Príncipe Félix Yusupov
PERSUADIDO de la necesidad de obrar, expliqué a Irina mis propósitos y ella se mostró completamente de acuerdo conmigo. Creí encontrar sin dificultad a algunos hombres decididos, dispuestos a buscar conmigo el modo de eliminar a Rasputín. Algunas entrevistas que tuve sobre este asunto con algunas personalidades influyentes, me desilusionaron bastante. Los mismos que al solo nombre del staretz proferían violentas diatribas, mostrábanse reticentes cuando les decía que era llegada la hora de pasar de las palabras a los hechos. El temor a comprometerse y la preocupación por salvaguardar su tranquilidad, a menudo les hacía optimistas.
Sin embargo, el presidente de la Duma, Rodzianko, tuvo palabras bien distintas: «¿Qué se puede hacer cuando todos los ministros y todos los que rodean a Su Majestad son hijos de Rasputín? La única probabilidad de salvación sería matar a ese miserable, pero en toda Rusia no se encuentra un solo hombre que tenga el valor de hacerlo. Si yo no fuera tan viejo me encargaría de ello».
Estas palabras me afirmaron en mi resolución de obrar. Pero ¿cómo se puede preparar a sangre fría la muerte de un hombre?
Ya he dicho varias veces que no tengo un temperamento sanguinario. En la lucha que en mí se libraba, me debatía contra una fuerza extraña a mí mismo. Ella fue la que poco a poco llegó a acabar con todas mis dudas.
Ausente Demetrio por hallarse retenido en el Cuartel General, a menudo veía al capitán Sukhotin, herido de guerra que hacía una cura en San Petersburgo. Confié mi decisión a este amigo seguro y le pregunté si estaba dispuesto a prestarme su concurso. Me aseguró que sí sin un momento de duda.
Esta conversación tuvo efecto el mismo día del regreso de Demetrio. Le vi al día siguiente. No me ocultó que la idea de suprimir a Rasputín le apremiaba desde hacía mucho tiempo, pero que el medio de lograrlo aún no se le había ocurrido. Me participó las poco alentadoras noticias que traía del Cuartel General. Estaba íntimamente persuadido de que el brebaje administrado al embajador en forma de medicamento tenía por objeto y resultado paralizar su voluntad. Añadió que debía regresar dentro de poco al Cuartel General, pero que ciertamente no permanecería allí mucho tiempo, puesto que el general Woeikof, comandante del Palacio, parecía estar bien decidido a alejarle de la persona del soberano.
El capitán Sukhotin vino a verme por la noche. Le conté mi conversación con el gran duque y en seguida comenzamos a establecer nuestro plan de acción. Se convino que, ante todo, tenía que acercarme a Rasputín y ganar su confianza, a fin de que él mismo me informara exactamente de su acción política.
Aún no habíamos perdido la esperanza de conseguir alejarlo mediante medios pacíficos, tales como el ofrecerle una importante suma de dinero. Quedaba por decidir cuál sería el modo de ejecución en el caso en que se hiciera inevitable recurrir a la violencia. Yo propuse que la suerte decidiera quién de entre nosotros se encargaría de matar de un tiro al staretz.
Algunos días más tarde, mi amiga la señorita G..., en cuya casa había conocido a Rasputín en 1909, me telefoneó para rogarme que fuera al día siguiente a casa de su madre para encontrarme allí con Gregorio Efimovitch, que tenía grandes deseos de volver a verme.
El azar parecía que me facilitaba las cosas. Pero tuve que superar la repugnancia que me producía el abusar de la buena fe de la señorita G..., que no podía sospechar las verdaderas razones de mi aceptación.
Al día siguiente, pues, fui a casa de los G..., y mi llegada sólo precedió algunos instantes a la del staretz. Lo encontré muy cambiado. Había engordado; su rostro se había hinchado. Ya no llevaba su modesto caftán, sino una blusa de seda azul bordada y un largo calzón de terciopelo. La exagerada familiaridad que mostraba y la grosería de sus modales aún me parecieron peores que en nuestra primera entrevista.
Al verme me guiñó el ojo con una sonrisa. Luego vino hacia mí y me abrazó. Tuve que hacer un esfuerzo para disimular el desagrado que experimentaba a su contacto. Parecía preocupado y deambulaba agitado por la sala. Varias veces preguntó si le habían llamado por teléfono. Acabó, sin embargo, por sentarse a mi lado y comenzó a interrogarme acerca de mis actividades. Me preguntó cuándo tenía que salir para el frente. Yo me esforzaba en responder con amabilidad a sus preguntas, pero su tono protector me molestaba extraordinariamente.
Una vez supo todo lo que acerca de mí le podía interesar, comenzó un incoherente discurso en el que trató de Dios y del amor al prójimo. En vano intenté descubrir en todo aquello un sentido o algo que por lo menos fuera personal. Cuanto más le escuchaba más evidente me parecía que ni él mismo comprendía lo que estaba diciendo. Mientras peroraba noté la actitud de piadosa veneración de sus adoratrices. Bebían sus palabras, para ellas preñadas de un profundo sentido místico.
Como que le gustaba decir que tenía el don de curar todas las enfermedades, pensé que si le pedía que me curara, esto iba a servir a mi deseo de acercarme a él. Le hablé de mi salud. Me lamenté de la gran fatiga que sufría y de la impotencia de los médicos para aliviarme.
—Yo te curaré —me dijo—. Los médicos no entienden nada. Conmigo, querido, todo el mundo se cura, puesto que yo cuido, como Dios, con remedios divinos y no con la primera droga que se presenta. Tú mismo lo verás.
Le interrumpió el timbre del teléfono:
—Seguramente es para mí —dijo con nerviosismo—. Ve, pues, a ver de qué se trata —ordenó a la señorita G...
Ésta se levantó dócilmente, sin demostrar la menor sorpresa por aquel tono de mando.
En efecto, le llamaban a él. Después de telefonear, regresó con la faz descompuesta, se despidió y salió precipitadamente.
Decidí no volver a verle antes de que él mismo expresara este deseo.
No esperé mucho tiempo. Aquella misma noche la señorita G... me hizo enviar una nota en la que me transmitía las excusas de Rasputín por su brusca partida. Me rogaba que volviera a su casa al día siguiente y que llevara la guitarra, según petición del staretz, que supo que yo cantaba y deseaba oírme. Me apresuré a aceptar la invitación.
También esta vez mi llegada a casa de los G... precedió a la suya. Aproveché esto para preguntar a la señorita G... por qué Rasputín había salido tan precipitadamente el día anterior.
—Se le notificó que un asunto importante tomaba un cariz desfavorable. Pero todo se ha arreglado —se apresuró a añadir—. Gregorio Efimovitch se enfadó, gritó mucho y entonces «allá abajo» se espantaron y cedieron.
—¿Dónde es ese «allá abajo»? —inquirí.
La señorita G... dudó.
—En Tsarskoie-Selo —acabó por decirme, a pesar suyo.
Finalmente, supe que el asunto que tanto le había emocionado era la designación del Protopopof para el cargo de ministro del Interior. El partido de Rasputín quería a cualquier precio este nombramiento, que otros desaconsejaban al emperador. Le bastó ir personalmente a Tsarskoie-Selo para lograr sus propósitos.
Llegó con aparente buen humor y con espíritu muy comunicativo.
—No me tengas en cuenta, querido, mi conducta de ayer —me dijo—. ¿Qué podía hacer yo? Es necesario castigar a los malos; hay muchos en estos últimos tiempos. Lo he arreglado todo —continuó, dirigiéndose a la señorita G...—. Me ha sido necesario ir yo mismo al Palacio. Al llegar me he encontrado cara a cara con Anuchka. No hacía más que lloriquear repitiendo todo el rato: «El asunto ha fracasado, Gregorio Efimovitch; sólo confiamos en vos. Gracias a Dios, estáis aquí». Fui recibido inmediatamente. «Ella» estaba de muy mal humor, «él» caminaba a grandes pasos por la habitación. Yo alcé la voz y se calmaron en seguida, sobre todo cuando les amenacé con marcharme y dejarles abandonados a su suerte; entonces lo consintieron todo.
Pasamos al comedor. La señorita G... nos sirvió té y ofreció a Rasputín muchos pasteles y golosinas.
—¿Ves qué amable y buena es? —me dijo—. Siempre piensa en mí. Y tú, ¿has traído tu guitarra?
—Sí, aquí está.
—¡Bien! Canta y te escucharemos.
Hice un gran esfuerzo sobre mí mismo, tomé mi guitarra y me puse a cantar una romanza cíngara.
—Cantas muy bien. Cantas con mucha calma. Canta alguna cosa más todavía.
Canté aún otras romanzas, unas tristes, otras alegres; Rasputín insistía para hacerme continuar.
—Veo que mis canciones os gustan —le dije—. Pero si supierais lo mal que me encuentro... No es energía lo que me falta, ni ganas de trabajar, pero, por otra parte, no rindo como quisiera; en seguida me canso y mi salud no se normaliza, a pesar de los cuidados de los médicos que me tratan.
—Yo te curaré en un abrir y cerrar de ojos. Vayamos juntos a ver a los bohemios y tu mal desaparecerá como por encantamiento.
—He ido más de una vez y no he experimentado mejoría alguna —respondí yo riendo.
Rasputín se echó a reír a su vez.
—Es algo muy distinto el ir conmigo, querido. Uno se divierte de un modo bien diferente en mi compañía. Ven, verás como todo irá bien.
Y contó con muchos detalles cómo- pasaba su tiempo entre los bohemios, cómo cantaba y bailaba con ellos.
La señorita G... y su madre parecían muy incómodas. La intempestiva franqueza del piadoso staretz las violentaba.
—No creáis nada de esto —dijeron—. Gregorio Efimovitch bromea y relata sobre sí mismo historias que no son verdaderas.
Esta tentativa para defender su reputación le encolerizó de tal modo que dio un puñetazo sobre la mesa y apostrofó a las dos mujeres, que se callaron al momento.
Después se dirigió de nuevo a mí.
—Bien, ¿vendrás conmigo? Te repito que te curaré, ya lo verás. Luego me darás las gracias; nos llevaremos a la señorita con nosotros.
Ella se sonrojó, su madre se turbó.
—Gregorio Efimovitch —protestó ésta—, ¿qué es lo que os ocurre? ¿Por qué calumniaros a vos mismo y por qué mezclar a mi hija en este asunto? Ella sólo quiere rogar a Dios en vuestra compañía y vos queréis llevarla con los bohemios. Está mal hablar así...
—¿Qué te crees, pues? —le respondió Rasputín dirigiéndole una mirada perversa—. ¿Acaso no sabéis que conmigo se puede ir sin pecar a todas partes? ¿Qué te ocurre hoy? En cuanto a ti, querido —continuó dirigiéndose a mí de nuevo—, no la escuches, haz lo que te digo y todo irá bien.
Esta proposición de ir a ver a los cíngaros no me placía mucho, pero no quería rehusar por completo y respondí evasivamente que servia en el Cuerpo de Pajes y que me estaba prohibido frecuentar lugares de diversión.
Pero persistía en su idea. Me aseguró que me disfrazaría hasta el punto de hacerme irreconocible y que nadie sabría nada. Sin embargo, no obtuvo de mí ninguna contestación definitiva, y sólo le prometí telefonearle más adelante.
Al despedirse, me dijo:
—Quiero verte a menudo. Ven a tomar el té en casa. Tan sólo avísame con anticipación. —Y me palmoteó la espalda, con familiaridad.
Nuestras relaciones, tan necesarias, para la ejecución de nuestros planes, iban por buen camino. ¡Pero cuánto me costaba acercarme a éll Después de cada una de nuestras entrevistas tenía la sensación de haberme manchado. Le telefoneé por la noche para decirle que, decididamente, no podía acompañarle a ver a los bohemios, puesto que al día siguiente tenía que sufrir un examen en el Cuerpo de Pajes, prueba para la cual no estaba bien preparado. Mis estudios me ocupaban, en efecto, todo mi tiempo, y tuve que suspender nuestras entrevistas.
Algún tiempo después encontré a la señorita G...
—¿No os da vergüenza? —me reprochó—. Gregorio Efímovitch todavía espera vuestra visita.
Acepté la proposición que me hizo de acompañarla al día siguiente a casa del staretz.
Cuando llegamos al canal del Fontanka, dejamos el coche en la esquina de la calle Gorokhovaya y fuimos a pie hasta el número 64, en donde vivía Rasputín. Precaución necesaria para quien quisiera visitarle sin llamar la atención de la policía, que vigilaba su casa. La señorita G... me dijo que varios agentes que lo custodiaban se hallaban en la escalera principal, y subimos a su piso por la escalera de servicio. Él mismo vino a abrirnos.
—¡Hete aquí, al fin! —me dijo—. Estaba realmente enfadado contigo. Hacía varios días que te esperaba.
Nos hizo pasar de la cocina a la alcoba. Era pequeña y amueblada muy sencillamente. En un rincón, a lo largo de la pared, había una cama estrecha, cubierta con una piel de zorro, regalo de la Wirubof. Cerca de la cama se veía un gran cofre de madera pintada; en el ángulo opuesto estaban los iconos, ante los que ardía una lamparita. De las paredes colgaban los retratos de los soberanos, así como unos grabados muy mal hechos que representaban escenas bíblicas. Desde allí pasamos al comedor, en donde ya el té estaba servido.
El agua hervía en el samovar; sobre la mesa había varios platos llenos de bizcochos, pasteles, nueces y toda suerte de golosinas, copas de vidrio con confituras y frutas y, en el centro, una cesta con flores.
Los muebles eran de roble macizo y las sillas tenían unos respaldos muy anchos; un voluminoso bufete, lleno de vajilla, dominaba en la habitación. Algunos cuadros muy mal pintados adornaban las paredes; una ampara de bronce con una gran pantalla proyectaba su luz sobre la mesa. La sala tenía un aire burgués y respiraba comodidad.
Rasputín nos sirvió el té. Al principio, la conversación languidecía, a :ada instante interrumpida por las llamadas telefónicas o la llegada de visitantes que iba a recibir en la habitación de al lado. Este ir y venir parecía divertirle.
Durante una de sus ausencias trajeron al comedor una gran cesta de flores. Había una tarjeta clavada con un alfiler.
—¿Será para Gregorio Efimovitch? —pregunté a la señorita G...
Me respondió con un afirmativo signo con la cabeza.
Rasputín regresó en seguida; ni siquiera miró las flores; se sentó a mi lado y me sirvió té.
—Gregorio Efimovitch —le dije—. Os ofrecen flores como a una «prima donna».
Se echó a reír.
Entonces dijo a la señorita G...:
—Pasa un momento a la otra habitación, que tengo que hablar con él.
Obedeció y dejó el comedor.
Cuando estuvimos solos, Rasputín acercó su silla y me tomó la mano.
—Bien, querido; ¿te gusta mi casa? Ven a verme a menudo, pues te encontrarás bien aquí.
Me miraba fijamente a los ojos.
—No me tengas miedo —continuó con voz cálida—. Sabrás bien, cuando me conozcas más, qué clase de hombre soy. Yo lo puedo todo. Si «Papá» y «Mamá» me escuchan, tú puedes con más razón escucharme. Les veré hoy mismo y les diré que has tomado el té conmigo. Estarán muy contentos.
La idea de que los soberanos serían puestos al corriente de mi visita no me placía demasiado. Sabía que la emperatriz no tardaría en informar a la Wirubof, a la cual mi amistad con el staretz no dejaría de infundir justas sospechas. Conocía demasiado bien mi opinión acerca de Rasputín, del cual antaño le había hablado.
—Escuchad, Gregorio Efimovitch —le dije—. Sería preferible que no hablarais de mí. Si mis padres supiesen que vengo aquí me harían unos reproches que quiero evitar a toda costa.
Se avino a mi petición y prometió callarse. Se puso a hablar de política y criticó a la Duma del Imperio.
—No hacen más que murmurar de mí, y esto enoja al zar. Pero no podrán hacerlo largo tiempo. Pronto haré disolver la Duma y mandaré al frente a los diputados. Entonces verán lo que les cuesta su charlatanería y se acordarán de mí.
—Pero decid, Gregorio Efimovitch, ¿tendríais realmente poder para disolver la Duma? ¿Cómo lo haríais?
—¡Bien! Querido, la cosa es verdaderamente sencilla. Cuando seas mi amigo y mi aliado, lo sabrás todo. Por el momento, no te diré más que esto: la zarina es verdaderamente una soberana de sabio y fuerte espíritu; todo puedo obtenerlo de ella. En cuanto a él, es un alma simple. No tiene madera de soberano; ha nacido para la vida de familia, para admirar la naturaleza y las flores, pero no para reinar. Esto está por encima de sus fuerzas... Entonces, nosotros le ayudamos, con la bendición de Dios.
Contuve mi indignación y con el tono más natural le pregunté si confiaba plenamente en los que le rodeaban.
—¿Cómo podéis saber, Gregorio Efimovitch, lo que esas gentes esperan de vos y cuáles son sus intenciones? ¿Y si tuvieran proyectos criminales?
Esbozó una sonrisa indulgente.
—¿Acaso quieres enseñar al buen Dios lo que debe hacer? No en vano Él me ha enviado cerca del Ungido del Señor para asistirle. Te lo repito. Todos habrían perecido a no ser por mí. Yo no gasto cumplidos con ellos; si no obedecen mi voluntad, doy un puñetazo sobre la mesa, me levanto y me voy. Entonces corren a mi lado suplicándome: «No te vayas, Gregorio Efimovitch. Haremos todo lo que quieras con tal de que no nos abandones». Por esto, querido, me aman y me respetan. El otro día le hablaba a «él» de uno al que era necesario dar un cargo, pero «él» dejaba siempre para más adelante este nombramiento. Entonces amenacé con dejarles. «Me iré a Siberia —les dije— y os quedaréis solos aquí, hasta pudriros. Seréis la causa de la pérdida de vuestro hijo si os apartáis de Dios, y entonces caeréis en las garras del diablo.» He aquí mi modo de hablarles. Pero aún no he acabado mi tarea. Todavía hay a su alrededor un montón de malvados que no hacen más que murmurarles al oído que Gregorio Efimovitch es un hombre malo que quiere perderles... Es absurdo. ¿Por qué querría yo perderles? Son buenos y piadosos.
—Gregorio Efimovitch —respondí—, no es suficiente que los emperadores tengan confianza en vos. Ciertamente no ignoráis lo que cuentan de vos. Y no sólo en Rusia se os juzga con severidad; en el extranjero, los periódicos no os favorecen demasiado. Y por esto yo creo que si realmente amarais a nuestros soberanos, os marcharíais para siempre y volveríais a Siberia. Si no, ¿quién sabe? Podrían jugaros una mala pasada.
—No, querido. Hablas así porque no sabes nada. Dios no permitirá tal cosa. Si a Él le plugo enviarme cerca de ellos, es que debe ser así. En cuanto a lo que dicen las gentes indignas y a lo que escriben los extranjeros, yo me burlo de todo ello, escupo encima; no harán más que hacerse daño a sí mismos.
Se levantó y se puso a caminar por la estancia con nervioso paso.
Yo le observaba con atención. Se había puesto sombrío y preocupado. De repente, se volvió e inclinándose hacia mí, me miró largamente.
Su mirada me heló. En ella se percibía una fuerza inmensa. Sin apartar de mí sus ojos, me pasó ligeramente la mano por la nuca, sonrió maliciosamente y, con su voz dulce e insinuante, me preguntó si quería tomar un vaso de vino. Acepté. Fue a buscar una botella de vino de Madera, llenó dos vasos y bebió a mi salud.
—¿Cuándo volveréis a verme? —inquirió.
En aquel momento, la señorita G... entró en el comedor para recordarle que era hora de ir a Tsarskoie-Selo.
—¡Y yo estaba charlando! Me había olvidado por completo de que me esperaban allá abajo. Pero el mal no es tan grave..., no es la primera vez que esto me ocurre. Alguna vez me telefonean, me envían a buscar y yo no voy. Luego llego de improviso... ¡Qué alegría, entonces! Esto no hace sino dar más valor a mi visita. Adiós, querido —añadió. Después, volviéndose hacia la señorita G... le dijo, señalándome—: Es inteligente, muy inteligente, con tal de que no le tuerzan el espíritu. Si sigue obedeciéndome, todo irá bien. ¿No es verdad, pequeña? Explícale bien esto, a fin de que comprenda... ¡Bien! Adiós, ven otra vez a verme.
Me abrazó.
Después de su marcha, la señorita G... y yo descendimos de nuevo por la escalera de servicio.
—¿No es cierto que uno se encuentra bien en casa de Gregorio Efimovitch? Y cómo se olvida uno, ante él, de todos los misterios del mundo. Tiene el don de llevar al alma un sentimiento de sosiego y de serenidad.
Yo no quise contradecirla. Por tanto, sugerí:
—Gregorio Efimovitch hará bien en dejar San Petersburgo lo más rápidamente posible.
—¿Y por qué?
—Porque acabarán por asesinarle. Estoy completamente seguro de ello, y os aconsejo que uséis toda vuestra influencia para hacerle comprender el peligro que corre. Es necesario que se vaya.
—¡Oh, no! —exclamó espantada—. Nunca sucederá nada semejante. Dios no lo permitirá. Comprended que es nuestro único consuelo, nuestro único sostén. Si desapareciera, todo estaría perdido. Tiene razón la emperatriz al creer que mientras se halle aquí nada le puede ocurrir a su hijo. El mismo Gregorio Efimovitch le dijo: «Si me matan, el zarevitch morirá». Varios atentados se han cometido contra él, pero Dios nos lo ha conservado. Ahora es tan prudente y está tan bien vigilado que nada hay que temer.
Llegamos a casa de los G...
—¿Cuándo os volveré a ver? —pregunté a mi compañera.
—Telefoneadme cuando le hayáis vuelto a ver.
Estaba ansioso por saber qué efecto había producido a Rasputin nuestra última conversación. Cada vez me parecía más quimérica toda esperanza de alejarle sin violencia. Se creía poderoso y se sentía completamente seguro. No había ni que pensar en ofrecerle dinero, puesto que visiblemente disponía de medios considerabilísimos, y si era cierto que trabajaba, aunque inconscientemente, para Alemania, estaba claro que ganaba sumas infinitamente más importantes de las que nosotros podríamos ofrecerle jamás.
Mi preparación militar en el Cuerpo de Pajes me dejaba poca libertad. Volvía a casa muy fatigado, pero no podía descansar; el asunto de Rasputín en seguida se apoderaba de mí. Intentaba medir mi responsabilidad; con el pensamiento desvelaba el monstruoso complot dirigido contra Rusia y del cual él era el alma. ¿Se daba perfecta cuenta de todo lo que hacía? Esta incógnita me acosaba. Durante horas volvía a pensar en todo lo que sabía acerca de él, intentaba explicarme las contradicciones de su carácter, así como encontrar excusas para su conducta. Luego mi indignación renacía al recuerdo de su vida de libertinaje, de su increíble falta de escrúpulos, y, sobre todo, de su abominable hipocresía para con la familia imperial.
Sin embargo, de este confuso conjunto de imágenes y argumentos, iba perfilándose una fisonomía de Rasputín, cada vez más clara y sencilla.
Evidentemente era un campesino inculto, sin principios, cínico y ávido, que con ayuda de las circunstancias había llegado a la cima de la grandeza. Su ilimitada influencia sobre los soberanos, el culto de sus admiradoras, sus continuas orgías y la ociosidad, a la que no estaba habituado, habían extinguido sus últimos vestigios de consciencia.
Pero ¿quiénes eran los que tan bien sabían explotarle y le dirigían desde lejos sin que se percatara? Era poco probable que estuviera informado acerca de las verdaderas intenciones de sus guías, e incluso que conociera su propia identidad; además, raramente se acordaba de los nombres de las personas que veía. Tenía la costumbre de poner a cada uno un apodo, según su fantasía. En una de nuestras ulteriores conversaciones, aludiendo a sus amigos misteriosos, los llamó «los verdes». Es verosímil que jamás los hubiera visto y que comunicara con ellos mediante intermediarios.
—Los «verdes» viven en Suecia. Irás a conocerlos —me dijo.
—¿Y en Rusia también hay «verdes»? —pregunté.
—No, sólo hay «verdosos», que son amigos suyos y nuestros. Son personas inteligentes.
Algunos días más tarde, mientras todavía me hallaba sumido en mis reflexiones, la señorita G... me informó por teléfono que el staretz me invitaba de nuevo a acompañarle a escuchar los bohemios. Para declinar la invitación pretexté mis exámenes en el Cuerpo de Pajes y respondí que si quería verme iría a tomar el té a su casa.
Fui al día siguiente. Se mostró particularmente amable. Le recordé la promesa de curarme que me había hecho.
—Verás cómo bastarán sólo unos días —me dijo—. Pero antes tomemos una taza de té, y luego pasaremos a mi despacho, en donde nadie nos molestará. Yo elevaré una plegaria a Dios y quitaré de tu cuerpo el mal. Solamente obedéceme, querido, y verás como todo va bien.
Después de tomar el té, me llevó por primera vez a su despacho, una salita amueblada con un canapé, algunos sillones de cuero y una gran mesa cubierta de papeles.
Me hizo tender sobre el canapé. Luego, mirándome fijamente a los ojos, me pasó dulcemente la mano sobre el pecho, sobre el cuello y sobre la cabeza. Después se arrodilló y, poniendo sus manos sobre mi frente, musitó una oración. Su rostro estaba tan cerca del mío que no veía, más que sus ojos. Permaneció así largo tiempo; luego se levantó con un brusco movimiento y comenzó a deambular.
Su poder hipnótico era inmenso. Sentí que en mí penetraba una fuerza y que se extendía una corriente cálida por todo mi ser. Al mismo tiempo, me invadió un entorpecimiento general; mi cuerpo habíase adormecido. Intenté hablar, pero mi lengua ya no me obedecía, como si me hubieran administrado un poderoso narcótico. Sólo brillaban ante mí sus ojos; dos rayos fosforescentes que se hundían en un gran círculo luminoso que tan pronto se acercaba como se alejaba de mí.
Oía su voz, pero no lograba comprender lo que decía.
Permanecí en este estado sin poder gritar ni moverme. Sólo mi pensamiento era libre y me percataba de que poco a poco iba cayendo bajo la influencia de aquel ser fatal. Entonces sentí cómo se despertaba en mí la voluntad de reaccionar contra la hipnosis. Esta fuerza, que cada vez se hacía mayor, me rodeaba como una coraza invisible. Tuve la impresión de que entre él y yo, entre su personalidad y la mía, se libraba una lucha sin cuartel. Comprendí que le impedía que me dominara completamente. Pero en vano intenté moverme; tuve que esperar que me ordenara levantarme.
En seguida distinguí claramente su silueta, su rostro y sus ojos. El terrible círculo luminoso había desaparecido completamente.
—Por esta vez basta, querido —me dijo.
Por más que me observaba con atención, estaba lejos de dudar de que se había adueñado de todas mis sensaciones; se le había escapada mi resistencia a la hipnosis. Una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro y su tono de seguridad traicionaba su certidumbre de que ya me tenía bajo su influencia.
Bruscamente me cogió del brazo. Me levanté y me senté. La cabeza me daba vueltas y sentía débil mi cuerpo. Sobreponiéndome, me puse en pie y di algunos pasos. Mis piernas estaban como paralizadas y no me obedecían.
Por su parte, siguió observando cada uno de mis movimientos.
Es la gracia de Dios —acabó por decirme—. Verás cómo dentro de poco te sentirás mejor.
Cuando me despedí de él, me hizo prometer que volvería pronto.
Después de esta sesión de hipnotismo, iba muy a menudo a verle. La «cura» continuaba y la confianza en su sujeto no hacía más que crecer.
Verdaderamente, querido, tú eres hombre de muy buen sentido —me dijo un día—. Lo comprendes todo en seguida. Si lo deseas, te nombraré ministro.
Esta oferta me desconcertó. Sabía que le era fácil satisfacer sus menores caprichos y veía ya el ridículo escándalo que para mí iba a representar la protección de un hombre como aquél. Le respondí, riéndome:
—Os ayudaré con mucho gusto, pero os ruego que jamás penséis en hacerme nombrar ministro.
—¿Por qué te ríes? ¿Acaso te imaginas que no puedo hacer lo que digo? Yo lo puedo todo; hago lo que quiero y todo el mundo me obedece. Ya verás, vas a ser ministro.
Hablaba con una seguridad que me inquietaba seriamente. Ya veía la sorpresa general el día en que los periódicos anunciaran este nombramiento.
—Por favor, Gregorio Efimovitch, no hagáis nada. ¡Qué clase de ministro sería yo! Además, ¿para qué? Es mejor que os ayude sin que nadie lo sepa.
—Tal vez tengas razón —respondió—. Será como deseas. —Luego añadió—: Bien, ya lo ves; no todos piensan como tú. La mayoría de los que vienen a verme dicen: «Arréglame esto, arréglame lo otro». Todos desean algo.
—¿Y cómo lleváis a cabo estas peticiones?
—Les mando con una tarjeta mía a ver a un ministro o a cualquier otra persona influyente. A veces les mando directamente a Tsarskoie-Selo. Así es como distribuyo los cargos.
—¿Y os obedecen los ministros?
—Todos —exclamó—, todos me deben su posición. ¿Cómo quieres que no me obedezcan? Bien saben que si no son dóciles acabarán mal... Todos me temen, todos sin excepción —continuó después de un momento de silencio—. Para imponer mi voluntad me basta dar un fuerte puñetazo sobre la mesa. Así es como hay que trataros a vosotros, los aristócratas. Me envidiáis porque me paseo con mis zapatones por las salas del Palacio. Todos estáis llenos de orgullo, y éste es el que engendra eí pecado, querido. Si quieres ser agradable a Dios, ante todo tienes que sofocar tu sentimiento de orgullo.
Se puso a reír con cinismo. Estaba embriagado, y con afán de confidencias.
Entonces me confió los medios que empleaba para humillar el orgullo:
—Las mujeres, querido, son peores que los hombres y hay que comenzar por ellas. Sí; yo procedo así: las llevo al baño a todas esas damas y les digo: «ahora desnudaros y lavad al mujik». Si no se deciden, las convenzo pronto y... el orgullo, querido, no dura.
Espantado, escuché en silencio el abominable relato que entonces me hizo y cuyos detalles no se pueden transcribir. Temía interrumpirle. Mientras hablaba, iba vaciando vaso tras vaso.
—¿Por qué no tomas nada? ¿Te da miedo el vino? Precisamente es el mejor de los medicamentos, cura todos los males y no se elabora en la farmacia. Es el remedio que Dios ha dado para fortificar el alma y el cuerpo. También de él extraigo esta fuerza inmensa de la cual el Señor me ha hecho merced; y, a propósito, ¿conoces a Badmaief? He aquí un verdadero doctor que sabe fabricarse él mismo todos sus remedios. En cuanto a los Botkin y a los Derevenko, éstos nada saben. Las hierbas de que se sirve Badmaief las da la misma naturaleza; se las encuentra en los bosques, en los campos y en las montañas. Dios las hace crecer, por esto poseen una virtud divina.
—Decidme, Gregorio Efimovitch —le pregunté con temor—, ¿acaso los emperadores son tratados con esas hierbas?
—Ciertamente. «Ella» misma y Anuschka procuran que se haga así. Sólo, temen que lo sepa Botkin. Yo les repito siempre: si jamás alguno de vuestros médicos llega a conocer mis remedios, esto perjudicará mucho al enfermo. Por eso obran con precaución.
—¿Cuáles son, pues, esos remedios que administráis al emperador y al zarevitch?
—Los hay de todas clases, querido. A él se le da un té que hace descender sobre su persona la gracia divina. La paz reina en su corazón y todo le parece bueno y alegre. Por otra parte —prosiguió—, ¿qué clase de zar es? Un bendito de Dios. Más tarde verás cómo arreglaremos las cosas. Entonces todo irá mejor.
—¿Qué queréis decir, Gregorio Efimovitch? ¿Qué es lo que irá mejor?
—Eres muy curioso, quisieras saberlo todo... Cuando llegue el momento, todo lo sabrás.
Jamás le había visto tan comunicativo. Evidentemente, el vino que había bebido desataba su lengua. No quise desaprovechar la ocasión que se me presentaba para saber cuantos más detalles fuera posible acerca de las intrigas que se tramaban. Le propuse que siguiera bebiendo conmigo. Durante mucho tiempo volvimos a llenar en silencio nuestros vasos. De un solo trago se bebía el suyo, mientras que yo tan sólo fingía beber. Después de haber vaciado una botella de vino de Madera, muy espiritoso, se dirigió tambaleando hacia el aparador para coger otra. De nuevo llené su vaso, fingí llenar asimismo el mío y reemprendí la conversación. —¿Os acordáis, Gregorio Efimovitch, de que me habéis dicho tantas veces que queríais que yo fuera vuestro aliado? Gustosamente consiento en ayudaros, pero para eso es necesario que conozca vuestros planes. Acabáis de decirme que de nuevo ¡habrá muchos cambios, pero ¿cuándo ocurrirá eso? ¿Y por qué nada me decís de todas estas cosas?
Me miró fijamente, luego semicerró los ojos y después de unos instantes de reflexionar me dijo:
—He aquí lo que ocurrirá, querido. Basta de esta guerra, basta de sangre derramada. Ha llegado la hora de poner fin a estas carnicerías. ¿Acaso el alemán no es hermano nuestro? El Señor dijo: «Amarás a tu enemigo como a tu propio hermano...» Por esta razón la guerra debe terminar. «Él» se resiste siempre. «Ella» tampoco quiere oír hablar nada de esto. Seguramente alguien les aconseja mal; pero ¿para qué? Si yo ordeno algo, será preciso que ejecuten mi voluntad... Ahora todavía es demasiado pronto, todavía no está preparado todo.
»Cuando hayamos acabado con este asunto, nombraremos regente a Alejandra, durante la minoría de edad de su hijo. En cuanto a «él», le mandaremos a descansar a Livadia. Junto a sus flores estará más cerca de Dios. Tiene en su conciencia bastantes pecados que hacerse perdonar. Toda una vida pasada en oración no bastaría para que se le perdonara esta guerra.
»La zarina es una soberana llena de sabiduría, es una segunda Catalina. Durante estos últimos tiempos dirige ya los asuntos. Y ya verás: cuanto más haga, mejor irán las cosas. Ante todo, ha prometido despedir a todos los charlatanes de la Duma. ¡Que se vayan al diablo! Fíjate bien; han intentado rebelarse contra el Ungido del Señor. ¡Bien! Les escupiremos encima. Hace ya mucho tiempo que tendrían que haberles despedido. También a todos cuantos griten contra mí les llegará la desgracia.
Se animaba más y más. Bajo la influencia del vino, ya no se preocupaba de mantenerse circunspecto ante mí.
—Yo soy una bestia acosada —decía—. Todos los aristócratas quieren destruirme porque les impido el paso. En cambio, el pueblo me respeta porque, vistiendo un caftán y calzando gruesas botas, he logrado llegar a ser el consejero de los soberanos. Es la voluntad de Dios. Es Él quien me ha dado esta fuerza. Yo leo los más íntimos pensamientos en el corazón de los hombres. Tú tienes buen sentido y me ayudarás. Te haré trabar ciertos conocimientos... Esto te reportará dinero. Es posible, por otra parte, que no lo necesites: tal vez tú eres más rico que el mismo zar. Bien, pues; darás ese dinero a los pobres. Todos somos felices teniendo algunos céntimos que nos sobren.
Resonó un violento campanillazo que le hizo estremecerse. Evidentemente, esperaba a alguien; pero por entero entregado a su conversación conmigo, había olvidado completamente su cita. Vuelto a la realidad, pareció temer que los recién llegados me vieran con él.
Se levantó rápidamente y me condujo a su despacho, del cual salió en seguida. Le oí cómo, tambaleándose, se dirigía a la antecámara. En su camino tropezó con un objeto, lo derribó y profirió un juramento. Sus piernas ya no le aguantaban, pero dominaba su cabeza.
Oí cómo la voz de los recién llegados se alzaba en el comedor. Agucé el oído, pero la conversación se sostenía en voz baja y no pude entender lo que decían. Sólo un pequeño corredor separaba el comedor del despacho. Entreabrí suavemente la puerta y a través de la del comedor, que había quedado abierta, vi al staretz sentado en el mismo sitio en que hablaba conmigo unos instantes antes, y rodeado de siete individuos de bastante mala catadura. Cuatro de ellos tenían ün acusadísimo tipo judío; los otros tres restantes eran rubios y se parecían extrañamente. Rasputín hablaba con animación. Sus visitantes tomaban notas en sus carnets, se consultaban en voz baja y de vez en cuando se reían. Se habría dicho que se trataba de un grupo de conspiradores.
Un pensamiento se me vino a las mientes: ¿acaso no serían los «verdosos» de que me había hablado? Cuanto más les examinaba, menos dudaba de que ante mí tenía una banda de espías.
Me separé de la puerta con desgana; hubiera querido huir de aquel lugar maldito, pero como que la habitación en donde yo me hallaba no tenía más que una sola salida, me era imposible irme sin que me vieran.
Después de un rato que me pareció una eternidad, Rasputín reapareció. Estaba muy alegre, muy contento de sí mismo. Sintiendo que no podía dominar la sensación repulsiva que me inspiraba, le dejé rápidamente y salí corriendo.
Cada una de las visitas que le hacía me afirmaba en mi certidumbre de que era la causa de las desgracias de Rusia y que con él desaparecería el poder satánico que rodeaba a nuestros soberanos.
Parecía que el mismo destino me había conducido hacia él para que yo viera con mis propios ojos el papel nefasto que representaba. Entonces, ¿por qué esperar? El conservar su vida no hacía más que aumentar el número de víctimas de la guerra y prolongar la desgracia del país. ¿Acaso en toda Rusia había un hombre decente que no deseara sinceramente su muerte?
Ya no se trataba, pues, de saber si tenía que desaparecer, sino, tan sólo, si era yo quien debía matarlo. El plan primitivo que habíamos concebido de matarle en su piso tenía que ser abandonado. En plena guerra, en el momento en que sé preparaba una gran ofensiva y con el estado de tensión de los espíritus, asesinarle abiertamente era algo que corría el peligro de que fuera interpretado como una demostración de hostilidad hacia la familia imperial. Era necesario hacerle desaparecer sin que nadie conociera jamás las circunstancias de su muerte, ni los nombres de los que serían los autores.
Primero me dirigí a Maklakof. Nuestra conversación fue corta. Le expliqué mi plan en pocas palabras y le pedí su opinión, pero evitó el darme una respuesta categórica. En la pregunta que me hizo se reflejaron su indecisión y su desconfianza.
—¿Por qué os habéis dirigido a mí precisamente? —Estaba en la Duma y escuché vuestro discurso. Tenía la convicción de que, en su fuero interno, aprobaba mis intenciones. Pero su actitud me desengañó. ¿Carecía de confianza en mí o temía verse envuelto en una aventura peligrosa? Sea lo que fuere, rápidamente comprendí que no podía contar con él.
Completamente distinta fue la acogida de Purichkevitch. Apenas le hube participado mi intención de acabar con Rasputín, cuando con su vivacidad y su ardor acostumbrados me aseguró su concurso. Sin embargo, creía un deber advertirme que estaba bien guardado y que no sería fácil acercarse a él.
—Esto ya está hecho —le dije.
Y le conté mis visitas y nuestras conversaciones. Le hablé del gran duque Demetrio, del capitán Sukhotin y también de mi visita a Maklakof. La reserva de este último no le sorprendió. Pero prometió hablarle e intentar decidirle a que se uniera a nosotros.
También él creía que Rasputín tenía que desaparecer secretamente. Hallándonos reunidos con Demetrio y Sukhotin, decidimos que el veneno era el medio más seguro de matarle sin dejar rastro de un asesinato. Nuestra casa del Moika fue escogida como lugar de la ejecución. El apartamiento que hice instalar en el sótano se prestaba admirablemente a la realización de nuestros proyectos.
Al principio, este propósito me produjo un sentimiento de rebelión: la perspectiva de llevar a mi casa a un hombre cuya perdición había decidido, me helaba de horror. Fuera quien fuese aquel hombre, no podía decidirme a tramar la muerte de mi huésped.
Mis amigos compartían mis escrúpulos pero, después de largas discusiones, decidimos no cambiar nada de nuestro plan; era necesario salvar a nuestro país a toda costa, incluso violentando nuestras reputaciones más legítimas.
Aceptamos al quinto cómplice que nos propuso Purichkevitch: un médico de su destacamento, el doctor Lazovert. Convinimos en hacer absorber a Rasputín una dosis de cianuro de potasa suficiente para matarle instantáneamente. Yo quedaría a solas con él mientras estuviera en mi casa. Los demás se hallarían dispuestos a ayudarme, en caso de necesidad.
Fueran buenas o malas las consecuencias de nuestro acto, tomamos el acuerdo de jamás revelar nuestra participación en el asesinato.
Algunos días después de esta entrevista, Demetrio y Purichkevitch partieron los dos para el frente.
En espera de su regreso y aconsejado por Purichkevitch fui a ver de nuevo al diputado Maklakof. Su cambio de actitud me sorprendió agradablemente. Aplaudió nuestros proyectos, pero cuando le propuse que se uniera a nosotros me respondió que, muy probablemente, importantes asuntos le reclamarían en Moscú a mediados de diciembre. A pesar de todo, le confié nuestro plan con todos sus detalles. Me escuchó con la mayor atención..., pero no dio muestra alguna de desear tomar parte activa en el complot.
Cuando le dejé, me deseó buena suerte y me regaló una porra de caucho.
—Tomadla, por si acaso —me dijo sonriendo.
Cada vez que volvía a casa de Rasputín experimentaba una sensación de disgusto hacia mí mismo. Estas visitas llegaron a ser una verdadera tortura para mí.
Poco tiempo antes del regreso de Demetrio y de Purichkevitch, aún fui a verle otra vez.
Estaba de bonísimo humor.
—¿Por qué estáis tan alegre? —le pregunté.
—Porque he terminado verdaderamente un buen asunto. La cosa no se hará esperar mucho tiempo; pronto llegará la ocasión de que nos alegremos.
—¿De qué se trata?
—De qué se trata, de qué se trata —me remedó—. Tienes miedo de mí y por eso has dejado de venir a mi casa. Y, sin embargo, yo tenía muchas cosas interesantes que contarte... ¡Bien! No te las diré, porque tienes miedo de mí y tienes miedo de todo. Si tuvieras más valor, te lo hubiera dicho todo.
Intenté explicarle que mis estudios en el Cuerpo de Pajes me ocupaban todo mi tiempo y que tal era la razón por la cual pareció que le echaba en olvido. Pero no se dejó convencer.
—Lo sé, lo sé..., tienes miedo, y tus padres no te permiten venir a mi casa. ¿No es cierto que tu madre es íntima de Isabel? Las dos no tienen más que un solo pensamiento: hacerme alejar de aquí. Pero no, esto no les saldrá bien, no se les escuchará; se me quiere demasiado en Tsarskoie-Selo.
—Gregorio Efimovitch, vuestra actitud en Tsarskoie-Selo es muy diferente que en otros lugares. Allí no habláis más que de Dios y por eso se cree en vos y se os ama.
—¿Y por qué, querido, no les he de hablar de Dios? Son muy piadosos y esta clase de discursos les gusta... Lo comprenden todo, me lo perdonan todo y me aprecian. Todo el mal que les digan de mí no servirá de nada, pues aunque se lo cuenten, no lo creerán. A menudo les he dicho: «Veréis como se propalarán calumnias sobre mí. Entonces acordaos de cómo persiguieron a Cristo. También Él sufrió por la verdad». Escuchan a todo el mundo, pero no hacen más que lo que les dicta su conciencia.
»En cuanto a «él», tan pronto como se aleja de Tsarskoie-Selo presta oídos a todo lo que le dicen los malvados; incluso me he enfadado con él, últimamente. He tenido muchas dificultades. Me esfuerzo en hacerle comprender que es necesario poner un límite a esta carnicería: todos los hombres son hermanos, les digo. ¿Qué importa que sean franceses o alemanes? Pero no hay modo de convencerle: se empeña en repetir que sería «vergonzoso» firmar la paz. Pero ¿dónde ve la vergüenza, cuando se trata de la salvación de sus hermanos? De nuevo se enviarán millares de hombres a la carnicería. ¿Vale más esto? «Ella» es una soberana sabia y buena. Pero ¿qué es lo que comprende él? No tiene lo que es necesario para ser emperador. Es un bendito de Dios, helo aquí todo. Lo que temo es que el gran duque Nicolás Nicolaievitch nos ponga obstáculos si se entera de algo. Pero, a Dios gracias, está lejos y no tiene los brazos tan largos como para llegar hasta aquí. La zarina ha visto el peligro y se le ha mandado lo más lejos posible para que no pueda mezclarse en nada.
—A mí me parece —respondí— que se ha cometido un gran error destituyendo al gran duque. Toda Rusia siente veneración por él. No era necesario, en una hora tan grave, privar al ejército de su bienamado jefe.
—No te las des de listo, querido. Si se ha obrado de este modo, es que era necesario, y se ha obrado bien.
Se levantó y se puso a caminar de un lado para otro murmurando. De pronto se detuvo, se me acercó precipitadamente y me cogió la mano. Sus ojos tenían una expresión extraña.
—Acompáñame a ver a los bohemios; si vienes conmigo te lo contaré todo, hasta los menores detalles.
Acepté, pero en aquel momento sonó el teléfono: le llamaban a Tsarskoie-Selo. Aprovechando su contrariedad de no poder ir conmigo a ver a los cíngaros, le invité a que viniera a pasar conmigo una próxima velada en el Moika.
Hacía mucho tiempo que deseaba conocer a mi mujer. Creyéndola en San Petersburgo y sabiendo que mis padres estaban en Crimea, aceptó ir a mi casa. En realidad, Irina también se hallaba en Crimea, pero pensé que aceptaría más gustosamente mi invitación si creía tener probabilidades de encontrarla.
Demetrio y Purichkevitch regresaron del frente algunos días más tarde y se decidió que le invitaría a venir a mi casa del Moika, la noche del 29 de diciembre.
Puso como condición para aceptar que yo mismo fuera a buscarle y que luego le acompañaría a su casa. Me recomendó que subiera por la escalera de servicio, y me dijo que advertiría al conserje de que un amigo iría a buscarle a medianoche.
Con tanta sorpresa como espanto, noté con qué sencillez se avenía a todo y él mismo allanaba todas las dificultades.
Como entonces me hallaba solo en San Petersburgo, vivía con mis cuñados en el palacio del gran duque Alejandro. Buena parte de la jornada del 29 de diciembre la dediqué a la preparación de mis exámenes, que estaban fijados para el día siguiente. Aproveché el primer momento libre para ir a mi casa del Moika y tomar las últimas disposiciones.
Tenía que recibirle en la sala que estaba instalando en el sótano. Unas arcadas la dividían en dos partes; la mayor estaba destinada a comedor; de la otra partía la escalera giratoria de la cual ya he hablado antes, y que desde la planta baja llevaba a mi habitación; a medio camino se hallaba la puerta que tenía acceso al patio. Esta sala, de techo bajo y abovedado, sólo recibía luz diurna a través de dos ventanucos que daban, a ras de suelo, al malecón del Moika. Los muros eran de piedra gris, el pavimento de granito. Para no despertar sus sospechas, ya que habría podido sorprenderse de que le recibiera en una especie de cava desnuda, era indispensable amueblarla a fin de que pareciera habitada.
Cuando llegué, encontré a los obreros ocupados en poner los tapices y las cortinas de las puertas. Tres grandes jarrones rojos de porcelana china adornaban ya los nichos practicados en la pared. Del desván se trajeron los objetos que escogí: sillas de madera labrada, tapizadas de cuero ennegrecido por el tiempo; sillones de roble macizo con altos respaldos, mesitas recubiertas de viejas telas, copas de marfil y gran número de otros objetos artísticos.
Aún veo con todos sus detalles la instalación de aquella sala y, en particular, un armario de ébano con incrustaciones que contenían un laberinto de espejitos, de columnitas de bronces y cajones secretos. Sobre este armario había un crucifijo de cristal de roca y de plata cincelada, un hermosísimo trabajo italiano del siglo XVI. La gran chimenea de granito rojo se hallaba adornada con copas doradas, platos de mayólica antigua y un grupo de marfil esculpido. En el suelo se extendía una gran alfombra persa y, en un rincón, ante el armario del laberinto, una piel de oso blanco.
En medio de la estancia se colocó la mesa en la que Rasputín tenía que tomar su última taza de té.
Nuestro mayordomo Gregorio Bujinsky y mi ayuda de cámara Iván me ayudaron a disponer los muebles. Les encargué que prepararan té para seis personas, que compraran bizcochos y pasteles y que se fueran a beber vino en la cava. Les dije que esperaba gente a las once de la noche y que podían retirarse al cuarto de servicio hasta que les llamara.
Todo estaba en orden. Entonces subí a mi habitación, en donde me esperaba el coronel Vogel para hacer el último repaso antes de los exámenes del día siguiente. Acabé mi trabajo con él hacia las seis de la tarde. Antes de ir a cenar con mis cuñados en el palacio del duque Alejandro, entré en Nuestra Señora de Kazan. Sumido en profundas oraciones, perdí la noción del tiempo. Al salir de la catedral en la que creí haber pasado sólo unos instantes, me sorprendió darme cuenta de que había permanecido en ella cerca de dos horas. Experimentaba una extraña sensación de ligereza, de bienestar, casi de felicidad. Me dirigí rápidamente hacia el palacio de mi cuñado en donde cené parcamente antes de regresar al Moika.
A las once todo estaba dispuesto en la estancia del sótano. Confortablemente amueblada e iluminada, aquella sala subterránea había perdido su aspecto lúgubre. El samovar humeaba sobre la mesa, en los platos se hallaban los pasteles y las golosinas que gustaban especialmente a Rasputín. En un aparador, una bandeja llena de botellas y de vasos. Linternas antiguas de vidrios de colores iluminaban la estancia desde lo alto. Las pesadas cortinas de damasco rojo se hallaban bajadas. En el hogar de granito los leños crepitaban y arrojaban chispas sobre las losas. Allí se tenía la sensación de estar separado del resto del mundo. Parecía que, sucediera lo que sucediese, los acontecimientos de aquella noche quedarían sepultados para siempre en el silencio de aquellas pesadas paredes.
Un timbrazo me anunció la llegada de Demetrio y de mis demás amigos. Les introduje al comedor. Permanecieron en silencio algunos instantes, examinando el lugar en donde Rasputín debía morir.
Del armario del laberinto saqué la caja que contenía el veneno, y la coloqué sobre la mesa en donde se hallaban los platos con los pasteles. El doctor Lazovert se puso sus guantes de caucho, tomó los cristales de cianuro de potasa y los redujo a polvo. Luego, levantando el envoltorio de los pasteles, espolvoreó la parte inferior con una dosis de veneno suficiente para provocar la muerte instantánea de varias personas. En la sala reinaba un silencio impresionante. Todos seguíamos con emoción sus gestos. Aún faltaba poner cianuro en los vasos. Decidimos que lo haríamos en el último momento, a fin de que no perdiera su eficacia evaporándose. Era necesario producir la impresión de que nuestra cena había terminado, pues yo había dicho a Rasputín que cuando teníamos invitados cenábamos en el comedor del sótano y que a veces me quedaba solo abajo, leyendo o trabajando, mientras mis amigos subían a fumar en mi gabinete. Se desordenó la mesa, removieron las sillas y se vertió té en las tazas. Se había convenido que cuando saliera a buscar al staretz, Demetrio, Purichkevitch y Sukhotin se retirarían al primer piso y tocarían el gramófono cuidando de escoger músicas alegres. Esperaba poder mantener el buen humor de Rasputín y alejar de su espíritu toda desconfianza.
Acabados los preparativos me puse un abrigo y me calé hasta las orejas un sombrero de pieles que me ocultaba por completo el rostro. El doctor Lazovert, disfrazado de chófer, puso el motor en marcha y subimos al coche que esperaba en el patio ante la pequeña escalinata. Cuando llegamos a casa de Rasputín, tuve que parlamentar con el portero, que dudaba en dejarme subir. Tal como se me recomendó, subí por la escalera de servicio. No se hallaba iluminada; tuve que ascender a tientas y no sin gran esfuerzo encontré la puerta del piso.
Llamé.
—¿Quién está ahí? —preguntó, detrás de la puerta.
Me estremecí.
—Gregorio Efimovitch, soy yo que vengo a buscaros.
Oí que se movía en su habitación. La cadena se deslizó. El pesado cerrojo rechinó. No me sentía del todo bien.
Abrió y entré en la cocina.
Estaba oscuro. Me parecía que, desde el cuarto de al lado, alguien me espiaba. Instintivamente levanté mi cuello y calé mi sombrero sobre mis ojos.
—¿Por qué te escondes de ese modo? —inquirió.
—Pero ¿no habíamos convenido que nadie debía saber que vos salíais conmigo esta noche?
—Es verdad, es verdad. Tampoco he dicho nada a los míos, e incluso he despedido a todos los tainiks. Voy a vestirme.
Entré con él en su alcoba, sólo iluminada por la lamparita que ardía ante los iconos. Encendió una vela. Entonces noté que su cama estaba desecha.
Probablemente acababa de descansar. Cerca de la cama se hallaban su pelliza y su sombrero de piel de castor; en el suelo, altos zuecos forrados de fieltro.
Se puso una blusa de seda bordada de azulejos. Un grueso cordón de color de fresa le servía de cinturón. Su largo calzón de terciopelo negro y sus botas parecían completamente nuevos. Sus cabellos estaban alisados y su barba peinada con especial cuidado. Cuando se me acercó noté un fuerte olor a jabón barato que me vino a probar su especialísima atención que aquel día había puesto en su aseo. Nunca le había visto tan limpio ni tan arreglado.
—¡Bien! Gregorio Efimovitch, es hora de salir. Ya es más de la medianoche.
—¿Iremos a ver a los cíngaros?
—No lo sé; tal vez —respondí.
—¿No tendrás a nadie en tu casa, esta noche? —me preguntó con cierta inquietud en la voz.
Le tranquilicé diciéndole que en mi casa no vería a nadie que no le gustara, y que mi madre se hallaba en Crimea.
—No me gusta tu madre. Sé que me odia. Es la amiga de Isabel. Las dos intrigan contra mí y propalan calumnias sobre mi persona. La misma zarina me ha repetido a menudo que son mis peores enemigos. Sin ir más lejos, esta misma tarde Protopopof ha venido a verme y me ha hecho jurar que no saldría estos días. «Te matarán, me ha dicho. Tus enemigos te preparan una mala jugada.» Pero será trabajo perdido; no triunfarán, sus brazos no son lo bastante largos... Vamos, esto es hablar demasiado... Salgamos.
Tomé la pelliza que se hallaba encima del cofre y le ayudé a ponérsela sobre sus espaldas.
De repente, se apoderó de mí una inmensa piedad por aquel hombre. Me avergoncé de mis dedos abyectos, de la horrible impostura a la que había recurrido. En aquel momento me embargó un sentimiento de desprecio hacia mí mismo. Me pregunté cómo había podido concebir un crimen tan vil. No comprendía cómo me había decidido a cometerlo.
Miraba con espanto a mi víctima, tranquila y confiada ante mí. ¿Qué se había hecho de su clarividencia? ¿De qué le servía su don de predecir el porvenir, de leer los pensamientos de los demás si no veía el terrible lazo que le tendían? Se hubiera dicho que el destino había arrojado un velo sobre su espíritu... para que se hiciera justicia...
Pero, de pronto, como un rayo volví a ver todas las fases de su vida infame. Mis escrúpulos de conciencia y mi sentimiento de arrepentimiento se desvanecieron y dejaron lugar a la firme determinación de llevar hasta el fin la tarea comenzada.
Salimos al oscuro rellano de la escalera, y cerró la puerta tras de sí.
De pronto percibí el chirriar de los cerrojos que resonaban en la escalera. Nos encontramos en medio de una absoluta oscuridad.
Sentí que sus dedos agarraron brutalmente mi mano.
—Te conduciré mejor así —me dijo arrastrándome por la escalera.
La presión de su mano me hacía daño, deseaba gritar y huir, pero se apoderó de mí una especie de embotamiento. Ya no me acuerdo de lo que me dijo entonces, ni si yo le contesté. En aquel momento no deseaba más que una cosa: salir lo más rápidamente posible, volver a ver la luz, no sentir más el horrible contacto de aquella mano.
Cuando estuvimos en la calle, desapareció mi terror y volví a recuperar mi sangre fría. Subimos al coche y nos pusimos en camino.
Yo miraba hacia atrás, por si los agentes nos seguían. No vi a nadie, todo estaba desierto.
Dimos un rodeo para llegar al Moika, y entramos en el patio, en donde el coche se detuvo ante la pequeña escalinata.
Al entrar en casa oí la voz de mis amigos, así como una cancioncilla americana que provenía del gramófono. Rasputín aguzó el oído:
—¿Qué es esto? —inquirió—. ¿Hay alguna fiesta aquí?
—No, mi mujer se halla con unos amigos que pronto van a marcharse. Vayamos, mientras tanto, al comedor, a tomar una taza de té.
Descendimos. Apenas hubo cerrado, se quitó la pelliza y se puso a examinar con curiosidad el mobiliario. El pequeño armario de múltiples cajones le llamó particularmente la atención. Se divertía qomo un niño abriéndolo, cerrándolo y examinándolo por dentro y por fuera.
En aquel supremo minuto, hice la última tentativa para persuadirle de que abandonase San Petersburgo. Su negativa decidió su suerte. Le ofrecí vino y té. Con gran decepción por mi parte, comenzó a rechazar lo uno y lo otro. «¿Habrá adivinado algo?», pensé. Pero estaba decidido, ocurriera lo que ocurriese, a que no saliera vivo de la casa.
Nos pusimos a la mesa y se inició la conversación.
Pasamos revista a nuestros conocidos comunes, sin olvidar a la Wirubof. Naturalmente, se habló de Tsarskoie-Selo.
— Gregorio Efimovitch, ¿por qué ha ido a veros Protopopof? —le pregunté—. ¿Acaso teme siempre un complot?
—Pues sí, querido. Parece que mi hablar franco molesta a muchas personas. Los aristócratas no pueden acostumbrarse a la idea de que un simple campesino se pasee por las salas del Palacio Imperial... Les corroe la envidia y la cólera. Pero yo no tengo miedo. Nada pueden contra mí. Estoy protegido contra la mala suerte. Varias veces han intentado matarme, pero el Señor siempre ha frustrado sus complots. La desgracia alcanzará a todos los que levanten su mano contra mí.
Estas palabras sonaban de un modo lúgubre en el sitio mismo en donde debía perecer. Pero ya nada podía turbarme. Mientras hablaba yo sólo tenía un pensamiento: obligarle a beber vino en los vasitos y a que probara los pasteles.
Después de agotados los temas de conversación habituales, me pidió que le sirviera té.
Me apresuré a hacerlo y le ofrecí también un plato con bizcochos. ¿Por qué le ofrecí entonces precisamente los que no estaban envenenados?
Al cabo de un instante le presenté el plato con los pasteles que contenían cianuro.
Los rehusó.
—No quiero, son demasiado dulces—dijo.
Sin embargo, pronto tomó uno, después otro... Yo le miraba horrorizado. El efecto del veneno tenía que manifestarse en seguida, pero, ante mi gran estupor, continuaba hablándome como si nada ocurriera.
Entonces le propuse que probara nuestros vinos de Crimea. De nuevo rehusó. El tiempo pasaba. Yo me ponía nervioso. A pesar de su negativa, llené dos vasos. Pero, como antes lo había hecho con los bizcochos, y de un modo tan inexplicable, evité coger uno de los que contenían veneno. Cambiando de parecer, aceptó el vaso que le ofrecía. Bebió con gusto, le agradó el vino y me preguntó si producíamos mucho en Crimea. Pareció sorprenderse al saber que teníamos varias cavas llenas.
—Ponme Madera -—me dijo. Esta vez quise darle uno de los vasos que contenían cianuro, pero protestó—: Ponlo en el mismo vaso.
—Eso no puede ser, Gregorio Efimovitch —le respondí—. No se deben mezclar estos dos vinos.
—Tanto peor; ponlo aquí, te digo...
Fue necesario ceder sin insistir más.
Como por descuido, en aquel momento eché al suelo el vaso con el cual había bebido, lo que aproveché para escanciarle Madera en un vaso que contenía cianuro. No puso ningún reparo.
Yo, de pie ante él, seguía cada uno de sus movimientos y esperaba verle caer de un momento a otro. Pero continuaba bebiendo, lentamente, a traguitos, degustando su vino como sólo los buenos catadores saben hacerlo. Su rostro no cambiaba. Sólo de vez en cuando se llevaba la mano al cuello como si le costara un esfuerzo tragar. Se levantó y dio algunos pasos. Cuando le pregunté qué le ocurría, contestó:
—Nada, simplemente un cosquilleo en la garganta.
Pasaron algunos minutos penosos.
—El Madera es bueno, dame más.
Sin embargo, el veneno no obraba y él seguía paseándose tranquilamente por la estancia.
Entonces tomé otro vaso con cianuro, lo llené de vino y se lo ofrecí.
Lo vació como los anteriores, pero sin resultado alguno.
En la bandeja no quedaba más que el tercero y último vaso.
Entonces, como último extremo, para obligarle a que me imitara, yo mismo me puse a beber.
Estábamos sentados el uno frente al otro y bebíamos en silencio.
Me miraba. Sus ojos tenían una expresión maliciosa. Parecía decirme: «Ya lo ves: por más que hagas, nada puedes contra mí».
De súbito, su rostro tomó una expresión de cólera feroz.
Jamás le vi tan horroroso.
Clavó sobre mí su mirada satánica. En aquel momento me inspiró tal sentimiento de odio que estuve a punto de arrojarme sobre él para estrangularle.
En la estancia reinaba un silencio de mal augurio. Me pareció que sabía por qué le había traído allí y lo que estaba a punto de ejecutar. Entre nosotros hubo una especie de lucha muda, extraña y terrible. Un momento más y yo iba a ser vencido, anonadado. Bajo su pesada mirada sentía que me abandonaba mi sangre fría; se apoderó de mí un inenarrable torpor; la cabeza me daba vueltas...
Cuando me recobré, le vi todavía sentado en el mismo lugar, con la cabeza entre las manos. No veía sus ojos.
Recobré mi equilibrio y le ofrecí una taza de té.
—Pónmela —me dijo con voz apagada—. Tengo mucha sed.
Levantó la cabeza. Sus ojos estaban empañados y me pareció que evitaba mirarme.
Mientras le servía el té, se levantó, y se puso a andar. Vio mi guitarra, que yo había dejado sobre una silla, y me dijo:
—Toca algo alegre, me gusta escucharte.
En un momento como aquél me era difícil cantar, sobre todo algo alegre.
—Verdaderamente, no tengo el corazón alegre —le contesté. No obstante, tomé mi guitarra y comencé una canción triste.
Se sentó y al principio escuchó con atención; luego, inclinó la cabeza y cerró los ojos. Me pareció que estaba amodorrado.
Cuando terminé la romanza, volvió a abrir los ojos y me miró tristemente.
—Canta un poco más aún. Me gusta mucho esta música, en la que pones tanta alma.
Volví a cantar de nuevo. Mi propia voz me parecía desconocida.
El tiempo pasaba. El reloj de pared señalaba ya las dos y media de la madrugada... Hacía dos horas que duraba aquella larga pesadilla. «¿Qué sucederá si mis nervios no aguantan»?, pensaba.
Los de arriba parecían perder la paciencia. El ruido que llegaba hasta nosotros no hacía más que aumentar. Temía que, no pudiendo aguantar más, irrumpieran en el sótano.
—¿Por qué hacen tanto escándalo? —me preguntó Rasputín, levantando la cabeza.
—Seguramente son mis invitados que se van —le respondí—. Voy a subir a ver qué pasa.
Arriba, en mi gabinete, Demetrio, Purichkevitch y Sukhotin, revólver «n mano, se precipitaron hacia mí y me asaltaron a preguntas.
—Bien, ¿ya está hecho? ¿Ya se acabó?
—El veneno no ha obrado —contesté.
Aturdidos, todos guardaron silencio.
—Eso no es posible —exclamó el gran duque.
—¡Sin embargo la dosis era enorme! ¿Se lo ha tragado todo? —preguntaron los demás.
Después de corta discusión, se decidió que debíamos bajar juntos, arrojarnos sobre él y estrangularlo. Nos hallábamos ya en la escalera, cuando temí estropear todo el asunto. La súbita aparición de personas extrañas no dejaría de despertar sus sospechas, y quién sabe de lo que aquel ser diabólico era capaz.
No sin trabajo convencí a mis amigos para que me dejaran actuar solo.
Cogí el revólver de Demetrio y descendí al sótano.
Rasputín todavía se hallaba sentado en el lugar en que le dejé. Tenía la cabeza completamente inclinada y respiraba difícilmente.
Me acerqué dulcemente a él y me senté a su lado; no me hizo caso alguno. Después de algunos minutos de terrible silencio, alzó lentamente la cabeza y dirigió hacia mí unos ojos sin expresión.
—¿Os sentís mal? —le pregunté.
—Sí, me pesa la cabeza y me arde el estómago. Dame otro vasito. Me hará bien.
Le serví Madera, que se bebió de un trago. Después de lo cual se reanimó y se puso alegre. Me di cuenta de que estaba del todo consciente y de que razonaba de modo completamente normal. De súbito, me propuso que le acompañara a ver a los bohemios. Rehusé pretextando que era demasiado tarde.
—Eso no importa. Ya están acostumbrados; a veces, me esperan toda la noche. Me ocurre que se me retiene en Tsarskoie-Selo debido a importantes asuntos, o simplemente hablando de Dios... Entonces voy directamente a verlos, con el coche. También el cuerpo tiene necesidad de reposo... ¿No es verdad esto que digo? Los pensamientos son todos para Dios; pero el cuerpo es para los hombres. ¡Eso es! —añadió guiñando picarescamente el ojo.
Ciertamente no esperaba oír tales palabras de aquel a quien había hecho tomar una enorme dosis del más inexorable de los venenos. Sobre todo, me admiraba el hecho de que, a pesar de que gracias a su extraordinaria intuición lo comprendía y lo adivinaba todo, estaba tan lejos de pensar que iba a morir.
¿Cómo no vieron sus ojos penetrantes que detrás de mi espalda tenía un revólver que de un momento a otro le apuntaría?
Volví maquinalmente la cabeza y vi el crucifijo de cristal. Me levanté para acercarme a él.
—¿Por qué has mirado durante tanto tiempo este crucifijo? —me preguntó.
—Me gusta mucho y es muy bello —respondí.
—En efecto, es muy bello, y ha debido costar caro. ¿Cuánto has pagado por él? —Al decir estas palabras, dio unos pasos hacia mí y, sin esperar mi respuesta, añadió—: A mí me gusta más este armario.
Se acercó a él, lo abrió y se puso a examinarlo.
—Gregorio Efimovitch —le dije—, harías mejor mirando el crucifijo y rezando una oración.
Entonces me lanzó una mirada sorprendida, casi espantada. En ella vi una expresión nueva que desconocía. Aquella mirada tenía a la vez algo dulce y sumiso. Se me acercó mucho y me miró frente a frente. Se diría que por fin leyó en mis ojos algo que no esperaba. Comprendí que había llegado el momento supremo.
—Señor, dadme fuerzas para terminar esto —imploré.
Permanecía ante mí, inmóvil, con la cabeza inclinada, los ojos clavados en el crucifijo.
«¿Adonde hay que apuntar? —pensaba yo—. ¿A la cabeza o al corazón?»
Un estremecimiento me sacudió enteramente; alargué el brazo. Apunté al corazón y apreté el gatillo. Le oí lanzar un rugido salvaje, después del cual se desplomó sobre la piel de oso.
Por un instante me aterroricé al comprobar cuan fácil era matar a un hombre. Un simple gesto y aquel que un segundo antes era un ser vivo, cae al suelo como una marioneta dislocada.
Al ruido del disparo acudieron mis amigos. En su precipitación, arrancaron un conmutador eléctrico y nos hallamos sumidos en la oscuridad. Uno de ellos tropezó conmigo y profirió un grito; yo no me movía, temeroso de encontrarme con el cadáver. Por fin la luz volvió a brillar.
Rasputín se hallaba tendido sobre la espalda. Sus facciones se contraían por momentos. Sus manos estaban crispadas. Tenía los ojos cerrados. Su blusa de seda estaba enrojecida por una mancha sangrienta. Nos inclinamos sobre él para examinarlo.
Al cabo de algunos minutos, cesó de moverse. El doctor comprobó que la bala había atravesado la región del corazón. No había duda alguna: Rasputín estaba bien muerto. Demetrio y Purichkevitch le transportaron desde la piel de oso hasta las losas. Apagamos la luz y subimos a mi cuarto después de cerrar con llave la puerta del sótano.
Nuestro corazón se hallaba lleno de esperanza, puesto que estábamos convencidos de que el suceso que acababa de ocurrir salvaría a Rusia y a la dinastía de la ruina y del deshonor.
Conforme nuestro plan, Demetrio, Sukhotin y el doctor tenían que simular el devolver a Rasputín a su casa, por si la policía secreta nos había seguido sin que lo supiéramos. A tal efecto, Sukhotin se haría pasar por él, poniéndose su pelliza y su sombrero, y partiría, en compañía de Demetrio y del doctor, en el coche descubierto de Purichkevitch. Regresaría al Moika con el coche cerrado del gran duque, a fin de coger el cadáver, que conducirían a la isla Petrovski.
Purichkevitch y yo nos quedamos en el Moika. Mientras esperábamos el regreso de nuestros amigos, hablábamos del porvenir de nuestra patria, liberada para siempre de su genio maléfico. ¿Podíamos nosotros prever que aquellos a quienes la muerte de Rasputín iba a desatar las manos no querrían o no sabrían aprovechar este momento único?
Mientras hablábamos, de pronto una rara inquietud me turbó, y un irresistible impulso me llevó a bajar al sótano, en donde reposaba el cuerpo.
Rasputín yacía en el mismo sitio en donde lo habíamos dejado. Le tomé el pulso y no percibí latido alguno. Estaba bien muerto.
No sabría decir por qué de pronto agarré el cadáver por los brazos y lo sacudí violentamente. Se inclinó a un lado, y luego volvió a caerse.
Después de permanecer algún tiempo cerca de él, ya me disponía a irme cuando llamó mi atención un casi imperceptible estremecimiento de su párpado izquierdo. Me incliné sobre él y le observé atentamente; ligeros temblores contraían su rostro.
De súbito, vi que abría su ojo izquierdo... Algunos instantes después su párpado derecho empezó a temblar a su vez, luego se alzó. Entonces vi sus dos ojos verdes de víbora fijos sobre mí con una expresión de odio satánico. Se me heló la sangre en las venas. Todos mis músculos adquirieron la rigidez de la piedra. Quise huir, pedir socorro, pero mis piernas no querían obedecerme, y de mi garganta no salía sonido alguno.
Me encontraba como en una pesadilla, clavado en las losas de granito.
Entonces ocurrió algo atroz. Con un movimiento brusco y violento, dio un salto, con la boca llena de espuma. Daba miedo verle. Un salvaje rugido resonó bajo las bóvedas y vi como sus manos convulsas se agitaban en el aire. Luego se arrojó sobre mí; sus dedos intentaban cogerme por el cuello y se hundían en mi espalda como tenazas. Los ojos se le salían de las órbitas, la sangre resbalaba por sus labios.
Con voz baja y ronca, me llamaba por mi nombre.
Nada podría expresar el sentimiento de horror que me embargó. Intenté librarme de su abrazo, pero estaba preso como en un torno. Una terrible lucha se inició entre nosotros.
Aquel ser que moría envenenado, con la región cardíaca atravesada por una bala, aquel cuerpo al que las potencias del mal parecían haber reanimado para vengarse de su derrota, tenía algo tan terrible, tan monstruoso, que no puedo evocar aquella escena sin un estremecimiento de horror.
Entonces me pareció comprender todavía mejor quién era Rasputín. Tenía la impresión de que me las había con el mismo Satanás, encarnado en aquel campesino que me había cogido con sus garras para ya no soltarme.
Gracias a un esfuerzo sobrehumano, logré zafarme de aquel terrible apretón.
Volvió a caer de espaldas, con horribles estertores y apretando en su mano la chaqueta que me había arrancado durante el curso de nuestra lucha. De nuevo yacía quieto en el suelo. Después de algunos instantes, se movió. Di un salto hacia la escalera y llamé a Purichkevitch, que se había quedado en mi gabinete.
—Pronto, pronto, aún vive —grité.
En aquel momento oí un ruido tras de mí; cogí la porra de caucho que el diputado Maklakof me había dado «por lo que pudiera ocurrir», y me lancé hacia la escalera, seguido de cerca por Purichkevitch, que montó su revólver.
Arrastrándose sobre las rodillas y el vientre, Rasputín escalaba rápidamente los peldaños de la escalera. Reuniendo todas sus fuerzas, dio un último salto y logró alcanzar la puerta secreta que tenía acceso al patio. Como yo sabía que aquella puerta estaba cerrada con llave, me situé en el rellano superior y apreté fuertemente en mi mano la porra de caucho.
¡Cuáles no serían mi estupor y mi espanto al ver que la puerta se abría y que Rasputín desaparecía en la noche! Purichkevitch se lanzó tras él. Dos disparos resonaron en el patio. El pensamiento de que pudiera escaparse era intolerable. Salí por la escalera principal y corrí a lo largo del Moika para detenerle en la puerta de salida en caso de que Purichkevitch no le hubiera alcanzado.
El patio tenía tres puertas, de las cuales sólo la del medio no estaba cerrada con llave. A través de la reja vi que se dirigía precisamente hacia allí.
Se oyó un tercer disparo, luego otro... Le vi vacilar y luego observé como caía cerca de un montón de nieve.
Purichkevitch corrió hacia él, permaneció algunos minutos junto a su cuerpo y después, habiendo adquirido la certidumbre de que aquella vez todo estaba terminado, por fin, se dirigió con grandes pasos hacia la casa.
Le llamé, pero no me oyó.
El malecón y las calles vecinas estaban desiertas; había muchas probabilidades de que los tiros no hubieran sido oídos. Me aseguré de esto, regresé al patio y me acerqué al montón de nieve tras del cual se hallaba escondido Rasputín. No daba ninguna señal de vida.
Pero en aquel momento vi venir de un lado a dos de mis criados y del otro a un agente de policía, alarmados todos por los disparos.
Fui hacia el agente y me coloqué ante él de modo que tuviera que dar la espalda al sitio en donde yacía Rasputín.
—Alteza —dijo al reconocerme—, aquí se han hecho disparos. ¿Qué ocurre?
—Nada grave —respondí—. Es una tontería. Esta noche tenía una pequeña reunión en mi casa; uno de mis camaradas, que había bebido demasiado, se ha divertido haciendo varios disparos y molestando inútilmente a todo el mundo. Si alguien te interroga tienes que decir que nada ha ocurrido y que todo va bien.
Mientras hablaba, le conduje hacia la puerta. Luego volví al lado del cadáver, junto al cual se encontraban los dos criados. Rasputín, que se hallaba todavía en el mismo sitio, encogido sobre sí mismo, sin embargo había cambiado de posición. «¡Dios mío! ¿Vive aún?», pensé.
El terror se apoderó de mí ante el solo pensamiento de que pudiera volver a levantarse. Corrí hacia la casa y llamé a Purichkevitch, que había desaparecido. No me encontraba bien, titubeaba; todavía oía la voz sorda de Rasputín llamándome por mi nombre. Tambaleándome, llegué a mi cuarto de aseo y me bebí un vaso de agua. En aquel momento entró Purichkevitch.
—¡Ah! ¡Estáis aquí! ¡Y yo que os buscaba por todas partes! —exclamó.
Se me empañaba la vista; creí caerme al suelo. Me sostuvo y me condujo a mi gabinete. Apenas habíamos llegado, cuando el ayuda de cámara vino a anunciarme que el agente de policía con el cual había hablado hacía unos instantes, deseaba volver a verme. Los disparos se habían oído en el puesto de policía y llamaron al agente de servicio para pedirle explicaciones acerca de lo que había sucedido. No encontraron satisfactoria su versión y la policía insistía en conocer más amplios detalles.
Al verle entrar, Purichkevitch le dijo con voz potente:
—¿Has oído hablar de Rasputín? ¿De aquel que tramaba la pérdida de nuestra patria, la del zar y de tus hermanos los soldados, aquel que nos traicionó en provecho de los alemanes? ¿Te das cuenta?
El agente, que no comprendía lo que quería de él, guardaba silencio con un aire atontado.
—¿Y sabes quién soy yo? —prosiguió Purichkevitch—. Tienes ante ti a Vladimiro Mitrofanovitch Purichkevitch, miembro de la Duma. Los disparos que has oído han matado a Rasputín. Si amas a tu patria y a tu zar, guardarás silencio.
Espantado, escuchaba estas turbadoras palabras, soltadas tan pronto que no tuve tiempo de intervenir. Purichkevitch era presa de tal sobreexcitación que no se daba cuenta de lo que decía.
—Habéis hecho bien —acabó por decir el agente—. Guardaré silencio, pero si se me hace prestar juramento será necesario que diga todo cuanto sé; sería pecado ocultar la verdad.
Diciendo esto salió, muy impresionado.
Purichkevitch corrió a su lado.
En aquel momento, mi ayuda de cámara vino a decirme que el cadáver había sido transportado al rellano inferior de la escalera. Me encontraba muy mal; la cabeza seguía dándome vueltas y apenas podía andar. Me levanté con dificultad, tomé maquinalmente la porra de caucho y salí de mi gabinete.
Al bajar la escalera, vi el cuerpo de Rasputín extendido en el rellano. La sangre brotaba de sus numerosas heridas. Una lámpara le iluminaba desde lo alto y se veía hasta en los menores detalles su rostro desfigurado. Su aspecto era profundamente repulsivo.
Tenía deseos de cerrar los ojos y de huir cuanto más lejos mejor; de olvidar, aunque fuera sólo por un instante, la horrible realidad. Sin embargo, a pesar mío, aquel cadáver me atraía. Mi cabeza estallaba, mis ideas se confundían. Entonces me sobrevino una especie de acceso de locura. Me arrojé sobre el muerto y me puse a golpearlo rabiosamente con la porra de que estaba armado. En aquel momento desconocía toda ley divina y humana.
Luego, Purichkevitch me dijo que aquella escena fue tan horrible que jamás podría olvidarla. Cuando con la ayuda de Iván, me hubo separado del cadáver, yo había perdido el conocimiento.
Entretanto, Demetrio, Sukhotin y el doctor Lazovert regresaron en coche cerrado a buscar el cuerpo.
Cuando Purichkevitch les contó lo que había pasado, decidieron dejarme descansando y marcharse sin mí. Envolvieron el cadáver en una gruesa tela y lo cargaron en el coche, que se dirigió a la isla de Petrovski. Allí le arrojaron al río desde lo alto de un puente.
Cuando recobré el conocimiento, me pareció que sanaba de una grave enfermedad y que, como después de una tormenta, respiraba a pleno pulmón el aire de la naturaleza purificada. Me sentí revivir.
Con la colaboración de mi ayuda de cámara hice desaparecer todas las huellas de sangre que pudieran traicionarnos.
Una vez limpiada y ordenada la habitación, salí al patio. Tenía que tomar otras medidas aún: se trataba de explicar los disparos. He aquí lo que imaginé: uno de mis invitados bebió más de la cuenta y al salir disparó por capricho sobre uno de nuestros perros guardianes.
Mandé venir a los dos criados que habían asistido al final del drama y les expliqué lo que en realidad había ocurrido. Me escucharon en silencio y luego me prometieron guardar el secreto.
Eran cerca de las cinco de la madrugada cuando dejé la casa para regresar al palacio del gran duque Alejandro.
Ante la idea de que se había dado el primer paso para salvar a Rusia, me sentía lleno de valor y de confianza.
Al entrar en mi habitación, encontré a mi cuñado Teodoro, que, esperando angustiosamente mi regreso, no había podido dormir en toda la noche.
—Por fin estás aquí. Alabado sea Dios —me dijo—. ¿Qué?
—Rasputín ha sido muerto, pero en este momento no estoy en disposición de hablar, me caigo de fatiga.
Previendo que al día siguiente todo serían interrogatorios, pesquisas, persecuciones incluso, y que tendría necesidad absoluta de todas mis fuerzas para soportar todo aquello, fui a acostarme y me dormí con un sueño profundo.
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