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lunes, 5 de abril de 2010

La aventura de Peter el Negro

La aventura de Peter el Negro

Arthur Conan Doyle

Nunca he visto a mi amigo en mejor forma, tanto mental como física, como en el año 95. Su creciente fama atraía a una inmensa clientela y sería indiscreto por mi parte hacer la más ligera alusión a la identidad de algunos de los ilustres clientes que cruzaron nuestro humilde umbral de Baker Street. Sin embargo, Holmes, como todos los grandes artistas, vivía para su arte y, excepto en el caso del duque de Holdernesse, casi nunca le vi pedir un pago importante por sus inestimables servicios. Era tan poco materialista -o tan caprichoso- que con frecuencia se negaba a ayudar a los ricos y poderosos cuando su problema no le resultaba interesante, mientras que dedicaba semanas de intensa concentración a los asuntos de cualquier humilde cliente cuyo caso presentara aquellos aspectos extraños y dramáticos que excitaban su imaginación y ponían a prueba su ingenio.

En aquel memorable año de 1895, una curiosa y extravagante serie de casos había atraído su atención: desde la famosa investigación sobre la súbita muerte del cardenal Tosca -investigación que llevó a cabo por expreso deseo de Su Santidad el papa- hasta la detención de Wilson, el conocido amaestrador de canarios, con la que eliminó un foco de infección en el East End de Londres. Pisándoles los talones a estos dos célebres casos llegó la tragedia de Woodman's Lee, con las misteriosísimas circunstancias que rodearon la muerte del capitán Peter Carey. La crónica de las hazañas del señor Sherlock Holmes quedaría incompleta si no incluyera algunos informes sobre este caso tan insólito.

Durante la primera semana de julio, mi amigo se estuvo ausentando de nuestros aposentos tan a menudo y durante tanto tiempo que comprendí que algo se traía entre manos. El hecho de que durante aquellos días se presentaran varios hombres de aspecto patibulario preguntando por el capitán Basil me dio a entender que Holmes estaba operando en alguna parte bajo uno de los numerosos disfraces y nombres con los que ocultaba su formidable identidad. Tenía por lo menos cinco pequeños refugios en diferentes partes de Londres en los que podía cambiar de personalidad. No me contaba nada de sus actividades y yo no tenía por costumbre sonsacar confidencias. La primera señal concreta que me dio acerca del rumbo de sus investigaciones fue verdaderamente extraordinaria. Había salido antes del desayuno, y yo me había sentado a tomar el mío cuando entró dando zancadas en la habitación, con el sombrero puesto y una enorme lanza de punta dentada bajo el brazo, como si fuera un paraguas.

-¡Válgame Dios, Holmes! -exclamé-. No me irá usted a decir que ha estado andando por Londres con ese trasto.

-Fui en coche a la carnicería y volví.

-¿La carnicería?

-Y vuelvo con un apetito excelente. No cabe duda, querido Watson, de lo bueno que es hacer ejercicio antes de desayunar. Pero apuesto a que no adivina usted qué clase de ejercicio he estado haciendo.

-No pienso ni intentarlo.

Holmes soltó una risita mientras se servía café.

-Si hubiera usted podido asomarse a la trastienda de Allardyce, habría visto un cerdo muerto colgado de un gancho en el techo y un caballero en mangas de camisa dándole furiosos lanzazos con esta arma. Esa persona tan enérgica era yo, y he quedado convencido de que por muy fuerte que golpeara no podía traspasar al cerdo de un solo lanzazo. ¿Le interesaría probar a usted?

-Por nada del mundo. Pero ¿por qué hace usted esas cosas?

-Porque me pareció que tenía alguna relación indirecta con el misterio de Woodman's Lee. Ah, Hopkins, recibí su telegrama anoche y le estaba esperando. Pase y únase a nosotros.

Nuestro visitante era un hombre muy despierto, de unos treinta años de edad, que vestía un discreto traje de lana, pero conservaba el porte erguido de quien estaba acostumbrado a vestir uniforme. Lo reconocí al instante como Stanley Hopkins, un joven inspector de policía en cuyo futuro Holmes tenía grandes esperanzas, mientras que él, a su vez, profesaba la admiración y el respeto de un discípulo por los métodos científicos del famoso aficionado. Hopkins traía un gesto sombrío y se sentó con aire de profundo abatimiento.

-No, gracias, señor. Ya desayuné antes de venir. He pasado la noche en Londres, porque llegué ayer para presentar mi informe.

-¿Y qué informe tenía usted que presentar?

-Un fracaso, señor, un fracaso absoluto.

-¿No ha hecho ningún progreso?

-Ninguno.

-¡Vaya por Dios! Tendré que echarle un vistazo al asunto.

-Hágalo, señor Holmes, por lo que más quiera. Es mi primera gran oportunidad y ya no sé qué hacer. Por amor de Dios, venga y écheme una mano.

-Bien, bien, da la casualidad de que ya he leído con bastante atención toda la información disponible, incluyendo el informe de la investigación policial. Por cierto, ¿qué le parece a usted esa petaca encontrada en el lugar del crimen? ¿No hay ahí ninguna pista?

Hopkins se mostró sorprendido.

-Era la petaca del muerto, señor Holmes. Tenía sus iniciales en la parte de dentro. Y además, era de piel de foca y él había sido cazador de focas.

-Pero no tenía pipa.

-No, señor, no encontramos ninguna pipa; la verdad es que fumaba muy poco. Sin embargo, es posible que llevara algo de tabaco para sus amigos.

-Sin duda. Lo menciono tan sólo porque si yo hubiera estado encargado del caso me habría sentido inclinado a tomar eso como punto de partida de mi investigación. Sin embargo, mi amigo el doctor Watson no sabe nada de este asunto y a mí no me vendría mal escuchar una vez más el relato de los hechos. Háganos un breve resumen de lo más esencial.

Stanley Hopkins sacó del bolsillo una hoja de papel.

-Tengo unos cuantos datos que resumen la carrera del difunto, el capitán Peter Carey. Nació en el 45, así que tenía cincuenta años. Había sido un valeroso y próspero cazador de ballenas y focas. En 1883 mandaba el vapor Sea Unicorn, de Dundee, dedicado a la caza de focas. Realizó varios viajes seguidos, bastante provechosos, y al año siguiente, 1884, se retiró. Después se dedicó a viajar durante unos años, y por fin adquirió una pequeña propiedad llamada Woodman's Lee, cerca de Forest Row, en Sussex. Allí ha vivido durante seis años, y allí murió, hoy hace una semana.

»El hombre tenía algunas facetas bastante peculiares. En su vida privada era un estricto puritano, un tipo callado y sombrío. Vivía con su esposa, su hija de veinte años y dos sirvientas. Estas dos cambiaban constantemente, va que la vida en su casa no era muy alegre y, a veces, resultaba totalmente insoportable. El hombre se emborrachaba con frecuencia, y cuando le daba el ataque se convertía en un completo demonio. Más de una vez sacó de casa a su mujer y a su hija en mitad de la noche, persiguiéndolas a latigazos por el jardín hasta que todo el pueblo se despertaba con los gritos.

»Una vez compareció ante el juez por haber agredido brutalmente al anciano vicario, que había ido a casa a reprenderle por su conducta. En pocas palabras, señor Holmes, costaría trabajo encontrar un tipo más peligroso que el capitán Peter Carey, y me han dicho que tenía el mismo carácter cuando estaba al mando de su barco. En el oficio se le conocía como Peter el Negro, no sólo por su rostro atezado y el color de su poblada barba, sino también por sus arrebatos, que eran el terror de todos los que le rodeaban. Ni que decir tiene que todos sus vecinos lo odiaban y procuraban evitarlo, y que no he oído una sola palabra de lamentación por su terrible final.

»Seguramente, señor Holmes, en el informe de la indagación habrá leído acerca del camarote de Carey, pero puede que su amigo no sepa nada de esto. Se había construido una cabaña de madera, que él siempre llamaba el camarote", a unos cientos de metros de la casa, y dormía en ella todas las noches. Era una cabañita pequeña, con una sola habitación de dieciséis pies por diez[1]. Guardaba la llave en el bolsillo, y él mismo se hacía la cama, limpiaba y no permitía que nadie más traspasara el umbral. A cada lado hay unas ventanas pequeñas, cubiertas por cortinas, y que nunca se abrían. Una de estas ventanas daba a la carretera, y la gente que veía la luz por la noche solía señalarla, preguntándose qué estaría haciendo allí Peter el Negro. Esta, señor Holmes, es la ventana que nos proporcionó uno de las pocas informaciones concretas que salieron a relucir en la indagación.

»Recordará usted que un albañil llamado Slater, que venía andando desde Forest Row a eso de la una de la madrugada, dos días antes del crimen, se detuvo al pasar junto al terreno y se fijó en el cuadrado de luz que brillaba entre los árboles. Este albañil jura que a través de la cortina se veía claramente la silueta de un hombre con la cabeza girada hacia un lado, y que esta silueta no era de ningún modo la de Peter Carey, al que él conocía muy bien. Era la silueta de un hombre barbudo, pero de barba corta y erizada hacia delante, muy diferente de la del capitán. Eso es lo que dice, pero había estado dos horas en el bar y hay bastante distancia desde la carretera hasta la ventana. Además, esto sucedió el lunes, y el crimen se cometió el miércoles.

»El martes, Peter Carev se encontraba en uno de sus peores momentos, cegado por la bebida y tan peligroso como una fiera salvaje. Anduvo rondando por la casa y las mujeres salieron huyendo al oírlo venir. A última hora de la tarde se fue a su cabaña. A eso de las dos de la mañana, su hija, que dormía con la ventana abierta, oyó un grito espantoso que venía de aquella dirección; pero como no tenía nada de extraño que aullara y vociferara cuando estaba borracho, no hizo caso. A las siete, al levantarse, una de las sirvientas se fijó en que la puerta de la cabaña estaba abierta, pero tal era el terror que aquel hombre inspiraba que hasta mediodía nadie se atrevió a acercarse a ver qué le había sucedido. Al atisbar por la puerta abierta vieron un espectáculo que las hizo salir corriendo hacia el pueblo con el rostro lívido de espanto. En menos de una hora yo ya estaba allí y me había hecho cargo del caso.

»Bueno, como usted sabe, señor Holmes, yo tengo los nervios bastante bien templados, pero le doy mi palabra de que me estremecí cuando metí la cabeza en aquella cabaña. Estaba llena de moscas y moscardones que zumbaban como un armonio, y las paredes parecían las de un matadero. Él la llamaba el camarote, y verdaderamente era un camarote; cualquiera podría pensar que estaba en un barco. Había una litera en un extremo, un cofre de marino, mapas y cartas de navegación, una fotografía del Sea Unicorn, una hilera de cuadernos de bitácora en un estante...; exactamente todo lo que uno esperaría encontrar en el camarote de un capitán. Y en medio de todo ello estaba él, con el rostro contorsionado como un alma condenada y sometida a tormento, y la frondosa barba apuntando hacia arriba en un gesto de agonía. Su ancho pecho estaba atravesado por un arpón de acero, que le salía por la espalda y se hundía profundamente en la pared que tenía detrás. Estaba clavado igual que un escarabajo de colección. Por supuesto, estaba muerto, y así había estado desde el instante en que lanzó aquel último grito de agonía.

»Conozco sus métodos, señor, y los apliqué. Sin permitir que nadie tocase nada, examiné con la máxima atención los alrededores de la cabaña y el suelo de la misma. No había ninguna pisada.

-Quiere usted decir que no encontró ninguna.

-Le aseguro, señor, que no las había.

-Mi buen Hopkins, he investigado muchos crímenes, pero aún no he encontrado ninguno cometido por un ser volador.

Y mientras el criminal se sostenga sobre dos piernas, siempre quedará alguna señal, alguna rozadura, algún minúsculo desplazamiento detectable por un investigador científico. Resulta increíble que esta habitación embadurnada de sangre no contuviera ninguna huella que pudiera ayudarnos. Sin embargo, tengo entendido, por el informe de la indagación, que había ciertos objetos que usted no dejó de examinar.

El joven inspector acusó los comentarios irónicos de mi compañero con un estremecimiento.

-He sido un tonto al no acudir a usted en su momento, señor Holmes. Sin embargo, ya de nada vale lamentarse. En efecto, había en la habitación varios objetos que exigían especial atención. Uno de ellos era el arpón con el que se cometió el crimen. Lo habían cogido de un armero en la pared; allí había otros dos y quedaba un espacio vacío para el tercero. En el mango tenía grabadas las palabras «S.S. Sea Unicorn, Dundee». Esto parecía indicar que el crimen se cometió en un arrebato de furia y que el asesino había echado mano a la primera arma que encontró a su alcance. El hecho de que el crimen se cometiera a las dos de la madrugada y que, a pesar de la hora, Peter Carey estuviera completamente vestido, permitía suponer que se había citado con su asesino, lo cual parece confirmado por la presencia en la mesa de una botella de ron y dos vasos vacíos.

-Sí -dijo Holmes-. Creo que las dos inferencias son aceptables. ¿Había algún otro licor en la habitación aparte del ron?

-Sí, encima del cofre de marino había un botellero con brandy y whisky; pero no tiene interés para nosotros, porque las frascas estaban llenas y, por tanto, no se habían usado.

-Aun así, su presencia tiene algún significado -dijo Holmes-. Sin embargo, oigamos algo más acerca de los objetos que, según usted, parecen guardar relación con el caso.

-Tenemos la petaca de tabaco, que estaba encima de la mesa.

-¿En qué parte de la mesa?

-En el centro. Era de piel de foca, piel áspera con pelo tieso, con una correíta de cuero para cerrarla. En la parte de dentro tenía las iniciales «P.C.». Contenía una media onza de tabaco fuerte de marinero.

-¡Excelente! ¿Qué más?

Stanley Hopkins sacó del bolsillo un cuaderno de notas con tapas grisáceas muy gastadas y hojas descoloridas. En la primera página estaban escritas las iniciales «J.H.N.» y la fecha «1883». Holmes lo puso sobre la mesa y lo examinó con su minuciosidad habitual, mientras Hopkins y yo mirábamos, cada uno por encima de sus hombros. La segunda página llevaba estampadas las iniciales «C.P.R.», y a continuación venían varias hojas llenas de números. Había un encabezamiento que decía «Argentina», otro «Costa Rica» y otro «San Paulo», todos ellos seguidos por páginas llenas de signos y cifras.

-¿Qué le dice a usted esto? -preguntó Holmes.

-Parecen ser listas de valores de Bolsa. Es posible que «J.H.N.» sean las iniciales de un corredor de Bolsa, y «C.P.R.» las de su cliente.

-¿Y qué opina de «Canadian Pacific Railway»? -dijo Holmes.

Stanley Hopkins soltó un taco entre dientes y se golpeó el muslo con el puño cerrado.

-¡Qué estúpido he sido! -exclamó-. ¡Claro que es lo que usted dice! Ahora sólo nos quedan por descifrar las iniciales «J.H.N.». Ya he examinado las listas antiguas de la Bolsa, pero no he encontrado ningún corredor, ni de los oficiales ni de los de fuera, cuyas iniciales coincidan con ésas. Sin embargo, tengo la impresión de que esta es la pista más importante con la que cuento. Reconocerá usted, señor Holmes, que existe la posibilidad de que estas iniciales correspondan a la otra persona allí presente..., es decir, al asesino. Insisto, además, en que la aparición en el caso de un documento referente a grandes cantidades de acciones de gran valor nos proporciona la primera indicación de un posible móvil para el crimen.

El rostro de Sherlock Holmes revelaba que este nuevo giro del asunto le había desconcertado por completo.

-Tengo que admitir esos dos argumentos suyos -dijo-. Confieso que este cuaderno, que no se mencionaba en el informe, modifica cualquier opinión que yo me pudiera haber formado. Había elaborado ya una teoría sobre el crimen en la que esto no tiene cabida. ¿Se ha molestado usted en seguir la pista a alguno de los valores que aquí se mencionan?

-Se está investigando en las oficinas, pero me temo que las listas completas de los accionistas de estos valores sudamericanos estén en Sudamérica, y tardaremos varias semanas en seguir la pista de las acciones.

Holmes había estado examinando con su lupa las tapas del cuaderno.

-Parece que aquí hay una mancha de color -dijo.

-Sí, señor, es una mancha de sangre. Ya le he dicho que recogí el cuaderno del suelo.

-¿La mancha estaba encima o debajo?

-Por el lado del suelo.

-Lo cual, naturalmente, demuestra que el cuaderno cayó al suelo después de cometerse el crimen.

-Exacto, señor Holmes. Me di cuenta de ese detalle y supuse que se le caería al asesino cuando éste huyó precipitadamente. Estaba muy cerca de la puerta.

-Supongo que no se habrá encontrado ninguna de estas acciones entre las propiedades del difunto.

-No, señor.

-¿Tiene alguna razón para sospechar que el móvil fue el robo?

-No, señor. No parece que hayan tocado nada.

-Caramba, caramba, sí que es un caso interesante. Había también un cuchillo, ¿no es así?

-Un cuchillo metido en su vaina. Se encontraba caído a los pies de la víctima. La señora Carey lo ha identificado como perteneciente a su esposo.

Holmes se sumió en reflexiones durante un buen rato.

-Bueno -dijo por fin-, supongo que tendré que acercarme a echar un vistazo.

Stanley Hopkins soltó una exclamación de alegría.

-Gracias, señor. No sabe el peso que me quita de encima.

Holmes amonestó al inspector con el dedo.

-La tarea habría resultado más sencilla hace una semana -dijo-. Pero, aun ahora, puede que mi visita no sea del todo infructuosa. Si dispone usted de tiempo, Watson, me gustaría mucho que me acompañara. Haga el favor de llamar un coche, Hopkins; estaremos listos para salir hacia Forest Row en un cuarto de hora.

Tras apearnos en una pequeña estación junto a la carretera, recorrimos en coche varias millas a través de lo que quedaba de un extenso bosque que en otro tiempo formó parte de la gran selva que durante tanto tiempo mantuvo a raya a los invasores sajones: la impenetrable región arbolada, que fue durante sesenta años el baluarte de Gran Bretaña. Se habían talado grandes extensiones, ya que en esta zona se instalaron las primeras fundiciones de hierro del país, los árboles se utilizaron como leña para fundir el mineral. En la actualidad, los ricos yacimientos del Norte han absorbido esta industria, y sólo los bosques arrasados y las grandes cicatrices de la tierra dan testimonio del pasado. En un claro que se abría en la verde ladera de una colina se alzaba una casa de piedra baja y alargada, a la que se llegaba por un sendero curvo que atravesaba el terreno. Más cerca de la carretera, rodeada de arbustos por tres de sus lados, había una pequeña cabaña con la puerta y una ventana orientadas en nuestra dirección. Aquel era el lugar del crimen.

Stanley Hopkins nos condujo primero a la casa, donde nos presentó a una mujer ojerosa, de cabellos grises: la viuda del hombre asesinado, cuyo rostro demacrado y surcado por profundas arrugas, con una furtiva mirada de terror en el fondo de sus ojos enrojecidos, revelaba los años de sufrimiento y malos tratos que había soportado. Con ella se encontraba su hija, una muchacha rubia y pálida, cuyos ojos llamearon desafiantes al decirnos que se alegraba de que su padre hubiera muerto y que bendecía la mano que lo había abatido. Peter Carey el Negro se había creado un ambiente doméstico terrible, y sentimos verdadero alivio al salir de nuevo a la luz del sol y recorrer el sendero que los pies del difunto habían ido abriendo a través de los campos.

La cabaña era una construcción de lo más sencillo, con paredes de madera, tejado a un agua, una ventana junto a la puerta y otra en el lado contrario. Stanley Hopkins sacó la llave del bolsillo, y se había inclinado hacia la cerradura cuando de pronto se detuvo, con una expresión de curiosidad y sorpresa en el rostro.

-Alguien ha estado manipulando esto -dijo.

No cabía la menor duda: la madera estaba rayada y las rayas estaban blancas por debajo de la pintura, como si se hubieran hecho un momento antes. Holmes había estado inspeccionando la ventana.

-También han intentado forzarla. Pero quien fuera no consiguió entrar. Tiene que haber sido un ladrón muy torpe.

-Esto es muy sorprendente -dijo el inspector-. Podría jurar que estas marcas no estaban ayer por la tarde.

-Puede haber sido algún curioso del pueblo -sugerí. -No lo creo. Muy pocos se atreverían a poner el pie en este terreno, y mucho menos a intentar forzar la entrada de la cabaña. ¿Qué opina de esto, señor Holmes?

-Opino que la suerte nos ha sido muy propicia.

-¿Quiere decir que esta persona volverá?

-Es muy probable. Vino esperando encontrar la puerta abierta. Trató de forzarla con la hoja de una navajita de bolsillo y no lo consiguió. ¿Qué va a hacer a continuación?

-Volver a la noche siguiente con una herramienta más eficaz.

-Eso me parece a mí. Sería un fallo por nuestra parte no estar aquí para recibirlo. Mientras tanto, déjeme ver el interior de la cabaña.

Se habían borrado las huellas de la tragedia, pero el mobiliario de la pequeña habitación seguía igual que la noche del crimen. Durante dos horas, Holmes examinó con la máxima concentración todos los objetos, uno por uno, pero al final su expresión demostraba que la búsqueda no había dado frutos. Sólo una vez hizo una pausa en su concienzuda investigación.

-¿Ha sacado algo de este estante, Hopkins?

-No; no he tocado nada.

-Se han llevado algo. En la esquina del estante hay menos polvo que en el resto. Puede haber sido un libro que estaba tumbado. O una caja. En fin, no puedo hacer más. Demos un paseo por este hermoso bosque, Watson, y dediquemos unas horas a los pájaros y a las flores. Nos reuniremos aquí mismo más tarde, Hopkins, y veremos si podemos entablar contacto con el caballero que vino de visita anoche.

Eran más de las once cuando tendimos nuestra pequeña emboscada. Hopkins era partidario de dejar abierta la puerta de la cabaña, pero Holmes opinaba que aquello despertaría las sospechas del intruso. La cerradura era de las más sencillas, y bastaba con un cuchillo fuerte para hacerla saltar. Además, Holmes propuso que no aguardáramos dentro de la cabaña, sino fuera, entre los arbustos que crecían en torno a la ventana del fondo. De este modo podríamos observar a nuestro hombre si éste encendía la luz y descubrir cuál era el objeto de su furtiva visita nocturna.

Fue una guardia larga y melancólica, pero aun así sentimos algo de la emoción que experimenta el cazador cuando acecha junto a la charca de agua, en espera de la llegada de la fiera sedienta. ¿Qué clase de bestia salvaje podía caer sobre nosotros desde la oscuridad? ¿Sería un feroz tigre del crimen, al que sólo podríamos capturar tras dura lucha con uñas y dientes, o resultaría ser un taimado chacal, peligroso tan sólo para los débiles y descuidados? Permanecimos agazapados en absoluto silencio entre los arbustos, esperando que llegara lo que pudiera llegar. Al principio, los pasos de algunos aldeanos rezagados o el sonido de voces procedentes de la aldea entretenían nuestra espera; pero, poco a poco, estas interrupciones se fueron extinguiendo, y quedamos envueltos en un silencio absoluto, con la excepción de las campanas de la lejana iglesia, que nos informaban del avance de la noche, y del repiqueteo de una fina lluvia que caía entre el follaje que nos cobijaba.

Acababan de sonar las dos y media, en las horas más oscuras que preceden al amanecer, cuando todos nos sobresaltamos al oír un ligero pero inconfundible chasquido procedente de la puerta de la finca. Alguien había entrado en el sendero. De nuevo se hizo un largo silencio, y yo empezaba a temer que hubiera sido una falsa alarma, cuando oímos pasos sigilosos al otro lado de la cabaña, seguidos al instante por roces y chasquidos metálicos. ¡El desconocido trataba de forzar la cerradura! Esta vez fue más hábil o contaba con un instrumento mejor, porque se oyó un brusco chasquido y el chirriar de las bisagras. Luego se encendió una cerilla, y un instante después la firme llama de una vela iluminaba el interior de la cabaña. Nuestros ojos se clavaron, a través de los visillos de gasa, en la escena que se desarrollaba dentro.

El visitante nocturno era un hombre joven, delgado y frágil, con un bigote negro que acentuaba la palidez mortal de su rostro. No podía tener mucho más de veinte años. Jamás he visto un ser humano que diera tan patéticas muestras de miedo: le castañeteaban los dientes y temblaba de pies a cabeza. Iba vestido como un caballero, con chaqueta Norfolk y pantalones de media pierna, y se tocaba con una gorra de paño. Le vimos mirar en torno suyo con ojos asustados. A continuación colocó el cabo de vela sobre la mesa y desapareció de nuestra vista, hacia uno de los rincones. Reapareció con un libro voluminoso, uno de los cuadernos de bitácora alineados sobre los estantes, se apoyó en la mesa y fue pasando hojas rápidamente hasta encontrar la anotación que buscaba. Entonces hizo un gesto iracundo con el puño, cerró el libro, volvió a colocarlo en el rincón y apagó la luz. Apenas había dado media vuelta para salir de la cabaña, cuando la mano de Hopkins cayó sobre su cuello y pude oír el fuerte gemido de espanto que el individuo dejó escapar al comprender que estaba atrapado. Se encendió de nuevo la vela y contemplamos a nuestro miserable prisionero, tembloroso y encogido en manos del policía. Se dejó caer sobre el cofre de marino y nos miró uno a uno con expresión de desamparo.

-Y ahora, querido amigo -dijo Stanley Hopkins-, ¿quién es usted y qué busca aquí?

El hombre se recompuso y se enfrentó a nosotros, esforzándose por mantener la serenidad.

-Son ustedes policías, ¿verdad? -dijo-. Y creen que estoy complicado en la muerte del capitán Peter Carey. Les aseguro que soy inocente.

-Eso ya lo veremos -dijo Hopkins-. En primer lugar, ¿cómo se llama usted?

-John Hopley Neligan.

Vi que Holmes y Hopkins intercambiaban una rápida mirada.

-¿Qué está usted haciendo aquí?

-¿Puedo hablar confidencialmente?

-No, desde luego que no.

-¿Y por qué iba a decírselo?

-Si no tiene respuesta, puede pasarlo muy mal en el juicio. El joven se estremeció.

-Está bien, se lo diré. ¿Por qué no habría de hacerlo? Aunque me repugna la idea de que el viejo escándalo vuelva a salir a la luz. ¿Han oído hablar de Dawson & Neligan?

Por la expresión de Hopkins, me di cuenta de que él conocía el nombre; pero Holmes mostró un vivo interés.

-¿Se refiere usted a los banqueros del West Country? -dijo-. Se declararon en quiebra dejando a deber un millón, arruinando a la mitad de las familias del condado de Cornualles, y Neligan desapareció.

-Exacto. Neligan era mi padre.

Por fin estábamos llegando a algo concreto, aunque todavía parecía existir un largo trecho de distancia entre un banquero fugitivo y el capitán Peter Carey, clavado a la pared con uno de sus propios arpones. Todos escuchamos con la máxima atención las palabras del joven.

-Mi padre era el verdadero responsable. Dawson estaba ya retirado. Yo sólo tenía diez años por entonces, pero era lo bastante mayor para sentir la vergüenza y el horror del asunto. Siempre se ha dicho que mi padre robó todas las acciones y huyó, pero no es verdad. El creía que si le daban tiempo para negociarlas todo iría bien y se podría pagar a todos los acreedores. Zarpó rumbo a Noruega en su yatecito justo antes de que se dictara su orden de detención. Aún me acuerdo de aquella última noche, cuando se despidió de mi madre. Nos dejó una lista de valores que se llevaba y juró que regresaría con su honor reparado y que ninguno de los que habían confiado en él saldría perjudicado. Pero ya no se volvió a saber nada de él. Tanto él como el yate desaparecieron por completo. Mi madre y yo creímos que ambos estaban en el fondo del mar, junto con las acciones que se había llevado. Sin embargo, teníamos un amigo de confianza que se dedica a los negocios y que descubrió hace algún tiempo que algunos de los valores que se llevó mi padre habían reaparecido en el mercado de Londres. Pueden ustedes imaginarse nuestro asombro. Me pasé meses intentando seguirles la pista, y por fin, tras muchas decepciones y dificultades, descubrí que el vendedor original había sido el capitán Peter Carey, propietario de esta choza.

»Como es natural, hice algunas averiguaciones acerca de este hombre, y así supe que había estado al mando de un ballenero que regresaba del Ártico precisamente cuando mi padre navegaba hacia Noruega. El otoño de aquel año fue muy tormentoso, con una larga serie de galernas del Sur. Cabía la posibilidad de que hubieran arrastrado el yate de mi padre hacia el Norte, donde pudo encontrarse con el barco del capitán Carey. Y si esto fue lo que ocurrió, ¿qué había sido de mi padre? En cualquier caso, si la declaración de Peter Carey me servía para demostrar cómo habían llegado al mercado aquellas acciones, podría demostrar que mi padre no las había vendido y que no se las llevó con afán de lucro personal.

»Vine a Sussex con la intención de ver al capitán, pero justo entonces ocurrió su terrible muerte. En el informe de la indagación leí una descripción de esta cabaña, en la que se decía que aquí se guardaban los viejos cuadernos de bitácora de su barco. Se me ocurrió entonces que, si podía enterarme de lo que ocurrió a bordo del Sea Unicorn en el mes de agosto de 1883, podría resolver el misterio de la desaparición de mi padre. Vine anoche, dispuesto a mirar los libros, pero no conseguí abrir la puerta. Esta noche lo volví a intentar, con éxito, pero descubrí que las páginas correspondientes a ese mes habían sido arrancadas del libro. Y en ese momento caí preso en sus manos.

-¿Eso es todo? -preguntó Hopkins.

-Sí, es todo -dijo el joven, desviando la mirada.

-¿No tiene nada más que decirnos?

El joven vaciló.

-No, nada.

-¿No había estado aquí antes de anoche?

-No.

-Entonces, ¿cómo explica esto? -exclamó Hopkins, esgrimiendo el cuaderno acusador, con las iniciales de nuestro prisionero en la primera hoja y la mancha de sangre en la cubierta.

El desdichado se desmoronó. Sepultó la cara entre las manos y se puso a temblar de pies a cabeza.

-¿De dónde lo ha sacado? -gimió-. No lo sabía. Creía que lo había perdido en el hotel.

-Con esto basta -dijo Hopkins secamente-. Si tiene algo más que decir, podrá decírselo al tribunal. Ahora tendrá que venir andando conmigo hasta la comisaría. Bien, señor Holmes, le quedo muy agradecido a usted y a su amigo por haber venido a ayudarme. Tal como han salido las cosas, su presencia ha resultado innecesaria, y yo habría podido llevar el caso a buen término sin ustedes; pero a pesar de todo, les estoy agradecido. He hecho reservar habitaciones para ustedes en el hotel Brambletye, así que podemos ir todos juntos hasta el pueblo.

-Bien, Watson, ¿qué opina usted de todo esto? -me preguntó Holmes a la mañana siguiente, durante el viaje de regreso a Londres.

-Me doy cuenta de que usted no ha quedado satisfecho.

-Oh, sí, querido Watson, estoy muy satisfecho. Claro que los métodos de Stanley Hopkins no me convencen. Me ha decepcionado este Stanley Hopkins; esperaba mejores cosas de él. Siempre hay que buscar una posible alternativa y estar preparado para ella. Es la primera regla de la investigación criminal.

-¿Y cuál es aquí la alternativa?

-La línea de investigación que yo he venido siguiendo. Puede que no conduzca a nada, es imposible saberlo, pero al menos la voy a seguir hasta el final.

Varias cartas aguardaban a Holmes en Baker Street. Echó mano a una de ellas, la abrió y estalló en una triunfal explosión de risa.

-Excelente, Watson. La alternativa se va desarrollando. ¿Tiene usted impresos para telegramas? Escriba por mí un par de mensajes: «Sumner, agente naviero, Ratcliff Highway. Envíe tres hombres, que lleguen mañana a las diez de la mañana.Basil.» Ese es mi nombre por esos barrios. El otro es para el inspector Stanley Hopkins, 46 Lord Street, Brixton: «Venga a desayunar mañana a las nueve y media. Importante. Telegrafíe si no puede venir.-Sherlock Holmes.» Ya está, Watson, este caso infernal me ha estado atormentando durante diez días. Con esto lo destierro por completo de mi presencia y confío en que a partir de mañana no volvamos ni a oírlo mencionar.

El inspector Stanley Hopkins se presentó a la hora exacta y los tres nos sentamos agustar el excelente desayuno que la señora Hudson había preparado. El joven policía estaba muy animado por su éxito.

-¿Está usted convencido de que su solución es la correcta? -preguntó Holmes.

-No podría imaginar un caso más completo.

-A mí no me pareció concluyente.

-Me asombra usted, señor Holmes. ¿Qué más se puede decir?

-¿Es que su explicación abarca todos los hechos?

-Sin duda alguna. He averiguado que el joven Neligan llegó al hotel Brambletye el mismo día del crimen. Alegó que venía a jugar al golf. Aquella misma noche se presentó en Woodman's Lee, vio a Peter Carey en la cabaña, se peleó con él y lo mató con el arpón. Después, horrorizado por lo que había hecho, huyó de la cabaña, y al huir se le cayó el cuaderno de notas que había llevado con el fin de interrogar a Peter Carey acerca de esos valores. Se habrá fijado usted en que algunos de ellos estaban marcados con una rayita, y otros, la gran mayoría, no lo estaban. Las acciones marcadas se han localizado en el mercado de Londres; las otras, seguramente, estaban todavía en poder de Carey, y el joven Neligan, según su propia declaración, estaba ansioso por recuperarlas para quedar en paz con los acreedores de su padre. Después de huir no se atrevió a acercarse a la cabaña durante algún tiempo; pero por fin se decidió a hacerlo, para poder obtener la información que necesitaba. ¿No le parece bastante sencillo y evidente?

Holmes sonrió y negó con la cabeza.

-Me parece que sólo tiene un fallo, Hopkins: que es intrínsecamente imposible. ¿Ha probado usted a atravesar un cuerpo con un arpón? Ay, ay, señor mío, debería usted prestar atención a estos detalles. Mi amigo Watson podrá decirle que yo me pasé toda una mañana practicando ese ejercicio. No es cosa fácil, y exige un brazo fuerte y experimentado. Ese golpe se asestó con tal violencia que la punta del arpón se clavó a bastante profundidad en la pared. ¿Cree usted que ese jovenzuelo anémico es capaz de una violencia tan tremenda? ¿Es este el hombre que estuvo bebiendo ron y agua mano a mano con Peter el Negro en mitad de la noche? ¿Es su perfil el que fue visto a través de la cortina dos noches antes? No, no, Hopkins; a quien tenemos que buscar es a otra persona, mucho más formidable.

La cara del policía se había ido poniendo cada vez más larga durante la parrafada de Holmes. Sus esperanzas y ambiciones se derrumbaban a su alrededor. Pero no estaba dispuesto a abandonar sus posiciones sin lucha.

-No puede usted negar, Holmes, que Neligan estuvo presente aquella noche. El cuaderno lo demuestra. Creo disponer de pruebas suficientes para satisfacer a un jurado, aunque usted aún pueda encontrarles algún fallo. Además, señor Holmes, yo ya le he echado el guante a mi hombre. En cambio, ese terrible personaje suyo, ¿dónde está?

-Yo diría que está subiendo la escalera -dijo Holmes muy tranquilo-. Creo, Watson, que lo mejor será que tenga ese revólver al alcance de la mano -se levantó y colocó un papel escrito sobre una mesita lateral-. Ya estamos listos.

Se oyó una conversación de voces roncas fuera de la habitación y, de pronto, la señora Hudson abrió la puerta para anunciar que había tres hombres que preguntaban por el capitán Basil.

-Hágalos pasar de uno en uno -dijo Holmes.

El primero que entró era un hombrecillo rechoncho como una manzana, de mejillas sonrosadas y sedosas patillas blancas. Holmes había sacado una carta del bolsillo y preguntó: -¿Su nombre?

-James Lancaster.

-Lo siento, Lancaster, pero el puesto está ocupado. Aquí tiene medio soberano por las molestias. Haga el favor de pasar a esta habitación y esperar unos minutos.

El segundo era un individuo alto y enjuto, de pelo lacio y mejillas hundidas. Dijo llamarse Hugh Pattins. También él recibió una negativa, medio soberano y la orden de esperar.

El tercer aspirante era un hombre de aspecto poco corriente, con un feroz rostro de bulldog enmarcado en una maraña de pelo y barba, y un par de ojos oscuros y penetrantes que brillaban tras la pantalla que formaban unas cejas espesas, greñudas y salientes. Saludó y permaneció en pie con aire marinero, dándole vueltas a la gorra entre las manos.

-¿Su nombre? -preguntó Holmes.

-Patrick Cairns.

-¿Arponero?

-Sí, señor. Veintiséis campañas.

-De Dundee, tengo entendido.

-Sí, señor.

-¿Dispuesto a zarpar en un barco explorador?

-Sí, señor.

-¿Cuál es su tarifa?

-Ocho libras al mes.

-¿Podría embarcar inmediatamente?

-En cuanto recoja mi equipaje.

-¿Ha traído sus documentos?

-Sí, señor -sacó del bolsillo un fajo de papeles desgastados y grasientos. Holmes los echó una ojeada y se los devolvió.

-Es usted el hombre que yo buscaba -dijo-. En esa mesita está el contrato. No tiene más que firmarlo y asunto concluido.

El marinero cruzó la habitación y tomó la pluma.

-¿Tengo que firmar aquí? -preguntó, inclinándose sobre la mesa.

Holmes miró por encima de su hombro y pasó las dos manos sobre el cuello del hombre.

-Con esto bastará -dijo.

Se oyó un chasquido de acero y un bramido como el de un toro furioso. Un instante después, Holmes y el marinero rodaban juntos por el suelo. Aquel hombre tenía la fuerza de un gigante, e incluso con las esposas que Holmes había cerrado tan hábilmente en torno a sus muñecas habría dominado con facilidad a mi amigo si Hopkins y yo no hubiéramos corrido en su ayuda. Sólo cuando apreté el frío cañón de mi revólver contra su sien comprendió al fin que su resistencia era inútil. Le atamos los tobillos con una cuerda y nos incorporamos jadeando por el esfuerzo de la pelea.

-La verdad es que tengo que pedirle disculpas, Hopkins -dijo Sherlock Holmes-. Me temo que los huevos revueltos se habrán quedado fríos. Sin embargo, estoy seguro de que saboreará mejor el resto de su desayuno pensando en que ha logrado resolver su caso de manera triunfal.

Stanley Hopkins estaba mudo de asombro.

-No sé que decir, señor Holmes -balbuceó por fin con el rostro enrojecido-. Me da la impresión de que he estado haciendo el ridículo de principio a fin. Ahora me doy cuenta de algo que nunca debí olvidar: que yo soy el alumno y usted el maestro. Aun ahora, veo lo que usted ha hecho, pero no sé cómo lo hizo ni lo que significa.

-Bien, bien -dijo Holmes de buen humor-. Todos aprendemos a fuerza de experiencia, y esta vez su lección es que nunca se debe perder de vista la alternativa. Estaba usted tan absorto en el joven Neligan que no tuvo tiempo para pensar en Patrick Cairns, el verdadero asesino de Peter Carey.

La ruda voz del marinero interrumpió nuestra conversación.

-Alto ahí, amigo -dijo-. No me quejo de la forma en que se me ha maltratado, pero me gustaría que llamaran a las cosas por su nombre. Dice usted que yo asesiné a Peter Carey; yo digo que maté a Peter Carey, que es algo muy distinto. A lo mejor no me creen ustedes. A lo mejor se piensan que les estoy colocando un cuento.

-Nada de eso -dijo Holmes-. Oigamos lo que tiene usted que decir.

-Se cuenta en pocas palabras, y por Dios que cada palabra es la pura verdad. Yo conocía bien a Peter el Negro, así que cuando él sacó el cuchillo yo lo atravesé de parte a parte con un arpón, porque sabía que era su vida o la mía. Así es como murió. A ustedes puede parecerles un asesinato. Al fin y al cabo, tanto da morir con una cuerda al cuello como con el cuchillo de Peter el Negro clavado en el corazón.

-¿Cómo llegó usted allí? -preguntó Holmes.

-Se lo contaré desde el principio. Pero permitan que me incorpore un poco para que pueda hablar con más facilidad. Todo sucedió en el 83.... en agosto de aquel año. Peter Carey era capitán del Sea Unicom y yo era segundo arponero. Acabábamos de dejar los hielos con rumbo a casa, con vientos en contra y una galerna de Sur cada semana, cuando divisamos una pequeña embarcación que había sido arrastrada hacia el Norte. Sólo llevaba un hombre a bordo, un hombre de tierra firme. La tripulación había creído que el barco se iba a pique y había tratado de alcanzar las costas de Noruega en el bote salvavidas. Seguramente se ahogaron todos. Bien, izamos a bordo a aquel hombre, y el capitán mantuvo con él varias conversaciones bastante largas en el camarote. El único equipaje que recogimos con él era una caja de lata. Por lo que yo sé, jamás se llegó a pronunciar el nombre de aquel hombre, y a las dos noches desapareció como si nunca hubiera estado allí. Se dio por supuesto que se habría arrojado al mar o que habría caído por la borda a causa del temporal que sufríamos. Sólo un hombre sabía lo que había sucedido, y ese hombre era yo, que había visto con mis propios ojos cómo el capitán lo volteaba y lo arrojaba por la borda, durante la segunda guardia de una noche oscura, dos días antes de que avistáramos los faros de las Shetland.

»Pues bien, me guardé para mí lo que sabía y esperé a ver en qué iba a parar el asunto. Cuando regresamos a Escocia, se echó tierra al asunto y nadie hizo preguntas. Un desconocido había muerto por accidente y nadie tenía por qué andar haciendo averiguaciones. Poco después, Peter Carey dejó de navegar y tardé muchos años en dar con su paradero. Supuse que había hecho aquello para quedarse con el contenido de la caja de lata, y que ahora podría permitirse pagarme bien por mantener la boca cerrada.

»Descubrí dónde vivía gracias a un marinero que se lo había encontrado en Londres, y me planté allí para exprimirlo. La primera noche se mostró bastante razonable, y estaba dispuesto a darme lo suficiente para no tener que volver al mar por el resto de mi vida. Íbamos a dejarlo todo arreglado dos noches después. Cuando llegué, lo encontré casi completamente borracho y con un humor de perros. Nos sentamos a beber y hablamos de los viejos tiempos, pero cuanto más bebía él, menos me gustaba la expresión de su cara. Me fijé en el arpón colgado de la pared y pensé que quizás lo iba a necesitar antes de que pasara mucho tiempo. Y por fin se lanzó sobre mí, escupiendo y maldiciendo, con ojos de asesino y un cuchillo grande en la mano. Pero antes de que lo pudiera sacar de la vaina, yo lo atravesé con el arpón. ¡Cielos! ¡Qué grito pegó! ¡Y su cara todavía no me deja dormir! Me quedé allí parado, mientras su sangre chorreaba por todas partes, y esperé un poco; todo estaba tranquilo, así que fui recuperando el ánimo. Miré a mi alrededor y descubrí la caja de lata en un estante. Yo tenía tanto derecho a ella como Peter Carey, así que me la llevé y salí de la cabaña. Pero fui tan estúpido que me dejé la petaca olvidada en la mesa.

»Y ahora voy a contarles la parte más rara de toda la historia. Apenas había salido de la cabaña cuando oí que alguien se acercaba y me escondí entre los arbustos. Un hombre llegó andando con sigilo, entró en la cabaña, soltó un grito como si hubiera visto un fantasma y salió corriendo a toda la velocidad de sus piernas hasta perderse de vista. No tengo ni idea de quién era y qué quería. Por mi parte, caminé diez millas, tomé un tren en Turnbridge Wells y llegué a Londres sin que nadie se enterara.

»Cuando me puse a examinar el contenido de la caja, vi que no había en ella dinero, nada más que papeles que yo no me atrevía a vender. Ya no podía sacarle nada a Peter el Negro y me encontraba embarrancado en Londres sin un chelín. Lo único que me quedaba era mi oficio. Leí esos anuncios para arponeros a buen sueldo, así que me pasé por la agencia y ellos me enviaron aquí. Eso es todo lo que sé, y repito que la justicia debería darme las gracias por haber matado a Peter el Negro, ya que les he ahorrado el precio de una cuerda de cáñamo.

-Una narración muy clara -dijo Holmes, levantándose y encendiendo su pipa-. Creo, Hopkins, que debería usted conducir a su detenido a lugar seguro sin pérdida de tiempo. Esta habitación no reúne condiciones para servir de celda, y el señor Patrick Cairns ocupa demasiado espacio en nuestra alfombra.

-Señor Holmes -dijo Hopkins-, no sé cómo expresarle mi gratitud. Todavía no me explico cómo ha obtenido usted estos resultados.

-Pues, sencillamente, porque tuve la suerte de encontrar la pista correcta nada más empezar. Es muy posible que si hubiera sabido que existía ese cuaderno, me habría despistado como le pasó a usted. Pero todo lo que yo sabía apuntaba en una misma dirección: la fuerza tremenda, la pericia en el manejo del arpón, el ron con agua, la petaca de piel de foca con tabaco fuerte..., todo aquello hacía pensar en un marinero, y más concretamente, en un ballenero. Estaba convencido de que las iniciales «P.C.» grabadas en la petaca eran pura coincidencia, y que no eran las de Peter Carey, porque ése casi no fumaba y no se encontró ninguna pipa en la cabaña. Recordará usted que le pregunté si había whisky y brandy en la cabaña, y que dijo usted que sí. ¿Cuántos hombres de tierra adentro conoce usted que prefieran beber ron habiendo a mano otros licores? Sí, estaba seguro de que se trataba de un marinero.

-¿Y cómo pudo encontrarlo?

-Querido amigo, el problema era muy sencillo. Si se trataba de un marinero, tenía que ser uno que hubiera navegado con él en el Sea Unicorn. Por las noticias que yo tenía, Carey no había navegado en ningún otro barco. Me pasé tres días poniendo telegramas a Dundee, y al cabo de ese tiempo disponía ya de los nombres de todos los tripulantes del Sea Unicorn en 1883. Cuando encontré un Patrick Cairns entre los arponeros, comprendí que mi investigación se acercaba a su fin. Deduje que lo más probable era que mi hombre se encontrara en Londres y deseara ausentarse del país durante algún tiempo. Así que me pasé unos días en el East End, corriendo la voz de una expedición al Ártico y ofreciendo pagas tentadoras a los arponeros dispuestos a embarcarse a las órdenes del capitán Basil. Y aquí puede ver los resultados.

-¡Maravilloso! -exclamó Hopkins!-. ¡Maravilloso!

-Tiene usted que hacer que pongan en libertad al joven Neligan lo antes posible -dijo Holmes-. Confieso que opino que le debe usted algunas disculpas. Habrá que devolverle la caja de lata, aunque, por supuesto, las acciones que Peter Carey vendió están perdidas para siempre. Aquí viene el coche, Hopkins, ya puede usted llevarse a su hombre. Si me necesita para el juicio, nos encontrará a Watson y a mí en alguna parte de Noruega. Ya le enviaré detalles concretos.



[1] Unos cinco metros por tres.

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