escalones, por los cuales casi se cayó. Se hallaba en una estrecha escalera que descendía hacia un lugar desconocido.

Anduvo a ciegas tratando de orientarse en la oscuridad, pero no encontró otras aberturas en la pared. Cuando llegó a la conclusión de que ya no estaba en la casa, sino más bien debajo de ella, vio que la escalera iba a dar a un túnel.

Conan avanzó a tientas por el oscuro y silencioso túnel, temiendo caer de un momento a otro en alguna fosa invisible, hasta que finalmente sus pies volvieron a tropezar con unas escaleras. Subió los peldaños hasta llegar a una puerta, en la cual, palpando en la penumbra, encontró un pestillo. Entró en una habitación oscura de enormes proporciones. Una larga fila de fantásticas columnas bordeaba las paredes sosteniendo un techo de aspecto translúcido y oscuro al mismo tiempo, que parecía un cielo de medianoche y a la vez daba la impresión de una altura tremenda. Las luces que lograban filtrarse desde el interior sufrían curiosas alteraciones.

Conan avanzó por la habitación con suelo de color verde, en la que había una luz crepuscular. La habitación era circular y en uno de sus lados había una gigantesca puerta de bronce. Frente a ésta, sobre una tarima adosada a la pared y a la cual se subía por un tramo de escalones, había un trono de cobre, y cuando Conan vio lo que había en éste, retrocedió rápidamente, levantando su cimitarra.

Luego, al ver que aquella cosa no se movía, fue acercándose poco a poco y luego subió por los escalones de cristal para observar aquello de cerca. Se trataba de una gigantesca serpiente, tallada en un material parecido al jade. Las escamas de animal parecían de verdad y los iridiscentes colores del reptil estaban reproducidos con absoluta fidelidad. La enorme cabeza en forma de cuña estaba medio sumergida entre los pliegues de su largo cuerpo, por lo que no se le veían los ojos ni las mandíbulas. Conan se dio cuenta inmediatamente de lo que era. Aquella serpiente representaba uno de esos siniestros monstruos de las marismas que habían asolado en el pasado las costas del mar de Vilayet. Pero, al igual que el leopardo dorado, eran animales extinguidos hacía cientos de años. Conan había visto toscas imágenes en miniatura de tales serpientes en los templos de los yuetshi y había oído que se hacía una descripción de ellas en el Libro de Skelos, basada en fuentes prehistóricas.

El cimmerio admiró el cuerpo lleno de escamas, grueso como uno de sus muslos y muy largo. A continuación se inclinó y extendió una mano para tocar a la cosa. Su corazón casi dejó de latir. Un helado escalofrío le congeló la sangre en las venas y le erizó el cabello. Bajo su mano no había una suave superficie de cristal, metal o piedra, sino una cosa viva. Conan sintió frío repentinamente, al comprobar que la cosa latía bajo sus dedos.

Retiró la mano asqueado. Asió la empuñadura de la cimitarra con mano temblorosa, sofocado por el horror, la repulsión y el miedo. Luego retrocedió y bajó los escalones de cristal con sumo cuidado, mirando con una mezcla de fascinación y horror a la cosa monstruosa que ocupaba el trono de cobre. Pero el repugnante animal no se movió.

Llegó hasta la puerta de bronce y trató de abrirla, con el corazón en la mano, sudando de espanto y horror ante la perspectiva de verse encerrado allí con aquel monstruo, pero la puerta cedió con facilidad. El cimmerio salió y cerró la puerta.

Se encontró en un amplio salón de paredes altas cubiertas de tapices, envuelta en la misma penumbra que la otra habitación. No veía casi nada. Conan se sintió desasosegado e inquieto imaginando serpientes en todos los rincones. La puerta que se hallaba en el otro extremo de la habitación parecía estar a miles de millas de distancia. Cerca de él colgaba un grueso tapiz que parecía ocultar una abertura. Lo levantó con cuidado y vio una estrecha escalera que conducía al piso de arriba.

Mientras pensaba qué hacer, oyó que de la habitación que acababa de abandonar provenía el mismo ruido de pasos que había oído en el exterior del panel. ¿Lo habrían seguido a través del túnel? Subió apresuradamente la escalera, dejando caer tras de sí un grueso tapiz.

Conan salió a un largo y sinuoso corredor y entró por la primera puerta que encontró. Con aquella aparentemente inútil exploración, el cimmerio perseguía dos fines: huir del edificio y de sus misterios y hallar a la muchacha nemedia que, según creía, se encontraba prisionera en algún lugar de ese palacio, templo o lo que fuese. Suponía que se trataba del enorme edificio con cúpula que se alzaba en el centro de la ciudad, y era probable que allí habitara el gobernador de ésta, ante cuya presencia habrían llevado a la prisionera.

Se encontró en otra habitación y ya estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando oyó una voz detrás de una de las paredes. En aquel muro no había ninguna puerta, pero al apoyarse pudo oír con absoluta claridad. Conan volvió a sentir un escalofrío. Alguien estaba hablando en lengua nemedia, pero la voz no era humana. En ella había una espantosa resonancia, como una campana repicando a medianoche.

-No había vida en el Abismo excepto la que había en mí -decía la extraña voz-. No había luz, ni movimiento, ni se oía ningún sonido. Solamente el ímpetu que había más acá y más allá de la vida impulsó mi viaje de ascensión, ciego, insensato, inexorable. Subí a través de siglos y siglos y de los inmutables estratos de la oscuridad...

Embrujado por aquella voz extraordinaria, Conan permaneció inmóvil, olvidándose de todo hasta que su hipnótico poder produjo un extraño cambio y la percepción y el sonido crearon la ilusión de la vista. Conan ya no oía la voz, sino unas lejanas y rítmicas ondas de sonido. Transportado más allá de su tiempo y de su propia individualidad, estaba viendo la transmutación del ser llamado Khosatral Khel, que surgía de la Noche y del Abismo de los tiempos pretéritos para revestirse de la sustancia del mundo material.

Pero la carne humana era demasiado frágil, excesivamente débil como para soportar la terrible esencia que era Khosatral Khel. Por ello tenía la forma y el aspecto de un hombre, pero su carne no era carne, ni el hueso era hueso, ni la sangre, sangre. Se convirtió en una blasfemia contra la naturaleza, porque era la causa de que una sustancia básica que jamás había conocido el latido y la emoción de la vida viviera, pensara y actuara.

Había errado por el mundo como un dios, porque no existía arma terrenal capaz de hacerle daño y porque, para él, un siglo era como una hora. En su vagar llegó hasta un pueblo primitivo que habitaba en la isla de Dagonia y se alegró de poder dar a esta raza una cultura y una civilización y, con su ayuda, aquellas gentes construyeron la ciudad de Dagón, donde habitaron y lo adoraron. Sus servidores eran seres extraños y horribles, procedentes de los más oscuros rincones del planeta. Su casa de Dagón estaba conectada con las demás casas por medio de túneles, a través de los cuales sus sacerdotes de cabezas afeitadas transportaban víctimas para el sacrificio.

Pero después de mucho tiempo, un pueblo feroz y brutal apareció en las costas. Se trataba de los yuetshi, que, después de una terrible batalla, fueron derrotados y esclavizados, y durante casi una generación todos sus miembros murieron en los altares de Khosatral.

Su magia los mantenía unidos. Entonces su sacerdote, un hombre extraño y enjuto, de una raza desconocida, se fue al desierto, y cuando regresó traía consigo un cuchillo que no estaba hecho de una sustancia terrenal. Estaba forjado con un meteoro que había atravesado el cielo como una flecha de fuego y cayó en un remoto valle. Los esclavos se rebelaron. Sus cimitarras degollaron a los hombres de Dagón como si fueran corderos y la magia de Khosatral no pudo hacer nada contra aquel cuchillo sobrenatural. Mientras en las calles tenía lugar la terrible masacre que las inundaba de sangre, el acto más terrible del drama se desarrollaba en la misteriosa cúpula, detrás de la habitación del trono de cobre y paredes moteadas como la piel de un leopardo.

El sacerdote yuetshi salió solo de aquella cúpula. No había matado a su enemigo porque deseaba mantener la amenaza de la derrota sobre las cabezas de sus súbditos rebeldes. Había dejado a Khosatral tendido sobre la tarima dorada con el cuchillo místico sobre el pecho, para que su hechizo lo mantuviera sin sentido, inmóvil e inanimado hasta el día del juicio final.

Pero pasó algún tiempo, pasaron los años y los siglos, y el sacerdote murió; se derrumbaron las torres de la desierta Dagón, las leyendas desaparecieron y los yuetshi se fueron extinguiendo a causa de las plagas, el hambre y las guerras, hasta quedar reducidos a grupos dispersos que vivían precariamente a lo largo de la costa.

Sólo la misteriosa cúpula resistió el paso del tiempo, hasta que un formidable trueno providencial y la curiosidad de un pescador levantaron el cuchillo mágico y se rompió el hechizo. Khosatral Khel se levantó y vivió y fue poderoso una vez más. Se sintió feliz de poder reconstruir la ciudad tal como había sido antes de su caída. Por medio de la magia nigromántica levantó las torres del polvo milenario y las gentes, que también habían sido reducidas al polvo, volvieron a la vida.

Pero quienes han conocido la muerte están vivos sólo en parte. En los más oscuros rincones de sus mentes y de sus espíritus sigue agazapada la muerte. Por la noche, la gente de Dagón actuaba y amaba, odiaba y se divertía, recordando la caída de Dagón y su propia muerte como un vago sueño. Las personas se movían en medio de una bruma encantada, teniendo consciencia de su extraña existencia, pero sin preguntar las razones de ello. Con la llegada del día se sumían una vez más en un profundo sueño para volver a despertar con la llegada de la noche, pariente cercana de la muerte.

Todo ello desfiló como una terrible visión por la mente de Conan, escondido junto a la pared cubierta de tapices. Su razón se tambaleaba. Toda su seguridad y su cordura se desvanecieron, dejando atrás un universo sombrío. A través de la voz de sonido metálico y encantador, que era como un triunfo sobre las leyes de un planeta cuerdo, un sonido absolutamente humano sujetó la mente de Conan en aquel vuelo a través de esferas y universos de locura. Eran los histéricos sollozos de una mujer.

El cimmerio se puso instintivamente en pie de un salto.

Jehungir Khan esperaba impaciente en su embarcación, que se encontraba entre los juncos. Había transcurrido más de una hora y Conan aún no había reaparecido. Seguramente seguía buscando a la muchacha que él suponía oculta en la isla. Al Agha se le ocurrió otra idea. ¿Y si el atamán había dejado a sus guerreros cerca, éstos sospechaban algo y se iban a investigar la larga ausencia de su jefe? Jehungir dio una orden a los remeros, y la larga embarcación se alejó de los juncos deslizándose en dirección a las escaleras talladas en la roca.

Dejando a media docena de hombres en la nave, eligió a diez poderosos arqueros de Khawarizm con cascos en punta y capas de piel de tigre. Avanzaron, como cazadores a punto de invadir los dominios del león, en dirección a los árboles y con las flechas colocadas en los arcos. En el bosque reinaba el silencio, hasta que apareció una enorme cosa verde volando, que podía ser un loro batiendo sus alas sobre sus cabezas, y luego se perdió entre los árboles. Con gesto rápido, Jehungir hizo detener a sus hombres y todos miraron con incredulidad las torres que se veían a lo lejos por encima de los árboles.

-¡Por Tarim! -exclamó Jehungir-. ¡Los piratas han reconstruido las ruinas! Seguramente Conan está allí. Tenemos que investigar todo esto. ¡Una ciudad fortificada tan cerca de tierra firme! ¡Vamos!

Los hombres se deslizaron entre los árboles con mucha cautela.

El juego había cambiado. Los cazadores se habían convertido en espías.

Los hombres siguieron avanzando a través de la espesa vegetación, ignorando que la presa que perseguían estaba corriendo un peligro mucho más mortal que el de sus flechas.

Conan notó que ya no se oía la voz metálica y sintió un escalofrío. Permaneció inmóvil como una estatua, con la mirada fija en una puerta cubierta con una cortina, por la que estaba seguro de que muy pronto aparecería algún horror.

La luz de la habitación era débil. A Conan se le erizó el cabello cuando miró, pues vio una cabeza y unos hombros gigantescos. No había ruido de pasos, pero la enorme silueta oscura se fue haciendo más clara, hasta que Conan reconoció la figura de un hombre. Llevaba sandalias, una falda corta y un ancho cinto de piel de zapa. Su melena cuadrada estaba sujeta con una cinta dorada. El cimmerio vio unos formidables hombros, casi monstruosos, un musculoso pecho y unos enormes brazos. El rostro no reflejaba debilidad ni piedad. Los ojos eran dos brasas ardientes. Entonces Conan se dio cuenta de que se trataba de Khosatral Khel, el antiguo ser del Abismo, el dios de Dagonia.

Ninguno de los dos habló. No era necesario. Khosatral extendió sus enormes brazos y Conan, agachándose debajo de ellos, atacó al gigante en el vientre. Luego retrocedió, con los ojos centelleantes por la sorpresa. La afilada hoja de su cimitarra había sonado en el poderoso cuerpo como si éste fuera un yunque, rebotando sin cortar. Khosatral se abalanzó sobre el cimmerio con un impulso irresistible.

Chocaron con un golpe tremendo, y los cuerpos se retorcieron violentamente. Entonces Conan saltó hacia atrás para liberarse del gigante. Todo su cuerpo temblaba por la violencia del esfuerzo. De las heridas causadas por los dedos de su enemigo brotó la sangre. En ese contacto, el cimmerio había experimentado la locura absoluta de un ser maldito. No fue otro cuerpo el que hirió el suyo, sino un metal animado y sensible. Era un cuerpo de hierro vivo el que se enfrentaba al suyo.

Khosatral se alzó de nuevo sobre él como una torre en la semioscuridad. Una vez aquellos dedos poderosos se cerraran sobre un cuerpo humano, no se volverían a abrir hasta que hubieran acabado con él. En aquella habitación en penumbra había un hombre luchando con un monstruo de pesadilla.

Después de dejar a un lado la inútil cimitarra, Conan levantó un pesado banco y lo arrojó con todas sus fuerzas. Era un proyectil tan pesado que muy pocos hombres habrían sido capaces de levantarlo del suelo. El banco se hizo añicos contra el musculoso pecho de Khosatral. Pero ni siquiera hizo tambalear al gigante. Su rostro perdió en parte su aspecto humano; había un halo de fuego alrededor de su cabeza impresionante, y finalmente se acercó a Conan como una torre viviente.

Con movimientos desesperados, Conan arrancó de la pared toda una sección de la tapicería y, realizando un esfuerzo aún mayor que el que había hecho con el banco, convirtió las cortinas en una enorme soga y la arrojó contra la cabeza del gigante. Por un momento, Khosatral se tambaleó, cegado por aquel molesto material que se resistía a su fuerza a diferencia del acero o la madera, y al cabo de unos segundos Conan cogió su cimitarra y salió corriendo por el pasillo. Corrió sin parar, entró en la habitación adyacente, cerró la puerta de un golpe y corrió el pestillo.

Luego, al girar sobre sus talones, se detuvo súbitamente, a la vez que toda la sangre del cuerpo le subía a la cabeza. Encogida sobre un montón de cojines de seda, con los rubios cabellos cayendo sobre sus desnudos hombros y los ojos desorbitados por el terror, se hallaba la mujer que estaba buscando y por la que había cometido tantas locuras e imprudencias. Por un momento, casi se olvidó del horror que le pisaba los talones, hasta que un siniestro crujido en la puerta lo devolvió a la realidad. Cogió a la muchacha en brazos y se dirigió corriendo a la puerta de enfrente. La joven estaba tan aterrada que no tenía fuerzas para resistirse ni para ayudarlo. Un débil gemido fue el único sonido que salió de su garganta.

El cimmerio no perdió tiempo intentando abrir la puerta. Con un fuerte golpe de su cimitarra hizo saltar el cerrojo, y cuando corrió hacia la escalera que se veía al fondo observó que la cabeza y los hombres de Khosatral salían por la otra puerta, completamente destrozada. El gigante estaba haciendo astillas los paneles como si fueran de cartón.

Acto seguido, el cimmerio corrió escaleras arriba cargando a la muchacha sobre un hombro, como si fuera una niña. No tenía la menor idea de la dirección que tomaría, pero la escalera terminaba en la puerta de una habitación redonda y con cúpula. En ese momento Khosatral subía por las escaleras tras ellos, silencioso y rápido como el viento de la muerte.

Las paredes de la habitación eran de sólido acero, al igual que la puerta. Conan la cerró y dejó caer las pesadas barras que la atravesaban por el interior. Inmediatamente se dio cuenta de que aquélla era la habitación de Khosatral, cerrado la puerta cuando ésta tembló ante el ataque del gigante. Conan se encogió de hombros. Éste era el final del camino. No había otras puertas ni ventanas en la habitación. Por los orificios de la cúpula entraba una extraña luz crepuscular. Conan probó el estropeado filo de su cimitarra. Estaba tranquilo, a pesar de sentirse acorralado. Había hecho todo lo que había podido por escapar. Cuando el gigante apareciera otra vez, después de derribar aquella puerta, él estallaría en una nueva lucha salvaje con su sable inútil, no porque tuviese esperanzas de lograr algo, sino porque su carácter lo impelía a morir peleando. Por el momento no había nada que hacer. Su tranquilidad era natural.

Miró a su acompañante con una intensidad llena de admiración, como si aún le quedaran cien años de vida. La había arrojado al suelo con muy pocas ceremonias mientras cerraba la puerta, y ella se había puesto de rodillas y se había arreglado con gesto mecánico los revueltos cabellos y las pocas ropas que llevaba. Los ojos fieros de Conan brillaron con aprobación cuando observaron sus espesos cabellos rubios, sus ojos grandes y claros, su piel blanca y rebosante de salud, y la firmeza de sus senos, así como el magnífico contorno de sus espléndidas caderas.

La muchacha dejó escapar un grito cuando la puerta se movió y saltó uno de sus goznes.

El cimmerio no miró a su alrededor. Estaba seguro de que la puerta aún resistía un poco más.

-Me dijeron que habías escapado -dijo Conan-. Un pescador yuetshi me contó que estabas escondida aquí. ¿Cómo te llamas?

-Octavia -respondió la joven como una autómata.

A continuación, las palabras surgieron de los labios de la muchacha en forma de torrente, al tiempo que se asía a Conan con desesperación.

-¡Oh, Mitra! ¿Qué pesadilla es ésta? La gente..., la gente de piel oscura... Uno de ellos me cogió en el bosque y me trajo hasta aquí. Me llevaron a esa..., a esa cosa... Él me dijo..., me dijo..., ¿estoy loca?, ¿es todo esto un sueño?

Conan miró hacia la puerta, que se curvaba hacia dentro como si estuviera soportando el impacto de una inmensa maza.

-No -dijo Conan-. No es un sueño. Esa bisagra está cediendo. Resulta extraño que un diablo tenga que abrir la puerta como un hombre corriente.

-¿No puedes matarlo? -preguntó la muchacha jadeando-. Eres fuerte.

Conan era demasiado honesto para mentirle.

-Si algún mortal pudiera matarlo, ya estaría muerto -repuso-. Abollé la hoja de mi cimitarra contra su vientre.

Hubo una expresión de súbito temor en los ojos de la muchacha.

-Entonces debes morir, y yo también debo... ¡Oh, Mitra! -exclamó la joven atemorizada, a la vez que Conan la cogía de las manos-. ¡Me dijo lo que iba a hacer conmigo! ¡Mátame! ¡Mátame con tu cimitarra antes de que haga saltar esa puerta!

Conan la miró y movió la cabeza negativamente.

-Haré lo que pueda -dijo-. No será mucho, pero te daré una oportunidad de que pases de largo junto a él por la escalera. Luego corre hacia los acantilados. Tengo un bote amarrado al pie de las escaleras de piedra. Si puedes salir del palacio, podrás escapar de él. Toda la gente de la ciudad está durmiendo.

La joven ocultó su rostro entre las manos. El cimmerio blandió su cimitarra, avanzó unos pasos y se colocó frente a la puerta. Nadie que lo hubiera visto en esos momentos habría imaginado que estaba esperando la muerte inevitable. Sus ojos fogosos ardieron más vivamente. Su mano musculosa asió fuertemente la empuñadura de la cimitarra. Eso fue todo.

Las bisagras cedieron bajo la presión terrible del gigante y la puerta tem bló con increíble violencia, curvándose hacia dentro como si fuera de cartón. Las dos barras de acero que la atrancaban por el interior también se doblaron con facilidad.

Conan contemplaba la puerta con una fascinación casi impersonal, envidiando la fuerza sobrehumana del monstruo.

Entonces, sin aviso alguno, cesó el bombardeo. En el silencio y la quietud que siguieron, Conan oyó otros ruidos en el rellano del exterior..., un batir de alas y un murmullo semejante al gemido del viento entre las ramas de los árboles a medianoche.

Luego siguió un silencio total, pero había una sensación distinta en el ambiente. Sólo los aguzados instintos del bárbaro lo notaron, pero Conan sabía, sin verlo ni oírlo, que el monstruo de Dagón ya no estaba al otro lado de la puerta.

Miró a través de una grieta que se había abierto en la puerta de acero. El rellano estaba desierto. Quitó los retorcidos cerrojos y abrió la puerta cautelosamente. Khosatral no se hallaba en las escaleras, pero un poco más lejos oyó el ruido de una puerta de metal que se cerraba. No sabía si el gigante estaba planeando nuevas brujerías o había sido llamado por aquella voz metálica. Pero Conan no perdió el tiempo en conjeturas.

Llamó a Octavia, y el tono de su voz hizo que la joven se pusiera en pie y se acurrucara a su lado casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.

-¿Qué sucede? -preguntó.

-¡No te detengas a hablar ahora! -exclamó Conan, tomándola por la muñeca-. ¡Vamos!

La posibilidad de acción lo había transformado. Sus ojos arrojaban destellos.

-¡El cuchillo! -murmuró, arrastrando a la muchacha escaleras abajo-. ¡La daga mágica yuetshi! ¡La dejó en la cúpula! Yo...

Conan se interrumpió súbitamente. Se le había ocurrido una idea. La cúpula se hallaba junto a la enorme habitación en la que se encontraba el trono de cobre. Estaba empapado de sudor. La única manera de entrar en aquella habitación con cúpula era pasando junto al trono y al lado de aquella cosa horrible que estaba durmiendo en él.

Pero no dudó. Bajaron rápidamente por las escaleras, cruzaron la habitación, descendieron por la siguiente escalera y llegaron al gran salón de penumbras con sus misteriosas cortinas. No vieron al gigante. Después de detenerse ante la gran puerta de bronce, Conan tomó a Octavia por los hombros y la sacudió con fuerza.

-¡Escucha! -exclamó-. Voy a entrar en la habitación y voy a cerrar la puerta rápidamente. Quédate aquí y escucha. Si llega Khosatral, llámame. Si me oyes gritar que te vayas, corre como si el diablo te estuviera pisando los talones..., lo que probablemente hará. Dirígete hacia la puerta que hay en el otro extremo del vestíbulo, porque entonces te podré ayudar mejor. ¡Yo voy a buscar el cuchillo yuetshi!

Antes de que la muchacha pudiera protestar, Conan entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Corrió el pestillo cuidadosamente, sin darse cuenta de que podía abrirse desde el exterior. En la semioscuridad, sus ojos buscaron el trono de cobre. Sí, allí estaba todavía el asqueroso animal lleno de escamas, llenando el trono con sus repugnantes anillos. Conan vio una puerta detrás del trono, que conducía al interior de la cúpula. Pero para llegar a ella tenía que subir a la tarima y pasar a poca distancia del trono.

El viento habría hecho más ruido que los pies de Conan. Se acercó a la tarima sin apartar los ojos del dormido reptil y comenzó a subir por los escalones de cristal. La serpiente no se había movido. Ya estaba cerca de la puerta...

Sonó el pestillo de la puerta de bronce y Conan ahogó un juramento cuando vio que Octavia entraba en la habitación. La joven miró a su alrededor, insegura, y Conan permaneció inmóvil sin atreverse a gritarle ninguna advertencia. Entonces, la joven vio su borrosa figura y corrió hacia la tarima gritando:

-¡Quiero ir contigo! Me da miedo quedarme sola... ¡Oh!

La muchacha levantó ambas manos, con un alarido, al ver lo que había en el trono. La cabeza en forma de cuña se incorporó y se abalanzó sobre la muchacha con la velocidad del rayo.

Luego, con movimientos suaves, comenzó a alejarse del trono, anillo tras anilló, balanceando la asquerosa cabeza sin apartar los ojillos de Octavia, que la miraba paralizada.

Conan recorrió el espacio que había entre él y el trono con un salto desesperado, agitando la cimitarra con todas sus fuerzas. Pero la serpiente se movió con tal rapidez que lo sorprendió en el aire, golpeándolo con sus anillos. Conan cayó estrepitosamente sobre la tarima, produciendo algunos cortes en el cuerpo del animal con su cimitarra, pero sin llegar a herirlo de gravedad.

Luego, Conan se retorció violentamente sobre los escalones de cristal, intentando desembarazarse de aquellos anillos que lo ahogaban. Su mano derecha estaba libre, pero no podía dar el golpe mortal. Con un terrible esfuerzo, que casi le revienta las venas de las sienes, Conan se puso en pie y levantó al monstruo de doce metros de largo.

Luchó con las piernas apoyadas firmemente en el suelo, sintiendo que sus costillas se hundían y que su vista se nublaba, mientras que la cimitarra centelleaba sobre su cabeza. Entonces, con un movimiento rápido, cortó escamas, anillos, carne y vértebras. Y allí donde hacía unos segundos había habido una gruesa soga que se retorcía en una lucha feroz, había ahora dos cuerdas que se agitaban con estertores de muerte. Conan se apartó del animal cortado en dos. Estaba mareado y asqueado. La sangre manaba de su nariz en abundancia. Tanteando en medio de la oscura bruma, tomó a Octavia por los hombros y la sacudió, hasta que la joven abrió la boca para respirar.

-La próxima vez que te diga que te quedes en algún lugar, ¡obedece! -dijo Conan.

Se sentía demasiado aturdido como para darse cuenta de si la muchacha respondía o no. La tomó por la muñeca, como si se tratara de una traviesa colegiala, y la hizo saltar sobre el mutilado cuerpo del asqueroso animal, que se retorcía en su agonía. En algún lugar, lejos de allí, creyó oír gritos de hombres, pero le zumbaban tanto los oídos que no estaba seguro.

La puerta cedió bajo su presión. Si Khosatral había colocado allí a la serpiente para cuidar de la cosa que tanto temía, evidentemente habría considerado que era una precaución más que suficiente. Conan pensó que quizá al abrir la puerta saltaría sobre él algún monstruo parecido, pero en la débil luz sólo vio el contorno suave de la arcada, un borroso bloque de oro y una media luna que brillaba sobre la piedra.

Con un profundo suspiro de alivio, Conan recogió el cuchillo y no se molestó en explorar más. Se volvió y salió corriendo de la habitación, descendió al gran vestíbulo y se acercó a la distante puerta que pensó que lo conduciría al exterior. Estaba en lo cierto. Poco después se encontraba en la silenciosa calle, casi arrastrando tras de sí a su acompañante. No se veía a nadie, pero más allá de la muralla occidental se oyeron unos lamentos que hicieron temblar a Octavia. Conan condujo a la muchacha de la mano y encontró una escalera de piedra que subía hacia las murallas. Se había llevado consigo una soga del enorme salón, y ahora, al llegar al parapeto, pasó la fuerte soga por las caderas de la joven y la bajó hasta tierra. Luego, sujetando un extremo de la cuerda a un saliente rocoso, Conan bajó tras ella. No había más que una manera de escapar de la isla: los escalones tallados en el acantilado occidental. El cimmerio corrió en esa dirección, dando un amplio rodeo para evitar el lugar de donde venían los gritos y el ruido de golpes terribles.

Octavia presentía el peligro en la rapidez de Conan. Su respiración se hizo más difícil y se apretó más a su protector. Pero en esos momentos, el bosque estaba en silencio y no vieron ninguna amenaza, hasta que salieron de la arboleda y divisaron una figura que se hallaba en pie al borde del acantilado.

Jehungir Agha había escapado de la muerte que sobrevino a sus guerreros cuando un gigante de hierro salió repentinamente por una de las puertas y en pocos segundos los convirtió a todos en un montón de carne y huesos. Cuando vio que las espadas de sus arqueros se quebraban contra aquel coloso de hierro, sospechó de inmediato que no se trataba de un ser humano y huyó, ocultándose en lo más profundo del bosque hasta que cesó el ruido de la masacre. Entonces regresó sigilosamente a las escaleras, pero sus remeros no estaban allí.

Habían oído los gritos, y al cabo de un rato, mientras esperaban impacientes, vieron un monstruo gigantesco manchado de sangre en el acantilado, que agitaba los brazos en señal de triunfo. No esperaron más. Cuando Jehungir llegó al acantilado, los remeros salían corriendo en dirección a los juncos y no oyeron sus gritos pidiendo auxilio. Khosatral se había ido... bien de regreso a la ciudad o a vagar por el bosque, en busca del hombre que había huido de él junto a las murallas.

Jehungir estaba a punto de bajar por las escaleras y partir en la embarcación de Conan cuando vio al atamán y a la muchacha saliendo de la arboleda. La experiencia que había congelado su sangre y casi lo había vuelto loco no alteró en absoluto las intenciones de Jehungir hacia el jefe kozako. Se alegró enormemente de ver al hombre al que quería matar. Se asombró de ver con él a la muchacha que le había regalado a Jelal Khan, pero no perdió el tiempo pensando en ella. Levantó el arco, colocó la flecha y disparó.

Conan se agachó y la flecha se hizo añicos contra un árbol. El cimmerio soltó una carcajada.

-¡Perro! -gritó-. ¡No lo conseguirás! No nací para morir ante el arco de un hirkanio. ¡Inténtalo otra vez, cerdo turanio!

Jehungir no volvió a probar suerte. Aquélla era su última flecha. Desenvainó la cimitarra y avanzó, confiando en su fuerte casco y en su cota de malla. Conan salió a su encuentro y las armas chocaron vertiginosamente. Las curvadas hojas golpeaban con furia, trazando arabescos a tal velocidad que ningún ojo humano podía verlos. Octavia, que contemplaba la escena, oyó el impacto y vio que Jehungir caía al suelo.

Pero el grito de Octavia no se debía a la muerte de su antiguo amo. Aplastando arbustos y avanzando como un ciclón, Khosatral Khel se hallaba casi encima de ellos. La muchacha no podía huir. Un lamento desesperado escapó de sus labios y sus rodillas cedieron.

Conan, inclinado sobre el cuerpo de Agha, no hizo el menor movimiento para escapar. Cambiando de mano su cimitarra manchada de sangre, desenvainó la daga yuetshi. Khosatral Khel se encontraba casi encima de él, con los brazos en alto como mazas, pero cuando la luz del sol se reflejó sobre la hoja de la daga, el gigante retrocedió.

A Conan le hervía la sangre en las venas. Saltó hacia adelante, atacando con la hoja en forma de media luna. El acero no se partió. Bajo la hoja afilada, el oscuro cuerpo de metal de Khosatral cedió bajo el cuchillo como si fuera de carne mortal. De la profunda herida brotó un extraño líquido y Khosatral profirió un grito similar al tañido fúnebre de una campana. Bajó sus terribles brazos, pero Conan, más rápido que los arqueros que habían muerto bajo aquellas manos, esquivó sus golpes y atacó una y otra vez. Khosatral fue retrocediendo poco a poco. Sus gritos eran aterradores. Eran como los gritos de dolor del metal, como si el hierro chillara y lanzara alaridos de agonía.

Entonces retrocedió, se tambaleó y desapareció en el bosque, aplastando arbustos bajo su peso y haciendo balancear los árboles. Aunque Conan lo siguió, impulsado por el odio y la furia, las murallas y las torres de Dagón se alzaron entre los árboles antes de que el hombre alcanzara al gigante.

En ese momento, Khosatral se volvió y llenó el aire con golpes desesperados, pero Conan no se arredró en lo más mínimo. Como una pantera que ataca a un toro acorralado, Conan se lanzó hacia sus poderosos brazos y hundió la daga hasta la empuñadura en el lugar en el que se encuentra el corazón de los hombres corrientes.

Khosatral retrocedió y cayó. Se tambaleó como un hombre, pero ya no lo era cuando tocó tierra. Donde antes había habido algo parecido a un rostro humano, ya no había una cara, y los miembros de metal se derritieron y se transformaron... El cimmerio se echó atrás al ver la espantosa transmutación. En los estertores de muerte, Khosatral Khel había vuelto a ser la cosa que había surgido del Abismo del pasado. Sintiendo un asco insoportable, Conan se dio media vuelta para evitar el espectáculo, y en ese momento se dio cuenta de que las torres de Dagón ya no se alzaban junto a los árboles. Se habían desvanecido como el humo tanto las fortificaciones como las torres, las enormes puertas de bronce, los terciopelos, el oro, el marfil, las mujeres de negros cabellos y los hombres de cabezas rapadas. Con la muerte de la inteligencia sobrehumana que había hecho renacer todo aquello, las construcciones habían quedado reducidas a polvo, tal como habían permanecido durante miles de años. Sólo quedaban en pie los restos de algunas columnas, que se alzaban sobre murallas derruidas, y una cúpula hecha pedazos. Conan vio una vez más las ruinas de Xapur tal como él las recordaba.

El salvaje atamán permaneció inmóvil como una estatua durante un rato, reflexionando sobre la tragedia cósmica de esa cosa tan efímera llamada humanidad y sobre la oscuridad y el silencio que en esos momentos se cer nían sobre un mundo muerto. Entonces, cuando oyó pronunciar su nombre con tono temeroso, sintió un sobresalto, como si despertara de un sueño; miró de nuevo a la cosa que se hallaba en el suelo y se estremeció. Se dio media vuelta y se dirigió al acantilado, donde lo estaba esperando la muchacha.

La joven miraba asustada hacia el bosque y lo saludó con una exclamación de alivio. Conan se había sacudido de encima las monstruosas visiones que lo habían hechizado momentáneamente, y ahora volvía a ser el hombre exuberante de siempre.

-¿Dónde está él? -preguntó la joven temblando.

-Se ha ido al infierno del que salió -repuso Conan contento-. ¿Por qué no bajaste las escaleras y escapaste en mi embarcación?

-No hubiera sido capaz de desertar... La joven se detuvo, vacilante, y luego agregó con tono amargo:

-No tengo adonde ir. Los hirkanios me volverían a esclavizar, y los piratas...

-¿Y los kozakos? -sugirió Conan.

-¿Acaso son mejores que los piratas? -preguntó la joven con cierta ironía.

La admiración de Conan aumentó al ver que la muchacha había recuperado su serenidad después de las terribles experiencias sufridas. La arrogancia de la joven le resultaba divertida.

-Eso opinabas en el campamento, junto a Ghori -dijo Conan-. Entonces prodigabas tus sonrisas con bastante libertad.

Los rojos labios de Octavia se fruncieron con desdén al responder:

-¿Acaso soñaste que estaba enamorada de ti? ¿Acaso pensabas que me iba a humillar ante un auténtico bárbaro a menos que estuviera obligada a hacerlo? Mi dueño..., cuyo cuerpo está ahí tendido..., me obligó a comportarme como lo hice.

-¡Oh! -exclamó Conan, un tanto herido en su amor propio, aunque se a reír alegremente-. No importa. Ahora me perteneces. Dame un beso.

-¿Te atreves a pedir...? -comenzó a decir la joven, llena de ira.

Pero en ese mismo instante se sintió levantada del suelo y casi aplastada contra el musculoso pecho del atamán. Luchó contra él fieramente, con toda la fuerza de su magnífica juventud, pero Conan se rió divertido de aquella espléndida criatura que se retorcía entre sus brazos.

La dominó con facilidad y bebió del néctar de sus labios con loca pasión, hasta que los brazos que luchaban contra él se calmaron y rodearon su enorme cuello. Entonces, Conan la miró a los ojos y dijo:

-¿Por qué el jefe de los Compañeros Libres no ha de ser mejor que un perro de Turan criado en la ciudad?

Con un nervioso movimiento de cabeza, la muchacha se echó hacia atrás los cabellos que le caían sobre la frente. Octavia temblaba de arriba abajo por la pasión y el ardor de sus besos. Apretó más sus brazos alrededor del cuello del cimmerio y susurró:

-¿Te consideras igual a un Agha? -preguntó desafiante. Conan volvió a reír y comenzó a avanzar en dirección a las escaleras con la muchacha en brazos.

-Tú misma juzgarás -dijo con gesto jactancioso-. Incendiaré Khawarizm con una antorcha para que ilumine tu camino hacia mi tienda.


La daga llameante

No se sabe si Conan llevó a cabo o no su jactanciosa promesa de incendiar Khawarizm, pero en cualquier caso combinó de tal forma a sus bandas de kozakos y de piratas que se convirtieron en una terrible amenaza para el rey Yezdigerd, el cual hizo una llamada a todas las fuerzas de su imperio para aplastarlos. Los ejércitos turanios reciben la orden de regresara sus fronteras y, en un ataque masivo, logran destruirá las huestes kozakas. Algunos de los sobrevivientes cabalgan hacia el este, en dirección a las estepas turanias, y otros lo hacen hacia el oeste, para unirse a los zuagires del desierto. Conan emprende la retirada hacia el sur, a través de los desfiladeros de los montes Ilbars, para alistarse en la caballería ligera del ejército de uno de los rivales más poderosos de Yezdigerd: Kobad Sha, rey de Iranistán.


1. Cuchillos en la noche

El sonido de pasos sigilosos en el oscuro umbral de la puerta alarmó al gigantesco cimmerio. Se dio media vuelta y vio a un hombre alto que lo observaba desde la negra arcada. El callejón estaba a oscuras, pero Conan vio un fiero rostro barbudo y el brillo del acero en una mano, mientras esquivaba el golpe con un rápido movimiento de su cuerpo. El cuchillo rasgó su túnica y luego se deslizó por la ligera cota de malla que llevaba debajo. Antes de que el asesino pudiera recobrar el equilibrio, el cimmerio lo cogió por un brazo y su enorme puño cayó como un pesado martillo sobre la nuca del individuo. El hombre cayó de bruces al suelo como fulminado por un rayo, casi sin hacer ruido.

Conan se quedó de pie a su lado, en estado de alerta y atento a lo que pudiera escuchar.

Desde la esquina se oyó el ruido de unas sandalias y el sonido metálico del acero. Estos siniestros ruidos le indicaron que por la noche las calles de Anshán constituían una trampa mortal. El cimmerio vaciló, desenvainó a medias la cimitarra que colgaba a un lado de su cuerpo, luego se encogió de hombros y apuró el paso calle abajo, procurando apartarse de las oscuras arcadas que había a ambos lados del callejón.

En seguida salió a una calle más ancha y poco después llamaba suavemente a una puerta, en la que había una farola de bronce. La puerta se abrió casi instantáneamente. Conan entró y ordenó:

-¡Cierra bien la puerta!

El corpulento shemita que le había abierto la puerta corrió el pesado cerrojo y se volvió, al tiempo que se acariciaba la negra barba e inspeccionaba al hombre que le había dado la orden.

-¡Tienes la camisa rasgada, Conan! -dijo con voz cavernosa.

-Un individuo intentó acuchillarme -repuso Conan-. Y había más hombres detrás.

Los negros ojos del shemita brillaron mientras apoyaba su enorme mano peluda sobre la empuñadura de la cimitarra ilbarsi que el cimmerio llevaba colgada a un lado de su cuerpo.

-¡Salgamos y matemos a esos perros! -exclamó, incitando a Conan.

El bárbaro movió la cabeza negativamente. Éste era mucho más alto que el shemita, pero a pesar de su tamaño se movía con la agilidad de un felino. Su enorme pecho, su cuello musculoso y sus anchos hombros indicaban una fuerza primordial, rapidez y resistencia.

-Hay otras cosas que hacer antes -repuso-. Esos hombres son enemigos de Balash, que sabían que esta noche había discutido con el rey.

-¡Vaya! -exclamó el shemita-. Ésas son, en efecto, malas noticias. ¿Qué dijo el rey?

Conan tomó una jarra de vino y se bebió la mitad de un solo trago.

-¡Oh, Kobad Sha está lleno de sospechas! -dijo-. Ahora se trata de nuestro amigo Balash. Los enemigos del jefe han indispuesto al rey contra él, pero Balash es terco. No se presentará aquí ni se rendirá, como exige Kobad, argumentando que éste tiene intenciones de clavar su cabeza en una alabarda. De modo que Kobad me ordenó que llevara a los kozakos a los montes Ilbars y que trajese a Balash... entero, a ser posible... salvo su cabeza, claro está.

-¿Y...?

-Yo me negué.

-¿De verdad? -preguntó el shemita en un susurro.

-¡Por supuesto! ¿Qué crees que soy? Le dije a Kobad Sha que Balash y su tribu nos habían salvado una vez que nos perdimos en Ilbars en pleno invierno, cuando nos dirigíamos al mar de Vilayet. Los hombres de las montañas hubieran acabado con nosotros. Pero el muy estúpido no quiso escuchar. Comenzó a gritar clamando sus derechos divinos y denunciando la insolencia de los bárbaros mal nacidos y otras cosas por el estilo. Si hubiera dicho una palabra más, le habría hecho tragar el turbante imperial que llevaba.

-No habrás pegado al rey, ¿verdad? -inquirió el shemita.

-No, pero no me faltaron ganas. ¡Por Crom que no acabo de comprender cómo vosotros, los hombres civilizados, os arrastráis delante de cualquier asno sentado en una silla enjoyada con la cabeza envuelta en un trapo!

-Porque esos asnos pueden matarnos a latigazos o empalarnos cuando les dé la gana. Ahora tenemos que escapar de Iranistán para huir de la cólera del rey.

Conan terminó de beber el vino y se pasó la lengua por los labios.

-No lo creo -repuso Conan-. Se le pasará. Sabe que su ejército no es lo que era en la época de su abuelo, y nosotros somos la única caballería ligera con la que puede contar. Pero aun así, tenemos el problema de nuestro amigo Balash. Me siento tentado de cabalgar hacia el norte para advertirle.

-¿Solo?

-¿Por qué no? Puedes decir por ahí que llevo varios días durmiendo después de una larga juerga, hasta que...

Una ligera llamada en la puerta interrumpió la frase de Conan. Miró al shemita, se acercó a la puerta y gruñó:

-¿Quién es?

-Soy yo, Nanaia -respondió una voz de mujer. Conan volvió a mirar a su compañero y le preguntó:

-¿Conoces a alguna mujer llamada Nanaia, Tubal?

-No. Debe de ser alguna treta.

-Déjame entrar -dijo la voz femenina.

-Veamos -musitó Conan.

Los ojos azules del cimmerio brillaron como un volcán a la luz de la lámpara. Desenvainó la cimitarra y apoyó una mano en el cerrojo, mientras que Tubal, con el cuchillo en la mano, se colocó del otro lado de la puerta.

El cimmerio corrió el cerrojo y abrió la puerta con rapidez. Delante de ellos se hallaba una mujer cubierta de velos. Ésta gritó y retrocedió al ver las resplandecientes hojas de acero en los musculosos brazos de los dos hombres.

La cimitarra de Conan se adelantó, de forma que su afilada punta tocó la espalda de la visitante. Luego dijo con voz cavernosa y acento bárbaro:

-Entre, mi señora.

La mujer obedeció, y Conan volvió a cerrar la puerta y corrió el cerrojo.

-¿Viene alguien contigo? -preguntó.

-No. Estoy sola...

El brazo izquierdo de Conan se movió con la velocidad de una serpiente y la punta de la cimitarra arrancó el velo que cubría el rostro de la mujer. Nanaia era una joven alta, esbelta y morena, de cabellos negros y rasgos casi perfectos.

-Bien, Nanaia, ¿qué significa todo esto? -preguntó el cimmerio.

-Soy una de las mujeres del harén del rey... Tubal soltó un prolongado silbido y dijo:

-Ahora sí que estamos metidos en un lío.

-Continúa, Nanaia -ordenó Conan.

-Bien, te he visto muchas veces a través de la celosía que hay detrás del trono, cuando hablabas con Kobad. Al rey le gusta que sus mujeres lo contemplen durante sus audiencias reales. Cuando se tratan asuntos importantes nos encierran lejos de esa galería, pero esta noche, Xathrita, el eunuco, estaba borracho y se olvidó de cerrar la puerta que separa la galería de los departamentos de las mujeres. Por eso pude escuchar tu amarga discusión con el rey.

-Cuando te fuiste -continuó la joven-, el rey estaba furioso. Llamó a Hakhamani, el delator, y le ordenó que te matara sin hacer ruido. Hakhamani tenía que simular un accidente.

-Si cazo a ese Hakhamani, es él quien va a padecer un accidente -gruñó Conan-. Pero ¿a qué se debe esa delicadeza? Kobad no es más salvaje que la mayoría de los reyes cuando se trata de acortar o de alargar los cuellos de las personas que no le gustan.

-Porque el rey desea mantener los servicios de tus kozakos, y si éstos se enteraran de que fue él quien te asesinó, se rebelarían o se irían de aquí.

-¿Y por qué me traes estas noticias?

La joven lo miró con sus enormes ojos negros y respondió:

-Me muero de aburrimiento en el harén. Con los cientos de mujeres que hay, el rey no tiene tiempo para mí. Te he observado a través de la celosía desde que estás al servicio del rey. Quiero que me lleves contigo. Cualquier cosa será mejor que la sofocante monotonía de esta jaula de oro, con sus eternas comidillas e intrigas. Soy la hija de Kujala, el jefe de los gwadiri. Somos una tribu de pescadores y marineros que vive en el sur, entre las islas de Perla. Yo he conducido mi propio barco en medio de tifones. Por eso, la indolencia reinante aquí me vuelve loca.

-¿Cómo has logrado salir del palacio?

-Con la ayuda de una soga y de una vieja ventana sin vigilar y con los barrotes rotos... Pero eso no tiene importancia. ¿Me llevarás contigo?

-Devuélvela al harén -dijo Tubal en la lingua franca de los kozakos, una mezcla del idioma zaporosko, hirkanio y otras lenguas-. O mejor aún, córtale el cuello y entiérrala en el jardín. Es probable que el rey nos deje partir tal como habíamos pensado, pero jamás lo permitiría si nos vamos con la moza. Si se enterara de que nos hemos escapado con una de sus concubinas, es capaz de revolver cielo y tierra y de levantar cada piedra de Iranistán hasta encontrarnos.

Evidentemente, la muchacha no entendía el idioma, pero intuía la amenaza que había en el tono. Conan sonrió con un gesto feroz.

-Por el contrario -dijo-. La idea de salir de este país con el rabo entre las piernas me pone enfermo. Pero si me puedo llevar una cosa como ésta como trofeo... puesto que de todos modos hay que irse...

Conan se interrumpió y se volvió hacia Nanaia.

-Supongo que sabes que la marcha va a ser dura y que la compañía no será demasiado delicada ni cortés.

-Lo sé.

-Y además -agregó Conan entrecerrando los ojos-, debes saber que yo mando absolutamente en todo.

-Sí.

-Bien. Despierta a tus hermanos, Tubal. Nos iremos en cuanto hayan pre parado nuestros caballos y nuestras alforjas.

El shemita expresó sus oscuros presentimientos, entró en una habitación interior y sacudió a un hombre que dormía sobre un montón de alfombras.

-Despierta, ladrón e hijo de ladrones. Vamos a partir hacia el norte.

Hattusas, un zamorio delgado y de piel oscura, se incorporó con un bostezo.

-¿Adonde? -preguntó.

-A Kushaf, en los montes Ilbars, donde hemos pasado el invierno y donde ese perro rebelde de Balash sin duda alguna nos cortará el cuello a todos -gruñó Tubal.

Hattusas sonrió y se puso en pie.

-No te gustan los kushafis, pero él es el mejor amigo de Conan.

Tubal frunció el ceño y salió al patio, donde había una puerta que daba a una barraca adyacente. Los hombres que había allí soltaron gruñidos y juramentos cuando los despertaron con gritos y sacudidas.

Dos horas después, las sombrías figuras que rodeaban la casa de Conan desaparecieron en las sombras cuando se abrió la puerta del establo y los trescientos Compañeros Libres salieron en doble fila, delante de un grupo de muías de carga y de caballos de repuesto. Allí había hombres de todas las naciones. Constituían los restos del grupo de kozakos a los que Conan había conducido hacia el sur desde las estepas que circundan el mar de Vilayet, cuando el rey Yezdigerd de Turan reunió un poderoso ejército y destruyó la confederación de proscritos en una batalla que duró un día entero. Habían llegado a Anshán destrozados y medio muertos de hambre. Pero ahora vestían llamativos pantalones de seda y cascos en punta, al estilo iranistanio, e iban armados hasta los dientes.

Mientras tanto, en el palacio, el rey de Iranistán estaba sentado en el trono, reflexionando. Su alma atormentada estaba abrumada por la sospecha, lo que le hacía ver enemigos en todas partes, dentro y fuera del palacio.

Durante cierto tiempo había contado con el apoyo de Conan, el jefe del escuadrón de mercenarios de la caballería ligera. Tal vez el salvaje hombre del norte carecía de los suaves modales típicos de la refinada corte de Iranistán, pero parecía tener su propio código del honor bárbaro. Ahora, sin embargo, se había negado por completo a cumplir las órdenes de Kobad Sha de capturar al traidor Balash...

El rey miró casualmente una cortina que disimulaba una alcoba, pensando distraídamente que debía haberse levantado un fuerte viento, puesto que el tapiz se movía un poco. Luego sus ojos se fijaron en la ventana con barrotes dorados y se quedó helado. Las ligeras cortinas que había allí estaban inmóviles. Pero los tapices de la alcoba se habían movido...

Aunque bajo y gordo, Kobad Sha era un hombre valiente. El rey saltó, asió las cortinas y las apartó con rapidez. En ese preciso momento vio una daga sostenida por una mano oscura, que se le clavó directamente en el pecho. El rey cayó al suelo con un alarido, arrastrando tras de sí a su atacante. El hombre gruñó como una bestia salvaje y sus ojos desorbitados arrojaron destellos de locura. Su daga rasgó las vestiduras del rey, dejando al descubierto la fina cota de malla sobre la que había resbalado el acero.

Afuera se oyó un grito profundo que parecía el eco, de los espantosos alaridos de socorro del rey. Se oyó un ruido de botas en el corredor. El rey había cogido a su agresor por la garganta y por la muñeca que sostenía el cuchillo, pero los enormes músculos del hombre eran como cuerdas de acero. Al rodar por el suelo, la daga se clavó en el brazo, en el muslo y en la mano.

Acto seguido, el desconocido bravucón levantó al rey por el cuello y empuñó la daga una vez más. Algo brilló a la luz de la lámpara como un relámpago azul. El asesino se derrumbó, con la cabeza totalmente destrozada.

-¡Su Majestad! ¡Señor!

Gotarza, el enorme capitán de la guardia real, que estaba pálido debajo de su larga barba negra. Cuando Kobad Sha se tendió en el diván, Gotarza hizo tiras con los tapices y le vendó las heridas al rey.

-¡Mira! -exclamó el monarca con voz ahogada y señalando con el dedo.

Estaba lívido y le temblaban las manos. Luego agregó:

-¡La daga! ¡Por Asura, la daga!

La daga brillaba en la mano del muerto... Era un arma extraña que tenía la hoja en forma de llama. Gotarza se estremeció y lanzó una maldición entre dientes.

-¡La daga llameante! -dijo Kobad Sha jadeando-. ¡La misma que atacó al rey de Vendhia y al rey de Turan!

-Es la marca de los Ocultos -musitó Gotarza, mirando inquieto el abominable símbolo de un culto horrendo.

El ruido había alertado a todo el palacio. Los hombres corrían por los pasillos, preguntando a gritos qué había ocurrido.

-¡Cierra la puerta! -ordenó el rey-. ¡No dejes que entre nadie, salvo el mayordomo del palacio!

-Pero, Majestad, tenemos que llamar a un médico -protestó el oficial-. Estas heridas no son graves, pero es posible que la daga estuviera envenenada.

-¡No, no llames a nadie! Quienquiera que sea, debe de estar al servicio de mis enemigos. ¡Por Asura! ¡Los yezmitas me han condenado a muerte! ¿Quién puede luchar contra una daga en la oscuridad, contra una serpiente bajo los pies o contra el veneno en el vino? Sí..., ese bárbaro occidental... Conan..., pero no, ni siquiera puedo confiar en él, ahora que ha desobedecido mis órdenes... Deja pasar al mayordomo, Gotarza.

Cuando el oficial hizo entrar al grueso funcionario, el rey preguntó:

-¿Qué hay de nuevo, Bardiya?

-¡Oh, señor! ¿Qué ha ocurrido? Es...

-No tiene importancia. Pero veo en tu cara que traes noticias. ¿Qué sabes?

-Los kozakos han abandonado la ciudad con Conan a la cabeza, que le dijo al guardia de la Puerta Norte que iban a capturar a Balash, tal como tú les habías ordenado.

-Bien. Quizá ese individuo se haya arrepentido de su insolencia. ¿Qué más?

-Hakhamani, el confidente, cazó a Conan de camino para su casa, pero éste mató a uno de sus hombres y huyó.

-Eso no tiene importancia. Deja a Hakhamani hasta que sepamos cuáles son las intenciones de Conan al respecto. ¿Algo más?

-Una de tus mujeres, Nanaia, la hija de Kujala, huyó del palacio. Encontramos la soga que utilizó para escapar. Kobad Sha lanzó un gruñido y dijo:

-¡Debe de haber escapado con Conan! ¡Es demasiada coincidencia para que sea pura casualidad! ¡Conan debe de estar en contacto con los Ocultos! De no ser así, no me habrían atacado después de haber discutido con él. Seguramente se fue directamente de aquí en busca del yezmita, y lo envió para que me asesinara. Gotarza, reúne a los hombres de la guardia real. ¡Vete a caballo tras los kozakos y tráeme la cabeza de Conan, o responderás con la tuya! Llévate al menos quinientos hombres, porque el bárbaro es feroz y astuto como ninguno.

Cuando Gotarza salió apresuradamente de la habitación, el rey dijo con un gruñido:

-Y ahora, Bardiya, ve a buscar a un médico. Siento fuego en mis venas. Gotarza tenía razón. Esa daga debía de estar envenenada.

Tres días después de su apresurada partida de Anshán, Conan se hallaba sentado con las piernas cruzadas en el sendero que conducía desde la rocosa pendiente de la montaña hasta la aldea de Kushaf.

-Yo me interpondría entre la muerte y tú -le dijo al hombre que estaba sentado frente a él-, como lo hiciste tú por mí cuando tus lobos de las mon tañas estuvieron a punto de masacrarnos.

El hombre se acarició la barba manchada de rojo, mientras reflexionaba. Era un individuo fuerte y corpulento, de cabellos grises, con un ancho cinto por el que asomaban las empuñaduras de una daga y de un cuchillo. Se trataba de Balash, el jefe de los kushafis y señor de Kushaf y de las aldeas vecinas. Pero hablaba con modestia:

-¡Que los dioses te favorezcan! Pero aun así, ¿quién puede luchar contra el destino y la muerte?

-Un hombre puede luchar o huir, en lugar de sentarse sobre una roca, pasivamente, como la manzana en el árbol, esperando que la arranquen. Si quieres hacer las paces con el rey, puedes ir a Anshán...

-Tengo demasiados enemigos en la corte. En Anshán, el rey prestaría oídos a sus mentiras y me colgarían en una jaula de hierro para que me devoraran los buitres. ¡No, no iré!

-Entonces coge a tus hombres y busca otro sitio donde vivir. Hay lugares en estas montañas adonde ni siquiera el rey podría seguirte.

Balash miró hacia la abrupta ladera en dirección a las torres de barro y piedra que se alzaban por encima de la muralla. Exhaló un profundo suspiro y en sus ojos apareció una oscura llama, como la de un águila que observa a su presa desde las alturas.

-¡No, por Asura! Mi tribu ha vivido en Kushaf desde la época de Bahram. Deja que el rey siga gobernando en Anshán. ¡Todo esto es mío!

-El rey también gobernará en Kushaf -gruñó Tubal, sentado en cuclillas detrás de Conan, al lado de Hattusas, el zamorio.

Balash miró en dirección contraria, donde el sendero desaparecía hacia el oeste, en medio de enormes riscos sobre los que ondeaban al viento trozos de tela blanca. Los centinelas sabían que se trataba de las túnicas de los arqueros y de los hombres que portaban jabalinas y vigilaban el desfiladero día y noche.

-Deja que venga -dijo Balash-. Nosotros somos los amos de los desfiladeros.

-Traerá consigo a diez mil hombres, armados hasta los dientes, con catapultas y otras armas de asedio -dijo Conan-. Incendiará Kushaf y llevará tu cabeza a Anshán.

-Que sea lo que los dioses quieran -repuso Balash.

Conan se sentía furioso por el fatalismo de aquellas gentes. Todo su ser y todos sus instintos eran la negación de esa filosofía de la inercia. Pero puesto que la cosa no tenía remedio, Conan no dijo nada y siguió sentado, mirando los riscos, de los que parecía colgar el sol como una bola de fuego en el intenso azul del cielo.

Balash restó importancia al asunto con un movimiento de la mano, y dijo:

-Conan, hay algo que quiero enseñarte. Allí abajo, en una cabaña en ruinas que hay fuera de la muralla, hay un hombre muerto, con un aspecto muy raro; en mi vida he visto a nadie semejante en Kushaf. Incluso muerto parece extraño y maligno. Creo que no es un hombre normal, sino un demonio. Ven.

Al tiempo que descendían por la ladera de la colina, Balash explicó:

-Mis guerreros lo encontraron en la base de un risco, como si se hubiese caído o alguien lo hubiera arrojado desde la cima. Hice que lo trajeran aquí, pero murió en el camino, balbuceando en una lengua extraña. Todos lo consideran un demonio, y tienen buenas razones para ello.

Hubo un silencio y Balash agregó:

-A un día de camino hacia el sur, entre montañas tan salvajes y abruptas que ni siquiera una cabra podría habitar en ellas, hay una región llamada el Drujistán.

-¡El Drujistán! -repitió Conan como un eco-. La tierra de demonios, ¿verdad?

-Sí. Una región maligna, de rocas negras e inhóspitos desfiladeros, que todos los hombres prudentes rehuyen. Parece deshabitada y, sin embargo, allí viven algunos hombres... o demonios. De vez en cuando se asesina a un hombre o se roba alguna mujer o un niño en algún camino solitario, y todos sabemos que ha sido obra de ellos. Hemos perseguido unas sombras que se movían en la noche, pero el sendero siempre acaba en un risco cortado a pico, que sólo un demonio podría atravesar. A veces escuchamos tambores entre los riscos o el rugido de los demonios. Es un sonido que hiela el corazón de los hombres. Las antiguas leyendas dicen que entre estas montañas, hace miles de años, el rey-fantasma Ura construyó la ciudad mágica de Yanaidar, y que los espectros devastadores de Ura y sus abominables súbditos siguen errando entre sus ruinas. Hay otra leyenda que dice que hace mil años un jefe de los ilbarsi de las montañas se estableció en las ruinas y comenzó a reconstruirlas, convirtiendo a la ciudad en su reducto. Pero una noche, él y sus seguidores desaparecieron y jamás se los volvió a ver.

Llegaron a una cabaña en ruinas y Balash abrió la desvencijada puerta. Un momento después, los cinco hombres se inclinaron sobre una figura tendida en el suelo lleno de polvo.

Era un ser extraño e incongruente. Se trataba de un hombre corpulento, de rostro ancho y cuadrado, de color cobre oscuro y ojos rasgados..., era un inconfundible khitanio. Tenía los cabellos manchados de sangre y la posición poco natural de su cuerpo indicaba que había varios huesos rotos.

-¿No es cierto que tiene el aspecto de un espíritu maligno? -preguntó Balash.

-No es un demonio, aunque en vida haya sido un hechicero o algo semejante -repuso Conan-. Es un khitanio, originario de un país que se encuentra al este de Hirkania, más allá de las montañas, los vastos desiertos y las selvas vírgenes. Yo crucé ese país a caballo cuando estaba en el ejército del rey de Turan. Pero no tengo idea de lo que hace este hombre aquí...

De repente, los ojos azules del cimmerio arrojaron destellos y rasgó la túnica manchada de sangre. Quedó al descubierto una sucia camisa, y Tubal, mirando por encima del hombro de Conan, soltó un sonoro gruñido. En la camisa había un extraño emblema bordado en un color carmesí tan intenso que parecía una mancha de sangre; se trataba de un puño humano que sostenía la empuñadura de una daga con la hoja en forma de llama.

-¡La daga llameante! -musitó Balash, retrocediendo al ver aquel símbolo de destrucción y muerte.

Todos miraron a Conan, que contempló fijamente el siniestro emblema intentando comprender su significado...; tenía vagos recuerdos de un antiguo culto maligno que empleaba ese símbolo. Finalmente le dijo a Hattusas:

-Cuando fui ladrón en Zamora, oí hablar de un culto yezmita, en el que se empleaba ese símbolo. Tú eres zamorio, ¿qué sabes acerca de esto?

Hattusas se encogió de hombros y dijo:

-Hay muchos cultos cuyas raíces se remontan al origen de los tiempos, a la época anterior al Cataclismo. Con frecuencia los gobernantes pensaban que los habían aniquilado y siempre resurgían. Los Ocultos o Hijos de Yezm constituyen uno de estos cultos, pero no puedo decirte nada más. No me meto en esos asuntos.

Entonces Conan le preguntó a Balash:

-¿Tus hombres podrían conducirme hasta el lugar donde han encontrado a ese hombre?

-Sí. Pero es un lugar maldito, en el Desfiladero de los Fantasmas, en las fronteras del Drujistán, y...

-Bien. Que todo el mundo duerma un poco. Saldremos al amanecer.

-¿Hacia Anshán? -preguntó Balash.

-No. Al Drujistán.

-Todavía no creo nada...

-¿El escuadrón irá con nosotros? -preguntó Tubal-. Los caballos están muy cansados.

-No. Que descansen los hombres y los caballos. Tú y Hattusas me acompañaréis, con uno de los kushafis de Balash como guía. Codrus se hará cargo del mando durante mi ausencia, y si hay problemas porque alguno de mis perros pone sus manos encima de las mujeres kushafis, dile que le corte la cabeza.

2. El país negro

El crepúsculo cubría el horizonte con un manto de color púrpura cuando el guía de Conan se detuvo. El accidentado terreno que había delante de ellos estaba dividido por un profundo cañón. Más allá se alzaba un imponente conjunto de negros riscos en un salvaje caos de rocas negras.

-Allí empieza el Drujistán -dijo el kushafi-. Más allá de ese desfiladero, llamado el Desfiladero de los Fantasmas, comienza el país del horror y de la muerte. Yo no sigo...

Conan asintió con un movimiento de cabeza, mientras sus ojos se fijaban en un estrecho sendero que llegaba hasta el desfiladero a través de abruptas pendientes. Eran restos del antiguo camino por el que habían estado viajando durante horas, y que parecía haber sido empleado recientemente.

Conan miró a su alrededor. Lo acompañaban Tubal, Hattusas, el guía y... Nanaia, la joven integrante del harén de Kobad Sha. Ella había insistido en acompañarlo porque dijo que le daba miedo separarse de él entre todos aquellos extraños salvajes, cuya lengua no entendía. La muchacha había demostrado ser una buena compañera, dura y resistente, aunque un tanto voluble y de fiero carácter.

El kushafí dijo:

-Como verás, el sendero ha sido muy usado. Por él van y vienen demo nios de las montañas negras. Pero los hombres que lo toman, jamás regresan.

-¿Para qué necesitan los demonios un sendero? -preguntó Tubal-. ¡Si tienen alas y vuelan como los murciélagos!

-Cuando adoptan la forma de hombres, caminan como los hombres -dijo el kushafí, señalando el saliente rocoso sobre el cual se extendía el sendero-. Al pie de esa pendiente encontramos al hombre que dijiste que era khitanio. Seguramente sus hermanos demonios se pelearon con él y lo expulsaron.

-También es muy probable que haya tropezado y caído -dijo Conan con un gruñido-. Los khitanios del desierto no están habituados a escalar montañas. Sus piernas están arqueadas y debilitadas porque se pasan la vida encima del caballo. Es posible que ese hombre se haya caído en el estrecho sendero.

-Si fuera un hombre, quizá -dijo el kushafí-. Pero... ¡Asura!

Todos excepto Conan dieron un respingo, y el kushafi cogió su arco apresuradamente. Desde los negros riscos llegó hasta ellos un increíble sonido..., un rugido ronco y estridente que vibró entre las montañas.

-¡La voz de los demonios! -gritó el kushafi tirando de las riendas de su caballo con tal violencia que el animal se levantó sobre dos patas, relinchando-. ¡En nombre de Asura, vámonos de aquí! ¡Es una locura quedarse!

-Regresa a tu aldea si tienes miedo -dijo Conan-. Yo pienso seguir.

En realidad, aquel indicio sobrenatural le erizó el cabello al cimmerio, pero no quería admitirlo delante de sus acompañantes.

-¿Sin tus hombres? ¡Es una locura! Al menos manda a buscar a tus guerreros.

Conan entornó los ojos como un lobo a la vista de su presa.

-Esta vez no. Cuantos menos seamos para explorar e investigar, mejor. Creo que voy a echar un vistazo a esta tierra de demonios. Incluso podría utilizar la montaña como reducto.

Luego se dirigió a Nanaia y le dijo:

-Será mejor que regreses, muchacha. La joven comenzó a llorar.

-¡No me hagas volver, Conan! Los salvajes de las montañas me raptarán y me violarán.

Conan miró a la muchacha de arriba abajo, examinando su cuerpo fuerte y hermoso.

-Quienquiera que lo intente, va a tener un buen trabajo. Bueno, entonces ven con nosotros, pero luego no me digas que no te lo advertí.

El guía hizo dar la vuelta a su caballo y lo espoleó, al tiempo que gritaba:

-¡Balash llorará por ti! ¡Habrá luto en Kushaf! Ate! Ahia!

Sus lamentos se perdieron en la distancia, entre el ruido de los cascos de los caballos sobre las piedras. El kushafi comenzó a galopar, se subió a un risco y finalmente desapareció.

-¡Corre, hijo de perra! -aulló Tubal-. Capturaremos a vuestros diablos y los llevaremos por la cola hasta Kushaf.

Luego, Tubal se quedó en silencio cuando el guía se perdió de vista.

Entonces, Conan le dijo a Hattusas:

-¿Has oído alguna vez un alarido como ése?

El delgado zamorio asintió con un movimiento de cabeza.

-Sí, en las montañas de los adoradores del diablo.

Conan tiró de las riendas sin hacer el menor comentario. Él también había oído el rugido de las trompetas de bronce de tres metros de largo que sonaban en las oscuras montañas de la prohibida Pathenia, sostenidas por los sacerdotes de Erlik de cabezas afeitadas.

Tubal resopló como un rinoceronte. No había oído las trompetas y espoleó a su caballo para alcanzar a Conan, cabalgando por las escarpadas laderas de la montaña bajo el crepúsculo de color púrpura. Al cabo de un rato dijo con aspereza:

-Ahora que hemos venido a este país de diablos a causa de esos perros traidores kushafis, que seguramente volverán aquí para cortarte la garganta cuando duermas, ¿cuáles son tus planes?

Las palabras de Tubal indicaban el estado de ánimo de un sabueso gruñendo a su amo por haber acariciado la cabeza de otro perro. Conan inclinó la cabeza y escupió haciendo una mueca, para ocultar una sonrisa.

-Esta noche acamparemos en el cañón. Los caballos están demasiado cansados para abrirse paso por estos caminos en la oscuridad. Mañana seguiremos explorando.

Creo que los Ocultos tienen un campamento en esa zona, al otro lado del desfiladero -agregó Conan-. Las montañas que hay por aquí apenas están habitadas. Kushaf es la aldea más cercana y está a un día de marcha de caballo. Las tribus errantes se alejan de estos lugares por temor a los kushafis, y los hombres de Balash son demasiado supersticiosos para dedicarse a explorar esta garganta. Los Ocultos pueden entrar y salir sin que nadie los vea. No sé lo que haremos. Nuestro destino está en manos de los dioses.

Cuando bajaron hasta el cañón, vieron que el sendero se extendía a través de un terreno rocoso hasta la boca de un desfiladero estrecho y profundo que comenzaba en el sur. La muralla sur del cañón era más alta que la del norte y mucho más abrupta. Era de sólida roca negra, interrumpida a intervalos por las estrechas gargantas de los desfiladeros. Conan avanzó siguiendo el sendero hasta la primera curva. Entonces descubrió que aquella curva no era más que la primera de una larga serie. La noche caía poco a poco sobre el camino que daba vueltas como una serpiente.

-Éste será el camino que tomaremos mañana -dijo Conan.

Los hombres asintieron en silencio cuando el cimmerio los condujo hasta el cañón principal, donde aún había un poco de luz. El ruido de los cascos de los caballos resonaba con mil ecos diferentes.

Al avanzar un poco más hacia el oeste del barranco, se abría otra boca más en el cañón. Su suelo rocoso no mostraba huellas de camino alguno y se estrechaba con tal rapidez que Conan supuso que terminaría en alguna pared y no tendría salida.

A media distancia entre estas bocas del barranco, cerca de la muralla norte, había un pequeño manantial que vertía agua en un estanque natural abierto en la roca con el paso de los años. Detrás del manantial, en un nicho que parecía una cueva abierta en el desfiladero, crecían unas hierbas secas. Allí detuvieron a los cansados caballos. Acamparon junto al manantial y comieron carne desecada, para no arriesgarse a encender un fuego, temiendo que los vieran ojos enemigos.

Conan dividió el grupo en dos turnos de guardia. Envió a Tubal al lado oeste del campamento, cerca de la boca más estrecha, mientras que Hattusas ocupaba su puesto cerca de la boca del barranco oriental. Cualquier banda hostil que subiera, bajara o tratara de entrar por uno de aquellos senderos, tenía que tropezar forzosamente con alguno de los dos centinelas.

La oscuridad inundó el cañón, como una ola negra que descendía velozmente por las sombrías pendientes para cubrir después los barrancos. Las estrellas titilaban con una luz fría, blanca e impersonal. Por encima de los invasores se alzaban las enormes moles negras de aquellas montañas quebradas. Conan se durmió en seguida, preguntándose perezosamente qué siniestros espectáculos habrían contemplado esas montañas desde el origen del mundo.

La aguda percepción del bárbaro no había mermado a pesar de sus contactos con la civilización. Cuando Tubal se acercó a él y apoyó una mano en su hombro, Conan despertó, dio un salto y se agazapó, espada en mano, antes de que el shemita tuviese tiempo de tocarlo.

-¿Qué sucede? -preguntó Conan en voz baja.

Tubal se agachó a su lado. Sus gigantescos hombros parecían más grandes aún en la oscuridad. Más allá, al pie de los riscos, los caballos se agitaban inquietos. Conan se dio cuenta de que el peligro flotaba en el aire mucho antes de que Tubal hablase:

-¡Han asesinado a Hattusas, y la muchacha ha desaparecido! ¡La muerte nos acecha en la oscuridad!

-¿Cómo?

-Hattusas yace cerca del barranco, con el cuello cortado. Oí rodar una pequeña piedra desde la cañada oriental y me acerqué. Entonces vi a Hattusas en medio de un charco de sangre. Debió de morir silenciosa y súbitamente. No vi a nadie, ni tampoco oí otros ruidos en el barranco. Luego vine corriendo hasta aquí y me di cuenta de que Nanaia había desaparecido. Los diablos de las colinas han asesinado a una persona y se han llevado a otra sin hacer el menor ruido. Siento que la muerte anda rondando por aquí. ¡No hay duda de que éste es el Desfiladero de los Fantasmas!

Conan se apoyó en silencio sobre una rodilla, aguzando la mirada y el oído en la oscuridad. El hecho de que el zamorio hubiera muerto de aquella manera y que Nanaia se esfumara sin que se oyeran ruidos de pelea adquiría un tinte diabólico.

-¿Quién puede luchar en contra de los demonios, Conan? Montemos en nuestros caballos y vayámonos de aquí...

-¡Escucha...!

En algún lugar, unos pies descalzos se deslizaban sobre el suelo rocoso. Conan se puso en pie, tratando de ver algo en la oscuridad. Había unos hombres que se movían en las sombras. Unas siluetas negras se recortaron contra el fondo oscuro y avanzaron sigilosamente. El cimmerio desenvainó la daga con la mano izquierda, y Tubal se agazapó a su lado, aferrando su cuchillo ilbarsi. El hombre estaba inmóvil y en silencio, como un lobo al acecho.

La línea de sombrías figuras se movía lentamente, desplegándose a medida que se acercaba. Conan y el shemita retrocedieron unos pasos en dirección a la muralla rocosa, hasta que la tocaron con sus espaldas. De este modo evitarían que los rodearan.

El ataque fue repentino. Los pies desnudos producían un sonido ahogado sobre el suelo rocoso y el acero brillaba con un terrible fulgor en la oscuridad. Conan atacó y esquivó instintivamente varios golpes; casi no veía en la penumbra.

Mató al primer hombre que se puso al alcance de su espada. Tubal profirió un alarido salvaje cuando descubrió que sus enemigos, después de todo, eran humanos, y explotó con un ímpetu feroz. Los movimientos de su pesado cuchillo, de casi un metro de largo, eran devastadores. Codo con codo, con la pared rocosa a sus espaldas, los dos compañeros se sentían seguros contra un ataque desde el flanco o la retaguardia.

El acero chocó violentamente contra el acero, arrancando chispas azules. Luego se oyó el espantoso sonido de las hojas de los sables contra la carne y el hueso. Los hombres gritaban y jadeaban, exhalando sus últimos suspiros por sus gargantas cortadas. Durante unos momentos hubo una terrible confusión junto a la muralla rocosa. La lucha resultaba terriblemente rápida, difícil y desesperada a causa de la oscuridad. Pero quienes llevaban ventaja eran los dos hombres acorralados. Veían lo mismo que sus agresores, pero eran más fuertes y sabían que cuando atacaban, sus aceros se hundían en carne enemiga. Los otros tenían la paradójica desventaja de su número, ya que su ímpetu se enfriaba por el temor de matar a alguno de sus compañeros en la oscuridad.

Conan esquivó un sablazo, aun antes de darse cuenta de que la espada se había movido. Su contraataque tropezó con una cota de malla. El acero resbaló y encontró un muslo sin protección. El hombre cayó a tierra. Cuando el bárbaro atacó a un segundo individuo, el primero se arrastró sobre la roca y apuntó su cuchillo en dirección al cuerpo de Conan, pero fue inútil a causa de la cota de malla que también llevaba el cimmerio. Sin embargo, la daga de éste se hundió en la garganta de su atacante, que lo manchó de sangre al exhalar su último grito de agonía.

El ataque general terminó con la misma rapidez con la que había comenzado. Los atacantes se esfumaron como si fueran fantasmas. La oscuridad ya no era total porque en el borde oriental del cañón había una débil franja plateada que indicaba que la luna estaba saliendo.

Tubal no se detuvo y atacó a las siluetas en retirada, como un lobo sediento de sangre. Tropezó con un cadáver y lo apuñaló salvajemente antes de darse cuenta de que el hombre ya estaba muerto. Entonces Conan lo cogió por un brazo. Tubal casi hizo tambalear al poderoso cimmerio cuando se incorporó, resoplando como un toro enlazado.

-¡Espera, estúpido! -gruñó Conan-. ¿Es que quieres caer en una trampa?

Tubal respiró hondo y guardó silencio. Siguieron juntos a las vagas siluetas, que finalmente desaparecieron por la boca del barranco este. Allí Conan y Tubal se detuvieron, aguzando la vista en la oscuridad. En algún lugar, se oyó el choque de un canto rodado contra las rocas. Conan se puso en tensión, como una pantera que sospecha algo.

-Los perros siguen huyendo -murmuró Tubal-. ¿Vamos a seguirlos?

El cimmerio movió la cabeza negativamente. Con Nanaia cautiva, no podía permitirse el lujo de arriesgar su vida en aquel pozo oscuro en el que las emboscadas convertían cada paso en una invitación a la muerte. Luego volvieron al campamento y oyeron que los caballos relinchaban atemorizados a causa del olor a sangre fresca.

-Cuando la luna esté lo suficientemente alta e ilumine todo el cañón -dijo Tubal-, nos acribillarán con sus flechas desde el barranco.

-Tenemos que correr ese riesgo -repuso Conan con un gruñido-. Quizá sean malos arqueros.

Los dos hombres se agazaparon en silencio a la sombra de los riscos, mientras la luz de la luna, clara y fantasmagórica, iluminaba cada vez más el cañón. Ningún sonido interrumpía la tranquilidad del ambiente. Entonces, bajo la luz plateada de la luna, Conan examinó a los cuatro hombres muertos que el enemigo había dejado atrás. Al estudiar los rostros uno por uno, Tubal exclamó:

-¡Los adoradores del diablo! ¡Sabateos!

-No me extraña nada que se deslicen como felinos -musitó Conan.

En Shem había conocido la astucia y la maldad de la gente que practicaba aquel culto antiguo y abominable, y que adoraba al Pavo Real de Oro en los templos de la maldita Sabatea.

Luego agregó:

-¿Qué estarán haciendo aquí? Su patria es Shem. Veamos... ¡Ah!

Conan abrió la túnica del hombre que tenía delante. Allí, sobre el jubón de lino que cubría el ancho pecho del sabateo, aparecía el emblema de una mano sosteniendo una daga en forma de llama. Tubal rasgó las túnicas de los otros tres cadáveres. Todos ellos llevaban el mismo emblema con el puño y la daga. Entonces preguntó:

-¿Qué clase de religión practicarán los Ocultos, que atraen incluso a hombres de Shem y de Khitai, que se encuentran a miles de leguas de distancia?

-Eso es lo que me gustaría averiguar -respondió Conan. Por un momento permanecieron agachados al pie de los riscos. Después, Tubal se puso en pie y dijo:

-Y ahora, ¿qué haremos?

Conan señaló las manchas oscuras que había en la roca desnuda y que se veían claramente a la luz de la luna.

-Podemos seguir ese rastro.

Tubal limpió su cuchillo y lo envainó, mientras Conan enrollaba en su cintura una soga larga y fuerte que tenía un gancho de hierro de tres puntas en un extremo. Aquella soga le había sido muy útil en su época de ladrón. La luna ya estaba en lo alto y trazaba una línea plateada en medio del barranco.

Se acercaron a la boca de la cañada. No oyeron el siseo de las cuerdas de los arcos ni de las jabalinas en el aire de la noche. Tampoco se veían siluetas furtivas entre las sombras. El suelo estaba manchado de sangre. Los sabateos debían de haber sido gravemente heridos.

Fueron ascendiendo poco a poco por el barranco, a pie, porque Conan pensaba que sus enemigos también avanzaban a pie. Además, la cañada era tan estrecha y escarpada que allí cualquier jinete habría estado en desventaja en caso de lucha.

En cada curva esperaban una emboscada, pero el reguero de gotas de sangre no se interrumpía. Allí, las manchas de sangre no eran tan abundantes, pero sí las suficientes para señalar el camino a seguir.

Conan apuró el paso, esperando alcanzar a los sabateos. Aunque hacía tiempo que éstos habían partido, su paso sería mucho más lento a causa de su prisionera y de los heridos. El cimmerio pensó que Nanaia aún estaría viva, ya que de lo contrario habrían hallado su cadáver.

La cañada ascendía, se estrechaba, luego se ensanchaba, descendía, se curvaba y desembocaba en otro cañón que había al este y al oeste, de unos cien metros de ancho. El reguero de sangre continuaba hasta la pared sur, cortada a pico, y allí se interrumpía.

-Los perros kushafis decían la verdad -gruñó Tubal-. El sendero se termina en la pared de un desfiladero que sólo un pájaro podría atravesar.

Conan se detuvo, desconcertado. Habían perdido el rastro del antiguo camino del Desfiladero de los Fantasmas, pero aquél era, indudablemente, el que habían seguido los sabateos. Levantó sus ojos en dirección a la pared y comprobó que medía unos cien metros de altura. Por encima de su cabeza, a unos cinco metros, había un estrecho saliente rocoso de un metro de ancho y unos dos metros de largo. A media altura, Conan vio una mancha de sangre en la roca.

Conan desenrolló su soga, hizo girar en el aire su extremo más pesado y lo lanzó hacia arriba. El gancho quedó firmemente clavado en el borde del saliente. El cimmerio escaló con la ayuda de la soga con la misma facilidad que un hombre corriente por una escala. Al pasar junto a la mancha de sangre que había en el muro, Conan confirmó que se trataba de sangre seca, probablemente como consecuencia de haber subido a un hombre herido por allí.

Tubal, que se encontraba un poco más abajo, retrocedió unos pasos para tener una mejor perspectiva del saliente rocoso, temiendo que estuviera lleno de asesinos invisibles. Pero el rellano estaba vacío cuando Conan consiguió poner el pie en él.

Lo primero que vio fue un pesado aro de bronce encajado en la piedra, sobre el saliente, que no se veía desde abajo. El metal estaba desgastado por el uso. Había más sangre a lo largo del borde del saliente. Las manchas rojas llegaban hasta la pared y, allí, Conan vio algo más: las huellas de dedos manchados de sangre sobre la muralla de piedra. Examinó las grietas de la roca, luego colocó una mano sobre las huellas y empujó. Una sección de la pared giró suavemente hacia adentro. Conan se hallaba ante la puerta de un estrecho túnel, iluminado desde el otro extremo por la luz de la luna.

Entró en el túnel con la cautela de un leopardo al acecho. Inmediatamente oyó el grito de Tubal, que creyó que Conan se había fundido con la sólida roca. El cimmerio asomó la cabeza y los hombros para pedirle a su compañero que se callara, y luego continuó explorando.

El túnel era corto. La luz de la luna entraba por el extremo opuesto y permitía ver una hendidura abierta en la roca. Esta grieta se extendía a lo largo de unos treinta metros y luego trazaba una curva cerrada. La puerta por la que había entrado Conan era una losa irregular que colgaba sobre unos enormes goznes de bronce, bien engrasados. La puerta ajustaba perfectamente y su forma irregular hacía que las hendiduras parecieran grietas naturales de la pared.

En el interior del túnel había una escala de piel enrollada. Conan regresó al borde del saliente cargando la escala, sujetó un extremo al enorme anillo de bronce y dejó caer el resto hacia donde estaba Tubal. Mientras éste subía impaciente, el cimmerio recogió su soga y se la enrolló a la cintura.

Tubal masculló unas extrañas maldiciones shemitas al descubrir el misterio del sendero que se interrumpía más abajo. Luego preguntó:

-Pero ¿por qué la puerta no estaba cerrada por dentro?

-Probablemente los hombres entran y salen por ella constantemente, y es posible que a veces se encuentren en apuros y no les dé tiempo a llamar al centinela para que les abra. Sin embargo, es difícil descubrirla. Al menos yo no lo hubiera hecho, a no ser por estas huellas de sangre.

Tubal estaba dispuesto a entrar inmediatamente en el túnel, pero Conan no se sentía confiado del todo. No había visto ningún centinela y no creía que una gente que mostraba tanto ingenio en ocultar aquella entrada la dejara después sin vigilancia.

Recogió la escala de piel y la volvió a dejar en el rellano de piedra. Después cerró la puerta, dejando a oscuras aquella parte del túnel. Tras ordenar al impaciente Tubal que lo esperara allí, Conan recorrió el túnel y entró en la grieta.

Esta última tenía unos muros de cien metros de altura, pero desde arriba se filtraba la luz de la luna; la suficiente para que los ojos felinos de Conan pudieran ver.

Aún no había llegado a la curva cuando sus oídos percibieron un ruido de pasos. Apenas se había ocultado detrás de una pequeña formación rocosa cuando entró el centinela. El hombre avanzaba perezosamente, como quien cumple con una tarea monótona y rutinaria, confiando en su propia seguridad. Era un khitanio achaparrado, con un rostro que parecía una máscara de cobre. Caminaba con el típico balanceo del jinete, y arrastraba una jabalina.

Estaba pasando al lado de donde se encontraba oculto Conan cuando el instinto le hizo dar media vuelta; abrió la boca, soltó un gruñido y levantó la jabalina dispuesto a lanzarla. Pero el hombre aún no había terminado de darse la vuelta cuando el bárbaro ya estaba encima de él. En el mismo instante en que se levantaba la jabalina, bajaba la cimitarra de Conan. El khitanio cayó al suelo como un buey, con el cráneo abierto como un melón maduro.

Conan permaneció inmóvil mirando hacia el pasillo. Pensando que no habría ningún otro centinela, se arriesgó a lanzar un silbido. Tubal apareció rápidamente a su lado. El shemita gruñó ininteligiblemente al ver al centinela muerto.

Conan se inclinó y le levantó al khitanio el labio superior. Entonces quedaron al descubierto unos dientes afilados en punta.

-Otro hijo de Erlik, el Dios Amarillo de la muerte. Imposible saber cuántos más habrá en este desfiladero. Lo arrastraremos hasta esas rocas.

Más allá de la curva, el largo y profundo pasillo se extendía hasta una boca. Conan procuró asegurarse de que el khitanio era el único centinela que había allí.

Cuando por fin salieron al aire libre, la luz de la luna comenzaba a palidecer y se veían las primeras luces del alba. Allí, el desfiladero se convertía en un caos de rocas fragmentadas. Las gargantas se multiplicaban, convirtiéndose en media docena de estrechas cañadas que serpenteaban entre extrañas formaciones rocosas y enormes piedras desprendidas de las alturas, como el delta de un río. Derruidos pináculos y pequeñas torres de piedra negra se alzaban como espectros gigantescos bajo la pálida luz del alba.

Caminando entre aquellos extraños centinelas, los dos aventureros llegaron a una zona nivelada, sembrada de pequeños cantos rodados, que se extendía a lo largo de unos cien metros hasta el pie de un desfiladero. El sendero que habían tomado, hollado por muchos pies, cruzaba aquel espacio de terreno y luego subía serpenteante por el desfiladero, formando rampas cortadas en la roca. Pero no podían sospechar lo que había en la parte alta de los desfiladeros. A derecha e izquierda se veía la sólida muralla flanqueada por los rotos pináculos.

-¿Y ahora qué, Conan? -preguntó el shemita, que parecía un duende de las montañas sorprendido fuera de su cueva al amanecer.

-Creo que ya estamos cerca..., ¡escucha!

Sobre los riscos sonaron repentinamente las trompetas que habían escuchado la noche anterior, pero ahora se oían desde más cerca:

-¿Nos habrán visto? -se preguntó Tubal, tocando su daga. Conan se encogió de hombros.

-Nos hayan visto o no, lo cierto es que tenemos que cuidarnos antes de trepar por ese risco. ¡Aquí!

Señaló una formación rocosa que se alzaba como una torre entre sus compañeras menores. Los dos camaradas ascendieron rápidamente, procurando ocultarse entre las rocas para no ser vistos desde los riscos de enfrente. La cima estaba más alta de lo que habían pensado. Allí se ocultaron detrás de un saliente rocoso, mirando a través de la bruma rosácea del amanecer.

-¡Por Pteor! -juró Tubal.

Desde su punto de observación, los riscos de enfrente parecían el lado de un gigantesco bloque cúbico que se alzaba a unos cien o ciento cincuenta metros de altura. Sus lados verticales parecían inaccesibles, excepto allí donde se había tallado el sendero en la piedra. El este, el norte y el oeste estaban sembrados de fragmentos de rocas separadas de la llanura por el nivelado suelo del cañón, que variaba en anchura desde unos cien metros hasta un kilómetro. En el sur, el llano acababa en una gigantesca montaña desnuda, cuyos picos dominaban todo cuanto los rodeaba.

Pero los dos hombres prestaban poca atención a esta formación topográfica. Conan había esperado encontrar, al final del sendero cubierto de sangre, una especie de punto de cita: un grupo de tiendas de piel de caballo, una caverna, quizás, una aldea con casas de barro y piedra construidas en la ladera de una montaña. Pero en lugar de ello, los dos hombres estaban viendo una ciudad cuyas cúpulas y torres brillaban bajo la rosada luz del alba como una ciudad mágica arrancada de un país de fábula para ser llevada a aquella región inhóspita.

-¡La ciudad de los demonios! -gritó Tubal-. ¡Esta ciudad es obra de algún encantamiento o brujería!

Y a continuación hizo sonar sus dedos para ahuyentar a los malos espíritus.

La meseta tenía forma ovalada y medía unos dos kilómetros de norte a sur y algo menos de un kilómetro de este a oeste. La ciudad estaba cerca de su extremo sur, casi pegada a la montaña que había detrás de ella. Bajo la luz del alba resplandecía un enorme edificio cuya cúpula estaba recubierta de adornos de oro. Dominaba las casas de techos planos y se alzaba por encima de los árboles.

La sangre cimmeria que corría por las venas de Conan reaccionó ante el sombrío aspecto del paisaje. Estaba sobrecogido por el contraste entre las lúgubres formaciones rocosas negras con manchas verdes y el colorido de la ciudad. El brillo de aquella cúpula con adornos dorados resultaba siniestro, y las negras rocas formaban un decorado idóneo. Era como una ciudad de un misterio antiguo y demoníaco, que se alzaba entre las ruinas y la decadencia de siglos.

-Éste debe de ser el reducto de los Ocultos -murmuró Conan-. ¿Quién hubiera sospechado que íbamos a encontrar una ciudad como ésta en una región deshabitada?

-No podemos luchar contra una ciudad entera -gruñó Tubal.

Conan guardó silencio mientras examinaba el panorama. La ciudad no era tan grande como parecía a simple vista. Era compacta y carecía de murallas protectoras. Un parapeto que se alzaba en el borde del llano constituía toda su defensa. Las casas de dos y tres plantas estaban situadas en medio de huertos y jardines, lo que resultaba sorprendente porque el llano parecía de sólida roca, sin tierra para la vegetación. Conan tomó una decisión y dijo:

-Tubal, regresa a nuestro campamento en el Desfiladero de los Fantasmas. Toma los caballos y ve hasta Kushaf. Dile a Balash que necesito todas sus espadas, trae a los kozakos y a los kushafis a estos desfiladeros y espera hasta que recibas una señal mía o sepas que he muerto.

-¡Que Pteor devore a Balash! ¿Y tú qué harás?

-Entraré en la ciudad.

-¡Estás loco!

-No te preocupes, amigo. Es la única forma de salvar la vida de Nanaia. Luego haremos planes para atacar la ciudad... si vivo y estoy libre. En ese caso te encontraré aquí mismo. Y si no es así, tú y Balash haréis lo que os parezca más conveniente.

-¿Y qué vas a hacer con este nido de demonios? Conan entrecerró los ojos y respondió:

-Quiero una base para formar un imperio. No podemos quedarnos en Iranistán ni regresar a Turan. ¿Quién sabe lo que podría hacer yo de este lugar inaccesible? Ahora vete.

-Balash no me estima en nada. Me escupirá en la cara y lo mataré yo a manos de sus perros.

-No hará eso.

-No vendrá.

-Vendría desde el infierno si yo lo llamase.

-Sus hombres no vendrán. Temen a los diablos.

-Vendrán cuando tú les digas que los diablos son sólo seres humanos.

Tubal se acarició la barba preocupado y acto seguido manifestó su verdadera objeción en dejar solo a Conan:

-¡Los cerdos de esta ciudad te desollarán vivo!

-Nada de eso. Será un juego de astucia contra astucia. Seré un fugitivo de la cólera del rey, un proscrito que busca refugio.

Tubal no discutió más. Sin dejar de mesarse la barba, el shemita descendió del risco y desapareció por el desfiladero. Cuando se perdió de vista, Conan también bajó de su atalaya y caminó lentamente en dirección a los peñascos.

3- Los Ocultos

Conan llegó al pie de los riscos y comenzó a ascender por el inclinado camino sin haber visto todavía a ningún ser humano. El sendero se extendía interminablemente en una sucesión de rampas, con muros gigantescos, que no podían ser obra de los ilbarsi. Parecía antiguo y fuerte como la misma montaña.

En los últimos diez metros, las rampas daban paso a un tramo de empinados peldaños tallados en la roca. Hasta entonces nadie había detenido a Conan. Atravesó una línea de fortificaciones bajas, situadas en el borde de la meseta, y acto seguido se encontró con siete hombres que estaban jugando a algo.

Al escuchar el ruido de las botas del cimmerio sobre la grava, los siete hombres se pusieron en pie rápidamente, mirándolo con ojos salvajes. Eran zuagires, shemitas del desierto, delgados guerreros de nariz aguileña tocados con kefías; llevaban dagas y cimitarras, que sobresalían de sus anchas fajas. De inmediato cogieron las jabalinas que habían dejado sobre el suelo y se dispusieron a lanzarlas.

Conan no mostró sorpresa alguna. Se detuvo y los miró con absoluta tran quilidad. Los zuagires, inseguros como gatos salvajes acorralados, lo miraron, a su vez, enormemente extrañados.

-¡Conan! -exclamó el más alto de ellos, mirándolo con una expresión de temor supersticioso-. ¿Qué haces aquí?

El cimmerio guardó silencio durante un momento, observando a los hombres, y repuso:

-Busco a vuestro amo.

Las palabras de Conan no parecieron tranquilizarlos. Murmuraron algo entre ellos, al tiempo que hacían oscilar las jabalinas como si se dispusieran a arrojarlas. El zuagir alto les dijo gritando:

-¡Parloteáis como cuervos! Está claro.- estábamos jugando y no lo vimos venir. Hemos dejado de cumplir nuestro deber. Si esto se llega a saber, seremos castigados. Matémoslo ahora mismo y luego lo arrojaremos desde el risco.

-Sí -repuso Conan-. Intentadlo. Y cuando vuestro amo pregunte: «¿Dónde está Conan, que me traía noticias importantes?», responderéis: «Simplemente lo hemos asesinado y arrojado por un precipicio».

Los hombres parpadearon ante estas palabras del cimmerio. Uno de ellos gruñó:

-Atravesadle las tripas con una jabalina. Nadie lo sabrá.

-¡No! Si fallamos y no lo derribamos al primer golpe, se abalanzará sobre nosotros como un lobo sobre las ovejas.

-¡Cogedlo y cortadle la garganta! -sugirió el más joven del grupo.

Los demás lo miraron con un gesto tan siniestro que Conan dio un paso atrás para disponerse a atacar. Luego dijo:

-Sí, cortadme la garganta, ¿por qué no? Es posible que uno de vosotros quede vivo para contarlo.

Al tiempo que hablaba, Conan desenvainó la cimitarra para calcular distancias.

-Los cuchillos son silenciosos -murmuró el más joven.

La parte posterior de una jabalina se hundió en su vientre. El joven se dobló en dos, tratando de respirar mejor. El que parecía su jefe acababa de aplicarle el afectuoso golpe a modo de advertencia para que guardara silencio. Los zuagires se calmaron al instante. El más alto le preguntó a Conan:

-¿Acaso te esperan?

-¿Habría venido de no ser así? ¿Acaso el cordero se mete en las fauces del lobo?

-¿Cordero? -preguntó el zuagir en tono burlón-. Más bien un lobo gris con sangre en sus colmillos.

-Si se vierte sangre, será la de los estúpidos que han desobedecido a su amo. Anoche, en el Desfiladero de los Fantasmas...

-¡Por Hanumán! ¿Fue contra ti que pelearon los imbéciles sabateos? Dijeron que habían matado a un comerciante de Vendhia y a sus criados en el desfiladero.

¡Ésa era la razón por la cual los centinelas se mostraron tan descuidados! Por alguna razón, los sabateos habían mentido sobre el resultado de la lucha, y los centinelas del camino no esperaban ser perseguidos.

-¿Ninguno de vosotros se hallaba entre ellos? -preguntó Conan.

-¿Acaso cojeamos? ¿Sangramos por alguna herida? ¿Lloramos de dolor? ¡No, nosotros no peleamos contra Conan!

-Entonces, sed más prudentes y no cometáis errores. Me llevaréis ante él porque me está esperando. ¿O queréis enfurecerlo, ignorando y despreciando sus órdenes?

-¡Que los dioses no lo permitan! -exclamó el zuagir alto-. No hemos recibido ninguna orden con respecto a ti. Pero si esto es una mentira, nuestro amo te hará pedazos; si no lo es, entonces no se nos podrá culpar de nada. Entrega tus armas y te llevaremos a sus...

Conan entregó las armas. En condiciones normales, hubiera luchado hasta morir antes de permitir que lo desarmaran, pero en ese momento estaba jugando una carta muy importante. El jefe del grupo hizo que el joven zuagir se incorporara, le dio un puntapié en las nalgas y luego le ordenó que vigilara el camino porque en ello le iba la vida. A continuación bramó unas cuantas órdenes a los demás.

Cuando rodearon al desarmado cimmerio, éste sabía que todos aquellos hombres estaban deseando clavarle un cuchillo en la espalda. Pero también había visto una nota de inseguridad en las primitivas mentes de aquellos hombres, de modo que supo que no se atreverían a atacarlo.

Comenzaron a caminar por el camino que conducía a la ciudad. Conan preguntó con tono indiferente:

-¿Entraron los sabateos a la ciudad poco antes del amanecer?

-Sí -fue la lacónica respuesta.

-No podían avanzar con rapidez -musitó Conan-. Llevaban heridos y una muchacha, su prisionera... Uno de los hombres dijo:

-En cuanto a la muchacha...

El jefe le ordenó que se callara y miró con un gesto siniestro a Conan, al tiempo que decía:

-No le contestéis. Si se burla de nosotros, no le haremos caso. Una serpiente es mucho menos astuta que él. Si hablamos con él, nos engañará antes de que lleguemos a Yanaidar.

Conan tomó nota del nombre de la ciudad, que confirmaba la leyenda que Balash había contado.

-¿Por qué desconfiáis de mí? -preguntó-. ¿Acaso no he venido con las manos abiertas?

-Sí -repuso el zuagir, haciendo una mueca-. Ya te he visto venir otra vez a ver a los amos hirkanios de Khorusún con las manos abiertas, pero cuando las cerraste, las calles se tiñeron de rojo. No, Conan, te conozco desde hace mucho tiempo, desde la época en que conducías a tus bandidos por las este pas de Turan. No puedo ponerme a tu altura en astucia, pero sé morderme la lengua cuando es necesario. No me engañarás con tus palabras. No hablaré y, si alguno de mis hombres te contesta, le partiré la cabeza.

-Ahora me acuerdo de ti -dijo Conan-. Tú eres Antar, el hijo de Adi. Eras un valiente guerrero.

El rostro lleno de cicatrices del zuagir se iluminó ante el elogio. Luego se puso serio, dirigió unas duras palabras a un hombre que no había hecho ni dicho nada y, a continuación, comenzó a caminar rápidamente delante del grupo.

Conan avanzó como quien va entre una escolta de honor. Su porte impresionó a los guerreros. Cuando llegaron a la ciudad, llevaban las jabalinas apoyadas en el hombro, en lugar de tenerlas dispuestas para clavárselas a Conan.

En cuanto se acercaron a Yanaidar, comenzó a percibirse la vida secreta de las plantas. Se había empleado tierra traída con dificultad desde remotos valles para rellenar las numerosas depresiones que había en la superficie del llano. Un complejo sistema de zanjas de irrigación, que comenzaban en alguna fuente natural de agua cerca del centro de la ciudad, regaba los huertos y jardines. Rodeado por un círculo de picos de montaña, el llano parecía tener un clima más cálido de lo que era normal en aquella zona.

El camino se extendía entre grandes huertos y llegaba hasta la ciudad. Había casas de techos planos que flanqueaban las calles bien pavimentadas, y cada una de ellas tenía un extenso jardín en la parte posterior. En el extremo más alejado de la calle había una serie de barrancos que separaban la ciudad de la montaña. La meseta parecía un enorme rellano que sobresalía de la masa montañosa.

Los hombres que trabajaban en los huertos y jardines, o caminaban por la calle, se detenían a mirar a los zuagires y a su prisionero. Conan vio iranistanios, hirkanios, shemitas e incluso algunos vendhios y negros kushitas.

Pero no había ilbarsis. Evidentemente, la heterogénea población no tenía relación alguna con los nativos montañeses.

La calle se ensanchaba, formando una especie de plaza al sur, rodeada por una maciza muralla que encerraba el palacio con la espléndida cúpula dorada.

No había centinelas en las enormes puertas de bronce con herrajes dorados. Sólo un negro vestido con ropas llamativas, que se inclinó al abrir las puertas. Conan y la escolta entraron en un amplio patio con baldosines de colores. En su centro había una fuente, de cuyas aguas disfrutaban unas cuantas palomas. Al este y al oeste, el patio tenía muros, por encima de los cuales sobresalía la vegetación de algunos jardines. El cimmerio vio una esbelta torre que se alzaba a la misma altura que la cúpula, cuyas incrustaciones de oro brillaban a la luz del sol.

Los zuagires atravesaron el patio hasta llegar al pórtico rodeado de columnas, donde se detuvieron junto a una guardia formada por treinta hirkanios, espléndidos con sus cascos emplumados, armaduras doradas, escudos de piel de rinoceronte y cimitarras con vainas de oro. El capitán, un individuo con rostro de halcón, intercambió algunas palabras con Antar, el hijo de Adi. Conan adivinó por sus gestos que los dos hombres no simpatizaban.

Entonces el capitán, a quien el zuagir había llamado Zahak, hizo un gesto con su mano delgada y amarillenta, y Conan se vio inmediatamente rodeado por una docena de hirkanios. Acto seguido avanzaron lentamente, subieron unos anchos escalones de mármol y atravesaron la amplia arcada, cuyas puertas quedaron abiertas de par en par. Los zuagires los siguieron, un tanto preocupados.

Atravesaron amplios salones débilmente iluminados. Del techo colgaban humeantes incensarios de bronce y a cada lado había una serie de alcobas ocultas con tapices, que parecían encerrar grandes misterios. Sobre aquellos enormes salones parecía cernirse una amenaza intangible.

Al cabo de un rato entraron en un salón más amplio que los anteriores y se acercaron a una puerta de bronce que vigilaban dos centinelas vestidos con espléndidos uniformes. Se quedaron inmóviles como estatuas, mientras que los hirkanios, en compañía de su prisionero o invitado, entraron en una habitación semicircular. Las paredes estaban cubiertas de tapices con figuras de dragones que tapaban todas las aberturas, excepto la que les había servido de entrada. Del techo trabajado en oro y ébano colgaban unas lámparas doradas.

Frente a la entrada y en el extremo opuesto de la habitación había una enorme tarima de mármol. Encima de ésta había una silla con dosel, que parecía un trono, y sobre los cojines de seda había una delgada figura vestida con una túnica bordada en perlas. En el turbante rosado brillaba un enorme broche de oro en forma de mano sosteniendo una daga llameante. El hombre tenía rostro ovalado, moreno, con una pequeña barba en punta. Conan intuyó que el individuo era oriundo del Lejano Oriente, de Vendhia o de Kosala. Sus ojos negros estaban fijos en un trozo de cristal colocado sobre un pequeño pedestal que había enfrente de él. El cristal tenía el tamaño de un puño y forma casi esférica, pero estaba tallado como una piedra preciosa. La intensidad de su brillo no provenía de las luces del salón en el que se hallaba el trono. Era como si un fuego misterioso ardiera en su interior.

A cada lado del trono había un gigantesco kushita. Parecían estatuas de basalto negro y estaban desnudos, excepto por el taparrabos de seda y las sandalias. En la mano sostenían espadas curvas de hoja ancha.

-¿Quién es éste? -preguntó el hombre que ocupaba el trono, en lengua hirkania.

-¡Conan el cimmerio, señor! -respondió Zahak. Sus ojos negros parpadearon con interés y con una chispa de sospecha.

-¿Cómo ha venido a Yanaidar sin anunciarse?

-Los perros zuagires que vigilan la escalera dicen que se acercó a ellos jurando que había sido llamado por el Mago de los Hijos de Yezm.

Conan se puso tenso al escuchar el título y fijó sus fogosos ojos azules en el rostro ovalado que tenía delante. Pero no dijo nada. Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar valientemente. Su próximo movimiento dependía de las palabras del Mago. Era probable que lo acusaran de impostor y lo condenaran. Pero Conan creía que ningún gobernante ordenaría su ejecución sin tratar de averiguar antes por qué estaba allí, y también sabía que pocos gobernantes confían plenamente en sus súbditos.

Después de hacer una pausa, el hombre del trono dijo:

-Ésta es la ley de Yanaidar: ningún hombre puede subir por la escalera a menos que haga la señal para que los centinelas puedan saber qué desea. Si no reconócela señal, el guardia de la puerta debe hablar con el forastero antes de permitirle que suba la escalera. Conan no fue anunciado. No se avisó al centinela de la puerta. ¿Hizo Conan la señal cuando se hallaba en la parte baja de la escalera?

Antar, sudando, lanzó una mirada venenosa a Conan y dijo con aprensión:

-El centinela del desfiladero no nos avisó. Conan apareció en el risco antes de que pudiéramos verlo, aun cuando vigilábamos como águilas. Es un mago que se hace invisible a voluntad. Creíamos que decía la verdad cuando dijo que tú lo habías mandado llamar, porque de otra forma no podría conocer el camino secreto...

El sudor perlaba la frente del zuagir. El hombre del trono no parecía escucharlo. Zahak le dio un golpe violento a Antar en la boca con la mano abierta.

-¡Perro, calla hasta que el Mago te ordene que hables!

Antar dio un paso atrás. La sangre le chorreaba por la barba, y miró con una expresión siniestra al hirkanio, sin decir nada. El Mago movió lánguidamente la mano, al tiempo que decía:

-Llevaros a los zuagires. Que permanezcan bajo vigilancia hasta nueva orden. Aun cuando se espere la llegada de un hombre, los centinelas jamás deben ser sorprendidos. Conan no conocía la señal y sin embargo subió por la escalera sin que nadie lo detuviese. Si se hubiera vigilado bien el desfiladero, ni siquiera Conan habría podido subir. No es un brujo. Puedes retirarte. Hablaré a solas con él.

Zahak se inclinó y condujo a sus hombres entre silenciosas filas de guerreros alineados ante la puerta. Los temblorosos zuagires caminaron entre ellos. Cuando pasaron al lado de Conan, lo miraron en silencio, con una mirada cargada de odio.

Zahak cerró las puertas de bronce tras de sí. El Mago le habló a Conan en lengua iranistania.

-Habla con entera libertad. Estos negros no entienden el iranistanio.

El cimmerio empujó con un pie el diván que tenía delante para acercarlo más a la tarima, y se sentó cómodamente en él antes de hablar. Luego apoyó sus pies en un taburete de terciopelo. El Mago no manifestó sorpresa ante el hecho de que su visitante tomara asiento sin su permiso. Sus primeras palabras demostraron que había tenido muchos contactos con occidentales y que había adoptado algunas de sus actitudes para sus propios fines. Luego, el Mago dijo:

-No mandé llamarte.

-Por supuesto que no -repuso Conan-. Pero tenía que decirles algo a esos estúpidos o, de lo contrario, matarlos a todos.

-¿Qué vienes a hacer aquí? -preguntó el Mago.

-¿Qué puede buscar una persona que se refugia en un nido como este de hombres fuera de la ley?

-Puedes haber venido como espía.

Conan soltó una carcajada y preguntó a su vez:

-Espiar, ¿para quién?

-¿Cómo conocías el camino?

-Seguí a los buitres. Siempre me conducen a mi destino.

-Lo creo, porque los has alimentado con frecuencia. ¿Y el khitanio que vigilaba el pasillo?

-Está muerto. Seguramente no escuchó mis razones.

-Los buitres te siguen a ti, y no tú a ellos -comentó el Mago-. ¿Por qué no me anunciaste tu llegada?

-¿Cómo? Anoche, en el Desfiladero de los Fantasmas, un grupo de esos necios tuyos nos atacó. Mataron a uno de mis hombres y se llevaron a otra persona. El cuarto huyó atemorizado y por esa razón seguí solo cuando salió la luna.

-Eran sabateos, y su obligación consiste en vigilar el Desfiladero de los Fantasmas. No sabían que tú me buscabas. Al amanecer entraron cojeando en la ciudad, uno de ellos moribundo y los demás heridos. Juraron que habían matado a un rico comerciante de Vendhia y a sus criados en el Desfiladero de los Fantasmas. Evidentemente temían confesar que huyeron, dejándote vivo. Pagarán cara su mentira, pero todavía no me has dicho a qué has venido.

-Busco refugio. El rey de Iranistán y yo hemos discutido. El Mago se encogió de hombros.

-Lo sé. Kobad Sha no te molestará por algún tiempo. Fue herido por uno de nuestros agentes. Sin embargo, el escuadrón que mandó para que te buscara está siguiendo tus pasos.

A Conan se le erizó el cabello por el asombro que le produjeron las artes adivinatorias del brujo.

-¡Por Crom, que estás al tanto de todas las noticias! El Mago asintió con un leve movimiento de cabeza, mirando el cristal. Luego aclaró:

-Es un juguete, pero tiene sus usos. Sin embargo, hemos mantenido nuestro secreto. Conocías la existencia de Yanaidar y el camino que conduce a nuestra ciudad; seguramente te habrás enterado por algún miembro de la Hermandad. ¿Acaso te envió el Tigre?

Conan se dio cuenta de la trampa que le estaban tendiendo.

-No conozco a ningún Tigre -repuso-. No necesito que nadie me cuente secretos. Me entero de ellos por mí mismo. He venido aquí porque necesito un lugar donde ocultarme. He caído en desgracia en Anshán y los turanios me empalarían si me llegan a capturar.

El Mago dijo algo en lengua estigia. Conan, sabiendo que el hombre no cambiaría en vano el idioma de su conversación, lo ignoró.

El Mago le dijo algo a uno de los negros. El gigante extrajo de su cinto un martillo de plata y dejó al descubierto una campana oculta por los tapices. Apenas había desaparecido el eco de la llamada cuando se abrieron las puertas de bronce por las que entró un hombre delgado con una blanca túnica de seda, que se inclinó ante la tarima. Era estigio, a juzgar por su cabeza afeitada. El Mago lo llamó Khaza y le hizo una pregunta en el mismo idioma en el que había hablado con Conan. Khaza respondió en la misma lengua.

-¿Conoces a este hombre? -preguntó el Mago.

-Sí, mi señor.

-¿Lo han incluido tus espías en sus informes?

-Sí, mi señor. El último despacho de Anshán hablaba sobre él. La noche que tu criado trató de ejecutar al rey, este hombre habló con el monarca secretamente una hora antes del ataque. Después de abandonar muy deprisa el palacio, huyó de la ciudad con sus trescientos jinetes y, la última vez que se le vio, avanzaba por el camino de Kushaf. Lo perseguían los jinetes de Anshán, pero todavía no sé si éstos abandonaron o no la persecución.

-Puedes retirarte.

Khaza hizo una reverencia y se retiró. El Mago meditó durante unos instantes. Luego levantó la cabeza y dijo:

-Creo que dices la verdad. Huiste de Anshán a Kushaf, donde no se recibiría bien a ningún amigo del rey. Es conocida tu enemistad hacia los turanios. Necesitamos un hombre así, pero no puedo iniciarte hasta que el Tigre te vea. Ahora no está en Yanaidar, pero llegará mañana al amanecer. Mientras tanto, me gustaría saber cómo te enteraste de la existencia de nuestra sociedad y de nuestra ciudad.

Conan se encogió de hombros.

-Escucho los secretos que cuenta el viento cuando sopla sobre las ramas de los tamariscos secos, y los relatos que hacen los hombres de las caravanas cuando se sientan alrededor del fuego.

-Entonces, ¿conoces nuestros fines y nuestras ambiciones?

-Sé cómo os llamáis a vosotros mismos -repuso Conan, dando un tono ambiguo a su respuesta.

-¿Sabes lo que significa mi título?

-Mago de los Hijos de Yezm..., mago jefe de los yezmitas. En Turan dicen que los yezmitas fueron una raza precataclísmica que vivía en las costas del mar de Vilayet y practicaba extraños ritos, la hechicería y el canibalismo antes de la llegada de los hirkanios, que destruyeron a los pocos que quedaban.

-Eso se dice -musitó el Mago-. Pero sus descendientes aún viven en las colinas de Shem.

-Eso suponía -dijo Conan-. Oí contar algunas cosas sobre ellos, pero hasta ahora las había considerado pura leyenda.

-¡Sí! El mundo las considera leyendas, pero desde la creación del mundo el fuego de Yezm no se ha extinguido, aun cuando durante siglos sólo haya sido un montón de brasas. La Sociedad de los Ocultos es el culto más antiguo del mundo. Se remonta a siglos antes de Mitra, Ishtar y Asura. No reco noce diferencias de raza o religión. En el pasado, sus ramas se extendían por todo el mundo, desde Grondar hasta Valusia. Hombres de muchas tierras y razas pertenecen y han pertenecido a la Sociedad de los Ocultos. Los yezmitas fueron, en un tiempo, su única rama, y los sacerdotes del culto se elegían entre los de su raza.

El Mago hizo una pausa y al cabo de unos segundos agregó:

-Después del Cataclismo, el culto se restableció por sí solo. En Estigia, en Aquerón, en Koth y en Zamora había grupos de seguidores, envueltos en misterio, y de quienes sospechaban a medias los miembros de las razas entre las que vivían. Pero transcurrieron miles de años y estos grupos quedaron aislados, y cada rama siguió su propio camino, debilitándose a causa de su falta de unidad. En la antigüedad, los Ocultos regían los destinos de los imperios. No dirigían los ejércitos en el campo de batalla, pero luchaban mediante el veneno y el fuego, y también con la daga llameante que cortaba en la oscuridad. Sus emisarios, vestidos con capas de color escarlata, eran emisarios de la muerte y recibían órdenes del Mago de los Hijos de Yezm, y los reyes morían en Luxur, Pithon, Kuthchemes y Dagón. Yo soy descendiente del que fue Mago de Yezm en los días de Thuthamon, ¡al que el mundo entero temía!

Una chispa de fanatismo brilló en los ojos del hombre, que siguió diciendo:

-En mi juventud soñé con la antigua grandeza del culto en el que había sido iniciado de niño. La riqueza que salía de las minas de mi estado convirtió el sueño en realidad. Virata de Kosala llegó a ser Mago de los Hijos de Yezm, el primer hombre en quinientos años que se titulaba así. El credo de los Ocultos es amplio y preñando como el mar, y reúne a hombres de sectas muy diferentes. Fue uniendo a todas las ramas separadas: los zugitas, jhilitas, erlikitas, yezuditas y otros. Mis emisarios viajaron por todo el mundo, buscando y encontrando a miembros de la antigua sociedad. Allí estaban... en populosas ciudades, entre peladas montañas, en el silencio de los desiertos. Lenta pero seguramente mi grupo fue creciendo, ya que no sólo he reunido a todas las ramas del culto sino que también recluté gente entre espíritus desesperados, pero valientes, pertenecientes a otras razas y sectas. Todos son uno ante el Fuego de Yezm. Entre mis seguidores tengo adoradores de Gullah, Set y Mitra, de Derketo, Ishtar y Yun.

«Hace diez años llegué a esta ciudad con mis seguidores -continuó el Mago-, pero entonces esto no era más que un montón de ruinas, e incluso un lugar desconocido para los montañeses de la región porque las leyendas del país, pura superstición, los alejaban de aquí. Los edificios eran un conjunto de piedras derruidas, los canales estaban llenos de escombros y los huertos invadidos por arbustos y malas hierbas. La reconstrucción tardó seis años. Invertí la mayor parte de mi fortuna en la tarea, ya que transportar material en secreto era un trabajo lento y peligroso. Lo trajimos de Iranistán, por la antigua ruta de las caravanas del sur, y luego mediante una rampa antigua que existía en el lado occidental del llano y que más tarde destruí. Pero finalmente pude contemplar a la olvidada Yanaidar, tal como había sido en tiempos remotos. ¡Mira!

El Mago se puso en pie, haciendo una señal con la mano. Los gigantescos negros se colocaron a su lado y avanzó en dirección a una habitación oculta por un tapiz. Luego se acercaron a un balcón con celosías, que daba a un jardín cerrado por una muralla de cinco metros de altura. La muralla estaba casi completamente oculta por unos espesos arbustos. De las masas de árboles emanaba una exótica fragancia que se unía a la de las flores, entre las que había varias fuentes. Conan vio mujeres que paseaban entre los árboles, vestidas con túnicas de seda transparente y adornadas con joyas; eran muchachas esbeltas, en su mayor parte vendhias, iranistanias y shemitas. Varios hombres, que parecían drogados, se encontraban tendidos bajo los árboles sobre cojines de seda. En algún lugar sonaba una música melodiosa.

-Éste es el Jardín del Paraíso tal como era en los viejos tiempos -dijo Virata cerrando la ventana y regresando luego al salón del trono-. Mis sirvientes están drogados con el jugo del loto púrpura. Al despertar en este jardín, junto a las mujeres más bellas del mundo, creen que están realmente en el cielo prometido para aquellos que mueren sirviendo al Mago.

El kosalano sonrió débilmente y agregó:

-Te enseño esto porque a ti no te haré probar paraísos como éste. No eres tan necio como para dejarte dragar fácilmente. Pero tampoco te hace daño conocer estos secretos. Si el Tigre no te aprueba, estos conocimientos morirán contigo. Si, por el contrario, te acepta, en cualquier caso no sabrás mucho más que uno de los Hijos de la Montaña.

«Podrás ascender muy alto en mi imperio -continuó el Mago-. Llegaré a ser tan poderoso como mi antepasado. Me preparé durante seis años, y luego comencé a llevar a cabo el plan. En los últimos cuatro años, mis seguidores han vencido en todas partes, con sus dagas envenenadas, como en los viejos tiempos, sabiendo que no hay ninguna otra ley salvo mi voluntad; son invencibles e incorruptibles, y busca la muerte más que la vida.

-¿Y cuál es tu mayor ambición? -preguntó Conan.

-¿No lo has adivinado? -preguntó en un susurro el kosalano con los ojos en blanco, arrebatado por el fanatismo.

-¿Quién no lo adivinaría? -dijo Conan con un gruñido-. Pero me gustaría escucharlo de tus propios labios.

-¡Gobernaré en todo el mundo! Desde Yanaidar, sentado aquí, en este trono, dirigiré los destinos del universo. Los reyes en sus tronos no serán más que muñecos en mis manos. Aquellos que desobedezcan mis órdenes, morirán. Nadie osará desobedecer. El poder será mío. ¡El poder! ¡Yajur! ¿Acaso hay algo mejor en el mundo?

Conan comparó en silencio las ansias de poder absoluto del Mago con el papel del misterioso Tigre, que debía decidir el destino del cimmerio. La autoridad de Virata, evidentemente, no era suprema.

-¿Dónde está Nanaia? -preguntó Conan-. Tus sabateos se la llevaron después de asesinar a mi lugarteniente Hattusas. La sorpresa se reflejó en el rostro de Virata.

-No sé a quién te refieres. No han traído con ellos a ninguna prisionera.

El cimmerio estaba seguro de que el Mago mentía, pero también se dio cuenta de que era inútil presionar. Pensó en varias posibles razones por las cuales Virata negaba conocer la existencia de la joven, y todas ellas eran inquietantes.

El Mago hizo una señal al negro, que volvió a hacer sonar la campana. En ese momento volvió a entrar Khaza, haciendo una reverencia.

-Khaza te enseñará tus aposentos -dijo Virata-. Te llevarán comida y bebida. No eres un prisionero y, por lo tanto, no habrá centinelas que te vigilen. Sin embargo, te rogaré que no abandones tu habitación sin escolta. Mis hombres desconfían de todos los forasteros, y hasta que estés iniciado...

El Mago dejó la frase sin terminar y se sumió en un silencio significativo.

4. Espadas susurrantes

El impasible estigio condujo a Conan a través de las puertas de bronce, pasando junto a filas de guardias y luego por un estrecho corredor que partía del vestíbulo principal. Condujo al cimmerio a una habitación con techo abovedado, construido en marfil y con una pesada puerta de madera. No tenía ventanas. El aire y la luz entraban por unas aberturas que había en la cúpula. Las paredes estaban cubiertas con ricos tapices y el suelo lleno de mullidas alfombras.

Khaza hizo una reverencia y salió de la habitación sin haber pronunciado una sola palabra, cerrando la puerta tras de sí. Conan tomó asiento sobre un diván de terciopelo. Ésa era la situación más extraña en la que se había encontrado en toda su vida plena de aventuras salvajes y violentas. Se preguntó qué sería de Nanaia y pensó cuál sería su próximo paso.

En el corredor se oyó el ruido de pies calzados con sandalias. En ese momento entró Khaza, seguido por un negro que cargaba unos platos de oro llenos de comida; también traía una

jarra de vino dorada. Antes de que Khaza cerrara la puerta, Conan vio el pico de un casco que sobresalía entre los tapices que cubrían la entrada de una alcoba, en el lado opuesto del corredor. Virata había mentido al asegurar que no lo vigilaría ningún centinela, lo que era de esperar.

-Vino de Kiros, mi señor, y comida -dijo el estigio-. En seguida vendrá una doncella hermosa como el amanecer para entreteneros.

-Está bien -dijo Conan con un gruñido.

Khaza hizo una señal al esclavo para que dejara la comida sobre una mesa. Probó personalmente cada plato y bebió de la jarra de vino, antes de hacer otra reverencia y salir de la habitación. Conan, alerta como un lobo acorralado, se dio cuenta de que el estigio había probado el vino y que, al abandonar la habitación, se tambaleaba un poco. Cuando se cerró la puerta detrás de los hombres, el cimmerio olió el vino. Mezclado con su fragancia natural, y tan débil que sólo su bárbaro olfato podía detectarlo, percibió un aroma que reconoció inmediatamente. Era el olor del loto púrpura de los pantanos del sur de Estigia, que provocaba un sueño largo o corto, según la cantidad que se tomara. Por ello Khaza había tenido que abandonar la habitación antes de que lo venciera el sueño. Conan se preguntó si Virata, después de todo, no intentaría enviarlo al Jardín del Paraíso.

Otra detallada investigación lo convenció de que la comida no contenía ningún narcótico. Comenzó a comer con gran apetito.

En cuanto terminó, se quedó contemplando la bandeja, todavía hambriento, como si esperara encontrar allí algo más de comer, y en ese momento se volvió a abrir la puerta. Una esbelta figura entró en la habita ción. Era una muchacha que llevaba un sujetador dorado, una casaca abierta bordada con perlas y pantalones de seda transparente.

-¿Quién eres? -preguntó Conan con un gruñido. La joven dio unos pasos hacia atrás y palideció.

-¡Oh, señor, no me hagas daño! ¡No he hecho nada!

Los negros ojos de la muchacha expresaban temor y excitación. Hablaba atropelladamente, y movía los dedos con gestos infantiles.

-¿Quién piensa hacerte daño? Sólo pregunté quién eras.

-Me llamo Parusati.

-¿Cómo has llegado hasta aquí?

-Los Ocultos, señor, me robaron una noche, cuando paseaba por el jardín de mi padre, en Ayodhya. Me trajeron a esta ciudad de diablos por caminos secretos, para convertirme en esclava junto con las demás jóvenes que roban en Iranistán, en Vendhia y en otras tierras. Hace un mes que vivo aquí. ¡Casi me muero de vergüenza! Me han castigado a latigazos. He visto cómo torturaban a otras chicas. ¡Oh, qué vergüenza para mi padre que su hija tenga que ser esclava de los adoradores del diablo!

Conan no dijo nada, pero la nube roja que había en sus ojos fue elocuente. Aunque su propia existencia estaba llena de sangre, robos y asaltos, hacia las mujeres tenía actitudes que obedecían a un personalísimo código de honor, quizá un tanto bárbaro, pero al fin y al cabo caballeresco. Hasta entonces había jugueteado con la idea de unirse al culto de Virata... con la esperanza de ir ascendiendo poco a poco y hacerse dueño y señor de todo, aunque para ello se viera obligado a matar a quienes estaban por encima de él. Pero ahora, sus intenciones habían cristalizado en forma diferente, y pensaba destruir aquel nido de serpientes y convertirlo en algo que lo beneficiara. Parusati continuó:

-Hace un rato, el amo de las muchachas ordenó que una de nosotras viniese a ti y averiguase si escondías algún arma. Debía registrarte mientras estuvieses drogado. Entonces, cuando despertaras, tendría que proporcionarte todo el placer del mundo para saber si eras un espía o un hombre sincero. Me eligió a mí para la tarea. Me sentí aterrorizada, y cuando vi que estabas despierto, la poca seguridad que sentía se esfumó. ¡No me mates!

Conan gruñó algo ininteligible. No hubiera sido capaz de tocarle un pelo, pero ése no era el momento adecuado para decírselo. El terror de la muchacha podía serle útil.

-Parusati, ¿sabes algo de una mujer que han traído los sabateos esta mañana temprano?

-¡Sí, mi señor! La trajeron prisionera para convertirla en otra chica de placer, como el resto de nosotras. Pero esa joven es fuerte, y cuando llegaron a la ciudad y la entregaron a manos de los hirkanios se soltó, cogió una daga y mató al hermano de Zahak. Éste exigió su vida. Es un hombre demasiado poderoso para que incluso Virata le niegue esa petición.

-Entonces, ésa es la razón por la cual el Mago mintió acerca de Nanaia -musitó Conan.

-Sí, mi señor. Nanaia está encerrada en un calabozo situado debajo del palacio, y mañana la entregarán a los hirkanios para que la torturen y la ejecuten.

El cimmerio observó a la joven con una mirada siniestra.

-Llévame esta noche al dormitorio de Zahak -dijo entrecerrando los ojos con un gesto que expresaba intenciones malignas.

-No puede ser, porque duerme entre sus guerreros, extraordinarios luchadores de las estepas; demasiados, incluso para un hombre tan fuerte como tú. Pero puedo llevarte hasta donde está Nanaia.

-¿Y el centinela del corredor?

-No nos verá y no dejará entrar a nadie más aquí hasta que me haya visto partir.

-Bien, ¿entonces...?

Conan se puso en pie, como un tigre dispuesto a salir de caza. Parusati dudó.

-Señor..., ¿acaso leo bien en tus ojos, en los que veo que no piensas unirte a estos diablos, sino que tienes intenciones de destruirlos?

El bárbaro sonrió irónicamente y repuso:

-En este caso podría decirse que a veces ocurren accidentes a personas que no me caen bien.

-Entonces, ¿prometes no hacerme daño y, si puedes, liberarme?

-Si puedo, sí. Ahora no perdamos más tiempo hablando. Ve tú delante, muchacha.

Parusati apartó un tapiz que colgaba de la pared opuesta a la puerta e hizo presión sobre un saliente con arabescos. El panel giró hacia adentro, dejando al descubierto una estrecha escalera que parecía perderse en la profunda oscuridad.

-Los amos creen que los esclavos no conocen sus secretos -murmuró la joven-. Vamos.

Parusati cerró el panel desde el segundo escalón y Conan se encontró en una oscuridad casi total, salvo la presencia de algunos finos rayos de luz que se filtraban a través de los orificios abiertos en la pared. Bajaron juntos hasta que Conan supuso que se encontraban en un sótano del palacio. Luego caminaron a lo largo de un túnel que comenzaba en el pie de la escalera.

-Un kshatriya que planeaba huir de Yanaidar me enseñó este camino secreto -explicó la joven-. Quise escapar con él, y escondimos aquí comida y armas. Lo cogieron y lo torturaron, pero murió sin traicionarme. Aquí está la espada que escondió.

La joven buscó con la mano un nicho que había en la pared y extrajo el arma, que entregó a Conan.

Poco después llegaban frente a una puerta de hierro, y Parusati hizo un gesto de precaución, llevó a Conan hasta la puerta y le señaló una pequeña abertura por donde podía mirar. El cimmerio vio un amplio corredor flanqueado en uno de sus lados por una pared desnuda, en la que sólo había una puerta con extraños adornos y gruesos cerrojos, y por el otro lado una fila de celdas con puertas enrejadas. El otro extremo del corredor no se hallaba muy lejos y estaba cerrado con otra pesada puerta. Unas arcaicas lámparas de bronce arrojaban un suave resplandor.

Delante de una de las celdas había un hirkanio vestido con una brillante armadura, casco emplumado y una cimitarra en la mano. Los dedos de Parusati se crisparon sobre el brazo de Conan.

-Nanaia está en esa celda -susurró la joven-. ¿Puedes matar al hirkanio? Es un buen luchador.

Con una sonrisa irónica, Conan sopesó la espada que la muchacha le había entregado. Era un arma de Vendhia, ligera, pero seguramente bien templada. Conan no se detuvo a explicar que era un verdadero maestro tanto con las espadas rectas de Occidente como con el cuchillo curvo de los ilbarsi o con la espada corta y ancha de Shem. Acto seguido abrió la puerta secreta.

Al entrar en el corredor, Conan vio el rostro de Nanaia, que miraba a través de los barrotes, detrás del hirkanio que la vigilaba. Sonaron los goznes; el guardián se dio la vuelta con la agilidad de un felino, mostrando su blanca dentadura de lobo, y atacó instantáneamente.

Conan lo recibió a medio camino y los dos hombres se enzarzaron en un duelo de espadas, que hubiera hecho arder la sangre de los reyes. Sólo se oía el arrastrar de los pies sobre el suelo, el choque del acero y el intenso jadeo de los luchadores. Las espadas, largas y ligeras, brillaban con una luz siniestra bajo la débil luz, como si estuvieran vivas y formaran parte de los hombres que las empuñaban.

Finalmente, el equilibrio se rompió. Los labios del hirkanio se crisparon al reconocer que estaba siendo derrotado, y trató desesperadamente de que su enemigo lo acompañara en él viaje al otro mundo. La lucha se volvió más intensa, el acero relampagueó... y la hoja de Conan pareció acariciar el cuello de su enemigo. Al cabo de un segundo, el hirkanio yacía tendido en el suelo con la cabeza casi separada del tronco. Había muerto sin proferir un solo grito.

Conan lo contempló durante un instante, sosteniendo la espada en la mano manchada de sangre. Se había rasgado la túnica y su musculoso pecho respiraba con normalidad, apenas cubierto por unas gotas de sudor a causa del esfuerzo realizado. Arrancó un manojo de llaves del cinto del muerto. El ruido de la llave al girar en la cerradura pareció despertar a Nanaia de un profundo trance.

-¡Conan! Ya había abandonado toda esperanza, pero al fin has venido. ¡Qué pelea! ¡Me hubiera gustado tomar parte en ella!

La joven saltó ligeramente hacia adelante y tomó la espada del hirkanio muerto.

-¿Y ahora qué? -preguntó.

-No podremos hacer nada antes de que oscurezca -dijo Conan-. Nanaia, ¿cuánto tardarán en relevar al hombre que acabo de matar?

-Cambian la guardia cada cuatro horas. El turno de éste acababa de empezar.

Conan se volvió hacia Parusati.

-¿Qué hora es? No he visto el sol desde esta mañana temprano.

La joven vendhia respondió:

-Bien entrado el mediodía. La puesta de sol tendrá lugar dentro de unas cuatro horas.

Conan se dio cuenta entonces de que llevaba más tiempo en Yanaidar de lo que había pensado.

-En cuanto oscurezca trataremos de irnos de aquí. Ahora regresemos a la habitación. Nanaia se ocultará en la escalera secreta, mientras que Parusati regresará al departamento de las muchachas.

-Pero cuando el otro guardián venga a relevar a éste -dijo Nanaia-, verá que he escapado. Debes dejarme aquí hasta que estés dispuesto a partir, Conan.

-No quiero correr ese riesgo, porque podría darse la circunstancia de que no pudiera volver aquí a buscarte. Cuando sepan que te has ido, quizá la confusión que eso provoque nos ayude mucho. Ahora escondamos el cadáver.

Se volvió hacia la puerta con extraños adornos, pero Parusati exclamó:

-¡Por ahí no, mi señor! ¿Acaso serías capaz de abrir la puerta del infierno?

-¿Qué quieres decir? ¿Qué hay detrás de esa puerta?

-No lo sé. Los cuerpos de hombres y mujeres ejecutados y de otras personas que fueron torturadas, pero que siguen vivas, siempre pasan por esta puerta. No sé cuál es el destino de ésa, pero los he oído gritar en forma más aterradora que cuando se les somete a torturas. Las muchachas dicen que detrás de esa puerta habita un demonio devorador de hombres.

-Es posible -dijo Nanaia-. Pero hace unas horas vino un esclavo hasta aquí cargando algo que no era hombre ni mujer, algo que arrojó detrás de esa puerta, si bien no pude ver bien de qué se trataba.

-Sin duda se trataría de algún niño -dijo Parusati estremeciéndose.

-Bien, haremos una cosa -dijo Conan-. Vestiremos a este cadáver con tus ropas y lo dejaremos en la celda, con el rostro vuelto hacia la pared. Eres una muchacha corpulenta y tus ropas le estarán bien. Cuando venga el otro centinela, es posible que piense que se trata de ti, que estás dormida o muerta, y comenzará a buscar al centinela en lugar de buscarte a ti. Cuanto más tiempo tarden en saber que has escapado, más tiempo tendremos nosotros por delante.

Sin dudarlo un momento, Nanaia se quitó la blusa y la chaqueta de seda, luego dejó caer al suelo sus pantalones, mientras Conan le quitaba la ropa al cadáver del centinela. Parusati lanzó una exclamación.

-¿Qué ocurre? ¿Acaso no has visto nunca a un hombre desnudo? -preguntó Conan con un gruñido-. Ayúdame con esto.

Al cabo de un rato, Nanaia estaba vestida con las ropas del hirkanio. Durante unos segundos la joven luchó inútilmente por limpiar las manchas de sangre de la parte superior de la túnica, mientras que Conan arrastraba al hombre, vestido de mujer, al interior de la celda. Volvió el rostro del cadáver hacia la pared, para que no viesen la barba y el bigote del hirkanio. Luego cubrió la terrible herida del cuello con la camisa de Nanaia. Conan cerró la celda y, al entregarle las llaves a Nanaia, dijo:

-No podemos hacer nada para borrar las huellas de sangre que hay en el suelo. Tampoco he trazado todavía ningún plan definido para huir de la ciudad. Si no puedo escapar, mataré a Virata y el resto quedará en manos de Crom. Si vosotras dos salís de aquí y yo no, procurad recorrer el camino de vuelta con cuidado hasta que encontréis a los kushafis. Envié a Tubal a buscarlos al amanecer, de modo que llegará por la noche, y los kushafis deberán estar en el cañón, al lado del llano, mañana por la mañana.

Regresaron a la puerta secreta, que al cerrarse parecía formar parte del blanco muro de piedra. Atravesaron el túnel y luego subieron las escaleras.

-Tú debes quedarte aquí hasta que llegue el momento -le dijo Conan a Nanaia-. Guarda las espadas. Hasta entonces no me harán falta. Si me sucede algo, abre la puerta del panel y trata de huir con Parusati, si viene a buscarte.

-Como quieras, Conan.

Nanaia tomó asiento con las piernas cruzadas sobre el escalón superior.

Cuando Conan y Parusati estuvieron de nuevo en la habitación, el cimmerio dijo:

-Ahora vete. Si te quedas aquí durante mucho tiempo, pueden sospechar.

Procura volver a mi lado en cuanto oscurezca.

»Creo que no me quedaré aquí hasta que regrese el Tigre. Cuando vuelvas, dile al centinela que te envía el Mago. Ya me ocuparé de él cuando nos vayamos. Di a los demás que me has visto beber de este vino y que cuando me dormí me registraste, sin encontrar ningún arma.

-Sí, mi señor. Regresaré después de que oscurezca.

La muchacha partió, temblando de miedo y de emoción.

Conan tomó la jarra de vino y se enjuagó la boca con una cantidad suficiente como para que ésta oliera a vino. Luego vació el contenido en un jarrón, detrás de los tapices, y se tendió en el diván como si estuviera dormido.

Al cabo de un rato se volvió a abrir la puerta y entró una muchacha. Conan no abrió los ojos, pero supo que se trataba de una joven por el ligero roce de sus pies descalzos y por el perfume de su cuerpo. Se dio perfecta cuenta de que no se trataba de Parusati que volvía a su cuarto. Evidentemente, el Mago no tenía mucha confianza en las mujeres, al menos en una sola mujer. El cimmerio no creyó que aquella otra joven viniera a su habitación para asesinarlo, ya que con envenenar el vino habría sido suficiente. Por ello no se arriesgó a mirar a través de sus ojos entornados.

Era evidente que la muchacha estaba aterrada, a juzgar por su agitada respiración. Acercó su rostro al de Conan para detectar en su aliento el vino con el loto púrpura. Las suaves manos de la mujer recorrieron su cuerpo, buscando armas ocultas. Luego, exhalando un profundo suspiro de alivio, abandonó la habitación.

Conan aflojó todos los músculos de su cuerpo. Pasarían horas antes de que pudiera hacer algún movimiento y, en consecuencia, pensó que lo mejor que podía hacer era dormir un rato. Su vida y la de las muchachas dependían de que él encontrara esa misma noche una forma de salir de la ciudad. Conan se durmió tan profundamente como si se hallara en la casa de un amigo.

5. Cae la máscara

Conan se despertó cuando una mano tocó la puerta de su habitación, y se puso en pie, absolutamente alerta, cuando Khaza entró y saludó con una profunda reverencia. El estigio dijo:

-El Mago de los Hijos de Yezm quiere verte, mi señor. El Tigre ha regresado.

¡Así que el Tigre había regresado antes de lo que el Mago esperaba! Conan sintió que todo su cuerpo se ponía en tensión y siguió al estigio fuera de su aposento. Khaza no lo condujo a la habitación en la que lo había recibido el Mago por primera vez, sino a través de un corredor, deteniéndose luego ante una puerta donde montaba guardia un guerrero hirkanio. El hombre abrió la puerta y Khaza cedió el paso a Conan. La puerta se cerró tras ellos. Conan se detuvo.

Se encontraba en una enorme habitación sin ventanas, pero con varias puertas. Al otro lado de la sala estaba el Mago, tendido en un diván, y detrás de él sus esclavos negros. También lo rodeaban una docena de hombres armados de varias razas: zuagires, hirkanios, iranistanios, shemitas e incluso un kothio de aspecto siniestro, el primer hiborio que Conan veía en Yanaidar.

El cimmerio sólo dirigió a todos aquellos individuos una rápida mirada. Su atención se centraba en el hombre que dominaba la escena. Éste se encontraba entre él y el diván del Mago, de pie, con las piernas arqueadas y separadas, típicas de los jinetes. Era tan alto como Conan, aunque menos corpulento. Tenía espaldas anchas. Su cuerpo parecía duro como el acero y flexible como un junco. Su corta barba no lograba disimular su agresiva mandíbula prominente. Sus ojos grises y penetrantes, fríos como el hielo, brillaban bajo el gorro de piel zaporosko. Unos ceñidos pantalones de montar realzaban la delgadez de sus piernas. Con una mano acariciaba su enjoyado sable y con la otra el fino bigote.

Conan se dio cuenta de que el juego había terminado. Aquel hombre era Olgerd Vladislav, un aventurero zaporosko que conocía demasiado bien a Conan como para dejarse engañar.

Difícilmente habría olvidado al cimmerio, que lo había sustituido en la jefatura de un grupo de zuagires y le había fracturado un brazo, a modo de despedida, hacía menos de tres años.

-Este hombre desea unirse a nosotros -dijo Virata.

El hombre a quien llamaban Tigre sonrió con suavidad.

-Preferiría meterme en la cama con un leopardo. Conozco a Conan desde hace tiempo. Se abrirá paso entre tus gentes, las volverá en contra tuya y te clavará un cuchillo cuando menos lo esperes.

Sus ojos, que miraban fijamente al cimmerio, brillaron con una mirada asesina. No se necesitaba más que la palabra del Tigre para convencer a sus hombres.

Conan soltó una carcajada. Había hecho todo lo que había podido por mostrarse astuto y cauteloso, pero en esos momentos la partida había terminado. Bien podía dejar caer la máscara, que dejaría al descubierto al temible bárbaro, y luego lanzarse a la lucha sin ninguna clase de reparos ni vacilaciones.

El Mago hizo un gesto de repudio y dijo:

-En estos asuntos me someteré a tu criterio, Tigre. Haz lo que quieras. Está desarmado.

Ante la seguridad que ofrecía el desamparo de su presa, en los rostros de los guerreros se dibujó una crueldad verdaderamente lobuna. Olgerd dijo:

-Tu final será interesante. Veamos si sigues siendo tan estoico como cuando colgabas de la cruz, en Khaurán. Atadlo, guerreros Al tiempo que hablaba, el zaporosko se llevó una mano al sable, lentamente, como si hubiera olvidado lo peligroso que podía ser aquel bárbaro de negros cabellos y la salvaje rapidez de todos los movimientos de Conan. Antes que Olgerd pudiera desenvainar su sable, Conan dio un salto y atacó como una pantera. El impacto de su puño hizo el mismo efecto que el martillo sobre un yunque. Olgerd cayó al suelo, echando sangre por la boca.

Antes que Conan pudiera apoderarse de la espada del zaporosko, el kothio ya estaba encima de él. Se había dado cuenta de la rapidez y ferocidad de Conan, pero aun así no había podido salvar a Olgerd. Sin embargo, pudo evitar que Conan se apoderara del sable, ya que el cimmerio se vio obligado a dar media vuelta y a detener el cuchillo ilbarsi que se alzaba sobre él. Conan aferró la muñeca que sostenía el arma, a la vez que su mano derecha tomaba una daga del cinto del kothio y la hundía hasta la empuñadura entre las costillas del hombre. Todo había durado tres segundos. El kothio abrió la boca con desesperación y cayó al suelo, moribundo.

Todo esto había ocurrido con la velocidad del rayo. Olgerd había caído al suelo y el kothio agonizaba, antes de que los demás pudieran entrar en acción. Cuando lo hicieron, se encontraron con un cuchillo de un metro de largo en las manos del mejor guerrero a cuchillo de toda la Edad Hiboria.

Conan, al girar para hacer frente al ataque masivo, le cortó la garganta a un zuagir. Un hirkanio gritó, mortalmente herido. Un estigio se lanzó hacia adelante, blandiendo una larga daga, y en el acto retrocedió, aullando de dolor al ser herido.

Conan saltó en medio de sus enemigos, trazando círculos mortales con su cuchillo manchado de sangre. Se convirtió en el centro de un verdadero torbellino de hojas de acero que lo atacaban y, sin embargo, éstas fallaban una y otra vez porque el cimmerio cambiaba constantemente de posición, con tal rapidez que ningún ojo humano hubiera sido capaz de seguirlo. Había muchos hombres enfrentándose a Conan, pero su número constituía una desventaja para ellos. Los hombres que atacaban a Conan chocaban unos contra otros, aturdidos por la terrible velocidad de su enemigo y desmoralizados por la ferocidad salvaje de su espíritu sanguinario.

A tan poca distancia, el cuchillo era más eficaz que las cimitarras y las espadas curvas. Conan dominaba todos los trucos de las armas blancas.

Era la tarea de un carnicero, pero Conan no hizo un solo movimiento en falso. Atravesó varias veces como un tifón aquel caos de hombres, dejando tras de sí un reguero de sangre.

La pelea duró poco tiempo. Los sobrevivientes retrocedieron, confusos y aturdidos por el desastre que se abatía sobre ellos. Conan giró sobre sus talones y localizó al Mago al otro lado de la habitación, entre los impasibles kushitas. Entonces, en el momento en que tensaba la fantástica musculatura de sus piernas para dar un salto, un grito le hizo dar media vuelta.

Un grupo de centinelas hirkanios apareció en la puerta que daba al corredor, armados con arcos y flechas, mientras que los que estaban en la habitación se esfumaron como por arte de magia. Las dudas de Conan no duraron más que un parpadeo, mientras que los arqueros de musculosos brazos tensaban las cuerdas de sus arcos. En esa décima de segundo, Conan calculó la oportunidad que tendría de alcanzar al Mago y matarlo antes que lo mataran a él. Sabía que en pleno salto su cuerpo sería acribillado a flechazos lanzados por los potentes arcos de los hirkanios, que daban en el blanco a quinientos pasos de distancia. La fuerza de las flechas atravesaría su ligera cota de malla y la fuerza del impacto lo tiraría al suelo.

Cuando el jefe del grupo abrió la boca para gritar «¡soltad!», Conan se dejó caer al suelo boca abajo, en el mismo instante en que los dedos de los arqueros soltaban las cuerdas. Las flechas silbaron a pocos centímetros de su cabeza, cruzándose en el aire simultáneamente.

Mientras los arqueros tomaban otra flecha de sus carcajes, Conan apoyó en el suelo ambos puños, que todavía sostenían el cuchillo y la daga, y se lanzó con un impulso tal que su cuerpo materialmente voló y aterrizó de nuevo sobre sus pies. Antes de que los hirkanios lanzaran su segunda tanda de flechas, Conan ya se encontraba en medio de ellos. Su ataque feroz a derecha e izquierda, con ambas armas en las manos, dejó tras él varios cuerpos retorciéndose en el suelo. Luego corrió por el pasillo. Atravesó habitaciones y cerró puertas, mientras en el palacio cundía la alarma general. Pronto se encontró corriendo por un estrecho pasillo que terminaba en un muro con una ventana enrejada.

Un guerrero himelio saltó desde una habitación, levantando una pica. Conan cayó sobre él como el viento de la montaña. Intimidado por aquel extraño manchado de sangre, el himelio lanzó a ciegas su pica hacia adelante, pero falló y la volvió a coger para atacar de nuevo. El hombre gritó cuando Conan, enloquecido por la sangre de la batalla, embistió con una furia terrible, matándolo de un solo golpe. La cabeza del hombre rodó por el suelo.

Conan saltó hacia la ventana, tocó las barras de hierro con su cuchillo y luego las cogió con ambas manos, apoyando firmemente sus piernas en el suelo. Dio un tremendo tirón con todas sus fuerzas y los barrotes saltaron, llenando el suelo de escombros. Se encontró en un balcón con celosía, que daba a un jardín. Los hombres venían corriendo tras él por el pasillo. Una flecha le pasó a dos centímetros de la cabeza. Conan se lanzó contra la celosía y, extendiendo el brazo cuya mano sostenía el cuchillo, atravesó el débil material sin controlar el vuelo y cayó sobre sus pies, como un gato, en el jardín que había abajo.

El jardín estaba vacío, con la excepción de media docena de mujeres semidesnudas, que gritaron y salieron corriendo. Conan avanzó a toda velocidad hacia la pared de enfrente y se introdujo entre los árboles más bajos para eludir las flechas que llovían sobre él. Echó una mirada hacia atrás y vio que la celosía del balcón había quedado destrozada y que por éste aso maban en ese momento rostros furiosos y brazos empuñando armas. Otro grito le advirtió del peligro que tenía delante.

Un hombre corría a lo largo del muro, empuñando una espada curva.

Se trataba de un vendhio moreno y delgado que había calculado perfectamente el punto de la pared por el que alcanzaría al fugitivo, pero él mismo había llegado a ese punto unos segundos tarde. El muro tenía la altura de un hombre normal. Conan saltó ágilmente, y, cuando apoyó sus pies en el borde del muro, esquivó el arma y hundió su cuchillo en el vientre del vendhio.

El hombre bramó como un buey degollado, rodeó a su asesino en un abrazo mortal y los dos hombres cayeron juntos al otro lado del parapeto. Conan sólo tuvo tiempo de ver el abismo que se abría a sus pies. Los dos cuerpos chocaron contra el borde inferior del muro y luego rodaron unos cinco metros sobre el suelo rocoso. Al sentirse en el vacío, Conan dio la vuelta al cuerpo del vendhio para que quedara debajo del suyo. Así, cuando tocaron la dura roca, el cadáver del vendhio le sirvió de amortiguador. Aun así, Conan sintió que le faltaba el aire.

6. El fantasma del laberinto

Conan se tambaleó. Miró a su alrededor y vio que por encima del parapeto se asomaban muchas cabezas con turbantes y cascos. También se veían algunos arcos y flechas.

Otra rápida mirada lo convenció de que no había ningún lugar cerca para ponerse a cubierto. A causa del ángulo inclinado en el que disparaban los arqueros, había muy pocas posibilidades de que pudiera escapar dejándose caer al suelo por segunda vez.

Cuando silbó la primera flecha cerca de su cabeza, para ir a estrellarse en una roca cercana, Conan se lanzó boca abajo junto al cuerpo del vendhio que había matado. Puso un brazo debajo del vendhio muerto y colocó rápi damente el cadáver encima de su propio cuerpo. En seguida cayó una lluvia de flechas sobre el cuerpo inerte del vendhio. El cimmerio, que estaba debajo de él, sentía el impacto; era como si un grupo de personas estuviera golpeando violentamente el cadáver. Sin embargo, ninguna de las flechas llegó a tocar el cuerpo de Conan.

-¡Por Crom! -exclamó el bárbaro cuando una flecha le rozó la pantorrilla.

Los impactos cesaron cuando los yezmitas se dieron cuenta de que estaban disparando sobre un cadáver. Conan asió al vendhio por ambas muñecas. Rodó hacia un costado para que el cuerpo del hombre cayera sobre una roca que había a su lado. Luego se puso en pie y cargó el cadáver sobre sus espaldas.

Al alejarse del muro, el cadáver todavía le servía de escudo. Los músculos del cimmerio se tensaron por el esfuerzo, ya que el muerto pesaba más que él. Se alejó del muro sendero abajo. Los yezmitas gritaron cuando vieron que se les escapaba la presa y lanzaron otra lluvia de flechas, que se hundieron una vez más en el cadáver.

Conan se ocultó detrás de las primeras rocas que encontró y allí dejó caer el cadáver del vendhio. El rostro y la parte delantera del cuerpo estaban atravesados por más de una docena de flechas.

-¡Si tuviera un arco en mis manos, les daría a esos perros una lección acerca de cómo manejarlo! -musitó Conan entre dientes.

Se asomó y miró hacia atrás. El muro estaba lleno de cabezas. Pero no dispararon más flechas. Conan reconoció el gorro de piel de Olgerd Vladislav, que se destacaba en medio de la fila de cabezas.

-¿Crees que has escapado? -gritó el zaporosko. Olgerd soltó una sonora carcajada después de hacer esta pregunta, y luego agregó:

-Adelante. Llegará un momento en el que desearás haberte quedado en Yanaidar con mis hombres. ¡Hasta nunca, cadáver!

El bárbaro frunció el ceño y miró a su alrededor. Sabía que la parte sur del llano estaba cortada por una serie de barrancos. Evidentemente se encontraba en uno de ellos que, partiendo de la red principal, se extendía por el sur del palacio. Era una estrecha garganta o más bien un camino hondo, como una grieta hecha en la tierra por una mano gigantesca, y que después se dividía en una serie de caminos profundos en dirección a la ciudad, interrumpiéndose bruscamente frente a un risco de sólida piedra bajo el muro del jardín del que había caído. Este risco tenía unos cinco metros de altura y presentaba una superficie excesivamente suave y lisa como para haber sido obra de la naturaleza.

En aquel extremo del barranco, los muros laterales también eran altos y lisos, con aspecto de haber sido trabajados con herramientas. A lo largo del borde del muro había una ancha faja de hierro de unos cinco metros de largo, con hojas afiladas como cuchillos orientadas hacia abajo. No las había tocado al caer, pero cualquiera que tratara de trepar por aquel muro quedaría hecho pedazos. El fondo del barranco se alejaba de la ciudad, de tal forma que, más allá de donde terminaban las afiladas cuchillas, los muros ya alcanzaban una altura de por lo menos seis metros. Conan estaba encerrado en una prisión, en parte natural y en parte construida por el hombre.

Mirando hacia el fondo del barranco, vio que éste se ensanchaba y se dividía en una maraña de grietas más pequeñas, separadas por bordes de sólida piedra, y más al fondo se alzaba la imponente masa de la montaña. El otro extremo del barranco no estaba bloqueado, pero Conan sabía que sus perseguidores no vigilarían tan cuidadosamente un solo extremo, dejando un punto de huida en el otro lado.

Aun así, el cimmerio era incapaz de resignarse al destino que habían planeado para él. Evidentemente pensaban que lo tenían atrapado, pero en muchas otras ocasiones, otras personas habían pensado lo mismo.

Extrajo el cuchillo del cadáver del vendhio, lo limpió y caminó barranco abajo.

A cien metros del muro de la ciudad, llegó a las bocas de los barrancos más pequeños, eligió uno al azar y acto seguido se encontró inmerso en un laberinto de pesadilla. Los canales abiertos en la roca se extendían entre una auténtica maraña de escombros de piedra. En su mayor parte se extendían de norte a sur, pero de vez en cuando sobresalían a la superficie, volvían a desaparecer bajo el nivel del terreno y luego daban vueltas en forma realmente caótica. Conan caminó sin cesar hasta que tropezó con callejones sin salida. Si trepaba por algún muro bajo, era para ir a parar a otro laberinto de barrancos.

Al deslizarse desde lo alto de un borde de roca, sus pies aplastaron algo que sonó con un ruido seco. Acababa de pisar los huesos resecos de un esqueleto. A pocos metros de distancia había un cráneo aplastado y hecho pedazos. El cimmerio tropezó con otros restos igualmente siniestros con sorprendente frecuencia. Todos los esqueletos tenían los huesos rotos y los cráneos totalmente aplastados. Aquello no podía ser obra de la naturaleza.

Siguió avanzando lentamente, y examinó las rocas y los huecos que había en éstas. En un rincón había un débil olor a podrido, y vio restos de cáscaras de melón y de verduras desparramadas aquí y allá. En uno de los pocos puntos arenosos distinguió unas huellas parcialmente borradas. No pertenecían a pisadas de un leopardo, ni de un oso ni de un tigre, como era de esperar en aquel país. Se parecían más a las producidas por un pie humano deforme.

Más adelante tropezó con un saliente en el que había unos pelos grises adheridos, como si algún animal peludo se hubiera restregado contra la piedra. Aquí y allá, mezclado con el olor a desperdicios, se percibía una extraña pestilencia que Conan no lograba identificar. Era mucho más fuerte en los grandes huecos de la roca, en los que podía caber una bestia, un hombre o un demonio.

Desorientado y tratando de hallar un camino a través de aquella enorme maraña de piedras, Conan trepó por un borde que parecía más alto que los demás. Agazapándose en la cima, examinó todo cuando lo rodeaba. Su campo visual era muy limitado, salvo hacia el norte, pero los riscos que veía al este, oeste y sur le hicieron creer que todo aquello formaba parte de una muralla continua que encerraba el laberinto de barrancos. Hacia el norte, el muro se interrumpía por un barranco que llegaba hasta el jardín exterior del palacio.

Finalmente, Conan se dio cuenta del tipo de laberinto en el que se encontraba. En una u otra época, una sección de aquella parte del palacio, que se encontraba en el lugar de la actual ciudad y la montaña, se había hundido, dejando una enorme depresión en forma de cuenco. La superficie de tal depresión se había dividido en barrancos, por efectos de la erosión de siglos.

No valía la pena reflexionar más sobre aquellos barrancos. El problema de Conan consistía en llegar a los riscos que se alzaban en el enmarañado cuenco, rodearlos y ver si había alguna forma de superarlos o de hallar si había alguna grieta en ellos a través de la cual se drenaba el agua que caía en el cuenco. Pensó que por el sur podría seguir por uno de aquellos barrancos, que se extendían con más continuidad que los otros y que llegaban más o menos directamente a la base de la montaña, cuya abrupta pared parecía estar colgada encima del cuenco. También vio que para llegar a ese barranco ahorraría tiempo si regresaba a la grieta que había debajo del muro de la ciudad y seguía otro de los barrancos que lo conduciría hasta allí, en lugar de trepar por los bordes en punta para alcanzar la ruta que deseaba.

Por lo tanto, Conan bajó del risco y volvió sobre sus pasos. El sol estaba trazando una curva descendente cuando entró por la boca del barranco exterior y caminó hacia la grieta que él suponía que lo conduciría hacia su objetivo. Miró en dirección al risco situado en el otro extremo del barranco más ancho... y se quedó helado por la sorpresa.

El cuerpo del vendhio había desaparecido, aunque su espada curva seguía sobre las rocas al pie de la muralla. En el suelo había varias flechas desparramadas, como si se hubieran desprendido del cadáver al moverlo. Un tenue brillo captó la atención de Conan. Se acercó rápidamente al lugar y descubrió que se trataba de dos monedas de plata.

El cimmerio las analizó detenidamente. Luego miró a su alrededor, entornando los ojos. La explicación más natural sería que los yezmitas habían llegado hasta allí de alguna forma para recuperar el cadáver. Pero si lo habían hecho, probablemente también habrían recogido las flechas no dañadas y, desde luego, no habrían dejado dinero en el suelo.

Por otro lado, si no se trataba de la gente de Yanaidar, ¿quién podía ser? Conan pensó en los esqueletos destrozados y recordó la observación de Parusati acerca de «la puerta del infierno». Había razones más que suficientes para pensar que algo ajeno a los seres humanos tenía embrujado aquel lugar. ¿Y si la ornada puerta del calabozo conducía a aquel barranco?

Una cuidadosa investigación reveló la existencia de la puerta, lo que Conan ya había sospechado. Las finas ranuras que indicaban su existencia no hubieran sido detectadas por una mirada casual. Por el lado del barranco, la puerta parecía ser del mismo material del risco y ajustaba perfectamente. Conan la empujó con fuerza, pero no cedió. Entonces recordó que estaba revestida de metal y tenía unos enormes goznes. Habría sido preciso un ariete para moverla. La fortaleza de aquella puerta, junto con las cuchillas que había arriba, encima del muro, hacía suponer que los yezmitas no querían arriesgarse a que el habitante de aquel laberinto entrara en la ciudad. Por otro lado, era un alivio pensar que debía de ser una criatura de carne y hueso y no un demonio contra el cual ni goznes ni cuchillas servirían de nada.

Conan miró en dirección al misterioso laberinto, preguntándose qué clase de horrores ocultaría. El sol aún no se había puesto, pero ya no iluminaba el fondo de los barrancos. Aunque todavía se veía algo, el barranco estaba lleno de sombras.

Entonces, Conan oyó otro ruido. Un ahogado redoble, un lento «tamtam», como si se tratara de un tambor marcando el paso a un grupo de hombres que marchaban rítmicamente. Había algo muy extraño en ese sonido. Conan conocía perfectamente bien el sonido hueco de los tambores de los kushitas, el sonido metálico de los hirkanios y el tronar de los tambores de infantería de los hiborios, pero el ruido que estaba oyendo no se parecía a ninguno de ellos. Miró en dirección a Yanaidar, pero el sonido no parecía llegar de la ciudad. Daba la impresión de que procedía de todas partes y de ninguna parte... hasta de la tierra que pisaban los pies de Conan.

Entonces, el sonido se interrumpió.

Una misteriosa luz azulada se cernía sobre los barrancos cuando el cimmerio volvió a entrar en el laberinto. Después de recorrer algunos canales, llegó a una especie de cañada más ancha, que Conan suponía que era la que había visto desde el risco y se extendía hasta la muralla sur del cuenco. Pero aún no había caminado cincuenta metros cuando el camino se dividió en otras dos gargantas más estrechas. Esta división no se veía desde el risco y Conan no sabía cuál de los caminos tomar.

Mientras dudaba, observando dos senderos, se quedó helado. Casi en el fondo del barranco de la derecha se abría otro más estrecho aún formando una especie de pozo de sombras azuladas. Y en aquel pozo, algo se movía. A Conan se le pusieron en tensión todos los músculos del cuerpo cuando vio una cosa monstruosa con forma de hombre que estaba de pie ante él, en la semioscuridad.

como la encarnación fantasmagórica de una terrible leyenda cubierta de carne y hueso. Se trataba de un simio gigantesco, algo como un gorila, apoyado en dos enormes piernas arqueadas. Era como los monstruosos hombres-mono que erraban por las montañas del mar de Vilayet, contra los cuales Conan había luchado anteriormente. Pero el que estaban contemplando era más grande. Su pelambre era más larga y tupida, como la de un animal ártico, y de un tono ceniza que se acercaba al blanco.

Sus pies y manos se parecían más a los de un hombre que a los de un gorila, al igual que los enormes dedos de ambas extremidades. No se trataba de un habitante de los árboles, sino de una bestia criada en los grandes llanos y montañas. Tenía cara de mono, aunque el puente de la nariz era mucho más pronunciado y la mandíbula menos bestial. Sus rasgos humanos acentuaban la monstruosidad de su terrible aspecto, y la inteligencia que brillaba en sus ojos, pequeños y rojizos, era absolutamente maligna.

Conan lo reconoció inmediatamente: era el monstruo del que se hablaba en el mito y la leyenda de las tierras del norte..., el mono de las nieves, el hombre del desierto de la prohibida Pathenia. Había oído hablar acerca de su existencia en relatos procedentes de los perdidos y remotos llanos de Luían. Las tribus que vivían allí hablaban de una bestia parecida al hombre que habitaba en ese lugar desde tiempos muy remotos, adaptada al frío y a la desnudez de las llanuras del norte.

Todo esto cruzó velozmente por la mente de Conan mientras el hombre y la bestia se contemplaban en una tensión amenazadora. Entonces las paredes rocosas del barranco multiplicaron el eco del aullido penetrante del mono cuando atacó a Conan, balanceando los largos brazos y mostrando sus amarillentos colmillos, de los que salía una espuma blanca.

Conan esperó, apoyando los pies firmemente en el suelo.

Su habilidad y su largo cuchillo se encontraban frente a frente con la fuerza del enorme simio.

Al monstruo se le entregaban las víctimas casi destrozadas por la tortura o muertas. Posiblemente la chispa semihumana que ardía en su cerebro y que lo diferenciaba de las verdaderas bestias habría sentido un enorme placer durante la agonía de sus presas. El hombre que tenía frente a él era tan sólo una débil criatura más que destrozaría, rompiéndole el cráneo para llegar al cerebro, aun cuando lo esperara resueltamente con aquella cosa brillante en una mano.

Al enfrentarse con aquel ciclón mortal, Conan sabía que su única posibilidad era mantenerse lejos del alcance de sus enormes brazos, que podían aplastarlo en un segundo. El monstruo era mucho más rápido de lo que su torpe aspecto indicaba. En los últimos metros de su recorrido, se lanzó al aire con un salto grotesco. Hasta que no estuvo encima de él y con los brazos prestos a cerrarse sobre su cuerpo, Conan no se movió. Sus movimientos eran comparables a los de un leopardo.

Sus enormes garras solamente rasgaron su túnica cuando el enorme animal saltó y, acto seguido, soltó un aullido que se multiplicó en mil ecos por todos los riscos. La mano derecha del mono ya estaba medio separada de la muñeca. Su tupida pelambre había impedido que el cuchillo de Conan la cercenara del todo. De su herida manaba sangre. Entonces la bestia se dio media vuelta y atacó nuevamente. Esta vez, su ataque fue demasiado rápido para que un ser humano pudiera evitarlo.

El cimmerio esquivó el terrible zarpazo de la mano de uñas negras, pero el enorme hombro chocó contra él y lo arrojó violentamente al suelo. Se puso en pie con la velocidad de un felino y retrocedió hasta el muro en compañía del mono, al tiempo que hundía su cuchillo hasta la empuñadura en el vientre del monstruo y cortaba hacia arriba con desesperación en lo que pensó que sería un tajo mortal.

Los dos chocaron con fuerza contra la pared de piedra. El brazo del gigantesco simio rodeó aterradoramente el cuerpo de Conan. El grito de bestia lo ensordeció y las mandíbulas llenas de espuma se abrían sobre su cabeza. Entonces una gran convulsión sacudió el cuerpo del mono, dejando libre al cimmerio. Conan retrocedió para contemplar al simio agonizando al pie del muro. El desesperado movimiento hacia arriba del cuchillo de Conan había destripado al animal, llegando casi hasta el corazón.

Todos los músculos del bárbaro temblaban por efecto del prolongado esfuerzo. Su cuerpo de hierro había resistido la terrible fuerza del simio, o al menos el tiempo suficiente para salir vivo de aquel abrazo mortal que hubiera destrozado a un hombre más débil. Pero el enorme esfuerzo le había hecho daño. Su túnica estaba rasgada y colgaba como un harapo de su cuerpo, y la cota de malla estaba rota en algunos lugares. Las garras del mono habían dejado huellas sangrientas en su espalda. Conan jadeaba como si acabara de correr una larga carrera. Su cuerpo estaba cubierto de sangre, suya y del mono.

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y luego permaneció inmóvil, pensativo, mientras comenzaba a comprender. Los destrozados prisioneros eran arrojados al mono por la puerta que se abría en el muro de la ciudad. El simio, al igual que los que vivían en las costas del mar de Vilayet, comía carne y también vegetales y frutas. Pero el suministro irregular de prisioneros no satisfacía el inmenso apetito de una bestia tan grande y activa. Por lo tanto, los yezmitas debían proporcionarle una ración regular. Ésa era la razón por la cual había encontrado restos de melones y de verduras.

Conan tragó saliva, pues tenía sed. Había vencido al monstruo del laberinto, pero podía morir de hambre y de sed si no encontraba la forma de salir de aquella depresión del terreno. Seguramente tenía que haber un estanque o manantial donde el simio bebía, pero podía tardar un mes en encontrarlo.

El crepúsculo cayó sobre las cañadas y los riscos como un manto oscuro cuando Conan salió del barranco de la derecha. A unos cuarenta pasos de distancia, la rama izquierda se juntaba con la otra. Al avanzar, el cimmerio vio que las paredes tenían huecos y grandes grietas, donde se percibía más intensamente el olor del mono. Entonces se le ocurrió pensar que podía haber más monstruos espantosos como ése, pero esto era poco probable, ya que el aullido del mono al atacar hubiera atraído a los demás.

En ese momento la montaña parecía haber aumentado de tamaño. El barranco por el que Conan caminaba fue haciéndose menos profundo, hasta que se encontró trepando por un empinado talud. Llegó a la parte alta, y desde allí contempló la depresión del terreno y la ciudad de Yanaidar.

-¡Por Crom y por Mitra! -gruñó.

Una vez más descendió de su punto de observación, caminando a lo largo de la base del risco hasta el borde del cuenco. Allí, el llano caía en abrupta pendiente. Conan tenía que subir o bajar. No había otra alternativa.

No estaba seguro acerca de la distancia que lo separaba de las cosas, pues la oscuridad se hacía cada vez más intensa, pero juzgó que el fondo debía de tener varias veces la longitud de su soga. Para estar más seguro, desenrolló la cuerda que llevaba alrededor de la cintura y dejó caer el gancho que había en su extremo. Se dio cuenta de que oscilaba libremente.

Conan volvió sobre sus pasos hasta la base del risco y caminó hacia el extremo opuesto del llano. Allí los muros no eran tan abruptos. Echó la soga y calculó que la cornisa mediría unos diez metros, y desde allí parecía posible bajar arrastrándose. No sería una ruta segura, ya que un paso en falso podía hacerlo caer a cientos de metros, pero a la vez pensó que una muchacha tan fuerte como Nanaia podría lograrlo.

Sin embargo, debía tratar de volver a Yanaidar. Nanaia seguiría oculta en la escalera secreta del palacio de Virata, en caso de que no hubiese sido descubierta. Había una oportunidad de entrar allí, ocultándose al lado de la «puerta del infierno» hasta que el yezmita encargado de darle de comer al mono la abriera para dejar los alimentos en el pasillo. También existía la posibilidad de que los hombres de Kushaf, advertidos por Tubal, ya estuvieran en camino hacia Yanaidar.

En cualquier caso, Conan no podía hacer otra cosa que probar suerte. Se encogió de hombros y caminó en dirección a la ciudad.

7. Muerte en el palacio

Conan regresó a través del laberinto hasta que llegó al barranco exterior y vio la muralla y el risco en el otro extremo. Las luces de Yanaidar brillaban en el cielo, por encima de la muralla, y una voz de mujer entonaba un canto melodioso. Conan sonrió en la oscuridad, rodeado de esqueletos y de riscos fantasmagóricos.

No había comida delante de la puerta. No tenía forma de saber con qué frecuencia se alimentaba a la bestia o si esa noche nadie vendría a darle de comer.

Por lo tanto tenía que apostar al azar, como había hecho tantas veces. Cuando pensaba en lo que podía haberle sucedido a Nanaia se inquietaba enormemente, pero aun así apretó su cuerpo contra la roca sobre la cual se abría la puerta. Allí permaneció inmóvil como una estatua.

Una hora después, cuando su paciencia estaba llegando al límite, oyó un ruido de cadenas y la puerta se entreabrió.

Alguien atisbo para estar seguro de que el siniestro guardián del laberinto no se encontraba cerca de la puerta. Sonaron algunos cerrojos y salió un hombre cargando un enorme cuenco de cobre lleno de hortalizas. Lo dejó en el suelo y llamó con un grito extraño. Cuando el individuo se agachó, Conan lo atacó con el cuchillo. El hombre cayó hacia adelante y su cabeza rodó por el pasillo.

El cimmerio miró por la puerta abierta y vio que el corredor estaba desierto. Las celdas enrejadas estaban vacías. Luego arrastró el cadáver decapitado y lo ocultó entre unas rocas.

Regresó y entró en el pasillo, cerró la puerta y corrió los cerrojos. Caminó con el cuchillo en la mano hacia la puerta secreta que daba al túnel y a la escalera secreta. Si no fuera posible ocultarse en el pasaje secreto, podía atrincherarse con Nanaia en aquel pasillo y esperar hasta que llegaran los kushafis... si llegaban.

Conan aún no había llegado hasta la puerta secreta cuando el chirrido de unos goznes le hizo dar media vuelta. La puerta lisa que había en el otro extremo del corredor se estaba abriendo. El bárbaro corrió hacia ella rápidamente cuando vio que había un hombre armado cruzando el umbral.

Era un hirkanio, al igual que el individuo que Conan había matado antes. Cuando el hombre vio que Conan se abalanzaba sobre él, respiró hondo y se llevó una mano a la empuñadura de la cimitarra.

Con un salto de tigre, el cimmerio lo llevó hasta la puerta

cerrada, apoyando la punta de su cuchillo sobre el pecho del hombre.

-¡Silencio! -musitó.

El guardián palideció. Apartó la mano de su cimitarra y luego extendió las dos en señal de sumisión.

-¿Hay más centinelas por aquí? -preguntó Conan.

-¡No, por Tarim! Yo soy el único.

-¿Dónde está la muchacha iranistania llamada Nanaia?

Conan pensó que sabía dónde estaba, pero esperaba enterarse indirectamente si ella había escapado, y si la habían descubierto y vuelto a capturar.

-¡Sólo los dioses lo saben! -repuso el guardián-. Yo formaba parte del grupo de centinelas que trajeron a los perros zuagires al calabozo. Encontramos a nuestro camarada en la celda, con el cuello cortado, y vimos que la mujer había desaparecido. Luego hubo gritos y un enorme movimiento en el palacio, pero a mí me dijeron que vigilara a los zuagires, de modo que no sé nada más.

-¿Zuagires? -preguntó Conan.

-Sí, los que cometieron el error de dejarte subir por la escalera. Por eso morirán mañana.

-¿Dónde están ahora?

-En la otra fila de celdas, más allá de la puerta. Vengo de allí ahora mismo.

-Entonces vamos para allá. Y sin trucos, ¿eh?

El hombre abrió la puerta y caminó como si lo estuviera haciendo sobre cuchillas de afeitar. Entraron en otro corredor flanqueado por celdas. Ante la presencia de Conan sonó una exclamación de asombro procedente de los calabozos. Rostros barbudos se asomaron por las rejas, sobre las cuales se veían muchas manos crispadas. Los siete prisioneros lo miraron en silencio, y en sus ojos se reflejaba un terrible odio cargado de veneno. Conan arrastró a su prisionero hasta colocarlo frente a una de las celdas. Después dijo:

-Siempre fuisteis fieles. ¿Por qué estáis aquí? Antar, el hijo de Adi, escupió en dirección a Conan y repuso:

-Por tu culpa, perro. Nos sorprendiste en la escalera y el Mago nos condenó a muerte, aun antes de saber que eras un espía. Dijo que éramos necios o ingenuos por abandonar así la guardia, y que al amanecer moriríamos bajo los cuchillos de los hombres de Zahak. ¡Que Hanumán lo maldiga, igual que a ti!

-Sin embargo iréis al paraíso -les recordó Conan-, puesto que habéis servido fielmente al Mago de los Hijos de Yezm.

-¡Que los perros se coman los huesos del Mago de Yezm! -exclamó uno de los hombres. Y otro dijo:

-¡Que tú y el Mago vayáis encadenados al infierno! Escupimos sobre tu paraíso. ¡Todo esto es una sarta de mentiras, trucos y drogas!

Conan pensó que Virata había fracasado en aquello de lo que se jactaban sus antepasados, cuyos seguidores se suicidaban sin pensarlo ante una orden suya.

Sopesó pensativamente en una mano el manojo de llaves que le había quitado al guardián. Los ojos de los zuagires se fijaron en ellas, como quienes se encuentran en el infierno y ven una puerta abierta.

-Antar, hijo de Adi -dijo-, tus manos están manchadas con la sangre de muchos hombres, pero cuando te conocí jamás violabas tus promesas. El Mago os ha abandonado y expulsado de su servicio. Ya no le pertenecéis, zuagires. No le debéis nada.

En ese momento, los ojos de Antar parecían los de un lobo.

-¡Si pudiera enviarlo a Arallu, me sentiría feliz! -exclamó. Todos miraron intensamente a Conan, que dijo:

-¿Juráis, cada uno de vosotros por el honor del clan, seguirme y servirme hasta que haya llevado a cabo la venganza, o la muerte os libere de vuestra promesa?

Al hacer esta pregunta, Conan puso las llaves fuera de la vista de los hombres, a sus espaldas, para que no pareciera que los estaba chantajeando. Luego agregó:

-Virata no os dará nada, a no ser una muerte de perros. Yo os ofrezco la posibilidad de venganza y, en el peor de los casos, la oportunidad de morir honrosamente.

Los ojos de Antar centellearon y sus delgadas manos temblaron cuando aferraron los barrotes de la celda.

-¡Puedes confiar en nosotros! -exclamó.

-¡Sí, juramos! -gritaron los demás hombres a coro-. ¡Conan, lo juramos por el honor de nuestro clan!

Conan ya había introducido la llave en la cerradura antes de que los hombres hubiesen terminado de jurar solemnemente. Esos hombres eran salvajes, crueles, turbulentos y traicioneros; aquellos hombres del desierto respondían, en este sentido, a las normas de la civilización, pero tenían su código de honor, muy parecido al del pueblo de Conan en la lejana Cimmeria. Para él era suficiente.

Al salir en tromba de la celda cayeron sobre el hirkanio gritando:

-¡Mátalo! ¡Es uno de los perros de Zahak!

Conan apartó al hombre del grupo y al más insistente de ellos le dio un golpe que lo tiró al suelo. Su acción no despertó ningún resentimiento particular.

-¡Cuidado! -exclamó Conan-. Éste es mi hombre, y puedo hacer con él lo que yo quiera.

Empujó violentamente al hirkanio hasta el otro pasillo de celdas. Habiendo jurado fidelidad, los zuagires siguieron al cimmerio sin hacer preguntas. En el otro pasillo, Conan ordenó al hirkanio que se detuviera. El hombre obedeció, temblando de miedo ante la posibilidad de que lo torturaran.

-Cámbiate de ropas y ponte las de él -ordenó Conan a Antar.

Cuando el fiero zuagir comenzó a obedecer la orden, Conan le dijo a otro hombre:

-Abre esa puerta que está al final del pasillo.

-¡El mono-demonio! -gritó el zuagir-. ¡Me hará pedazos!

-Ese demonio ya no le hará daño a nadie -dijo Conan-. Está muerto. Lo maté con esto... Del otro lado de la puerta, detrás de unas rocas, encontrarás a un hombre muerto. Toma su daga y la espada que verás en el suelo, cerca del cadáver.

El shemita del desierto miró asombrado a Conan y se alejó. El cimmerio entregó su daga a otro zuagir y la del hirkanio a otro hombre. Los demás, siguiendo sus órdenes, ataron y amordazaron al guardián, y le hicieron atravesar la puerta secreta al túnel, que Conan les abrió. Antar, vestido con la túnica de manga larga, los pantalones de seda y el casco del hirkanio, podía engañar a cualquiera y pasar perfectamente por un hirkanio, a pesar de sus rasgos un tanto orientales. Conan cubrió su cabeza con la kefía de Antar, dejando que colgara por delante para ocultar su rostro.

-Todavía quedan dos sin armas -dijo, mirando a los hombres-. Seguidme.

Volvió a entrar en el túnel, saltó por encima del maniatado guardián y continuó avanzando hasta llegar al pie de la escalera, donde se detuvo.

-¡Nanaia! -llamó suavemente.

No hubo respuesta.

Maldiciendo entre dientes en la oscuridad, Conan subió los escalones. No había rastro de Nanaia, aunque en la parte superior de la escalera, dentro del panel camuflado, encontró las dos espadas que había dejado allí. En ese momento, todos los hombres estaban armados.

Miró a través de la mirilla del panel y vio que la habitación en la que había dormido estaba vacía. Conan abrió el panel lentamente.

-Deben de haber encontrado a la muchacha -musitó al oído de Antar-. ¿Adonde la llevarían, de no ser a las celdas?

-El Mago castiga en el salón del trono a las jóvenes que han cometido alguna falta. Se trata del salón en el que te recibió en audiencia esta mañana.

-Entonces condúceme... ¿Qué es eso?

Conan se volvió rápidamente cuando oyó el lento redoble de los tambores, que ya había oído anteriormente en los pasillos exteriores. El sonido parecía provenir de la tierra. Los zuagires se miraron unos a otros y palidecieron.

-Nadie lo sabe -dijo Antar, visiblemente inquieto-. Ese sonido comenzó hace meses y desde entonces se ha ido haciendo más y más fuerte y mucho más frecuente. La primera vez, el Mago puso la ciudad boca abajo para buscar su causa. Cuando no encontró nada, desistió y ordenó que ningún hombre hiciera caso de ese ruido ni hablara de ello. La gente dice que se ha pasado noches enteras en su oratorio, entre filtros mágicos y otras brujerías, intentando averiguar la fuente del sonido, pero no se sabe nada más.

El sonido se interrumpió mientras Antar hablaba. Entonces Conan dijo:

-Bien, llévame hasta esa habitación de castigo. Vosotros cerrad filas y caminad como si fueseis los amos del palacio, pero con tranquilidad. Podremos engañar a los perros del palacio.

-El mejor camino será el del Jardín del Paraíso -dijo Antar-. Por la noche hay una doble guardia de estigios delante de la puerta del salón del trono.

El pasillo que había al lado de la habitación estaba desierto. Los zuagires avanzaron por él. Con la llegada de la noche, la atmósfera de silencio y de misterio era más intensa en el palacio del Mago. Las luces brillaban tenuemente, las sombras eran más densas y no soplaba ninguna brisa que moviera los pesados tapices que cubrían las paredes.

Los zuagires conocían bien el camino. Tenían un aspecto andrajoso. Avanzaban con rapidez por los salones ricamente decorados, como una banda de ladrones nocturnos. Procuraron hacerlo por lugares poco frecuentados a esas horas. El grupo no se encontró con nadie hasta que llegaron a una puerta dorada, con rejas, ante la cual había dos gigantescos negros kushitas con espadas curvas desenvainadas.

Los kushitas levantaron las armas en silencio al ver a los invasores. Los dos negros eran mudos. Ansiosos de venganza, los zuagires atacaron rápidamente a los negros y los acuchillaron. Fue una carnicería, pero necesaria.

-Tú quédate aquí vigilando -ordenó Conan a uno de los hombres.

Abrió la puerta y entró en el jardín desierto; la luz de las estrellas iluminaba los setos de flores blancas, y los numerosos árboles y arbustos aumentaban el misterio del lugar. Los zuagires, armados con las espadas de los dos negros, lo siguieron.

Conan se dirigió al balcón que sabía que daba al jardín y estaba perfectamente camuflado por las ramas de los árboles. Tres zuagires se agacharon para que el cimmerio se apoyara sobre ellos. Al cabo de un rato encontró la ventana desde la cual él y Virata habían observado lo que llamaban el Jardín del Paraíso. Un segundo después saltaba al interior haciendo menos ruido que un gato.

Desde el otro lado de la gruesa cortina que cubría el balcón llegaron a sus oídos los sollozos de una mujer, que indicaban un profundo terror. También oyó la voz de Virata.

Al mirar entre las cortinas, Conan vio al Mago sentado en el trono, bajo el dosel bordado de perlas. En esos momentos, los guardianes que parecían estatuas de ébano no se encontraban a su lado. Estaban agachados en el suelo, junto a la tarima, en el centro de la habitación, preparando dagas y calentando hierros en un brasero. Nanaia estaba tendida en el suelo delante de ellos, con las piernas separadas y las muñecas y tobillos sujetos a estacas clavadas en el suelo. No había nadie más en la sala. Las puertas de bronce estaban cerradas y los cerrojos corridos.

-Dime cómo has escapado de la celda -ordenó Virata.

-¡No! ¡Nunca!

La muchacha se mordió el labio inferior luchando por dominarse.

-¿Fue Conan?

-¿Preguntas por mí? -inquirió Conan, entrando en la habitación con una siniestra sonrisa en sus labios.

Virata se puso en pie de un salto y gritó. Los kushitas se incorporaron gruñendo y extendieron una mano en busca de sus armas.

Conan dio un salto hacia adelante y atravesó la garganta de uno de ellos antes de que tuvieran tiempo de tocar su espada. El otro se abalanzó sobre la muchacha, levantando su cimitarra para matar a Nanaia antes de morir él. Conan paró el golpe con su cuchillo y con un rápido movimiento lo hundió hasta la empuñadura en el vientre del negro. La fuerza de inercia de éste hizo que cayera sobre Conan, que se agachó, colocó su mano libre sobre el vientre del kushita y, después de incorporarse, lo arrojó a varios metros de distancia por encima de su cabeza. El negro cayó pesadamente al suelo, muerto.

Conan se volvió hacia el Mago que, en lugar de tratar de huir, avanzaba hacia él, mirándolo fijamente. Sus ojos tenían una extraña luminosidad, sostenían la mirada de Conan como si se tratara de un imán.

El cimmerio, al lanzarse hacia adelante para alcanzar al brujo con su cuchillo, tuvo la impresión de que lo sujetaban fuertes cadenas o de que estaba caminando por los fangosos pantanos de Estigia, donde crecía el loto negro. Sus músculos se tensaron como tenazas de hierro. El sudor le empapó la piel cuando intentó deshacerse de aquellas ligaduras invisibles.

Virata avanzó lentamente hacia Conan con ambas manos extendidas, haciendo lentos movimientos y gestos rítmicos con los dedos, sin apartar un solo instante sus ojos de los del cimmerio. Las manos se acercaron más y más a la garganta de Conan. Éste intuyó que aquel hechicero, valiéndose de sus antiguas artes, podría quebrar su cuello de toro como si fuera una simple rama.

Conan hizo un terrible esfuerzo por evitar la poderosa influencia del Mago, pero la resistencia parecía aumentar a cada paso que daba éste.

Entonces Nanaia profirió un grito terrible y prolongado, como el de un alma que se hunde en el mismo infierno.

El Mago se volvió a medias, y, en ese momento, sus ojos dejaron de mirar a Conan. Fue como si de repente alguien hubiera liberado el cuerpo del cimmerio de un peso enorme. Virata volvió a mirar a Conan, pero el bárbaro ya sabía lo que debía hacer. Mirando con los ojos entornados hacia el pecho del Mago, Conan hizo un rápido movimiento con su cuchillo para destripar al brujo, pero el cuchillo cortó el aire cuando el kosalano lo esquivó, saltando hacia atrás con una agilidad sobrehumana. Entonces se volvió y corrió hacia la puerta, gritando:

-¡Socorro! ¡Guardias! ¡A mí!

Los hombres golpearon la puerta, gritando. Conan esperó hasta que los dedos del Mago se apoyaron en los pesados cerrojos. Entonces arrojó su cuchillo con terrible violencia. La larga arma blanca atravesó la espalda del Mago, dejándolo clavado en la puerta como si fuera un insecto pinchado sobre una tabla de madera.


8. Lobos al acecho

Conan avanzó hasta la puerta y arrancó su cuchillo del cuerpo del Mago, dejando que éste cayera al suelo. Más allá de la puerta, el clamor aumentaba y los zuagires gritaban en el jardín, deseando saber si Conan se encontraba bien y pidiendo permiso para reunirse con él.

El cimmerio les gritó que lo esperaran y rápidamente liberó a la muchacha; luego tomó una pieza de seda de un diván y le envolvió el cuerpo. La joven rodeó su cuello con ambos brazos, llorando histéricamente, y exclamó:

-¡Oh, Conan!, sabía que vendrías. Me dijeron que habías muerto, pero yo estaba segura de que nadie podría contigo...

-Ahórrate eso para más tarde -dijo bruscamente el cimmerio.

Cargando las espadas de los kushitas, se dirigió hacia el balcón y entregó a Nanaia a los zuagires a través de la ventana. Luego saltó al exterior, junto a ella.

-¿Y ahora qué, señor? -preguntaron los zuagires, ansiosos por hacer algo.

-Regresaremos por donde hemos venido, a través del pasillo secreto, y saldremos por la «puerta del infierno».

Comenzaron a correr a través del jardín. Conan llevaba a Nanaia de la mano. No habrían dado aún una docena de pasos cuando el sonido del acero se mezcló con el clamor que estallaba detrás de ellos en el palacio. Se oyeron maldiciones, se cerró una puerta con un golpe terrible y vieron a alguien corriendo a través de los arbustos. Era el zuagir que habían dejado de guardia en la puerta dorada. Juraba entre dientes y trataba de contener la sangre que manaba de la herida de su antebrazo.

-¡Perros hirkanios en la puerta! -gritó el hombre-. Alguien nos vio matar a los kushitas y se lo dijeron a Zahak. Maté a un hombre y cerré la puerta, pero pronto estarán aquí.

-¿Hay alguna otra forma de salir de este jardín que no sea a través del palacio, Antar? -preguntó Conan.

-¡Por aquí! -repuso el zuagir, corriendo hacia la muralla norte, casi oculta por la vegetación.

En ese preciso instante, al otro lado del jardín acababa de saltar la puerta dorada hecha añicos bajo la presión de los nómadas de las estepas. Antar, empuñando su cimitarra, apartó los arbustos y descubrió una puerta perfectamente camuflada en la muralla. Conan deslizó la empuñadura de su cuchillo en un eslabón de la vieja cadena y en el candado, y retorció el arma asiéndola por la hoja. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión. Los zuagires lo miraban, respirando agitadamente mientras aumentaba el clamor detrás de ellos. Haciendo un enorme esfuerzo final, el bárbaro rompió la cadena.

Entraron rápidamente en otro jardín más pequeño, iluminado por farolas colgantes, cuando la puerta dorada cedió del todo y un numeroso grupo de hombres armados invadió el Jardín del Paraíso.

En el centro del jardín en el que acababan de entrar se alzaba la alta y fina torre que Conan había visto la primera vez que entró en el palacio. Desde la segunda planta sobresalía un balcón con celosía. Sobre el balcón se alzaba la torre, que medía unos cien metros de altura y se ensanchaba para convertirse en una plataforma de observación.

-¿Hay algún otro camino para salir de aquí? -preguntó Conan.

-Esa puerta conduce al interior del palacio y a un lugar, próximo a la escalera, que da al sótano de los calabozos -dijo Antar, señalando con una mano.

-¡Entonces vamos para allá! -gritó Conan, cerrando la puerta tras de sí y haciéndola encajar con una daga-. Esto resistirá por lo menos algunos segundos.

Atravesaron corriendo el jardín hasta llegar a la puerta indicada por Antar, pero estaba cerrada y tenía el cerrojo echado por dentro. El cimmerio se abalanzó sobre ella, pero ni siquiera se movió.

Detrás de ellos sonaron terribles gritos de venganza cuando la puerta que había asegurado con la daga saltó hacia dentro. En el umbral aparecieron rostros salvajes y brazos que se agitaban. Los hombres de Zahak se apiñaban allí, ansiosos por pasar todos a la vez.

-¡La torre! -gritó Conan-. Su pudiéramos entrar allí...

-El Mago solía practicar su magia en la habitación superior -dijo un zuagir jadeando, detrás de Conan-. No permitía que nadie entrara en esa habitación, con excepción del Tigre, pero los hombres dicen que allí hay muchas armas almacenadas. Los guardianes duermen abajo.

-¡Vamos! -bramó Conan, corriendo a la cabeza y arrastrando a Nanaia de tal forma que la muchacha parecía volar.

La puerta de la muralla cedió, y por ella salió un numeroso grupo de hirkanios al jardín, cayendo unos sobre otros precipitadamente. A juzgar por el ruido que provenía en todas direcciones, sólo sería cuestión de minutos hasta que los hombres invadieran el Jardín de la Torre desde todas partes.

Cuando Conan se acercó a la torre, la puerta que había en su base se abrió y cinco atemorizados guardianes salieron al exterior. Gritaron de asombro al ver a un grupo de hombres que se abalanzaba sobre ellos salvajemente, bajo la luz de las farolas. Conan ya estaba encima de ellos cuando intentaron coger sus armas. Dos cayeron acuchillados, a la vez que los zuagires mataban a otros tres, apuñalándolos y golpeándolos hasta que los guardianes quedaron tendidos en medio de un charco de sangre.

Pero en ese preciso momento, los hirkanios del Jardín del Paraíso también corrían hacia la torre, empuñando las armas y gritando excitados. Los zuagires entraron en la torre. Conan cerró la puerta de bronce y corrió los pesados cerrojos que habrían resistido el ataque de un elefante, en el mismo momento en que los hirkanios se amontonaban ante la puerta, por fuera.

El cimmerio y sus hombres subieron las escaleras, con los ojos brillantes. Subieron todos menos uno, que había perdido el conocimiento a causa de una fuerte hemorragia de sangre. Conan cargó con él sobre sus hombros durante el resto del camino, y luego lo depositó en el suelo. Le dijo a Nanaia que vendara la enorme herida, producida por la espada de uno de los guardias que acababan de matar. A continuación miró a su alrededor. Se encontraban en una habitación alta de la torre, con pequeñas ventanas y una puerta que daba a un balcón con celosía. La luz de las farolas que colgaban en el jardín se filtraba a través de la celosía, produciendo extrañas sombras sobre la gran colección de armas que se alineaban en las paredes: cascos, corazas, escudos, lanzas, espadas, picas, hachas, mazas, arcos y una gran cantidad de flechas. Allí había suficientes armas como para equipar a un pequeño ejército. Virata había convertido aquella torre en un arsenal, y la vigilaba tanto como a su departamento de magia.

Los zuagires lanzaron exclamaciones de alegría al coger los arcos y las flechas y salir corriendo hacia el balcón. Aunque sufrían heridas de poca importancia, comenzaron a disparar inmediatamente a través de los orificios de la celosía sobre la turba de guerreros que vociferaban en el jardín.

Por toda respuesta recibieron una lluvia de flechas. Salvo unas pocas que entraron en la habitación, las demás chocaron contra la celosía. Los hombres que estaban fuera disparaban al azar, ya que en la oscuridad no podían ver a los zuagires. La soldadesca había llegado hasta la torre desde todas partes. No se veía por ningún lado a Zahak, pero en el jardín se apiñaban unos cien hombres y una docena de individuos de diferentes razas.

Las farolas se balanceaban, tropezando con los árboles bajo el impacto de los cuerpos, e iluminaban una verdadera masa de rostros congestionados, con los ojos desorbitados. Las hojas de acero relucían de manera siniestra en todo el jardín. Las cuerdas de los arcos sonaban siseantes. Los arbustos y los setos fueron destrozados por los pies de la multitud.

En la puerta se oyó un fuerte impacto. Los soldados estaban empleando un ariete para derribarla.

-¡Tirad sobre esos hombres! -ordenó Conan, tensando el arco más duro que encontró en la habitación.

El saliente del balcón impedía que el bárbaro y sus hombres vieran a los soldados que manejaban el ariete, pero al derribar a los que lo sostenían por la parte trasera, el ariete cayó al suelo, ya que los demás no pudieron sostenerlo. Conan miró a su alrededor y se quedó atónito al ver que Nanaia, con la pieza de seda colocada en la cintura a modo de falda, disparaba sus flechas junto a los zuagires.

-Creí haberte dicho... -comenzó a decir Conan, furioso. Pero la joven replicó:

-¡Maldición! ¿No tienes nada que me pueda servir de protección? La cuerda de este arco me está destrozando el brazo.

El cimmerio se dio media vuelta, exhalando un profundo suspiro, y continuó disparando con su propio arco. Se dio cuenta de la rapidez con la que habían sido atrapados él y sus hombres cuando oyó la voz de Olgerd Vladislav por encima del clamor de los soldados, como si fuera un latigazo. El zaporosko debía de haberse enterado de la muerte de Virata a los pocos minutos de haber ocurrido, y en seguida se hizo cargo del mando.

-Traen escaleras -dijo Antar.

Conan trató de ver algo en la oscuridad. Bajo la débil luz de las farolas vio que varios hombres se acercaban a la torre, cargando tres escaleras. Se acercó a la habitación de las armas y regresó al balcón provisto de una larga pica.

Dos hombres sostenían la base de una de las escaleras que habían apoyado en el suelo, mientras que otros dos la sostenían sobre sus cabezas. Al cabo de unos segundos, el extremo superior de la escalera tocó la celosía del balcón.

-¡Empujadla! ¡Derribadla! -gritaron los zuagires, al tiempo que uno de ellos introducía su espada por un orificio de la celosía.

-¡Atrás! -ordenó Conan-. Yo me ocuparé de esto.

Esperó hasta que varios hombres subieran por la escalera. El que iba a la cabeza era un individuo corpulento, armado con un hacha. Cuando la levantó para destrozar la frágil celosía, Conan introdujo el extremo de la pica por uno de los orificios y empujó con fuerza. La escalera cayó hacia atrás. Los hombres que había en ella gritaron, intentando asirse a los peldaños, al tiempo que dejaban caer sus armas. Al cabo de unos segundos, la escalera y los hombres que había en ella caían violentamente al suelo en medio de las primeras filas de soldados.

-¡Aquí hay otra! -gritó un zuagir.

Conan corrió hacia un lado del balcón y empujó la otra escalera. La tercera estaba levantada a medias cuando las flechas derribaron a los hombres que la sostenían.

-Seguid disparando -bramó Conan, dejando en el suelo la pica para coger de nuevo el arco.

La continua lluvia de flechas, a la que no pudieron replicar con eficacia, redujo considerablemente el espíritu combativo de los hombres del jardín, que se dispersaron en busca de refugio. Los zuagires profirieron gritos de victoria y siguieron disparando sobre los fugitivos.

En pocos minutos el jardín quedó desierto, con excepción de los muertos y moribundos, aunque Conan observaba el movimiento de hombres a lo largo de la muralla y de los tejados.

El cimmerio volvió a entrar en la habitación de las armas y subió las escaleras. Atravesó varias habitaciones llenas de armas y luego entró en el laboratorio del Mago. Echó una rápida ojeada y vio polvorientos manuscritos, extraños instrumentos y diagramas, y luego siguió subiendo el tramo de escaleras que conducía a la plataforma de observación.

Desde allí podía evaluar la situación. El palacio estaba rodeado por jardines, excepto en la fachada, donde había un amplio patio. Todo ello rodeado por una muralla. Unos muros interiores de menor altura separaban los jardines en forma de radios de una rueda, mientras que la muralla exterior hacía las veces de encaje de los radios.

El jardín en el que se hallaban sitiados estaba ubicado en el ala noroeste del palacio, cercano al patio, que a su vez estaba

separado de éste por otro muro. Entre éste y el jardín, hacia el este, se alzaba otra muralla. Tanto este jardín como el de la torre se encontraban fuera del Jardín del Paraíso, que a su vez estaba rodeado por las murallas del propio palacio.

Por encima de la muralla exterior que rodeaba el conjunto de los terrenos del palacio, Conan contempló los tejados de la ciudad. La casa más próxima se encontraba a una distancia de treinta pasos de la muralla. Había luces por todas partes: en el palacio, en los jardines y en las casas más próximas.

El clamor, los gritos y los lamentos, así como el sonido de armas, se convirtieron en un simple murmullo. Entonces se oyó la voz de Olgerd Vladislav desde la parte exterior de la muralla del patio.

-¿Te rindes, Conan?

El bárbaro lanzó una sonora carcajada y respondió:

-¡Ven aquí a por nosotros!

-Lo haré... al amanecer -afirmó el zaporosko-. Desde ahora mismo puedes considerarte cadáver.

-Eso mismo dijiste cuando me dejaste en el pasillo del mono-diablo, pero yo estoy vivo y el simio está muerto -dijo Conan en lengua hirkania.

Desde todos los rincones surgió una exclamación de cólera y sorpresa. Luego el cimmerio preguntó:

-¿Saben los yezmitas que el Mago está muerto, Olgerd?

-¡Saben que Olgerd Vladislav es el verdadero gobernante de Yanaidar, como lo ha sido siempre! ¡No sé cómo mataste al mono ni cómo sacaste a esos perros zuagires de sus celdas, pero te aseguro que vuestro pellejo colgará de esta muralla en cuanto salga el sol!

En ese momento se oyó un ruido de martillos al otro lado del patio, desde un lugar que no se veía desde el balcón de la torre. Olgerd gritó:

-¿Escuchas eso, cerdo cimmerio? Mis hombres están construyendo una torre..., una torre de asedio sobre ruedas, que detendrá tus flechas y protegerá a cincuenta hombres. Al amanecer avanzará hacia la torre para invadirla. ¡Ése será tu final, perro!

-Envía a tus hombres. Con torre o sin ella, no quedará uno solo vivo.

El zaporosko le respondió con una carcajada. Conan no dijo nada y pensó en escapar, pero abandonó de inmediato la idea.

Los hombres de Olgerd se amontonaban detrás de las murallas del jardín, y retirarse hubiera sido un verdadero suicidio. La fortaleza se había convertido en una prisión.

Conan tuvo que reconocer que si los kushafis no llegaban a tiempo, tanto él como sus hombres estarían acabados, a pesar de su fuerza, rapidez y ferocidad, y aunque contara con la ayuda de los zuagires.

El martilleo continuó. Aun cuando los kushafís llegaran al amanecer o a la salida del sol, podría ser demasiado tarde. Los yezmitas se verían obligados a derribar una parte de la muralla del jardín para introducir su máquina de asedio en él. Pero tampoco aquella operación duraría mucho.

Los zuagires no compartían los sombríos pensamientos de su jefe. Habían llevado a cabo una gloriosa masacre, se mantenían en una posición fuerte, tenían un jefe al que adoraban y un ilimitado número de armas. ¿Qué más podía desear un guerrero?

El zuagir que había sido gravemente herido murió al alba. Conan contempló pensativamente a sus hombres, que tenían un aspecto penoso. Desde el balcón, los zuagires vigilaban, mientras que Nanaia dormía sobre el suelo, envuelta en la pieza de seda.

El martilleo cesó. Al cabo de un rato, Conan escuchó el crujido de unas enormes ruedas. Todavía no podía ver la máquina que los yezmitas habían construido, pero distinguía las oscuras siluetas de los hombres, agazapados en los tejados de las casas situadas más allá de la muralla exterior. Luego, sus ojos miraron a lo lejos, por encima de los tejados y de los árboles, en dirección al límite norte del llano. No vio señales de vida entre las fortificaciones que se alineaban al borde de los riscos. Evidentemente, los centinelas, atemorizados por el destino de Antar y de sus compañeros de guardia, habían desertado de sus puestos para participar en la lucha que tenía lugar en el palacio. Al mirar con más atención, Conan vio a una docena de hombres avanzando por el sendero que conducía a la escalera. Olgerd no había dejado aquel punto sin vigilancia.

El cimmerio se volvió hacia sus zuagires, cuyos rostros barbudos se volvieron hacia él y lo miraron en silencio con los ojos inyectados en sangre.

-Los kushafis no han venido -dijo-. Dentro de un rato, Olgerd enviará a sus hombres contra nosotros bajo la protección de un enorme escudo sobre ruedas. Subirán las escaleras que hay detrás de esa máquina y luego invadirán esto, mataremos a algunos de ellos y después moriremos.

-Que sea lo que Hanumán quiera -respondieron los zuagires a coro-. Pero mataremos a muchos de ellos antes de morir.

Los hombres de Conan sonrieron con una expresión siniestra de lobos hambrientos bajo la pálida luz del alba y acariciaron sus armas.

Conan miró hacia el exterior y vio que la máquina de asedio avanzaba a través del patio. Era una enorme construcción de madera, formada por vigas, bronce y hierro sobre unas ruedas de una carreta de bueyes. Detrás de ella podrían ocultarse por lo menos cincuenta hombres para protegerse de las flechas. Rodó en dirección a la muralla y luego se detuvo. Los grandes martillos comenzaron a destruir la muralla.

El ruido despertó a Nanaia. Ésta se puso en pie, se frotó los ojos, miró a su alrededor y corrió hacia Conan con un grito.

-Calma. Los venceremos -dijo Conan bruscamente, aun cuando pensaba lo contrario.

No podía hacer nada por la joven, salvo colocarse delante de ella en el ataque final y tal vez atravesarla piadosamente con su espada antes que cayese en manos del enemigo.

-La muralla se derrumba -musitó un zuagir con ojos de lince, mientras miraba a través de la celosía-. Los martillos están levantando mucho polvo. Pronto veremos a quienes los manejan.

Las piedras iban cayendo poco a poco de la pared; luego, toda una sección de ésta se vino abajo. Los hombres corrieron hacia la brecha, recogieron algunas piedras y se alejaron. Conan tensó el poderoso arco hirkanio que había estado usando y envió un certero disparo hacia la brecha. La flecha se clavó en un yezmita, que cayó aullando. Varios hombres arrastraron al herido para apartarlo de la muralla, y otros siguieron agrandando la abertura. Conan lanzó una flecha tras otra en dirección a la multitud. Algunos dardos rebotaron en las piedras, pero de cuando en cuando se clavaban en un blanco humano. Cuando los hombres disminuían el ritmo, la voz tronante de Olgerd lo hacía volver al trabajo.

Al salir el sol, que arrojaba largas sombras en los patios, fueron des apareciendo los últimos restos de muralla frente a la torre. Luego, con un poderoso crujido, la máquina avanzó. Los zuagires dispararon sobre ella, pero las flechas simplemente golpeaban contra las gruesas pieles que cubrían su fachada. La máquina tenía la misma altura que la planta en la que se hallaban los zuagires y disponía de escaleras en la parte posterior. Cuando la máquina llegara a la torre del jardín, los yezmitas invadirían la pequeña plataforma de su cima y atacarían el balcón con celosía en el que Conan y sus hombres estaban agazapados.

-Habéis luchado bien -les dijo el cimmerio-. Tenemos que matar a todos los perros yezmitas que podamos. En lugar de esperarlos aquí, destrocemos la celosía y ataquemos la plataforma para derribar a los yezmitas. Luego podremos matar a los que vayan subiendo por la escalera.

-Sus arqueros nos acribillarán desde abajo -repuso Antar. Conan se encogió de hombros, al tiempo que sonreía amargamente.

-Sí, pero mientras tanto podemos divertirnos un poco. Envía a los hombres a la habitación de las armas y que traigan picas. Para esta clase de lucha nos será muy útil una sólida línea de picas. También hay grandes escudos allí. Que se los pongan quienes se coloquen en los flancos para protegernos.

Poco después, Conan alineaba a seis zuagires armados con picas, mientras él se colocaba delante de ellos, sosteniendo en la mano una enorme hacha de combate, dispuesto a destrozar la celosía y a dirigir el ataque contra la plataforma.

La máquina se acercó más y los hombres se agruparon tras ella, con anticipados gritos de victoria.

Entonces, cuando la estructura de madera se hallaba a muy poca distancia de la torre, se detuvo. Sonaron las trompetas, se oyó un clamor y, al cabo de un rato, los hombres que se ocultaban detrás de la máquina de asedio volvieron sobre sus pasos y corrieron hacia la brecha abierta en la muralla.


9. El destino de Yanaidar

-¡Por Crom, por Mitra y por Asura! -bramó Conan, dejando caer el hacha al suelo-. ¡No es posible que esos perros echen a correr antes de haber sido heridos!

Trató de ver lo que estaba sucediendo desde distintos ángulos del balcón, pero la enorme estructura de madera de la máquina de asedio se lo impedía. Corrió hacia la habitación de las armas y subió rápidamente las escaleras que conducían a la plataforma de observación.

Conan miró por encima de los tejados de Yanaidar y vio que por la carretera que se perdía a lo lejos había media docena de hombres corriendo a toda velocidad. Detrás de ellos había más hombres apiñados en las fortificaciones del llano. Hasta los oídos de la gente que quedaba en la silenciosa ciudad llegaron profundos aullidos. En ese momento, el cimmerio volvió a oír el misterioso redoble de tambores que lo había inquietado en otras ocasiones. Sin embargo, en ese momento le importaba muy poco que todos los tambores del infierno tronaran bajo la ciudad de Yanaidar.

-¡Balash! -gritó.

Una vez más, la negligencia de los centinelas de la escalera lo había ayudado. Los kushafis habían subido a tiempo por la abandonada escalera para matar a los centinelas que iban llegando hasta allí para montar su guardia. La cantidad de hombres que invadía el llano era superior al número de habitantes de Kushaf. Al cabo de unos segundos, Conan distinguió a lo lejos los rojos pantalones de seda de sus kozakos.

En Yanaidar, el asombro dio paso en seguida a la acción. Los hombres gritaban sobre los tejados y corrían por las calles. Las noticias de la invasión se transmitían de casa en casa. A Conan no le sorprendió en absoluto escuchar la voz tronante de Olgerd, que daba órdenes.

En seguida, la plaza se llenó de hombres que salían de todos los rincones. Conan vio a Olgerd al final de la calle, entre una compañía de guerreros hir kanios espléndidamente ataviados, con Zahak a la cabeza, vestido con un llamativo casco emplumado. Detrás de ellos se apelotonaban cientos de guerreros yezmitas, que se mantenían en filas cerradas. Evidentemente, Olgerd les había enseñado los rudimentos de la guerra entre hombres civilizados.

Siguieron avanzando como si se dirigieran al llano para enfrentarse con las hordas que se acercaban a la ciudad, pero al llegar al final de la calle se dispersaron rápidamente, refugiándose en los jardines y casas que había a ambos lados de la calle.

Los kushafis todavía estaban demasiado lejos para ver lo que estaba ocurriendo en la ciudad. Cuando llegaron a un punto desde el que divisaron la calle, ésta les pareció desierta. Pero Conan, desde su atalaya de observación, veía los jardines situados en el extremo norte de la ciudad abarrotados de figuras amenazadoras y los tejados llenos de guerreros con arcos, dispuestos a la acción. Los kushafis avanzaban hacia una emboscada, mientras que el bárbaro se hallaba allí, en la retaguardia, completamente desamparado. Al cabo de un rato, Conan gruñó algo ininteligible.

Un zuagir subió la escalera y se situó al lado de Conan, al tiempo que se vendaba una muñeca herida. Dijo algo entre dientes, pero no se le entendió nada porque en ese momento los estaba usando precisamente para anudar la venda.

-¿Ésos son tus amigos? Los muy necios vienen corriendo hacia las fauces de la muerte.

-Lo sé -dijo Conan con un gruñido.

-Sé lo que sucederá. Cuando yo estaba de guardia en el palacio, oí que el Tigre explicaba a sus oficiales un plan de defensa. ¿Ves aquel huerto que está al final de la calle, a la derecha? Allí se ocultan cincuenta hombres con espadas. Del otro lado de la calle hay un jardín llamado el Jardín de los Estigios. Allí hay otros cincuenta guerreros agazapados. La casa que sigue está llena de soldados, y lo mismo ocurre con las tres primeras que hay al otro lado de la calle.

-¿Acaso no tengo ojos en la cara? Veo a esos perros agachados en el huerto y en los tejados.

-¡Sí! Los hombres que hay en el huerto y en los tejados esperarán hasta que los ilbarsi hayan pasado delante de ellos y se encuentren entre las casas. Entonces, los arqueros de los tejados los acribillarán, mientras que los hombres de choque acudirán desde todos los rincones. No escapará ni un solo enemigo suyo.

-¡Si pudiera avisarles! -murmuró Conan-. Vamos a bajar. Bajó saltando los escalones y llamó a Antar y a los demás zuagires.

-Saldremos a pelear -dijo.

-¿Siete contra setecientos? -preguntó Antar-. No soy un cobarde, pero...

Conan le explicó en pocas palabras lo que había visto desde la cima de la torre.

-Si cuando Olgerd haga funcionar su trampa podemos coger a los yezmitas por la retaguardia, quizá logremos cambiar las cosas. No tenemos nada que perder, porque si Olgerd destruye a mis amigos, regresará para aniquilarnos a todos.

-Pero ¿cómo nos distinguiremos de los perros de Olgerd? -insistió el zuagir-. Tus amigos nos matarán primero y luego harán preguntas.

-Entrad aquí -ordenó Conan.

Una vez en la habitación de las armas, el cimmerio entregó a los hombres plateadas cotas de malla y cascos de bronce muy antiguos, con una cresta de cola de caballo, distintas a todas las que había visto en Yanaidar.

-Poneos esto. Manteneos juntos y gritad «¡Conan!» como grito de guerra, y todo irá bien.

Acto seguido se puso uno de los extraños cascos.

Los zuagires gruñeron un poco bajo el peso de la cota de malla, queján dose también de que los cascos les impedían ver, ya que las placas de las mejillas casi les cubrían el rostro.

-¡Obedeced! -bramó Conan-. ¡Ésta es una lucha de hombres valientes y no una pelea de chacales del desierto! Y ahora esperad aquí hasta que yo vuelva.

Una vez más el cimmerio subió hasta la cima de la torre. Los Compañeros Libres y los kushafis avanzaban por el camino formando filas compactas. Luego se detuvieron. Balash era un lobo demasiado viejo como para entrar en una ciudad que no conocía. Unos cuantos hombres se separaron del grupo de soldados y corrieron hacia la ciudad en misión de exploración. Desaparecieron tras las casas y luego reaparecieron corriendo en dirección a sus compañeros. Detrás de ellos avanzaban aproximadamente un centenar de yezmitas en formación anárquica.

Los invasores se desplegaron en línea de batalla. El sol se reflejaba sobre el metal de sus flechas y arcos. Cayeron unos cuantos yezmitas, mientras el resto se enfrentaba a los kushafis y a los kozakos. Hubo un momento de gran confusión, en el que relampaguearon las hojas de acero. Entonces, los yezmitas rompieron filas y huyeron hacia las casas. Tal como Conan temía, los invasores corrieron detrás de ellos, lanzando terribles gritos de guerra, como diablos enloquecidos. El cimmerio sabía que aquellos cien hombres habían sido enviados para arrastrar a sus amigos a la trampa mortal. Olgerd jamás habría enviado una fuerza tan pequeña para enfrentarse con los invasores.

De ambos lados del camino surgían hombres. Allí, aunque Balash no podía controlar el salvaje avance, al menos se las arregló para que su formación fuera más compacta cuando alcanzaron el final de la calle.

Antes de que estuvieran allí, a unos cincuenta pasos de los últimos yezmitas, Conan bajaba velozmente las escaleras.

-¡ Vamos! -gritó-. ¡Nanaia, corre el cerrojo de la puerta y espera aquí!

Al cabo de unos segundos, corrían a toda velocidad hacia la derruida muralla. Nadie los detuvo. Olgerd debía de haberse llevado consigo a todos los hombres del palacio que supieran empuñar un arma.

Antar los condujo al interior del palacio y luego salieron por la puerta principal. En ese momento sonó la señal del ataque yezmita: un sonido atronador de trompetas de bronce que tocaban los hirkanios de Olgerd. Cuando llegaron a la calle, la trampa se había cerrado. Conan vio a una masa de yezmitas que luchaba contra los invasores que llenaban la calle, mientras los arqueros hacían llover las flechas desde los tejados de las casas.

Avanzando en silencio, Conan condujo a su pequeño grupo hasta la misma retaguardia de los yezmitas. Éstos no se enteraron de nada hasta que las largas picas comenzaron a atravesarles las espaldas. Cuando cayeron las primeras víctimas, los shemitas del desierto se enardecían más y más a medida que atacaban a los yezmitas. El cimmerio hizo girar en el aire su pesada hacha y aplastó cráneos y arrancó brazos a derecha e izquierda. Cuando las picas se rompían o quedaban atascadas en los cuerpos de sus víctimas, los zuagires las abandonaban y tomaban las espadas.

Era tal la furia de la matanza iniciada por Conan, que al cabo de un rato habían liquidado a un número de hombres tres veces superior al suyo, antes de que los yezmitas se dieran cuenta de que los atacaban por la retaguardia. Al mirar a su alrededor y ver las extrañas armaduras y los cadáveres destrozados, retrocedieron lanzando gritos de espanto. En su imaginación, los siete hombres que atacaban parecían un ejército.

-¡Conan! ¡Conan! -aullaban los zuagires.

Ante aquel grito, el grupo acorralado de soldados se puso en pie de guerra. Sólo había dos hombres entre Conan y su grupo. Uno de ellos cayó derribado por el ataque de un kozako que había delante de él. El cimmerio levantó su hacha por encima del casco del otro y dio un golpe tan fuerte que no sólo aplastó el casco y el cráneo de su enemigo, sino que también rompió el hacha.

En un momento de duda, cuando Conan y los zuagires se enfrentaron a los kozakos, el bárbaro levantó su casco para enseñar su rostro.

-¡A mí! -bramó por encima del clamor general-. ¡Matadlos a todos, perros hermanos!

-¡Es Conan! -exclamó el que estaba más cerca de los Compañeros Libres.

El grito se extendió por todos los rincones.

-¡Diez mil piezas de oro por la cabeza del cimmerio! -gritó con voz chillona Olgerd Vladislav.

El sonido metálico de las armas se multiplicó. Lo mismo ocurrió con los gritos, maldiciones, amenazas, alaridos y lamentos. La batalla comenzó a dividirse en cientos de peleas entre pequeños grupos. Se desarrollaban en toda la calle, pisando muertos y heridos, aparecían guerreros en el interior de las casas, destrozando el mobiliario subían por las escaleras y los tejados, y los kushafis y los kozakos mataban a los arqueros apostados allí.

Después ya no hubo orden ni plan de batalla, ninguna oportunidad de obedecer órdenes ni tiempo para darlas. Aquello se convirtió en una matanza ciega, en un caos de sudor y de jadeos, en lucha a brazo partido, en medio de enormes charcos de sangre. La masa heterogénea de guerreros llenaba la calle principal de Yanaidar, las bocacalles y jardines. Había poca diferencia en el número de las hordas rivales. Nadie sabía de qué lado se inclinaría la balanza de la victoria. Cada hombre estaba demasiado ocupado en matar y en intentar que no lo mataran como para ver lo que ocurría a su alrededor.

Conan no perdió el tiempo en intentar poner orden en aquel caos. La estrategia y la cautela habían desaparecido y, en consecuencia, la victoria se inclinaría del lado donde hubiera más ferocidad y músculos.

Rodeado de hombres enloquecidos que aullaban como lobos, no tuvo más remedio que aplastar tantas cabezas como pudo y que los dioses decidieran el resultado final de la batalla.

Entonces, al igual que el viento hace desaparecer la niebla, la lucha comenzó a amainar. Conan sabía que uno de los bandos estaba cediendo, cuando vio que algunos hombres escapaban de la matanza. Eran los yezmitas los que cedían, al desaparecer los efectos de las drogas que sus jefes les habían dado para luchar.

Conan vio a Olgerd Vladislav. La armadura y el casco del zaporosko estaban abollados y manchados de sangre; el resto del equipo estaba hecho pedazos y sus potentes músculos temblaban cada vez que levantaba el sable. Sus ojos grises centelleaban y en sus labios se dibujaba una sonrisa temeraria. A sus pies había tres kushafis muertos, y su espada mantenía a raya a media docena de sables. A derecha y a izquierda peleaban hirkanios y khitanios de ojos rasgados con los salvajes kushafis.

Conan también vio a Tubal por primera vez, que se abría paso como un potente búfalo y atacaba con furia salvaje a todo lo que se movía. También vio a Balash, cubierto de sangre. Conan comenzó a avanzar en dirección a Olgerd.

Éste, cuando vio que el cimmerio se dirigía hacia él, sonrió y lo miró con un brillo salvaje en los ojos. La sangre resbalaba por la cota de malla de Conan y trazaba finos regueros en sus musculosos brazos bronceados por el sol. Su cuchillo estaba manchado de sangre hasta la empuñadura.

-¡Ven aquí y muere, Conan! -gritó Olgerd.

El cimmerio obedeció como suele hacerlo un kozako, abalanzándose sobre el otro como un remolino. Olgerd saltó para hacerle frente y comenzaron a luchar, atacando simultáneamente, con movimientos tan rápidos que ningún ojo humano era capaz de seguirlos.

Los guerreros jadeantes y manchados de sangre formaron un círculo a su alrededor e interrumpieron la matanza para contemplar a los dos jefes que estaban decidiendo el destino de Yanaidar.

Hubo una exclamación general cuando Conan se tambaleó y esquivó el sable zaporosko.

Olgerd gritó y blandió su espada. Antes de que pudiera atacar, o incluso darse cuenta de que el cimmerio lo había engañado, el largo cuchillo, guiado por los músculos de hierro de Conan, atravesó la cota de malla y el corazón que latía debajo. Olgerd había muerto antes de caer a tierra, arrancándose la espada de la herida durante la caída.

Cuando Conan se incorporó para mirar a su alrededor, se oyó un nuevo clamor, un tanto diferente del que esperaba oír cuando sus hombres se abalanzaron de nuevo sobre los diezmados yezmitas. Levantó la cabeza y vio un nuevo grupo de hombres armados que entraban en la calle en disciplinada formación, abriéndose paso entre los pequeños grupos de guerreros que aún luchaban. Cuando se acercaron, Conan distinguió la dorada cota de malla y las plumas de la guardia real iranistania. A su cabeza iba el poderoso Gotarza, atacando con su enorme cimitarra tanto a yezmitas como a kozakos.

En un abrir y cerrar de ojos, el aspecto de la batalla había cambiado. Algunos yezmitas huyeron. Entonces, Conan gritó:

-¡A mí, kozakos!

Sus hombres comenzaron a rodearlo, mezclados con los kushafis y con algunos yezmitas. Estos últimos, al considerar a Conan como único jefe contra el enemigo común, se unieron a los hombres contra los cuales acababan de luchar a muerte, mientras que a lo largo del frente, entre las dos masas, relampagueaban las espadas y caían más hombres.

Conan se encontró frente a Gotarza, que barría el campo con golpes que hubieran derribado robles. El cimmerio solía manejar el acero con tal rapidez que el ojo humano era incapaz de seguirlo, pero el iranistanio no se quedaba atrás. Desde la frente de Gotarza caía un pequeño reguero de san gre, y Conan tenía una herida en el hombro, pero aun así los aceros chocaron durante unos momentos sin que ninguno de ellos encontrara un punto vulnerable en el enemigo.

Entonces, el clamor de la batalla quedó ahogado por numerosos gritos de horror. Los hombres abandonaban la lucha desde todas partes para escapar en dirección a la escalera. El pánico impulsó a Conan a un cuerpo a cuerpo con Gotarza. Lucharon como auténticos diablos. El cimmerio abrió la boca para gritar y se encontró con la barba de Gotarza dentro. Escupió y bramó:

-¿Qué ocurre, perro criado en palacio?

-Han regresado los verdaderos amos de Yanaidar -gritó Gotarza-. ¡Mira, cerdo!

Conan se arriesgó a mirar. Desde todos los rincones salían verdaderas hordas de sombras grises, con ojos desorbitados y mandíbulas de perro que se cerraban sobre cada hombre que encontraban. Estaban invadiendo el campo y siempre que capturaban a un hombre se lo llevaban a un lado para devorarlo en el acto. Los guerreros los atacaban con la fuerza que da el terror, pero sus pieles cadavéricas parecían inmunes a las armas. Cuando caía uno, había otros tres que ocupaban su lugar.

-¡Los fantasmas de Yanaidar! -exclamó Gotarza-. Tenemos que huir. Podremos continuar nuestra guerra particular en cualquier otro momento, Conan.

La horda de fugitivos casi los levantó en vilo. Conan sintió pies humanos sobre su espalda cuando cayó derribado por la masa formada por cientos de hombres en estampida. Se puso de rodillas haciendo un tremendo esfuerzo y golpeando con codos y puños para hacerse un poco de espacio a fin de poder respirar.

Todos huyeron en dirección a la escalera: yezmitas, kozakos, kushafis y guardias iranistanios. Estaban todos mezclados y habían olvidado su batalla ante aquella amenaza sobrenatural. Las mujeres y los niños se mezcla ban con los guerreros. A lo largo de la ruta había cientos de espectros, atacando a todo el que se separaba del grupo. Conan abandonó durante un momento a sus hombres y corrió en dirección a Gotarza, que luchaba contra cuatro fantasmas. Gotarza había perdido su espada, pero tenía a dos monstruos cogidos por la garganta, uno en cada mano, mientras que un tercero le apretaba las piernas y un cuarto daba vueltas a su alrededor, tratando de alcanzar su garganta con sus terribles mandíbulas.

Conan partió en dos a uno de ellos con su cuchillo. De un segundo corte decapitó a otro. Gotarza se quitó de encima a los demás, y entonces los fantasmas se abalanzaron sobre Conan, arañándolo con uñas y colmillos. Casi lo tiran al suelo. Entonces vio que Gotarza lo había librado de uno de ellos, lo arrojó al suelo y en ese momento lo estaba pisoteando, haciendo crujir sus huesos. El cimmerio rompió su cuchillo sobre otro y aplastó el cráneo de un tercero con la empuñadura.

Al cabo de un rato, Conan estaba corriendo junto con los demás hombres. Salieron por la puerta y corrieron hacia la escalera en dirección al cañón. Los fantasmas lo persiguieron hasta la puerta, abalanzándose sobre todo el que se cruzara en su camino. Cuando los últimos hombres salieron por la puerta, los fantasmas se quedaron atrás, arrojándose como lobos hambrientos sobre los cuerpos sin vida.

En el cañón, los hombres se derrumbaron de fatiga y se tendieron sobre las rocas, sin hacer el menor caso de la proximidad de sus enemigos. La mayoría de los hombres estaban heridos, cubiertos de sangre, con las ropas destrozadas y las armas rotas. Muchos de ellos las habían perdido. De los cientos de guerreros que se habían reunido para la batalla de Yanaidar al amanecer, habían logrado escapar menos de la mitad. Durante unos minutos sólo se oyeron jadeos y quejas, gente rasgando sus ropas para convertirlas en vendas y el sonido metálico de las armas contra las rocas.

Aunque había estado luchando, corriendo y escalando la mayor parte del tiempo desde el día anterior, Conan era uno de los pocos que se mantenía en pie. Bostezó con una mueca de dolor por el sufrimiento que le causaban sus heridas; daba vueltas y se preocupaba por sus hombres, a quienes intentó reagrupar. De sus zuagires, solamente pudo encontrar a tres, incluyendo a Antar. También vio a Tubal, pero no a Codrus.

Al otro lado del cañón, Balash, sentado con una pierna cubierta de vendas, daba órdenes a sus kushafis con voz débil. Gotarza reunía a sus guardias reales. Los yezmitas, que habían sufrido las mayores pérdidas, vagaban como ovejas perdidas, mirando de reojo a los demás grupos.

-Maté a Zahak con mis propias manos -dijo Antar-. Por lo tanto, no tienen un jefe que los dirija.

Conan se acercó hasta donde estaba Balash.

-¿Cómo te va, viejo lobo?

-Bastante bien, aunque no puedo caminar sin ayuda. ¡De modo que las viejas leyendas son una realidad! De vez en cuando, los fantasmas salen de las habitaciones que hay debajo de Yanaidar para devorar a cualquier hombre que se atreva a fijar allí su residencia.

Balash se estremeció y agregó:

-No creo que nadie se atreva a reconstruir la ciudad.

-¡Conan! -gritó Gotarza-. Tenemos cosas que discutir.

-Estoy dispuesto -gruñó Conan. Y a continuación le dijo a Tubal:

-Reúne en formación a los hombres que estén menos heridos y mejor armados.

Luego avanzó por el suelo rocoso del cañón hasta la mitad del camino que había entre su grupo y el de Gotarza. Éste también se adelantó y dijo:

-Todavía tengo órdenes de llevaros a Anshán a ti y a Balash, vivos o muertos.

-Inténtalo -repuso Conan.

Desde el lugar en el que estaba sentado, Balash dijo:

-Estoy herido, pero si tratas de llevarme por la fuerza, mi gente os perseguirá por las colinas hasta que no quede vivo uno solo de tus hombres.

-Valiente fanfarronada, pero después de otra batalla te quedarías sin hombres -dijo Gotarza-. Sabes bien que las demás tribus aprovecharían tu debilidad para invadir tu aldea y llevarse a las mujeres. El rey gobierna sobre los ilbarsi porque las tribus ilbarsi nunca han estado unidas y jamás lo estarán.

Balash guardó silencio durante un momento y luego dijo:

-Dime, Gotarza, ¿cómo supiste adonde habíamos ido?

-Llegamos a Kushaf anoche, y la punta de un afilado cuchillo persuadió a un muchacho de la aldea para que nos dijera que habías ido al Drujistán y para que nos guiara por el camino que tú habías seguido. Antes del amanecer llegamos a ese lugar desde donde se sube al risco por una escala de cuerda y que los muy necios, en su prisa, no retiraron después de subir. Atamos a los hombres que habías dejado para que vigilaran los caballos y finalmente llegamos aquí.

Gotarza hizo una pausa y agregó:

-Y ahora te diré algo más. No tengo nada en contra de ninguno de vosotros, pero he jurado por Asura que obedecería las órdenes de Kobad Sha, y las obedeceré mientras viva. Por otro lado, me parece una vergüenza iniciar otra matanza cuando nuestros hombres están tan cansados y han muerto tantos valientes guerreros.

-¿Qué pensabas hacer? -preguntó Conan.

-Pensé que tú y yo podríamos solucionar el problema mediante una simple pelea. Si yo caigo, podrás seguir tu camino,

ya que nadie te detendrá. Si caes tú, Balash regresará a Anshán conmigo...

Se volvió hacia Balash y agregó:

-Así podrás demostrar tu inocencia. El rey se enterará del papel que has desempeñado en el final de los Ocultos.

-No tengo la menor confianza en ese estúpido desconfiado –gruñó Balash-. Pero estoy de acuerdo en lo demás. Ningún perro iranistanio podría vencer a Conan en un duelo.

-Convenido -dijo Conan, volviéndose hacia sus hombres-. ¿Quién tiene la espada más grande?

Probó varias y se quedó finalmente con una de modelo hiborio. Luego miró a Gotarza.

-¿Estás preparado?

-Preparado -repuso Gotarza, atacando.

Las espadas centellearon en un remolino de acero tan veloz que nadie se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Los guerreros saltaron, dieron vueltas en círculo, avanzaron y retrocedieron, intentando matar al otro. Lucharon sin cesar, atacando y defendiéndose. Nadie en Yanaidar había visto en miles de años una exhibición tan extraordinaria de esgrima.

-¡Alto!

Y puesto que la lucha continuaba, el hombre volvió a gritar:

-¡He dicho alto!

Conan y Gotarza se detuvieron y se dieron media vuelta para ver quién gritaba.

-¡Bardiya! -exclamó Gotarza, dirigiéndose al corpulento mayordomo que se hallaba de pie cerca del risco de la escala-. ¿Qué haces tú aquí?

-Dejad de luchar -dijo el iranistanio-. He reventado tres caballos para llegar hasta aquí. Kobad Sha ha muerto por el veneno de la daga llameante y reina su hijo Arshak. Ha retirado todas las acusaciones contra Conan y contra Balash, y ruega a éste que se ocupe nuevamente de proteger la frontera norte y que Conan vuelva a su servicio. Iranistán necesita guerreros como éstos, ya que Yezdigerd de Turan, habiendo dispersado a las bandas de kozakos, envía de nuevo a sus ejércitos para dominar a sus vecinos.

-Si eso es así -dijo Conan-, habrá un buen botín en las estepas turanias, y yo estoy cansado de las intrigas de tu perfumada corte.

Se volvió hacia sus hombres y agregó:

-Los que quieran regresar a Anshán, pueden hacerlo. El resto cabalgará mañana conmigo hacia el norte.

-Pero ¿y nosotros? -se quejó un hirkanio de la guardia de Yanaidar-. Los iranistanios nos matarán. Nuestra ciudad está ocupada por los fantasmas, y nuestras familias y jefes han muerto. ¿Qué va a ser de nosotros?

-Los que lo deseen, pueden venir conmigo -dijo Conan con tono indiferente-. Los demás pueden preguntarle a Balash si él los acepta. Muchas mujeres de su tribu buscan nuevos maridos... ¡Por Crom!

Conan acababa de ver a un grupo de mujeres, entre las cuales reconoció a Parusati. Al ver a la joven, recordó algo que había olvidado.

-¿Qué sucede, Conan? -preguntó Tubal.

-Me he olvidado de Nanaia. Todavía está en la torre. Y ahora, ¿cómo diablos regresaré allí para rescatarla?

-No es necesario que lo hagas -dijo una voz.

Uno de los sobrevivientes zuagires que había seguido a Conan levantó un casco de bronce, dejando al descubierto el rostro de Nanaia. Los negros cabellos de la muchacha cayeron sobre sus hombros.

Conan se sobresaltó y luego lanzó una sonora carcajada.

-Te dije que esperaras... ¡Oh, bueno...! Creo que has hecho bien en desobedecer esta vez.

La besó ruidosamente y luego le dio un par de azotes, al tiempo que decía:

-Uno es por luchar junto a nosotros y el otro por desobedecer. Ahora, vámonos. Despertad, perros hermanos. ¿Acaso pensáis seguir sentados sobre esas rocas hasta que os muráis de hambre?

Conduciendo a la esbelta joven de la mano, Conan encaminó sus pasos hacia el barranco que los llevaría al camino de Kushaf.


No hay comentarios:

º